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Christine entró al mismo tiempo que el Alcatraz. El rostro de la muchacha traía una palidez mate y dos ojeras violáceas que producían un contraste exagerado con lo demás. Jacobo se asustó. Distinguió, por lo menos lo distinguió en su corazón, lo que sería la cara de Christine enferma y la cara de Christine cuando sufría. Aquella cara era de sufrimiento. De haber sufrido, de estar sufriendo por algo que aún continuaba y que continuaría. Incluso en ese momento tan breve que fue su aparición por la puerta acristalada, fue capaz de distinguir en su cara las marcas de un daño profundo de las de un simple disgusto. Le asustó ver con tanta claridad y con tanta rapidez lo que estaba viendo.
Jacobo se dio cuenta de que Christine aceleró el paso cuando se separó del Alcatraz. Casi corrió hacia el pupitre. Al llegar, se sentó con los libros sin haberse quitado todavía la trenka granate y una de sus manos buscó atropelladamente la de Jacobo, la encontró y la apretó con toda su fuerza. Jacobo sintió cómo se clavaban las uñas de Christine, pero no tuvo tiempo de decir nada.
– Christine Charouzel, cambia tu sitio con el de Javier Iglesias.
En la clase se hizo un silencio de caras sin gesto que se volvían hacia Christine y Jacobo. No hubo ruidos, ni siquiera el rumor de los cuerpos al removerse en los asientos.
El Alcatraz estaba de pie, con los brazos cruzados y los afilados rasgos de pájaro endurecidos bajo la pintura de los labios y el maquillaje de la piel. Miraba a Christine igual que había pronunciado la sentencia, con un aire ausente que demostraba su poder y su dominio. Los rasgos se habían endurecido, pero no se habían crispado. Era como si esos rasgos tuvieran que posar expresivamente para un retrato. Jacobo supo que jamás olvidaría aquel gesto en aquella cara, ni la sensación, en ese momento, de que efectivamente aquella mujer tenía un poder enorme sobre su vida, aunque no la conociera de nada.
Christine se sentó en la primera fila y el tal Javier Iglesias vino a sentarse junto a Jacobo. Cuando la operación había terminado, el Alcatraz dijo:
– Ya os dije el primer día que podían pasaros cosas con el sitio -hablaba mirando a Christine-, A vosotros dos tanta cercanía no os beneficia en nada.
Jacobo escuchó esas palabras no como una aclaración de la sentencia, sino como una amenaza aún mayor. Porque a la sentencia se unía ahora la falta de razones, o el ocultamiento de las razones. Una especie de juez supremo había dictado el perjuicio de la cercanía entre Jacobo y Christine, y se había callado, gracias a su poder, gracias a que nadie podía obligarle a decirlo, por qué era malo que estuvieran juntos, dónde estaban las pruebas que lo demostraban. El mal se extendía por el mundo, parecía decir aquel juez con aspecto de pajarraco, y Jacobo lo llevaba con él. Jacobo lo llevaba con él y era tan suyo que ni siquiera podía darse cuenta.
Cuando acabó la clase, en la que Jacobo hizo desfilar por la cabeza todas las cosas que estaban mal en su vida, todas las cosas que había hecho mal, Christine vino deprisa a su pupitre. Él no había estado pensando en Christine, ella había estado todo el tiempo en su pensamiento como un cristal a través del que veía todo lo demás, pero no había pensado en ella, en ellos, de una forma concentrada ni estricta.
– Mi tía descubrió la escapada del viernes. Y también sabía la del día de Somo. Fue a casa el sábado y se lo contó a mi madre. No sé qué le contó, pero mi madre se volvió loca. Nunca la he visto tan loca. Me tiraba del pelo y me gritaba. Dijo que yo era una arrastrada, que me gustaba la basura, cosas increíbles. Cuando parecía que ya se había calmado, volvía a tirarme del pelo y a gritarme. No sé qué le contó esa cerda.
Christine le estaba hablando en susurros, apoyada sobre el pupitre, muy cerca de su cara y quizá presintiendo que ellos dos eran el centro de las miradas en el aula. Jacobo, a pesar de que los ojos aguamarina estaban casi encima de los suyos, empezó a ver cómo se alejaban. Fue una sensación real: escuchaba a Christine aquí al lado y, sin embargo, la veía al otro extremo de un calle larga.
– No podemos vernos -dijo Christine aquí al lado y estando a cientos de metros.
