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Capítulo 9 Hitler reacciona

El golpe de Estado no había comenzado con la fluidez que habían previsto los conjurados. El retraso había sido importante y se había perdido la oportunidad de actuar con el factor sorpresa a favor pero, gracias sobre todo a la fuerza de voluntad de Stauffenberg, se estaba recuperando el tiempo perdido a marchas forzadas y los implicados vislumbraban ya la posibilidad cierta de que su acción pudiera verse culminada con el éxito.

Pero, mientras tanto, ¿qué sucedía en la Guarida del Lobo?

Tras el atentado, Hitler había expresado a todos los que le rodeaban que él ya sabía, desde hacía mucho tiempo, que se estaba preparando un atentado contra él. Rabiosamente, aseguraba una y otra vez que ahora podría descubrir a los traidores y hablaba de los terribles castigos que les esperaban. También agradecía, en cierto modo, el intento de asesinato porque había reforzado su convencimiento de que la Providencia estaba de su parte. Mostraba a todos sus pantalones desgarrados, así como su guerrera con un gran agujero en la espalda, como si se tratasen de la prueba palpable de que se había “salvado milagrosamente” y que, por lo tanto, era un elegido.

Hay que reconocer que el dictador germano conservaba todavía algo de aquella intuición genial que le había ayudado a ascender de forma irresistible hasta la cúspide del poder. Ante la contrariedad del atentado, por el que se evidenciaba tanto la debilidad del régimen al no haber descubierto la conjura, como la fuerza de la resistencia al haber logrado llegar hasta él, Hitler detectó de manera instantánea las dos grandes oportunidades que se le abrían. Por un lado, podría transmitir a la población germana que su supervivencia era la prueba de su indestructibilidad, y por otro, el atentado era la excusa perfecta para aplastar brutalmente cualquier intento de oponerse al régimen.

Por lo tanto, esa acción que, pese a su fracaso en el objetivo de acabar con la vida del dictador, denotaba que el régimen nazi tenía enfrente enemigos con la capacidad de derribarlo, pasaba a ser un elemento que en realidad iba a ayudar, de forma involuntaria, a apuntalarlo. A la luz de los acontecimientos posteriores, no hay duda de que Hitler acertó en su planteamiento de primera hora, puesto que la resistencia antinazi quedaría prácticamente borrada del mapa y el régimen nazi quedaría firmemente asentado, desplomándose sólo cuando fue derrotado militarmente.

LA VISITA DEMUSSOLINI

El atentado no alteró la agenda de Hitler para ese día. La visita de Mussolini se llevaría a cabo tal como estaba previsto. Hacía exactamente un año que los dos dictadores se habían reunido por última vez, el 20 de julio de 1943 en Feltre, cerca de Bellune, en el norte de Italia. Ahora volvían a verse, pero Mussolini no era ya el Duce de toda Italia, sino de una fantasmal república creada en el norte de la península, la República Social Italiana, controlada por los alemanes.

El intérprete del Führer, Paul Schmidt, relató en sus memorias como se desarrolló la entrevista en la Guarida del Lobo. Curiosamente, Schmidt pudo comprobar, muy a su pesar, el reforzamiento de las medidas de seguridad que enseguida se desplegaron en la Wolfsschanze; cuando acudió allí en coche, sin saber que se había producido el atentado, fue detenido en la primera barrera:

– Aunque el mismo emperador de la China le hubiese dado un salvoconducto, no podría dejarle pasar -le dijo el centinela.

– Pero ustedes ya me conocen -protestó Schmidt-, soy el intérprete del Ministerio y tengo orden de presentarme en el apeadero a las tres de la tarde, hora en que llegará una visita. ¿Por qué no puedo pasar?

– Por el acontecimiento -respondió el soldado de forma lacónica.

El intérprete insistió en que tenía que entrar, hasta que el centinela se decidió a telefonear al oficial de guardia. Luego le dejó pasar.

Schmidt no se enteraría del acontecimiento al que hacía referencia el soldado hasta que, ya en el apeadero, habló personalmente con el médico de Hitler, quien le relató los pormenores del suceso.

– Parece que ni siquiera se ha alarmado -le explicó el doctor-. Cuando lo examiné para ver si tenía alguna lesión interior, su pulso estaba completamente tranquilo, y tan normal como los días anteriores.

Cuando el médico iba a proporcionarle más detalles, Hitler se presentó en la estación. Según Schmidt, nada en su aspecto exterior denotaba lo ocurrido tan sólo dos horas antes. Unos minutos más tarde, cuando llegó Mussolini, sí que advirtió las secuelas, pues dio al Duce la mano izquierda para saludarle, y luego se fijó en que se movía con mucha lentitud y que le costaba trabajo levantar el brazo derecho. Mussolini no sabía tampoco absolutamente nada sobre el atentado, y se enteró por boca de Hitler, quedándose lívido al momento.

