39263.fb2
A las once, Jacobo ya no pudo parar más en la cama. Por el tragaluz de su cuarto se veía el cielo gris y estirado de Santander cuando no llueve. Levantó la percha, y entró el ruido de la estación del Norte y de los coches al meterse en el Pasaje de Peña. Se vistió con la misma ropa del día anterior -las zapatillas de lona azul, los vaqueros, la camiseta azul y el chaquetón azul, que ya le quedaba pequeño- y se fue a ver a su padre al cuarto de al lado. Lo de su padre no era exactamente un dormitorio: era la entrada de la buhardilla, donde estaba también la cocina de butano y, al final del techo inclinado, el retrete. La cama estaba separada de lo demás por unos cortinones que en otro tiempo habían sido colchas y que Lupe había arreglado. Había un arco falso, y el sitio parecía una cueva.
El maestro dormía un sueño letal, sin ruido y sin movimiento, en medio del tufo a gasoil. Jacobo le agitó un poco hasta que el hombre rezongó y pareció vivo. Luego, dio un trago de leche de la nevera y salió a la calle. Su padre se despertaría por la tarde o por la noche, aunque muchas veces dormía hasta la mañana siguiente. Pero quería estar allí cuando abriera los ojos y cuando decidiera qué iba a hacer ese día y los otros que le faltaban para embarcarse de nuevo. Normalmente, el Gran Sol nunca permanecía más de dos o tres días en puerto.
Se puso a caminar y al poco tiempo se encontró con que el Ciudad de Plymouth había atracado en la estación del Ferry. Pensó que Fidel y Nano podrían estar por allí, ayudando en el catering o algo por el estilo, a fuerza de ponerse pesados con alguno de los que conocían. Fidel y Nano conocían a todo el mundo en el puerto, seguramente a más gente que él. Ellos sí eran del Barrio Pesquero y sus padres sí eran marineros de verdad. Se habían hecho amigos en la Básica, cuando Jacobo los seguía a todas partes y se quedaba maravillado con sus proezas, que se resumían en una: poder ganarse la vida en cualquier momento. Eso, para alguien como él en aquella época, pegado a Lupe y para el que su padre era un hombre ausente al que temía dejar de ver el día menos pensado, suponía el máximo conocimiento que podía tenerse sobre el mundo. Sabían esperar los barcos que tiraban las gambas, conocían los puestos del mercado en los que aceptaban sus sacas de berberechos o mejillones, tenían un arte especial para cazar transeúntes y meterlos en el Ciaboga o en el Menchu por una digna recompensa, y sabían en general todo lo que conviene saber a quien se levanta todos los días sin tener nada y sin esperar que nadie lo tenga. Jacobo también les había enseñado cosas. Por ejemplo, a sentirse respetados y a no confundir el buscarse la vida con la miseria. Aquel muchacho de piel muy blanca, pelo y ojos castaños, un poco achinados, que se había ido convirtiendo en un tipo largo y fuerte, que siempre había estado solo y que había esperado a su padre todas las noches en el varadero desde que tenía cinco años, nunca había tenido que aguantar de nadie un insulto o una bronca. Fidel y Nano le vieron siempre como a un «niño sagrado» y se sintieron muy bien al comprobar que quería estar con ellos y no con otros. Que les había elegido, en resumidas cuentas. A ellos, que rodaban por el mundo con el aliento del superviviente en la nuca.
El vestíbulo de la estación del Ferry estaba vacío. Jacobo no llegó a entrar. Se dio la vuelta y enfiló por el muelle en dirección a Puerto Chico. A pesar de que era lunes, había gente tirando el sedal a los chapalucos. La mar estaba de acero, plana como una balsa de aceite, y las montañas del otro lado de la bahía soltaban un reluz metálico. Dos remolcadores cargaban con un petrolero hacia el muelle.
A Fidel y a Nano se los encontró en la taquilla de las lanchas que cruzaban la bahía a Somo y a Pedreña. Estaban hablando con la de la ventanilla. Jacobo les tocó por detrás.
– ¿Os vais de viaje? -dijo en tono burlón.
