39263.fb2 Nunca Sere Como Te Quiero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Hacía resol. Jacobo llevaba los mocasines de color negro que le había prometido a Roncal. Y se puso calcetines blancos para acompañarlos. También llevaba a Roncal. El cocinero le llegaba por la nariz, pero desplazaba un volumen de aire muy superior. Atravesaron los doscientos metros oscuros del Pasaje de Peña y salieron al otro resol, al que rebotaba en los escaparates y en los miradores de la ciudad vieja.

Roncal no decía nada, y Jacobo, tampoco. Era como si los dos supieran que necesitaban la atención de sus cuatro ojos en un país inexplorado. O como si se acompañaran al médico el día en que a uno de ellos iban a darle el resultado de los análisis. Roncal marchaba bastante serio, sin mirar a ninguna parte, un poco marcial. Jacobo miraba a cualquier sitio y estaba nervioso. En realidad, se había puesto nervioso al salir del Pasaje de Peña, la última gran frontera de su zona de acción.

Conocía de sobra la ciudad vieja. No era eso. Conocía muy bien a su gente, había ido cientos de veces a sus cines y a sus bares. Santander no era tan grande como para no conocerla hasta el agotamiento tras diecisiete años de vida. No era eso. Era la sensación de estar atravesando más fronteras que las del Pasaje de Peña. Hasta ahora, había vivido en un mundo reducido y controlado. Y a partir de ahora tendría que vivir con algo que aún no conocía.

Subieron por un lateral del Ayuntamiento y luego cogieron la calle del Coliseum. El Santa Clara estaba poco después del cine, en una de las calles en cuesta. Al doblar la última esquina, vieron la verja, la escalinata de piedra y corros de estudiantes que parecían reírse sin grandes motivos y que esperaban que se abrieran las puertas.

El Santa Clara era el edificio que más podía parecerse a una catedral inglesa en todo Santander. Tenía un pórtico monumental con las puertas claveteadas de hierro, arcos ojivales, vidrieras y una presencia aplastante sobre el barrio de calles antiguas y de casas quemadas por la humedad y por el tiempo. Jacobo pensó que detrás de aquella fachada se podía celebrar un concilio o reunir un parlamento. Lo que le parecía difícil es que alguien se pusiera a dar clase de la misma manera en que daban clase en el Barrio Pesquero, entre bloques prefabricados y ventanas de aluminio.

Miró a Roncal y vio una cara de Roncal nueva. El cocinero miraba a lo alto de la fachada con los ojos muy redondos y una expresión sin gesto. Seguramente estaba pensando algo sobre los dibujos y las figuras que asomaban en el alero. Era como si le hubieran lavado las marcas de su rostro curtido y le estuviesen poniendo una máscara limpia. Roncal acabó por darse cuenta de que Jacobo le observaba y le devolvió la mirada rápidamente, con una sonrisa franca y no del todo verdadera, enseñando dientes pequeñitos de ratón que Jacobo no recordaba haber visto nunca al completo.

Se detuvieron en la escalinata, entre los grupos que seguían a la espera. Jacobo sintió que le miraban por todos lados. Y Roncal no le estaba dando ninguna tranquilidad.

– Todavía no es la hora -dijo por decir algo y sacar a Roncal de su ensimismamiento.

– No te preocupes -dijo el otro, que ahora estaba dedicado a contemplar su alrededor.

Había gente diferente, diferente entre sí. Los había con su blazer, camisa a rayas y corbata, y chicas que los acompañaban con un chaquetón impermeable y pañuelos de colores metidos en un jersey de caja, con las orejas perforadas por dos perlas sobre una hoja de oro. Los había con pantalones llenos de tijeretazos, pelo afro y un plumas de estación de esquí. Los había melancólicos con el pelo largo, raya al medio y un chaquetón magnífico de piel vuelta. Y después estaban los que simplemente iban limpios, sin ninguna idea en especial, vestidos como los habían mandado de casa.

– ¿Sabes lo que hiciste el primer día que fuiste a la escuela? -le dijo Roncal.

– No.

– Lupe te llevó y eras el primero de la fila, antes de entrar. Lupe se fue y te dejó allí. Vino un gilipollas con su hijo y te echó. Tú estuviste dando vueltas y no querías ponerte al final de la fila. Debiste de pensar algo. Volviste a la fila y te pusiste el primero. No sé qué te dijo el padre. Lo que sí sé es que tú le dijiste, con tus cinco años: tú eres un hijo de la gran puta. Y seguramente acertaste, porque el tipo se marchó y su hijo se quedó detrás.

– Me preocupa que los que estaban detrás se lo tragaran -dijo Jacobo-. Y además, ¿tú cómo lo sabes?

– El director también había sido ayudante de cocinero, aunque no te lo creas.

– Me cuentas estas cosas porque crees que me va a pasar algo.

– Te las cuento porque me están pasando a mí.

