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Tercera Parte

18

El trabajo de cuidadora, en líneas generales, me satisfizo. Podría decirse incluso que me hizo dar lo mejor de mí misma. Pero alguna gente no está hecha para ese tipo de ocupación, y para ellos todo se convierte en una verdadera lucha. Puede que empiecen de un modo positivo, pero luego viene todo ese tiempo junto al dolor y la aflicción. Y tarde o temprano un donante no logra consumar la donación, aunque se trate tan sólo, pongamos, de la segunda donación y en absoluto se haya previsto que pudieran surgir complicaciones. Cuando un donante «completa» así, de forma totalmente imprevista, poco importa lo que te digan luego las enfermeras, o esa carta que te reitera que están seguros de que tú has hecho todo lo que estaba en tu mano y que esperan que sigas realizando bien tu trabajo. Durante un tiempo, al menos, te desmoralizas. Algunos de nosotros aprenden muy rápidamente a afrontarlo. Pero otros -como Laura, por ejemplo- jamás lo consiguen.

Luego está la soledad. Creces rodeado de una multitud de personas, y eso es, por tanto, lo que has conocido siempre, y de pronto te conviertes en cuidador. Y te pasas horas y horas solo, conduciendo a través del país, de centro en centro, de hospital en hospital, durmiendo cada día en un sitio, sin nadie con quien hablar de tus preocupaciones, sin nadie con quien reír. Sólo de cuando en cuando te topas con algún condiscípulo del pasado -un cuidador o un donante que reconoces de los viejos tiempos-, pero nunca dispones de mucho tiempo. Siempre estás con prisas, o estás demasiado exhausta para mantener una conversación como es debido. Y pronto las largas horas, el continuo viajar, el sueño interrumpido se han instalado en tu ser y han llegado a formar parte de tu persona. Y todo el mundo puede verlo, en tu manera de estar, en tu mirada, en el modo en que te mueves y hablas.

No pretendo afirmar que soy inmune a todo esto, pero he aprendido a vivir con ello. A algunos cuidadores, sin embargo, la mera actitud les traiciona. Muchos de ellos -lo sabes nada más verlos- no hacen sino cumplir el expediente, a la espera de que un día les digan que pueden parar y convertirse en donantes. Me irrita también la forma en que tantos de ellos «se encogen» en cuanto ponen un pie en un hospital. No saben qué decir a los médicos, son incapaces de hablar en favor de sus donantes. No es extraño que acaben frustrados y culpándose a sí mismos cuando las cosas salen mal. Yo trato de no ser un fastidio para nadie, pero me las he arreglado para hacerme oír cuando lo he juzgado necesario. Y cuando las cosas van mal, por supuesto que me disgusto, pero al menos puedo sentir que he hecho lo que he podido y sigo viendo la verdadera dimensión de las cosas.

Incluso he llegado a lograr que me guste la soledad. Eso no quiere decir que no desee tener un poco más de compañía cuando acabe el año y termine con todo esto. Pero me gusta la sensación de montar en mi pequeño coche, sabiendo que durante las dos horas siguientes estaré en la carretera con la sola compañía del asfalto, de ese gran cielo gris y de mis ensueños de vigilia. Y si me encuentro en una ciudad cualquiera y tengo unos minutos para mí, los disfrutaré deambulando por sus calles y mirando sus escaparates. Aquí, en mi cuarto amueblado, tengo estas cuatro lámparas de mesa, cada una de un color diferente pero las cuatro de diseño idéntico, y con el brazo flexible, de forma que puedes orientarlas hacia donde quieras. Así que quizá me ponga a buscar alguna tienda con una lámpara de ésas en el escaparate, no para comprarla, sino para compararla con las que tengo en casa.

A veces me siento tan inmersa en mi propia compañía que si de improviso me topo con alguien que conozco, es como una especie de conmoción y tengo que sobreponerme para actuar con normalidad. Y fue así la mañana en que, cruzando el aparcamiento azotado por el viento de una gasolinera, vi de pronto a Laura, sentada al volante de uno de los coches aparcados, con la mirada perdida en dirección a la autopista. Estaba aún un poco lejos, y durante un instante fugaz, aunque no nos habíamos visto desde las Cottages, siete años atrás, estuve tentada de hacer como si no la hubiera visto y seguir caminando. Una reacción extraña, lo sé, si se considera que era una de mis amigas más íntimas. Como digo, puede que fuera en parte porque no me gusta que se me saque bruscamente de mis ensoñaciones. Pero también, supongo, que al ver a Laura allí hundida en el asiento me di cuenta al instante de que se había convertido en uno de esos cuidadores de los que estaba hablando, y una parte de mí no quiso tener nada que ver con ella.

Pero por supuesto, fui a hablar con ella. El viento frío me golpeó con fuerza mientras me dirigía hacia su coche de cinco puertas, aparcado lejos de los demás vehículos. Laura llevaba un anorak azul demasiado holgado, y el pelo mucho más corto que el que solía llevar en el pasado, y pegado a la frente. Cuando di unos golpecitos a la ventanilla, ella no dio ningún respingo, ni pareció sorprendida al verme después de todos aquellos años. Era casi como si hubiera estado allí en su coche esperando precisamente a alguien del pasado, si no a mí precisamente, sí a cualquier otro ex alumno de Hailsham. Y ahora que me veía aparecer a mí su primer pensamiento pareció ser: «¡Al fin!», porque vi que sus hombros se movían como cuando uno deja escapar un suspiro, y luego, sin más, se inclinó hacia el asiento del acompañante para abrirme la portezuela.

Charlamos durante unos veinte minutos. Apuré el tiempo hasta que no me quedó más remedio que marcharme. Hablamos sobre todo de ella: de lo agotada que estaba, de lo difícil que era uno de sus donantes, de lo mucho que detestaba a este médico o a aquella enfermera. Esperaba ver algún destello de la antigua Laura, con su sonrisa traviesa y sus eternas chanzas, pero no logré atisbar en ella nada de eso. Hablaba más deprisa de lo que acostumbraba a hacerlo entonces, y aunque parecía contenta de verme, varias veces me dio la impresión de que, con tal de haber podido hablar, no le habría importado demasiado que no hubiera sido conmigo sino con cualquier otra persona.

Quizá las dos sentimos que había algo peligroso en hablar de los viejos tiempos, porque durante mucho rato evitamos abordar el tema. Al final, de todas formas, acabamos hablando de Ruth, con quien Laura había coincidido en una clínica hacía unos años, cuando Ruth todavía era cuidadora. Empecé a interrogarla acerca de cómo estaba Ruth, y la vi tan reacia a hablarme de ello que acabé por decirle:

– Pero Laura, seguro que hablasteis de algo…

Dejó escapar un largo suspiro antes de decir:

– Ya sabes lo que suele pasar. Las dos teníamos muchísima prisa. -Luego añadió-: De todas formas, allá en las Cottages no nos habíamos separado precisamente como las mejores amigas. Así que quizá no estábamos tan encantadas de volver a vernos.

– No sabía que hubierais reñido también vosotras -dije.

Se encogió de hombros.

– No fue nada tremendo. Ya sabes cómo era Ruth entonces. Y, después de que tú te fueras, se volvió aún peor. Ya sabes, siempre diciéndole a todo el mundo lo que tenía que hacer. Así que yo procuraba mantenerme fuera de su alcance, eso fue todo. Nunca tuvimos una gran pelea ni nada parecido. ¿Así que no la has visto desde entonces?

– No. Es extraño, pero no la he vuelto a ver.

– Sí, es extraño. Lo normal sería que hubiéramos coincidido unos con otros mucho más a menudo. Yo he visto a Hannah unas cuantas veces. Y también a Michael H. -Calló, y luego dijo-: He oído un rumor: que Ruth tuvo una primera donación verdaderamente horrible. Es sólo un rumor, pero lo he oído más de una vez.

– También yo lo he oído.

– Pobre Ruth.

Nos quedamos en silencio unos instantes. Y al final Laura preguntó:

– Está bien, ¿no? Que ahora te dejen escoger a tus donantes.

No me lo preguntó en el tono acusador que en ocasiones emplean algunos, así que asentí con la cabeza y dije:

– No siempre. Pero a mí me ha ido bien con unos cuantos. Así que sí, que me dejan decirles mis preferencias de vez en cuando.

– Pues si puedes elegir -dijo Laura-, ¿por qué no te haces cuidadora de Ruth?

Me encogí de hombros.

– Ya lo he pensado. Pero no estoy muy segura de que sea una buena idea.

Laura pareció desconcertada.

– Pero tú y Ruth… Fuisteis siempre tan buenas amigas.

– Sí, supongo que sí. Pero me pasó como a ti, Laura. Al final acabamos no siendo tan buenas amigas.

– Oh, pero eso fue hace mucho tiempo. Ruth ha tenido una racha pésima. Y he oído que también ha tenido problemas con sus cuidadores. Han tenido que cambiárselos muchas veces.

– No me sorprende, la verdad -dije-. ¿Te imaginas? ¿Ser la cuidadora de Ruth?

Laura se echó a reír, y durante unos segundos vi en sus ojos un destello que me hizo pensar que al fin iba a hacer uno de sus comentarios socarrones. Pero el destello cesó, y Laura siguió allí sentada frente al volante, con aire de gran cansancio.

Hablamos un poco más de sus problemas, en especial de cierta enfermera jefe que la tenía tomada con ella. Había llegado el momento de irme; abrí la puerta del coche y le dije que teníamos que seguir hablando la próxima vez que nos viéramos. Pero mientras lo decía las dos éramos profundamente conscientes de algo que aún no habíamos mencionado, y creo que las dos sentimos que no estaba bien en absoluto que nos despidiéramos de ese modo. De hecho, hoy tengo la certeza de que en aquel momento nuestras mentes discurrían por idénticos senderos, y le oí decir:

– Es muy extraño. Pensar que todo pertenece al pasado…

Me volví en el asiento para mirarla otra vez.

– Sí. Es realmente extraño -dije-. Me parece increíble que haya desaparecido para siempre.

– Tan extraño… -repitió Laura-. Supongo que ahora ya me tendría que dar igual. Pero no es así.

– Sé lo que quieres decir.

Fue este último intercambio, cuando finalmente mencionamos el cierre de Hailsham, lo que de pronto nos acercó como en otros tiempos, y nos abrazamos de forma absolutamente espontánea, no tanto para consolarnos como para afirmar Hailsham, el hecho de que aún pervivía en la memoria de ambas. Y acto seguido me apeé y me dirigí apresuradamente hacia mi coche.

Había empezado a oír rumores del cierre de Hailsham aproximadamente un año antes de mi encuentro con Laura en aquel aparcamiento. Estaba hablando con un cuidador o con un donante, por ejemplo, y en un momento dado éste lo mencionaba de pasada, como convencido de que yo tenía que saberlo con todo detalle. «Usted estuvo en Hailsham, ¿no? ¿Así que es cierto?» O algo parecido. Entonces, un día en que estaba saliendo de una clínica de Suffolk, me topé con Roger C, que había estado en un curso posterior al mío, y me contó lo que sin ningún género de dudas estaba a punto de pasar con Hailsham. Iban a cerrarlo en cualquier momento, y tenían planeado vender la casa y los terrenos a una cadena de hoteles. Recuerdo bien mi primera reacción al oírlo.

– Y ¿qué va a pasar con sus alumnos? -dije.

Roger, como es obvio, pensó que me refería a los alumnos que seguían en Hailsham, los pequeños que dependían de sus custodios, y puso cara de preocupación, y empezó a barajar posibilidades sobre cómo tendrían que trasladarlos a otras casas del país, pese a que algunas de ellas estuvieran muy lejos de Hailsham. Pero eso no era lo que yo había querido decir, por supuesto. Yo me refería a nosotros, a todos los alumnos que habían crecido conmigo y se hallaban ahora diseminados por el país, a cuidadores y donantes, separados hoy pero aún vinculados de algún modo al lugar de donde todos proveníamos.

Aquella misma noche, tratando de dormir en un hostal de paso, no podía dejar de pensar en algo que me había sucedido unos días antes. Había estado en una ciudad de la costa norte de Gales. Aunque no había dejado de llover con fuerza durante toda la mañana, después del almuerzo había escampado y había salido un poco el sol. Volvía paseando hacia donde había dejado el coche por una de esas largas carreteras rectas que bordean el mar, y no había casi gente, así que veía ante mí una línea ininterrumpida de adoquines mojados. Al rato, como a unos treinta metros frente a mí, se paró una furgoneta, y bajó de ella un hombre vestido de payaso. Abrió la puerta trasera y sacó un montón de globos de helio, como una docena, y durante un momento estuvo sosteniéndolos en una mano mientras con la otra revolvía la trasera de la furgoneta en busca de algo. Cuando me acerqué pude apreciar que los globos tenían caras -con orejas bien moldeadas- que me miraban como una pequeña tribu y se bamboleaban en el aire, por encima de su dueño, esperándole.

Entonces el payaso se enderezó, cerró la puerta trasera de la furgoneta y echó a andar en mi misma dirección, varios pasos por delante, con una pequeña maleta en una mano y los globos en la otra. El paseo marítimo era largo y recto, y caminé detrás del payaso durante lo que me pareció una eternidad. A veces me sentía incómoda ante la situación, y llegué incluso a pensar que el hombre acabaría por darse la vuelta para decirme algo; pero como aquél era el camino que debía seguir, no podía hacer nada para remediarlo. El payaso y yo seguimos, pues, caminando por el empedrado desierto, aún mojado de la lluvia de la mañana, y los globos chocaban unos contra otros y me sonreían. De vez en cuando, veía la mano del payaso, donde convergían todos los cordeles, y me daba cuenta de que los llevaba bien entrelazados y sujetos en el puño cerrado. Aun así, temía que uno de los cordeles pudiera soltarse y el globo libre escapase hacia lo alto y se perdiera en el cielo encapotado.

Acostada y en vela, pues, la noche siguiente a mi encuentro con Roger, no podía dejar de ver aquellos globos de días antes. Pensé en el cierre de Hailsham, y en qué pasaría si alguien se hubiera acercado al hombre de los globos con unas tijeras y hubiera cortado el manojo de cordeles justo donde se entrelazaban, un poco por encima del puño del payaso. En cuanto esto sucediera, los globos se alzarían por separado y dejarían de pertenecer al mismo grupo para siempre. Cuando me estaba contando lo del cierre de Hailsham, Roger había hecho un comentario: imaginaba que para nosotros tal cierre no habría de suponer gran cosa. Y, en cierto modo, tal vez no le faltaba razón. Pero resultaba turbador el pensamiento de que las cosas allí no continuaban como de costumbre; de que custodios como la señorita Geraldine, por ejemplo, no estuvieran dando instrucciones a los grupos de alumnos de secundaria en el Campo de Deportes Norte.

En los meses que siguieron a mi conversación con Roger, no podía dejar de pensar en ello, en el cierre de Hailsham y en todas sus consecuencias. Y supongo que empecé a tomar conciencia de que todas aquellas cosas que siempre había querido hacer y que jamás dudé que llegaría a hacer tarde o temprano, debía hacerlas pronto o me quedaría definitivamente sin hacerlas. No es que me entrara el pánico o algo semejante. Pero sin duda era como si la desaparición de Hailsham lo hubiera sacudido todo a mi alrededor. Por eso, lo que Laura me había dicho aquel día -sobre convertirme en la cuidadora de Ruth- me había causado un gran impacto, por mucho que me hubiera mostrado tan evasiva con ella en aquel momento. Era casi como si una parte de mí ya hubiera tomado esa decisión, y las palabras de Laura no hubieran hecho sino destapar un velo que la hubiera estado cubriendo.

Me presenté por primera vez en el centro de recuperación de Ruth en Dover -una institución moderna, con paredes de azulejos blancos- unas semanas después de mi conversación con Laura. Habían transcurrido unos dos meses desde la primera donación de Ruth, que, como Laura había dicho, no había tenido ningún éxito. Cuando entré en su habitación, la vi sentada en el borde de la cama, en camisón, y me dirigió una gran sonrisa. Se levantó para darme un abrazo, pero se sentó casi de inmediato. Me dijo que me veía mejor que nunca, y que el pelo me quedaba de maravilla. Yo también le dije cosas bonitas a ella, y durante la media hora siguiente creo que estuvimos verdaderamente encantadas de volver a vernos. Charlamos de todo tipo de cosas -de Hailsham, de las Cottages, de lo que habíamos hecho desde entonces-, y era como si pudiéramos seguir charlando y charlando eternamente. Dicho de otro modo, fue un comienzo muy esperanzador (mucho más, en cualquier caso, de lo yo que me había atrevido a imaginar). Aun así, aquella primera vez no dijimos nada del modo en que nos habíamos separado. Quizá si hubiéramos hablado de ello desde el comienzo las cosas habrían sido diferentes, quién sabe. El caso es que orillamos el asunto, y cuando llevábamos hablando un buen rato parecíamos de acuerdo en fingir que nada había sucedido entre nosotras.

No habría sido un gran error si aquella entrevista hubiera sido la única. Pero en cuanto me convertí oficialmente en su cuidadora y empecé a verla con regularidad, la sensación de que algo no iba bien se hizo cada día más intensa. Di en el hábito de ir a verla tres o cuatro veces a la semana, al caer la tarde, con agua mineral y un paquete de sus galletas preferidas, y todo tendría que haber sido maravilloso, pero al principio fue cualquier cosa salvo eso. Empezábamos a hablar de algo -de algo completamente inocuo-, y sin ninguna razón aparente acabábamos callándonos. O, si lográbamos seguir con una conversación el tiempo suficiente, cuanto más duraba más cautelosa y forzada se volvía.

Y una tarde en que iba yo por el pasillo de su planta a visitarla oí a alguien en las duchas que había frente a su cuarto. Imaginé que era Ruth, y entré en su cuarto para esperarla, y me quedé contemplando la vista que se disfrutaba desde la ventana, que dominaba todos los tejados cercanos. Al cabo de unos cinco minutos entró Ruth envuelta en una toalla. Si he de ser justa -no me esperaba hasta una hora más tarde-, diré que inmediatamente después de una ducha, sin más ropa que una toalla, todos nos sentimos un poco vulnerables. La expresión de alarma que se dibujó en su cara, sin embargo, me dejó absolutamente desconcertada. Creo que debo explicar un poco esto. Por supuesto, ya había imaginado que se sorprendería al verme. Pero el caso es que, después de haberme visto, y de decirse a sí misma que era yo, hubo un nítido segundo, quizá dos, en que siguió mirándome si no con miedo sí con auténtica cautela. Era como si hubiera estado esperando y esperando mi llegada para que le hiciera algo, y pensara que el momento había llegado.

La expresión se borró de su semblante un instante después, y seguimos comportándonos como de costumbre, pero aquel incidente supuso para nosotras una verdadera sacudida. A mí me hizo darme cuenta de que Ruth no confiaba en mí, y entraba dentro de lo probable incluso que ni ella misma hubiera sido cabalmente consciente de ello hasta ese instante. En cualquier caso, a partir de aquel día las cosas empeoraron entre nosotras. Era como si hubiéramos rociado el aire con algo que, en lugar de despejarlo, nos hubiera hecho más conscientes que nunca de todo lo que nos separaba. La cosa llegó al punto de que, antes de subir a verla, me quedaba unos minutos en el coche haciendo acopio de fuerzas para afrontar la dura prueba que me esperaba. Después de una revisión, cuando terminamos todos sus chequeos en un silencio sepulcral, nos sentamos y soportamos otro largo tramo de silencio, y yo ya estaba a punto de decidirme a informar de que no había resultado, y que debía dejar de ser su cuidadora. Pero todo volvió a cambiar de nuevo, y la causa de ello fue el barco.

Sólo Dios sabe cómo funcionan estas cosas. A veces es una broma en particular, a veces un rumor. Viaja de centro en centro, y se propaga por todo el país en cuestión de días, y de pronto todo donante habla de ello. Bien, en esta ocasión se refería a un barco. La primera vez que oí hablar de ello fue a un par de donantes míos en el norte de Gales. Luego, unos días después, también Ruth me habló de ello. Me sentía aliviada de que hubiéramos dado con algo de que hablar, y le animé a que continuara.

– El cuidador del chico de la planta siguiente -dijo- acaba de venir de verlo. Dice que no está lejos de la carretera, así que cualquiera puede llegar hasta él sin demasiados problemas. Es un barco plantado ahí mismo, varado en medio de las marismas.

– ¿Cómo ha llegado ahí? -pregunté.

– ¿Cómo voy a saberlo? Quizá querían deshacerse de él, sea quien sea su propietario. O puede que en algún momento, cuando todo estaba inundado, se deslizara hasta aquí y luego quedara encallado. Quién sabe. Parece que es un viejo barco de pesca. Con una pequeña cabina en la que podrían caber, apretados, un par de pescadores en días de tormenta.

Las veces siguientes que fui a verla, siempre se las arreglaba para volver a tocar el tema del barco. Y una tarde, cuando empezó a contarme cómo a uno de los donantes internados en el centro lo había llevado su cuidador a ver el barco, le dije:

– Mira, no está lo que se dice cerca, ¿sabes? Se tarda como una hora en coche, puede que una hora y media.

– No estaba sugiriendo nada. Sé que tienes otros donantes de los que ocuparte.

– Pero a ti te gustaría verlo. Te encantaría ver ese barco, ¿verdad, Ruth?

– Supongo que sí. Supongo que me gustaría. Te pasas día tras día aquí metida. Sí, sería estupendo ver algo así.

– ¿Y no piensas -dije con voz suave, sin un ápice de sarcasmo- que, ya que tendríamos que hacer todo ese viaje, deberíamos pensar en la posibilidad de visitar a Tommy? ¿No está su centro en la misma carretera donde se supone que está el barco?

La cara de Ruth no dejó traslucir nada al principio.

