39263.fb2 Nunca Sere Como Te Quiero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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10

Quiero que vengas adonde yo quiera -le soltó a Christine antes de que tuviera tiempo de dejar los libros en el pupitre.

– ¿Ahora mismo? -contestó ella sin impresionarse.

¿Ahora mismo? Eso no lo había pensado. No se había imaginado que pudiera ser ahora mismo, por la sencilla razón de que no había esperado que Christine respondiese de esa forma.

– Sí -contestó bastante más confundido que ella.

Salieron del aula, dieron la vuelta al corredor del patio y se encontraron en Rualasal a las nueve de la mañana, con toda la ciudad y el tiempo por delante. Al llegar a la esquina, Jacobo se paró. No había querido decir «ahora mismo», ni había querido decir un sitio concreto. «Adonde yo quiera» no era un sitio, por lo menos no era un sitio de la ciudad, un sitio planeado. Entonces se dio cuenta de que ese lugar era un lugar donde hasta entonces sólo había estado él y adonde, a lo peor, no sabía llevar a otra persona.

– ¿Por qué nos paramos? -preguntó ella.

Christine llevaba un jersey peludo y morado de cuello alto, con unas perlitas raras y un anorak blanco, de una clase que Jacobo no había visto nunca. El resultado, sumando aquella cara que tenía delante, era maravilloso y desconocido para el del pelo cortado a tazón.

– Vamos a la bahía -contestó con una rudeza comparable a su desconcierto.

– ¿Con los libros?

– Sé dónde dejar los libros -volvió a contestar, tratando de sentirse como un patrón de pesca en mitad de un naufragio, aterrado y enaltecido a la vez en virtud de los acontecimientos, o sea, del naufragio.

Cuando llegaron al muelle, Jacobo se encargó de que les guardaran los libros en la taquilla donde sacaron los billetes de las lanchas.

– ¿Seguro que irás donde yo quiera? -preguntó después.

– Me lo preguntas tanto que me parece que no sabes dónde ir. Así que no me quedará más remedio que seguirte -dijo Christine interpretando un suspiro de resignación y en medio de una sonrisa que Jacobo empezaba a sentir como fatídica por la forma en que se le contraía la parte izquierda del pecho.

De repente, tuvo unas ganas poderosas de decirle algo importante, pero no supo qué. Por lo tanto, se quedó mirando al mar, con el papel azul de los billetes en la mano y tratando, como todos los marineros, de adivinar en el horizonte algo que, en realidad, siempre estaba detrás.

Cuando subieron a la lancha, Jacobo preguntó: -¿Proa o popa?

– Menuda pregunta.

– Entonces, proa.

– Ya me parecía a mí.

La lancha hizo runfar los motores y soltó cabos. Trazó una curva lenta por la popa y luego enfiló a la barra del Este, en dirección a la orilla opuesta de Somo y Pedreña, para dejar el Puntal de través.

Soplaba el Sur, el viento caliente de los locos, y el cielo tenía una limpieza azul y pálida sobre la mar picada y sembrada de estelas. También la cordillera se veía limpiamente, tan esquemática como el dibujo de un niño y pintada de la misma forma homogénea en que lo haría un niño. Por la amura de babor, los miradores, las fachadas ennegrecidas por la humedad, las casonas y los palacetes del alto de Santander, se fueron escondiendo, empujados por la mar abierta y también como si el ojo de pico de la lancha hubiera decidido, con orzas y virajes, no volver a mirarlos.

La espuma salpicaba las cubiertas y el viento del mar, un poco escarchado, barrió rápidamente las bocanadas tibias del Sur que llegaban de tierra. Iban sentados en el mismo hocico de la lancha, con la cara azotada, y apoyados en la borda. Jacobo sacó un gorro de lana del bolsillo del chaquetón y se lo ofreció a Christine. Ese día llevaba el pelo suelto y era la primera vez que Jacobo la veía de esa manera. Las salpicaduras de las olas empezaban a quedarse en su cabellera rubia, a dejar una pátina brillante sobre la piel blanca y una humedad deseable en los labios fresa. Christine se puso el gorro con el gesto feliz de haber recibido un regalo y no una simple ayuda.

