39263.fb2 Nunca Sere Como Te Quiero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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– ¿Cuántas botellas llevas esta vez?

Jacobo y su padre estaban atravesando la vía y caminaban hacia la Raya. El cielo se había ido limpiando a lo largo del día y la luz de las estrellas parecía nueva. El terral traía el salitre en el aire y esa noche hasta en los barrios altos de la ciudad dormirían envueltos en mar. El Gran Sol partía a las doce. Hasta el amanecer trazaría una curva sobre el Golfo de Vizcaya y a última hora de la tarde siguiente daría el través a los acantilados blancos de Dover. De madrugada estaría sobre la primera ruta preparado para la primera virada.

– Así que no vas a volver al Instituto -fue la contestación del padre.

Jacobo iba cargado con el petate, y su padre, encorvado y mirando al suelo, con las solapas del chaquetón levantadas aunque no hacía frío, le seguía un paso por detrás.

– Quiero saber cuántas botellas llevas -dijo, con la mirada puesta en el primer frente de casas blancas, al que se llegaba después del descampado entre la vía y el campo de desguace.

– Me extraña que no quieras volver. Siempre pensé que ibas por un camino. A mí no me parecía mal. ¿Te he dicho yo que me parecía mal?

– No todo es cosa tuya en este mundo. ¿Sales a más de botella por día?

– Todo el mundo tiene cosas que le disgustan. Eso es así y no hay forma de cambiarlo. Pero me gustaría saber si es por algo que yo he hecho.

Dejaron a la izquierda dos naves de almacén con los remolques en la puerta y continuaron el camino junto a la valla del solar con la chatarra. Los coches descuartizados y oxidados, las cuadernas de acero de algún buque colocadas en una gran pila, las montañas de alambre y los mástiles ennegrecidos, parecían más sombríos debajo de aquel cielo ordenado y fulgurante.

– Algún día no volverás o algún día, en cuanto haya un poco de galerna, tendrán que atarte. Será gracioso.

– Yo no puedo decirte nada. Creo que yo no puedo decirte nada. Al final, harás lo que quieras y yo no podré decirte nada -dijo el padre como si le hubieran convencido con algún argumento definitivo.

Roncal les estaba esperando en la puerta. Miró al cielo, se cargó la saca y dijo:

– Por lo menos, esta noche vamos a dormir en condiciones.

Empezaron a caminar por las callejuelas empedradas, con el horizonte de faroles al fondo, por encima de los tejados.

– ¿Qué tal en el monumento ese donde te dan clase? -preguntó a Jacobo.

– No quiere volver -dijo el padre, que también con ellos caminaba un paso por detrás.

– Ah. No te he visto en estos días. ¿Has estado enfermo? -Roncal iba mirando adelante, pero, como siempre que tenía que zarpar, parecía estar atento a todo: al movimiento del aire, a los olores, a la humedad, hasta al ruido de sus pasos sobre el empedrado.

– He estado en el Instituto -contestó Jacobo de mala gana.

– Entonces no lo has dejado todavía. Quizá lo dejes mañana. Mañana es siempre un buen día para dejar algo -daba la impresión de que Roncal pensaba en otra cosa-. La luna tiene cerco, maestro. ¿Qué significa eso?

– Significa que hay otras lunas y que ésta es sólo la de aquí -contestó el maestro con una risita ronca.

– Bien dicho. La que vale es la de dentro de veinticuatro horas, porque aquélla puede durar quince días -el cocinero, después de decir lo último, se volvió hacia Jacobo-. Entonces, ¿no te gusta el monumento?

– No.

– Es lógico. A mí tampoco me gustó.

Doblaron por una casa que tenía la puerta abierta. Vieron cuatro camas en hilera después de la puerta y dos críos jugando encima mientras el padre veía la televisión.

– Lo que no te gusta es el estilo de esa gente. ¿Verdad que es eso?

– Sí. Eso es -contestó Jacobo.

– Ni tener que estudiar cosas que no te sirven para nada.

– Exacto.

– Ni aguantar, ahora que ya tienes diecisiete años, que te digan todos los santos días lo que tienes que hacer.

– Eso es.

Llegaron al muelle. Fidel y Nano estaban junto al barco, que ya tenía las máquinas runfando. Roncal empezó a caminar más deprisa.

– El muchacho tiene razón, maestro.

– Si tú lo dices… -murmuró el otro, confundido.

Entonces, Roncal se paró de golpe y miró con sus ojos oscuros y brillantes a los de Jacobo. El muchacho pensó que había algún parecido entre esos ojos y el cielo que no podían dejar de mirar. El cocinero se quedó tan cerca que pudo olerle, un olor húmedo, como el del horizonte que tenían delante y que entró al mismo tiempo que las palabras que escuchaba.

– Ahora el muchacho ya sabe todo lo que no le gusta. Pero el muchacho no puede confundir todo lo que no le gusta con saberlo todo. Ahora ya tiene todo de algo, pero eso no es todo. Cualquiera podría ver la diferencia. ¿Verdad que cualquiera podría verla?

Jacobo no dijo nada. Roncal se le quedó mirando tres segundos más en silencio. Luego, dio media vuelta, saltó a la cubierta del Gran Sol y casi a gritos dijo:

– Así que el muchacho no se irá, maestro, el muchacho volverá, porque el muchacho sabe que no lo sabe todo.

– Adiós, hijo -se despidió el maestro, yéndose a continuación del cocinero.

Fidel y Nano se le acercaron.

– ¿Ha habido movida?

– No.

– Si no quieres volver al Instituto, no vuelvas.

– Ya he dicho que es una promesa.

Los marineros desaparecieron de cubierta al cabo de un rato. En el muelle había unas cuantas mujeres con madreñas y un par de críos chillando y corriendo. La luna tenía cerco. La luna de aquí. Vieron al patrón en el puente y poco después el Gran Sol empezó a moverse por popa. Enseguida cambió el sentido de las máquinas y enfiló de proa a la bocana. Lo siguieron mientras dejaba atrás los barcos de bajura atracados en formación, como una escuadra, y mientras pasaba al lado de un buque de carga anclado en la dársena con los masteleros llenos de luces.

– ¿Qué hacemos? -dijo Nano.

– Yo tengo hambre -contestó Fidel.

– Vamos donde doña Eulalia, que estará haciendo sopa.

– Y vemos a las chicas un rato. ¿Qué te parece, Jaco?

– Me da igual. Donde digáis.

– Un día tenemos que preguntarles por qué se han hecho putas -dijo Nano.

– Como si ellas lo supieran -contestó Fidel-. Y si les preguntas cosas que ellas no saben, a lo mejor te ponen el plato de sombrero.

Se fueron por la callejuela del almacén, buscando el chamizo de doña Eulalia.

– Si piensas en lo que no sabes, te vuelves loco -dijo Jacobo mucho más tarde.