– Supongo que sí, que podríamos pensarlo -dijo. Luego se echó a reír, y añadió-: De verdad, Kathy, no es ésa la única razón por la que no hago más que hablar del barco. Quiero ver el barco, por el barco mismo. Últimamente me he pasado el tiempo entrando y saliendo de hospitales, y ahora estoy aquí encerrada. Las cosas como ésta importan mucho más que en otro tiempo. Pero de acuerdo, lo sabía. Sabía que Tommy estaba en ese centro de Kingsfield.

– ¿Estás segura de que quieres verle?

– Sí -dijo Ruth, sin la menor vacilación, mirándome de frente-. Sí, quiero verle. -Luego, en voz baja, dijo-: No he visto a ese chico desde hace muchísimo tiempo. Desde que estuvimos en las Cottages.

Al fin, pues, hablamos de Tommy. No entramos a fondo en el asunto y no me enteré de mucho más de lo que ya sabía. Pero creo que las dos nos sentimos mejor al haber hablado finalmente de Tommy. Ruth me contó que, cuando dejó las Cottages el otoño siguiente a mi partida, Tommy y ella hacían la vida más o menos por su cuenta.

– Como de todas formas íbamos a tener el adiestramiento en sitios diferentes -dijo-, no merecía la pena que hubiera una ruptura en toda regla. Así que seguimos juntos hasta que me marché.

Y, al llegar a este punto, ya no dijimos mucho más sobre el asunto.

En cuanto al viaje para ver el barco, la primera vez que hablamos de ello ni accedí ni me negué a llevarla. Pero en las dos semanas siguientes Ruth siguió insistiendo e insistiendo, y al final envié un mensaje al cuidador de Tommy a través de un contacto, diciendo que a menos que Tommy nos comunicara lo contrario, nos presentaríamos en Kingsfield un día determinado de la semana siguiente, por la tarde.

19

En aquellos días yo apenas conocía Kingsfield, así que Ruth y yo tuvimos que consultar el mapa varias veces, lo cual nos hizo llegar varios minutos tarde. No está bien equipado, en lo que a centros de recuperación se refiere, y si no fuera por las resonancias que hoy día despierta en mí no sería un sitio que estuviera deseando volver a visitar. Es un centro situado en un lugar apartado y de difícil acceso, y, pese a ello, cuando llegas a él no sientes una paz ni una quietud especiales. Sigues oyendo el tráfico de las grandes carreteras de más allá de las vallas, y tienes la sensación de que nunca han conseguido acondicionar el lugar como es debido. A muchas de las habitaciones de los donantes no se puede acceder con silla de ruedas, o hace mucho calor o hay demasiadas corrientes en ellas. No hay suficientes cuartos de baño, y los que hay no se pueden mantener limpios fácilmente, y en invierno son heladores y normalmente están demasiado lejos de los cuartos de los donantes. Kingsfield, en suma, deja mucho que desear y no puede ni compararse con el centro de Ruth en Dover, con sus relucientes azulejos y sus dobles ventanas que se cierran herméticamente con sólo girar la manilla.

Más tarde, cuando Kingsfield era ya el lugar familiar e inestimable en que llegaría a convertirse, en uno de los edificios de la administración vi un día una fotografía en blanco y negro enmarcada de Kingsfield antes de su remodelación, cuando aún era un campamento para familias en vacaciones. La fotografía probablemente se había tomado a finales de la década de los años cincuenta o principios de la de los sesenta, y muestra una gran piscina rectangular con un montón de gente feliz -padres, niños- chapoteando y pasándolo en grande. Alrededor de la piscina todo es cemento, pero la gente ha instalado hamacas y tumbonas, y grandes sombrillas para protegerse del sol. Cuando vi esto por primera vez, me resultó difícil darme cuenta de que se trataba de lo que los donantes hoy llaman «la Plaza», el sitio donde te paras cuando llegas en coche al centro. Por supuesto, el hueco de la piscina ya no existe, pero aún se distingue la línea del perímetro, y a un extremo de ese cuadrilátero han dejado en pie -como ejemplo de esa aura de cosa inacabada del lugar- la estructura de metal del trampolín más alto. Sólo cuando vi la fotografía entendí lo que era aquella estructura y por qué estaba allí, y hoy, cada vez que la veo, no puedo evitar imaginarme a un bañista lanzándose desde lo alto del trampolín y estrellándose contra el cemento.

Tal vez no habría reconocido fácilmente la Plaza en la fotografía de no haber sido por los edificios blancos de dos plantas y aspecto de bunker situados en los tres lados visibles de la zona de la piscina. Las familias debían de alojarse en ellos en las vacaciones, y aunque supongo que el interior habrá cambiado mucho, el exterior sigue siendo bastante parecido. Pienso que, en cierto modo, la Plaza actual no es tan diferente de lo que entonces fue la piscina. Es el núcleo social del centro, el lugar adonde los donantes salen a tomar un poco el aire y a charlar un rato. Alrededor de la Plaza hay unos cuantos bancos de madera tipo picnic, pero los donantes -sobre todo cuando el sol es muy fuerte, o llueve- prefieren reunirse bajo el tejado plano y saliente de la sala de recreo situada al fondo, detrás del viejo armazón del trampolín.

La tarde en que Ruth y yo fuimos a Kingsfield, el cielo estaba nublado y hacia frío, y cuando llegamos la Plaza estaba desierta (sólo se divisaban unas seis o siete figuras desvaídas bajo el tejado saliente). Cuando detuve el coche, junto a la vieja piscina -cuya existencia desconocía entonces, obviamente-, una de las figuras se separó del grupo y vino hacia nosotras. Era Tommy. Llevaba una chaqueta de chándal verde y descolorida, y parecía haber engordado unos cinco kilos desde la última vez que lo había visto.

A mi lado, Ruth, durante un instante, pareció presa del pánico.

– ¿Qué hacemos? -dijo-. ¿Nos bajamos? No, no. No te muevas, no te muevas.

No sé qué estaría yo a punto de hacer, pero cuando Ruth me dijo esto -quién sabe por qué, y sin pensarlo realmente-, me bajé del coche. Ruth se quedó en su asiento, y ésa fue la razón por la que, al llegar Tommy al coche, su mirada se posó en mí en primer lugar, y fui la primera a quien dio un abrazo. Pude percibir en él el olor de alguna sustancia médica que no supe identificar. Luego, aunque aún no nos habíamos dicho nada, ambos sentimos que Ruth nos estaba mirando desde el interior del coche, y nos separamos.

El cielo se reflejaba con fuerza en el parabrisas, y no podía ver bien a Ruth. Pero me dio la impresión de que tenía una expresión seria, casi impávida, como si Tommy y yo fuéramos personajes de una obra de teatro que estuviera viendo. Había algo extraño en su expresión, y me sentí incómoda. Tommy, entonces, me dejó a un lado y se dirigió hacia el coche. Abrió una de las puertas traseras y se sentó en un asiento; y ahora era yo quien les miraba: se dijeron unas palabras, se dieron unos besos corteses en la mejilla.

Al otro extremo de la Plaza, los donantes que seguían bajo el tejado miraban también, y, aunque no sentía la menor animosidad contra ellos, de pronto deseé marcharme de allí cuanto antes. Pero no me monté en el coche de inmediato, porque quería que Tommy y Ruth tuvieran un poco más de tiempo a solas.

Avanzamos a través de senderos estrechos y serpeantes. Y llegamos a una campiña abierta y monótona y enfilamos una carretera casi vacía. Lo que recuerdo de aquella parte de nuestra excursión para ver el barco es que, por primera vez en una larga temporada, el sol se puso a brillar débilmente a través de la grisura de las nubes, y que cada vez que miraba a Ruth, que iba a mi lado, la veía con una sonrisa apacible. En cuanto a los temas de los que hablamos, lo que recuerdo es que nos comportábamos en gran medida como si nos hubiéramos estado viendo con regularidad y no tuviéramos la menor necesidad de hablar de nada que no fuera lo que nos esperaba en los minutos inmediatamente siguientes. Le pregunté a Tommy si ya había visto el barco, y él me respondió que no, que aún no había ido a verlo, pero que muchos otros donantes del centro sí lo habían visto (también a él se le habían presentado varias oportunidades de hacerlo, pero no las había aprovechado).

– No es que no quisiera ir a verlo -dijo, inclinándose hacia delante desde el asiento trasero-. Pero no me apetecía mucho, la verdad. Estuve a punto de ir una vez, con un par de compañeros y sus cuidadores, pero tuve unas hemorragias y no pude.

Luego, un poco más adelante -seguíamos surcando la campiña desierta-, Ruth se volvió todo lo que pudo en el asiento, hasta encarar directamente a Tommy, y se quedó así, mirándole. Seguía con su tenue sonrisa en el semblante, pero no dijo nada, y yo, por el retrovisor, veía a Tommy con aire claramente incómodo. Miraba por la ventanilla de su lado, y luego miraba a Ruth, y luego otra vez por la ventanilla. Al cabo de un rato, sin dejar de mirar fijamente a Tommy, Ruth empezó a contar una complicada anécdota sobre no sé qué donante de su centro, alguien de quien Tommy y yo no habíamos oído hablar nunca, y durante su relato no dejó de mirar a su antiguo novio ni un instante, sin que la sonrisa amable se le borrara en ningún momento del semblante. Bien porque la anécdota en cuestión me empezaba a aburrir sobremanera, bien porque lo que quería era ayudar al pobre Tommy, al cabo de un par de minutos la interrumpí diciendo:

– Sí, vale, vale… No necesitamos saber hasta los mínimos detalles de esa mujer…

Lo dije sin malicia, sin segundas intenciones. Pero antes de que hubiera acabado de decirlo, antes incluso de que Ruth llegara a callarse por completo, Tommy dejó escapar una risa repentina, una especie de explosión, un ruido que jamás le había oído antes. Y dijo:

– Eso es exactamente lo que estaba a punto de decir. Hace rato que he dejado de seguir lo de la mujer esa.

Mis ojos estaban fijos en la carretera, de forma que no estoy segura de a quién de nosotras dos se dirigía. En cualquier caso, Ruth dejó de hablar y fue volviéndose despacio hasta quedar en su postura normal en el asiento, de nuevo con la cara frente al asfalto. No parecía particularmente molesta, pero su sonrisa se había esfumado y sus ojos miraban fijamente hacia la lejanía, hacia algún punto del cielo que teníamos enfrente. Pero tengo que ser sincera: en aquel momento yo no estaba pensando en Ruth. Mi corazón había dado un pequeño brinco, porque fue como si -con aquella especie de risa de connivencia-, de un plumazo, Tommy y yo hubiéramos vuelto a estar muy unidos después de tantos años.

Encontré el desvío que teníamos que tomar unos veinte minutos después de nuestra salida de Kingsfield. Avanzamos por una carretera curva bordeada de tupidos setos, y aparcamos junto a un grupo de sicómoros. Eché a andar hacia el comienzo del bosque seguida de Ruth y Tommy pero, enfrentada a tres senderos bien visibles que se internaban entre los árboles, hube de pararme para consultar el croquis que había traído para no perdernos. Mientras estaba allí quieta, tratando de descifrar la letra de la persona que había trazado aquel plano esquemático, advertí de pronto que Ruth y Tommy estaban a mi espalda, sin hablar, esperando, casi como niños a quienes se les ha de decir qué hacer a continuación.

Entramos en el bosque, y aunque la senda no era en absoluto accidentada reparé en que Ruth iba perdiendo poco a poco el resuello. Tommy, por el contrario, parecía caminar sin dificultad, aunque en su modo de andar creí percibir una levísima cojera. Llegamos a una valla de alambre de espino, ladeada y herrumbrosa, y con el alambre caído y deformado en multitud de puntos. Cuando Ruth lo vio, se detuvo bruscamente.

– Oh, no -dijo, con ansiedad; se volvió hacia mí y añadió-: No dijiste nada de esto. ¡No dijiste que tuviéramos que pasar por encima de una alambrada de espino!

– No es tan difícil -dije-. Podemos pasar por debajo, si quieres. No tenemos más que levantarla: uno la sostiene mientras los otros dos pasan por debajo.

Pero Ruth parecía realmente descompuesta, y no se movió. Y fue entonces, al verla allí de pie, al ver cómo sus hombros subían y bajaban con la respiración, cuando Tommy pareció al fin caer en la cuenta de lo débil que estaba Ruth. Tal vez lo había notado antes y no había querido asumirlo. Pero ahora se quedó mirándola fijamente durante largo rato. Y creo que lo que sucedió después -es obvio que no puedo tener la certeza- fue que Tommy y yo recordamos a un tiempo lo que acababa de pasar en el coche, cuando él y yo, en cierto modo, nos habíamos aliado en contra de ella. Y lo que hicimos, casi instintivamente, fue ir de inmediato hasta Ruth para ayudarla; yo la cogí por un brazo, y Tommy, en el otro costado, la sostuvo por el codo, y la fuimos llevando con suavidad hacia la valla.

Sólo la solté cuando tuve que pasar al otro lado. Luego levanté el alambre de espino todo lo que pude, y entre Tommy y yo ayudamos a Ruth a pasar por debajo de la alambrada. Al final no le costó demasiado hacerlo; era más bien una cuestión de seguridad en uno mismo, y con nuestra ayuda pareció perderle el miedo a aquel obstáculo. Ya en mi lado, incluso hizo ademán de ayudarme a mantener la valla levantada para que pasara Tommy. A él no le costó en absoluto hacerlo.

– Sólo hay que agacharse lo suficiente. A veces me falta destreza para ciertas cosas -le dijo Ruth.

Tommy parecía avergonzado, y me pregunté si se sentiría un poco violento por lo que acababa de pasar, o si acaso seguiría acordándose de nuestra pequeña confabulación contra Ruth en el coche. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los árboles que había un poco más adelante y dijo:

– Supongo que será por allí. ¿No es eso, Kath?

Miré en el croquis y eché a andar, y Ruth y Tommy me siguieron. Nos adentramos entre los árboles; todo se oscureció de pronto, y a medida que avanzábamos el terreno se volvía cada vez más pantanoso.

– Espero que no nos perdamos -oí que Ruth le decía a Tommy riendo, pero alcancé a ver un claro no lejos de donde estábamos.

Entonces, con tiempo para reflexionar, caí en la cuenta de por qué estaba tan preocupada por lo que había pasado en el coche. No se trataba simplemente de que Tommy y yo nos hubiéramos aliado contra Ruth, sino que había que tener también en cuenta cómo se lo había tomado ella. En los viejos tiempos habría sido impensable que nuestra amiga hubiera permitido que algo así pasara sin ningún contraataque por su parte. En este punto de mis cavilaciones, me detuve en el sendero y esperé a que Ruth y Tommy me alcanzaran, y cuando Ruth estuvo a mi lado le pasé un brazo por los hombros.

Mi gesto no pareció demasiado sensiblero; pareció más bien algo propio de un cuidador, porque entonces yo ya había advertido cierta inestabilidad en su modo de andar, y me preguntaba si no me habría hecho una falsa idea sobre lo débil que estaba. Le costaba respirar, y a medida que caminábamos juntas iba dando bandazos y cargándome todo su peso en el costado. Pero ya habíamos cruzado la zona de árboles y estábamos en el claro. Entonces vimos el barco.

En realidad no habíamos llegado a ningún claro: era más bien que el bosque breve que acabábamos de atravesar se había acabado, y ahora nos encontrábamos en una marisma abierta que se extendía hasta donde la vista se perdía. El cielo blanquecino parecía inmenso, y se veía reflejado de cuando en cuando en los retazos de agua que salpicaban el terreno. No mucho tiempo atrás, sin duda los bosques habían ocupado una extensión más vasta, porque aquí y allá podían verse fantasmales troncos muertos que se alzaban en el fango, la mayoría de ellos meros tocones de un metro o poco más. Y, más allá de los troncos muertos, quizá a unos cincuenta o sesenta metros, estaba el barco, encallado en la marisma, bajo un sol tenue.

– Oh, es idéntico a como me contó mi amigo -dijo Ruth-. Es bello de verdad.

Nos envolvía el silencio, y cuando echamos a andar hacia el barco empezamos a oír el chapoteo bajo nuestras suelas. Y al poco me di cuenta de que mis pies se hundían bajo las matas de hierba.

– Muy bien, ya no vamos a ir más allá -dije en voz alta.

Ruth y Tommy, que estaban a mi espalda, no pusieron objeción alguna, y cuando miré por encima del hombro vi que Tommy volvía a tener a Ruth cogida del brazo. Pero era obvio que lo hacía para que pudiera apoyarse en él. Di unas cuantas zancadas hacia el tronco más cercano, donde el terreno era más firme, y me agarré a él para mantener el equilibrio. Siguiendo mi ejemplo, Tommy y Ruth fueron hasta otro tronco muerto, hueco y más consumido que el mío, situado detrás de mí, a unos pasos a mi izquierda. Y desde allí contemplamos el barco encallado. Vi que la pintura del casco se estaba desconchando, y que la pequeña cabina de madera se estaba viniendo abajo. La pintura había sido un día azul celeste, pero ahora, por efecto del sol, parecía casi blanca.

– ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? -dije.

Había alzado la voz para que Ruth y Tommy me oyeran, e imaginaba que al poco me llegaría el eco. Pero mi voz sonó sorprendentemente cercana, como si estuviéramos en un recinto alfombrado.

Entonces oí que Tommy decía a mi espalda:

– Puede que ahora Hailsham tenga un aspecto parecido, ¿no os parece?

– ¿Por qué iba a ser como esto? -dijo Ruth, en tono de verdadera turbación-. No tiene por qué convertirse en una ciénaga sólo porque lo hayan cerrado.

– Supongo que no -dijo Tommy-. No tiene por qué. Pero ahora siempre me imagino así Hailsham. No tiene lógica, lo sé. El caso es que esto es bastante parecido a la imagen de Hailsham que tengo en la cabeza. Sólo que allí no hay barco, claro. Y, bien pensado, tampoco estaría tan mal si ahora estuviera como esto.

– Qué extraño -dijo Ruth-, porque la otra mañana tuve un sueño. Soñé que estaba en el Aula Catorce. Sabía que habían cerrado Hailsham, pero allí estaba yo, en el Aula Catorce, y miraba por la ventana y todo lo que alcanzaba mi vista estaba inundado. Era como un lago gigante. Y veía desperdicios flotando bajo la ventana, envases vacíos, todo tipo de cosas. Pero no tenía ninguna sensación de pánico ni nada parecido. Todo era bonito y estaba tranquilo, como esto. Sabía que no estaba en peligro, que Hailsham estaba así sólo porque lo habían cerrado.

– ¿Sabéis? -dijo Tommy-. Meg B. estuvo un tiempo en nuestro centro. Ahora ya no está, se fue al norte, a no sé qué sitio. Para su tercera donación. No me he enterado de cómo le ha ido. ¿Alguna de vosotras lo sabe?

Negué con la cabeza, y cuando vi que Ruth no decía nada me volví para mirarla. Al principio me pareció que seguía mirando el barco, pero luego vi que tenía la mirada fija en la estela vaporosa de un avión que, a lo lejos, surcaba el cielo lentamente hacia lo alto. Y le oí decir:

– Os diré algo que he oído. De Chrissie. He oído que Chrissie ha «completado». En la segunda donación.

– Yo he oído lo mismo -dijo Tommy-. Debe de ser verdad. He oído exactamente lo mismo. Una lástima. También para ella era sólo la segunda. Me alegro de que no me haya pasado a mí.

– Creo que sucede muchas más veces de lo que nos dicen -dijo Ruth-. Mi cuidadora en el centro probablemente sabe que esto es cierto. Pero no lo dirá nunca.

– No existe esa gran conspiración sobre el asunto -dije, volviéndome hacia el barco-. A veces sucede. Ha sido muy triste lo de Chrissie. Pero eso no es lo normal. Hoy día son muy cuidadosos.

– Apuesto a que pasa muchas más veces de las que nos dicen -insistió Ruth-. Es una de las razones por las que no paran de trasladarnos de un sitio a otro entre donaciones.

– Un día me encontré con Rodney -dije-. No mucho después de que Chrissie «completara». Lo vi en esa clínica del norte de Gales. Le estaba yendo muy bien.

– Pero apuesto a que se sentía fatal por lo de Chrissie -dijo Ruth. Luego, volviéndose hacia Tommy, dijo-: No nos cuentan ni la mitad de la mitad, ¿sabes?

– La verdad -dije- es que no se lo había tomado demasiado mal. Estaba triste, como es lógico. Pero estaba bien. Llevaban un par de años sin verse, de todas formas. Me dijo que pensaba que a Chrissie eso no le habría quitado demasiado el sueño. Y supongo que él la conocía de sobra para saberlo.

– ¿Por qué iba a saberlo? -dijo Ruth-. ¿Cómo iba a saber él lo que sentía Chrissie? ¿Lo que Chrissie habría querido? No era él quien estaba en esa mesa de operaciones, tratando de aferrarse a la vida. ¿Cómo diablos iba a saberlo?

Aquel estallido de ira casaba mucho mejor con la Ruth de los viejos tiempos, y me hizo volverme de nuevo hacia ella. Puede que fuera sólo el fulgor airado de sus ojos, pero creí ver que su expresión para conmigo era adusta, dura.

– No puede ser bueno -dijo Tommy-. «Completar» a la segunda donación. No puede ser nada bueno.

– No creo que Rodney se sintiera bien -dijo Ruth-. No hablaste con él más que unos minutos. ¿Cómo puedes estar segura de nada si apenas cruzaste con él unas palabras?

– Ya -dijo Tommy-, pero si, como dice Kath, habían roto hacía…

– Eso no cambia las cosas -le cortó Ruth-. En cierto modo, podría haberlo hecho peor todavía.

– He visto mucha gente en la situación de Rodney -dije yo-. Acaban aceptándolo.

– ¿Cómo lo sabes? -dijo Ruth-. ¿Cómo diablos puedes saberlo? Sigues siendo cuidadora.

– Veo muchas cosas como cuidadora. Montones de cosas.

– No puede saberlo, ¿verdad, Tommy? No puede saber lo que es esto.