– ¿No podemos vernos? -contestó Jacobo como si no creyera que pudiera hablarse de algo tan evidente, tan evidente como que Christine, a cada palabra, retrocedía un poco más en la calle larga.
– En los recreos tengo que ir a casa. Y me ha dicho que cuando le apetezca, ella vendrá a buscarme a la salida. Está loca, de verdad.
– ¿Tienes miedo? -preguntó Jacobo un poco atontado, tratando de concentrarse en algo real.
– Tengo miedo de que nos vea juntos.
Ella le estaba mirando muy adentro de aquellos ojos un poco achinados, oscuros, con una mirada de agua que Jacobo no podía distinguir a tanta distancia como a la que ella se estaba yendo.
– Te acompañaré cuando te vayas en el recreo, iré contigo a la salida -dijo Jacobo como si estuviera recitando cosas leídas.
– No puedes… Por favor, Jacobo, escúchame.
– Te llamaré por teléfono. Hay una cabina justo enfrente de tu casa. Si tú te asomas a la ventana, podremos vernos mientras hablamos.
– Jacobo, escúchame. No puedes llamarme a casa, ¿no te das cuenta? ¿Qué te pasa, Jacobo?
Christine estaba llorando y ese llanto sonaba como los susurros con los que le hablaba. Incluso a la distancia a la que Jacobo la veía yéndose, esas lágrimas podían distinguirse.
– Yo te quiero. Te quiero con toda mi alma, aunque ahora no sepa qué hacer -murmuró ella.
– Llama a tu padre. Puedes llamar a tu padre. Puedes hacer algo -hasta esas palabras sonaban a despedida.
Ahora Christine sí se retiró físicamente del cuerpo de Jacobo.
– Mi padre es un pobre hombre -dijo la muchacha haciendo un esfuerzo para que no se escaparan todas las emociones al tiempo-. No puede enfrentarse a nada, y menos, a mi madre. No ha pintado un solo cuadro en todos estos años en Mallorca. Es sólo un tipo que se ha ido cayendo. Muchas veces me pregunto si sabe que soy hija suya. Ya sé que no te lo he contado antes, pero eso ahora no tiene importancia.
– Tú no me quieres -lo soltó sin pensarlo, sin saber por qué aquel padre falso de Christine le había obligado a decirlo-. Si no puedes hacer algo, no puedes quererme. Y si no puedes quererme, no me quieres.
Christine se retiró un poco más. Estaba ya de pie, aunque seguía pegada al pupitre. La luz de sus ojos lanzaba solamente rayos lejanos y débiles. Jacobo pensó que la pequeña mentira de Christine no era nada en comparación con las suyas y que, por alguna razón, ahora eso le resultaba insoportable. Ahora que se estaban separando, venían a su imaginación todas las cosas no dichas. Demasiadas cosas. Quiso sacudírselas de encima con aquel «no me quieres» y seguramente, al mismo tiempo, quiso pedirle ayuda diciéndole que hiciese algo.
– No hables de amor únicamente porque no eres capaz de hacer el esfuerzo de entenderme.
– Tú no me quieres.
Don Máximo acababa de entrar por la puerta. Christine se fue a su sitio retrocediendo, sin perder los ojos de Jacobo, que se habían estirado y empequeñecido. Jacobo se quedó con sus propias palabras resonando en el interior, resonando como latidos. Él le había dicho a Christine que su padre era marinero, que su madre había muerto. No eran mentiras, eran algo peor. Diciendo eso evitaba tener que contar lo único que valía la pena contar. Era un gran engaño, porque encerraba para siempre la verdad en el cuarto más escondido de la conciencia. Gracias a esa historia, la tragedia de su padre, toda su infancia, el abandono de su madre, por el que nunca preguntó, del que nunca le hablaron, ya no podían convertirse en preguntas de nadie, en preguntas de Christine. Pero ahora le gustaría correr y decírselo todo, precisamente ahora que se iba.
De pronto, vio la mirada de don Máximo moviéndose alternativamente de su sitio al de Christine.
– Y a vosotros, ¿qué os ha pasado? -preguntó.
Ninguno de los interrogados llegó a contestar. Alguien de las primeras filas lo hizo por ellos.
– La tutora les ha cambiado.
Don Máximo movió sus papeles y sus libros sobre la mesa como si el asunto ya hubiera quedado resuelto. Pero, de pronto, levantó la cabeza y dijo:
– Hay gente que toma decisiones para no tener que pensar. La filosofía de nuestro tiempo debería empezar con ese tema.
