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Al amanecer del día siguiente, jueves 24, el cadáver de Marina Montoya fue encontrado en un terreno baldío al norte de Bogotá. Estaba casi sentada en la hierba todavía húmeda por una llovizna temprana, recostada contra la cerca de alambre de púas y con los brazos extendidos en cruz. El juez 78 de instrucción criminal que hizo el levantamiento la describió como una mujer de unos sesenta años, con abundante cabello plateado, vestida con una sudadera rosada y medias marrones de hombre. Debajo de la sudadera tenía un escapulario con una cruz de plástico. Alguien que había llegado antes que la justicia le había robado los zapatos.

El cadáver tenía la cabeza cubierta por una capucha acartonada por la sangre seca, puesta al revés, con los agujeros de la boca y los ojos en la nuca, y casi desbaratada por los orificios de entrada y salida de seis tiros disparados desde más de cincuenta centímetros, pues no habían dejado tatuajes en la tela y en la piel. Las heridas estaban repartidas en el cráneo y el lado izquierdo de la cara, y una muy nítida como un tiro de gracia en la frente. Sin embargo, junto al cuerpo empapado por la hierba silvestre sólo se encontraron cinco cápsulas de nueve milímetros. El cuerpo técnico de la policía judicial le había tomado ya cinco juegos de huellas digitales.

Algunos estudiantes del colegio San Carlos, en la acera de enfrente, habían merodeado por allí con otros curiosos. Entre los que presenciaron el levantamiento del cuerpo se encontraba una vendedora de flores del Cementerio del Norte, que había madrugado para matricular una hija en una escuela cercana. El cadáver la impresionó por la buena calidad de la ropa interior, por la forma y el cuidado de sus manos y la distinción que se le notaba a pesar del rostro acribillado. Esa tarde, la mayorista de flores que la abastecía en su puesto del Cementerio del Norte -a cinco kilómetros de distancia la encontró con un fuerte dolor de cabeza y en un estado de depresión alarmante.

– Usted ni se imagina lo triste que fue ver a esa pobre señora botada en el pasto -le dijo la florista-. Había que ver su ropa interior, su figura de gran dama, su cabello blanco, las manos tan finas con las uñas tan bien arregladas.

La mayorista, alarmada por su postración, le dio un analgésico para el dolor de cabeza, le aconsejó no pensar en cosas tristes y, sobre todo, no sufrir por los problemas ajenos. Ni la una ni la otra se darían cuenta hasta una semana después de que habían vivido un episodio inverosímil. Pues la mayorista era Marta de Pérez, la esposa de Luis Guillermo Pérez, el hijo de Marina.

El Instituto de Medicina Legal recibió el cuerpo a las cinco y media de la tarde del jueves, y lo dejaron en depósito hasta el día siguiente, pues a los muertos con más de un balazo no les practican la autopsia durante la noche. Allí esperaban para identificación y necropsia otros dos cadáveres de hombres recogidos en la calle durante la mañana. En el curso de la noche llegaron otros dos de adultos varones, también encontrados a la intemperie, y el de un niño de cinco años.

La doctora Patricia Álvarez, que practicó la autopsia de Marina Montoya desde las siete y media de la mañana del viernes, le encontró en el estómago restos de alimentos reconocibles, y dedujo que la muerte había ocurrido en la madrugada del jueves. También a ella la impresionó la calidad de la ropa interior y las uñas pulidas y pintadas. Llamó al doctor Pedro Morales, su jefe, que practicaba otra autopsia dos mesas más allá, y éste la ayudó a descubrir otros signos inequívocos de la condición social del cadáver. Le hicieron la carta dental y le tomaron fotografías y radiografías, y tres pares más de huellas digitales. Por último le hicieron una prueba de absorción atómica y no encontraron restos de psicofármacos, a pesar de los dos barbitúricos que Maruja Pachón le había dado unas horas antes de la muerte.

Cumplidos los trámites primarios mandaron el cuerpo al Cementerio del Sur, donde tres semanas antes había sido excavada una fosa común para sepultar unos doscientos cadáveres. Allí la enterraron junto con los otros cuatro desconocidos y el niño. Era evidente que en aquel enero atroz el país había llegado a la peor situación concebible. Desde 1984, cuando el asesinato del ministro Rodrigo Lara Bonilla, habíamos padecido toda clase de hechos abominables, pero ni la situación había llegado a su fin, ni lo peor había quedado atrás. Todos los factores de violencia estaban desencadenados y agudizados. Entre los muchos graves que habían convulsionado al país, el narcoterrorismo se definió como el más virulento y despiadado. Cuatro candidatos presidenciales habían sido asesinados antes de la campaña de 1990. A Carlos Pizarra, candidato del M-19, lo mató un asesino solitario a bordo de un avión comercial, a pesar de que había cambiado cuatro veces sus reservaciones de vuelo en absoluto secreto y con toda clase de argucias para despistar. El precandidato Ernesto Samper sobrevivió a una ráfaga de once tiros, y llegó a la presidencia de la república cinco años después, todavía con cuatro proyectiles dentro del cuerpo que sonaban en las puertas magnéticas de los aeropuertos. Al general Maza Márquez le habían hecho estallar a su paso un carrobomba de trescientos cincuenta kilos de dinamita, y había escapado de su automóvil de bajo blindaje arrastrando uno de sus escoltas heridos. «De pronto me sentí como suspendido en vilo por la cresta de un oleaje», contó el general. Fue tal la conmoción, que debió acudir a la ayuda siquiátrica para recobrar el equilibrio emocional. Aún no había terminado el tratamiento, al cabo de siete meses, cuando un camión con dos toneladas de dinamita desmanteló con una explosión apocalíptica el enorme edificio del DAS, con un saldo de setenta muertos, setecientos veinte heridos, y estragos materiales incalculables. Los terroristas habían esperado el momento exacto en que el general entrara en su oficina, pero no sufrió ni un rasguño en medio del cataclismo. Ese mismo año, una bomba estalló en un avión de pasajeros cinco minutos después del despegue, y causó ciento siete muertos, entre ellos Andrés Escabí -el cuñado de Pacho Santos-, y el tenor colombiano Gerardo Arellano. La versión general fue que estaba dirigida al candidato César Gaviria. Error siniestro, pues Gaviria no tuvo nunca el propósito de viajar en ese avión. Más aún: la seguridad de su campaña le había prohibido volar en aviones de línea, y en alguna ocasión que quiso hacerlo tuvo que desistir, ante el espanto de otros pasajeros que trataron de desembarcar para no correr el riesgo de volar con él.

