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17 de diciembre
En pleno mediodía, apenas más allá de las últimas viviendas abandonadas de la ciudad y teniendo a la vista a menos de una legua de distancia los toldos de un campamento imperial, Raymond Harris y dos soldados hermanos, Juan y Eusebio Benavides, de las avanzadas del capitán Olivera, descubrieron un hermoso caballo zaino, mordisqueando pasto amarillo al lado de un pequeño aljibe de piedra.
Estaba muy bien ensillado, con las riendas sueltas y cualquiera podía suponer que el animal estaba pronto a emprender un largo viaje, pues apenas se apreciaba un sudor brillante en la tabla del pescuezo, en un mediodía bien ardiente con cuarenta grados a la sombra y un silencio aserrado de ida y vuelta por las chicharras invisibles. Sobre el anca, una alforja abultada colgaba repartida en dos pesadas mitades, hasta tocar casi las verijas del animal. Sobre la montura, una camisa raída colgaba al descuido con las mangas casi a rastras.
Pero del jinete, nada. Ni en los alrededores, ni cerca, ni lejos.
– ¿Lo habrá bajado de un tiro alguno de los nuestros?
– ¿Habrá escapado del campamento ese caballo?
– Es probable. Las dos cosas son probables. Pero también el jinete puede estar herido atrás del aljibe.
– Ese zainito nos vendría muy bien en la avanzada…
– Vaya maleta la que lleva… Juan Benavides decidió que valía la pena el riesgo y gateó hasta el aljibe con el fusil amartillado y goteando diamantes nariz abajo. Cuando llegó a las cercanías del animal, se recostó al brocal y desde allí miró a un lado y a otro y cuando tuvo la certeza de que no había riesgos, hizo señas de que podían acercarse al aljibe. Sin embargo, cuando Harris y Eusebio Benavides estuvieron a cubierto y se aprestaban a hacerse del caballo, una voz terrorífica y deformada por una suerte de gárgara manada de las profundidades de la tierra, los paralizó en el sitio.
Eusebio Benavides abrió sus ojos achinados como si hubiera descubierto algo tremendamente simple. De un salto se puso de pie y apuntó hacia el interior del aljibe: allí estaba el jinete. Un hombre pálido y flaco como un Cristo de iglesia, se bañaba desnudo en el agua fresca y verdosa que aún restaba de la última lluvia. Sus pantalones y calzoncillos flotaban sobre el agua al alcance de su mano.
– ¡Con que envenenando el agua con tus bolas coloradas! -le gritó hacia adentro Eusebio Benavides.
Aterrorizado, el otro saltó hacia atrás, chapoteó y se dio contra la pared, sin lograr escapar de la mira del fusil que allá arriba le seguía como un búho las mil torpezas desde la boca del pozo. Con sus mechones negros mojados y pegados al cráneo blanco, las clavículas punteando bajo la piel aceitada y los dedos como garfios extendidos hacia arriba, el desgraciado tenía un aspecto espectral.
– ¡No tire, hermano, no tire!
– ¡No grites, carajo! ¿Qué haces ahí?
– Una refrescada, nada más que eso, antes de… salir…
– ¿De salir para adonde…? -preguntó Eusebio Benavides apuntándole a la cabeza.
– A Montevideo. Llevo correo, cartas de la gente…
– Pues no salgas del aljibe antes de una hora, porque te liquidamos como a una tortuga…
– No, hermano, vaya con Dios…
– Hermano una mierda, quédate donde estás…
Para entonces el inglés ya estaba sentado detrás de un muro de piedra abriendo la maleta y curioseando los bultos y las cartas. A su lado, agachado, Juan Benavides sostenía el caballo y no perdía de vista ni a su hermano acercándose como un lagarto entre los pastos, ni a la boca del aljibe por donde podría aparecer el infeliz del correo.
Entre todos los papeles incautados, Raymond Harris consideró que el más valioso, el más terrible, era la carta de un señorito José Bustamante, secretario de Venancio Flores, dirigida a un amigo llamado Héctor Varela residente en Montevideo. Tan terrible, que el capitán Hermógenes Masanti dudó en mostrársela al general Gómez, pues temía que terminara con el resto del aguardiente y se hundiese en una depresión y en un ataque de tos del que sólo la próxima batalla lo sacaría.