Jacobo ya no estaba allí. Seguía sentado en el pupitre, pero lo que sucedía alrededor, sucedía en otro país. En cuanto a su propio país, era un mapa circular, con caminos circulares, y un sólo viajero recorriéndolo continuamente y terminando su viaje en el mismo punto en que lo había comenzado: tenía que contarle a Christine la verdad, tenía que decirle todo lo que pasaba, antes de que se fuera.
A las once, cuando sonó el recreo, Jacobo se levantó junto a los demás, pero no se movió del pupitre. Cuando salieron todos, vio a Christine sola cerca de la puerta, esperando. Estuvieron de pie, mirándose, durante un minuto. De repente, a Jacobo le resultaba muy difícil acercarse a ella y contarle todo lo que había pensado. Le había parecido que la verdad saldría como de una catapulta, pero, de pronto, y llegado el momento, la verdad se quedaba agarrada allí dentro, con uñas que se le clavaban, como un animal interior que no puede respirar el aire de afuera.
– Tengo que irme. Te quiero.
Y Christine desapareció por la puerta acristalada.
Jacobo se quedó detenido, sintiendo que todo el cuerpo se escurría hacia el sitio de los pies y dejaba una mancha líquida en el suelo. Tuvo que recuperar la solidez que mantenía el cuerpo en sus límites, para poder cruzar él también la puerta, bajar las escaleras de mármol y aparecer en la calle.
Fue caminando hasta las taquillas del muelle, sin esperanza de encontrar a Christine, pero con la seguridad de que allí quedaría algo de su presencia. Mientras hacía ese recorrido, podía pensar que iba a alguna parte, que iba todavía a alguna parte con ella. Luego, se sentó en el noray de los bocadillos, mirando el agua brillante de la bahía en un día de sol frío y despejado como una hoja de metal.
Una lancha sin pasajeros atracó junto a la rampa. Con los motores ya parados, el barco se quedó oscilando en el agua y sujeto por el cabo de la proa. Había una pareja de viejos que lo observaba desde la barandilla de la antigua casa del práctico, con una mirada quieta. Las gaviotas chillaban cerca del puntal y el chillido sonaba como en un lugar desierto. La mar estaba callada y Jacobo pensó en un lecho de agua que se había ido tragando cosas. Nunca hasta ese momento había pensando en el mar como una tumba de restos descansando en el fondo. También el noray era como un resto de otra cosa que descansaba, naufragada y astillada, en su conciencia.
Necesitó moverse. Sintió que si se quedaba allí, todas las cosas quietas se lo tragarían. Los ojos de los viejos, la lancha, el chillido desértico de las gaviotas, el noray, el fondo de restos inmóviles de la mar.
Echó a andar hacia el Barrio, sin pensar en qué haría él en el Barrio. No quería ver a nadie, pero tampoco tenía otro sitio al que ir. Estaba la buhardilla, pero nunca iba a la buhardilla. Nunca había sentido ni había podido imaginarse la buhardilla como una casa, como su casa. Desde niño había escuchado a otros decir que se iban a su casa cuando se aburrían en la calle. Él siempre se preguntó qué encontrarían en su casa, cuál era el secreto que les hacía volver todos los días cuando fallaban las cosas de afuera.
Llegó al Barrio y se metió en la dársena de Maliaño, donde estaba atracado el Gran Sol Estuvo mirando un buen rato su costado azul y blanco, el hocico levantado, las bordas redondeadas para proteger a los hombres de los golpes de mar. Cuando su cabeza ya parecía metida del todo en los sueños del barco, justo enmedio de las olas y de la quilla orzando, del sueño de verse a sí mismo en la cubierta con el copo cargado y oscilando por encima de su cabeza, se presentó la imagen de Christine, allá lejos, en el Instituto lejano de una ciudad lejana, como si ya hubieran pasado años desde la última vez que la vio, y también se presentó aquella angustia por contarle la verdad, por contárselo todo. En su cabeza quizá había también otro sueño: si le decía a Christine qué le había pasado, entonces Christine no podría irse, aunque su madre se volviera loca, aunque la mataran. Porque Christine ya no podría separarse de él cuando él le enseñara todas las habitaciones, todas, de su corazón escondido. Se quedaría a vivir allí, igual que él vivía.