La verdad era que el país estaba condenado dentro de un círculo infernal. Por un lado, los Extraditables se negaban a entregarse o a moderar la violencia, porque la policía no les daba tregua. Escobar había denunciado por todos los medios que la policía entraba a cualquier hora a las comunas de Medellín, agarraba diez menores al azar, y los fusilaba sin más averiguaciones en cantinas y potreros. Suponían a ojo que la mayoría estaba al servicio de Pablo Escobar, o eran sus partidarios, o iban a serlo en cualquier momento por la razón o por la fuerza. Los terroristas no daban tregua en las matanzas de policías a mansalva, ni en los atentados y los secuestros. Por su parte, los dos movimientos guerrilleros más antiguos y fuertes, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC). acababan de replicar con toda clase de actos terroristas a la primera propuesta de paz del gobierno de César Gaviria.

Uno de los gremios más afectados por aquella guerra ciega fueron los periodistas, víctimas de asesinatos y secuestros, aunque también de deserción por amenazas y corrupción. Entre setiembre de 1983 y enero de 1991 fueron asesinados por los carteles de la droga veintiséis periodistas de distintos medios del país. Guillermo Cano, director de El Espectador, el más inerme de los hombres, fue acechado y asesinado por dos pistoleros en la puerta de su periódico el 17 de diciembre de 1986. Manejaba su propia camioneta, y a pesar de ser uno de los hombres más amenazados del país por sus editoriales suicidas contra el comercio de drogas, se negaba a usar un automóvil blindado o a llevar una escolta. Con todo, sus enemigos trataron de seguir matándolo después de muerto. Un busto erigido en memoria suya fue dinamitado en Medellín. Meses después, hicieron estallar un camión con trescientos kilos de dinamita que redujeron a escombros las máquinas del periódico. Una droga más dañina que las mal llamadas heroicas se introdujo en la cultura nacional: el dinero fácil. Prosperó la idea de que la ley es el mayor obstáculo para la felicidad, que de nada sirve aprender a leer y a escribir, que se vive mejor y más seguro como delincuente que como gente de bien. En síntesis: el estado de perversión social propio de toda guerra larvada.

El secuestro no era una novedad en la historia reciente de Colombia. Ninguno de los cuatro presidentes de los años anteriores había escapado a la prueba de un secuestro desestabilizador. Y por cierto, hasta donde se sabe, ninguno de los cuatro había cedido a las exigencias de los secuestradores. En febrero de 1976, bajo el gobierno de Alfonso López Michelsen, el M-19 había secuestrado al presidente de la Confederación de Trabajadores de Colombia, José Raquel Mercado. Fue juzgado y condenado a muerte por sus captores por traición a la clase obrera, y ejecutado con dos tiros en la nuca ante la negativa del gobierno a cumplir una serie de condiciones políticas.

Dieciséis miembros de élite del mismo movimiento armado se tomaron la embajada de la República Dominicana en Bogotá cuando celebraban su fiesta nacional, el 27 de febrero de 1980, bajo el gobierno de julio César Turbay. Durante sesenta y un días mantuvieron en rehenes a casi todo el cuerpo diplomático acreditado en Colombia, incluidos los embajadores de los Estados Unidos, Israel y el Vaticano. Exigían un rescate de cincuenta millones de dólares y la liberación de trescientos once de sus militantes detenidos. El presidente Turbay se negó a negociar, pero los rehenes fueron liberados el 28 de abril sin ninguna condición expresa, y los secuestradores salieron del país bajo la protección del gobierno de Cuba, solicitada por el gobierno de Colombia. Los secuestradores aseguraron en privado que habían recibido por el rescate cinco millones de dólares en efectivo, recaudados por la colonia judía de Colombia entre sus cofrades del mundo entero. El 7 de noviembre de 1985, un comando del M-19 se tomó el multitudinario edificio de la Corte Suprema de justicia en su hora de mayor actividad, con la exigencia de que el más alto tribunal de la república juzgara al presidente Belisario Betancur por no cumplir con su promesa de paz. El presidente no negoció, y el ejército rescató el edificio a sangre y fuego al cabo de diez horas, con un saldo indeterminado de desaparecidos y noventa y cinco muertos civiles, entre ellos nueve magistrados de la Corte Suprema de Justicia, y su presidente, Alfonso Reyes Echandía.

Por su parte, el presidente Virgilio Barco, casi al final de su mandato, dejó mal resuelto el secuestro de Álvaro Diego Montoya, el hijo de su secretario general. La furia Pablo Escobar le estalló en las manos siete meses después a su sucesor, César Gavina, que iniciaba su gobierno con el problema mayor de diez notables secuestrados. Sin embargo, en sus primeros cinco meses, Gavina había conseguido un ambiente menos turbulento para capear la tormenta. Había logrado un acuerdo político para convocar una Asamblea Constituyente, investida por la Corte Suprema de Justicia del poder suficiente para decidir sobre cualquier tema sin límite alguno. Incluidos, por supuesto, los más calientes: la extradición de nacionales y el indulto. Pero el problema de fondo, tanto para el gobierno como para el narcotráfico y las guerrillas, era que mientras Colombia no tuviera un sistema de justicia eficiente era casi imposible articular una política de paz que colocara al Estado del lado de los buenos, y dejara del lado de los malos a los delincuentes de cualquier color. Pero nada era simple en esos días, y mucho menos informar sobre nada con objetividad desde ningún lado, ni era fácil educar niños y enseñarles la diferencia entre el bien y el mal.

La credibilidad del gobierno no estaba a la altura de sus notables éxitos políticos, sino a la muy baja de sus organismos de seguridad, fustigados por la prensa mundial y los organismos internacionales de derechos humanos. En cambio, Pablo Escobar había logrado una credibilidad que no tuvieron nunca las guerrillas en sus mejores días. La gente llegó a creer más en las mentiras de los Extraditables que en las verdades del gobierno. El 14 de diciembre se proclamó el decreto 3030, que modificó el 2047 y anuló todos los anteriores. Se introdujo, entre otras novedades, la acumulación jurídica de penas. Es decir: una persona a la que se le juzgara por varios delitos, ya fuera en un mismo juicio o en juicios posteriores, no se le sumarían los años por distintas condenas sino que sólo purgaría la más larga. También se fijó una serie de procedimientos y plazos relacionados con el traslado de pruebas del exterior a procesos en Colombia. Pero se mantuvieron firmes los dos grandes escollos para la entrega: las condiciones un tanto inciertas para k no extradición y el plazo fijo para los delitos perdonables.

Mejor dicho: se mantenían la entrega y la confesión como requisitos indispensables para la no extradición y para las rebajas de penas, pero siempre sujetas a que los delitos se hubieran cometido antes del 5 de setiembre de 1990. Pablo Escobar expresó su desacuerdo con un mensaje enfurecido. Su reacción tenía esta vez un motivo más que se cuidó de no denunciar en público: la aceleración del intercambio de pruebas con los Estados Unidos, que agilizaba los procesos de extradición.

