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Capítulo 19 Ejecución

Después de la lectura de la sentencia por parte del juez Freisler, los condenados fueron arrastrados fuera de la sala, siendo empujados con innecesaria fuerza. Una vez en el exterior, fueron subidos al camión que debía conducirles de regreso a la cárcel, en donde todo estaba preparado para llevar a cabo las ejecuciones. Los convictos llegaron a las cinco y cuarto, y unos minutos más tarde ya estaban equipados con ropas carcelarias y zuecos de madera. Cada uno de los reos fue enviado a su celda. Las puertas permanecieron abiertas durante un largo rato para que las cámaras cinematográficas pudieran filmarles.

Cuando los relojes marcaban las siete de la tarde, los condenados fueron sacados de las celdas y, después de formar una fila, se les hizo marchar por el patio de la prisión camino de la sala de ejecuciones, un breve trayecto del que las cámaras tampoco perdieron detalle. Una columna de oficiales cerraba la siniestra comitiva.

Vista aérea de la prisión de Plötzensee, en donde fueron ejecutados los primeros condenados.

GANCHOS DE CARNICERO

El lugar de la ejecución no podía ser más siniestro. Era una habitación de suelo de hormigón y de paredes encaladas aunque cubiertas de moho, atravesada por una viga situada justo bajo el techo. A la parte inferior de la viga estaban fijados ocho ganchos que alguien había ido a buscar a una carnicería del barrio, para cumplir así con el deseo expreso de Hitler.

En un rincón de la sala estaba la cámara cinematográfica que debía rodar la ejecución, tal como también había dispuesto el Führer, ansioso por ver cómo sus enemigos tenían un final tan macabro como deshonroso. Los potentes focos necesarios para captar con toda nitidez la escena daban a la estancia un aire irreal.

Junto a una pared había una mesa con una botella de aguardiente y unos vasos, por si los encargados de llevar adelante la ejecución necesitaban reunir fuerzas y ánimo para cumplir con su trabajo. En otro rincón de la habitación estaba la guillotina, aunque ese día iba a quedar relegada a favor de un método mucho más cruel, por su lentitud.

Sala de ejecuciones de la prisión. Pueden apreciarse los ganchos de carnicero que fueron utilizados para colgar a los reos.

El acceso a la sala estaba tapado por un tupido telón negro. Los condenados se alinearon a un lado del telón, esperando que fueran llamados uno por uno para pasar al otro lado, en donde les esperaba el verdugo.

El primero en pasar al lugar de la ejecución fue Witzleben. Fue situado bajo la viga. Le quitaron las esposas y la camisa. Alrededor de su cuello fue colocado un lazo de cáñamo delgado pero muy resistente. Después de alzarlo entre dos guardias, la parte posterior del lazo fue introducida por el extremo del gancho. Luego lo fueron bajando poco a poco, con lo que la cuerda de cáñamo fue apretando cada vez más el cuello.

Witzleben empezó a ahogarse mientras la cámara no perdía detalle de la agonía. Sus zuecos cayeron al suelo, sobre el charco que se estaba formando bajo sus pies. Para aumentar el grado de vejación, le bajaron los pantalones. Cuando su cuerpo dejó de retorcerse, fue cubierto con un gran paño negro.

El siguiente en ser reclamado tras la cortina fue Paul von Hase. Manteniendo la compostura, pese a contemplar a Witzleben sin vida colgando de uno de los ganchos, fue situado debajo del que le correspondía a él. Sin ofrecer la menor resistencia, e incluso mostrándose hasta cierto punto colaborador, fue elevado por los guardianes y colgado del mismo modo.

Stieff también mantuvo la sangre fría cuando le tocó el turno. Momentos antes de ser alzado, soltó una risa ronca. Una actitud parecida, entre arrogante y desdeñosa, mostrarían los otros condenados que, sucesivamente, fueron pasando por manos del verdugo: Hagen, Bernardis, Klausing y Yorck. El último sería Hoepner, a quien dejaron para el final con el propósito de hacerlo sufrir más.

Los cadáveres de los conspiradores fueron trasladados al Instituto de Anatomía de la Universidad de Berlín en unos pequeños camiones. El director del Instituto, que conocía personalmente a algunos de los ajusticiados, dio órdenes de que los cuerpos fueran incinerados intactos y enterrados en urnas en el cementerio de Marzahne. Pero el ministro de Justicia Otto Thierack impidió esa maniobra del director y se los llevó, enterrándolos clandestinamente en el claro de un bosque de su finca del distrito de Teltow.

LEYENDAS Y RUMORES

La película de la ejecución, de 25 minutos de duración y sin sonido, fue vista por Hitler esa misma noche, junto a Goebbels y el SS-Gruppenführer Hermann Fegelein [28]. Al parecer, el ministro de Propaganda apartó la vista al ver la agonía del primero de los ajusticiados, pero Fegelein, el marido de la hermana de Eva Braun, contempló con mucha atención todo el metraje y lamentó en voz alta que Stauffenberg no hubiera sido ahorcado junto a ellos.