– ¿Has pasado alguna vez la barra? -preguntó el marinero.

– Nunca he salido a mar abierto por aquí. Pero he subido muchas veces al trasbordador que va de Valencia a Mallorca. Mi padre vive allí.

– ¿Siempre vive allí?

– Desde que yo era pequeña. A mí también me gustaría vivir en Mallorca.

Se cruzaron las miradas. Por la de Jacobo pasó una sombra.

– ¿No te gusta Santander? -la pregunta sonó como un reproche hasta en sus propios oídos.

– He querido decir -contestó Christine con prontitud- que prefiero cualquier cosa a vivir con mi madre.

– Pero ahora estamos aquí. Estamos aquí… -dijo Jacobo volviendo la vista al agua.

– Estamos aquí -repitió ella dejándose resbalar un poco por el banco hacia Jacobo.

Empezaban a dejar atrás el Puntal. Al fondo de la bahía se veían los astilleros y por el lado opuesto, por el faro de Cabo Menor, se introducía la perspectiva de bosques y playa que hacía de límite con los farallones de la costa de mar abierto.

– ¿Tú la has pasado? -preguntó Christine mientras Jacobo permanecía completamente apoyado en la regala, con la barbilla hincada entre los brazos.

– Sí. Unas cuantas veces -contestó sin volverse a mirarla-. Una vez la pasé con marejada.

– ¿Adonde ibas?

– Al Gran Sol.

– Entonces, ¿eres marinero de verdad?

– Sólo fui una vez. Pero soy marinero de verdad.

– ¿Por qué fuiste sólo una vez?

Jacobo se volvió bruscamente.

– ¿Quieres que te cuente lo de esa vez o no?

Christine se quedó callada. Tenía el gorro de lana calado hasta los ojos aguamarina, que se iban haciendo trasparentes y estirados en el contacto con la luz y con la espuma.

– Claro que quiero que me lo cuentes.

Jacobo tardó en hablar todavía un rato. Sentía que Christine estaba muy cerca y que él, más que hablar, deseaba inclinarse, meterse en el anorak blanco y quedarse callado mucho tiempo.

– Me había subido a un arrastrero, a uno que conozco, para pescar en el Gran Sol. Era verano y me dejaron sólo por ese viaje, porque yo no tengo todavía cartilla de navegación. Hasta los dieciocho no puedo tenerla. Es sólo por eso. Y por eso estoy estudiando. Salimos cuando amanecía y la bahía estaba un poco cabrilla, no mucho. Al llegar a la barra de este lado -Jacobo señaló con la mano a la abertura que quedaba a un par de millas, mientras la lancha había empezado a costear Pedreña-, el patrón dijo que la mar estaba cavada. Al llegar, el oleaje empezó a echar al barco para atrás. Era un barco de hierro, de más de cuatrocientas toneladas. Y no pasaba la barra. A mí me subieron al puente. El patrón tenía el timón en una mano y un micrófono en la otra. Por el micrófono estaba diciendo: «Poca máquina hasta que yo te diga, Lipe». Dijo eso y entonces se puso a contar en voz alta: «Una, y dos, y tres». Y nada más decir tres, pegó un grito: «A toda, Lipe, a toda». Todo el barco retumbó y tembló. Se movió muy rápidamente sin encontrar una ola. Pero cuando se estaba viendo venir la siguiente, el patrón volvió a decir: «A poca ya, Lipe, a poca». Así seguimos por lo menos media hora, con ese vaivén. Hasta que se pasó la barra.

– ¿Qué es «lipe»? -preguntó Christine con una cara desconcertada.

– ¿Lipe? -dijo Jacobo como si no entendiera-. ¿Lipe? Ah, Lipe. Lipe era el de máquinas, mujer. Oye, ¿has entendido algo?

– Supongo. Pero, ¿por qué el patrón contaba hasta tres?

Jacobo se quedó observando unos segundos la boca por la que había salido la pregunta con el gesto concentrado de un dentista o de cualquier otro especialista. Poco a poco, en la suya se fue dibujando una mueca que terminó en una risa franca, clara y suave, que sólo quería llegar hasta Christine y no ser escuchada por nadie más. Christine empezó a reírse también con la misma clase de risa, sólo para Jacobo.