– ¿Has visto la marea? Después del Puntal los mejillones estarán cocidos -dijo Fidel.
Fidel tenía la mitad de la cara quemada por una olla de agua hirviendo que le cayó encima cuando era pequeño. Nunca sonreía, porque la mitad de sus labios no seguía la idea. Era más alto que Jacobo y parecía ya un hombre de piel completamente oscura.
– Pero si está subiendo -dijo Jacobo.
– Eso es lo que nos parece -contestó Nano.
Nano tenía la misma edad que ellos, pero no había crecido desde los doce. Trataba de suplir la falta de estatura con una rabia que a veces resultaba peligrosa. A todos los enanos les pasa lo mismo, solía decir Fidel abrazándole con todo su cariño y con toda su fuerza, porque el otro empezaba a soltar golpes cuando lo escuchaba.
– Puede que sea mejor dejarlo -terminó Fidel-. ¿Y qué hacemos?
– Podemos ir a tomar vermut y percebes al Dominó -dijo Nano.
– Estás bueno. Eso sólo podíamos hacerlo de niños, cuando a los gilipollas del ferrocarril les hacía gracia ver cómo nos emborrachábamos -dijo Fidel.
– Sí, ya estamos un poco mayorcitos -coincidió Jacobo.
– Pero era divertido y ahora lo sería más -continuó Nano.
Los otros no le siguieron la corriente. Empezaron a caminar por el muelle hacia el Club Marítimo, echando una ojeada de vez en cuando a las cestas de los que pescaban.
– Podemos ir al almacén de aceitunas -se le ocurrió a Nano.
– Eso también valía de crío. Pero a éste, ¿qué le pasa? -dijo Fidel mirando a Jacobo-. ¿Es que quiere volver a la infancia?
– Nos lo pasábamos bien -contestó Nano retrasándose un poco y haciendo como que miraba algo en el fondo del agua.
Apenas había velas en la bahía. Tres catamaranes del mismo color, una especie de naranja con la matrícula en signos dorados, estaban fondeados al lado de los pilotes del Club Marítimo. Torcieron en Puerto Chico.
– Vamos a mirar un rato la Gran Cagada.
La Gran Cagada era un barco de recreo de treinta metros de eslora, en forma de hoja y totalmente moderno, que nunca había podido salir a la mar porque le faltaba calado. Según contaban, los dueños lo habían encargado en Barcelona, siguiendo las modas de allí y sin tener en cuenta que el Mediterráneo no es el Cantábrico. Así que el barco se les caía a la menor de cambio. Ahora llevaba dos años anclado y los propietarios habían desistido de intentarlo más veces. Y, lógicamente, nadie había querido comprárselo.
– Podrían venderlo en Cataluña -dijo Fidel.
– A lo mejor allí tampoco flota -contestó Jacobo, fijándose en el delfín de acero que remontaba el hocico del barco, y que le parecía mucho más fascinante que la inutilidad del barco.
– ¿Tú crees que alguien puede comprar un barco tan caro sin preocuparse un poco por lo que está haciendo?
– Supongo que el barco no les importaba mucho.
– Ni el dinero tampoco. Lo lógico es que la gente que tiene mucho dinero no piense nunca en él.
– Cuando se es así, puede que tampoco se piense en nada -dijo Jacobo, que sí pensaba en el delfín.
Nano los alcanzó al final de la conversación. Se hizo un sitio entre los dos y dijo:
– Pues a mí me gustaría tirar cosas. Si fuera rico me pasaría el día tirando cosas.
– ¿Para que las cogieran otros? -preguntó Fidel
– No, sólo me gustaría tirarlas. Y, por si acaso alguien me las agarraba, las destrozaría primero.
Volvieron al Club Marítimo y se sentaron en el dique, con los pies colgando sobre los catamaranes.
– Mañana vas al Santa Clara, ¿verdad? -preguntó Nano a Jacobo.
– Sí.
Se quedaron en silencio mientras veían subir la escalinata del Club a dos muchachas de su edad. Las dos llevaban una coleta rubia y cazadoras de ante.