El general Paul von Hase, comandante de Berlín, sufrió la muerte humillante prescrita por Hitler.

El teniente Albrecht von Hagen fue uno de los ajusticiados el 8 de agosto de 1944. Confesó haber proporcionado los explosivos a Stauffenberg.

Posteriormente, se hizo una exhibición de la película en la Guarida del Lobo para los miembros de las SS, pero no acudió un solo oficial, quizás porque ninguno tenía muy claro si algún día podía llegar a ser el protagonista involuntario de otro film igual. La aleccionadora película se pasó también a un grupo de cadetes de Berlín, pero el efecto sobre su moral, que se pretendía elevar, en realidad fue demoledor.

Los comentarios de todo aquel que contemplaba esas bárbaras imágenes acabaron por convencer a Hitler y Goebbels que lo mejor era retirar la película. Finalmente, fue destruida y se desconoce si sobrevivió alguna copia [29].

Unos días después de la ejecución, durante una reunión diaria de información en la Guarida del Lobo, Fegelein irrumpió en la sala, interrumpiendo bruscamente la exposición que en ese momento estaba ofreciendo el general Guderian sobre la situación en el frente del este, y arrojó un fajo de fotografías sobre la mesa de mapas del Führer. Se trataba de las imágenes de los ajusticiados el 8 de agosto.

Hitler se puso las gafas, agarró ávidamente las macabras fotografías y las contempló durante un buen rato evidenciando un placer morboso. Después de que las viese Hitler, fueron circulando de mano en mano.

Después de la guerra, esta ejecución sería objeto de numerosas leyendas y rumores. Se ha hablado de que se utilizaron cuerdas de piano, o incluso se ha afirmado que a los condenados se les introdujo el gancho en el cuello, por debajo del mentón. También se ha asegurado que los verdugos alargaron la agonía de los condenados durante diez interminables horas.

Nada de ello es cierto, pero el relato de la ejecución, tal como se desarrolló, es suficiente para evidenciar la crueldad y el ensañamiento con que fueron tratados los que se atrevieron a conspirar contra el dictador nazi. El ajuste de cuentas de los nacionalsocialistas respondería a lo anunciado por Hitler en su alocución radiofónica de la madrugada del 21 de julio.

SUICIDIOS

A finales de agosto se desató una operación policial a gran escala contra los sospechosos de haber participado de un modo u otro en el complot, denominada Gewitteraktion (Acción Tormenta). El hecho de que fueran detenidas e interrogadas más de cinco mil personas lleva a pensar que esta acción fue más bien una excusa para detener de forma indiscriminada a los opositores del régimen y extender el terror entre la población.

El mariscal Rommel se vio obligado a suicidarse, por su relación con los conspiradores. Así evitó un proceso público y las represalias contra su familia.

Juicios y ejecuciones similares a los aquí descritos se repetirían sin descanso en los meses posteriores. La mayoría de los condenados a muerte fueron ahorcados poco después de ser dictadas las sentencias, pero hubo otros que no fueron ejecutados hasta meses después, cerca ya del final de la guerra. Cuando terminó la ola de venganza levantada por Hitler, el número de muertos entre los supuestamente implicados en el golpe ascendía a más de doscientos.

El destino de los que habían participado realmente en el complot fue poco envidiable. El doctor Goerdeler, quien tenía que haber tomado el cargo de canciller en caso de triunfar el golpe, logró huir pero no pudo encontrar refugio, pues se había advertido a la población que el que ayudase a un sospechoso de haber participado en el golpe se expondría a la pena de muerte. Así pues, Goerdeler se vio obligado a vagar por los campos de Prusia Oriental. Hambriento, Goerdeler decidió entrar en un pequeño restaurante, pero tuvo la desgracia de ser reconocido por una auxiliar femenina de un campo de aviación cercano, que avisó a la policía. Se le condenó a muerte el 7 de septiembre, pero su ejecución se demoró hasta el 2 de febrero de 1945. La razón de este retraso es que, paradójicamente, los nazis se interesaron mucho por las ideas que tenía para la reorganización del Estado y le obligaron a ponerlas por escrito, dando como resultado un trabajo de cientos de páginas.

Otros, sabiendo que intentar huir era una aventura inútil y que cuando fueran detenidos tendrían que sufrir torturas e interrogatorios, teniendo la horca como ineludible destino, decidieron poner ellos mismos fin a sus vidas. Fue el caso del general Henning Von Tresckow, destinado en el frente oriental. En la mañana del 21 de julio, Tresckow avanzó por tierra de nadie disparando varios tiros para simular que estaba ahuyentando un grupo de guerrilleros y, cuando se encontró solo, cogió una granada, sacó la clavija y la apoyó contra su pecho. Su hermano Gerd, que era teniente coronel, también se suicidó.

