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Capítulo 20 ¿Por qué fracasó el golpe?

El levantamiento que debía iniciarse tras la explosión de la bomba introducida por Stauffenberg en el cuartel general de Hitler fue un completo fracaso, tal como hemos visto en las páginas precedentes. El artefacto estalló a las 12.42 de la mañana del 20 de julio; menos de doce horas más tarde los principales conjurados yacían sin vida en el patio de la Bendlerstrasse. ¿Qué errores contenía el plan de los conspiradores para que éste fallase de forma tan estrepitosa?

LA SUPERVIVENCIA DE HITLER

La respuesta que parece evidente a esa cuestión es que Hitler, el objetivo de la bomba de Stauffenberg, sobrevivió milagrosamente a la explosión. No obstante, la planificación de los conjurados al respecto había sido exhaustiva, y se había intentado no dejar nada a la improvisación. El explosivo y el dispositivo de cebo habían sido probados en repetidas ocasiones. Los peritos consultados habían asegurado que con una carga de un kilogramo era suficiente para obtener un resultado positivo, en un local cerrado, tal y como se creía que se desarrollaría la reunión durante la cual se depositaría la bomba.

Stauffenberg cumplió con su papel. Logró dejar el artefacto a menos de dos metros de Hitler, lo que teóricamente aseguraba su muerte. Pero el hecho de que el barracón estuviera con las ventanas abiertas, debido al intenso calor, hizo disminuir el efecto mortal del explosivo. Además, la débil estructura del barracón, al ser una construcción muy ligera, no opuso resistencia a la onda expansiva, lo que no hubiera ocurrido de haberse celebrado la conferencia en un búnker de hormigón. Stauffenberg tampoco podía contar con que la cartera sería movida del lugar en el que la había dejado, siendo colocada tras un grueso zócalo de madera, que actuó como pantalla de protección.

Esa conjunción de circunstancias adversas, ante las que Stauffenberg nada podía hacer por corregirlas en dirección a sus intereses, provocó que el objetivo de matar a Hitler no pudiera lograrse. No hay duda de que la inesperada supervivencia del dictador restó muchas posibilidades de éxito al plan de los conjurados, pero se puede afirmar que ese factor, con ser muy destacado, no fue determinante para el éxito o fracaso del golpe.

EL CONTROL DE LAS TRANSMISIONES

La muerte de Hitler era necesaria para seguir adelante con el plan, pero éste podía desbaratarse pese a la desaparición del Führer o, por el contrario, podía triunfar aunque el dictador hubiera salvado la vida. La clave era la posesión de las transmisiones.

Los conjurados debían haber valorado de forma adecuada este factor, y no lo hicieron. Aunque Hitler hubiera caído, al no estar presentes en aquella sala los grandes jerarcas del Tercer Reich, como Heinrich Himmler o Hermann Goering, éstos podían haber tomado las riendas de la situación, debido a su control directo sobre las SS y sobre el personal de la Luftwaffe, respectivamente. El ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, también era un elemento importante, al contar con todo el aparato de comunicación del Reich. Era impensable creer que estos dirigentes iban a permanecer de brazos cruzados mientras se estaba desarrollando un golpe de estado en Berlín.

Portada del diario nazi Völkischer Beobachter, del 22 de julio de 1944, informando del aplastamiento del golpe contra Hitler.

La solución para atar de pies y manos a esa oposición frontal al golpe era reducirla al silencio. Si no podían ponerse en contacto con sus tropas ni emitir un mensaje a la población al no contar con la radio, un teléfono o un teletipo, todo su poder en apariencia omnímodo se vería reducido a la mínima expresión.

En cambio, si los conspiradores lograban hacerse con esas herramientas de comunicación, apareciendo ante el Ejército y la población como la única fuerza visible, las posibilidades de éxito se multiplica rían. En cuanto el nuevo poder estuviera asentado, el siguiente paso, la neutralización física de los defensores del régimen nazi, podría desarrollarse sin obstáculos. Aunque el Führer hubiera sobrevivido al atentado, en este escenario favorable los conjurados tendrían múltiples mecanismos para apartarlo definitivamente del poder.

Pero, como se ha indicado, era absolutamente imprescindible controlar las transmisiones, y eso era algo que los conspiradores no habían comprendido. El gran error fue permitir que el general Thiele, jefe de transmisiones de Berlín, fuera el encargado de este aspecto crucial. En cuanto se cometió el atentado, Thiele recibió un mensaje desde Rastenburg, enviado por Fellgiebel, que le anunciaba la muerte de Hitler. Sin embargo, el mensaje de Fellgiebel era un tanto ambiguo, por lo que Thiele interpretó que el Führer no había fallecido, por lo que consideraba que las acciones previstas en Berlín no tenían ya sentido.