– Las hacen a pares -dijo Fidel-. ¿Tú te quedarías con una, Nano?
– No. No sé qué quieren -respondió el bajito un poco confundido.
– ¿Y tú, Jaco?
– Me pasa lo mismo que a Nano.
– Lo digo porque las pijas no tienen ojos. Si te fijas, nunca están mirando nada. Van de acá para allá. Yo nunca las he visto paradas en un sitio -había continuado Nano.
– Tú no puedes entrar en los sitios en los que ellas se paran -dijo Fidel.
– Me da igual. Siguen sin mirar nada.
Los tres volvieron la vista hacia el horizonte de montañas metálicas, que parecían flotar sobre la bahía brillante.
– Ayer no os vi -empezó a decir Jacobo.
– Ayer no estábamos para nada -respondió Nano.
Jacobo les miró. La parte quemada de la cara de Fidel estaba apretada, con su mitad de labio torcida hacia abajo.
– ¿Pasa algo?
– El armador les dijo a nuestros viejos que por lo menos hasta marzo no nos puede coger -contestó Fidel-. Y aquí hemos estado esperando y haciendo el BUP para matar el tiempo. Lo peor es que ahora sacarse la cartilla de navegación es un peligro. Te tragas dos años en la marina de su Majestad. Ni puta idea de qué hacer. Y en la Lonja no hay sitio desde que se inventó. Además, lo lógico es que ahí se queden con los marineros que ya no pueden navegar.
– Y si todavía fuera marzo… Pero esto tiene mal viso. Lo de la Comunidad Europea es un lío para la pesca y cada día dicen una cosa -intervino Nano.
– A mí lo que me jode es lo del BUP. Tres años de mala conciencia y tocando el techo con las orejas de burro, maldita sea.
– Deberíamos haber hecho Formación Profesional -dijo Nano.
– ¿Es que hay rama de merlucero? -contestó Fidel bastante crispado-. Lo que hay ahí sirve para los de la ciudad y para nadie más.
– Podéis seguir estudiando -dijo Jacobo.
Los otros se le quedaron mirando un poco sorprendidos.
– Sabes que no vamos a ir por ese camino. A lo mejor no valemos, o a lo mejor lo único que nos interesa es lo que va por debajo o por encima del agua -dijo Fidel.
– ¿Y tú por qué quieres estudiar? -preguntó Nano, de pronto.
– Yo no quiero estudiar -contestó Jacobo observando la quilla afilada de los catamaranes-. Sólo es una promesa.
Jacobo se dijo a sí mismo que no había hecho esa promesa a nadie, pero que le hubiera gustado hacerla. Tal vez no ésa en concreto, pero sí algún tipo de promesa. Empezaba a tener una vaga idea de por qué a la gente le gustaban las promesas. Y de por qué a él le había gustado decirlo.
Cuando volvió a la buhardilla, a las siete y pico de la tarde, pensando todavía en la promesa, su padre no estaba en la cama. Lo encontró en el bar de Fitu, que estaba debajo de casa, ya un poco pasado de rosca. Había estado jugando al dominó y dándole al Carlos III.
– Vete a casa de Roncal, a por la parte -fue lo primero que le dijo.
– Y luego, ¿dónde te busco?
– Espera, no te vayas todavía.
Su padre tenía las manos temblorosas alrededor de la copa y los ojos aguados.
– ¿Sabes cómo se hacen las partes de una captura?
– Sí -dijo Jacobo-. Acuérdate de que yo llevo las cuentas en casa.
– Entérate bien -siguió diciendo el padre, de todas maneras-. Un décimo para combustible, un décimo para amortización del barco, un décimo para el patrón, cinco décimos para el armador y dos décimos para los marineros y para la Seguridad Social. ¿Qué te parece?
– Lo de siempre.
– Lo de siempre, ya me lo temía yo.
El padre se echó hacia atrás en la silla con bastante incertidumbre. Estaba peor de lo que Jacobo había presentido.
– ¿Y por qué yo no me rebelo? -preguntó tragándose algo que podía haber sido un hipo.
– No sé de qué estás hablando.
