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20 de diciembre

Faltaban diez minutos para las diez de la mañana, cuando una batería enemiga ubicada al noroeste de la plaza de la Constitución comenzó a cañonear a discreción sobre la iglesia con proyectiles de grueso calibre, haciendo temblar la estructura del edificio y levantando una espesa humareda en los alrededores, pero el ataque no impidió que a tres cuadras de distancia, fuese colocado un banquillo en un hueco de pared lindera a la zapatería de José Castells, donde ocurrió el robo de las botas.

Apenas se formó el cuadro de guardias nacionales el reo entró allí, demacrado bajo el sol, descalzo y harapiento, al paso que le permitía la barra de grillos remachada a la altura de los tobillos. A su retaguardia marchaban los tiradores.

En el instante en que sentaban en el banquillo al sentenciado, la misma negra Severia, desequilibrada, bruja, fibrosa y fantasmal que había despedido a los caballos en fuga durante el bombardeo del seis de diciembre, emergió de los escombros cercanos y con su paso pequeño y veloz de ratón de campo, se abrió paso entre los curiosos y se aproximó al condenado con las manos en plegaria, observándolo arrobada y echándole su aliento pestífero de estómago vacío en medio del rostro.

– ¡Oh, qué lindo que eres! -le dijo-. No te vayas, por favor…

El correntino Ñorita dio un salto en el banco y abrió desmesuradamente sus ojos y sus labios arriñonados, las comisuras hacia abajo, dejando ver sus grandes dientes apretados por el miedo y el asco.

De las inmediaciones se escucharon fuertes gritos provenientes de los hombres que detestaban a la negra Severia por su mal agüero, al suponer que atraía las fechorías del enemigo mientras las trincheras caían en el sueño.

– ¡Fuera, bruja! ¡Quiten ese cuervo de ahí!

– ¡Mátenla a ella!

Nadie la conocía ni la había visto en la ciudad, sino hasta unos tres meses antes de que se iniciara el sitio, por lo que todos pensaban que había llegado allí como linyera, deambulando por la región sin distinguir entre sitiados ni sitiadores, abriendo sus piernas por una noche al taimado hojalatero Sengotita, comiendo a la escasa sombra de los hombres del capitán Areta o mendigando entre los soldados de Flores y espiando para ellos tal vez.

Mientras observaba el incidente desde la trinchera cercana, Raymond Harris dijo a Martín Zamora que si el alboroto de protesta continuaba, no era difícil que Severia terminara escarnecida, acosada y sentada en el mismo lugar donde penaba el ladrón de botas. Que durante muchos días con sus noches, dijo Harris, en varias oportunidades, había escuchado en las conversaciones de fogón que no la querían cerca, que le temían, que una vez aceptada como artículo de fe la versión de que la negra era bruja, todo el mundo había tomado partido contra ella. A simple vista se percibía. Ni los guardias pasaban por la noche frente al socavón del rancho de Sengotita donde la negra se arrebujaba, ni tocaban cosa que le perteneciera. En otras ruedas frente al fuego, se le daba el mejor resguardo para que se sintiera cómoda y se aburriese de la comodidad. Y cuanto terminaba de comer, apenas volvía la espalda y se iba, le hacían la señal de la cruz o dejaban caer un puñado de sal donde ella había estado. Por los días que las mujeres de Paysandú aún no se habían marchado a la isla Caridad, las embarazadas se apartaban su presencia como de la peste y las madres separaban a sus niños del alcance de su vista evitando que echara el mal de ojo. Si un perro aullaba junto al cementerio, era Severia quien llamaba a la sepultura a algún habitante del pueblo y si una lechuza sobrevolaba el campanario de la iglesia nueva, era ella que acababa de sorber el aceite de la lámpara y era seguro que alguien de los alrededores caería a continuación bajo la calamidad de sus malas artes.

Entre la gente apareció el teniente cura Juan Bautista Bellando, con un crucifijo en la mano y la intención de acompañar al condenado hasta la puerta del túnel luminoso. Al verlo Severia se apartó, sin que nadie la hubiese obligado a hacerlo. Y a Ñorita, quien se aprestaba a morir escuchando las preces del cura, al verla retirarse le volvió el coraje y pidió que de modo de última voluntad le dejasen hablar.

Belisario Estomba lo pensó un instante y al fin resolvió:

– Que hable. Pero si se sobrepasa en inconveniencias, que redoblen los tambores…

El artillero Ñorita se paró sobre el banquillo y gritó casi llorando, abriéndole paso penosamente a una mueca de sonrisa:

– ¡Compañeros, como ven, voy a caer mal en esta guerra! ¡Ya no podré seguir tirando a los macacos! ¡Pido que me dejen tirar el último cañonazo!

– ¡Denegado el pedido! -exclamó Belisario Estomba, mirando a los fusileros para que tomaran posición de tiro.

En ese mismo instante, un proyectil de los imperiales dio de lleno sobre la casilla de madera construida sobre la torre de la iglesia, haciendo que el jefe de los vigías, el capitán Francisco Peña, recibiese el impacto de una astilla que le abrió el rostro desde la frente a la mandíbula.

Con la cara y el cuello envueltos en sangre, el capitán Peña bajó de la torre a todo lo que le dieron sus piernas y corrió hasta la esquina de la plaza donde había visto a Leandro Gómez y a tres de sus oficiales.

– Mi general, por la sangre de esta herida, pido gracia para el correntino Ñorita…

En realidad, el Estado Mayor ya había considerado el perdón “en atención a los servicios que voluntariamente había prestado el reo”. Pero la última palabra la tenía el General, y el General levantó su mirada oscura, arqueó las cejas y dijo que sí, que le parecía razonable otorgar la oportunidad de que aquella vida se perdiese en combate y no de aquella forma.

A continuación, el mayor Larravide salió disparado hacia el sitio del fusilamiento y cuando llegó, se cuadró frente al comandante Belisario Estomba.

– ¡Alto, comandante! ¡Alto la ejecución! La vida el reo está a salvo. El General ordena que el preso sea conducido al cuartel hasta que empiece el combate.

De inmediato, Belisario Estomba mandó retirar sus fuerzas y horas después se hizo saber en el parte oficial, que “el general Leandro Gómez le perdona la vida”.

– ¡Qué lindo! ¡Cómo se salvó! -festejó la negra Severia, mientras retornaba por el sendero de escombros a su revoltijo de trapos de la hojalatería, pasando con mala intención muy cerca de las piernas de los hombres, en un malicioso desafío a que alguien se atreviese a patear el cuerpo de una bruja.