Alberto Villamizar fue el más sorprendido. Por sus contactos diarios con Rafael Pardo tenía motivos para esperar un decreto de manejo más fácil. Por el contrario, le pareció más duro que el primero. Y no estaba solo en esa idea. El inconformismo estaba tan generalizado, que desde el día mismo de la proclamación del segundo decreto empezó a pensarse en un tercero.

Una conjetura fácil sobre las razones que endurecieron el 3030 era que el sector más radical del gobierno -ante la ofensiva de los comunicados conciliadores y las liberaciones gratuitas de cuatro periodistas- había convencido al presidente de que Escobar estaba acorralado. Cuando, en realidad, no estuvo nunca tan fuerte como entonces con la presión tremenda de los secuestros y la posibilidad de que la Asamblea Constituyente eliminara la extradición y proclamara el indulto.

En cambio, los tres hermanos Ochoa se acogieron de inmediato a la opción del sometimiento. Esto se interpretó como una fisura en la cúspide del cartel. Aunque, en realidad, el proceso de su entrega había empezado desde el primer decreto, en setiembre, cuando un conocido senador antioqueño le pidió a Rafael Pardo recibir a una persona que no identificó de antemano. Era Martha Nieves Ochoa, quien inició con ese paso audaz los trámites para la entrega de sus tres hermanos con intervalos de un mes. Así sería. Fabio, el menor, se entregó el 18 de diciembre; el 15 de enero, cuando menos parecía posible, se entregó Jorge Luis, y el 16 de febrero se entregaría Juan David. Cinco años después, un grupo de periodistas norteamericanos le hicieron la pregunta a Jorge Luis en la cárcel y su respuesta fue terminante: «Nos entregamos para salvar el pellejo». Reconoció que detrás estaba la presión irresistible de las mujeres de su familia, que no tuvieron paz hasta que los pusieron a salvo en la cárcel blindada de Itagüí, un suburbio industrial de Medellín. Fue un acto familiar de confianza en el gobierno, que todavía en aquel momento había podido extraditarlos de por vida a los Estados Unidos.

Doña Nydia Quintero, siempre atenta a sus presagios, no menospreció la importancia del sometimiento de los Ochoa. Apenas tres días después de la entrega de Fabio fue a verlo a la cárcel, con su hija María Victoria y su nieta María Carolina, la hija de Diana. En la casa donde se alojaba la habían recogido cinco miembros de la familia Ochoa, fieles al protocolo tribal de los paisas: la madre, Martha Nieves y otra hermana, y dos varones jóvenes. La llevaron a la cárcel de Itagüí, un edificio acorazado, al fondo de una callecita cuesta arriba, adornada ya con las guirnaldas de papel de colores de la Navidad.

En la celda de la cárcel, además de Fabio el joven, las esperaba el padre, Don Fabio Ochoa, un patriarca de ciento cincuenta kilos con facciones de niño a los setenta años, criador de caballos colombianos de paso fino, y guía espiritual de una vasta familia de hombres intrépidos y mujeres de riendas firmes. Le gustaba presidir las visitas de la familia sentado en un sillón tronal, el eterno sombrero de caballista, y un talante ceremonioso que iba bien a su habla lenta y arrastrada, y a su sabiduría popular. A su lado estaba el hijo, que es vivaz y dicharachero, pero que apenas si interpuso una palabra aquel día mientras hablaba su padre.

Don Fabio hizo en primer lugar un elogio de la valentía con que Nydia removía cielo y tierra por salvar a Diana. La posibilidad de ayudarla con Pablo Escobar la formuló con una retórica magistral: haría con el mayor gusto lo que pudiera hacer, pero no creía que pudiera hacer algo. Al final de la visita, Fabio el joven le pidió a Nydia el favor de explicarle al presidente la importancia de aumentar el plazo de la entrega en el decreto de sometimiento. Nydia le explicó que ella no podía hacerlo, pero ellos sí, con una carta a las autoridades competentes. Era su manera de no permitir que la usaran como recadera ante el presidente. Fabio el joven lo comprendió, y se despidió de ella con una frase reconfortante: «Mientras haya vida hay esperanza».

Al regreso de Nydia a Bogotá, Azucena le entregó la carta de Diana en la cual le pedía que celebrara la Navidad con sus hijos, y Hero Buss la urgió por teléfono de ir a Cartagena para una conversación personal. El buen estado físico y moral en que encontró al alemán después de tres meses de cautiverio tranquilizó un poco a Nydia sobre la salud de su hija. Hero Buss no veía a Diana desde la primera semana del secuestro, pero entre los guardianes y la gente de servicio había un intercambio constante de noticias que se filtraban a los rehenes, y sabía que Diana estaba bien. Su único riesgo grave y siempre inminente era el de un rescate armado. «Usted no se imagina lo que es el peligro constante de que lo maten a uno -dijo Hero Buss-. No sólo porque llegue la ley, como dicen ellos, sino porque están siempre tan asustados que hasta el menor ruido lo confunden con un operativo». Sus únicos consejos eran impedir a toda costa un rescate armado y lograr que cambiaran en el decreto el plazo para la entrega.

El mismo día de su regreso a Bogotá, Nydia le expresó sus inquietudes al ministro de Justicia. Visitó al ministro de Defensa, general Óscar Botero, acompañada por su hijo, el parlamentario julio César Turbay Quintero, y le pidió angustiada, en nombre de todos los secuestrados, que usaran los servicios de inteligencia y no los operativos de rescate. Su desgaste era vertiginoso y su intuición de la tragedia cada vez más lúcida. Le dolía el corazón. Lloraba a todas horas. Hizo un esfuerzo supremo por dominarse, pero las malas noticias no le dieron tregua. Oyó por radio un mensaje de los Extraditables con la amenaza de botar frente al Palacio Presidencial los cadáveres de los secuestrados envueltos en costales, si no se modificaban los términos del segundo decreto. Nydia llamó á presidente de la república en un estado de desesperación mortal. Como estaba en Consejo de Seguridad la atendió Rafael Pardo.

– Le ruego que le pregunte al presidente y a los del Consejo de Seguridad si lo que necesitan para cambiar el decreto es que le tiren en la puerta los secuestrados muertos y. encostalados.

En ese mismo estado de exaltación estaba horas después cuando le pidió al presidente en persona que cambiara el plazo del decreto. A él le habían llegado ya noticias de que Nydia se quejaba de su insensibilidad ante el dolor ajeno, e hizo un esfuerzo por ser más paciente y explícito. Le explicó que el decreto 3030 acababa de expedirse, y que lo menos que podía dársele era el tiempo de ver cómo se comportaba. Pero a Nydia le parecía que los argumentos del presidente no eran más que justificaciones para no hacer lo que debió haber hecho en el momento oportuno.