Durante un momento las dos miramos a Tommy, pero él siguió con la mirada fija en el barco. Y luego dijo:

– Había un tipo en mi centro. Siempre preocupado porque no lograría pasar de la segunda. Solía decir que lo sentía en los huesos. Pero todo salió bien. Acaba de superar la tercera, y está estupendamente. -Se llevó una mano a los ojos para protegérselos-. No fui un buen cuidador. Ni siquiera aprendí a conducir. Creo que por eso me llegó tan pronto el aviso para mi primera donación. Sé que no es como debería funcionar la cosa, pero así es como fue en mi caso. Y la verdad es que no me importa. Soy un donante bastante bueno, pero como cuidador era pésimo.

Nadie dijo nada durante un rato. Luego Ruth dijo, con voz más calma:

– Creo que fui una cuidadora bastante buena. Pero cinco años fueron suficientes para mí. Era un poco como tú, Tommy. Me vi más en mi piel cuando me convertí en donante. Me sentía bien. Al fin y al cabo, ¿no era eso lo que se suponía que teníamos que hacer?

No estaba segura de si esperaba o no que le respondiera. No lo había dicho en ningún tono de protagonismo, y era perfectamente posible que se tratara de una afirmación surgida del puro hábito, era de ese tipo de cosas que los donantes suelen decirse continuamente unos a otros. Cuando me volví de nuevo hacia ellos, Tommy seguía cubriéndose los ojos con la mano.

– Qué pena que no podamos acercarnos más al barco -dijo-. Quizá otro día, cuando esto esté más seco, podamos venir de nuevo a verlo.

– Estoy contenta de haberlo visto -dijo Ruth, con voz suave-. Es hermoso. Pero creo que ahora quiero que nos vayamos. Hace un viento muy frío.

– Al menos ya lo hemos visto -dijo Tommy.

Charlamos con mucha más libertad mientras volvíamos hacia el coche que en el trayecto de ida desde Kingsfield. Ruth y Tommy cambiaban impresiones sobre sus respectivos centros -la comida, las toallas, ese tipo de cosas-, y yo participé en todo momento en la conversación, pues no dejaban de hacerme preguntas sobre otros centros (si esto o lo otro era normal, etcétera). Ruth caminaba ahora con paso mucho más firme, y cuando llegamos a la valla y levanté la alambrada, ella apenas vaciló para pasar al otro lado.

Montamos en el coche; Tommy iba de nuevo en la trasera, y durante un rato todo pareció ir perfectamente bien entre nosotros. Tal vez -mirando hoy hacia atrás- se percibía en el aire como un barrunto de que alguien estaba callando algo, pero también es posible que hoy lo piense sólo por lo que sucedió después.

El modo en que empezó fue como una repetición de lo que nos había pasado antes. Salimos a la larga carretera desierta, y Ruth hizo un comentario sobre un cartel publicitario que acabábamos de pasar. Ni siquiera recuerdo el cartel; era una de esas enormes imágenes colocadas al borde de la carretera. Hizo el comentario casi para sí misma, y sin querer darle más importancia. Dijo algo como: «Oh, Dios mío, mirad eso. Parece como si trataran de descubrirnos algo nuevo».

Pero Tommy dijo desde el asiento trasero:

– Pues a mí me gusta. También ha salido en los periódicos. Creo que tiene algo.

Quizá yo había estado deseando tener de nuevo esa sensación: la de que Tommy y yo volviéramos a sentirnos muy unidos. Porque aunque el paseo hasta el barco no había estado mal, empezaba a sentir que, aparte de nuestro primer abrazo, y del momento en el coche de horas antes, Tommy y yo no teníamos demasiado que ver el uno con el otro. Sea como fuere, me oí decir:

– La verdad es que a mí también me gusta. Exige bastante más esfuerzo de lo que uno cree, hacer esos carteles.

– Cierto -dijo Tommy-. Alguien me dijo que lleva semanas y semanas organizarlo todo. Incluso meses. A veces trabajan toda la noche, día tras día, hasta que les sale bien.

– Es muy fácil -dije- criticar cuando pasas por delante de ellos en las carreteras.

– Es lo más fácil del mundo -dijo Tommy.

Ruth no dijo nada, y siguió mirando la carretera desierta que se extendía ante nosotros.

– Ya que estamos en el tema de los carteles -dije después de unos instantes-, os diré que hay uno que he visto cuando veníamos. Tiene que estar ya muy cerca. Esta vez estará en nuestro lado. Tiene que aparecer en cualquier momento.

– ¿De qué es? -preguntó Tommy.

– Ya lo verás. Aparecerá enseguida.

Miré a Ruth. No había ira en sus ojos, sólo una especie de recelo. También una suerte de esperanza, pensé, en que cuando el cartel apareciera fuera absolutamente inocuo (algo que nos recordara a Hailsham, algo de ese tipo). Podía ver todo esto en su semblante, en el modo en que no llegaba a reflejar ninguna expresión determinada, sino que fluctuaba de una a otra. Y todo ello sin dejar de mirar hacia el asfalto que tenía enfrente.

Aminoré la marcha y frené, y el coche se detuvo dando pequeños brincos sobre la áspera hierba del arcén.

– ¿Por qué paramos, Kath? -preguntó Tommy.

– Porque desde aquí lo ves mejor. Si nos acercamos más, tendremos que levantar mucho la vista.

Oí cómo Tommy se movía en el asiento trasero, tratando de lograr un ángulo de visión mejor. Ruth no se movió, y no estoy segura de que ni siquiera estuviera mirando el cartel.

– De acuerdo, no es lo mismo exactamente -dije al cabo de un momento-, pero me lo recordaba. Oficina de planta diáfana, gente elegante y risueña…

Ruth siguió en silencio, pero Tommy dijo desde su asiento:

– Ya caigo. Te refieres al sitio que fuimos a ver aquella vez.

– No sólo a ése -dije yo-. Se parece también muchísimo al anuncio aquel. Al que encontramos en el suelo. ¿Te acuerdas, Ruth?

– No estoy segura -dijo Ruth en voz baja.

– Venga, Ruth. Claro que te acuerdas. Estaba en una revista que nos encontramos en un sendero. Cerca de un charco. A ti te impresionó mucho. No hagas como que no te acuerdas.

– Creo que sí me acuerdo -dijo Ruth casi en un susurro.

Pasó un camión que provocó un leve bamboleo en nuestro coche y que nos ocultó fugazmente la valla publicitaria. Ruth agachó la cabeza, como si esperara que el camión fuera capaz de borrar la imagen del anuncio para siempre, y cuando pudimos verla de nuevo con claridad, no volvió a levantar la mirada.

– Es curioso -dije- recordar todo eso ahora. ¿Te acuerdas de lo que solías decir entonces? ¿Que algún día trabajarías en una oficina como ésa?

– Ah, sí, y por eso hicimos aquel viaje aquella vez -dijo Tommy, como si acabara de acordarse en ese momento-. Cuando fuimos a Norfolk. Fuimos a buscar a tu posible. Que trabajaba en una oficina.

– ¿No piensas a veces que tendrías que haber estudiado a fondo si era factible? -le dije a Ruth-. Muy bien, habrías sido la primera. La primera de la que cualquiera de nosotros habría oído decir que conseguía hacer algo semejante. Pero tú podrías haberlo conseguido. ¿No te has preguntado nunca qué habría pasado si lo hubieras intentado?

– ¿Cómo iba a intentarlo? -La voz de Ruth era apenas audible-. No era más que un sueño. Eso es todo.

– Pero si al menos hubieras estudiado más a fondo el asunto… ¿Cómo sabes que no era posible? Puede que te hubieran dejado.

– Sí, Ruth -dijo Tommy-. Quizá tendrías que haberlo intentado. Después de pasarte el día hablando de ello. Creo que Kath lleva un poco de razón.

– No es cierto que hablara tanto de ello, Tommy. Al menos yo no me acuerdo de haberme pasado el día hablando de ello.

– Tommy tiene razón. Tendrías que haberlo intentado. Luego podrías ver un cartel como éste y recordar que fue eso lo que un día quisiste hacer, y que al menos indagaste a fondo para ver si era factible.

– ¿Cómo iba a poder indagarlo?

Por primera vez, la voz de Ruth se había endurecido, pero luego dejó escapar un suspiro y volvió a agachar la mirada. Y Tommy dijo:

– No hacías más que hablar como si creyeras tener derecho a un tratamiento especial. En mi opinión, podrías haberlo conseguido. Podrías haberlo preguntado, al menos.

– De acuerdo -dijo Ruth-. Decís que tendría que haber estudiado a fondo la posibilidad de hacerlo. ¿Cómo? ¿Adonde habría tenido que acudir? No había forma alguna de hacerlo.

– Pero Tommy tiene razón -dije-. Si tú te creías especial, al menos tenías que haberlo preguntado. Tendrías que haber ido a ver a Madame y habérselo preguntado.

En cuanto dije esto -en cuanto mencioné a Madame-, me di cuenta de que había cometido un error. Ruth levantó la mirada hacia mí, y vi que una especie de triunfo iluminaba su cara. A veces se ve en las películas: una persona apunta a otra con una pistola, y el que sostiene el arma obliga al otro a hacer todo tipo de cosas. Entonces, de repente, la persona armada comete un error, hay una pelea, y la pistola está en la mano de la persona amenazada. Y esta segunda persona mira a la primera persona con un destello, una especie de expresión de «no puedo creer la suerte que tengo» que promete todo tipo de venganzas. Bien, pues así es como de pronto Ruth me estaba mirando, y aunque yo no había dicho nada sobre posibles aplazamientos, había mencionado a Madame, y sabía que había dado un traspié y me había adentrado en un terreno completamente nuevo.

Ruth vio mi pánico y giró sobre su asiento para mirarme directamente. Así que me preparé para su contraataque; me dije firmemente que, soltara lo que soltara para atacarme, las cosas ahora serían diferentes, y no se saldría con la suya como siempre había hecho en el pasado. Me estaba diciendo a mí misma todo esto, y no me esperaba en absoluto lo que ella me dijo a continuación.

– Kathy -dijo-. No espero que puedas perdonarme nunca. Ni siquiera veo ninguna razón por la que deberías hacerlo. Pero te lo voy a pedir, de todas formas.

Me sentí tan desconcertada ante esto que lo único que se me ocurrió decir fue bastante inane.

– ¿Perdonarte por qué? -dije.

– ¿Por qué? Para empezar, la forma en que siempre te mentí en lo de tus impulsos. Cuando me contabas, ¿te acuerdas?, que a veces te acuciaban tanto que querías hacerlo casi con cualquiera.

Tommy volvió a moverse a nuestra espalda, pero Ruth se inclinaba hacia mí y me miraba con fijeza, como si por un momento Tommy no estuviera en el coche con nosotras.

– Sabía cómo te preocupaba -continuó-. Te lo debería haber dicho. Te debería haber dicho que también a mí me pasaba lo mismo, todo lo que describías. Hoy ya eres consciente de ello, lo sé. Pero entonces no lo eras, y tendría que habértelo dicho. Tendría que haberte contado que, a pesar de estar con Tommy, a veces no podía evitar hacerlo también con otros chicos. Al menos con tres, mientras estuvimos en las Cottages.

Dijo esto último sin mirar hacia donde estaba Tommy. Pero no era tanto que estuviera haciendo como si éste no existiese, sino más bien que trataba de llegar a mí con tanta intensidad que todo lo demás a nuestro alrededor se había desdibujado.

– Estuve a punto de decírtelo unas cuantas veces -prosiguió Ruth-, pero no lo hice. Incluso entonces me daba cuenta de que llegaría un día en que mirarías hacia atrás y te darías cuenta y me maldecirías por ello. Pero seguía sin decírtelo. No hay razón alguna para que me perdones ni ahora ni nunca, pero ahora quiero pedírtelo porque…

Calló súbitamente.

– ¿Porque qué? -dije yo.

Ruth soltó una risa y dijo:

– Porque nada. Me gustaría que me perdonaras, pero no espero que lo hagas. En cualquier caso, eso no es ni la mitad de lo que hice, ni una mínima parte, en realidad. Lo más grave fue que hice que Tommy y tú os mantuvierais apartados. -Su voz había vuelto a perder intensidad, y ahora era casi como un susurro-: Eso fue lo peor de todo.

Se volvió un poco hacia atrás para, por primera vez, poder mirar a Tommy. Pero inmediatamente después se volvió de nuevo hacia mí, aunque cuando siguió hablando fue como si lo estuviera haciendo con los dos.

– Eso fue lo peor de todo lo que hice -repitió-. Ni siquiera os estoy pidiendo perdón por ello. Dios, me lo he dicho mentalmente tantas veces que no puedo creer que lo esté haciendo ahora realmente. Deberíais haber estado juntos. No pretendo negar que lo supe siempre. Por supuesto que lo supe, casi desde que puedo recordar. Pero os mantuve separados. No estoy pidiendo que me perdonéis. No es eso lo que anhelo ahora. Lo que quiero es poner las cosas en claro. Remediar en lo posible lo que os hice.

– ¿A qué te refieres, Ruth? -preguntó Tommy-. ¿Qué quieres decir con «remediarlo»?

Su voz era suave, llena de una curiosidad casi infantil, y creo que fue eso lo que me hizo romper a llorar.

– Kathy, escucha -dijo Ruth-. Tú y Tommy tenéis que intentar conseguir un aplazamiento. Si sois vosotros dos, seguro que se os dará una oportunidad. Una oportunidad de verdad.

Había extendido la mano para ponerla sobre mi hombro, pero se la aparté con una sacudida brusca y la miré airadamente a través de las lágrimas.

– Es demasiado tarde para eso. Demasiado tarde.

– No es demasiado tarde, Kathy. Escucha: no es demasiado tarde. Muy bien, Tommy ha hecho ya dos donaciones, pero ¿quién dice que eso tiene que ser por fuerza un impedimento?

– Ya es demasiado tarde para eso -dije. Estaba llorando otra vez-. Es estúpido hasta pensar en ello. Tan estúpido como querer trabajar en una oficina como aquélla. Ahora todos estamos más allá de eso.

Ruth sacudía la cabeza.

– No es demasiado tarde. Tommy, díselo.

Yo estaba apoyada en el volante, y no podía ver a Tommy. Le oí emitir una especie de murmullo de perplejidad, pero no dijo nada.

– Escucha -dijo Ruth-. Escuchadme los dos. He insistido en que los tres hiciéramos este viaje porque quería deciros lo que os he dicho. Pero también quería hacerlo para poder daros algo. -Había estado hurgando en los bolsillos de su anorak, y nos estaba mostrando un papel arrugado-. Tommy, será mejor que cojas esto. Consérvalo. Y cuando Kathy cambie de opinión, podréis utilizarlo.

Tommy alargó la mano entre los asientos delanteros y cogió el papel.

– Gracias, Ruth -dijo, como si le acabaran de dar una chocolatina. Luego, al cabo de unos segundos, añadió-: ¿Qué es? No lo entiendo.

– Es la dirección de Madame. Y, como me decías tú a mí antes, al menos tienes que intentarlo.

– ¿Cómo la has conseguido? -le preguntó Tommy.

– No fue fácil. Me llevó mucho tiempo, y corrí algunos riesgos. Pero al final me hice con ella, y es para vosotros. Ahora os toca a vosotros encontrar a Madame e intentarlo.

Dejé de llorar e hice girar la llave de contacto.

– Basta ya de este asunto -dije-. Tenemos que llevar a Tommy al centro. Y luego tenemos que volver nosotras.

– Pero pensaréis en ello, los dos, ¿verdad?

– Yo lo que quiero ahora es volver -dije.

– Tommy, ¿guardarás bien esa dirección, por si Kathy cambia de opinión?

– Sí, la guardaré -asintió Tommy. Luego, mucho más solemnemente que la vez anterior, dijo-: Gracias, Ruth.

– Hemos visto el barco -dije-, pero ahora tenemos que volver. Puede que tardemos más de dos horas en llegar a Dover.

Volví a salir a la calzada, y mi memoria me dice que no hablamos mucho durante nuestro viaje de vuelta a Kingsfield. Cuando llegamos a la Plaza aún quedaba un pequeño grupo de donantes apiñados bajo el tejado saliente. Giré en redondo antes de dejar que Tommy se apeara. Ninguna de nosotras lo abrazamos o besamos, pero nos quedamos mirando cómo se alejaba hacia el grupo de donantes, y en un momento dado dio la vuelta y nos dedicó un saludo y una gran sonrisa.

Puede parecer extraño, pero en el trayecto de vuelta al centro de Ruth no hablamos en absoluto de nada de lo que nos había sucedido en el viaje. En parte porque Ruth estaba exhausta, la última conversación en el arcén parecía haber esquilmado sus fuerzas. Pero creo también que las dos teníamos la sensación de que las conversaciones serias que acabábamos de mantener ya eran suficientes para una sola jornada, y que si intentábamos continuarlas las cosas volverían a torcerse. No estoy segura de cómo se sentía Ruth en nuestro viaje de vuelta al centro, pero en lo que a mí respecta, una vez que las intensas emociones se hubieron asentado, una vez que la noche empezaba a caer sobre los campos y las luces se habían encendido a ambos lados del asfalto, me sentí bien. Era como si algo que se hubiera estado cerniendo sobre mí durante largo tiempo se hubiera ahora esfumado, y aunque las cosas distaban mucho de estar bien, era como si ahora al menos hubiera una puerta abierta hacia algún lugar mejor. No estoy diciendo que estuviera eufórica ni nada parecido. Todo lo que había entre nosotros tres parecía estar en un punto verdaderamente delicado, y me sentía tensa (aunque en absoluto era una tensión negativa).

Ni siquiera hablamos de Tommy más allá de comentar el buen aspecto que tenía, y de preguntarnos cuántos kilos habría engordado. También pasamos largos tramos del trayecto contemplando la carretera juntas, sin decir nada.

Hasta unos días después no fui a visitarla para tratar de evaluar cómo podía habernos afectado aquel viaje. Toda la cautela, todo el recelo entre Ruth y yo se habían esfumado, y fue como si volviéramos a recordar todo lo que habíamos significado la una para la otra en otro tiempo. Y ése fue el comienzo, el comienzo de aquella época nueva -con el verano en puertas, y con la salud de Ruth al menos estable- en que yo llegaba al atardecer con galletas y agua mineral, y nos sentábamos juntas ante la ventana, mirando cómo iba descendiendo el sol sobre los tejados, hablando de Hailsham, de las Cottages, de cualquier cosa que se nos pasaba por la cabeza. Cuando pienso hoy en Ruth siento tristeza por su partida, como es lógico; pero también siento una genuina gratitud por ese período que tuvimos al final.

Hubo, sin embargo, algo de lo que jamás hablamos como es debido: de lo que nos había dicho a Tommy y a mí en el arcén aquel día. Ruth aludía a ello sólo muy de cuando en cuando. Y decía algo como lo siguiente:

– ¿Has seguido pensando en lo de ser la cuidadora de Tommy? Sabes que si quieres puedes arreglarlo.

Y pronto tal idea -la de convertirme en cuidadora de Tommy- sustituyó a todo lo demás. Le decía que sí, que seguía pensando en ello, que de todas formas no era tan sencillo, ni siquiera para mí, arreglar algo de tal naturaleza. Luego solíamos dejar el tema. Pero tengo la certeza de que la idea jamás se alejaba mucho de la mente de mi amiga, y por eso, incluso la noche misma en que la vi por última vez, y pese a que no podía hablar, supe lo que quería decirme.

Fue tres días después de su segunda donación, cuando por fin, a altas horas de la madrugada, me dejaron entrar a verla. Estaba en una habitación individual, y parecía que habían hecho todo lo que era posible hacer por ella. Para mí era ya obvio, por la forma de actuar de los médicos, el coordinador, las enfermeras, que no tenían confianza alguna en que fuera a conseguirlo. La miré en aquella cama de hospital, bajo la luz mortecina, y reconocí la expresión de su cara (que tantas veces había visto en otros donantes). Era como si anhelara que sus ojos vieran directamente hacia dentro, para poder patrullar y conciliar del mejor modo posible las distintas zonas de dolor de sus entrañas, al igual, quizá, que un cuidador inquieto correría de un rincón a otro del país para atender en el lecho del dolor a tres o cuatro de sus donantes. En sentido estricto, conservaba la conciencia pero estaba en otra parte, y a mí, allí de pie, junto a su cama metálica, no me era posible llegar a ella. De todas formas, acercaba una silla y me sentaba y le cogía una mano entre las mías, y se la apretaba cada vez que una oleada de dolor la hacía retorcerse.

Estaba a su lado todo el tiempo que me permitían: tres horas, tal vez más. Y, como digo, la mayor parte del tiempo Ruth estaba muy lejana, muy dentro de sí misma. Pero una vez la vi retorcerse de un modo horriblemente antinatural, e hice ademán de levantarme e ir a llamar a las enfermeras para que le administrasen más analgésicos, y entonces, por espacio de apenas unos segundos, Ruth me miró de frente y supo exactamente quién era. En una de las pocas islas de lucidez que los donantes a veces tienen en medio de sus atroces batallas, siguió mirándome, y aunque no habló supe lo que su mirada me decía. Así que le dije:

– Está bien, voy a hacerlo, Ruth. Voy a ser la cuidadora de Tommy en cuanto pueda.

Lo dije en voz muy baja, porque no creía que pudiera oír mis palabras aunque se las dijera a voz en grito. Pero tenía la esperanza de que, si nuestras miradas seguían unidas durante unos cuantos segundos, ella sabría leer mi expresión como yo había sabido leer la suya. Luego el momento pasó, y ella volvió a su lejanía. Nunca podré saberlo con certeza, pero creo que me entendió. Y aunque no lo hubiera hecho, lo que ahora pienso es que probablemente Ruth supo todo el tiempo, antes incluso de que lo supiera yo, que llegaría a ser la cuidadora de Tommy, y que «lo intentaríamos», tal como ella nos había instado aquel día en el coche.

