39263.fb2 Nunca Sere Como Te Quiero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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13

A la hora del recreo, Jacobo ya no pasaba por el Mercado Central. Iba con Christine a la mantequería de la esquina de Rualasal, donde tampoco se encontraban con los amigos de ella, y se hacían un par de bocadillos que se comían sentados en un noray del puerto. Ella pedía jamón de york y él los cien gramos de panceta que se comía cruda.

La conversación con don Máximo dejó bastante paralizado a Jacobo durante ese día. En realidad, la parálisis duró hasta el recreo de la mañana siguiente. Entonces volvió a sentir las ganas de escapar con Christine con la misma intensidad con que antes se había quedado paralizado.

Estaban sentados muy cerca de las taquillas, viendo atracar y desatracar a las lanchas. El día estaba gris y lloviznaba. Las montañas de la otra orilla tenían nubes blancas colgando igual que sábanas sobre las cumbres. El agua de la bahía tenía rizos también muy blancos, que contrastaban con un fondo plomizo, de una oscuridad poco natural.

– Vamos a la Boca del Diablo -dijo Jacobo, terminando de masticar el último trozo.

– ¿Ahora? -contestó la muchacha, que ese día llevaba de nuevo el anorak blanco y se había recogido el pelo en un moño en el que Jacobo había estado pensando porque le recordaba la espina de un gran reptil.

– Sí. Ahora. Lo que hicimos el otro día, podemos hacerlo más veces. Me gusta que nos escapemos.

– Es peligroso, Jacobo -contestó ella-. Mi tía tiene la misión de vigilarme. Acabará por darse cuenta. Además, mañana es sábado. Podemos tener mucho tiempo en el fin de semana.

– Si no te castigan, si no te hacen estudiar, si a tu madre no le da el siroco. Yo prefiero aprovechar el tiempo que tenemos en las manos. Es el único tiempo nuestro, porque el otro siempre es prestado.

– Tú quieres escapar. Lo has dicho tú mismo. Y escapar de esta forma es peligroso para mí. No me importa que pienses también en mí, si te apetece alguna vez.

Se quedaron mirando hacia la bahía, sentados en el mismo noray, pero en direcciones que divergían.

– Yo no quiero escapar de nada -dijo Jacobo después de un rato.

– Lo has dicho tú. ¿Por qué no te has comprado todavía los libros? Ya estamos en noviembre.

Jacobo se quedó callado.

– Ah, se me olvidaba. Quieres ser marinero -dijo Christine ironizando con tristeza.

El otro siguió sin decir nada.

– Todo el mundo dice que eres inteligente. Y yo digo que eres más inteligente que ninguno de la clase. Y no es esa especie de inteligencia que uno espera, es una inteligencia distinta. Has sacado las mejores notas en los primeros ejercicios sin abrir un libro. Yo lo sé y tú lo sabes. Pero no se trata de eso. Es tu forma de ver las cosas, de ver todas las cosas. Te he visto con una sartén en el mercado, formulando en la pizarra y contestando a don Máximo. Te he oído hablar del mar y destapar bichos en el arenal. Siempre tienes algo que hacer, siempre buscas algo.

– Yo quiero ser marinero -dijo Jacobo en un tono modorro, con los ojos de almendra acechando torvamente a un punto de la profundidad del agua que daba contra los arcos del dique.

Christine saltó del noray como si la hubiera lanzado un resorte. Se quedó de pie y empezó a pasear por detrás de Jacobo, que no se había movido. De pronto, se detuvo, se inclinó sobre la nuca del muchacho y le susurró al oído:

– Tú te mareas.

Jacobo siguió inmóvil. Demasiado inmóvil y durante mucho tiempo. Tampoco Christine fue capaz de moverse. Con toda seguridad, notó que aquella inmovilidad había ido progresando hacia la rigidez.

– Me voy contigo a la Boca del Diablo si dices en voz alta que tú te mareas en los barcos.

Ahora fue Jacobo el que saltó impulsado por el resorte. Pero a diferencia de Christine, echó a andar deprisa por el límite del muelle sin mirar atrás.

Christine, al principio, no se movió. Pero después corrió. Cuando estuvo a su altura, volvió a la carga:

– Si lo dices, me voy contigo a la Boca del Diablo, y me importa un pimiento lo que diga mi tía.

– Déjame en paz -fue la respuesta brutal de Jacobo, dicha además en un tono ronco que ni él mismo se había escuchado antes.

