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Mientras tanto, en Berlín, con arreglo a lo estipulado en el Plan Valkiria, el comandante Otto-Ernst Remer, jefe del Batallón de la Guardia Grossdeutschland, condecorado con la Cruz de Caballero con hojas de roble, se presentó en el despacho del comandante de la ciudad, el general Von Hase, para recibir instrucciones. Allí se le ordenó ocupar la Casa de la Radio, poner guardia de protección en la Bendlerstrasse, aislar la central de la Gestapo y el Departamento Central de Seguridad del Reich, y tomar el Ministerio de Propaganda, reteniendo al ministro, Joseph Goebbels.
Posiblemente, el comandante Remer tuvo que contemplar con extrañeza estas disposiciones, en especial lo que hacía referencia a las medidas contra la Gestapo y el Ministerio de Propaganda, pero no dudó en comenzar a impartir las órdenes pertinentes para cumplir con los objetivos que se le habían encomendado.
Durante la planificación del golpe, los conjurados no habían previsto que Remer pudiera causarles ninguna dificultad. Estaba considerado como un soldado disciplinado, que cumpliría a rajatabla las órdenes de su superior. Remer, a diferencia de los impulsores del complot, era un hombre de acción; no se le conocía un criterio propio, sino únicamente su disposición férrea a cumplir con la misión encomendada. En cierto modo, Remer era un perro de presa preparado para ejecutar sin contemplaciones las órdenes de su amo.
Los conjurados no se equivocaron lo más mínimo en su análisis de la personalidad de Remer. Pero lo que no pudieron prever es que ese carácter iría precisamente en contra de la suerte del complot, contribuyendo decisivamente a su aplastamiento.
Un amigo de Remer, un insignificante teniente que se encontraba casualmente en Berlín, imprimiría un vuelco imprevisto a la marcha de los acontecimientos. Era el doctor Hans Hagen, que, debido a las graves heridas recibidas en el frente, había sido liberado del servicio y se dedicaba a escribir una historia del nacionalsocialismo por encargo del Partido. Su cargo era el de oficial de enlace entre el Batallón de la Guardia Grossdeutschland y el Ministerio de Propaganda. Ese mismo día, entre las tres y las cuatro de la tarde, el doctor Hagen había impartido una conferencia sobre cuestiones de mando ante suboficiales del Batallón de la Guardia. Después se trasladó al domicilio del comandante Remer para tomar una copa.
Mientras estaban departiendo amigablemente, entró en el salón el ayudante de Remer, el teniente Siebert, e informó a aquél que el general Von Hase había dado orden de ejecutar “Valkiria”. Remer recabó más información y compartió con Hagen la noticia del atentado sufrido por Hitler y de que la Wehrmacht había asumido el poder.
Hagen cayó entonces en la cuenta de que la noche anterior había creído ver al mariscal Von Brauchitsch en un automóvil que pasó por delante de él. Entonces pensó que se había confundido, pero ahora se confirmaba su primera impresión; el antiguo comandante en jefe del Ejército podía tener algo que ver con la Operación Valkiria. En realidad, Hagen estaba errado en su apreciación, ya que Von Brauchitsch no se encontraba entonces en Berlín, pero por ese camino equivocado había llegado igualmente a una conclusión acertada, pues de él había partido la idea de un golpe de Estado.
Sobre las 17.30, Remer marchó rápidamente a iniciar los movimientos previstos en el Plan Valkiria. A esa hora, Goebbels recibió la llamada del Cuartel General del Führer ya referida, por la que se le pedía que emitiese un comunicado por radio anunciando que Hitler seguía vivo. Sin embargo, pese a la urgencia que requería esa actuación, Goebbels se tomaría su tiempo antes de radiarlo. El motivo esgrimido posteriormente fue que al ministro no le gustó el redactado de sus ayudantes, y que él mismo procedió a confeccionarlo, pero no es aventurado suponer que en realidad Goebbels prefirió esperar acontecimientos.