20

Me convertí en cuidadora de Tommy al año casi exacto del viaje que hicimos juntos para ver el barco. No había pasado mucho tiempo desde la tercera donación de Tommy, y aunque se estaba recuperando bien, seguía necesitando mucho descanso, y, según pudimos comprobar luego, no fue un mal modo de empezar esta nueva fase juntos. No tardé en acostumbrarme a Kingsfield, e incluso empezó a gustarme.

La mayoría de los donantes de Kingsfield consiguen una habitación para ellos solos después de la tercera donación, y a Tommy se le asignó una de las habitaciones individuales más grandes del centro. Hubo quien dio por sentado que era yo la que se la había conseguido, pero no era cierto; fue sencillamente suerte, y, de todas formas, tampoco era una habitación tan maravillosa. Creo que en los tiempos en que Kingsfield fue un centro de vacaciones la estancia asignada había sido un cuarto de baño, porque la única ventana que tenía era de cristal esmerilado y estaba muy alta, casi a la altura del techo. Sólo podías mirar al exterior subiéndote a una silla y abriéndola, y aun así sólo conseguías ver una zona de tupidos arbustos. La habitación tenía forma de L, de modo que, además de la cama, la silla y el armario, cabía también un pequeño pupitre con tapa (que constituía todo un extra, como explicaré más adelante).

No quiero dar una idea falsa del período que pasé en Kingsfield. Muchas cosas fueron apacibles, casi idílicas. Solía llegar todos los días después del almuerzo, y al entrar veía a Tommy tendido en la cama estrecha, siempre completamente vestido, porque no quería parecer «un paciente». Me sentaba en la silla y le leía cosas de los libros de bolsillo que le había llevado, obras como la Odisea o Las mil y una noches. O si no solíamos charlar, a veces sobre los viejos tiempos, a veces sobre otras cosas. A menudo, al caer la tarde, se quedaba dormido, mientras yo ponía al día mis informes en el pupitre de al lado. Era realmente asombroso cómo los años parecían esfumarse, y cómo nos sentíamos tan cómodos el uno con el otro.

Como es lógico, no todo era como antes. Tommy y yo, por ejemplo, habíamos empezado a tener relaciones sexuales. No sé lo mucho o poco que Tommy habría pensado en nosotros respecto al sexo antes de que hubiéramos empezado. Él, al fin y al cabo, aún estaba recuperándose, y el sexo no era quizá lo primero que tenía en mente. Yo no quería forzarle en tal sentido, pero por otra parte pensaba que, si lo dejaba pasar demasiado tiempo, cuando quisiéramos empezar cada vez se nos haría más difícil convertirlo en una parte natural de nosotros mismos. Y otro de mis pensamientos decisivos, supongo, fue que si nuestros planes seguían los deseos de Ruth y nos decidíamos a solicitar un aplazamiento, resultaría un grave inconveniente el hecho de no haber tenido nunca relaciones sexuales. No es que pensara que ésa iba a ser una de las preguntas que nos harían necesariamente llegado el caso. Pero me preocupaba que pudiera resultar muy evidente nuestra falta de intimidad física.

Así que una tarde decidí empezar, y dejar que él lo aceptara o rechazara. Estaba echado en la cama de su habitación, como de costumbre, y miraba fijamente al techo mientras le leía. Cuando terminé, me acerqué, me senté en el borde de la cama y le deslicé una mano bajo la camiseta. En un abrir y cerrar de ojos estuve encima de su sexo, y aunque le costó un rato conseguir una erección, me di cuenta de inmediato de que se sentía feliz. Aquella primera vez no fue lo que se dice perfecta, pero lo cierto es que después de todos aquellos años de conocernos sin tener ninguna relación de este tipo era previsible que íbamos a necesitar una fase intermedia antes de lograr una relación plena. Así que después de un rato se lo hice con las manos, y al cabo se quedó allí tendido sin hacer nada, sin intentar satisfacerme, sin hacer el menor ruido, con aire apacible y quieto.

Pero incluso aquella primera vez hubo algo, un sentimiento, algo que corría parejo a nuestra sensación de que se trataba de un comienzo, de un umbral que estábamos trasponiendo. Yo no quise reconocerlo en mucho tiempo, e incluso cuando lo hice traté de persuadirme de que era algo que acabaríamos dejando atrás, junto con sus diversos dolores y padecimientos. Lo que quiero decir es que, ya desde aquella primera vez, había algo en Tommy que estaba teñido de tristeza, que parecía decir: «Sí, estamos haciendo esto ahora y estoy contento de hacerlo. Pero qué lástima que lo estemos haciendo tan tarde».

Y en los días que siguieron, cuando practicábamos sexo plenamente y nos sentíamos felices de estar haciéndolo, incluso entonces estaba en nosotros esa sensación penosa. Yo hice todo lo posible para que cesara. Procuré que lo hiciéramos con toda el alma, sin restricciones, para que todo fuera como perderse en un delirio y no hubiera lugar para nada más. Si él estaba encima, yo levantaba las rodillas al máximo para abarcarlo; y, en cualquier otra postura, yo decía o hacía cualquier cosa que pensara que podía mejorarlo, hacerlo más apasionado. Pero la sensación seguía allí, nunca acababa de disiparse.

Quizá tuviera algo que ver con la habitación, con el modo en que el sol entraba a través del cristal esmerilado, pues incluso a comienzos del verano la luz parecía otoñal. O quizá fuera porque los sonidos que de cuando en cuando nos llegaban mientras estábamos allí acostados eran de donantes pululando, ocupándose de sus cosas abajo, en el exterior, y no de alumnos sentados en el césped, discutiendo sobre poemas y novelas. O quizá tuviera que ver con cómo a veces, incluso después de haber disfrutado de un sexo muy satisfactorio, estando tendidos, abrazados, mientras aún flotaban sobre nuestras cabezas átomos de lo que acabábamos de hacer, Tommy podía decir cosas como: «Yo era capaz de hacerlo dos veces seguidas sin esforzarme. Pero ya no puedo». Luego, la sensación saltó al primer plano, y tuve que empezar a taparle la boca con la mano siempre que comenzaba a decir ese tipo de cosas, para poder seguir acostados en paz. Estoy segura de que Tommy también lo percibía, porque siempre que nos asaltaba esa sensación nos abrazábamos muy fuerte, como si de ese modo lográramos conjurarla.

Durante las primeras semanas apenas sacamos a colación a Madame, o la conversación con Ruth de aquel día en el coche. Pero el hecho de haberme convertido en su cuidadora me servía de recordatorio de que no estábamos allí para pasar el rato. Al igual que, por supuesto, los dibujos de animales de Tommy.

A menudo, a lo largo de los años, me he preguntado por los animales imaginarios de Tommy, e incluso aquel día en que fuimos a ver el barco estuve tentada de preguntarle por ellos. ¿Seguía dibujándolos? ¿Conservaba los de las Cottages? Pero todo lo que rodeaba aquel asunto me hacía muy difícil preguntárselo.

Entonces, una tarde, quizá al cabo de un mes de que hubiéramos empezado, abrí la puerta de su habitación y lo vi en el pupitre, afanado en una hoja, con la cara casi pegada al papel. Cuando llamé a la puerta me dijo que entrara, pero ni siquiera levantó la cabeza o dejó de hacer lo que estaba haciendo, y en cuanto eché una ojeada me di cuenta de que estaba dibujando una de sus criaturas imaginarias. Me quedé en el umbral, indecisa sobre si entrar o no, pero al final vi que levantaba la mirada y cerraba el cuaderno (idéntico a aquellos cuadernos negros que le facilitaba Keffers en las Cottages, hacía tantos años). Entonces di unos pasos hacia él y nos pusimos a hablar de algo sin relación alguna con sus dibujos, y al poco Tommy guardó el cuaderno sin que ninguno de nosotros lo mencionase. Pero a menudo, a partir de entonces, al entrar veía el cuaderno encima del pupitre o tirado junto a la almohada.

Un día en que estábamos en su habitación y disponíamos de unos minutos antes de salir para unos chequeos, percibí algo extraño en su modo de actuar: como cierta timidez e intensidad que me hizo intuir una apetencia de sexo por su parte. Pero dijo:

– Kath, quiero que me digas una cosa. Y dime la verdad.

Entonces sacó el cuaderno del pupitre y me enseñó tres bocetos de una especie de rana, aunque con una larga cola, como si una parte del anfibio hubiera seguido siendo renacuajo. Al menos eso era lo que parecía cuando lo mirabas a cierta distancia. De cerca, cada boceto era una masa de mínimos detalles, muy similar a los animales que le había visto años atrás en las Cottages.

– Estos dos los he hecho como de metal -dijo-. ¿Ves? Todo tiene una superficie brillante. Pero este de aquí lo he hecho como de goma. ¿Lo ves? Casi como un borrón. Quiero hacer una versión definitiva, un dibujo bueno de verdad, pero no puedo decidirme. Dime con sinceridad, Kath. ¿Qué te parecen?

No puedo recordar lo que le contesté. Lo que recuerdo es la intensa mezcla de emociones que me embargó en ese momento. Me di cuenta inmediatamente de que era la manera que tenía Tommy de dejar atrás todo lo que había pasado con sus dibujos en las Cottages, y sentí alivio, gratitud, absoluto gozo. Pero también era consciente de por qué habían vuelto a salir a la palestra sus animales, y de todos los posibles niveles de intención tras la pregunta aparentemente natural de Tommy. Comprendí que me estaba diciendo que, pese a no haber hablado apenas de ello abiertamente, no había olvidado; me estaba diciendo que no se dormía en los laureles, y que trataba por todos los medios de cumplir con su parte de los preparativos.

Pero eso no fue todo lo que sentí aquel día ante aquellas peculiares ranas. Porque volvía de nuevo aquella sensación extraña, al principio débil y como en sordina, pero luego, progresivamente, más y más intensa, hasta llegar a convertirse en uno de mis pensamientos recurrentes. Al mirar aquellos dibujos no podía evitar pensar en ello, por mucho que intentara apartarlo de mi cabeza. Pensaba que los dibujos de Tommy no eran ya tan frescos. Cierto que en muchos aspectos aquellas ranas eran muy parecidas a lo que yo le había visto en las Cottages, pero les faltaba algo, y ahora parecían recargadas, e incluso casi copiadas. Así que la sensación había vuelto, por mucho que yo había intentado apartarla. Y se resumía en lo siguiente: lo estábamos haciendo demasiado tarde. Había habido un tiempo para ello, pero lo habíamos dejado pasar, y había algo de ridículo, e incluso de censurable, en el modo en que ahora concebíamos y planeábamos nuestro futuro.

Ahora que vuelvo sobre este punto, se me ocurre que acaso existía otra razón para que nos resistiéramos tanto a hablar abiertamente de nuestros planes. Era un hecho cierto que ninguno de los donantes de Kingsfield había oído hablar jamás de aplazamientos o de algo semejante, y probablemente sentíamos a ese respecto cierto vago embarazo, casi como si compartiéramos un secreto infamante. Y puede que también tuviéramos miedo de lo que pudiera pasar si algo de aquello llegaba a oídos de los otros donantes.

Pero como digo, no quiero pintar con tintes demasiado oscuros el tiempo que pasé en Kingsfield. Porque en general, y sobre todo después del día en que Tommy me preguntó sobre sus animales, no parecían existir más sombras del pasado, y nos entregamos por entero a la mutua compañía. Y aunque Tommy nunca volvió a pedirme consejo sobre sus dibujos, le encantaba trabajar en ellos estando yo delante, y muchas veces pasábamos las tardes de este modo: yo en la cama, leyendo en voz alta; él en el pupitre, dibujando.

Quizá habríamos sido felices si las cosas hubieran continuado de este modo durante más tiempo; si hubiéramos podido disfrutar de más tardes charlando, practicando sexo, leyendo en voz alta y dibujando. Pero como el verano llegaba a su fin, y Tommy recuperaba las fuerzas, y cada día se hacía más factible la posibilidad del aviso para una cuarta donación, comprendimos que no podíamos seguir posponiendo las cosas indefinidamente.

Para mí había sido un período tremendamente atareado, y llevaba casi una semana sin ir a Kingsfield. Llegué aquel día por la mañana, y recuerdo que llovía a mares. La habitación de Tommy estaba casi a oscuras, y se oía el ruido del agua en un canalón cercano a la ventana. Tommy había estado abajo en la sala principal, desayunando con sus compañeros donantes, pero había vuelto a subir y ahora estaba sentado en la cama, con aire ausente, sin hacer nada. Entré, exhausta -llevaba muchas noches sin dormir como es debido-, y caí casi desplomada en la estrecha cama, empujando a Tommy contra la pared. Me quedé así durante unos instantes, y me habría dormido como un leño si Tommy no me hubiera estado clavando en las rodillas un dedo del pie. Al final me incorporé y dije:

– Vi a Madame ayer. No hablé con ella. Pero la vi.

Tommy se quedó mirándome, pero siguió callado.

– Vi cómo se acercaba por la calle y se metía en su casa. Ruth no se equivocó. Era su dirección, su puerta, todo.

Luego le conté cómo el día anterior, dado que estaba en la costa sur, había ido a Littlehampton al atardecer, y como había hecho las dos veces anteriores, había recorrido aquella calle larga -cercana al paseo marítimo-, con hileras de casas adosadas con nombres como «Wavecrest» y «Seaview» [IV], y al final había ido al banco público contiguo a la cabina telefónica, y me había sentado en él, y había esperado -una vez más, igual que las otras veces- con los ojos fijos en la casa de la acera de enfrente.

– Fue como hacer de detective. Las veces anteriores me había sentado en el banco durante más de media hora, y nada, absolutamente nada. Pero algo me decía que esta vez iba a tener suerte.

(Estaba tan cansada. Casi me quedé dormida en el banco. Pero levanté la mirada y allí estaba, acercándose por la calle hacia su casa.)

– Casi daba miedo -continué-. Porque estaba exactamente igual que en Hailsham. Quizá la cara había envejecido un poco. Pero por lo demás apenas se veía la diferencia. Hasta la misma ropa. Aquel elegante traje gris.

– No podía ser el mismo traje.

– No lo sé. Pero lo parecía.

– ¿Y no intentaste hablar con ella?

– Por supuesto que no, tonto. Tenemos que ir paso a paso. Nunca fue precisamente amable con nosotros, ¿te acuerdas?

Le conté cómo pasó ante mis ojos por la otra acera, sin dirigirme en ningún momento la mirada; cómo, por espacio de un segundo, pensé que al llegar a la cancela de la casa (la que yo había estado vigilando) pasaría de largo, y que Ruth se había equivocado de dirección. Pero Madame había girado bruscamente al llegar a ella, había recorrido el breve camino de entrada de dos o tres zancadas y había desaparecido en el interior de la casa.

Una vez que hube acabado, Tommy se quedó callado unos segundos. Y al final dijo:

– ¿Estás segura de que no vas a meterte en ningún lío? ¿Yendo siempre a sitios adonde no deberías ir?

– ¿Por qué piensas que estoy tan cansada? He estado trabajando horas y más horas para que me diera tiempo a todo. Y ahora por lo menos la hemos encontrado.

La lluvia seguía cayendo fuera. Tommy se volvió hacia un costado y puso la cabeza sobre mi hombro.

– Ruth nos ha allanado el camino -dijo con voz suave-. No se equivocó.

– Sí, lo hizo muy bien. Pero ahora todo depende de nosotros.

– Bien, ¿y cuál es el plan, Kath? ¿Tenemos algún plan?

– Iremos allí. Iremos a verla y se lo preguntaremos. La semana que viene, cuando te lleve a las pruebas que tienen que hacerte. Pediré permiso para que puedas pasar fuera todo el día. Y en el camino de vuelta iremos a Littlehampton.

Tommy suspiró y pegó aún más la cabeza a mi hombro. Si alguien le hubiera estado observando, tal vez habría pensado que no estaba mostrando excesivo entusiasmo, pero yo sabía lo que sentía. Llevábamos tanto tiempo pensando en los aplazamientos, en la teoría de la Galería, en todo, y ahora, de pronto, íbamos a afrontarlo. Definitivamente daba miedo.

– Si lo conseguimos… -dijo Tommy, finalmente-. Supón que lo conseguimos. Supón que nos deja tres años, por ejemplo; tres años para nosotros. ¿Qué haríamos exactamente? ¿Entiendes lo que te digo, Kath? ¿Adonde iríamos? No podríamos quedarnos aquí, esto es un centro para donantes.

– No lo sé, Tommy. Puede que nos diga que volvamos a las Cottages. Pero sería mejor en otra parte. La Mansión Blanca, tal vez. O quizá tienen otros sitios. Sitios especiales para gente como nosotros. Tendremos que esperar a ver qué nos dice.

Seguimos apaciblemente echados en la cama durante unos minutos más, oyendo caer la lluvia. En un momento dado, empecé a clavarle un pie en el cuerpo, como me había estado haciendo él antes. Y luego él contraatacó, y me echó los dos pies fuera de la cama.

– Si vamos a ir de verdad -dijo luego-, tendremos que decidir qué animales. Ya sabes, elegir los mejores para llevarlos. Puede que seis o siete. Tendremos que hacerlo todo con mucho cuidado.

– De acuerdo -dije. Me puse de pie y estiré los brazos-. O puede que más. Quince, veinte. Sí, iremos a verla. ¿Qué daño puede hacernos? Iremos a hablar con ella.

21

Desde días antes de ir a verla yo tenía en la cabeza la imagen de Tommy y de mí delante de su puerta, haciendo acopio del ánimo suficiente para tocar el timbre, y esperando allí luego con el corazón en vilo. Pero la realidad resultó muy otra, y tuvimos la suerte de que se nos ahorrara ese tormento.

Y es que merecíamos un poco de suerte, porque el día no nos había sido en absoluto propicio hasta entonces. El coche nos había dado problemas en el viaje de ida, y llegamos una hora tarde a las pruebas de Tommy. Luego, un error en el laboratorio había hecho que Tommy tuviera que repetir tres de los análisis. Esto lo había dejado un tanto grogui, de forma que cuando, hacia el final de la tarde, salimos finalmente para Littlehampton, empezó a marearse y tuvimos que parar varias veces para que pudiera pasearse un poco hasta que se le pasara.

Por fin, justo antes de las seis, llegamos a nuestro destino. Aparcamos el coche detrás de un bingo, sacamos del maletero la bolsa de deportes con los cuadernos de Tommy, y nos dirigimos hacia el centro urbano. Había hecho buen día, y aunque las tiendas estaban cerrando seguía habiendo mucha gente a la entrada de los pubs, charlando y bebiendo. Cuanto más paseábamos mejor se sentía Tommy, hasta que se acordó de que no había comido a causa de las pruebas, y dijo que tenía que comer algo antes de enfrentarnos a la tarea que nos esperaba. Así que empezamos a buscar un sitio donde comprar un sándwich, y de pronto me agarró del brazo con tal fuerza que pensé que le estaba dando algún tipo de ataque. Pero lo que hizo fue decirme al oído en voz muy baja:

– Ahí está, Kath. Mira. Junto a la peluquería.

Y, en efecto, era ella, caminando por la otra acera, con su pulcro traje gris, idéntico a los que había llevado siempre.

Empezamos a seguir a Madame a una razonable distancia, primero por la zona peatonal y luego por High Street, ahora casi desierta. Creo que en ese momento los dos recordamos el día en que seguimos por las calles de otra ciudad a la posible de Ruth. Pero esta vez las cosas resultaron mucho más sencillas, porque Madame pronto nos condujo a la calle larga cercana al paseo marítimo.

Como la calle era completamente recta y la luz del atardecer la iluminaba hasta el fondo, vimos que podíamos seguir a Madame desde muy lejos -no necesitábamos que fuera mucho más que un punto- sin correr el menor riesgo de perderla. De hecho, en ningún momento dejamos de oír el eco de sus tacones, del que el rítmico golpear de la bolsa de Tommy contra su pierna parecía una especie de réplica.

Seguimos a Madame durante largo rato, y dejamos atrás la hilera de casas idénticas. Entonces se acabaron las casas de la acera de enfrente y aparecieron en su lugar varias zonas llanas de hierba; y, más allá de ellas, se divisaban los techos de las casetas de la playa, alineadas junto a la orilla. El agua no era visible, pero la intuías por el gran cielo abierto y el alboroto de las gaviotas.

Las casas de nuestra acera continuaban sin cambio alguno, y al cabo de un rato le dije a Tommy:

– Ya no falta mucho. ¿Ves aquel banco de allí? Es donde me senté a esperarla. La casa está un poco más allá.

Hasta que dije esto, Tommy había estado bastante tranquilo. Pero de pronto pareció inquietarse y empezó a andar mucho más rápido, como si quisiera alcanzarla enseguida. Pero no había nadie entre Madame y nosotros, y a medida que Tommy iba acortando la distancia yo tenía que agarrarle del brazo para hacerle ir más despacio. Temía que en cualquier momento Madame se diera la vuelta y nos viera, pero no lo hizo, y pronto llegó a su cancela y recorrió el breve trecho que la separaba de su puerta. Se detuvo en ella y buscó las llaves en el bolso, y un instante después estábamos ante la cancela, mirándola. No se había vuelto, y se me ocurrió la idea de que había sabido todo el tiempo que la estábamos siguiendo y había hecho caso omiso de nosotros deliberadamente. Pensé también que Tommy estaba a punto de gritarle algo, y que sería precisamente algo que no debía. Por eso me adelanté, y lo hice rápidamente y sin vacilación, y desde la cancela.

Fue sólo un cortés «Disculpe», pero Madame giró en redondo como si le hubiera arrojado algo. Y cuando su mirada cayó sobre nosotros, me recorrió un frío intenso, muy parecido al que había sentido años atrás la vez que la acosamos en Hailsham, a la entrada de la casa principal. Tenía los mismos ojos fríos, y su cara era quizá aún más severa que la que yo recordaba. No sé si nos reconoció en ese primer momento, pero sin duda vio y decidió en un solo instante lo que éramos, porque la vi ponerse rígida, como si un par de grandes arañas hubieran empezado a avanzar hacia ella.