– El cambio de la fecha límite no sólo es necesario para salvar la vida de los rehenes -replicó Nydia cansada de raciocinios- sino que es lo único que falta para lograr la entrega de los terroristas. Muévala, y a Diana la devuelven.

Gavina no cedió. Estaba ya convencido de que el plazo fijo era el escollo mayor de su política de entregas, pero se resistía a cambiarlo para que los Extraditables no consiguieran lo que perseguían con los secuestros. La Asamblea Constituyente iba a reunirse en los próximos días en medio de una expectativa incierta, y no podía permitirse que por una debilidad del gobierno le concediera el indulto al narcotráfico. «La democracia nunca estuvo en peligro por los asesinatos de cuatro candidatos presidenciales ni por ningún secuestro -diría Gaviria más tarde. Cuando lo estuvo de veras fue en aquellos momentos en que existió la tentación o el riesgo, o el rumor de que se estaba incubando la posibilidad del indulto». Es decir: el riesgo inconcebible de que secuestraran también la conciencia de la Asamblea Constituyente. Gaviria lo tenía ya decidido: si eso ocurría, su determinación serena e irrevocable era hundir la Constituyente.

Nydia andaba desde hacía algún tiempo con la idea de que el doctor Turbay hiciera algo que estremeciera al país en favor de los secuestrados: una manifestación multitudinaria frente al Palacio Presidencial, un paro cívico, una protesta formal ante las Naciones Unidas. Pero el doctor Turbay la apaciguaba. «Él siempre fue así, por su responsabilidad y su mesura -ha dicho Nydia-. Pero uno sabía que por dentro estaba muñéndose de dolor». Esa certidumbre, en lugar de aliviarla, le aumentaba la angustia. Fue entonces cuando tomó la determinación de escribirle al presidente de la república una carta privada «que lo motivara a moverse en lo que él sabía que era necesario».

El doctor Gustavo Balcázar, preocupado por la postración de su esposa Nydia, la convenció el 24 de enero de que se fueran unos días a su casa de Tabio -a una hora de carretera en la sabana de Bogotá- para buscarle un alivio a su angustia. No había vuelto allá desde el secuestro de la hija, así que se llevó su Virgen de bulto y dos velones para quince días cada uno, y todo lo que pudiera hacerle falta para no desconectarse de la realidad. Pasó una noche interminable en la soledad helada de la sabana, pidiéndole de rodillas a la Virgen que protegiera a Diana con una campana de cristal invulnerable para que nadie le faltara el respeto, para que no sintiera miedo, para que rebotaran las balas. A las cinco de la mañana, después de un sueño breve y azaroso, empezó a escribir en la mesa del comedor la carta de su alma para el presidente de la república. El amanecer la sorprendió garrapateando ideas fugitivas, llorando, rompiendo borradores sin dejar de llorar, sacándolos en limpio en un mar de lágrimas.

Al contrario de lo que ella misma había previsto, estaba escribiendo su carta más juiciosa y drástica. «No pretendo hacer un documento público -empezó-. Quiero llegar al presidente de mi país y, con el respeto que me merece, hacerle unas comedidas reflexiones y una angustiada y razonable súplica». A pesar de la reiterada promesa presidencial de que nunca se intentaría un operativo armado para liberar a Diana, Nydia dejó la constancia escrita de una súplica premonitoria: «Lo sabe el país y lo saben ustedes, que si en uno de esos allanamientos tropiezan con los secuestrados se podría producir una horrible tragedia». Convencida de que los escollos del segundo decreto habían interrumpido el proceso de liberaciones iniciado por los Extraditables antes de Navidad, Nydia alertó al presidente con un temor nuevo y lúcido: si el gobierno no tomaba alguna determinación inmediata para remover esos escollos, los rehenes corrían el riesgo de que el tema quedara en manos de la Asamblea Constituyente. «Esto haría que la zozobra y la angustia, que no sólo padecemos los familiares sino el país entero, se prolongara por interminables meses más», escribió. Y concluyó con una reverencia elegante: «Por mis convicciones, por el respeto que le profeso como Primer Magistrado de la Nación, sería incapaz de sugerirle alguna iniciativa de mi propia cosecha, pero sí me siento inclinada a suplicarle que en defensa de unas vidas inocentes no desestime el peligro que representa el factor tiempo». Una vez terminada y transcrita con buena letra, fueron dos hojas y un cuarto de tamaño oficio. Nydia dejó un mensaje en la secretaría privada de la presidencia para que le indicara dónde debía mandarlas.

Esa misma mañana se precipitó la tormenta con la noticia de que habían sido muertos los cabecillas de la banda de los Priscos: los hermanos David Ricardo y Armando Alberto Prisco Lopera, acusados de los siete magnicidios de aquellos años, y de ser los cerebros de los secuestros, entre ellos el de Diana Turbay y su equipo. Uno había muerto con la falsa identidad de Francisco Muñoz Serna, pero cuando Azucena Liévano vio la foto en los periódicos reconoció en él a Don Pacho, el hombre que se ocupaba de Diana y de ella durante el cautiverio. Su muerte, y la de su hermano, justo en aquellos momentos de confusión, fueron una pérdida irreparable para Escobar, y no tardaría en hacerlo saber con hechos.

Los Extraditables dijeron en un comunicado amenazante que David Ricardo no había sido muerto en combate, sino acribillado por la policía delante de sus pequeños hijos y de la esposa embarazada. Sobre su hermano Armando, el comunicado aseguró que tampoco había muerto en combate, como dijo la policía, sino asesinado en una finca de Rionegro, a pesar de que se encontraba paralítico como consecuencia de un atentado anterior. La silla de ruedas, decía el comunicado, se veía con claridad en el noticiero de la televisión regional.

Éste era el comunicado del cual le habían hablado a Pacho Santos. Se conoció el 25 de enero con el anuncio de que serían ejecutados dos rehenes en un intervalo de ocho días, y la primera orden había sido ya impartida contra Marina Montoya. Noticia sorprendente, pues se suponía que Marina había sido asesinada tan pronto como la secuestraron en setiembre. «A eso me refería cuando le mandé al presidente el mensaje de los encostalados -ha dicho Nydia recordando aquella jornada atroz-. No es que fuera impulsiva, ni temperamental, ni que necesitara tratamiento siquiátrico. Es que a quien iban a matar era a mi hija, porque quizás no fui capaz de mover a quienes pudieron impedirlo. «

La desesperación de Alberto Villamizar no podía ser menor. «Ese día fue el más horrible que pasé en mi vida», dijo entonces, convencido de que las ejecuciones no se harían esperar. Quién sería:, ¿Diana, Pacho, Maruja, Beatriz, Richard? Era una rifa de muerte que no quería imaginar siquiera. Enfurecido llamó al presidente Gaviria.