– A mí no me va a pasar nada.

– Ya lo sé. Por eso he querido venir contigo.

Las puertas claveteadas de hierro se abrieron, y Roncal se marchó sin haber dicho ni una palabra más. Jacobo entró y leyó en las vitrinas del vestíbulo que el curso de COU estaba en el segundo piso, aula 6.

Había una escalinata de piedra, iluminada por el arco iris de dos vidrieras que representaban un martirio y una pequeña vela en un mar demasiado azul y artificial. Jacobo estaba un poco impresionado por su soledad en aquel sitio. Cuando en junio fue a matricularse, no tuvo ninguna sensación y el edificio era el mismo. Había visto la fachada del Santa Clara cientos de veces, pero sólo ahora que estaba entrando en su mundo, sólo ahora que escuchaba el ruido fortificado de las puertas al cerrarse detrás de él, sintió que estaba allí, caminando hacia un gran estómago en penumbra.

El corredor del segundo piso tenía techos altísimos y dos ventanales en los extremos. El suelo de baldosas que dibujaban grandes pétalos granates brillaba en la oscuridad mientras el aire de los techos se cernía como un tejido opaco. Jacobo distinguió de pasada un corredor que daba sobre el patio. A pesar de la multitud que iba y venía, de los roces y de los atascos, se veía solo en aquel espacio desmedido y turbiamente iluminado. Las puertas del aula 6, altas, estrechas y con cristal esmerilado, estaban abiertas de par en par. Había un grupo numeroso haciendo corrillo en la pared del fondo y el resto se había distribuido ya por unos pupitres dobles, de madera oscura. Jacobo volvió a sentirse mirado y pensó en los zapatos de Roncal. Quizá hubiera sido mejor no hacerle caso. Se sentía más cómodo con sus zapatillas de lona azul.

Mientras buscaba algún pupitre solitario, alguien cerró las puertas y todos se sentaron en algún sitio. Él encontró uno libre en la fila del fondo.

Quien había entrado era una profesora con cara de alcatraz, madura y con gafas.

– Bueno, ya tenemos aquí a la recua de este año. A desasnar tocan -dijo con auténtico sentimiento y sin una especial ironía.

La mujer dejó un bloque de libros sobre su mesa y Jacobo se fijó en su mano izquierda, deforme y pequeña como una garrita, en un brazo más corto que el otro. Pensó que aquella mujer podía servir de gárgola en el edificio o de bruja medieval en la vidriera de la entrada.

– En fin, vamos a echarles un vistazo a esas caras y a ver qué nombre llevan. Otra cosa. Ya que soy vuestra tutora, y que tengo razones para ello, el sitio que habéis cogido es para todo el curso. Ya veremos qué os pasa con el sitio.

Abrió una carpeta con la mano enferma, usándola sin ningún complejo y sin ninguna dificultad.

– Acereda, Jacobo.

Jacobo tuvo la impresión de que su nombre rebotaba muchas veces en las paredes de su cabeza. De pronto, se dio cuenta de que no sabía qué responder.

En la Escuela del Barrio Pesquero siempre decían «aquí» o levantaban una mano sin decir nada. Pero ¿y en el Santa Clara? ¿Y entre aquella gente?

– Acereda, Jacobo -repitió el alcatraz-. ¿No está?

Jacobo se levantó muy bruscamente y el asiento de muelle se estrelló contra el respaldo, también de madera. Sonó como una detonación.

– Un servidor de usted -respondió, con la certeza de que nunca en su vida había utilizado aquellas palabras y con la certeza de que no las había aprendido en ninguna parte.

Se escucharon risitas y removimiento en los pupitres.

– Muy educado. Sí, señor-contestó el alcatraz-. Pero ¿serías tan amable de no hacer tanto ruido la próxima vez?

– No he sido yo. Ha sido el sentajo -contestó Jacobo sin pensar en lo que decía.

La clase estalló en una carcajada y Jacobo, entonces sí, se fijó en todas las caras que le miraban.

– ¿Sentajo? -graznó el pájaro-. Veo que tenemos un vocabulario muy particular. Dios mío.

Miró las caras de una en una y no podía dejar de mirarlas aunque le hacía daño. Siguió de pie, mantenido no ya por sus piernas, sino por una columna de aire frío que le subía por dentro, más fuerte que su cuerpo gaseoso. Entonces giró un poco la cabeza, hacia su compañero de pupitre, y encontró unos ojos grandes y verdes, aguamarinos, completamente tranquilos, en un rostro blanco con labios hermosos que no se reían, con labios que ni tan siquiera sonreían.

Se quedó naufragando en esos ojos, se sumergió en ellos y se encontró nadando en una profundidad templada, de agua brillante y reposada.

Sólo pensó una cosa mientras se decía a sí mismo que le gustaría quedarse en aquellos ojos para siempre: jamás me acercaré a ellos, jamás sabrán nada de mí.