Entonces algo cambió en su expresión. No es que se volviera más cálida. Pero desapareció de ella la repugnancia, y nos estudió con atención, encogiendo los ojos ante el sol, ya declinante.

– Madame -dije, apoyándome en la cancela-. No queremos asustarla ni nada parecido. Pero estuvimos en Hailsham. Yo soy Kathy H., no sé si me recuerda. Y éste es Tommy D. No hemos venido a causarle ningún problema.

Retrocedió unos pasos hacia nosotros.

– De Hailsham… -dijo, y una pequeña sonrisa se dibujó en su cara-. Bueno, es toda una sorpresa. Si no pensáis causarme ningún problema, ¿por qué estáis aquí?

Tommy, de pronto, dijo:

– Tenemos que hablar con usted. He traído unas cosas -dijo, levantando la bolsa-. A lo mejor las quiere para su Galería. Tenemos que hablar con usted.

Madame siguió allí de pie, sin apenas moverse bajo el tenue sol, con la cabeza ladeada, como si escuchara algún sonido de la orilla del mar. Luego volvió a sonreír, aunque la sonrisa no parecía ir dirigida a nosotros, sino sólo a sí misma.

– Muy bien, pues. Pasad adentro. Veremos de qué queréis hablarme.

Al entrar reparé en que la puerta principal tenía paneles de cristal coloreado, y cuando Tommy la cerró a nuestra espalda, nos envolvió la penumbra. Estábamos en un pasillo tan estrecho que tenías la sensación de poder tocar las dos paredes con sólo extender un poco los codos. Madame se detuvo y se quedó quieta, con la espalda hacia nosotros, y pareció ponerse de nuevo a escuchar. Miré más allá de ella y alcancé a ver que el pasillo, pese a su estrechez, se dividía en dos: a la izquierda había una escalera que subía; a la derecha, un pasaje aún más estrecho que conducía hacia el interior de la casa.

Siguiendo el ejemplo de Madame, me puse a escuchar. Pero en la casa reinaba el silencio. Luego, quizá de algún lugar del piso de arriba, llegó un débil golpe sordo. Aquel pequeño ruido pareció significar algo para ella, porque se volvió hacia nosotros y señaló el pasaje oscuro y dijo:

– Id ahí dentro y esperadme. Bajaré enseguida.

Empezó a subir las escaleras, y, al ver nuestra indecisión, se inclinó sobre el pasamanos y señaló de nuevo la oscuridad.

Tommy y yo nos dirigimos hacia ella y enseguida nos encontramos en lo que debía de ser el salón de la casa. Era como si un sirviente hubiera dispuesto el lugar para la noche y se hubiera marchado: las cortinas estaban echadas y había unas débiles lámparas de mesa encendidas. Olí el viejo mobiliario, probablemente Victoriano. La chimenea estaba cegada con un tablero, y donde debía haber estado el fuego había una especie de tapiz: una extraña ave -parecida a un búho- que te miraba fijamente. Tommy me tocó el brazo y apuntó con el dedo hacia un cuadro enmarcado que colgaba de un rincón, sobre una pequeña mesa redonda.

– Es Hailsham -susurró.

Nos acercamos a mirarlo. Yo no estaba tan segura de que fuera Hailsham. Era una bonita acuarela, pero la lámpara de mesa de debajo tenía la tulipa arrugada y con restos de telarañas, y en lugar de iluminar el cuadro imprimía una especie de brillo sobre su cristal velado, de forma que apenas podías apreciar lo que éste representaba.

– Es lo que rodeaba la parte de atrás del estanque de los patos -dijo Tommy.

– ¿A qué te refieres? -le respondí en un susurro-. Ahí no hay ningún estanque. Es sólo un trozo de campo.

– No, el estanque estaría detrás de ti. -Tommy parecía increíblemente irritado-. Tienes que acordarte. Si rodeas la parte de atrás del estanque, con el estanque a tu espalda, y miras hacia el Campo de Deportes Norte…

Volvimos a guardar silencio, porque llegaba ruido de voces desde alguna parte de la casa. Parecía la voz de un hombre, y quizá venía de arriba. Entonces oímos una voz, que sin ninguna duda era la de Madame bajando las escaleras, que decía:

– Sí, tienes razón. Toda la razón.

Esperamos a que Madame entrara en el salón, pero sus pasos no se detuvieron y siguieron hacia el fondo de la casa. Me vino repentinamente a la cabeza que se disponía a preparar té y bollitos, que traería al salón en un carrito, pero luego pensé que era una tontería, que seguramente hasta había olvidado que la esperábamos, y que en cuanto se acordara vendría a decirnos que nos marcháramos. Entonces una bronca voz de varón dijo algo arriba, pero nos llegó tan amortiguada que deduje que vendría del segundo piso. Los pasos de Madame volvieron al pasillo, y le oímos decir:

– Ya te he dicho lo que tienes que hacer. Hazlo como te he dicho.

Tommy y yo esperamos unos minutos más. Entonces la pared de la parte de atrás del salón empezó a moverse, y casi inmediatamente vi que no era en realidad una pared sino unas puertas correderas que separaban la parte frontal, donde estábamos, de lo que de otro modo sería una gran estancia alargada y diáfana. Madame había descorrido las puertas sólo a medias, y ahora estaba allí en el hueco, mirándonos con fijeza. Traté de ver lo que había a su espalda, pero era todo oscuridad. Pensé que quizá esperaba a que le explicáramos por qué estábamos allí, pero al final dijo:

– Me habéis dicho que sois Kathy H. y Tommy D. ¿Estoy en lo cierto? Y estuvisteis en Hailsham ¿hace cuánto?

Se lo dije, pero su expresión no dejaba traslucir si nos recordaba o no. Siguió en el umbral, como dudando si pasar a la parte donde estábamos nosotros. Pero entonces Tommy dijo:

– No queremos robarle mucho tiempo. Pero hay algo de lo que tenemos que hablar con usted.

– Así parece. Muy bien, pues. Será mejor que os pongáis cómodos.

Alargó las manos y las puso sobre los respaldos de dos sillones gemelos que tenía enfrente. Había algo extraño en sus maneras, como si en realidad no nos estuviera invitando a tomar asiento. Me dio la sensación de que si hacíamos lo que nos estaba sugiriendo y nos sentábamos en aquellos sillones, ella iba a seguir allí de pie, a nuestra espalda, sin siquiera quitar las manos de los respaldos. Pero cuando empezamos a movernos hacia los sillones ella también echó a andar hacia delante, y al pasar entre nosotros creí ver que encogía los hombros como en un respingo, aunque puede ser que sólo lo imaginara. Cuando nos volvimos para sentarnos, ella ya estaba junto a las ventanas, enfrente de las pesadas cortinas de terciopelo, mirándonos con dureza, como si estuviéramos en una clase y ella fuera la profesora. Al menos eso fue lo que me pareció en ese momento. Tommy, más tarde, diría que pensó que estaba a punto de ponerse a cantar, y que las cortinas se abrirían y, en lugar de la calle y el descampado lleno de hierba que conducía hasta el mar, aparecería ante nuestros ojos un escenario con un gran decorado -como los que solíamos montar en Hailsham- y todo un coro para secundarla. Cuando me lo dijo me hizo mucha gracia, y pude imaginarla otra vez, con las manos juntas y los codos hacia fuera, en ademán de ponerse a cantar. Pero dudo que Tommy pudiera estar pensando eso realmente cuando la teníamos frente a frente. Recuerdo que noté lo tensa que se ponía, y que temí que Tommy fuera a decir alguna tontería. Por eso, cuando nos preguntó, sin indelicadeza, qué es lo que queríamos, me apresuré a intervenir.

Es muy probable que al principio me saliera todo un tanto embarullado, pero al cabo de un rato, en cuanto fui convenciéndome de que iba a escucharme hasta el final, me tranquilicé y continué mi exposición con mucha más claridad. Durante semanas y semanas había estado dándole vueltas a lo que le diría cuando llegara el momento. Pensaba en ello en el curso de mis largos viajes en coche, y mientras estaba sentada a las mesas tranquilas de las cafeterías de las gasolineras. Y me parecía tan difícil. Y al final había pergeñado un plan: memorizaría palabra por palabra unos cuantos puntos básicos y trazaría un mapa mental del camino a seguir para pasar de un punto a otro. Pero ahora que la tenía allí enfrente la mayor parte de lo que había preparado se me antojaba bien innecesario, bien completamente equivocado. Lo extraño -y Tommy estuvo de acuerdo cuando lo hablamos después- era que, por mucho que en Hailsham no hubiera sido sino una figura hostil del mundo exterior, ahora que la teníamos de nuevo frente a frente, y aunque no había dicho o hecho nada que pudiera sugerir la menor calidez hacia nosotros, Madame me parecía alguien mucho más cercano a nosotros, más íntimo que cualquiera de las personas que había conocido en los últimos años. Por eso, en un momento dado, todo lo que llevaba preparado en la cabeza desapareció de repente, y le hablé sencilla y sinceramente, casi como lo hubiera hecho en el pasado a cualquiera de nuestros custodios. Le conté lo que habíamos oído, los rumores sobre los alumnos de Hailsham y sobre los aplazamientos; le expliqué que nos dábamos cuenta de que tales rumores podían muy bien no ser ciertos, y que no nos hacíamos vanas ilusiones al respecto.

– Y aun en caso de ser ciertos -dije-, nos hacemos cargo de que usted estará más que cansada del asunto, de todas esas parejas acudiendo a usted para declarar rotundamente que están enamoradas. Tommy y yo jamás habríamos venido a molestarla si no estuviéramos totalmente seguros.

– ¿Seguros? -Fue la primera vez que habló en todo el rato, y Tommy y yo dimos un respingo hacia atrás a un tiempo-. ¿Dices que estáis seguros? ¿Seguros de estar enamorados? ¿Cómo se puede saber eso? ¿Creéis que el amor es tan sencillo? Así que estáis enamorados… Profundamente enamorados. ¿Es lo que me estáis diciendo?

Su tono era casi sarcástico, pero entonces, con una especie de conmoción, vi que, mientras nos miraba primero a uno y luego al otro, pequeñas lágrimas le caían por las mejillas.

– ¿Creéis de veras eso? ¿Que estáis profundamente enamorados? ¿Y, por tanto, venís a verme para un… aplazamiento? ¿Por qué? ¿Por qué a mí?

Si esto lo hubiera dicho de un modo determinado, como dando por sentado que la idea era totalmente descabellada, estoy segura de que me habría sentido por completo desolada. Pero no lo había dicho así. Había formulado las preguntas como si fueran parte de un examen y ella supiera las respuestas; incluso como si hubiera hecho pasar a muchas parejas por esa prueba multitud de veces. Y eso es lo que hizo que no perdiera la esperanza. Pero Tommy debía de estar muy inquieto, porque de pronto dijo:

– Hemos venido a verla por la Galería. Creemos saber para qué es su Galería.

– ¿Mi Galería? -Se apoyó en el alféizar de la ventana, y las cortinas se balancearon un poco a su espalda. Aspiró despacio y dijo-: Mi Galería. Querrás decir mi colección. Todas esas pinturas y poemas, todas esas cosas vuestras que he ido reuniendo año tras año. Fue un trabajo duro, pero creía en él. Todos creíamos en él en aquel tiempo. Así que crees que sabes para qué ha sido todo ese esfuerzo, por qué lo hice. Bien, pues sin duda será enormemente interesante oírlo. Porque he de decir que es algo que yo misma me pregunto continuamente. -De pronto desplazó la mirada de Tommy a mí, y añadió-: ¿Voy demasiado lejos?

No sabía qué decir, así que dije:

– No, no.

– Sí, voy demasiado lejos -dijo-. Lo siento. Siempre suelo ir demasiado lejos cuando se trata de este asunto. Olvidad lo que acabo de decir. Joven, ibas a decirme algo sobre mi Galería. Adelante, por favor.

– Así es como usted lo sabría -dijo Tommy-. Tendría algo en lo que basarse para decidir. Porque, de otro modo, ¿cómo lo iba a saber cuando los alumnos vinieran a usted diciendo que estaban enamorados?

La mirada de Madame había vuelto a fijarse en mí, pero me dio la sensación de que estaba mirando hacia algún punto de mi brazo. De hecho, yo misma me lo miré para ver si tenía alguna caca de pájaro o algo parecido en la manga. Y luego la oí decir:

– ¿Y por eso piensas que he reunido todas esas cosas vuestras? Mi Galería, como siempre la llamasteis vosotros. Cuando me enteré de que la llamabais así me eché a reír. Pero con el tiempo yo también llegué a pensar en ella con ese apelativo. Mi Galería. Bien, ahora, muchacho, explícamelo. Explícame por qué mi Galería podría ayudarme a discernir quiénes de vosotros estabais realmente enamorados.

– Porque le ayudaría a mostrarle cómo somos -dijo Tommy-. Porque…

– ¡Porque, por supuesto -le interrumpió de pronto Madame-, vuestro arte revelaría vuestro ser más íntimo! Es eso, ¿no? ¡Porque vuestro arte mostraría vuestra alma! -Se volvió bruscamente hacia mí, y dijo-: ¿Voy demasiado lejos?

Antes nos había hecho la misma pregunta, y de nuevo tuve la impresión de que estaba mirando hacia un punto de mi manga. Pero ahora empezaba a tomar más y más cuerpo la sospecha que me había asaltado vagamente la primera vez que había preguntado: «¿Voy demasiado lejos?». Miré a Madame detenidamente, pero ella pareció acusar mi mirada inquisitiva y se volvió de nuevo hacia Tommy.

– Muy bien -dijo-. Continuemos. ¿Qué era lo que me estabas diciendo?

– El problema -dijo Tommy- es que yo estaba un poco confuso en aquel tiempo.

– Me estabas diciendo algo sobre tu arte. Sobre cómo el arte revela el alma del artista.

– Bueno, lo que trato de decir -insistió Tommy- es que yo estaba tan confuso en aquel tiempo que no llegué a hacer ningún arte. No hice nada. Hoy sé que debería haber creado algo, pero estaba hecho un lío. Así que no tiene nada mío en su Galería. Sé que es culpa mía, y sé que probablemente es demasiado tarde, pero he traído algunas cosas para que las vea. -Levantó la bolsa y empezó a abrir la cremallera-. Algunas las he hecho hace muy poco, pero otras son de hace mucho tiempo. Y seguro que usted ya tiene cosas de Kath. Se llevó muchas para la Galería. ¿No es cierto, Kath?

Durante unos segundos ambos me miraron. Y luego Madame dijo, con voz apenas audible:

– Pobres criaturas. ¿Qué es lo que os hemos hecho? ¿Con todos nuestros planes y proyectos…? -Dejó la última frase en el aire, y creí ver otra vez lágrimas en sus ojos. Luego se volvió hacia mí y preguntó-: ¿Seguimos con esta conversación? ¿Queréis continuar?

Fue al decir esto cuando la idea vaga que me había asaltado antes cobró más entidad. Antes, «¿Voy demasiado lejos?». Y ahora, «¿Seguimos con esta conversación?». Caí en la cuenta, con un pequeño escalofrío, de que aquellas preguntas nunca me las había formulado a mí, ni a Tommy, sino a otra persona, a alguien que estaba detrás de nosotros, en la mitad oscura del salón, escuchando.

Me volví lentamente y escruté la oscuridad. No pude ver nada, pero oí un sonido, un sonido mecánico, asombrosamente lejano, la casa parecía prolongarse hacia lo oscuro mucho más allá de lo que yo había imaginado. Y entonces alcancé a distinguir una forma que venía hacia nosotros, y oí una voz de mujer que decía:

– Sí, Marie-Claude. Continuemos.

Yo seguía mirando la oscuridad cuando oí que Madame dejaba escapar una especie de bufido y se acercaba a grandes zancadas y pasaba a nuestro lado y se adentraba en la oscuridad. Se oyeron más ruidos mecánicos, y Madame surgió de las sombras empujando una silla de ruedas. Pasó de nuevo entre Tommy y yo, y por espacio de otro instante -porque la espalda de Madame nos impedía verla- seguí sin ver a la persona de la silla de ruedas. Pero entonces Madame hizo girar la silla hasta dejarla frente a nosotros, y dijo:

– Háblales. Es contigo con quien han venido a hablar.

– Supongo que sí.

La figura de la silla de ruedas era endeble y contrahecha, y fue su voz, más que cualquier otra cosa, la que me permitió reconocerla.

– Señorita Emily… -dijo Tommy con voz muy suave.

– Háblales -dijo Madame, como lavándose las manos de todo aquel asunto. Pero siguió detrás de la silla de ruedas, con los ojos encendidos clavados en nosotros.

22

– Marie-Claude tiene razón -dijo la señorita Emily-. Es conmigo con quien tendríais que estar hablando. Marie-Claude trabajó duro en nuestro proyecto. Y la forma en que terminó todo la ha dejado un poco desilusionada. En cuanto a mí, sean cuales sean mis decepciones, no me siento tan mal respecto de ello. Creo que lo que hemos conseguido merece cierto respeto. Vosotros dos, por ejemplo. Habéis salido bien. Estoy segura de que podéis contarme muchas cosas que me harían sentirme orgullosa. ¿Cómo habéis dicho que os llamáis? No, no, esperad. Creo que puedo acordarme. Tú eres el chico con mal genio. Con mal genio, pero con un gran corazón. ¿No me equivoco? Y tú, por supuesto, eres Kathy H. Has hecho un buen trabajo como cuidadora. Hemos oído hablar mucho de ti. He podido recordar, ya veis. Me atrevería a decir que podría recordaros a todos.

– ¿Y eso qué bien te hace a ti, o a ellos? -preguntó Madame, e inmediatamente después se apartó de la silla de ruedas, pasó junto a nosotros y fue a perderse en la oscuridad, tal vez para ocupar el sitio en el que la señorita Emily había estado antes.

– Señorita Emily -dije-. Me alegro mucho de volver a verla.

– Qué amable de tu parte. Te reconocí, pero tú seguramente no me habrías reconocido. De hecho, Kathy H., no hace mucho pasé por delante del banco en el que estabas sentada y no me reconociste. Miraste a George, el nigeriano corpulento que empujaba la silla. Oh, sí, le echaste una buena mirada, y él a ti. Yo no dije ni una palabra, y no pudiste saber que era yo. Pero esta noche, en que hay, por así decir, «contexto», nos reconocemos. Parecéis bastante impresionados al ver cómo estoy. No he estado bien últimamente, pero espero que este aparato no se convierta en un elemento permanente. Desgraciadamente, queridos, no voy a poder atenderos tanto como me gustaría, porque dentro de un rato van a venir unos hombres para llevarse la cómoda de mi alcoba. Es un mueble maravilloso. George lo ha acolchado para que no se dañe, pero he insistido en ir yo también, porque nunca se sabe con estos mozos. Manejan las cosas con rudeza, las tiran de cualquier manera dentro de la furgoneta, y luego su patrón dice que venían ya dañadas. Nos ha pasado ya antes, así que esta vez he insistido en ir con mi mueble durante todo el trayecto. Es un objeto bello, y lo tenía ya en Hailsham, así que he decidido venderlo por un buen precio. Me temo, pues, que cuando vengan tendré que dejaros. Pero veo, queridos míos, que os ha traído una misión muy cara a vuestro corazón. Debo decir que me alegro mucho de veros. Y que Marie-Claude se alegra también, aunque jamás lo diríais por su expresión. ¿No es cierto, queridos? Oh, ella finge que no, pero sí se alegra. Le emociona que hayáis venido a vernos. Está enfurruñada, pero no le hagáis caso, alumnos míos, no le hagáis caso. Bien, ahora trataré de responder a vuestras preguntas lo mejor que pueda. Yo también he oído ese rumor incontables veces. Cuando aún teníamos Hailsham, había dos o tres parejas al año que querían venir a hablarnos de eso. Una se dirigió a nosotros por escrito. Supongo que no era tan difícil dar con una gran finca como aquélla si se estaba dispuesto a infringir las normas. Así que ya veis, es un rumor que viene de mucho antes que vosotros.

Dejó de hablar, y yo dije:

– Lo que queremos saber, señorita Emily, es si ese rumor es cierto o no.

La mujer siguió mirándonos durante un instante, y aspiró profundamente.

– Dentro del mismo Hailsham, siempre que empezaba este rumor, yo me apresuraba a cortarlo de raíz. Pero sobre lo que los alumnos pudieran decir cuando se marchaban, ¿qué podía hacer yo? Al final llegué a creer, y Marie-Claude también, ¿verdad, querida?, llegué a creer que tal rumor no era sólo un rumor. Lo que quiero decir es que es algo que surge de la nada una y otra vez. Vas a la fuente, la ciegas, y con eso no evitas que vuelva a surgir en otra parte. Cuando llegué a esta conclusión, dejé de preocuparme. A Marie-Claude nunca le ha preocupado. Su modo de verlo era el siguiente: «Si son tan necios, déjales que lo crean». Oh, sí, y no pongas esa cara. Ésa fue tu opinión desde el principio. Y después de muchos años no es que yo llegara a la misma conclusión, pero empecé a pensar que, bueno, que quizá no debería preocuparme. No era obra mía, de todas formas. Habrá unas cuantas parejas que se sientan decepcionadas, pero la inmensa mayoría nunca llegará a intentar averiguarlo. Es algo que les hace soñar, una pequeña fantasía. ¿Qué daño puede hacer? Pero comprendo que para vosotros dos la cosa es diferente. Vosotros sois serios. Lo habéis pensado detenidamente. Habéis acariciado detenidamente esa esperanza. Y siento verdadero pesar por los alumnos como vosotros. No me complace en absoluto desilusionaros. Pero así son las cosas.

