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27 de diciembre

Entrada la madrugada dos noches después ele la Navidad, el general Leandro Gómez se recostó vestido en su cama y apenas cayó su cabeza en la almohada se durmió profundamente sin que siquiera la tos lo molestara, mientras dos centinelas enmarcaban la puerta cerrada de la Comandancia, con la orden de despertarlo un rato antes del alba.

Las horas pasaron bajo un leve frescor de brisa suave venida del río. Sin mosquitos ni ladridos de perros perturbados, centenares de hombres echados en los fosos, en las trincheras o sobre los techos, entrecerraban sus párpados y se dejaban moldear en la materia esponjosa de los sueños con mujeres, con desmanes de tabernas y carcajadas de ginebra, dejándose ir amparados por los guardias que velaban alertas por sus desafueros invisibles y el abandono de las armas al borde de los dedos.

Al fin, Hermógenes Masanti le removió el hombro al General y lo despertó con la noticia de que el vigía Escayola, de la fuerza de avanzada del capitán Olivera, acababa de avisar que a lo lejos, con las primeras luces del amanecer, comenzaba a distinguirse un ejército.

– Ese es Sáa… -dijo el General mientras se calcaba las botas-. Enciéndame un farol que voy a vestirme como corresponde…

Un rato después, esmeradamente afeitado y luciendo la última de las tres casacas punzó que le quejaban limpias desde que doña Carmen lo había déjalo solo, el General caminó con la mayor prestancia el trecho en escalada que lo llevaba a la cima del Baluarte de la Ley, con la intención de ver con sus propios ojos lo que tanto había esperado.

Arriba le aguardaba la algarabía de una decena de hombres eufóricos y desarrapados, que entrecruzaban sus relatos, que reían como locos mientras señalaban a lo lejos y gritaban “¡Es Lanza Seca, macacos!” y volvían a reír, como si todo lo que ocurriese en derredor les hiciese gracia.

El General los observó con extrañeza y pensó que probablemente estaban un poco borrachos o tal vez perturbados por las alucinaciones del insomnio. Pero, ¿quién no lo estaba ya, luego de esperar hora tras hora durante días la llegada inminente del fantasmal ejército salvador? Él mismo parecía un poco aturdido tratando de atender dos conversaciones a la vez, mientras el mayor Larravide se le acercaba estirándole los binoculares para que viese él mismo lo que todos festejaban.

– ¡Ese es Sáa! -confirmó el general Leandro Gómez. Y dirigiéndose al mayor, le ordenó que mandase disparar una salva de veintiún cañonazos en celebración de su llegada.

El capitán Federico Fernández se encargó de la salva. Una descarga severa y estridente, como si recién comenzase la batalla con todas las reservas disponibles. Trepidó la plaza, se despabiló engallada la soldadesca y saltó en pedazos el sueño apacible del Barón de Tamandaré en el centro del río.

Desde la torre del vigía podían verse tres grandes columnas paralelas acercándose morosas pero inexorables a las afueras de la ciudad, hasta que al fin, todo el mundo pudo ver sus banderas. Sin embargo, no eran las enseñas del general Juan Sáa. Eran las banderas de la desgracia en oro y verde.

– ¡General! -gritó alarmado el coronel Lucas Píriz-. ¡Es el ejército del mariscal Mena Barreto! ¡Y Venancio Flores le sirve de vanguardia!

Leandro Gómez palideció, se transformó en un instante, le faltó el aire, pero nadie lo percibió. Apenas si tosió, una, dos veces, y luego salivó sin mirar entre sus propias botas. Era la revulsiva sensación de haberse despojado de la sangre en la cabeza, de haber descendido abruptamente de las nubes hasta tocar la tierra, pero sin el grado de general y sin nadie a sus espaldas. De a poco, en segundos, volvió a lo que tenía pensado ser, se repuso y se encogió de hombros, con una vaga irritación que le crecía alejándolo de todas las resignaciones.

– ¿Y qué? -dijo casi gritando-. ¡Continuamente ocurren cosas parecidas!

El coronel Píriz lo miró sorprendido. Leandro Gómez volvió a retomar los gemelos y divisó las banderas imperiales. Entonces reflexionó un momento y modificó su frase:

– Continuamente me ocurren al menos. No importa, pelearemos contra los brasileños y contra Flores… Y si nos toca morir, aquí moriremos…

Luego, en la cima de la indignación, miró hacia abajo, hacia todos los hombres de la plaza, y gritó enfurecido:

– ¡Cada cual a su puesto de honor!

A pocos metros del Baluarte de la Ley, recostado a la gigantesca rueda de una carreta carbonizada por los primeros fuegos, el capitán Federico Fernández permanecía inmóvil. Observaba el desconcierto de sus dos artilleros, el teniente Rafael Pons y el sargento distinguido Rafael Irrazábal, de pie frente a los cañones todavía calientes por la salva.

Parecían tardar demasiado en emerger de su marasmo con regusto a humillación, como si les resultase intolerable haber desperdiciado una veintena de proyectiles tirados al cielo, solo para festejar la llegada del enemigo.