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21 de diciembre
“Extraña costumbre tiene esta gente de leer en voz alta sus misivas cargadas de intimidad a cualquier desconocido. Lo he visto en reiteradas ocasiones, lo he presenciado durante los breves descansos de las trincheras o mientras están echados a la sombra de una parra o entre algunos convalecientes del hospital de sangre, que recitan sus parrafadas a la pequeña Mercedes Orozco o al doctor Mongrell o al vecino agonizante. Ya he dicho que vi al mismo general Leandro Gómez pedirle al arriesgado emisario que leyese en voz alta el mensaje para el general Sáa. Digo que es una extraña costumbre porque casi todos leen con cierta grandilocuencia y afectación, como si fuesen actores solitarios a quienes parece importar más la aprobación del espectador circunstancial, que lo que piense el ignoto destinatario de la carta. Raymond Harris me ha hecho reír al asegurarme que muchos escriben cartas con el mismo ánimo de un poeta que escribe rimas, es decir, la epístola como un arte. Un arte casi sincero, si no fuera porque termina uno dudando de la existencia del destinatario y preguntándose dónde ocultara las cartas el remitente o si no las incinerará en secreto luego de provocar el deleite o la conmoción del fisgón involuntario.
Pues hoy me ha ocurrido nuevamente. Y por la talla del remitente he experimentado el pudor ajeno de ver desnuda el alma dolorida y enojada de un hombre al que todos conocen como un sujeto duro y de sensibilidad escondida, un soldado joven y prematuramente serio, con la curiosa afición a fundar poblados en la provincia de Buenos Aires y al que nadie imagina apasionado por las epopeyas de griegos y romanos. Pero así es.
Ocurrió a las tres de la tarde, cuando se suponía vacía la estancia principal de la Comandancia y el capitán Masanti me había encomendado la tarea de que ayudase a ordenar y limpiar de polvos los documentos del Estado Mayor, dispersos en la mesa principal, sobre las sillas y hasta en el piso, próximos al rincón donde acostumbraba sentarse el general Gómez.
Y en eso estábamos cuando nos sobresaltó el carraspeo breve del capitán Rafael Hernández, recogido en una pequeña mesa rinconera al fondo de la enorme y austera habitación, escribiendo a la luz solar de la ventana entornada.
– Capitán, perdone la interrupción. No lo había visto… -se disculpó Hermógenes Masanti.
– No se aflija, camarada. Así es mejor. Acabo de terminar una carta a mi hermano José quien está en Entre Ríos. Él conoce muy bien a Urquiza, pero algunas reflexiones me hacen dudar de enviarla o no. De todos modos estamos a veintiuno de diciembre y creo que ya es hora de que afuera sepan lo que todos estamos pensando. Así que, si después de que se la usted me dice que estoy equivocado, entonces no la mando…
– Lo escucho, capitán…
– “Querido José: ansiaba tener la oportunidad que se me ofrece recién hoy, para hacerte saber que aún vivimos. Con más descanso y tiempo del que ahora puedo disponer, te referiría con gusto los mil episodios de intrepidez y heroísmo que han tenido lugar en la defensa de este pueblo. Pero es tal el desencanto que me invade, que me urge una respuesta a la pregunta de por qué no llegan los refuerzos. ¿Acaso sabes si vendrá el general Urquiza con sus quince mil jinetes? ¿Has tenido noticias de los treinta y cinco mil paraguayos y los buques de guerra que prometió el mariscal Solano López? Nada, ¿verdad? Pues de este lado, hermano mío, tampoco ha llegado el general Juan Sáa y he sabido que tiene dificultades para armar su ejército, pues hay quien dice que no quieren nuestros oficiales servir con él, sólo porque él es argentino de nacimiento. ¿Adonde ha ido a parar la disciplina militar? Brazo de fierro, energía desbordante debería tener el presidente Cruz Aguirre, si es que aún quiere rehacer el camino perdido. De lo contrario, nada extraño será que en pocos días tengamos que cantar el De profundis, pues si nada cambia esta República habrá desaparecido del mapa y si, por el contrario, por piedad del vencedor llega a existir, quedará reducida a una farsa semejante a la que hacen los negros en la fiesta de los Reyes.
Venancio Flores, respaldado por el filibustero Mitre y los obispos mequetrefes, pisó el territorio el 19 de abril de 1863 con la hipócrita intención de iniciar una cruzada libertadora, como si de librar de los moros el Santo Sepulcro de Jerusalén se tratase. Y las pasiones de círculo por un lado y la imbecilidad de los mandatarios y de sus agentes por otro dejaron tomar cuerpo al incendio que nos aflige, cuando hubiera bastado con un cuerpo de policía para dar caza al bandolero al momento de su llegada. Sin embargo, se siguió el consejo de los mercaderes de Montevideo metidos a políticos pusilánimes, de que mejor era ignorarlo, simular que la República era fuerte y el enemigo inexistente. Pues aquí tienes el precio de la debilidad: somos nosotros mismos. Veinte meses después, aquí estamos, abandonados en Paysandú a la furia saqueadora del brasileño y a la sed de sangre del traidor Flores y sus secuaces mercenarios. ¿No quieren las divisiones del ejército marchar al mando del general Sáa? Pues aquí están los gloriosos restos de la guarnición para hacerles frente.
Hermano José: haré como el general Leandro Gómez y me bañaré y me afeitaré para esperarlos. Que recuerde el Presidente de la República que los trescientos espartanos que defendían el paso de las Termópilas peinaban sus cabellos y se perfumaban para el combate, pero sabían lidiar y morir como mil bravos. Será mejor que no escuche entonces las sugestiones de los afeminados consejeros que nos quieren hacer pasar por los nobles del ejército de Pompeyo, a quienes las legiones de César asestaban las armas a la cara para hacerles huir por temor a quedar desflorados.
Insisto, hermano, seguiremos esperando al General Sáa, al General Urquiza y al Mariscal López.
Pero de cualquier modo, vengan o no, Paysandú triunfará o desaparecerá con todos nosotros bajo sus escombros, antes que flamee la bandera y chasquee el látigo de ese imperio infame.
Dios te guarde y muestra esta carta a los amigos.”
Fue un largo y severo silencio. La carta estaba blanca y muerta como una piedra de cal, hasta que el joven oficial argentino integrante de la escolta de Leandro Gómez la dobló en cuatro, levantó su cabeza y se quedó mirando a Hermógenes Masanti, quien lo había escuchado atentamente, con los ojos muy abiertos.
– ¿Qué le parece?
– Que lo que usted ha escrito es lo que terminaremos pensando todos. Envíela tranquilo, capitán…
– Gracias.
El capitán Masanti me hizo el gesto de abandonar la sala y salimos al patio, con rumbo a ninguna parte.
Cuando me atreví, se lo comenté con dolor y sorpresa:
– Nunca había visto esperar tanto en vano a tanta gente, capitán…
– Así es, mi amigo. Y me están contagiando…