No quise mirar a Tommy. Yo me sentía asombrosamente en calma, y aunque las palabras de la señorita Emily deberían habernos destrozado, había en ellas un tono que implicaba algo más, algo aún no revelado, que dejaba entrever que no habíamos llegado aún al fondo del asunto. Existía incluso la posibilidad de que no estuviera diciendo la verdad. Así que pregunté:

– ¿La cuestión, pues, es que los aplazamientos no existen? ¿No hay nada que ustedes puedan hacer?

La señorita Emily sacudió la cabeza de un lado a otro, despacio.

– No hay nada de verdad en ese rumor. Lo siento. Lo siento de verdad.

Tommy, de pronto, preguntó:

– ¿Alguna vez fue verdad? ¿Antes de que cerraran Hailsham?

La señorita Emily siguió negando con la cabeza.

– Nunca fue verdad. Ni antes del escándalo Morningdale, ni antes de que Hailsham fuera considerado como un modelo en su género, un ejemplo de cómo podíamos conseguir un modo mejor y más humano de hacer las cosas. Ni siquiera entonces hubo tal cosa. Es mejor aclararlo rotundamente. Era un rumor cargado de buenas intenciones. Y eso es todo lo que siempre ha sido. Oh, ¿serán ésos los hombres que vienen por la cómoda?

Sonó el timbre, y se oyeron unos pasos que bajaban las escaleras para ir a abrir. Llegaron unas voces masculinas desde el pasillo estrecho, y Madame salió de la oscuridad a nuestra espalda, pasó por delante de nosotros y salió del salón. La señorita Emily se inclinó hacia delante en la silla de ruedas, aguzando el oído. Y luego dijo:

– No son ellos. Es otra vez ese hombre horrible de la casa de decoración. Marie-Claude se encargará de hablar con él. Así que, queridos míos, tenemos unos minutos más. ¿Hay alguna otra cosa de la que queráis hablarme? Esto, por supuesto, va en contra de todas las reglas, y Marie-Claude no debería haberos hecho pasar. Y, naturalmente, yo debería haber hecho que os despidiera en cuanto he sabido que estabais aquí. Pero Marie-Claude no hace mucho caso de las reglas últimamente, y debo decir que yo tampoco. Así que si queréis quedaros un rato más, podéis hacerlo.

– Si el rumor no fue nunca cierto -dijo Tommy-, ¿por qué se llevaban todos nuestros trabajos de arte? ¿Tampoco existía la Galería, entonces?

– ¿La Galería? Bien, en ese rumor sí había algo de verdad. Hubo una Galería. Y, en cierto modo, aún la hay. Hoy día está aquí, en esta casa. Y tuve que reducir el número de piezas, lo cual lamento. Pero no había sitio para todas. ¿Para qué nos llevábamos vuestros trabajos? Es ésa vuestra pregunta, ¿no es cierto?

– No es sólo eso -dije en voz baja-. Para empezar, ¿para qué hacíamos todos aquellos trabajos artísticos? ¿Por qué enseñarnos, y animarnos, y hacernos producir todo aquello? Si lo único que vamos a hacer en la vida es donar, y luego morirnos, ¿para qué todas aquellas clases? ¿Para qué todos aquellos libros y debates?

– ¿Y por qué Hailsham, en primer lugar? -dijo Madame desde el pasillo. Volvió a pasar por nuestro lado y se adentró de nuevo en la parte oscura-. Una buena pregunta por vuestra parte.

La mirada de la señorita Emily la buscó en la oscuridad, y por espacio de un momento quedó fija en algún punto a nuestra espalda. Sentí deseos de darme la vuelta para ver qué podían estar diciéndose con la mirada, pero casi había vuelto a ser como cuando estábamos en Hailsham, y teníamos que seguir mirando hacia el frente y con una atención plena. Y al final la señorita Emily dijo:

– Sí, antes que nada, ¿por qué Hailsham? A Marie-Claude le gusta preguntar eso a menudo últimamente. Pero no hace tanto, antes del escándalo Morningdale, jamás se le habría ocurrido formular una pregunta semejante. No le habría cabido en la cabeza. ¡Sabes que es verdad, no me mires así! En aquel tiempo sólo había una persona capaz de formular una pregunta así, y esa persona era yo. Me lo pregunté mucho antes de Morningdale, desde el principio mismo. Y eso les facilitó las cosas al resto de mis colegas de Hailsham; todos podían seguir con lo que hacían sin preocuparse. Y también vosotros los alumnos. Mientras yo me mantuviera firme, ninguna duda os pasaría por la cabeza a ninguno de vosotros. Pero tú has hecho tus preguntas, querido muchacho. Contestemos a la más sencilla, y ello quizá responda también a las demás. ¿Por qué nos llevábamos vuestros trabajos artísticos? ¿Por qué hacíamos tal cosa? Has dicho algo muy interesante antes, Tommy. Cuando estabas hablando de esto con Marie-Claude. Has dicho que era porque la obra de arte revelaba cómo era su autor. Cómo era en su interior. Eso es lo que has dicho, ¿no es cierto? Bien, no estabas en absoluto errado en eso. Nos llevábamos vuestros trabajos artísticos porque pensábamos que nos permitirían ver vuestra alma. O, para decirlo de un modo más sutil, para demostrar que teníais alma.

Hizo una pausa. Y Tommy y yo nos miramos por primera vez en un largo rato. Y entonces pregunté:

– ¿Por qué tenían que demostrar una cosa así, señorita Emily? ¿Es que alguien creía que no la teníamos?

Una fina sonrisa se dibujó en su semblante.

– Es conmovedor, Kathy, verte tan desconcertada. Demuestra, en cierto modo, que hicimos bien nuestro trabajo. Como dices, ¿por qué habría alguien de dudar que teníais alma? Pero tengo que decirte, querida mía, que no era algo comúnmente admitido cuando empezamos nuestra andadura hace tantos años. Y aunque hayamos recorrido un largo camino desde entonces, no es aún una idea universalmente aceptada, ni siquiera hoy día. Vosotros, alumnos de Hailsham, por mucho que llevéis ya tiempo en el mundo, seguís sin saber casi nada. En este mismo momento, en todo el país, hay alumnos que se educan en condiciones deplorables, condiciones que vosotros los alumnos de Hailsham difícilmente podríais imaginar. Y ahora que nosotros ya no estamos, las cosas no van a hacer sino empeorar.

Volvió a callar, y durante un instante pareció examinarnos detenidamente a través de sus ojos entrecerrados. Y luego continuó:

– Nosotros, al menos, nos preocupamos de que todos quienes estabais a nuestro cuidado crecierais en un medio maravilloso. Y procuramos también que, después de que nos dejarais, pudierais manteneros lejos de lo peor de esos horrores. Como mínimo pudimos hacer eso por vosotros. Pero ese sueño vuestro, ese sueño de poder llegar a aplazar… Conceder tal cosa siempre ha estado fuera de nuestro alcance, incluso cuando estuvimos en la cima de nuestra influencia. Lo siento. Sé que lo que estoy diciendo no va a ser bien recibido por vosotros. Pero no debéis abatiros. Confío en que sepáis apreciar lo mucho que fuimos capaces de ofreceros. ¡Miraos ahora! Habéis llevado una buena vida; sois educados y cultos. Siento que no pudiéramos conseguiros más de lo que os conseguimos, pero tendríais que daros cuenta de que un día las cosas fueron mucho peor. Cuando Marie-Claude y yo empezamos, no había sitios como Hailsham. Fuimos los primeros, junto con Glenmorgan House. Luego, unos años después, vino Saunders Trust. Juntos formamos un pequeño pero influyente movimiento que desafiaba frontalmente la forma en que se estaban llevando los programas de donaciones. Y, lo que es más importante, demostramos al mundo que si los alumnos crecían en un medio humano y cultivado, podían llegar a ser tan sensibles e inteligentes como los seres humanos normales. Antes de eso, los clones (o alumnos, como nosotros preferíamos llamaros) no tenían otra finalidad que la de abastecer a la ciencia médica. En los primeros tiempos, después de la guerra, eso es lo que erais para la mayoría de la gente. Objetos oscuros en tubos de ensayo. ¿Estás de acuerdo, Marie-Claude? Está muy callada. Normalmente, cuando se habla de este tema, no hay quien la haga callar. Vuestra presencia, queridos míos, parece que le ha sellado la boca. Muy bien. En fin, respondiendo a tu pregunta, Tommy: por eso nos llevábamos vuestros trabajos artísticos. Seleccionábamos los mejores y organizábamos exposiciones. A finales de los setenta, cuando mayor era nuestra influencia, organizábamos grandes actos por todo el país. Asistían ministros, obispos, todo tipo de gente famosa. Se pronunciaban discursos, se prometían cuantiosos fondos. «¡Eh, mirad!», decían. «¡Mirad estas obras de arte! ¿Cómo puede atreverse alguien a afirmar que estos chicos son seres inferiores a los humanos?» Oh, sí, en aquella época hubo un gran apoyo a nuestro movimiento; estábamos con el aire de los tiempos.

Durante los minutos siguientes, la señorita Emily siguió rememorando distintos acontecimientos de aquel tiempo, haciendo mención de numerosas personas cuyos nombres no significaban nada para nosotros. De hecho, hubo breves instantes en los que fue como si estuviéramos de nuevo escuchándola en una de sus charlas matinales de aquel tiempo, cuando se iba por las ramas y ninguno de nosotros podíamos seguirla. Parecía disfrutar del momento, y alrededor de sus ojos se instaló una sonrisa amable. Entonces, de pronto, salió de su remembranza y dijo en un tono nuevo:

– Pero nunca perdimos el contacto con la realidad, ¿no es así, Marie-Claude? No como nuestros colegas de Saunders Trust. Incluso en nuestros mejores tiempos sabíamos lo difícil que era la batalla que estábamos librando. Y entonces vino el escándalo Morningdale, y luego un par de cosas más, y antes de que pudiéramos darnos cuenta todo nuestro duro trabajo se había ido al traste.

– Pero lo que no entiendo -dije- es cómo la gente podía querer que se tratase tan mal a los alumnos…

– Desde la perspectiva de hoy, Kathy, tu extrañeza es perfectamente razonable. Pero tienes que tratar de entenderlo desde un punto de vista histórico. Después de la guerra, a comienzos de los años cincuenta, cuando los grandes avances científicos se sucedían rápidamente uno tras otro, no había tiempo para hacer balance, para formularse las preguntas pertinentes. De pronto se abrían ante nosotros todas aquellas posibilidades nuevas, todas aquellas vías para curar tantas enfermedades antes incurables. Esto fue lo que más atrajo la atención del mundo, lo más ambicionado por todas sus gentes. Y durante una larga etapa el mundo prefirió creer que los órganos surgían de la nada, o cuando menos que se creaban en una especie de vacío. Sí, hubo debates. Pero cuando la gente empezó a preocuparse de…, de los alumnos, cuando se paró a pensar en cómo se os criaba, o si siquiera tendríais que haber sido creados, entonces, digo, ya era demasiado tarde.

No había forma de volver atrás. A un mundo que había llegado a ver el cáncer como una enfermedad curable, ¿cómo podía pedírsele que renunciase a esa cura, que volviese a la era oscura? No se podía volver atrás. Por incómoda que pudiera sentirse la gente en relación con vuestra existencia, lo que le preocupaba abrumadoramente era que sus hijos, sus esposas, sus padres, sus amigos, no murieran de cáncer, de enfermedades neuromotoras o del corazón. De forma que durante mucho tiempo se os mantuvo en la sombra, y la gente hacía todo lo posible para no pensar en vuestra existencia. Y si lo hacían, trataban de convencerse a sí mismos de que no erais realmente como nosotros. De que erais menos que humanos, y por tanto no había que preocuparse. Y así es como estaban las cosas hasta que irrumpió en escena nuestro pequeño movimiento. Pero ¿os dais cuenta de a qué nos estábamos enfrentando? Prácticamente estábamos intentando la cuadratura del círculo. Porque el mundo necesitaba alumnos que donaran. Y, mientras siguiera necesitándolos, siempre existiría una barrera que impediría veros como realmente humanos. Bien, peleamos por nuestra causa durante muchos años, y lo que conseguimos para vosotros, al menos, fue numerosas mejoras, aunque, por supuesto, ese «vosotros» no fuisteis más que un puñado de elegidos. Pero llegó el escándalo Morningdale, y luego otras cosas, y antes de que pudiéramos darnos cuenta la situación había cambiado por completo. Ya nadie quería verse relacionado con ningún tipo de apoyo a nuestra causa, y nuestro pequeño movimiento (Hailsham, Glenmorgan, Saunders Trust) pronto fue barrido de la escena.

– ¿Qué es el escándalo Morningdale que menciona usted una y otra vez, señorita Emily? -pregunté-. Tendrá que contárnoslo, porque jamás habíamos oído hablar de él.

– Bueno, supongo que no hay ninguna razón para no hacerlo. En el mundo exterior nunca tuvo un gran eco. El nombre viene del científico James Morningdale, hombre de mucho talento en su campo. Llevó a cabo su trabajo en un remoto rincón de Escocia, donde supongo que pensó qué llamaría menos la atención. Lo que quería era ofrecer a la gente la posibilidad de tener hijos con características mejoradas. Inteligencia superior, superiores dotes atléticas, ese tipo de cosas. Por supuesto, había habido otros con similares ambiciones, pero Morningdale llevó sus investigaciones mucho más lejos que ninguno de sus precursores, mucho más allá de los límites legales. Bien, fue descubierto y se puso fin a sus investigaciones, y aquí pareció zanjarse la cuestión. Sólo que, por supuesto, la cuestión no estaba zanjada, al menos no para nosotros. Como he dicho, el caso jamás llegó a tener un gran eco, aunque sí creó cierta atmósfera, ¿entendéis? Hizo que la gente recordara; le hizo recordar un miedo que siempre había sentido. Una cosa es crear alumnos, como vosotros, para el programa de donaciones. Pero ¿una generación de niños creados que luego ocuparía su puesto en la sociedad? ¿Unos niños palmariamente superiores a nosotros? Oh, no. Eso asustaba a la gente. Y la gente retrocedió ante ello.

– Pero señorita Emily -dije-, ¿qué tiene que ver todo eso con nosotros? ¿Por qué tuvo que cerrar Hailsham por algo como lo que está diciendo?

– Tampoco nosotros vimos ninguna relación clara, Kathy. No al principio, al menos. Y ahora pienso a menudo que somos culpables por no haberla visto a tiempo. Si hubiéramos estado más alerta, menos absortos en nosotros mismos; si hubiéramos trabajado duro en aquella fase, cuando nos llegaron por primera vez las noticias de Morningdale, tal vez habríamos podido impedirlo. Oh, Marie-Claude no está de acuerdo. Ella piensa que todo habría sucedido de igual forma con independencia de lo que nosotros hubiéramos hecho, y puede que tenga algo de razón. Después de todo, no fue sólo Morningdale. En aquella misma etapa hubo otras cosas. Aquella horrible serie de televisión, por ejemplo. Todo ello contribuyó al cambio en el aire de los tiempos. Pero supongo que, bien mirado, el error fundamental fue ése. Nuestro pequeño movimiento era siempre demasiado frágil, siempre demasiado dependiente del humor de quienes nos apoyaban. Mientras el talante general se inclinara a nuestro favor, mientras tal sociedad anónima o tal político vislumbrara un beneficio en el hecho de apoyarnos, nos manteníamos a flote. Pero siempre fue una verdadera lucha, y después de Morningdale, después de que el talante general cambiara, ya no tuvimos ninguna oportunidad. El mundo no quería que se le recordase cómo funcionaba realmente el programa de donaciones. No quería pensar en vosotros, los alumnos, o en las condiciones en que fuisteis traídos a este mundo. En otras palabras, queridos míos, quería que volvierais a las sombras. A esas sombras en las que habíais estado antes de que personas como Marie-Claude y yo apareciéramos en escena. Y toda aquella gente influyente que un día se había mostrado tan deseosa de ayudarnos, bueno, pues toda esa gente no tardó en desaparecer. Perdimos a nuestros patrocinadores, uno tras otro, en poco más de un año. Seguimos con nuestra tarea todo el tiempo que pudimos; resistimos dos años más que Glenmorgan. Pero al final, como sabéis, nos vimos obligados a cerrar, y hoy apenas queda rastro del trabajo que llevamos a cabo. Ya nadie podrá encontrar un lugar como Hailsham en ninguna parte del país. Todo lo que se podrá encontrar, como de costumbre, son esos vastos «hogares» del gobierno, y aunque hoy son mucho mejores de lo que solían ser en un tiempo, dejadme deciros, queridos míos, que si llegarais a ver cómo son aún las cosas en algunos de esos centros no lograríais conciliar el sueño en varios días. Y en lo que se refiere a Marie-Claude y a mí, aquí nos tenéis, retiradas en esta casa, con una montaña de trabajos vuestros ahí arriba. Es lo que nos queda para recordarnos lo que hicimos. Y una montaña de deudas, también, que como es lógico no nos resultan en absoluto agradables. Y los recuerdos, supongo, de todos vosotros. Y el saber que os hemos brindado una vida mejor que la que habríais tenido en otras circunstancias.

– No trates de pedirles que te den las gracias -se oyó decir a Madame a nuestra espalda-. ¿Por qué iban a estar agradecidos? Han venido aquí en busca de mucho más. Lo que nosotros les dimos, todos esos años, todas esas luchas en su beneficio… ¿Qué saben ellos de eso? Creen que es una dádiva divina. Hasta que han venido a esta casa, no sabían nada de esto. Lo único que ahora sienten es desencanto, porque no les hemos dado todo lo que creían posible.

Nadie dijo nada durante un rato. Luego se oyó un ruido en la calle, y el timbre volvió a sonar. Madame surgió de nuevo de la oscuridad y salió al pasillo.

– Esta vez seguro que son esos hombres -dijo la señorita Emily-. Tendré que prepararme. Pero podéis quedaros un poco más. Tienen que bajar el mueble dos tramos de escaleras. Marie-Claude cuidará de que no lo dañen.

Tommy y yo no podíamos creer que aquello fuera el final. Ninguno de los dos se levantó para irse, aunque, de todas formas, no parecía haber nadie para ayudar a la señorita Emily a dejar la silla de ruedas. Por espacio de un instante me pregunté si no se levantaría ella sola, pero vi que se quedaba inmóvil, inclinada hacia delante, como antes, escuchando atentamente. Y Tommy dijo:

– Así que definitivamente no hay nada. Ni aplazamientos, ni nada de nada.

– Tommy -susurré, y lo fulminé con la mirada.

Pero la señorita Emily dijo con voz suave:

– No, Tommy. No hay nada. Vuestra vida debe seguir ahora el rumbo que tenía prefijado.

– ¿Lo que nos está diciendo, señorita Emily -dijo Tommy-, es que todo lo que hicimos, todas las clases, todo…, no era más que para lo que nos acaba de contar? ¿No había nada más en todo aquello?

– Veo -dijo la señorita Emily- que puede parecer que no erais más que simples peones. Y no hay duda de que es posible mirarlo de ese modo. Pero pensad en ello. Erais peones muy afortunados. Entonces había cierto clima que hoy ha desaparecido por completo. Tendréis que reconocer que a veces es así como funcionan las cosas en este mundo. Las opiniones de la gente, sus sentimientos, un día van en una dirección, y otro día en otra. Y coincide que vosotros crecisteis en un momento concreto de ese proceso.

– Puede que fuera sólo una corriente que vino y se fue -dije yo-. Pero para nosotros es nuestra vida.

– Sí, es cierto. Pero pensad en ello. Estabais mucho mejor que muchos que vinieron antes que vosotros. Y quién sabe lo que van a tener que afrontar los que vengan después. Lo siento, alumnos míos, pero ahora tenéis que marcharos. ¡George! ¡George!

Llegaba mucho ruido del pasillo, y quizá por eso George no podía oírla y no respondió.

– ¿La señorita Lucy se fue por eso? -preguntó Tommy.

Durante un instante pensé que la señorita Emily, cuya atención se había centrado en el trajín del pasillo, no le había oído. Pero se inclinó en la silla de ruedas y empezó a moverse despacio hacia la puerta. Había tantas mesitas de café y sillas en su camino que parecía imposible que llegara a conseguir abrirse paso entre ellas. Me disponía ya a levantarme para hacerle un hueco cuando vi que se detenía bruscamente.

– Lucy Wainright -dijo-. Ah, sí. Tuvimos un pequeño problema con ella. -Hizo una pausa, e hizo girar la silla de ruedas para encarar a Tommy-. Sí, tuvimos un pequeño problema con ella. Un pequeño desacuerdo. Pero respondo a tu pregunta, Tommy: el desacuerdo con Lucy Wainright no tuvo nada que ver con lo que acabo de contaros. No directamente, en todo caso. No, fue más…, digamos, un asunto interno.

Pensé que iba a dejarlo ahí, así que pregunté:

– Señorita Emily, si no le importa nos gustaría saber la razón. ¿Qué sucedió con la señorita Lucy?

La señorita Emily enarcó las cejas.

– ¿Lucy Wainright? ¿Era importante para vosotros? Perdonadme, queridos alumnos, olvido ciertas cosas. Lucy no estuvo con nosotros mucho tiempo, así que para nosotros no es sino un personaje secundario en nuestra memoria de Hailsham. Y nuestro recuerdo de ella no es en absoluto feliz. Pero si estuvisteis precisamente en aquellos años, entiendo que… -Rió para sí misma, y pareció recordar algo. En el pasillo, Madame estaba reprendiendo a gritos a los hombres, pero la señorita Emily parecía haber perdido interés en ese asunto. Estaba rastreando en sus recuerdos con expresión absorta. Y al cabo dijo-: Una chica estupenda, Lucy Wainright. Pero después de estar con nosotros un tiempo, empezó a tener esas ideas. Pensaba que teníamos que haceros más conscientes. Más conscientes de lo que os esperaba en la vida: quiénes erais, para qué habíais sido concebidos. Creía que había que daros una imagen lo más vivida posible de vuestra situación. Que cualquier cosa menos que eso era casi como engañaros. Y nosotros lo estudiamos y llegamos a la conclusión de que estaba equivocada.