– Nunca te había visto reírte -dijo la muchacha-. No es que estés más guapo, es como si tuvieras dos caras. Creo que me gusta verte las dos.

Después de un silencio que dejó cargado el espacio entre los dos, Jacobo dijo:

– Hay tres mares. Las olas siempre van de tres en tres. Y después, siempre hay un vado. Se trata de aprovechar el vado, porque si se va contra la ola el barco se estrella igual que si se diera contra un muro de hormigón. Hay que tragar tres olas sin hacer fuerza y luego andar deprisa.

– Nunca me había fijado. ¿De verdad hay siempre tres olas?

– Siempre. Bueno, no siempre -Jacobo desvió la mirada hacia el agua y cambió el tono de las palabras-. Está la cuarta ola.

– ¿Puede haber cuatro?

– La llaman la mar falsa. Siempre vienen tres olas seguidas y el vado. Pero algunas veces, no se sabe cómo, ni se puede saber, aparece una ola detrás de las tres. Y, entonces, el barco que ha metido toda la máquina se estampa contra esa ola falsa.

– Eso quiere decir que los marineros llaman falso a lo que no se entiende -dijo Christine reflexivamente.

– También quiere decir que lo que no se entiende, no cuenta -apostilló el marinero.

Christine se quedó a punto de responder algo, pero en esos momentos la lancha maniobraba para acostarse sobre el dique de Pedreña y sus ojos se distrajeron con el vuelo de los cabos hacia los norays y el movimiento del apeadero. Bajó media docena de personas y no subió nadie. En la lancha quedaron dos ancianas vestidas de negro con cestones de mimbre, metidas en la tolda de cubierta, y ellos, en la intemperie de proa.

Cuando la lancha cogió su rumbo otra vez, vieron a la gente que se movía en los bajíos. La mayoría eran mujeres y hombres de edad, remangados y caminando entre las lenguas de arena negra y mojada que había dejado la bajamar. La lancha navegaba entre balizas, buscando canales de profundidad y evitando los bancos de arena, pasando en ocasiones a pocos metros de los que estaban en los bajíos.

– Podríamos pescar -dijo Christine.

– No dejan. Desde que no hay pescado, se han repartido los bajíos entre unas cuantas cofradías para sacar morgueras y berberechos. Te pueden matar, si entras ahí.

– Puede que tú conozcas a alguien -dijo Christine persuasivamente.

– Hay que descalzarse -dijo él, de pronto.

– Ya supongo -contestó Christine asombrada-. ¿Piensas que estoy en contra de los que se descalzan para meter los pies en el agua?

Jacobo no dijo nada. También él se había quedado confundido con sus propias palabras. Vagamente, casi sin atreverse, se fue diciendo a sí mismo que no quería que Christine le viera los pies. No lo había dicho por ella, lo había dicho por él, aunque lo había dicho como si ella fuera a ponerse de acuerdo inmediatamente. Sentía una vergüenza que era nueva para él. Pensó en los pies de su padre, cuando se fijó en ellos y le parecieron tan extraños, tan retorcidos. Jacobo nunca había pensado en sus pies, pero quizá se pareciesen a los de su padre y estaba completamente seguro de que los de Christine serían completamente diferentes. ¿Y si Christine sentía lo mismo que él sintió? Los pies de Christine serían blancos y tendrían la forma de una almohadilla suave que los impulsaba del suelo. En cambio, los suyos…, los suyos no podía saber cómo eran o, por lo menos, no podía imaginar cómo los vería Christine. Era demasiado pronto para que Christine le viese los pies, para que Christine supiera tantas cosas. Sin darse cuenta, contrajo los dedos dentro de las zapatillas y sintió el roce de las uñas.

– Pensé que a lo mejor no te apetecía. El agua estará fría… -acabó diciendo.

– No te preocupes. Me encanta el agua fría.

– Bueno, pero quizá no conozca a nadie que nos deje.

La lancha entró en el embarcadero de Somo por un canal estrecho, después de haber perdido de vista el brazo de mar que pasaba bajo el puente, hecho arena.