Hitler y Mussolini cubrieron a pie los escasos centenares de metros que separaban la estación de los barracones y búnkers del Cuartel General. Durante el paseo el dictador germano refirió al italiano lo sucedido. Al intérprete le sorprendió el monótono tono de voz empleado por Hitler, mientras en el rostro de Mussolini se dibujaba el terror que le producía el que hubiera sido posible sufrir un intento de asesinato en un lugar tan aparentemente seguro como ése. Quizás estaba pensando en que eso mismo le podía ocurrir a él.

Hitler y Mussolini, sonrientes, en una visita a Munich en 1940.

El encuentro entre ambos del 20 de julio se celebraría en unas circunstancias muy diferentes.

El Duce miraba aún al Führer con ojos desorbitados cuando ambos entraron en el barracón en el que se había producido la explosión. La puerta que daba a la sala de conferencias estaba destrozada, y la estancia misma aparecía totalmente devastada, como si hubiera caído sobre ella una bomba de aviación de gran calibre.

Las mesas y las sillas estaban reducidas a astillas. Las vigas se habían desplomado y las ventanas, junto a sus marcos, habían sido proyectadas al exterior. La gran mesa de mapas, que en último término había salvado la vida al Führer, no era ya más que un montón de tablas destrozadas.

– Aquí fue -dijo Hitler tranquilamente-. Aquí, junto a esta mesa, estaba yo de pie. Así me hallaba, con el brazo derecho apoyado en la mesa, mirando el mapa, cuando de pronto el tablero de la mesa fue lanzado contra mí y me empujó hacia arriba el brazo derecho -hizo una pausa-. Aquí, a mis propios pies, estalló la bomba.

Según el intérprete, Hitler explicaba el hecho indiferente y como absorto, de una manera bastante extraña. Mussolini, lleno de terror incrédulo, no hacía más que mover la cabeza.

Después, Hitler le enseñó el uniforme que llevaba en el momento de la explosión, que aparecía destrozado por la presión del aire, y le señaló un punto de la nuca en donde tenía el pelo chamuscado.

Los dos dictadores permanecieron un largo rato sin decir nada. Después Hitler se sentó sobre un cajón vuelto hacia abajo y el intérprete fue en busca de una de las pocas sillas que quedaban intactas para que Mussolini pudiera también sentarse.

– Cuando me represento toda la escena de nuevo -dijo Hitler en un tono muy bajo- comprendo, por mi salvación milagrosa, que mi destino es que no me suceda nada, ya que ésta no es la primera vez que escapo a la muerte de manera tan providencial. Otros que estaban en esta sala han resultado gravemente heridos y uno incluso fue lanzado a través de la ventana por la onda expansiva.

Estas palabras impresionaron mucho a Mussolini. Hitler prosiguió con su monólogo:

– Después de librarme hoy de este peligro de muerte tan inmediato, estoy más convencido que nunca que mi destino consiste en llevar a cabo felizmente nuestra gran causa común -el Duce asintió con la cabeza-. Después de lo sucedido -dijo señalando los escombros-, estoy plenamente convencido de ello, lo mismo que usted. ¡Ésta es una inequívoca señal del cielo!

Durante unos minutos, los dos autócratas estuvieron allí sentados en silencio, en medio de los escombros. Al cabo de un rato, Mussolini felicitó a su anfitrión por haberse salvado de forma tan milagrosa.

Al fin se levantaron, dirigiéndose a uno de los refugios, para cambiar impresiones. Según Schmidt, la conversación de ambos fue tranquila e insignificante, como una especie de despedida. Quizás ambos intuían que ésa era la última vez que se veían, como así fue. Pero Hitler no mantendría esa calma durante mucho tiempo.

REUNIÓN EN EL BUNKER

En el transcurso de la tarde aflorarían en el dictador alemán los nervios reprimidos tras el traumático suceso. Sobre las cinco, Hitler se presentó con Mussolini en su búnker. Allí estaban el ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop y el jefe de la Marina de guerra, el almirante Karl Doenitz, además de Goering, Keitel y Jodl.

La conversación comenzó siendo distendida, en torno a la Providencia que había permitido al Führer seguir con vida para cumplir con su misión al frente de Alemania. Pero conforme avanzaba la conversación fueron deslizándose veladas acusaciones entre los contertulios, que poco a poco dejaron de ser sutiles para convertirse en explícitas e hirientes.

Doenitz, con el apoyo de Goering, acusó al Ejército de traidor, para criticar después a la Luftwaffe su falta de actividad, lo que enojó al obeso mariscal del Reich. Goering pagó finalmente su enfado con Ribbentrop, al que reprochó su fracasada política exterior, tachándolo de “vendedor de champán” -su actividad anterior a su carrera política- y llegando a amenazarle con su bastón de mariscal.

Mientras se desarrollaba esta lamentable escena, Hitler permanecía hundido en su mullido sillón, manteniendo en la boca una pastilla que le había proporcionado el doctor Morell, mentalmente ausente de esa trifulca entre los jerifaltes del Tercer Reich, y de la que era perplejo testigo el dictador italiano.