En el frente occidental los suicidios también estuvieron a la orden del día. El general Von Stülpnagel, que había sido citado en Berlín por el mariscal Keitel, se despidió con normalidad de sus colaboradores en la mañana del 21 de julio y emprendió viaje por carretera a la capital del Reich. Al llegar a la región de Verdún, donde Stülpnagel había combatido durante la Primera Guerra Mundial, hizo parar el coche, anduvo unos pasos y se descerrajó un tiro en la cabeza. Sin embargo, no consiguió matarse, sólo quedarse ciego. Fue conducido a Berlín y juzgado por el Tribunal del Pueblo junto a los coroneles Von Linstow y Finckh y los tenientes coroneles Von Hofacker, Smend y Rathgens, siendo todos condenados a muerte y ejecutados.

Estas dos placas recuerdan el lugar en el que Rommel se quitó la vida el 14 de octubre de 1944.

Otro que optaría por el suicidio sería el mariscal Von Kluge. Después del 20 de julio, Von Kluge mantuvo la dirección de las operaciones destinadas a evitar los avances aliados en Normandía. Parecía que el veterano militar había logrado esquivar cualquier sospecha sobre su estrecha relación con los conjurados. Pero los interrogatorios de los implicados fueron señalando su implicación indirecta en el complot. El 17 de agosto, Von Kluge perdió la confianza de Hitler; fue sustituido por el mariscal Walter Model y reclamado en Berlín. Para evitar sufrir un agónico proceso y una segura ejecución, durante el trayecto hizo también parar su vehículo y, en este caso, ingirió una cápsula con veneno, poniendo fin a su vida.

Meses más tarde, la venganza de Hitler llegaría a recaer incluso sobre su antes admirado mariscal de campo Erwin Rommel. El Zorro del Desierto fue amenazado con un proceso y con represalias contra su familia por su participación, aunque tangencial, en el complot del 20 de julio. Los generales Burgdorf y Maisel acudieron a verle y le ofrecieron una cápsula con veneno. Rommel aceptó el sacrificio el 14 de octubre de 1944 por el bien de su familia, y fue enterrado con todos los honores.

Otros implicados que se quitaron la vida fueron el general Wessel Freytagh-Loringhoven, el mayor Ulrich Oertzen, el teniente coronel Hans-Alexander von Voss, el general Eduard Wagner, el coronel Siegfried Wagner o el teniente coronel Karl Michel, además de la esposa del general Lindemann.

El general Fromm, cuya actitud había perjudicado tanto a los conjurados pese a que les había dado esperanzas de contar con su apoyo, no se libró de un severísimo castigo. La prisa con la que mandó fusilar a Stauffenberg y sus compañeros despertó de inmediato las sospechas de Himmler, ya que daba toda la sensación de ser una maniobra desesperada para reducir al silencio a unos testigos incómodos. Por tanto, fue detenido por orden del jefe de las SS antes del amanecer del 21 de julio. La instrucción de la causa contra Fromm duró varios meses y hasta febrero de 1945 no se le condenó a muerte, una sentencia que se cumplió el 19 de marzo en la prisión de Brandeburgo. En todo momento dijo haber permanecido fiel al Führer, pero lo único que consiguió fue ser fusilado en vez de ahorcado.

Sus últimas palabras fueron: Heil Hitler!


  1. <a l:href="#_ftnref28">[28]</a> Aunque la lógica hace pensar que Hitler tuvo que ver la película de las ejecuciones, tal como aquí se refleja, este dato está sujeto a controversia. No hay acuerdo sobre si realmente el dictador vio la cinta y, si fue así, en cuántas ocasiones asistió a su proyección. Por un lado, Albert Speer explicó en junio de1971, en una entrevista para la revista Playboy, que Hitler la vio muchas veces, en una clara manifestación de sadismo; en el otro extremo, Walter Frenz, cámara de Hitler, aseguraría mucho después de la guerra que, en efecto, la película llegó hasta la Guarida del Lobo, pero que el dictador no mostró interés por asistir a su proyección y que el único que la vio fue Fegelein.

  2. <a l:href="#_ftnref29">[29]</a> Una referencia a la proyección de esta película formaría parte de un incidente diplomático entre Alemania e Israel en mayo de 1981. A su regreso de un viaje a Arabia Saudí, el canciller federal Helmut Schmidt manifestó que los palestinos “tienen derecho a la autodeterminación y a la creación de un Estado”. Estas palabras no sentaron bien al primer ministro israelí, Menahem Beguin, que acusó al canciller federal de estar “ansioso de dinero” y de ser “arrogante”.Pero Beguin fue todavía más lejos, cuando habló de “la arrogancia de un hombre que en una sala determinada, en presencia de Hitler, fue testigo de cómo fueron ahorcados con las cuerdas de piano los generales que en 1944 quisieron liquidar al demonio. Yo creo que no soy el único que sabe quién estuvo allí presente, cuando Hitler y sus compañeros de ideología aplaudían, mientras los generales morían lentamente”. Beguin sacó así a relucir un punto oscuro de la biografía de Schmidt, que ha sido motivo de discusión. Durante la Segunda Guerra Mundial, el entonces teniente Schmidt asistió al proceso contra los militares que atentaron contra la vida de Hitler en 1944; este hecho está comprobado, pero la afirmación de Beguin de que Schmidt asistió a la proyección de la película en una sala donde estaba Hitler es bastante improbable.