No llevaba reloj. De pronto, se preguntó si habrían salido de clase. Quizá ya era más de la una y media o quizá todavía faltaba mucho.
Jacobo corrió, pasó la Raya, cruzó la Plaza de las Estaciones, llegó a Correos. Allí se detuvo, resoplando y notando las primeras señales de un vómito encerrado en el estómago. Intentó tranquilizarse y, sobre todo, tranquilizar su cuerpo. Había corrido por lo menos durante tres kilómetros. Empezó a toser precisamente cuando pensaba que su cuerpo sacudido estaba consiguiendo la normalidad. Tras los golpes de tos llegó el vómito. No pudo contenerlo. En ese momento estaba en mitad de la explanada, con gente pasando a su lado. Antes de echarlo todo afuera, vio cómo el instinto de los que estaban próximos les hacía apartarse y, sin llegar a detenerse, trazar una curva amplia alrededor.
Después de la expulsión, fue caminando con un cierto tambaleo hasta uno de los bancos de piedra. Se sentó, levantó la cabeza para tomar aire y vio que el reloj del edificio de Correos marcaba la una menos diez. Tenía tiempo de sobra.
Cuando se recobró un poco, quiso apartarse de la vista de su vómito en mitad del paseo principal. Buscó el banco más alejado, en la esquina de la catedral, y se dedicó a esperar que diera la una y media, y que las vísceras volviesen a su sitio.
Jacobo permaneció un rato encogido y con la cabeza entre las piernas. Cuando se enderezó vio a una mujer de unos cuarenta años sentada en el banco de enfrente que tiraba o rebuscaba en algo atado a su cuello. Miraba al cielo y hacía aspavientos como si se estuviera asfixiando. Las dos manos estaban metidas dentro de algo brillante y se movían bruscamente hacia los lados. Jacobo se levantó y se quedó mirando a la mujer, sin estar del todo seguro de lo que pasaba. Entonces, en uno de los movimientos, los ojos de la mujer se cruzaron con los suyos y ella se quedó quieta.
Jacobo vio entonces que las manos se quitaban del cuello y aparecía una cadena pequeña. Ella esbozó una sonrisa poco convencida, que no consiguió quitarle el gesto de alarma que le había dejado la presencia de Jacobo observándola fijamente. Se le ha atascado el cierre, pensó el muchacho sin volver a sentarse y parado enfrente de la mujer con un cierto aire de confusión todavía. De la cara de la mujer desapareció la mueca casi al mismo tiempo en que se levantó para marcharse.
Jacobo estaba ya de pie y se dijo que también él tendría que marcharse pronto. Su mirada, que se había quedado en el banco un poco ensimismada por la fatiga, descubrió una caja de cartón, seguramente olvidada por la mujer que se había marchado tan deprisa. Miró hacia el lugar por el que se había ido y la descubrió en la esquina opuesta del edificio, doblando por el Paseo. Jacobo fue a por la caja y trató de correr en busca de la dueña. A la segunda zancada, notó un dolor agudo en la boca del estómago y dejó de correr.
Cuando llegó a la esquina por la que había doblado la mujer, procuró avistarla, pero había demasiada gente circulando por aquella acera. Empezó a caminar hacia el Ayuntamiento, fijándose en el paso de los semáforos. No la vio en el primero ni en el segundo. Cuando llegó al cruce de Isabel II, tuvo que detenerse para cruzar la plaza. Entonces la divisó a unos cien metros, caminando deprisa en la dirección del Pasaje.
Entonces se fijó con más detalle en el peinado alto de la mujer, de un color rojizo y construido como una torre, en el abrigo de pieles ancho y corto, y en las piernas gruesas con tacones muy largos. Pensó en qué clase de mujer sería aquélla en la que luchaban lo alto y lo ancho. Llevaba cosas para alargar su figura, pero también llevaba cosas para matar esa impresión. Con el peinado crecía, con el abrigo menguaba, las piernas gruesas se agrandaban con la presión de los tacones altos.
Estuvo pensando en la mujer el tiempo suficiente como para sentir curiosidad por lo que había en la caja. Para entonces ya habían cruzado por delante del Pasaje de Peña y enfilaban a la Plaza de Numancia. Y para entonces, Jacobo, que seguía con un recuerdo sensible del dolor en la boca del estómago, ya había llegado a la conclusión de que no conseguiría alcanzarla fácilmente. Quizá pudiera llamarla cuando llegaran a un sitio con menos gente y con menos ruido, aunque no se le ocurría de qué forma podría llamarla si no se acercaba mucho más.