Cuando desembarcaron, se pusieron a caminar por el paseo de tamarindos, siguiendo la línea de la playa. Los mariscadores se movían como trazos oscuros a doscientos y trescientos metros de distancia, hormigueando en el mar de arena negra. Al llegar a la curva de la playa grande, Jacobo y Christine entraron en la arena. Siguieron un trayecto fronterizo entre la playa y los bajíos, aparentando no ser más que dos paseantes que miraban sentimentalmente la mar. Poco después, empezaron a hundirse en la arena y a mojarse. Jacobo tardó unos cuantos pasos en darse cuenta de que Christine había quedado atrás, descalzándose. Sus zapatillas azules estaban ya empapadas y, aun así, le costó pensar en quitárselas.

Christine le alcanzó mientras él se miraba las uñas largas de los pies y trataba de adivinar, muy reflexivamente, cómo vería otro aquellas prolongaciones. La muchacha se había metido sus mocasines marrones en los bolsillos del anorak. Jacobo ató las zapatillas por los cordones y se las colgó del hombro. Luego, los dos se recogieron los pantalones y continuaron su camino hacia la orilla. Jacobo iba pensando tanto en sus pies desnudos y visibles que ni se le ocurrió mirar a los de Christine.

Cuando por la divisoria entre el bajío y la playa empezaron a alcanzar la altura del puente, una figura con impermeable largo y con la capucha puesta les hizo señales con los brazos levantados.

– Ya te dije que habría problemas -comentó Jacobo.

Se quedaron quietos y entonces la figura echó a correr hacia ellos. Jacobo se tensó, pero no como un arco antes de lanzar la flecha, sino más bien como una goma de la que tiran dos fuerzas en los extremos. Sabía defenderse y estaba preparado para ello. Quizá tuviese que hacerlo. Pero le avergonzaba que eso pasara delante de Christine, en el primer día en que salían juntos. Se parecía a la sensación de los pies desnudos y se parecía también a cuando ella le dijo que algún día le seguiría hasta su casa. Una de las fuerzas que tiraba de él le permitía luchar, y la otra se lo impedía.

A medida que la figura se fue acercando, el ruido del impermeable sonaba como un chapoteo de ondas negras y brillantes. Jacobo sintió que estaba pesando sus músculos y también las cuerdas que los ataban. No veía la cara dentro de la capucha y tenía la impresión de que alguien sin cara, de que alguien del que nadie puede defenderse, corría demoledoramente a su encuentro.

– ¡Jaco, eh, Jaco! -escuchó de pronto, viniendo del agujero de la capucha.

Christine se había puesto a su espalda y estaban muy juntos. Jacobo no distinguió bien la voz, aunque le resultó familiar.

Ya no estaba tenso, ahora solamente estaba rígido y clavándose en la arena con toda esa rigidez cuando vio que el fantasma se plantaba delante. Jacobo se atrevió a dar un un paso de amenaza disuasoria.

– No esperaba encontrarte aquí -dijo el fantasma mientras tiraba para atrás la capucha.

La cara redonda de Nano se quedó allí, llena de gotas, sonriente y sorprendida.

– No esperaba encontrarte aquí -repitió.

– ¿Y Fidel? -preguntó Jacobo.

– ¿No sabes nada de Fidel?

Las dos caras se quedaron congeladas un segundo, hasta que la de Nano se desvió a Christine.

– Christine, éste es mi amigo Nano -dijo Jacobo.

– A Fidel le tiraron de un toro mecánico -dijo Nano sin mover la mirada de Christine.

– ¿De un toro mecánico? -preguntó Christine, al parecer sin más intención que averiguar el significado de lo que le decían.

– ¿Es tu novia? -le preguntó él bajito.

Jacobo miró a Christine como si tuviera que descifrar algo y Christine le miró a él como preguntándole qué había que descifrar.

– ¿De un toro mecánico? -fue todo lo que supo decir Jacobo.

Nano se quedó pensando en algo que seguramente no tenía nada que ver con lo que se decía allí.