Pero cuando uno de los presentes se refirió al asunto de Ernst Röhm y la consiguiente noche de los cuchillos largos, en la que las SS ajustaron cuentas pendientes con las SA, Hitler saltó como un resorte. Se puso de pie con una inesperada agilidad y, recordando aquel episodio, bramó asegurando que el juicio que organizó contra aquellos traidores no sería nada comparado con el que le esperaba a los que habían intentado matarle unas horas antes.

El diálogo que hasta ese momento habían mantenido los presentes se convirtió en un largo monólogo que nadie se atrevía a interrumpir, en el que Hitler, fuera de sí, juraba una y otra vez que exterminaría a los culpables, pero también a sus mujeres y a sus hijos. Palabras como sangre, venganza, horca o muerte salían como un torrente de la boca crispada del Führer, mientras los criados de las SS, silenciosamente, seguían sirviendo tazas de té.

A las 16.10, el mariscal Keitel dio cuenta al Führer de la conversación que acababa de mantener con el general Fromm sobre el atentado, y le comunicó que Stauffenberg aún no había regresado a Berlín. También le explicó que había hablado con Goebbels y que éste le había dicho que todo estaba tranquilo en la capital, pero Keitel añadió que en la Bendlerstrasse había un grupo de oficiales que estaban propagando el rumor de que el Führer había muerto.

Las peticiones de aclaración arreciaron sobre el Cuartel General cada vez en mayor número y más apremiantes. Los comandantes en jefe de los frentes y los jefes de las regiones militares querían oír del propio Keitel o del general Jodl la confirmación del fracaso del atentado. Mientras tanto, llegó desde Berlín la noticia de que se había lanzado el Plan Valkiria, lo que produjo gran inquietud. El mariscal Keitel trató de anular estas medidas de excepción, pero no pudo comunicar con los generales Fromm u Olbricht.

Hitler muestra al Duce el estado en el que había quedado la sala y Mussolini, estupefacto comprueba los efectos de la explosión en el barracón de conferencias. Luego, ambos dictadores permanecieron sentados entre los escombros largo rato, sin pronunciar palabra.

El jefe de las SS, Heinrich Himmler, fue nombrado de inmediato por Hitler jefe del Ejército del Interior en sustitución de Fromm, con plenos poderes para reprimir el golpe que estaba desarrollándose en esos momentos en Berlín.

Con la llegada de este dato, el nerviosismo aumentaría en la Wolfsschanze, donde Himmler decidió incrementar aún más las medidas de vigilancia, ordenando que una compañía de las SS acudiese desde su cuartel en Rastenburg. Sin embargo, al estar compuesta por reclutas, la llegada de esta compañía tan sólo contribuiría a aumentar la confusión en el Cuartel General.

Sobre las cinco y media, Hitler hizo llamar a Goebbels al teléfono y le ordenó que emitiese por la radio una comunicación en la que se precisase que el atentado era obra de una pequeña camarilla de oficiales ambiciosos y criminales, y que el Führer se encontraba sano y salvo y en compañía del Duce. Otra orden de Hitler fue la de nombrar a Heinrich Himmler jefe del Ejército del Interior, en sustitución del general Fromm.

Durante esa tarde, Hitler no dejaría de manifestar su cólera contra el Ejército, que consideraba en su conjunto reacio a seguir sus directrices. Pero afirmaría también que ese estado de cosas cambiaría en breve; la primera medida, tomada en esos mismos momentos, fue decidir la sustitución del jefe del Estado Mayor General, el general Zeitzler, cuya cooperación con Hitler no era demasiado entusiasta, por el general Heinz Guderian, que fue reclamado con urgencia con el propósito de meter en cintura al Estado Mayor.

El mariscal Wilhelm Keitel celebró con entusiasmo el que Hitler hubiera sobrevivido al atentado. Creyó que era una señal de la Providencia, que anunciaba la futura victoria de Alemania. En la imagen, diez meses después, firmando la rendición ante los Aliados.

El séquito del Duce había sido casi ignorado por los alemanes, pero los representantes italianos consiguieron al menos que los 700.000 soldados transalpinos desarmados y detenidos tras la caída del fascismo e internados en campos de concentración alemanes fueran considerados y pagados como trabajadores libres. Esta petición había sido rechazada en varias ocasiones por Hitler pero en esta ocasión, quizás por el efecto de la dramática jornada vivida, la aceptó de buen grado; los prisioneros serían liberados en seis semanas.

Hitler acompañó a Mussolini a la estación. Intercambiaron promesas de volver a verse pronto y reafirmaron su voluntad de luchar hasta el fin. Tras despedirse del Duce, Hitler regresó de inmediato a su búnker; debía poner toda su energía en combatir el golpe de Estado que amenazaba su despótico poder.