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28 de diciembre

La noticia propalada de boca en boca y de trinchera en trinchera de que Juan Sáa y su ejército de reserva no llegarían jamás, desacomodó a tal punto el espíritu de algunos hombres de la defensa, que no demoraron en aparecer las botellas ocultas para regar las ignominias, para facilitar las maldiciones al gobierno o para denostar a los cajetillas de Montevideo, que no hacían más que enviar anuncios de gloria y títulos honoríficos ocultos bajo las enaguas de mujeres que marchaban amparadas en la noche.

Y hasta aparecieron los exabruptos de quienes pusieron en tela de juicio la cordura y el sentido común del general Leandro Gómez; o los que atribuyeron a su tuberculosis galopante una creciente actitud suicida, la de preferir la muerte en una gloria que los cubriese a todos como un manto, antes que agonizar atorado en su sangre en la cama pringosa de un dormitorio aislado y a oscuras; o los enfrentamientos entre los que dijeron “nos quedamos” y los que dijeron “nos vamos”, que una cosa es lo que piensa el bayo y otra el que lo monta.

Entre los que se fueron, un joven capitán llamado Carlos Flores hizo estragos convenciendo a varios de sus subalternos del derecho de cada uno a tenerle miedo a la muerte, de lo absurdo que resultaba ser veinte veces inferiores y empecinarse en resistir, de lo idiotas que parecían aquellos escasos seiscientos hombres presentando batalla a dieciséis mil guerreros bien alimentados y mejor armados. El capitán Carlos Flores los mareó con pocas palabras, les enseñó luego el portón de la salida y marcharon desarmados por el camino Real en dirección al puerto.

Muchos los vieron irse, pero nadie los detuvo ni les gritaron ni les hicieron recriminación alguna. Los hirieron con silencios y les abrieron paso, solo eso. Ni siquiera increparon al capitán.

Y si alguien tuvo la intención de decir a su paso “un Flores tenías que ser, cagón”, por lo menos nadie lo escuchó.