– ¿Por qué? -preguntó Tommy-. ¿Por qué llegaron a esa conclusión?

– ¿Por qué? Su intención era buena, estoy segura. Y veo que le teníais afecto. Era una excelente custodia. Pero lo que quería hacer era demasiado teórico. Llevábamos muchos años dirigiendo Hailsham, y sabíamos ya lo que podía funcionar, y lo que era mejor para los alumnos a la larga, en su futuro después de Hailsham. Lucy Wainright era una idealista, y no hay nada malo en ello. Pero no tenía sentido práctico. Nosotros podíamos daros algo, ¿comprendéis?, algo que ni siquiera hoy nadie puede arrebataros, y para poder hacerlo en primer lugar teníamos que protegeros. Hailsham no habría sido Hailsham si no lo hubiéramos hecho. Muy bien, a veces ello requería que os ocultáramos cosas, que os mintiéramos. Sí, en cierto sentido os engañamos. Supongo que hasta podríais decir eso. Pero os protegimos durante todos aquellos años, y de ese modo os dimos una infancia. La intención de Lucy era sin duda inmejorable, aunque si hubiera puesto en práctica lo que quería, vuestra felicidad en Hailsham habría corrido grave riesgo. ¡Miraos hoy! Estoy tan orgullosa de ver lo que sois. Habéis construido vuestras vidas sobre lo que nosotros os dimos. No seríais quienes hoy sois si no os hubiéramos protegido. No os habríais centrado en vuestras clases, no os habríais ensimismado en vuestro arte y en vuestra escritura. ¿Por qué ibais a hacerlo, de haber sabido lo que os aguardaba fuera? Nos habríais dicho que nada tenía sentido, y ¿con qué argumentos íbamos nosotros a discutíroslo? Así que Lucy tenía que irse.

Ahora Madame gritaba a los hombres. No era exactamente que hubiera perdido los estribos, pero su voz retumbaba con una severidad pavorosa, y los hombres -que hasta ese momento habían estado discutiendo con ella- callaron por completo.

– Quizá haya sido mejor que me haya quedado aquí con vosotros -dijo la señorita Emily-. Marie-Claude, en este tipo de cosas, es mucho más eficiente que yo.

No sé lo que me hizo decirlo. Tal vez el hecho de saber que nuestra visita estaba a punto de acabarse; tal vez el que sintiera una viva curiosidad acerca de cuáles eran los sentimientos mutuos de la señorita Emily y de Madame. El caso es que bajé la voz y, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta, dije:

– A Madame nunca le gustamos. Siempre tenía miedo de nosotros. De esa forma en que a la gente le dan miedo las arañas y otros bichos.

Aguardé a ver si la señorita Emily se ponía furiosa (sin importarme ya gran cosa si lo hacía o no). Y, en efecto, se volvió hacia mí bruscamente, como si le hubiera arrojado una bolita de papel, y sus ojos fulguraron de un modo que me recordó sus días de Hailsham. Pero su voz era calma y suave cuando replicó:

– Marie-Claude lo ha dado todo por vosotros. No ha hecho más que trabajar y trabajar y trabajar. No te equivoques en eso, niña mía. Marie-Claude está de vuestro lado, y siempre estará de vuestro lado. ¿Os tiene miedo? Todos os tenemos miedo. Mientras estuve en Hailsham, yo misma tenía que vencer casi todos los días el miedo que me inspirabais. Había veces en que os miraba desde la ventana de mi estudio y sentía tal grima… -calló, y de nuevo vi aquel brillo en sus ojos-. Pero estaba decidida a que esos sentimientos no me impidieran hacer lo que era justo. Luché contra esos sentimientos, y salí victoriosa. Ahora, si sois tan amables de ayudarme a levantarme de la silla… George me estará esperando con las muletas.

Con un codo apoyado en Tommy y el otro en mí, caminó con cuidado hasta salir al pasillo, donde un hombre corpulento con uniforme de enfermero, sobresaltado, dio un respingo y se apresuró a tenderle unas muletas.

La puerta principal estaba abierta, y me sorprendió ver que aún había claridad diurna. La voz de Madame llegaba desde el exterior; hablaba con los hombres, pero ya con más calma. Creí llegada la hora de que Tommy y yo desapareciéramos de allí, pero la señorita Emily, firme entre las dos muletas mientras George la ayudaba a ponerse el abrigo, nos cerraba el paso, así que esperamos. Supongo que también esperábamos para despedirnos de la señorita Emily; puede que, después de todo, quisiéramos darle las gracias. No estoy segura. Pero en aquel momento lo que a ella le preocupaba era su cómoda. Una vez fuera, se puso a explicarles a los hombres algo urgente, y se alejó con George, sin mirar hacia atrás para volver a vernos.

Tommy y yo nos quedamos en el pasillo durante unos segundos más, sin saber qué hacer. Cuando al final salimos a la calle, advertí que, aunque el cielo aún no estaba oscuro, las farolas se habían encendido a todo lo largo de la calle. Una furgoneta blanca puso en marcha el motor. Justo detrás de ella vimos un viejo Volvo, y a la señorita Emily en el asiento del acompañante. Madame se inclinaba sobre la ventanilla, y asentía a algo que le estaba diciendo la señorita Emily, mientras George cerraba el maletero e iba hasta la puerta del conductor. La furgoneta blanca inició la marcha, y el Volvo salió a continuación.

Madame se quedó mirando durante largo rato hacia los vehículos que se alejaban. Luego dio media vuelta en ademán de entrar en la casa, y al vernos allí en la acera se detuvo bruscamente, y casi retrocedió dando un saltito.

– Nos vamos ya -dije-. Gracias por haber hablado con nosotros. Por favor, dígale adiós a la señorita Emily de nuestra parte.

Vi cómo me estudiaba a la luz mortecina de la tarde. Luego dijo:

– Kathy H. Me acuerdo de ti. Sí, te recuerdo.

Se quedó en silencio, pero siguió mirándome.

– Creo que sé lo que está pensando -dije finalmente-. Creo que puedo adivinarlo.

– Muy bien -dijo ella. Su voz sonaba como ausente, y su mirada parecía desvaída-. Muy bien. Puedes leer la mente. Dime.

– Una tarde me vio usted en el dormitorio. No había nadie, y yo estaba escuchando una cinta, una canción. Y estaba bailando, con los ojos cerrados. Y usted me vio.

– Eso está muy bien. Sabes leer la mente. Deberías trabajar en un escenario. Acabo de reconocerte. Y sí, me acuerdo de aquella vez. Y aún pienso en ella en ocasiones.

– Es extraño. Yo también.

– Ya veo.

Podíamos haber acabado la conversación ahí. Podíamos habernos dicho adiós e irnos cada cual por nuestro lado. Pero Madame dio un paso hacia nosotros, sin dejar de mirarme a la cara en ningún momento.

– Eras mucho más joven entonces -dijo-. Pero sí, eres tú.

– No tiene que contestarme si no quiere -dije-. Pero es algo que siempre me ha intrigado. ¿Puedo preguntárselo?

– Me lees la mente. Pero yo no puedo leer la tuya.

– Bueno, aquel día usted estaba… disgustada. Me estaba mirando, y cuando me di cuenta y abrí los ojos, usted seguía observándome, y creo que estaba llorando. De hecho sé que estaba llorando. Me estaba mirando y lloraba. ¿Por qué?

La expresión de Madame no había cambiado, y continuó mirándome a la cara.

– Estaba llorando -acabó diciendo con voz muy suave, como si tuviera miedo de que los vecinos estuvieran escuchando- porque al entrar oí la música. Pensé que algún alumno descuidado había dejado una casete puesta. Pero cuando fui a entrar en el dormitorio te vi, sola, apenas una chiquilla, bailando. Con los ojos cerrados, como has dicho, y muy lejos, y con tal expresión de anhelo. Bailabas con tanta sensibilidad. Y la música, la canción. Había algo en la letra. Estaba tan llena de tristeza.

– La canción -dije- se titulaba Nunca me abandones. -Entoné para ella un par de versos en voz muy baja, casi en un susurro-. «Nunca me abandones. Oh, baby, baby… Nunca me abandones…»

Movió la cabeza en señal de asentimiento.

– Sí, era esa canción. La he oído una o dos veces desde entonces. En la radio, en la televisión. Y siempre me ha recordado a aquella chiquilla que bailaba a solas en el dormitorio.

– Dice que no puede leer la mente -dije-. Pero quizá la leyó aquel día. Quizá por eso, al verme, se echó a llorar. Porque, fuera lo que fuere lo que decía la letra de aquella canción, yo, en mi cabeza, cuando estaba bailando, tenía mi propia interpretación. ¿Sabe? Imaginaba que trataba de una mujer a la que le habían dicho que no podía tener hijos. Pero resulta que tuvo uno, y estaba tan feliz, y lo apretaba con todas sus fuerzas contra su pecho, muerta de miedo de que algo pudiera separarlos, y no paraba de cantar «baby, baby, nunca me abandones…». La canción no trata de eso ni mucho menos, pero eso es lo que yo tenía en la cabeza entonces. Puede que me leyera usted la mente, y por eso le pareció todo tan triste. A mí no me parecía tan triste en aquel momento, pero ahora, cuando pienso en ello, sí me lo parece un poco.

Había estado hablándole a Madame, pero sentía a Tommy moviéndose a mi lado, y era consciente de la textura de su ropa, de todo lo que tenía que ver con su persona. Y Madame dijo:

– Es muy, muy interesante. Pero ni entonces podía ni hoy puedo leer la mente de nadie. Lloraba por una razón totalmente diferente. Cuando te vi bailando aquella tarde, vi también algo más. Vi un mundo nuevo que se avecinaba velozmente. Más científico, más eficiente. Sí. Con más curas para las antiguas enfermedades. Muy bien. Pero más duro. Más cruel. Y veía a una niña, con los ojos muy cerrados, que apretaba contra su pecho el viejo mundo amable, el suyo, un mundo que ella, en el fondo de su corazón, sabía que no podía durar, y lo estrechaba con fuerza y le rogaba que nunca, nunca la abandonara. Eso es lo que yo vi. No te vi realmente a ti, ni lo que estabas haciendo. Pero te vi y se me rompió el corazón. Y jamás lo he olvidado.

Entonces se acercó hasta quedar casi a un paso de nosotros.

– Lo que nos habéis dicho esta tarde me ha emocionado también. -Miró a Tommy, y luego a mí-. Pobres criaturas. Me gustaría tanto poder ayudaros. Pero ahora estáis solos.

Alargó la mano, sin dejar de mirarme a la cara ni un instante, y la puso en mi mejilla. Sentí cómo un temblor la recorría de pies a cabeza, pero dejó la mano donde estaba, y vi que volvían a asomar a sus ojos las lágrimas.

– Pobres criaturas -repitió, casi en un susurro.

Y dio media vuelta y entró en la casa.

En el viaje de regreso apenas hablamos de nuestra visita a Madame y a la señorita Emily. O, si lo hicimos, fue de las cosas menos importantes, como de lo envejecidas que nos habían parecido, o de las cosas que habíamos visto en su casa.

Me mantuve todo el tiempo en las carreteras secundarias menos iluminadas que conocía, donde sólo nuestros faros turbaban la total oscuridad. De cuando en cuando nos cruzábamos con otros faros, y entonces tenía la sensación de que pertenecían a otros cuidadores que volvían a casa solos, o quizá, como yo, con un donante a su lado. Era consciente, por supuesto, de que otras muchas gentes utilizaban esas carreteras, pero aquella noche me daba la impresión de que aquellos apartados vericuetos del país existían sólo para gente como nosotros, mientras que las grandes y rutilantes autopistas, con sus gigantescos letreros y sus confortables cafeterías, eran para todos los demás. No sé si Tommy estaba pensando algo parecido. Quizá sí, porque en un momento dado comentó:

– Kath, conoces unas carreteras bastante raras.

Rió un poco al decirlo, pero enseguida pareció sumirse en sus pensamientos. Y luego, cuando avanzábamos por una vía particularmente oscura, en medio de ninguna parte, dijo de pronto:

– Creo que la que tenía razón era la señorita Lucy. No la señorita Emily.

No recuerdo si le respondí. Si lo hice, ciertamente no fue nada profundo. Pero ése fue el momento en que percibí algo en su voz, o quizá en su modo de comportarse, que hizo que se disparara un lejano timbre de alarma. Recuerdo que aparté la vista de la carretera para dirigirla a él, pero lo vi allí sentado a mi lado, en calma, con la mirada fija en el asfalto.

Unos minutos después, dijo de pronto:

– ¿Podemos parar, Kath? Lo siento, pero tengo que bajarme un momento.

Pensé que se estaba mareando otra vez, así que aminoré la marcha inmediatamente y detuve el coche en el arcén, casi rozando el seto. Era un tramo completamente oscuro, y aunque dejé los faros encendidos, estaba muy nerviosa por miedo a que un vehículo tomara la curva a mucha velocidad y chocara contra nosotros. Por eso, cuando Tommy se bajó y desapareció en la oscuridad, no le acompañé. Pero en la forma en que se había bajado del coche había creído ver una firme determinación que daba a entender que, por mucho que se sintiera mal, prefería arreglárselas solo. Sea como fuere, ésa era la razón por la que yo aún seguía en el coche, y estaba preguntándome si arrancar y estacionarlo un poco más arriba de la ladera cuando de pronto oí el primer grito.

Al principio ni siquiera pensé que fuera él, sino algún loco que anduviera rondando entre los arbustos. Estaba ya fuera del coche cuando me llegó el segundo grito, y el tercero, y entonces ya sabía que era Tommy, y ello no atenuó en absoluto mi sensación de apremio. Antes bien, durante un instante, al no poder ubicar a Tommy, estuve al borde del pánico. No podía ver nada, y cuando traté de ir hacia los gritos me topé con una espesura impenetrable. Logré encontrar un hueco entre los matorrales, crucé una zanja y llegué a una valla. Me las arreglé para pasar por encima de ella y hundí los pies en un barro blando.

Ahora podía ver mucho mejor dónde me encontraba. Era un campo que descendía abruptamente un poco más adelante, y alcancé a ver las luces de un pueblecito situado al fondo del valle. El viento era muy fuerte, y una ráfaga me golpeó con tal virulencia que me vi obligada a agarrarme a un poste de la valla. La luna no era aún llena, pero iluminaba lo bastante para permitirme ver la figura de Tommy. Gritaba y lanzaba puñetazos y patadas, hecho una fiera, unos metros más allá, donde el campo empezaba a descender con brusquedad.

Intenté correr hacia él, pero era como si el barro succionara mis pies hacia abajo. El barro también le impedía a Tommy moverse libremente, porque en un momento dado vi que, al lanzar una patada, resbalaba y se lo tragaba la negrura de la noche. Pero siguió soltando maldiciones, y llegué a donde había caído en el momento mismo en que se estaba levantando. A la luz de la luna vi su cara, manchada de barro y distorsionada por la cólera, y estiré las manos y le agarré con fuerza los brazos para que dejara de agitarlos frenéticamente. Él trató de zafarse, pero yo no le solté, hasta que dejó de gritar y me pareció que al fin su furia amainaba. Al poco me di cuenta de que él también me tenía entre sus brazos. Y durante lo que se me antojó una eternidad seguimos allí de pie, en lo alto de aquel campo, sin decir nada, abrazándonos, mientras el viento soplaba contra nosotros y nos tiraba de la ropa, y seguimos aferrándonos el uno al otro como si fuera la única manera de impedir que nos arrastrara al fondo de la noche.

Cuando por fin nos separamos, Tommy dijo entre dientes:

– Lo siento de veras, Kath. -Luego lanzó una risa temblorosa y añadió-: Menos mal que ahora no hay vacas. Se habrían llevado un buen susto.

Vi que estaba haciendo todo lo posible por tranquilizarme, por asegurarme que todo había pasado, pero el pecho seguía palpitándole con fuerza y las piernas le temblaban. Volvimos juntos hacia el coche tratando de no resbalar.

– Apestas a caca de vaca -dije, al rato.

– Oh, Dios, Kath, ¿cómo voy a explicar esto? Tendremos que entrar por la parte de atrás.

– Tienes que dar cuenta de tu llegada.

– Oh, Dios -dijo.

Y volvió a reírse.

Encontré unos trapos en el coche, y nos limpiamos como pudimos la bosta de vaca. Pero cuando revolvía el maletero en busca de los trapos, saqué la bolsa de deportes con sus dibujos de animales, y al subir al coche vi que Tommy la metía en la trasera y la ponía sobre el asiento.

Recorrimos un trecho sin hablar mucho. Tommy se había puesto la bolsa sobre el regazo, y yo aguardaba a que dijera algo acerca de los dibujos, e incluso se me ocurrió que estaba incubando otro arrebato, y que iba a tirarlos todos por la ventanilla. Pero siguió con la bolsa bien sujeta con las dos manos mientras miraba fijamente la carretera oscura que se extendía ante nosotros. Después de un largo silencio, dijo:

– Siento lo de antes, Kath. De veras que lo siento. Soy un verdadero idiota. -Y luego añadió-: ¿En qué piensas, Kath?

– Estaba pensando -dije- en el pasado, en Hailsham, cuando te ponías como loco, como ahora, y no podíamos entenderte. No podíamos comprender cómo cogías aquellas rabietas. Y me ha venido a la cabeza la idea, bueno, una especie de pensamiento. Que quizá la razón de que te pusieras como te ponías era que, de una manera o de otra, tú siempre lo supiste.

Tommy se quedó pensativo ante esto, y sacudió la cabeza.

– No lo creo, Kath. No, siempre se trató sólo de mí, de mi persona. Era un idiota. Eso es todo. -Luego dejó escapar una débil risa, y dijo-: Pero es una idea curiosa. Quizá sí, quizá lo sabía, en lo más hondo de mi ser. Y el resto de vosotros no.

23

Nada pareció cambiar mucho en la semana siguiente a nuestro viaje. Aunque yo nunca pensé que las cosas fueran a seguir siendo las mismas y, sin ningún género de dudas, a principios de octubre, empecé a detectar pequeños cambios. Como botón de muestra, y aunque siguió haciendo sus dibujos de animales, Tommy se cuidaba muy mucho de dibujarlos en mi presencia. Nunca volvimos a ser del todo los mismos que cuando empecé a ser su cuidadora, y el pasado de las Cottages seguía gravitando sobre ambos. Pero era como si hubiera reflexionado sobre ello y hubiera tomado una decisión: seguir con sus animales cuando le viniera en gana, pero si yo entraba en su cuarto dejar de dibujarlos y guardarlos de inmediato. Y a mí no me dolía que lo hiciera. De hecho, en cierto modo, era un alivio: aquellos animales que nos miraban fijamente a la cara cuando estábamos juntos sólo nos habrían incomodado aún más.

Pero además hubo otros cambios menos fáciles de asimilar. No quiero decir que a veces no nos lo pasáramos bien en su habitación. Incluso practicábamos el sexo de cuando en cuando. Pero lo que no podía dejar de advertir era que Tommy se sentía cada día más y más identificado con los demás donantes del centro. Si, por ejemplo, estábamos recordando cosas de Hailsham, él, tarde o temprano, acababa sacando a colación el hecho de que alguno de sus compañeros del centro había dicho o hecho algo parecido a lo que estábamos evocando. Recuerdo una vez en que llegué a Kingsfield después de un largo viaje. Me bajé del coche, y la Plaza tenía un aire similar al del día en que Ruth y yo llegamos para recoger a Tommy e ir a ver el barco. Era una tarde nublada de otoño, y no había nadie a la vista salvo un grupo de donantes apiñados bajo el tejado saliente del edificio de recreo. Tommy estaba entre ellos -de pie, con un hombro apoyado contra un poste- y escuchaba a un donante que estaba en cuclillas en las escaleras de la entrada. Me dirigí hacia ellos, pero de pronto me detuve y me quedé esperando en medio de la Plaza, bajo el cielo gris. Pero Tommy, a pesar de haberme visto, siguió escuchando a su amigo, hasta que al final todos estallaron en carcajadas. Incluso entonces siguió escuchando y sonriendo. Luego aseguraría que me había hecho una seña para que me acercara pero, en caso de ser cierto, su gesto no había sido en absoluto claro. Lo único que yo vi fue que se reía señalando vagamente en mi dirección, y que volvía a prestar atención a lo que su compañero estaba diciendo. Muy bien, estaba ocupado, es cierto, y al cabo de un par de minutos vino hacia donde yo estaba y los dos subimos a su cuarto. Pero todo había sido muy distinto de como solía ser al principio. No era sólo que me había tenido esperándole en medio de la Plaza. Eso no me habría importado tanto. Era más bien que aquel día, por primera vez, había percibido en él algo muy parecido al resentimiento -sólo por el hecho de tener que venir conmigo-, y una vez que estuvimos solos en su habitación el ambiente que se respiraba entre nosotros no era lo que se dice festivo.

Si he de ser justa, también yo tuve parte de culpa. Porque al quedarme allí mirando cómo charlaban y reían, sentí una inopinada punzada interna; porque en el modo en que los donantes se habían agrupado en semicírculo, en sus posturas -de pie o sentados-, casi estudiadamente relajados, como en ademán de anunciar al mundo lo mucho que cada uno de ellos disfrutaba de la compañía de los otros, me recordaban en cierto modo cómo nuestro pequeño grupo de amigas solía sentarse cerca del pabellón haciendo corro. La comparación, como digo, hizo que sintiera algo en mi interior, y tal vez a causa de ello, una vez en su habitación, también yo sentía dentro la comezón del resentimiento.

Y sentía algo parecido cada vez que Tommy me decía que yo no entendía esto o lo otro porque aún no era donante. Pero excepto una ocasión en concreto, a la que me referiré dentro de un momento, no se trataba más que de una comezón muy leve. Normalmente Tommy me decía esas cosas medio en broma, casi cariñosamente. E incluso cuando lo hacía de forma más desabrida, como cuando me dijo que dejara de llevar su ropa sucia a la lavandería porque podía hacerlo él mismo, la cosa nunca degeneraba en pelea. Esa vez le había preguntado:

– ¿Qué más da quién baje las toallas a la lavandería? A mí me pilla de camino.