– Usted tiene que parar estos operativos -le dijo.

– No, Alberto -le contestó Gaviria con su tranquilidad escalofriante- A mí no me eligieron para eso.

Villamizar colgó el teléfono, ofuscado por su propio ímpetu. «¿Y ahora qué hago?», se Preguntó. Para empezar pidió ayuda a los ex presidentes Alfonso López Michelsen y Misael Pastrana y a monseñor Darío Castrillón, obispo de Pereira. Todos hicieron declaraciones públicas de repudio a los métodos de los Extraditables y pidieron preservación de la vida de los rehenes. López Michelsen hizo por RCN un llamado al gobierno y a Escobar para que detuvieran la guerra y se buscara una solución política. En aquel momento ya la tragedia estaba consumada. Minutos antes de la madrugada del 21 de enero, Diana había escrito la última hoja de su diario. «Estamos próximos a los cinco meses y sólo nosotros sabemos lo que es esto -escribió-. No quiero perder la fe y la esperanza de regresar a casa sana y salva».

Ya no estaba sola. Después de la liberación de Azucena y Orlando había pedido que la reunieran con Richard, y fue complacida después de Navidad. Fue una fortuna para ambos. Conversaban hasta el agotamiento, escuchaban la radio hasta el amanecer, y así adquirieron la costumbre de dormir de día y vivir de noche. Se habían enterado de la muerte de los Priscos por una conversación de los guardianes. Uno lloraba. Otro, convencido de que aquél era el final, y refiriéndose sin duda a los secuestrados, preguntó: «¿Y ahora qué hacemos con la mercancía?». El que lloraba no lo pensó siquiera.

– Acabemos con ellos -dijo.

Diana y Richard no conciliaron el sueño después del desayuno. Días antes les habían anunciado que los cambiarían de casa. No les había llamado la atención, pues en el mes corto que llevaban juntos los habían mudado dos veces a refugios cercanos, previendo ataques reales o imaginarios de la policía. Poco antes de las once de la mañana del 25 estaban en el cuarto de Diana comentando en susurros el diálogo de los guardianes, cuando oyeron ruidos de helicópteros por el rumbo de Medellín.

Los servicios de inteligencia de la policía habían recibido en los últimos días numerosas llamadas anónimas sobre movimiento de gente armada en la vereda de Sabaneta -municipio de Copacabana-, y en especial en las fincas del Alto de la Cruz, Villa del Rosario y La Bola. Tal vez los carceleros de Diana y Richard planeaban trasladarlos al Alto de la Cruz, que era la finca más segura, porque estaba en una cumbre empinada y boscosa desde donde se dominaba todo el valle hasta Medellín. Como consecuencia de esas denuncias telefónicas y otros indicios propios, la policía estaba a punto de allanar la casa. Era un operativo de guerra grande: dos capitanes, nueve oficiales, siete suboficiales y noventa y nueve agentes, parte por tierra y parte en cuatro helicópteros artillados. Sin embargo, los guardianes ya no les hacían caso a los helicópteros porque pasaban a menudo sin que nada sucediera. De pronto uno de ellos se asomó a la puerta y lanzó el grito temible:

– ¡Nos cayó la ley!

Diana y Richard se demoraron a propósito lo más que pudieron porque el momento era propicio para que llegara la policía: los cuatro guardianes eran de los menos duros, y parecían demasiado asustados para defenderse. Diana se cepilló los dientes y se puso una camisa blanca que había lavado el día anterior, se puso sus zapatos de tenis y los bluejeans que llevaba puestos el día del secuestro y que le quedaban demasiado grandes por la pérdida de peso. Richard se cambió de camisa y recogió el equipo de camarógrafo que le habían devuelto en esos días. Los guardianes parecían enloquecidos por el ruido creciente de los helicópteros que sobrevolaron la casa, se alejaron hacia el valle y volvieron casi a ras de los árboles. Los guardianes apuraban a gritos y empujaban a los secuestrados hacia la puerta de salida. Les dieron sombreros blancos para que los confundieran desde el aire con campesinos de la región. A Diana le echaron encima un pañolón negro y Richard se puso su chaqueta de cuero. Los guardianes les ordenaron correr hacia la montaña y ellos mismos lo hicieron también por separado con las armas montadas para disparar cuando los helicópteros estuvieran a su alcance. Diana y Richard empezaron a trepar por una trocha de piedras. La pendiente era muy pronunciada, y el sol ardiente caía a plomo desde el centro del cielo. Diana se sintió exhausta a los pocos metros cuando ya los helicópteros estaban a la vista. A la primera ráfaga, Richard se tiró al suelo. «No se mueva -le gritó Diana-. Hágase el muerto». Al instante cayó a su lado, bocabajo.

– Me mataron -gritó-. No puedo mover las piernas.

No podía, en efecto, pero tampoco sentía ningún dolor, y le pidió a Richard que le examinara la espalda porque antes de caer había sentido en la cintura una especie de descarga eléctrica. Richard le levantó la camisa y vio a la altura de la cresta ilíaca izquierda un agujero minúsculo, nítido y sin sangre.

Como el tiroteo continuaba, cada vez más cerca, Diana insistía desesperada en que Richard la dejara allí y escapara, pero él permaneció a su lado esperando una ayuda para ponerla a salvo. Mientras tanto, le puso en la mano una Virgen que llevaba siempre en el bolsillo, y rezó con ella. El tiroteo cesó de pronto y aparecieron en la trocha dos agentes del Cuerpo Élite con sus armas en ristre.

Richard, arrodillado junto a Diana, levantó los brazos, y dijo: «¡No disparen!». Uno de los agentes lo miró con una cara de gran sorpresa y le preguntó:

– ¿Dónde está Pablo?

– No sé -dijo Richard-. Soy Richard Becerra, el periodista. Aquí está Diana Turbay y está herida.

– Compruébelo -dijo un agente.

Richard le mostró la cédula de identidad. Ellos y algunos campesinos que surgieron de las breñas ayudaron a transportar a Diana en una hamaca improvisada con una sábana, y la acostaron dentro del helicóptero. El dolor se le había vuelto insoportable, pero estaba tranquila y lúcida, y sabía que iba a morir.

