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28 de diciembre
Desde todas las azoteas, los apostaderos de los vigías y la cima del Baluarte de la Ley, era posible ver con claridad al enemigo marchando en dos columnas morosas, cual vistosas filas de niños bien educados camino del río. Luego comenzaron a abrirse como si un obstáculo invisible se hubiese interpuesto en medio, hasta marchar separados por completo: una columna en dirección al puerto y la otra hacia el arroyo Sacra, ambas sumando bajo el cielo incendiado de diciembre, un ominoso, rítmico y lejano ruido de herrajes, de diez mil espuelas de plata levantando el polvillo de los pastizales.
El mayor Larravide estaba absorto en los binoculares, cuando el coronel Píriz se aproximó y le preguntó en voz baja:
– ¿Cuántos hombres calcula usted en cada columna?
– Unos cinco mil…
– ¿Ve piezas de artillería?
– La columna de la derecha tiene dieciséis… Y la de la izquierda… otras tantas.
– ¿Dieciséis piezas cada una?… ¿No lo engañan sus ojos, mayor?… ¿No serán carretas?
El mayor Larravide le extendió los gemelos, mientras hacía un doble chistido de labios, negando.
– Por desgracia son cañones, coronel. Observe usted mismo…
– Tiene razón, no son carretas…