El escepticismo del general Thiele, que veía la operación como un acto insensato, tuvo efectos devastadores. Su escasa fe en el éxito del golpe se trasladó al personal del departamento, que pronto se convertiría en clara hostilidad hacia los propósitos de los conjurados. Por ejemplo, el subteniente Röhring se dedicaría a partir de las ocho de la tarde a sabotear la transmisión de las órdenes.

Al situar en la espina dorsal del golpe, las transmisiones, a colaboradores tan poco fiables como Thiele, los conspiradores habían cometido un error irreparable, que en última instancia condenaría el golpe al fracaso. Posiblemente, los oficiales de Estado Mayor que participaron en la conjura confiaban en que sus órdenes serían obedecidas ciegamente, por lo que consideraban que cada una de las piezas de la maquinaria del golpe funcionaría de forma mecánica. Se equivocaban, y ese error de apreciación, al verse evidenciado en el crucial departamento de transmisiones, lo pagarían muy caro. Por el contrario, el régimen nazi contaba con todos los recursos comunicativos intactos.

Además, la fecha elegida para llevar a cabo el golpe, el 20 de julio, fue sin duda la más desfavorable que podía darse en lo que hace referencia al control de las transmisiones. El avance de los ejércitos soviéticos había provocado unos días antes la decisión de trasladar el Cuartel General del Ejército desde Angerburg a Zossen, cerca de Berlín; el 20 de julio era precisamente el día señalado para hacer el traslado de todo el equipo de transmisiones, por lo que se habían tomado medidas especiales para que las comunicaciones no sufrieran ningún tipo de interrupción. Por lo tanto, esa jornada no era la más indicada para llevar a cabo un golpe de Estado.

La consecuencia de estos graves errores de planificación fue que, mientras que los conjurados tropezaban con dificultades insalvables para transmitir sus órdenes -de hecho, la mayor parte de ellas no llegaron a su destino-, los leales a Hitler no tuvieron la menor dificultad para emitir las suyas. El mensaje clave para abortar el golpe fue el que Goebbels lanzó por la radio notificando la supervivencia de Hitler al atentado. Ese comunicado oficial hizo que se extendieran las dudas sobre la legitimidad de las órdenes que en ese momento partían de los conspiradores y, en último término, provocara las defecciones que darían al traste con el intento de golpe.

FALTA DE CONFIANZA

El llevar a cabo un golpe en un Estado totalitario supone un esfuerzo excepcional, y para acometerlo es necesario contar con personas que posean también un empuje excepcional. Esta condición se daba de sobras en el caso de Stauffenberg, pero no en el resto de los conjurados.

El propio Stauffenberg se dio cuenta de que sus compañeros no estaban a su misma altura en este aspecto en cuanto llegó a Berlín procedente de Rastenburg. Para su perplejidad y asombro, no se había hecho prácticamente nada durante las horas que habían transcurrido desde el atentado. Tuvo que ser él el que tomase la iniciativa y comenzase a impartir las primeras órdenes. A lo largo de la tarde, las dudas e indecisiones de sus compañeros acabarían por desinflar toda la operación.

Pero Stauffenberg podía haber previsto que algo parecido podía suceder, ya que la selección de las personas que debían participar en el golpe no había sido la más afortunada. Tal como se indicó en el capítulo dedicado a la conjura, el general Beck, un hombre de gran cultura, destacaba por sus buenas maneras pero no era un hombre de acción. Goerdeler le llamaba “olímpico señor”. Además, al haberse retirado seis años antes, sólo era popular entre los antiguos oficiales de Estado Mayor, pero era casi un desconocido entre las tropas y los jefes, por lo que era difícil que fuera reconocida su autoridad.

También estaba retirado el mariscal Von Witzleben y, además, su salud se encontraba muy resentida. Él era el encargado de desempeñar las funciones de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, pero en ningún momento pudo darse esta posibilidad. En cuanto llegó a la Bendlerstrasse, dejó clara su disconformidad con el modo como se estaba llevando el golpe y mantuvo una agria disputa con el general Beck. Al comprender que el plan estaba condenado al fracaso, prefirió marcharse a su casa a esperar tranquilamente que la Gestapo acudiera a detenerle.

El general Hoepner tenía como misión asumir las funciones del general Fromm y restablecer el orden lo más pronto posible. Sin embargo, Hoepner carecía del prestigio necesario para imponer sus órdenes a los jefes de las regiones militares; había sido destituido por Hitler tras el fracaso de la toma de Moscú y se le había prohibido vestir de uniforme. Esa disposición le hacía parecer, aunque de forma injusta, como un cobarde e incompetente ante la mayoría de oficiales. La sospecha de que se había sumado al golpe como venganza personal por esa afrenta no le ayudaba en su propósito.