A lo que él, sacudiendo la cabeza, había respondido:

– Mira, Kath, de mis cosas me ocuparé yo. Si fueras donante, lo entenderías.

Muy bien, me molestaba oírlo, pero era algo que podía olvidar fácilmente. En cambio, como he dicho, hubo una vez en la que el hecho de decirme que no era donante me sacó de mis casillas.

Sucedió aproximadamente una semana después de que llegara el aviso para su cuarta donación. Estábamos esperándolo, y habíamos hablado de ello largo y tendido. De hecho, hablando de su cuarta donación habíamos tenido algunas de nuestras conversaciones más íntimas desde nuestro viaje a Littlehampton. Hay donantes que quieren hablar de ello todo el tiempo, de un modo absurdo e incesante. Y hay quienes bromean sobre ello, y quienes ni siquiera quieren mencionarlo. Y luego está esa curiosa tendencia de los donantes a tratar la cuarta donación como algo merecedor de enhorabuenas. A un donante en «su cuarta», aun cuando se trate de alguien que hasta el momento no haya gozado de excesivas simpatías, se le trata con especial respeto. Hasta el personal médico lo halaga: cuando un donante en «su cuarta» va a hacerse los análisis, es acogido con sonrisas y apretones de manos por médicos y enfermeras. Bien, Tommy y yo charlamos de todo esto, a veces en tono jocoso y otras seria y concienzudamente. Abordamos los diferentes modos que había de enfrentarse a ello, y cuáles eran los más sensatos. Una vez, tendidos el uno junto al otro en la cama mientras la oscuridad iba cerniéndose sobre la habitación, Tommy dijo:

– ¿Sabes por qué es, Kath? ¿Sabes por qué todos nos preocupamos tanto por la cuarta? Porque no estamos seguros de que vayamos realmente a «completar». Si uno tuviera la certeza de que iba a «completar», todo se le haría mucho más fácil. Pero nadie puede darte esa certeza.

Yo llevaba ya un tiempo preguntándome si esto saldría a relucir algún día, y había pensado en cómo responderle. Pero cuando llegó el momento apenas supe qué decir. Así que dije:

– Son un montón de bobadas, Tommy. Pura palabrería. Ni siquiera merece la pena pensar en ello.

Pero Tommy sabía que no tenía nada en que apoyar mis protestas. Sabía, también, que eran interrogantes para los que ni siquiera los médicos tenían respuestas ciertas. Se ha hablado mucho de ello. De cómo quizá, después de la cuarta donación, aun cuando técnicamente hayas «completado», en cierta medida sigues conservando la conciencia; de cómo descubres que luego hay más donaciones, muchas más, al otro lado de esa línea divisoria; de cómo ya no hay más centros de recuperación, no más cuidadores, no más amigos; de cómo ya no hay nada que hacer más que estar atento a las donaciones que aún te esperan, hasta que éstas te extingan. Es una película de terror, y la mayoría de las veces la gente no quiere pensar en ello. Ni el personal médico, ni los cuidadores, ni, normalmente, los donantes mismos. Pero de cuando en cuando alguno de ellos lo saca a colación, como Tommy aquella tarde (hoy miro hacia atrás y me gustaría haber hablado de todo ello). El caso es que, después de que le pidiera que dejara de pensar en ello, que no era más que pura palabrería, los dos dejamos por completo el tema y hablamos de otras cosas. Tommy al menos me había hablado de lo que pensaba al respecto, y me alegraba que hubiera confiado en mí hasta tal punto. Lo que estoy queriendo decir es que, en general, tenía la impresión de que nos estábamos enfrentando a su cuarta donación muy bien juntos, y de que por eso me dejó tan anonadada lo que me había dicho aquel día en que paseamos por el campo.

Kingsfield no tiene mucho terreno. La Plaza es el obligado punto de reunión, y los espacios vacíos que hay detrás de los edificios tienen un aire de tierra baldía. El retazo más grande, que los donantes llaman «el campo», es un rectángulo lleno de maleza y cardos cercado por una alambrada. Siempre se ha hablado de convertirlo en una pradera de césped para disfrute de los donantes, pero hasta el día de hoy no se ha hecho nada al respecto. Pasear por él puede no resultar tan apacible a causa de la gran carretera de las cercanías. Pero cuando los donantes están inquietos y necesitan estirar las piernas tienden de todas formas a aventurarse a través de las zarzas y ortigas que lo pueblan. La mañana de que hablo había una niebla espesa, y yo sabía que el campo estaría empapado, pero Tommy había insistido en que saliéramos a dar un paseo. No es extraño, pues, que fuéramos los únicos paseantes en «el campo» (lo cual pareció complacer a Tommy). Después de bregar contra los matorrales durante un rato, se detuvo junto a la alambrada y se quedó mirando hacia la niebla vacía del otro lado. Y dijo:

– Kath, no quiero que te lo tomes a mal. Pero he estado dándole vueltas a la cabeza y creo que tendría que cambiar de cuidador.

En los segundos que siguieron caí en la cuenta de que lo que me había dicho no me sorprendía en absoluto; que, en cierto modo extraño, lo esperaba. De todas formas estaba disgustada y no dije nada.

– No es sólo porque se esté acercando mi cuarta donación, Kath -continuó él-. No es sólo por eso. Es por cosas como las de la semana pasada. Cuando tuve ese problema de riñones. Pronto voy a empezar a tener montones de problemas de ese tipo.

– Por eso vine a buscarte -dije-. Precisamente por eso vine en tu ayuda. Por lo que ahora está empezando. Y también porque Ruth lo quería así.

– Ruth quería lo otro para nosotros -dijo Tommy-. No veo por qué tendría que querer necesariamente que estuvieras conmigo hasta el final.

– Tommy -dije, y supongo que entonces estaba ya furiosa, aunque seguía controlándome y hablando con voz calma-. Soy la única que puede ayudarte. Ésa es la razón por la que te busqué y te encontré después de tanto tiempo.

– Ruth quería lo otro para nosotros -repitió Tommy-. Y esto es totalmente diferente. Kath, no quiero que me veas como pronto voy a estar.

Estaba mirando al suelo, con una palma pegada a la alambrada, y por espacio de unos instantes pareció escuchar atentamente los ruidos del tráfico que llegaban del otro lado de la niebla. Y fue entonces cuando lo dijo, sacudiendo ligeramente la cabeza.

– Ruth lo habría entendido. Era una donante, y por tanto lo habría entendido. No estoy queriendo decir que por fuerza habría querido lo mismo para ella. Si hubiera podido elegir, puede que hubiera querido que siguieras siendo su cuidadora hasta el final. Pero habría entendido que yo quiera hacerlo a mi manera. Kath, a veces no puedes verlo. No puedes verlo porque no eres donante.

Fue al decir esto cuando di media vuelta y me fui. Como he dicho, estaba preparada para que me dijera que no quería que siguiera siendo su cuidadora. Pero lo que realmente me dolió, después de toda una serie de pequeños detalles -como cuando me dejó allí de pie en medio de la Plaza-, fue lo que dijo en aquel momento, la forma en que me marginó otra vez, no sólo de los demás donantes sino de sí mismo y de Ruth.

Aunque esto tampoco acabó en una gran pelea. Cuando me fui con cajas destempladas no me quedó más remedio que volver a su habitación. Tommy subió unos minutos después, y entonces yo ya me había calmado, y él también, y pudimos mantener una conversación como es debido sobre el asunto. Fue un poco tirante, es cierto, pero hicimos las paces, e incluso abordamos algunos aspectos prácticos sobre el hecho de cambiar de cuidador. Entonces, estando allí sentados uno al lado del otro en el borde de la cama, a la luz mortecina de la lámpara, me dijo:

– No quiero que volvamos a pelearnos, Kath. Pero tengo muchas ganas de preguntarte algo. ¿No te cansas de ser cuidadora? Todos los demás llevamos mucho tiempo siendo donantes. Y tú llevas años haciendo esto. ¿No te apetece a veces, Kath, que te manden pronto el aviso?

Me encogí de hombros.

– No me importa. En cualquier caso, hacen falta buenos cuidadores. Y yo soy una buena cuidadora.

– Pero ¿de verdad es tan importante? Muy bien, es estupendo tener un buen cuidador. Pero a fin de cuentas, ¿importa tanto? Los donantes donarían de todas formas, y luego «completarían».

– Pues claro que es importante. Un buen cuidador tiene una importancia decisiva en cómo es la vida de un donante.

– Pero toda esta vida acelerada que tú llevas. Todo ese andar de un lado para otro hasta la extenuación, y toda esa soledad. Te he estado observando. Te está consumiendo. Seguro que sí, Kath; seguro que a veces estás deseando que te digan que ya puedes dejarlo. No sé por qué no hablas con ellos, por qué no les preguntas la razón de que tarden tanto. -Se quedó callado, y luego dijo-: Me lo pregunto, simplemente. No quiero que discutamos.

Puse la cabeza sobre su hombro, y dije:

– Sí… Puede que ya no tarde mucho, de todas formas. Pero de momento tengo que seguir. Aunque tú no quieras que me quede contigo, hay otros que sí quieren.

– Supongo que tienes razón, Kath. Eres una cuidadora buena de verdad. Serías perfecta para mí si no fueras tú. -Soltó una risita y me rodeó con el brazo, aunque seguimos sentados uno al lado del otro. Luego dijo-: No hago más que pensar en ese río de no sé qué parte, con unas aguas muy rápidas. Y en esas dos personas que están en medio de ellas, tratando de agarrarse mutuamente, aferrándose con todas sus fuerzas el uno al otro, hasta que al final ya no pueden aguantar más. La corriente es demasiado fuerte. Tienen que soltarse, y se separan, y se los lleva el agua. Pienso que eso es lo que pasa con nosotros. Qué pena, Kath, porque nos hemos amado siempre. Pero al final no podemos quedarnos juntos.

Cuando dijo esto, recordé cómo lo había agarrado con todas mis fuerzas aquella noche en aquel campo azotado por el viento, en el camino de regreso de Littlehampton. No sé si él estaba pensando también en eso, o si seguía pensando en sus ríos de corrientes tempestuosas. En cualquier caso, seguimos sentados en el borde de la cama durante largo rato, sumidos en nuestros pensamientos. Y al final le dije:

– Siento haberme enfadado tanto antes. Les hablaré. Intentaré que te asignen un cuidador realmente bueno.

– Qué pena, Kath… -volvió a decir.

Y no creo que habláramos más de ello en toda la mañana.

Recuerdo que las semanas que siguieron -las semanas antes de que el nuevo cuidador se hiciera cargo- fueron sorprendentemente apacibles. Quizá Tommy y yo nos esforzábamos muy especialmente por ser amables el uno con el otro, pero el tiempo pareció transcurrir de un modo casi desenfadado. Podría pensarse que, en la situación en que estábamos, tendríamos que habernos visto inmersos en una sensación de irrealidad. Pero nosotros no nos sentimos nada extraños en aquel momento. Yo estaba bastante ocupada con dos de mis otros donantes del norte de Gales, y ello me había mantenido apartada de Kingsfield más de lo que yo habría deseado, pero aun así me las arreglaba para visitar a Tommy tres o cuatro veces a la semana. El tiempo se hizo más frío, aunque seguía seco y a menudo soleado, y se nos pasaban las horas en su habitación, a veces practicando el sexo, las más de las veces charlando. A veces Tommy escuchaba cómo le leía en alto. Una o dos veces, incluso, sacó su cuaderno y garabateó unas cuantas ideas para sus animales mientras yo le leía desde la cama.

Hasta que fui a verle el último día. Llegué justo después de la una, una tarde fresca de diciembre. Subí presintiendo algún cambio, no sabía cuál. Quizá pensé que habría puesto algún elemento nuevo de decoración o algo por el estilo pero, por supuesto, todo estaba como siempre, y, bien mirado, fue un alivio. Tampoco Tommy parecía nada diferente, pero cuando empezamos a hablar se nos hizo difícil simular que era una visita más. Habíamos hablado tanto las semanas anteriores que no nos daba la sensación de que tuviéramos nada especial que cumplir aquella tarde. Y creo que ambos nos sentíamos reacios a empezar cualquier conversación que luego lamentaríamos no haber podido acabar cabalmente. Así que en nuestra charla de aquel día hubo una especie de vacío.

Sin embargo, en un momento dado, después de haberme estado paseando sin ton ni son por la habitación, le pregunté:

– Tommy, ¿te alegras de que Ruth «completara» antes de saber todo lo que nosotros averiguamos en Littlehampton?

Estaba echado en la cama y, antes de responder, siguió mirando con fijeza el techo durante un momento.

– Qué extraño, porque yo estuve pensando en lo mismo el otro día. Lo que no debes olvidar, cuando pienses en este tipo de cosas, es que Ruth era distinta de nosotros. Tú y yo, desde el principio, desde que éramos muy pequeños, siempre estábamos tratando de descubrir cosas. ¿Te acuerdas, Kath, de todas aquellas charlas secretas que solíamos tener? Pero Ruth no era así. Ella siempre quería creer en cosas. Ésa era Ruth. Así que sí, en cierta manera creo que es mejor que haya sucedido de este modo. -Se quedó callado, y luego dijo-: Claro que lo que descubrimos aquel día, con la señorita Emily y demás, no cambia nada lo de Ruth. Al final nos deseó lo mejor. De verdad quiso lo mejor para nosotros.

A aquellas alturas no quise embarcarme en una conversación seria sobre Ruth, así que me limité a decirle que estaba de acuerdo. Pero ahora que he tenido más tiempo para pensar en ello, no estoy muy segura de cómo me siento. Una parte de mí sigue deseando haber podido compartir con Ruth todo lo que Tommy y yo descubrimos. De acuerdo, quizá ella se habría sentido mal al saberlo; quizá le hubiera hecho ver que el daño que nos había infligido en un tiempo no podía ser reparado tan fácilmente como creía. Y, si he de ser sincera, quizá ello no sea sino una pequeña parte de un deseo más grande de que lo hubiera sabido todo antes de «completar». Pero a la postre, creo que hay algo más, algo más que mi mero deseo mezquino y vengativo. Porque, como Tommy dijo, ella quiso lo mejor para nosotros al final, y aunque aquel día en el coche me dijo que no esperaba que la perdonase nunca, se equivocaba. No siento ninguna inquina hacia ella. Cuando digo que me habría gustado que hubiera llegado a saberlo todo, es más bien por la tristeza que siento ante la idea de que haya acabado de forma distinta a la de Tommy y mía. Porque es como si hubieran trazado una raya y Tommy y yo estuviéramos a un lado y Ruth al otro y, a fin de cuentas, eso me pone triste, y creo que también a ella la entristecería si pudiera verlo.

Tommy y yo no nos hicimos ninguna gran despedida aquel día. Cuando llegó la hora, bajó las escaleras conmigo -algo que no solía hacer- y cruzamos la Plaza juntos en dirección al coche. Dada la época del año, el sol se estaba poniendo detrás de los edificios. Como de costumbre, había unas cuantas figuras en sombra bajo el tejado saliente, pero la Plaza estaba vacía. Tommy estuvo callado durante todo el trecho hasta el coche. Y al final soltó una risita y dijo:

– ¿Te acuerdas, Kath, cuando jugaba a fútbol en Hailsham? Tenía un pequeño secreto. Cuando metía un gol, me daba la vuelta así -dijo, levantando los brazos en señal de triunfo- y corría hacia mis compañeros de equipo. Nunca me volvía loco ni nada parecido. Sólo corría hacia mis compañeros con los brazos en alto. Así. -Se quedó quieto un momento, con los brazos aún levantados. Luego los bajó y me sonrió-. Y en mi cabeza, Kath, cuando estaba corriendo, siempre me imaginaba que estaba chapoteando en el agua. Un agua no profunda, que me cubría sólo hasta los tobillos. Eso es lo que solía imaginar, una vez tras otra. Chapoteando, chapoteando, chapoteando… -Volvió a levantar los brazos-. Y me sentía realmente bien. Metía un gol, me daba la vuelta, y chapoteaba y chapoteaba y chapoteaba… -Me miró, y soltó otra pequeña carcajada-. Lo hice durante todos aquellos años, y jamás se lo dije a nadie.

Me eché a reír también, y dije:

– Oh, Tommy, chico loco…

Después de eso, nos besamos -un beso muy suave-, y subí al coche. Tommy siguió allí de pie mientras yo rodeaba la Plaza para enfilar el camino de entrada. Luego, mientras me alejaba, sonrió y me hizo adiós con la mano. Yo lo miré por el retrovisor, y vi que se quedaba allí hasta el último momento. Y justo al final lo vi levantar la mano otra vez de una forma vaga, y volverse y echar a andar hacia el tejado saliente del edificio de recreo. Y la Plaza desapareció del retrovisor.

Hace un par de días estuve hablando con uno de mis donantes que se quejaba de que los recuerdos, incluso los más preciosos, se desvanecen con una rapidez asombrosa. Pero yo no estoy de acuerdo. Mis recuerdos más caros no se desdibujan jamás en mi memoria. Perdí a Ruth, y luego perdí a Tommy, pero no voy a perder mi memoria de ellos.

Supongo que perdí también Hailsham. Sigues oyendo historias de algunos ex alumnos que aún lo buscan, o al menos buscan el lugar donde un día estuvo. Y de cuando en cuando algún rumor que otro sobre aquellas cosas en las que ha podido convertirse hoy Hailsham: un hotel, un colegio, unas ruinas. Yo, a pesar de todo lo que viajo, nunca he tratado de encontrarlo. No estoy realmente interesada en verlo, sea lo que sea lo que es hoy.

Entiéndaseme: aunque digo que jamás busco Hailsham, no niego que a veces, cuando conduzco por el país, de pronto creo divisarlo en la distancia. Veo un pabellón de deportes a lo lejos y estoy segura de que es el nuestro. O una hilera de álamos en el horizonte, junto a un enorme roble algodonoso, y durante un segundo tengo la certeza de que estoy llegando al Campo de Deportes Sur desde el extremo opuesto. Una mañana gris, en Gloucestershire, en un largo tramo de carretera, pasé junto a un coche averiado, apartado en el área de descanso, y tuve la convicción de que la chica que estaba de pie delante de él, mirando con expresión vacía a los coches que se acercaban, era Susanna C., que estaba un par de cursos delante de nosotros y era una de las monitoras de los Saldos. Estos momentos me sobrevienen cuando menos lo espero, cuando estoy conduciendo pensando en algo completamente diferente. Así que, en cierto nivel inconsciente, quizá también yo estoy buscando Hailsham.

Pero como digo, no lo busco deliberadamente, y de todas formas a finales de este año ya no estaré viajando continuamente de un sitio para otro. Así que, con toda probabilidad, ya no se me aparecerá en ninguna parte, y, pensándolo bien, me alegro de que así sea. Es como con mis recuerdos de Tommy y Ruth. En cuanto pueda llevar una vida más tranquila, sea cual sea el centro al que me destinen, Hailsham estará conmigo, a salvo, en mi cabeza, y será algo que ya nadie me podrá arrebatar jamás.

Lo único que me he permitido en este sentido -y una sola vez, un par de semanas después de oír que Tommy había «completado»- fue ir en el coche a Norfolk sin ninguna necesidad de hacerlo. No iba a buscar nada en particular, y no llegué hasta la costa. Quizá tenía ganas de ver todas aquellas planicies vacías y los enormes cielos grises. En un momento dado me encontré en una carretera en la que nunca había estado, y durante aproximadamente media hora no supe dónde estaba, y no me importó en absoluto. Pasaba junto a campos y campos llanos, anodinos, prácticamente sin cambio alguno en el paisaje salvo cuando algún puñado de pájaros, al oír el motor del coche, levantaba el vuelo desde los surcos. Al final divisé unos cuantos árboles, no lejos del arcén, y conduje hacia ellos, y me detuve, y bajé del coche.

Me vi ante unas cuantas hectáreas de tierra cultivada. Había una valla que me impedía el paso, con dos filas de alambre de espino, y vi cómo esta valla y el grupo de tres o cuatro árboles cuyas copas se alzaban sobre mi cabeza eran las únicas barreras contra el viento en kilómetros y kilómetros. A lo largo de la valla, sobre todo en la hilera inferior de alambre de espino, se habían enmarañado todo tipo de brozas y desechos. Eran como esos restos que pueden verse en las orillas del mar: el viento habría arrastrado parte de ellos a través de largas distancias, hasta que aquella valla y aquellos árboles los habían detenido. En lo alto de las ramas, ondeando al viento, se veían trozos de plástico y bolsas viejas. Fue la única vez -allí de pie, mirando aquella extraña basura, sintiendo cómo el viento barría aquellos yermos campos- en que me permití imaginar una pequeña fantasía. Porque, después de todo, aquello era Norfolk, y hacía apenas dos semanas que había perdido a Tommy. Pensé en todos aquellos desperdicios, en los plásticos que se agitaban entre las ramas, en la interminable ristra de materias extrañas enganchadas entre los alambres de la valla, y entrecerré los ojos e imaginé que era el punto donde todas las cosas que había ido perdiendo desde la infancia habían arribado con el viento, y ahora estaba ante él, y si esperaba el tiempo necesario una diminuta figura aparecería en el horizonte, al otro extremo de los campos, y se iría haciendo más y más grande hasta que podría ver que era Tommy, que me hacía una seña, que incluso me llamaba. La fantasía no pasó de ahí -no permití que fuera más lejos-, y aunque las lágrimas me caían por las mejillas, no estaba sollozando abiertamente ni había perdido el dominio de mí misma. Aguardé un poco, volví al coche y me alejé en él hacia dondequiera que me estuviera dirigiendo.


  1. <a l:href="#_ftnref4">[IV]</a> «Cresta de la ola» y «Vista marítima». (N. del T.)