Media hora después, el ex presidente Turbay recibió una llamada de una mente militar, para decirle que su hija Diana y Francisco Santos habían sido rescatados en Medellín mediante un operativo del Cuerpo Élite. De inmediato llamó a Hernando Santos, que lanzó un alarido de victoria, y ordenó a los telefonistas de su periódico que dieran la noticia a toda la familia dispersa. Luego llamó al apartamento de Alberto Villamizar, y le retransmitió la noticia tal como se la habían dado. «¡Qué maravilla!», gritó Villamizar. Su júbilo era sincero, pero enseguida cayó en la cuenta de que una vez liberados Pacho y Diana las únicas ejecutables que quedaban en manos de Escobar eran Maruja y Beatriz.

Mientras hacía llamadas de urgencia encendió el radio y comprobó que la noticia no estaba todavía en el aire. Iba a marcar el número de Rafael Pardo, cuando el teléfono volvió a timbrar. Era otra vez Hernando Santos para decirle descorazonado que Turbay había corregido la primera noticia. El liberado no era Francisco Santos sino el camarógrafo Richard Becerra, y Diana estaba mal herida. Sin embargo, a Hernando Santos no lo perturbaba tanto el error, como la consternación de Turbay por haberle causado una falsa alegría.

Martha Lupe Rojas no estaba en su casa cuando la llamaron del noticiero para darle la noticia de que Richard había sido liberado. Había ido a casa de sus hermanos, y estaba tan pendiente de las noticias que se llevó su radio portátil inseparable. Pero aquel día, por primera vez desde el secuestro, no funcionó.

En el taxi que la llevaba al noticiero cuando alguien le dio la noticia de que su hijo estaba a salvo, la voz familiar del periodista Juan Gossaín la puso en la realidad: las informaciones de Medellín eran todavía muy confusas. Se había comprobado que Diana Turbay estaba muerta, pero no había nada claro sobre Richard Becerra. Martha Lupe empezó a rezar en voz baja: «Dios mío haz que las balas le pasen por un lado y no lo toquen». En ese momento, Richard llamó a su casa desde Medellín para contarle que estaba a salvo, y no la encontró. Pero el grito emocionado de Gossaín le devolvió el alma a Martha Lupe:

– ¡Extra! ¡Extra! ¡El camarógrafo Richard Becerra está vivo!

Martha Lupe se echó a llorar, y no pudo controlarse hasta tarde en la noche, cuando recibió a su hijo en la redacción del noticiero Criptón. Hoy lo recuerda: «Estaba en los puros huesos, pálido y barbudo, pero vivo».

Rafael Pardo había recibido la noticia minutos antes en su oficina por una llamada de un periodista amigo que quería confirmar una versión del rescate. Llamó al general Maza Márquez y luego al director de la policía, general Gómez Padilla, y ninguno sabía de operativo de rescate. Al rato lo llamó Gómez Padilla y le informó que había sido un encuentro fortuito con el Cuerpo Élite en el curso de una operación de búsqueda de Escobar. Las unidades que operaban, dijo Gómez Padilla, no tenían ninguna información previa de que hubiera secuestradores en el lugar.

Desde que recibió la noticia de Medellín, el doctor Turbay había tratado de comunicarse con Nydia en la casa de Tabio, pero el teléfono estaba descompuesto. Mandó en una camioneta a su jefe de escolta con la noticia de que Diana estaba a salvo y la tenían en el hospital de Medellín para los exámenes de rutina. Nydia la recibió a las dos de la tarde, y en vez del grito de júbilo que había dado la familia, adoptó una actitud de dolor y asombro, y exclamó:

– ¡Mataron a Diana!

En el camino de Egreso a Bogotá, mientras escuchaba las noticias de la radio, se le acentuó la incertidumbre. «Seguí llorando -diría más tarde-. Pero entonces mi llanto no era a gritos, como antes, sino sólo de lágrimas». Hizo una escala en su casa para cambiarse de ropa antes de ir al aeropuerto, donde esperaba a la familia el decrépito Fokker presidencial que volaba por la gracia divina después de casi treinta años de trabajos forzados. La noticia en ese momento era que Diana estaba bajo cuidados intensivos, pero Nydia no le creía nada a nadie más que a sus instintos. Fue derecho al teléfono, y pidió hablar con el presidente de la república.

– Mataron a Diana, señor presidente -le dijo-. Y eso es obra suya, es su culpa, es la consecuencia de su alma de piedra.

El presidente se alegró de poder contradecirla con una buena noticia.

– No, señora -dijo con su voz más calmada-. Parece ser que hubo un operativo y todavía no se tiene nada claro. Pero Diana está viva.

– No -replicó Nydia-. La mataron.

El presidente, que estaba en comunicación directa con Medellín, no tenía duda.

– ¿Y por qué lo sabe?

Nydia contestó con una convicción absoluta:

– Porque me lo dice mi corazón de madre.

Su corazón fue certero. Una hora después, María Emma Mejía, la consejera presidencial para Medellín, subió al avión que llevó a la familia Turbay y les dio la mala noticia. Diana había muerto desangrada, después de varias horas de esfuerzos médicos que de todos modos habrían sido inútiles. Había perdido el conocimiento en el helicóptero que la transportó a Medellín desde el lugar del encuentro con la policía, y no lo había recobrado. Tenía la columna vertebral fracturada al nivel de la cintura por una bala explosiva de alta velocidad y mediano calibre que estalló en esquirlas dentro de su cuerpo y le produjo una parálisis general de la que no se habría repuesto jamás.

Nydia sufrió un impacto mayor cuando la vio en el hospital, desnuda en la mesa de cirugía, pero cubierta con una sábana ensangrentada, con el rostro sin expresión y la piel sin color por el desangre completo. Tenía una enorme incisión quirúrgica en el pecho por donde los médicos habían introducido el puño para darle masajes al corazón.

Tan pronto como salió del quirófano, ya más allá del dolor y la desesperanza, Nydia convocó en el mismo hospital una conferencia de prensa feroz. «Ésta es la historia de una muerte anunciada», empezó. Convencida de que Diana había sido víctima de un operativo ordenado desde Bogotá -según las informaciones que le dieron desde su llegada a Medellín-, hizo un recuento minucioso de las súplicas que la familia y ella misma habían hecho al presidente de la república para que la policía no lo intentara. Dijo que la insensatez y la criminalidad de los Extraditables eran las culpables de la muerte de su hija, pero que en igual proporción lo eran el gobierno y el presidente de la república en persona. Pero sobre todo el presidente, «que con indolencia y casi con frialdad e indiferencia desoyó las súplicas que se le hacían para que no fuesen rescatados y no fuesen puestas en peligro las vidas de los secuestrados».

