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16 de diciembre

Después de escuchar demasiadas veces a sus hombres quejarse de la escasez cada vez mayor de fulminante para los fusiles de pistón, el joven Orlando Ribero fue llamado a la Comandancia y a solas con el general Gómez y el capitán Masanti, se enteró de que en un altillo del comercio de Rumbis, había una estiba de cajas de fulminante en cantidad suficiente como para cubrir buena parte de los rifles de la guarnición.

El único inconveniente era que el comercio de Rumbis estaba en la esquina de las calles Queguay y Sarandí, vale decir, una cuadra más allá de la línea de las trincheras y a merced de los merodeadores del temible Goyo Suárez.

El General le preguntó si se atrevía a asumir el riesgo de atravesar aquella tierra de nadie sólo con dos hombres del capitán Masanti, entrar al comercio cerrado y rescatar las preciadas cajas de fulminante.

Halagado por la confianza, el joven Ribero asintió de inmediato y luego salió al patio donde montaban guardia varios de los hombres del Capitán. Tras mirarlos uno por uno, descubrió que la mayoría tenían envoltorios deshilachados y mugrientos o vendajes con rastros de sangre seca en algún sitio del cuerpo o descansaban sobre muletas apoyados en la pared, de modo que se trataba de elegir un par de heridos leves y de confianza que no le frustraran la operación.

Así fue que eligió a Martín Zamora.

– ¡Español, venga conmigo!

Luego señaló al argentino vendedor de cigarros Joaquín Cabral y también le pidió que lo siguiera. Cuando estuvieron a su lado, los interiorizó de la misión y ambos, de buena gana, dijeron “vamos ya”.

Salieron por la trinchera de la calle Queguay y tras pasar a los fondos de la casa de las Orozco, atravesaron una quinta de naranjales quemados por el sol y llegaron al edificio de la otra esquina de la misma manzana.

Desde el lugar podía verse perfectamente el comercio de Rumbis al otro lado de la calle. Se trataba de un antiguo edificio de ladrillos rojos, tal vez el primero de la manzana, pues se le veía retirado con respecto a las casas vecinas, con un descampado delante donde en tiempos de paz se detenían los carruajes y los caballos de los clientes. Sin embargo, aquel espacio no era un sitio totalmente abierto puesto que había árboles, un par de canteros, unas paredes de baja altura a los costados de un galpón y también un aljibe.

Si bien no se percibía ningún movimiento, Orlando Ribero hizo el primer disparo de fusil al portón entreabierto del galpón. Luego tiraron los tres al mismo tiempo con la intención de obligarlos a descubrirse.

Orlando Ribero gritó que saliera cualquier persona que se encontrara en el interior del caserón. Nadie respondió. Volvieron entonces a hacer una descarga de intimidación, que nadie repelió. Esperaron, volvieron a gritar y abrieron fuego una vez más.

Pese a que nadie contestaba, sabían que estaban allí. Podían olerlos.

Con la pierna renga dolorida de apoyarla en tierra, Martín Zamora ya empezaba a dudar de que hubiese gente allí dentro, cuando alguien, probablemente un muchacho asustado, hizo fuego desde una de las ventanas. Aquello les sirvió de confirmación. Abrieron fuego más nutrido y destrozaron todas las ventanas. Los ocupantes respondieron con tres descargas, dos desde adentro y una desde el techo. Después de tirotearse durante cinco minutos, decidieron tomar por asalto el edificio. Orlando Ribero le hizo una seña a Martín Zamora y este, otra a Joaquín Cabral e iniciaron el avance sin dejar de hacer fuego.

Uno de los ocupantes del caserón apareció por la puerta del galpón y cayó con una bala en plena frente. El otro apareció en una de las ventanas y recibió un balazo en el pecho que le atravesó los pulmones. Al tercero no le fue tan mal, pues huyó entre la arboleda de los fondos arrastrando una pierna baleada y desapareció.

Una vez adentro, por precaución de su pierna lesionada, Martín Zamora se apostó de vigía en una pequeña ventana, mientras Cabral y Ribero subían por la empinada escalera al altillo donde presumían que encontraban los cajones.

Sin embargo, excepto unos pocos fulminantes desparramados en un rincón, allí no quedaba nada. Los saqueadores se los habían llevado.

Desolados por la desafortunada operación, los tres volvían en silencio hacia la Comandancia, cuando Orlando Ribero se detuvo en seco apenas traspusieron la trinchera. Como si se hubiera iluminado de pronto, recordó que una vez se le había roto la chimenea a una de sus pistolas de tirar al blanco, impidiéndole el tiro porque el fulminante no explotó. Fue entonces que se le ocurrió ponerle un fósforo a la chimenea rota y luego de apretar el gatillo, el arma disparó a la perfección.

Una vez en la plaza, mientras el General estaba en la cima del Baluarte de la Ley observando los alrededores, enteraron de lo ocurrido en el caserón de Rumbis al mayor Torcuato González, comandante de la trinchera, advirtiéndole que no había que desanimarse, pues a falta de fulminante también con fósforos se podía disparar, ya que bastaba con colocar el mixto sobre el oído del fusil después de cargado, para que detonase la munición.

Fue en ese instante que apareció el general Gómez y tras escuchar las explicaciones, pidió que hiciese una demostración allí mismo, en el patio de la Comandancia. Orlando Ribero acondicionó el rifle tres veces con cabezas de fósforos y las tres tiró sobre el muro con el mismo resultado. Luego le extendió el arma al General para que la observase.

– Es verdad, la chimenea está limpia -comprobó-. Ahora… ¿de dónde sacamos los fósforos?

– De nuestro almacén, general. Hay ocho o diez cajones con sesenta latas de fósforos de Roche cada uno.

– Magnífico. Reparta una lata a cada trinchera y reserve el resto en la Jefatura.

Cuando se hizo la noche, todos los cantones de ciudad habían recibido ya la orden de no gastar un fulminante, a menos que fuese en caso de hacer fuego apresurado o durante la noche, cuando es más difícil colocar la cabeza del fósforo sobre el oído del fusil.