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17 de diciembre
Al día siguiente, cuando la obstinada señorita Pons ya había partido de regreso a Montevideo llevando informes secretos ocultos en los dobleces de su vestido negro, corrió entre los defensores la noticia de que en las primeras horas de la tarde habían llegado al puerto algunas hermanas de la Caridad acompañadas por el señor vicario.
La noticia era buena. No solo porque traían el propósito de atender a los heridos de la guarnición en el hospital de sangre, sino también porque una visita que contaba con el permiso de las fuerzas sitiadoras garantizaba que por unas horas no habría ataques ni caerían bombas sobre la ciudad.
Un rato después las vieron venir conversando animadamente por el centro de la calle Real en dirección a la plaza. El grupo continuó acercándose y cuando estaban a seis o siete cuadras del portón del oeste, el alférez Espilma contó trece monjas, un cura gordo de respetable estatura y un perro sarnoso que los festejaba. Ninguno de ellos denotaba temor alguno y avanzaban como si el pueblo les resultara conocido y el perro fuese un alcahuete cotidiano de la Madre
– Nos mandaron un monasterio completo… -dijo Espilma, acercándose cautelosamente al artillero del cañón de a ocho ubicado en el centro del portón del oeste.
No había terminado la frase, cuando de pronto las monjas se separaron en dos grupos y enfilaron rápidamente a los extremos de la primera bocacalle, al tiempo que una pieza de artillería de los sitiadores apareció por la esquina, enfiló hacia el portón y disparó.
A los flancos de la pieza, una veintena de soldados negros imperiales aparecieron ocupando la calle, pusieron rodilla en tierra y también abrieron fuego.
Al ver el fogonazo del cañón, Espilma apretó el hombro del artillero y este disparó el suyo con tal precisión, que dos de las monjitas volaron en pedazos y una tercera perdió la cabeza desde la misma base del cuello, sin que eso le impidiese caminar milagrosamente un par de pasos en dirección a la pared, en donde terminó estrellándose. A la distancia se veía que su toca pasaba rápidamente del blanco inmaculado al violento carmesí de las batallas.
Ante aquella pequeña victoria religiosa, media docena de guardias nacionales abandonaron la trinchera y comenzaron a tirar a discreción, mientras uno de ellos gritaba desaforadamente “¡Ahí va nuestra bendición, señor Vicario!”
Y al cabo de cuarenta cañonazos de parte a parte y a bala rasante, dos compañías de la guarnición saltaron fuera de las trincheras y avanzaron en tiroteo en medio de la humareda, con la clara intención de apoderarse del cañón enemigo. Pero los imperiales advirtieron la maniobra y se retiraron a tiempo con el cañón hirviendo, mientras las compañías, precaviéndose de alguna sorpresiva operación que las cortase en partes, regresaban a sus trincheras sin avanzar más terreno.
Sobre la calle, arqueado entre los muertos y los heridos, el señor Vicario agonizaba de cara al cielo envuelto en su sotana salpicada de claveles rojos, mientras una y otra vez con voz cada vez más débil decía: “Eu sou el capitão Coitinho… Eu sou Coitinho, el capitão…”