– Le dieron un trabajo para que se subiera a un bicho de esos que ponen en los bares de América, en plan Rodeo. En la discoteca de Parayas, por donde el aeropuerto. Tenía que animar a la gente a echar doscientas pesetas al agujero -fue diciendo Nano con excesiva lentitud y observándoles como si se estuviera explicando qué pasaba con ellos y no lo que le había sucedido a Fidel-. Un toro, ya lo he dicho. El dueño se pasó con la palanca y Fidel se partió una pierna contra el suelo. Un cabrón. Me gustaría que fuéramos a partirle la cara.

– ¿Dónde está? -preguntó Jacobo.

– Después de Valdecilla, se fue al chamizo de Eulalia. No quiere que le vean en su casa.

– ¿Y en qué le va a ayudar doña Eulalia?

– En nada. Por eso dice que es mejor. ¿Vas a ir a verle?

– ¿A ti qué te parece?

– No sé. Pero de todas formas es mejor que le veas. Así nos vemos todos de vez en cuando.

Jacobo y Nano se comprendieron en un instante. Fidel estaba con una pierna rota en el chamizo de doña Eulalia, Nano andaba en los bajíos cuando nunca había andado y Jacobo paseaba por la playa con Christine. Todas las cosas pasan rápidamente, por lo menos, todas las cosas que pasan. Jacobo tuvo el sentimiento de que el mundo puede ponerse cabeza abajo o girar muchas veces mientras uno vive como si estuviese parado. En ese momento tuvo la impresión de que la mar es un sitio para irse, viéndola allí de horizonte en horizonte, para los que quieren irse, para los que quieren irse todo el tiempo.

– Voy esta tarde. ¿Tienes sal?

– Tengo sal, pero no te muevas mucho de este lado. Las cofradías están un poco a partir madre.

Jacobo y Christine, mientras Nano les miraba como si no se hubiesen despedido, se metieron de lleno en el bajío y bordearon una línea de agua sucia, lejos de donde rompían las olas.

– ¿Para qué quieres la sal? -preguntó Christine.

– Para que salgan las morgueras -contestó Jacobo.

Jacobo empezó a caminar agachado, con los pies metidos en auténtico lodo.

– Ése es un agujero de almeja, ése es uno de berberecho y éste es uno de morguera.

– ¿Te importa que te pregunte qué es una morguera?

– ¿Y a ti te importa que te pregunte de dónde eres? -dijo Jacobo, concentrado desde hacía un rato en un agujero especial.

– Nací en Arles, en Francia, pero viví en Mallorca hasta hace dos años. ¿Qué es una morguera?

– En los restaurantes de turistas las llaman navajas.

– Me alegra saber que me las he comido sin saber lo que eran -contestó Christine mirando el cogote indiferente.

Jacobo echó sal del saquito de Nano en uno de los agujeros. Una especie de gusano asomó por la desembocadura y el muchacho lo agarró con la yema de los dedos, tiró de él y lo sacó con la vaina.

– Ahora te la tienes que comer viva -dijo Jacobo.

Christine pegó un chillido y retrocedió con un gesto de repugnancia.

– ¿No querías pescar?

Jacobo se metió el animal en la boca y tiró la vaina con un orgullo directamente proporcional al gesto de Christine.

– Está bien -dijo ella, haciendo un esfuerzo extraño por recomponerse y enseñar lo que podría ser una sonrisa-. Pero antes de que te la tragues yo te voy a besar en la boca.

Jacobo dejó de mover el paladar. Se quedó esperando como si le hubiesen dado la noticia de su muerte y mereciese explicaciones añadidas. Christine se acercó y apretó sus labios donde había dicho. Jacobo se había tragado el animal mucho antes.

Al acercarse, pisó sus pies dentro del barro y el muchacho sintió, además del beso, un baile que juntaba los dedos, que los movía, que los rozaba, que los engarzaba como piezas dependientes, en medio de la suciedad y en medio de una descomposición libre, tan libre como los animales que sobrevivían en el lodo de los bajíos.

– Te amo -dijo ella-. Pero no sé por qué dejaste el barco.

– Porque me mareaba -contestó él.

Pero, en realidad, no tenía idea de lo que había contestado. Su única idea, si es que eso era una idea, consistía en seguir bailando con sus pies desnudos entre los de Christine y enterrados en la arena negra del bajío.