– ¿A ti te parece justo?
– No.
– Entonces, ¿cómo es que no sabes de qué estoy hablando?
Se ladeó sobre la silla con el mismo esfuerzo que si estuviera arrastrando un peso en la cintura y gritó:
– Fitu, arrímame otro.
– Luego te lo llevo -le contestó el gordo de los grandes bigotes desde detrás de la barra.
– Éste ya no quiere servirme. Pero íbamos a una cosa. ¿Por qué yo no me rebelo?
Jacobo no dijo nada. Vio la cara de Fitu mirándoles con pena, no sólo a su padre, a él también. Pero era una pena sin remedio, como si todo lo que habían hecho, como si el haber llegado hasta ahí, no sirviera de nada. Su padre llevaba doce años de marinero y él había crecido grande y fuerte, y a la mañana siguiente empezaría el COU. ¿Fitu no podía ver eso? ¿No podía entender que un marinero se emborrachase y que quisiera hablar con su hijo?
– ¿Por qué no se rebela un hombre? Ésa es la pregunta. ¿Tú qué dirías?
– Porque no tiene a nadie con quien rebelarse, porque está solo.
– Cielos, sí. Magnífica razón, estupenda razón. Aunque, desgraciadamente, no la única. Aparte del con quién, está el con qué. ¿Con qué me rebelo yo? ¿Qué le tengo yo que enseñar a nadie? Es como el enamorarse, Jaco. No se trata de con quién, se trata de con qué. Y yo no tengo nada -a su padre empezaron a temblarle los labios-. Te tengo a ti, pero pido al cielo que tú no seas mío. Que sólo sea tu padre, pero que no seas nada de mí.
El viejo empezó a sollozar de una forma constante, con el silencio anterior, sin moverse.
– Yo no tengo nada. ¿No te das cuenta de que entonces no puedo hacer nada?
Sus ojos y los de Fitu se cruzaron mientras el dueño del bar secaba un vaso. Jacobo creyó que todos se habían callado y que el sollozo y las palabras de su padre planeaban como el humo sobre los demás, y que salían a la calle y que las escuchaban todos los que pasaban por allí. Vio como los labios de Fitu se movían para decir en sordina: tranquilo. Tranquilo.
Estuvo mucho tiempo viendo empapado el plástico viejo y quemado de la cara de su padre. En algún momento dijo:
– Espérame aquí. No te muevas de aquí.
Y escuchó la voz de Fitu por detrás, que le decía:
– Quédate tranquilo. Te esperará aquí.
Fue corriendo hasta la casa de Roncal. Corriendo para algo más que para ir deprisa. Llamó a la puerta llenándola de golpes, y la cara de Roncal se asomó con aquel gesto suyo, de cogote pelado, de ojos grandes y negros, de saber qué estaba pasando.
– Tu padre siente la debilidad y sólo habla de eso. No dice nada, no está diciéndote nada a ti. Tú no tienes que escucharle, ni él tampoco se escucha a sí mismo. Siente que no tiene fuerzas, y eso es todo. Suele decirse, en una tempestad, que si escuchas los cantos de las sirenas acabarás tirándote al agua. Entonces es cuando te ahogas. Está mal, así que sólo hablará de eso. No hay que creerle.
Roncal le había obligado a sentarse en la cocina. Y luego había encendido un puro.
– Tu padre tiene más cosas que muchos que he conocido y que están orgullosos de tenerlo todo. Hay que saber escuchar, Jaco. O acabarás oyendo cualquier cosa.
Jacobo sentía frío y sentía más frío al pensar que tendría que ir a recoger a su padre. Le hubiera gustado quedarse con Roncal.
– Me gustaría acompañarte mañana al Instituto -dijo el cocinero.
Jacobo no dijo nada.
– ¿Vas a llevar los zapatos?
– ¿Los que me regalaste tú?
– Ésos.
– Pensaba llevar las zapatillas.
– Mañana no vayas con zapatillas, aunque haga calor. Prométemelo.
– Te lo prometo.
Y Jacobo sintió el calor que dan las promesas cuando se tiene a quien hacerlas.