Goebbels había presidido a última hora de la mañana una conferencia sobre la producción de armamento que había pronunciado Albert Speer en el Ministerio de Propaganda. Tras el acto, Goebbels, que estaba departiendo con Speer, fue avisado de que se había producido el atentado, pocos minutos después de que éste tuviera lugar. Goebbels comentó entonces que lo más probable es que los responsables del atentado fueran los obreros de la Organización Todt que estaban trabajando en la Guarida del Lobo, y reprochó a Speer -el responsable de esa fuerza- que no hubiera tomado medidas de precaución suficientemente rigurosas para impedir que sucediera algo así.
Durante la comida en su domicilio, junto a Speer, el ministro de Propaganda estuvo silencioso y pensativo -algo inusual en él-, y después se retiró a dormir su siesta habitual, algo muy sorprendente teniendo en cuenta las circunstancias. Se despertó entre las dos y las tres y a partir de ese momento estuvo en todo momento en contacto con el Cuartel General del Führer.
Mientras Remer llevaba a cabo las instrucciones recogidas en el Plan Valkiria, el doctor Hagen se entrevistaba sobre las 17.45 con Goebbels en el domicilio particular del ministro, para avisarle de la posibilidad de que la puesta en práctica de “Valkiria” encubriese un golpe de Estado. Cuando
El ministro de Propaganda Joseph Goebbels, durante uno de sus encendidos discursos. Su intervención sería decisiva para aplastar el golpe en Berlín, pese a que a primera hora de la tarde se mantuvo prudentemente a la expectativa.
Goebbels, asomándose por la ventana, comprobó que había soldados tomando posiciones tras los setos que separaban su casa de la calle -cumpliendo con las órdenes impartidas por Remer-, concedió veracidad a la hipótesis planteada por el doctor Hagen. Las tropas estaban poniendo cerco al barrio de los ministerios.
Inmediatamente, el ministro de Propaganda levantó el auricular del Führerblitz -una especie de teléfono rojo por el que podía ponerse de forma instantánea en contacto con el Cuartel General de Hitler- y explicó su terrible impresión de que los golpistas tenían el control militar de la ciudad. Desde la Guarida del Lobo le conminaron a que actuase rápidamente para abortar el levantamiento. No obstante, lo primero que hizo Goebbels fue ir a su dormitorio, coger una cajita de pastillas de cianuro y guardarla en su bolsillo. Probablemente, estaba también preocupado por el hecho de que no había podido contactar aún con Himmler; quizás había caído en manos de los golpistas o incluso él podía estar detrás del golpe…
El ministro encargó a Hagen que fuera a llamar a Remer, esperando poder retenerlo para la causa del régimen nazi, pues le constaba que era fanáticamente fiel a Hitler. Si Goebbels no lograba ganarse al jefe del Batallón de Guardia, nada podría impedir ya que los sublevados tomasen el control de la capital del Reich.
Hagen, convertido en improvisado apagafuegos del golpe, acudió a toda prisa ante Remer e intentó convencerle para que revocase las órdenes que acababa de dar. El comandante le contestó:
– Soy un militar y cumplo órdenes de mis superiores, por lo que no me complico la vida -dijo Remer.
Finalmente Hagen logró sembrar la duda en Remer y éste comenzó a temer que estuviera siendo utilizado por sus superiores para ejecutar una acción ilegal. Remer se avino a acudir al domicilio de Goebbels aunque, temiendo que le hubieran tendido allí una trampa, dijo al oficial Buck que tuviera dispuesta fuera de la casa una fuerza de choque y que, si en veinte minutos no salía de ella, entrase y detuviera a Goebbels.
Cuando Remer entró en el despacho de Goebbels, el ministro le recordó su juramento de lealtad al Führer. El comandante replicó:
– Soy leal a Hitler, pero como ha muerto debo obedecer al general Hase y detenerle a usted.
