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22 de diciembre
A media tarde, Martín Zamora estaba sentado junto a Pascual Bailón y Raymond Harris en el altillo ruinoso de un caserón a los fondos del Banco Mauá. Desde uno de los huecos recientes por el que asomaba un pedazo de hierro convexo, podía verse el centro brillante como una fuente de plata del río Uruguay, y más arriba, hasta donde lo permitía el orificio carcomido, cielo sin nubes que sentaba mal a los soñadores. Encendido por un sudor de cuarenta grados a la sombra, Martín Zamora cantaba en un dejo bajo, llorón y agitanado, que apelaba a su intento vano de continuar el amor, de secuestrar a Mercedes Orozco del hospital de sangre y llevarla a cualquier lado, tal vez a las inmediaciones del puerto o a los restos de un zaguán sombrío y mordido por las balas, para magrearla como un infante en primavera.
“No, Martín, ahora me debo al doctor Mongrell él lo sabe…”, se había excusado la última vez, recosida al marco de la puerta, intentando en vano alisar el delantal pintado de heridas secas y mirando abajo, hacia sus manos inquietas sobre las hilachas, que era su manera de estar nerviosa. Luego giró y volvió adentro olvidándolo por completo.
A su lado, con el alma entonada de ginebra, Pascual Bailón lo acompañó concentrado en su guitarra, un instrumento chamuscado como el de un músico que hubiera sobrevivido a un incendio de taberna mientras Martín Zamora cantaba:
Mi niña me han robao…
Mi niña me han robao
tres días ha…
Ya para broma basta,
ya para broma basta,
vuelvanmelá…
Sentado en un rincón, Raymond Harris comía un plato de caldo con fideos náufragos y escuchaba completamente abstraído, con los pensamientos ocupados en otras cosas. Ninguno de los tres parecía estar preocupado por nada que no fuera lo que allí se vivía. Pascual Bailón también había estado escribiendo un rato antes, pero no a un ministro, ni a un embajador ni a general alguno sino a quien lo había traído al mundo. Y les había leído: “Verá, madre, la guerra se ha estabilizado. Seguramente ahora ya no tendremos más batallas…”. Lo había escrito con sencillez, más o menos tal como era él. Raymond Harris había comentado, sin maldad alguna, que el muchacho pianista y guitarrero no tenía ninguna imaginación sobre las cosas de la vida, lo que en su caso estaba bien, ya que así no veía la guerra de una manera exaltada ni saturada de fantasías. Por el contrario, Pascual Bailón mostraba bastante sentido común en sus explicaciones: “Verá, madre, hoy en día los macacos avanzan a escondidas, como ratones grises con pantalones blancos. Y en la actualidad, la artillería es tan fuerte que solamente mata en bloque a compañías y regimientos. Mete mucho miedo…”.
Raymond Harris le dijo que no debería preocuparse en absoluto de la guerra. Que esta debería ocuparse de sus propios asuntos y, diabólicamente, no meterse en los de él, que debería encarar cada hora, cada sitio, como si estuviese tomando posesión definitiva de su lugar en el mundo, tal como lo habían hecho sus compatriotas británicos en cualquier punto del planeta.
“Así se sobrevive”, aseveró Harris, colocando la pierna sobre los restos de una silla hecha pedazos, mientras reposaba la otra en el suelo.
De repente Pascual Bailón abandonó el rasguido y dejó sus manos muertas sobre el encordado, para observar alelado el detalle novedoso de dos barcos que empezaban a ocupar remolonamente el espacio plateado del río que veía por el gran hueco en la pared, hasta detenerse por completo.
– ¡Mierda!… Ha llegado el momento de volver a empezar… -exclamó Raymond Harris, abandonando el plato de lata sobre la silla ruinosa, limpio, como si lo hubiese lamido un gato.
Martín Zamora miró a lo lejos y cerró los ojos. Eran la Ivahy y la Recife, generosamente cargadas de municiones, echando anclas de estribor hacia la ciudad. El Barón de Tamandaré había vuelto.
– Madre, no es cierto aquello de que no habrá más batallas… -murmuró resignado Pascual Bailón dejando la guitarra chamuscada en el suelo-. Ahora seré cadáver…