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Su padre no estaba en casa, pero no se dio cuenta enseguida. En el regreso, subiendo hacia la calle Alta después de rodear la catedral, en un trayecto más largo del necesario, en un trayecto en el que no pensó, aunque le parecía bien que se hubiera hecho largo, el aire llevó hasta su nariz un olor que desconocía. Era un olor limpio, fresco, de hojas, de hojas o de alguna planta que no había olido nunca. Sólo llegaba de vez en cuando, como si estuviera en algún sitio de afuera. Pero no era de afuera, porque lo había sentido en la revuelta de la catedral, en el callejón de la escalinata hacia el alto y en la Rampa de Sotileza bajando a la Plaza de las Estaciones. Acercó la nariz al chaquetón y tuvo la impresión de que estaba allí. ¿Christine? ¿Christine se había quedado en su chaquetón sin rozarle siquiera? Tal vez, se rozaron. Al dar vuelta a una esquina demasiado juntos, en un movimiento de dos mal sincronizado, en cualquier paso en que las distancias se agitaran, porque, después de todo, nunca habían caminado juntos y era posible el desajuste, el tropiezo, el roce. Olió varias veces seguidas el chaquetón, pero al final se dio cuenta de que el olor continuaba aunque la nariz no se acercara al paño. ¿Se había quedado en su nariz y la nariz estaba recordando? No podía imaginar que el olfato tuviera memoria. Cabía también dentro de lo posible que la colonia o el perfume de Christine hubiera ido esparciendo sus moléculas, igual que los surtidores desalojan en sus bordes diminutas gotas de agua, y que algunas de esas moléculas se le quedaran en las fosas. Olor a hoja, a muchas hojas brillantes y verdes cubriendo el suelo, un suelo grande, justamente debajo, acostado debajo, de un cielo de un solo color.
Cuando llegó a la buhardilla pensó que, con un poco de suerte, el olor se quedaría allí encerrado hasta la mañana siguiente, por lo menos. No tenía hambre. En realidad, tenía hambre, lo que pasaba es que no quería meter nada en el cuerpo, no quería masticar, no quería hacer la digestión, no quería tener que sentir, sólo porque tuviera hambre, cosas distintas de las que sentía. El cuerpo estaba bien así, despejado para el olor de Christine.
El guiso de patatas y almejas que había cocinado la noche anterior seguía en la olla roja, y las rabas de calamar cortadas y lavadas, en el escurridor. Su padre no había comido todavía. Su padre no estaba en la buhardilla. Su padre no había comido, ni estaba presente cuando eran casi las cinco de la tarde. Sólo entonces, y dando manotazos a su conciencia reciente, dando manotazos al recuerdo tan cercano, tan vivo, de Christine, dando auténticos manotazos, pudo hacerse con claridad una pregunta importante: ¿dónde estaba el padre?
Bajó al bar de Fitu con la pregunta botándole en la cabeza, pero sin sentir de verdad lo que significaba la pregunta. Tenía a Christine en el corazón (y en la nariz) y a su padre en la cabeza.
Fitu, con los grandes mostachos y los ojos chicos por encima de los mostachos, le dijo que su padre no había pasado. El hombre gordo le hizo aterrizar un poco. Jacobo nunca comprendió del todo aquella mirada fría, siempre fría con él, y su actitud protectora cuando le pasaba algo. Un día de hacía dos o tres años, le sacó de una pelea agarrándole del cuello del chaquetón. Dejó que los otros, que también eran del barrio y conocidos suyos, continuaran la gresca, pero a él le sacó y le colocó a su lado en la puerta del bar hasta que el asunto quedó resuelto. Mientras tanto, no le dijo nada, ni una sola palabra, y Jacobo tampoco se atrevió a preguntar.
Tiró hacia el puerto. Al cabo de un rato preguntó en la Simoneta y después se presentó en el Ciaboga. Fermín estaba en la puerta fumando un pitillo, sin mandil y sin gorro, y le vio llegar desde el lado de la dársena. El vikingo no hizo ningún gesto, ni pareció especialmente contento de verle. A medida que Jacobo se iba acercando, al cocinero le costaba más aguantar la mirada. El muchacho se imaginó algo en ese momento, pero tuvo que esperar hasta que Fermín le dijo:
– Tu padre está ahí dentro. Se ha arrimado a una mesa de caralavadas.
Las palabras se le quedaron tan grabadas como el gesto de esquiva de Fermín intentando no mirarle y no decir nada más. A través de los cristales del pasadizo, Jacobo vio a su padre sentado muy cerca de tres individuos de veintipocos años, con jerséis de pico, pelo corto y cara sin señales. Una especie de universitarios, esa clase de gente que da paseos en grupo por la tarde, habla de su familia y se hace vieja con cara de niño. En el Barrio, los llamaban «caralavadas». Jacobo, sin saber cómo, había empezado a odiar a los universitarios un año antes, cuando pensó que él podía llegar a ser uno de ellos. Veía la universidad como el colegio definitivo al que van los que tienen familia para ser como su familia, en una continuación de la cadena de estupidez y cobardía que controla el mundo. No sabía por qué mezclaba tantas cosas cuando la universidad se le pasaba por la cabeza, ni por qué había llegado tan deprisa a la conclusión de que aquellos sujetos eran universitarios.
