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17 de diciembre
Luego de la cruenta escaramuza con las monjas y el señor Vicario, el capitán Hermógenes Masanti, Martín Zamora, Raymond Harris y tres de los guardias nacionales, dieron una vuelta de relevamiento alrededor de la ciudad, para volver a la Comandancia al cabo de dos horas, con una noticia extraña: los sitiadores no tenían más que guardias de caballería y tanto la nave del Barón de Tamandaré como el grueso de los dos ejércitos parecían haber desaparecido de los alrededores de Paysandú.
Apenas si al noroeste, sobre la costa del río, se mantenía un campamento de cuatrocientos hombres.
Masanti, Zamora y Harris llegaron en el mismo momento en que el Estado Mayor comentaba la artimaña fallida del último ataque y el general Gómez perdía los estribos y tiraba el quepi contra la pared y preguntaba a los gritos en qué clase de degenerados se habían convertido Venancio Flores, Tamandaré y los oficiales brasileños, que no dudaban en disfrazar a sus hombres de guardias nacionales, de monjas de la caridad o en escudarlos en una banda de infelices músicos negros con tal de romper la defensa de la plaza.
El coronel Lucas Píriz, Tristán de Azambuya, el comandante Juan Braga y el mayor Larravide, todos heridos en alguna parte, lo escuchaban en silencio adustos, acuclillados como indios contra la pared del recinto en penumbra. En ese instante, paralizados por los exabruptos del General, el capitán Hermógenes Masanti y Martín Zamora detuvieron su ingreso y permanecieron estáticos en la puerta, observando la escena.
– ¿Cuántos hombres hemos perdido defendiéndonos de esas cobardías y del bombardeo de la escuadra?… ¿Cuántos? -preguntó de pronto el General mirando a Lucas Píriz.
– Doscientos diez entre muertos y heridos, señor…
– ¿Cuántos han perdido ellos?
– Alrededor de seiscientos…
– A ese ritmo duraremos diez días sin asistencia… -consideró Tristán Azambuya.
– Tal vez mañana tengamos noticias del ejército de Juan Sáa… -aventuró Lucas Píriz.
– Tengo novedades, general… -interrumpió el capitán Masanti aproximándose a la mesa-. La Recife de Tamandaré y dos naves más desaparecieron en la madrugada río abajo. Parece que terminaron con las municiones… Quedan solo tres barcos frente al puerto…
– Tamandaré volverá enseguida… -reflexionó el general Gómez más calmado pero sombrío, sentándose a la cabecera de la mesa-. No tiene que volver al Brasil para traer más bombas; el ladino de Mitre ya lo estará aprovisionando en Buenos Aires… Carajo, si vinieran tres o cuatro buques paraguayos, desaparecería la escuadra brasilera… Y si el huevudo de Urquiza se decidiera…
El capitán Masanti volvió a hablar:
– Hay algo extraño, mi general. Una buena parte del ejército de Flores también ha desaparecido. Y de la gente del general Souza Netto apenas si queda un pequeño campamento sobre el río al noroeste…
Fue mientras el General cavilaba sobre la situación, cuando se escuchó en el patio un alboroto de los mil demonios, que dio lugar enseguida a uno de esos incidentes extraños que de repente modifican de modo imprevisible una situación. Aquel griterío provenía del capitán Areta, a quien la ginebra parecía haber desatado su osadía hasta el frenesí.
– ¿Dónde están? -preguntaba mientras se metía puertas adentro poseído de un incontenible empuje-. ¿Por qué no vamos por esos perros? ¿Quién me acompaña?
El general Gómez, quien parecía dudar entre sancionar aquel desborde o calmarlo como a un hijo que ha pasado una mala noche, se removió molesto en su asiento hasta que levantó sorpresivamente la cabeza.
– ¿Qué esperamos? -dijo mientras se ponía de pie-. ¡Vamos por los macacos!