Sintió que los pasos de Christine se detenían y se quedaban detenidos. Era como caminar contra un vendaval. Todo le empujaba a volverse y a encontrarla de nuevo. Pero la misma fuerza que podía arrastrarle, estimulaba su decisión de avanzar contra ella. Jacobo achicó el cuerpo, hundió la cabeza entre los hombros, juntó en el estómago las manos de los bolsillos y, como si de verdad estuviera luchando contra un vendaval, llegó hasta el Marítimo, dobló por la dársena de Puerto Chico y enfiló hacia San Martín sin mirar atrás.

La lluvia arreció en Piquío. No pensaba en nada. Su cabeza era algo pesado en comparación con una sensación de entrañas vaciadas, de cuerpo al que sólo han dejado la cáscara de la piel. Iba pisando las baldosas del paseo con la sensación de que cada baldosa dejaba una marca en su pie, y de que esas marcas no se le borrarían jamás porque Christine se había quedado muy lejos, él había hecho que se quedara muy lejos.

En la Magdalena y en la avenida del Sardinero, la lluvia era trasportada por el mar en cortinas que se abrían, se cerraban, se sucedían unas a otras. El horizonte de mar abierto era una mancha negra y opaca, sobre la superficie brillante y tan negra del agua. Las playas estaban desiertas y la arena mojada levantaba una densidad ocre en la orilla de las aguas rizadas. Jacobo miraba cada una de estas cosas y las dejaba entrar en su cabeza, sin apreciarlas, sin darles significado.

AI tomar el camino de los acantilados, pasada la última playa, notó que el chaquetón se había empapado. La humedad que iba llegando a la carne, que se metía en ella como una mano fría y grande, fue lo único que despertó su conciencia de aquella sensación de golpe que le hacía moverse y sentir como desde el interior de un sueño en el que no se respira. Y también fue el único momento en que se habló a sí mismo, durante aquella caminata larga hasta llegar al faro de Mataleñas, para decirse: «Me gustaría ser de agua y que el agua me matara».

Desde el faro, vio aguas más feroces que rompían contra los acantilados que desfilaban hacia el oeste, coronados por manchas de hierba y desencajados en aluviones de piedra. Había islotes y farallones alejados de la costa que parecían recortados; contra el cielo negro y el mar negro.

Rodeó la valla y bajó por un sendero tan inclinado como un precipicio hacia el entrante más cercano. Allí había una cruz de piedra que recordaba a las víctimas de un naufragio. Los golpes de mar sumergían la comba del sendero que subía después hasta el acantilado de la Boca del Diablo. Jacobo fue saltando entre rocas. Una ola le dio en las piernas y le dejó a punto de escurrirse. Con los pantalones pegados y chapoteando dentro de las zapatillas azules, subió una cuesta tan empinada como la otra por la que había bajado, siguiendo el sendero que desapareció en el agua. En su cabeza se iban metiendo preguntas vagas, que ni siquiera comprometían el pensamiento y que no necesitaban ni obtenían respuesta. En realidad, no eran preguntas, sino palabras que dejaban la misma impresión tenue que lo que le había rodeado desde que se alejó de Christine en el puerto. ¿Por qué no volvía? ¿Cómo sabía que podría regresar y atravesar de nuevo el sendero? ¿No tenía miedo de helarse en las ropas mojadas? ¿Qué pasaría al cabo de un rato, cuando la humedad hubiera empapado el cuerpo hasta la médula? ¿Qué pensaba hacer allí arriba, en la Boca del Diablo?

Al final de la cuesta, venía una primera cima y, tras una rampa, la segunda. Luego, la hondonada y el gran agujero por el que la mar se metía, hablaba y bramaba, y al que llamaban la Boca del Diablo. Allí dentro, el oleaje retumbaba como si conmoviera los cimientos de la Tierra. Por encima del agujero, sólo quedaba un delgado pasaje de piedra, con hendiduras y grietas por donde los ojos humanos veían una mezcla enfurecida de espuma y de oscuridad, mientras el suelo temblaba bajo los pies.

Cuando Jacobo llegó a la hondonada, se encontró con Christine, sentada en el pasaje y mirando cómo la mar entraba por debajo de ella, hacia el fondo de la gruta. El autobús era más rápido que un caminante marchando contra el vendaval. La muchacha se volvió ligeramente, como si le hubiera presentido, y Jacobo notó que todo el agua que llevaba encima cambiaba de temperatura y se volvía un baño cálido de vapor.

– No vuelvas a decirme que te deje en paz, porque será para siempre.

Entonces Jacobo fue caminando hasta los ojos aguamarina y, nada más llegar, se acurrucó y empezó a llorar. Christine ignoraba que Jacobo no podía recordar cuándo lloró por última vez, pero, de todas maneras, cogió su cabeza y la apretó contra el pecho, quizá pensando que así él dejaría de temblar y que todas sus lágrimas se quedarían entre ellos, y que la Boca del Diablo no se tragaría ninguna.