– ¡Pero si el Führer vive! ¡He hablado con él! -exclamó el ministro-. Ha de saber, Remer, que una camarilla de generales ambiciosos ha puesto en marcha una rebelión. Y usted está obedeciendo órdenes de unos oficiales desleales.
Remer vaciló y, a medida que el genio de la propaganda le hablaba, el ministro de Armamento, Albert Speer, presente en la reunión, pudo ver la transformación de Remer.
– Una gigantesca responsabilidad histórica pesa sobre usted -dijo Goebbels, viendo a su interlocutor a punto de ceder-. Raras veces el destino reservó tal oportunidad a un ser humano. De usted, Remer, depende aprovecharla.
Goebbels dio paso entonces a su gran golpe de efecto. Tomó el auricular del Führerblitz y telefoneó a Hitler a la Guarida del Lobo -¡Heil, mi Führer! A mi lado se encuentra el jefe del Batallón de la Guardia Grossdeutschland, el comandante Remer. Ha recibido de los golpistas la orden de sitiar el barrio del Gobierno.
El ministro escuchó un momento a Hitler y de pronto extendió a Remer el auricular del teléfono:
– El Führer desea hablar con usted personalmente -dijo el ministro. Remer, quizás pensando que todo era un montaje o una broma macabra, dudó antes de tomar el auricular de manos de Goebbels:
– ¿Reconoce usted mi voz? -se oyó a través de la línea.
– ¡Sí, mi Führer! -contestó Remer, poniéndose instintivamente en posición de firmes, entrechocando los talones. Unas semanas antes, Remer había conocido a Hitler en persona, por lo que aún tenía reciente el recuerdo del timbre de su voz.
– ¡Comandante Remer, le hablo como jefe supremo de la Wehrmacht de la Gran Alemania y como Führer suyo!. Como puede comprobar, el atentado contra mí ha fracasado. Le transmito una orden: aplaste toda resistencia con rigor absoluto. Comandante Remer, queda a mis órdenes directas en tanto no llegue a Berlín el jefe de las SS del Reich, Heinrich Himmler. Óigame, Remer, con efecto inmediato le asciendo a coronel. ¡Actúe implacablemente! ¡Tiene plenos poderes para aplastar el levantamiento!
Remer quedó así al cargo de la seguridad en Berlín en lugar de Von Hase. Esa conversación entre Hitler y Remer marcaría el punto de inflexión del golpe de Estado. El complot se había iniciado de modo titubeante, pero la llegada de Stauffenberg lo había revitalizado. Cuando Remer se disponía a obedecer las órdenes de Von Hase de ocupar los puntos estratégicos de la ciudad, el éxito del golpe parecía a punto de fraguarse. Sin embargo, la aparición del doctor Hagen fue el factor que quebró esa dinámica favorable a la sublevación. La consiguiente intervención de Goebbels, adelantándose a la acción de los conjurados, dio como resultado esa conversación telefónica que supondría el inicio de la cuenta atrás del fracaso final del golpe. La disponibilidad de Remer con sus superiores había cesado de repente y el jefe del Batallón de la Guardia pasaba a obedecer las órdenes directas del dictador germano.
Como se ha apuntado, el flamante coronel Remer era eminentemente un hombre de acción. Impulsivo y dispuesto a enfrentarse a cualquier peligro, los conspiradores no podían haber encontrado un adversario peor. Remer era la antítesis de los oficiales conjurados, puesto que, con la excepción de Stauffenberg, la mayoría de ellos eran más bien remisos a emplear la fuerza, y esperaban ganar con argumentos y una actitud caballerosa lo que otros, como Remer, preferían conseguir por la vía de la imposición.
Así pues, el barrio del Gobierno, que debía haber quedado ocupado por tropas leales a los conspiradores, se había convertido en una fortaleza bajo el poder del Batallón de la Guardia. Ahora, el objetivo para Remer era tomar la Bendlerstrasse, el centro neurálgico del complot que el Führer le había ordenado aplastar sin piedad.