Esta declaración terminante, divulgada en directo por todos los medios, provocó una reacción de solidaridad en la opinión pública, e indignación en el gobierno. El presidente convocó a Fabio Villegas, su secretario general; a Miguel Silva, su secretario privado; a Rafael Pardo, su consejero de Seguridad, y a Mauricio Vargas, su consejero de Prensa. El propósito era elaborar un rechazo enérgico a la declaración de Nydia. Pero una reflexión más a fondo los condujo a la conclusión de que el dolor de una madre no se controvierte. Gaviria lo entendió así, y canceló el propósito de la reunión e impartió la orden:

– Vamos al entierro.

No sólo él sino el gobierno en pleno.

El encono de Nydia no le dio una tregua. Con alguien cuyo nombre no recordaba le había mandado la carta tardía al presidente -cuando ya sabía que Diana había muerto-, tal vez para que llevara siempre en la conciencia su carga premonitoria. «Obviamente, no esperé que me respondiera», dijo.

Al final de la misa d? cuerpo presente en la catedral -concurrida como pocas- el presidente se levantó de su silla y recorrió solo la desierta nave central, seguido por todas las miradas, por los relámpagos de los fotógrafos, por las cámaras de televisión, y le tendió la mano a Nydia con la seguridad de que se la dejaría tendida. Nydia se la estrechó con un desgano glacial. En realidad, para ella fue un alivio, pues lo que temía era que el presidente la abrazara. En cambio, apreció el beso de condolencia de Ana Milena, su esposa.

Todavía no fue el final. Apenas aliviada de los compromisos del duelo, Nydia solicitó una nueva audiencia con el presidente para informarlo de algo importante que debía saber antes de su discurso de aquel día sobre la muerte de Diana. Silva transmitió d mensaje al pie de la letra, y el presidente hizo entonces la sonrisa que Nydia no le vería jamás.

– A lo que viene es a vaciarme -dijo-. Pero que venga, claro.

La recibió como siempre. Nydia, en efecto, entró en la oficina, vestida de negro y con un talante distinto: sencilla y adolorida. Fue directo a lo que iba, y se lo dejó ver al presidente desde la primera frase: -Vengo a prestarle un servicio.

La sorpresa fue que, en efecto, empezó con sus excusas por haber creído que el presidente había ordenado el operativo en que murió Diana. Ahora sabía que ni siquiera había sido informado. Y quería decirle además que también en aquel momento lo estaban engañando, pues tampoco era cierto que el operativo fuera para buscar a Pablo Escobar sino para rescatar a los rehenes, cuyo paradero había sido revelado bajo tortura por uno de los sicarios capturados por la policía. El sicario -explicó Nydia- había aparecido después como uno de los muertos en combate.

El relato fue dicho con energía y precisión, y con la esperanza de despertar el interés del presidente, pero no descubrió ni una señal de compasión. «Era como un bloque de hielo», diría más tarde evocando aquel día. Sin saber por qué ni en qué instante, y sin poder evitarlo, empezó a llorar. Entonces se le revolvió el temperamento que había logrado dominar, y cambió por completo de tema y de modo. Le reclamó al presidente su indiferencia y su frialdad por no cumplir con la obligación constitucional de salvar las vidas de los secuestrados.

– Póngase a pensar -concluyó-, si la niña suya hubiera estado en estas circunstancias. ¿Qué habría hecho usted?

Lo miró directo a los ojos, pero estaba ya tan exaltada que el presidente no pudo interrumpirla. Él mismo lo contaría más tarde: «Me preguntaba, pero no me daba tiempo de contestar». Nydia, en efecto, le cerró el paso con otra pregunta: «¿Usted no cree, señor presidente, que se equivocó en el manejo que le dio a este problema?». El presidente dejó ver por primera vez una sombra de duda. «Nunca había sufrido tanto», diría años después. Pero sólo pestañeó, y dijo con su voz natural:

– Es posible.

Nydia se puso de pie, le dio la mano en silencio, y salió de la oficina antes de que él pudiera abrirle la puerta. Miguel Silva entró entonces en el despacho y encontró al presidente muy impresionado con la historia del sicario muerto. Pero reaccionó con la decisión de escribir una carta privada al procurador general para que investigara el caso y se hiciera justicia. La mayoría de las personas coincidían en que la acción había sido para capturar a Escobar o a un capo importante, pero que aun dentro de esa lógica fue una estupidez y un fracaso irreparable. Según la versión inmediata de la policía, Diana había muerto en desarrollo de un operativo de búsqueda con apoyo de helicópteros y personal de tierra. Sin proponérselo se encontraron con el comando que llevaba a Diana Turbay y al camarógrafo Richard Becerra. En la huida, uno de los secuestradores le disparó a Diana por la espalda y le fracturó la espina dorsal. El camarógrafo salió ileso. Diana fue trasladada al Hospital General de Medellín en un helicóptero de la policía, y allí murió a las cuatro y treinta y cinco de la tarde.

La versión de Pablo Escobar era muy distinta y coincidía en sus puntos esenciales con la que Nydia le contó al presidente. Según él, la policía había hecho el operativo a sabiendas de que los secuestrados estaban en el lugar. La información se la habían arrancado bajo tortura a dos sicarios suyos que identificó con sus nombres reales y números de cédula. Estos, según el comunicado, habían sido aprehendidos y torturados por la policía, y uno de ellos había guiado desde un helicóptero a los jefes del operativo. Dijo que Diana fue muerta por la policía cuando huía del combate, ya liberada por sus captores. Dijo, por último, que en la escaramuza habían muerto también tres campesinos inocentes que la policía presentó a la prensa como sicarios caídos en combate. Este informe debió darle a Escobar las satisfacciones que esperaba en cuanto a sus denuncias de violaciones d? derechos humanos por parte de la policía.

Richard Becerra el único testigo disponible, fue asediado por los periodistas la misma noche de la tragedia en un salón de la Dirección General de Policía en Bogotá. Estaba todavía con la chamarra de cuero negro con que lo habían secuestrado y con el sombrero de paja que le habían dado sus captores para que pasara por campesino. Su estado de ánimo no era el mejor para dar algún dato esclarecedor.

La impresión que dejó en sus colegas más comprensivos fue que la confusión de los hechos no le había permitido formarse un juicio de la noticia. Su declaración de que el proyectil que mató a Diana lo disparó a propósito uno de los secuestradores, no encontró piso firme en ninguna evidencia. La creencia general, por encima de todas las conjeturas, fue que Diana murió por accidente entre los fuegos cruzados. Sin embargo, la investigación definitiva quedaba a cargo del procurador general en atención a la carta que le envió el presidente Gaviria después de las revelaciones de Nydia Quintero.