Abrió la caja, que era una caja blanca con bordes azules y letras de molde que decían «Fantasy», y encontró unas zapatillas de bailarina doradas con dos cordones también dorados. Jacobo continuó andando sin dejar de mirar las zapatillas y sin estar seguro de para qué servían, ni quién podría llevarlas puestas.
La mujer estaba llegando a la Plaza de Numancia y él se acercaba a la salida de la calle. Le quedarían unos treinta metros para alcanzarla. Entonces, mirando todavía las zapatillas doradas y haciéndose preguntas, se acordó de los pies de Christine y del día en que se juntaron con los suyos en los bajíos de Somo. Pensó en aquellas zapatillas metidas en los pies de Christine, reuniendo simplemente en su cabeza dos cosas que se parecían, pero poco después ya no pudo dejar de pensar en esas zapatillas como en las zapatillas de Christine, ni en los pies de Christine con esas zapatillas. Quizá eran muy pequeñas, quizá eran unas zapatillas de niña, pero eso no le impedía seguir pensándolo.
La mujer torció hacia la derecha en la Plaza de Numancia y se quedó esperando en el semáforo que cruzaba al otro lado. Jacobo ya la tenía a la distancia de una simple voz, «oiga», o algo por el estilo. Entonces la mujer empezó a cruzar por el paso y Jacobo sólo tenía que dar unas cuantas zancadas más largas para ponerse a su lado. Pero no lo hizo, ni tampoco la llamó.
En la otra acera, la mujer se detuvo en un portal y buscó en su bolso. Jacobo había llegado también al otro lado. Se quedó quieto, viendo cómo la mujer sacaba las llaves, las metía en la cerradura y desaparecía. Quieto, con los ojos en la puerta y, más tarde, dándose cuenta de que había apretado mucho la caja contra su costado y que le estaba haciendo daño. Sólo entonces empezó a desandar el camino, completamente absorto en lo que había hecho.
No tenía la sensación de haberse quedado con nada. Por lo menos, con nada que perteneciese a otra persona. Había visto las zapatillas y había visto los pies de Christine. Luego, tal vez, le había parecido que aquella mujer que no se había decidido en la lucha entre lo alto y lo ancho, tampoco podría decidir que lo que había dentro de la caja era suyo. Tampoco había conseguido alcanzarla, aunque no era del todo cierto. La había alcanzado, pero quizá demasiado tarde. ¿Qué significaba «quizá demasiado tarde»?
Mientras bajaba otra vez hacia el Pasaje de Peña, Jacobo trató de recordar algo. ¿Demasiado tarde? Aceleró el paso. Ahora, empezó a correr. Le dio igual que el dolor del estómago fuese entonces como el de una aguja caliente que atravesaba y llegaba hasta la espalda. También le dio igual que al abrir la boca el aire no entrase por ella y que, cuando lo hacía, siempre como un soplo delgado, menos que una brizna, no llegase hasta el fondo de los pulmones y se quedara estancado en alguna parte entre la garganta y el pecho.
Salió de la calle peatonal, corriendo con la caja apretada contra el estómago que le dolía, notando que chocaba contra cuerpos ocultos en abrigos y gabardinas que no había visto o que había calculado que no estarían en su camino. Cruzó por delante del Pasaje de Peña y, antes de entrar en la Plaza del Ayuntamiento, con el dolor convertido ya en un ácido extenso y las piernas botando sin control en el suelo, miró lejanamente el reloj grande de piedra, con las manecillas afiladas de hierro, que observaba como un ojo, que le observaba a él como otro ojo suyo, desde el frontón blanco del edificio del Ayuntamiento. Las dos menos veinte. Demasiado tarde.
No, no era demasiado tarde. Ya no podría ver a Christine y contarle todo lo que tenía que contarle, sobre todo para que Christine no pudiera irse nunca, aunque quisiera. Pero tenía dos zapatillas doradas de bailarina que serían para ella. Y, si no podía contarle la verdad, si él nunca iba a llegar a tiempo para decirle lo que nunca le dijo, siempre tendría dos zapatillas para ella. Dos zapatillas que él había ganado y que serían de Christine, aunque fueran pequeñas, de niña, aunque por su culpa él no hubiera llegado a tiempo a la salida del Instituto.