Al cuartel de los conjurados comenzaron a llegar evidencias de que algo había fallado. A las 18.30, se interrumpió la música que hasta ese momento emitía Radio Berlín, y que se podía escuchar a través de los aparatos de radio del Bendlerblock que permanecían encendidos a la espera de noticias. De repente, se escuchó la voz del comentarista jefe de la emisora berlinesa, el doctor Fritzsche:
El mayor Otto Remer no tuvo dudas de que el Führer había sobrevivido al atentado, tras escuchar su voz al teléfono.
Hoy se ha cometido un atentado, por medio de una bomba, contra el Führer. De las personas que le rodeaban han resultado heridas de gravedad el general Schmundt, el coronel Brandt y el asistente de Estado Mayor Berger.
Han sufrido heridas menos graves los generales Jodl, Korten, Buhle, Bodenschatz, Heusinger y Scherff, los almirantes Voss y Von Puttkamer, el capitán de navío Assman y el teniente coronel Borgmann.
El Führer sólo ha sufrido ligeras quemaduras y contusiones. Inmediatamente ha vuelto a su trabajo y, como estaba previsto, ha recibido al Duce para una larga conferencia. Poco después del suceso, el Reichsmarshall Goering visitó al Führer.
Todos los presentes se quedaron de piedra al escuchar esas palabras. Se formaron grupos, se entablaron discusiones en las que no faltaban los reproches. Pronto empezó a extenderse la inquietud y la desconfianza, pues se consideraba muy improbable que la radio oficial emitiese una noticia errónea.
Otto Remer vivió sus últimos años en España. Aquí, Remer en una imagen tomada poco antes de su muerte, ocurrida en 1997.
Stauffenberg intentó contrarrestar el demoledor efecto del mensaje afirmando con contundencia que la información era totalmente falsa, insistiendo en que Hitler estaba muerto y que la emisión no era más que una maniobra desesperada. Pero, aunque se le pudiera conceder a Stauffenberg la posibilidad de que eso fuera así, el mensaje radiado demostraba que el Batallón de la Guardia no se había apoderado de la emisora, tal como se había previsto. Algo tan importante para los conjurados como era la radio había escapado a su control. El que el golpe no marchaba del mejor modo para los conjurados era algo que ahora estaba fuera de toda duda.
Pero las consecuencias de esta información en el departamento de transmisiones de la Bendlerstrasse resultarían devastadoras. Este departamento, instalado en los sótanos del edificio como protección ante los ataques aéreos, era el encargado de transmitir las comunicaciones de los conjurados a los distintos jefes militares.
Allí se encontraba de servicio el subteniente Röhring, ajeno al complot; su trabajo era puramente mecánico, pues tenía que limitarse a transmitir las órdenes y mensajes que le iban entregando y comunicar los que recibía. A lo largo de la tarde había estado cumpliendo con su cometido, sin que sus crecientes sospechas de que hubiera en marcha una conspiración le disuadiesen de cumplir con las órdenes recibidas.
Pero Röhring, al escuchar el comunicado difundido por la radio, vio confirmados sus temores, por lo que confió su inquietud a uno de sus suboficiales adjuntos. Éste, que había seguido también con cierto recelo el inusual tráfico de mensajes, estaba igualmente convencido del carácter anormal de las órdenes transmitidas. Röhring y su ayudante dieron parte de sus sospechas a otros oficiales, extendiéndose así la defección entre el personal del Bendlerblock. No tardarían en acudir a Stauffenberg y sus compañeros en demanda de explicaciones.
Pese a este inesperado y amargo contratiempo, que enfrió de forma apreciable los ánimos en la Bendlerstrasse, en ese momento los conspiradores no eran conscientes aún del giro inevitable que habían dado los acontecimientos. La noticia de la supervivencia de Hitler al atentado no era más que el preludio de los terribles sucesos que estaban a punto de suceder. La cuenta atrás para el aplastamiento completo de la rebelión había comenzado…