El drama no había terminado. Ante la incertidumbre pública sobre la suerte de Marina Montoya, los Extraditables emitieron un nuevo comunicado el 30 de enero, en el que reconocían haber dado la orden de ejecutarla desde el día 23. Pero: «por motivos de clandestinidad y de comunicación, no tenemos información -a la fecha- si la ejecutaron o la liberaron. Si la ejecutaron no entendemos los motivos por los cuales la policía aún no ha reportado su cadáver. Si la liberaron, sus familiares tienen fe palabra». Sólo entonces, siete días después de ordenado el asesinato, se emprendió la búsqueda del cadáver. El médico legista Pedro Morales, que había colaborado en la autopsia, leyó el comunicado en la prensa y se imaginó que el cadáver de Marina Montoya era el de la señora de la ropa fina y las uñas impecables. Así fue. Sin embargo, tan pronto como se estableció la identidad, alguien que dijo ser del Ministerio de justicia presionó por teléfono al Instituto de Medicina Legal para que no se supiera que el cadáver estaba en la fosa común. Luis Guillermo Pérez Montoya, el hijo de Marina, salía a almorzar cuando la radio transmitió la primicia. En el Instituto de Medicina Legal le mostraron el retrato de la mujer desfigurada por los balazos y le costó trabajo reconocerla. En el Cementerio del Sur tuvieron que preparar un dispositivo especial de policía, porque ya la noticia estaba en el aire y tuvieron que abrirle paso a Luis Guillermo Pérez para que llegara hasta la fosa por entre una muchedumbre de curiosos.

De acuerdo con los reglamentos de Medicina Legal, el cuerpo de un NN debe ser enterrado con el número de serie impreso en el torso, los brazos y las piernas, para que se le pueda reconocer aun en caso de ser desmembrado. Debe envolverse en una tela de plástico negro, como las que se usan para la basura y atada por los tobillos y las muñecas con cuerdas resistentes. El cuerpo de Marina Montoya -según lo comprobó su hijo- estaba desnudo y cubierto de lodo, tirado de cualquier modo en la fosa común, y sin los tatuajes de identificación ordenados por la ley. A su lado estaba el cadáver del niño que habían enterrado al mismo tiempo, envuelto en la sudadera rosada.

Ya en el anfiteatro, después de que la lavaron con una manguera a presión, el hijo le revisó la dentadura, y tuvo un instante de vacilación. Le parecía recordar que a Marina le faltaba el premolar izquierdo, y el cadáver tenía la dentadura completa. Pero cuando le examinó las manos y las puso sobre las suyas no le quedó rastro de dudas: eran iguales. Otra sospecha había de persistir, quizás para siempre: Luis Guillermo Pérez estaba con vencido de que el cadáver de su madre había sido identificado cuando se hizo el levantamiento, y de que fue enviado a la fosa común sin más trámites para que no quedara ningún rastro que pudiera inquietar a la opinión pública o perturbar al gobierno.

La muerte de Diana -aun antes del hallazgo del cadáver de Marina- fue definitiva para el estado del país. Cuando Gaviria se había negado a modificar el segundo decreto no había cedido ante las asperezas de Villamizar y las súplicas de Nydia. Su argumento, en síntesis, era que los decretos no podían juzgarse en función de los secuestros sino en función del interés público, así como Escobar no secuestraba para presionar la entrega sino para forzar la no extradición y conseguir el indulto. Esas reflexiones lo condujeron a una modificación final del decreto. Era difícil después de haber resistido a las súplicas de Nydia y a tantos otros dolores ajenos para cambiar la fecha, pero resolvió afrontarlo.

Villamizar recibió esta noticia a través de Rafael Pardo. El tiempo de la espera le parecía infinito. No había tenido un minuto de paz. Vivía pendiente del radio y del teléfono, y su alivio era inmenso cuando no era una mala noticia. Llamaba a Pardo a cualquier hora. «¿Cómo va la cosa?», le preguntaba. «¿Hasta dónde va a llegar esta situación?» Pardo lo calmaba con cucharaditas de racionalismo. Todas las noches volvía a casa en el mismo estado. «Hay que sacar ese decreto o aquí van a matar a todo el mundo», decía. Pardo lo calmaba. Por fin, el 28 de enero, fue Pardo quien lo llamó para decirle que ya estaba para la firma del presidente el decreto definitivo. La demora se debía a que todos los ministros debían firmarlo, y no encontraban por ninguna parte al de Comunicaciones, Alberto Casas Santamaría. Al fin lo ubicó Rafael Pardo por teléfono, y lo conminó con su buen talante de viejo amigo.

– Señor ministro -le dijo-. O usted está aquí en inedia hora para firmar el decreto, o no es más ministro.

El 29 de enero fue promulgado el decreto 303 en el cual se resolvieron todos los escollos que habían impedido hasta entonces la entrega de los narcotraficantes. Tal como lo habían supuesto en el gobierno, nunca lograrían recoger la creencia generalizada de que fue un acto de mala conciencia por la muerte de Diana. Esto, corno siempre, daba origen a otras divergencias: los que pensaban que era una concesión a los narcos por la presión de una opinión pública conmocionada, y los que lo entendieron como un acto presidencial insoslayable, aunque tardío de cualquier modo para Diana Turbay. En todo caso, el presidente Gaviria lo firmó por convicción, a sabiendas de que la demora podía interpretarse como una prueba de inclemencia, y la decisión tardía proclamada como un acto de debilidad.

El día siguiente, a las siete de la mañana, el presidente le correspondió a Villamizar una llamada que le había hecho la víspera para agradecerle el decreto. Gaviria escuchó en absoluto silencio sus razones, y compartió su angustia del 25 de enero.

– Fue un día terrible para todos -dijo.

Villamizar llamó entonces a Guido Parra con la conciencia aliviada. «Usted no se pondrá a joder ahora con que este decreto no es el bueno», le dijo. Guido Parra ya lo había leído a fondo.

– Listo -dijo-, aquí no hay ningún problema. ¡Mire cuánto nos hubiéramos evitado desde antes!

Villamizar quiso saber cuál sería el paso siguiente.

– Nada -dijo Guido Parra-. Esto es cuestión de cuarenta y ocho horas.

Los Extraditables hicieron saber de inmediato en un comunicado que desistían de las ejecuciones anunciadas en vista de las solicitudes de varias personalidades del país. Se referían quizás a los mensajes radiales que les habían hecho llegar López Michelsen, Pastrana y Castrillón. Pero en el fondo podía interpretarse como una aceptación del decreto.

«Respetaremos la vida de los rehenes que permanecen en nuestro poder», decía el comunicado. Como concesión especial, anunciaban también que en las primeras horas de ese mismo día iban a liberar un secuestrado. Villamizar, que estaba con Guido Parra, tuvo un sobresalto de sorpresa.

– Cómo así que uno -le gritó-. Usted me había dicho que salían todos.

Guido Parra no se alteró.

– Tranquilo, Alberto -le dijo-. Esto es cuestión de ocho días.