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En París, von Kluge estaba atravesando indudablemente un momento dramático. No hay duda de que el corazón de von Kluge estaba con los conjurados, pero su cabeza le decía que debía esperar antes de dar el paso definitivo. No obstante, no podía esperar mucho; comenzaron a telefonearle desde varios puntos del frente, a donde ya había llegado la noticia del atentado, pidiéndole consignas sobre la actitud a tomar. A las siete y media le llegó un télex de la Bendlerstrasse por el que el mariscal von Witzleben afirmaba que el comunicado emitido por Radio Berlín era falso y que Hitler había muerto.
Para acabar de arrojar más dudas sobre el ya de por sí dubitativo Von Kluge, llegó a sus manos el mensaje procedente del Cuartel General del Führer en Rastenburg y firmado por el mariscal Keitel, por el que prohibía a los comandantes en jefe poner en práctica las órdenes de Witzleben.
Fue entonces cuando se produjo el punto de inflexión. Von Kluge decidió recabar información directamente de la Guarida del Lobo. De ello se encargó el general Blumentritt, pero no consiguió establecer comunicación. Al cabo de varios intentos, logró telefonear a la Jefatura Superior del Ejército, el Mauerwald, a pocos kilómetros del Cuartel General de Hitler.
Desde allí, el general Stieff le confirmó con total seguridad que el Führer había sobrevivido al atentado. Blumentritt comunicó la noticia a Von Kluge y éste despejó todas sus dudas de golpe. No participaría en el levantamiento. La suerte del complot en París estaba echada.
A las ocho de la tarde, tal como estaba previsto, Stülpnagel, acompañado de Von Hofacker, apareció en el castillo de La Roche-Guyon para asistir a la reunión convocada por Von Kluge. Stülpnagel, que no sabía que su interlocutor tenía información de primera mano sobre el resultado del atentado, intentó ingenuamente convencerle de que Hitler había fallecido y que el comunicado de Radio Berlín era falso. Después habló el primo de Stauffenberg en el mismo sentido.
El mariscal Von Kluge les escuchó en un enigmático silencio, hasta que, cuando concluyeron en su exposición, les enseñó el mensaje del mariscal Keitel.
– Está claro -les dijo- que la empresa ha fracasado. Seguir con esta aventura sería cosa de insensatos. No voy a mezclarme en este asunto.
Stülpnagel y Hofacker se quedaron atónitos. Todo lo que había dicho anteriormente Von Kluge -aunque ciertamente nunca se había comprometido con los golpistas- había quedado en nada.
– Pero, señor mariscal -balbuceó Stülpnagel-, yo creía que estaba usted al corriente de todo.
– ¿Yo? -dijo Von Kluge aparentando total tranquilidad-. Yo no sé nada.
Los conjurados intentaron por todos los medios convencer al mariscal para que se pusiera de su lado. Incluso establecieron comunicación con la Bendlerstrasse para que desde allí trataran de ganarse la voluntad de Von Kluge, pero todo fue en vano.
Imagen actual del castillo de La Roche-Guyon. Aquí, el general Stülpnagel intentó sin éxito convencer a Von Kluge para que se sumase al levantamiento.
Entonces, en un gesto cordial pero inesperado vistas las circunstancias, Von Kluge invitó a cenar a los dos conspiradores. Sorprendentemente, estos aceptaron y pasaron todos al comedor. La cena discurrió en un ambiente glacial, en el que el mariscal conversaba de asuntos que nada tenían que ver con los momentos cruciales que estaban viviendo. Los dos conjurados apenas probaron la comida, pero en cambio Von Kluge demostró no haber perdido el apetito.
Sin esperar a que la cena terminara, Stülpnagel puso fin a la farsa y se levantó, comunicando a Von Kluge que, por propia iniciativa, había ordenado antes de salir de París la detención de los jefes de las SS y de la policía.
A Von Kluge se le atragantó el postre y gritó indignado:
– ¡Lo siento por usted, Stülpnagel! ¡Yo no tengo nada que ver con eso!
Al momento, Von Kluge llamó a París y dijo:
– ¡Anulen inmediatamente las órdenes que se han dado! Stülpnagel y Hofacker aún hicieron un último intento por lograr que el mariscal se uniese al levantamiento. Le dijeron que la suerte de millones de alemanes estaba en juego, y que dependía de la decisión que tomase en ese mismo momento. Pero Von Kluge les cortó en seco:
– No -aseveró de forma rotunda. Después, se dirigió a Stülpnagel y, expresándole una cierta solidaridad con su más que oscuro horizonte, le dijo:
– Creo que sólo le queda una salida: vestirse de paisano y desaparecer.
Los dos conjurados comprendieron que cualquier esfuerzo por atraerse a Von Kluge era ya totalmente inútil. Se despidieron de él sin darle la mano y subieron al coche que les había llevado hasta allí. Pusieron rumbo a París. Faltaban pocos minutos para las once de la noche.
Mientras en el castillo de La Roche-Guyon se había desarrollado esa tensa y dramática escena, los partidarios del levantamiento se habían adueñado de las calles de París. A las diez de la noche, las tropas ya habían completado su despliegue por los puntos estratégicos de la capital. A las diez y media, el teniente coronel Von Kräwell irrumpió en el Cuartel General del Servicio de Seguridad, sin que los puestos de guardia opusieran resistencia, ante la abrumadora fuerza de los rebeldes.
El obergruppenführer Oberg, jefe de los servicios de Seguridad y de la Policía en Francia, fue detenido y confinado en una sala del Hotel Continental. Entonces se llamó a los jefes de las SS que no estaban en el Cuartel General y se les fue deteniendo conforme fueron llegando. En menos de una hora, unos 1.200 detenidos quedaron en poder del Ejército. Se decidió que en veinticuatro horas fueran juzgados sumariamente y que las sentencias se ejecutasen al momento.