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18 de diciembre

Escribió Martín Zamora: “Los de la plaza ya no se ocupan de las guardias sitiadoras de la zona del puerto, pues han comprendido que si vuelven a hacer otra salida, los enemigos se retirarán y luego tornarán a sus puestos, convencidos de que los sitiados no tienen caballos para perseguirlos. A tal punto está la situación tranquila, que a los oficiales de la guarnición se les permitió ir de paseo hasta el puerto, sin que los brasileños los hostigaran de ninguna manera. Sin embargo, bajo esta telaraña engañosa, el hambre y la miseria amenazan hacer estragos entre nosotros y no sé de dónde ha sacado el general Leandro Gómez que las existencias de víveres nos amparan por dos meses. Nada más lejos de la verdad. Son cada vez más los harapientos descalzos que barbudos y sucios se pasean mendigando un pedazo de galleta con el fusil en la mano y hay quienes se arriesgan fuera de las trincheras buscando un cerdo sobreviviente o un buey errante entre las casas abandonadas. Anoche ocurrió uno de estos incidentes que pudo ser tragedia pero que, por fortuna, no quedó más que en una anécdota muy cómica con una lección detrás.

Encontrándose ayer aliviados de tareas, a un tal Fonseca y al teniente Pons se les ocurrió recorrer la línea de fortificación y visitar a sus compañeros. Poco después de emprender la marcha, llegaron a un sitio en el que vieron fuera de trincheras cinco gallinas que la casualidad había conservado vivas. En el acto discutieron el caso y al fin resolvieron que en la noche, las mansas aves debían sufrir un asalto. Y a eso de las once, los dos hombres emprendieron la operación planeada, las capturaron dormidas y las descabezaron sin que ocurriera ningún alboroto. Sin embargo, al regreso, los expedicionarios se extraviaron con las codiciadas presas bajo el brazo y entraron a un patio en ruinas donde se encontraba un hombre durmiendo.

Al verlo en la penumbra, Fonseca lo tocó con el pie y le preguntó en voz baja dónde estaba la salida. El interpelado se incorporó de un salto y sacando su sable les respondió agriamente:

– ¡Ahora les voy a mostrar la salida, capones! En el acto lo reconocieron. El hombre que tenían delante era el coronel Tristán de Azambuya, quien de inmediato los condujo detenidos hasta el cuerpo de guardia, donde permanecieron hasta que llegó el jefe, el coronel Aberasturi. Enterado de lo ocurrido, se puso a reír y pidió luego al coronel Azambuya la libertad de los detenidos, la que fue concedida previa la correspondiente amonestación.

Pero hay tiempos en que todos los hombres parecen tener su precio y este no tiene por qué ser muy alto que digamos: el coronel Azambuya terminó por hacerse cómplice de la aventura, puesto que aceptó una de las gallinas capturadas por los expedicionarios y dicen que luego la comió a las brasas… con el coronel Aberasturi”.