El caso es que su padre estaba allí, hablándoles con mucha animación, y los otros reían y ponían cara de interés, alternativamente. Jacobo se detuvo en la puerta del comedor. De pronto, le costaba llegar hasta su padre. Le costaba pensar que tenía que sacarle de aquella mesa, porque sabía lo que estaba haciendo en aquella mesa aunque nunca se lo hubiera visto hacer. Tenía una seguridad completa, una seguridad llena de imágenes como la cara de Fermín, la comida sin tocar y también la imagen de sí mismo parado en aquella puerta con el olor a Christine por dentro.
– Aquella noche le dije al contramaestre: «¿Has visto esa nube?» -el padre había levantado un brazo y señalaba verticalmente al techo-. Es cierto que era una nube extraña, parecida a una cinta blanca en lo alto de la oscuridad. Quizá demasiado estrecha para ser una nube. El contramaestre la miró y dijo: «Eso no es una nube, es la mar que se viene encima». Yo entonces le miré a él y pensé que estaba borracho. En cubierta siempre hay un botijo de coñac para la sed, el agua no se prueba. Estábamos a media maniobra, virando para echar la red. Cuando de repente se volvió hacia el puente y le gritó al patrón que había que jalar, o sea, volverla al barco, ya me quedé absolutamente convencido de que llevaba una melopea descomunal. ¿Puedo pedir otro?
El viejo había apuntado con un dedo tembloroso a una copa que estaba a su derecha, en una mesa distinta a la de los repollos, aunque casi pegada a la otra. ¿Qué había hecho su padre? ¿Sentarse solo en una mesa y después ir acercándose? ¿Les pidió la bebida antes de sentarse o se la fue pidiendo a medida que hablaba?
– Pida lo que quiera. Eh, camarero -llamó un caralavada, apuntando directamente a Jacobo.
Jacobo se quedó quieto y confundido. Se sentía descubierto por estar allí de pie, avergonzado por no ser camarero y estar allí de pie, descubierto y avergonzado porque aquel que les estaba pidiendo bebida a cambio de contarles historias era su padre, mientras él estaba allí de pie y mirando lo que no quería ver.
Por suerte, el que le había llamado dejó de mirarle enseguida y Jacobo tuvo tiempo de pensar más tranquilamente en lo que iba a hacer.
– Mientras recogíamos las redes, yo noté una cosa rara. El culo había empezado a temblarme. ¿El culo tiembla?, me pregunté a mí mismo -su padre había continuado hablando con más animación que antes, estimulado por el repuesto que estaba a punto de llegar-. Me lo estuve preguntando un par de minutos, más o menos. No pudo durar más. De pronto, el barco empezó a subir como si lo soplaran desde abajo, no como si tuviera agua debajo, y a subir y a subir. A subir durante mucho tiempo. Y cuando yo ya estaba seguro de que no podía subir más, todavía siguió subiendo el doble de tiempo. El patrón gritaba: «¡Abajo! ¡Abajo!». Pero los ocho marineros estábamos clavados a la cubierta. Realmente clavados, como postes.
Jacobo había empezado a acercarse. Se sentía como si estuviera acechando a su propio padre. Aunque, en realidad, era su vergüenza la que le obligaba a moverse con sigilo, a ir despacio.
– Entonces, remontamos. El barco se quedó en la altura, como encallado. Yo tuve la esperanza de que no fuese lo que parecía, una esperanza idiota, igual que todas. Delante de la vista, surgió un horizonte de cintas blancas, muchas cintas blancas hasta la última pared de la noche. Y nada más ver eso, nada más verlo…
– Padre… -Jacobo le había puesto la mano en el hombro.
El maestro interrumpió su historia, pero no se volvió.
– Espera, chaval -dijo uno de los caralavadas, con el brillo en los ojos que resultaba de haber bebido ya en proporción directa al interés por la historia que le contaban.
– Es mejor que te levantes, padre -dijo Jacobo, de todas formas.
Pero el padre ni se levantó, ni hizo intención de volverse.
– Que te esperes, hombre. Que te esperes un poco -dijo el mismo tipo.
– ¿Pero tú no eras el camarero? -dijo el que le había llamado, riendo como si no pudiera escucharse nada más gracioso en el mundo.
– Padre…
– Joder, con el crío -masculló el que faltaba.
Jacobo se preguntó por qué no les contestaba, por qué su padre no se movía, no hacía nada. El desprecio de los caralavadas, la indiferencia de su padre, eran cosas con las que no había esperado encontrarse. Como todas las cosas temidas, éstas se presentaban sin aviso y de golpe.
– Siga, viejo -escuchó de bocas a las que ya no miraba.
Entonces el maestro siguió hablando durante un buen rato y Jacobo siguió en aquel sitio inútil, detrás de su padre, sin moverse. ¿Por qué no podía irse? ¿Por qué no podía dar media vuelta y escupir unas cuantas palabras? ¿Por qué se estaba quedando, si tampoco quería?
Se vio caminando con su padre en dirección a la buhardilla, después de haber atravesado la puerta del Ciaboga y la cara de Fermín que les estaría mirando hasta que desaparecieran de la Ensenada. Se vio subiendo las escaleras, acostando a su padre. Y mientras durase todo aquello, ¿qué se dirían?, ¿qué podría decirle? Aquel camino con un padre que no se daba cuenta de su vergüenza, con un padre que había despreciado su vergüenza y había hecho todo lo posible para que la sintiera.
Todavía seguía allí, inmóvil detrás del viejo que no dejaba de hablar, escondiendo su mirada de las otras caras, cuando Christine apareció en su imaginación. Él le estaba diciendo:
– Quiero que vengas a donde yo quiera.