Por su parte, el general Olbricht, junto al coronel Mertz von Quirnheim, su leal colaborador, luchó tenazmente para que el golpe pudiera tener éxito. Intentó levantar el ánimo a los más vacilantes y transmitir al resto de conspiradores una dosis de confianza, aunque, desde el primer momento, su actitud dejaba traslucir un cierto escepticismo. Olbricht no era la persona más adecuada para sostener buena parte del peso del golpe, pues no ejercía ningún mando ni disponía de tropas a sus órdenes. Dirigió todo el golpe desde su despacho, y así era difícil asegurarse el control de los puntos vitales, como podía ser una emisora de radio.

El fracaso del golpe hizo que la guerra se alargase innecesariamente, con un coste enorme de vidas. Hitler enviando a la batalla a un grupo de muchachos en abril de 1945, en una de sus últimas fotografías.

Por tanto, el único que presentaba el perfil idóneo para llevar a cabo el golpe era Stauffenberg; joven, resuelto y carismático, no le faltó empuje ni confianza para impulsar el plan. Fracasó en su intento de acabar con la vida de Hitler, pero su empeño en actuar como si el Führer hubiera resultado muerto en el atentado no era desacertado. Una vez desatado el golpe, era necesario seguir hasta el final, sin ninguna otra consideración. Si los participantes en el complot resultaban derrotados, sabían que sus horas de vida estaban contadas, por lo que debían lanzarse por la pendiente con todas las consecuencias. Por eso no se entiende que se mantuvieran actitudes caballerescas que sólo podían perjudicar al desarrollo del plan, como fue el débil encierro al que fueron sometidos Fromm, Piffrader y Kortzfleisch, del que pudieron escapar sin ningún tipo de dificultad.

Uno de los conspiradores, Hans Bernd Gisevius, preguntó por qué no habían sido “inmediatamente colocados ante un paredón”, después de ser arrestados, aquel jefe de las SS y el comandante fiel a Hitler que se opusieron a los rebeldes en la Bendlerstrasse. Según Gisevius, “el golpe de Estado hubiera realmente inflamado los espíritus, adquiriendo, además, carácter de máximo desafío”. Esa falta de contundencia contra los que se negaron a obedecer las órdenes de los conjurados animó a los que no acababan de identificarse con el levantamiento; si hubiera existido la perspectiva de un castigo brutal e inmediato, es obvio que muchos de ellos se hubieran sumado al golpe, ni que fuera por conservar su vida.

Aunque hay que valorar desde el punto de vista humano que los conjurados no optasen por la eliminación física inmediata de los que se oponían al golpe, no es menos cierto que fue una muestra de ingenuidad rayando en la inconsciencia el pensar que unos oficiales podían ser neutralizados simplemente encerrándolos con llave en un despacho. Estaba claro que los enemigos del golpe no iban a tener esas mismas consideraciones con ellos.

MENTALIDAD CADUCA

Entre los motivos del fracaso, hay que destacar uno un tanto difícil de apreciar, pero que marcó de forma decisiva el desarrollo del golpe; el hecho de que los militares encargados de llevarlo a cabo no pudieran desembarazarse del peso de la tradición inherente a su estamento. Los conceptos de obediencia y lealtad, tan imbricados en la mentalidad prusiana, acabarían volviéndoseles en contra.

En un momento en el que había que actuar con rapidez y decisión, los conspiradores quisieron atenerse absurdamente al reglamento, con el fin de mantener la ficción de la Operación Valkiria como un “golpe de Estado legal”. Por ejemplo, tal como se indicó, el general Hoepner no asumió el mando del Ejército de Reserva hasta que recibió el correspondiente nombramiento oficial, por el que se confirmaba la legalidad de su nuevo cargo. Naturalmente, este respeto al procedimiento imprimiría al golpe una lentitud exasperante.

Aunque es loable ese propósito de seguir unas reglas que sus enemigos se saltaban a diario, no era ése el mejor modo de enfrentarse al régimen nazi, que había demostrado sobradamente andar falto de los escrúpulos que les sobraban a los participantes en el levantamiento.

Esa actitud moral se mantendría incluso después de fracasado el golpe. En lugar de intentar escapar, la mayoría de conjurados esperó a sus perseguidores. Theodor Steltzer, incluso, regresó de Noruega para entregarse. En los interrogatorios, muchos se autoprohibieron mentir por motivos morales, lo que tendría efectos terribles tanto para ellos como para los nombres que aparecieron en esas confesiones.

MANDO SIN TROPAS

Al planificar un golpe de Estado, es evidente que se necesitarán tropas leales dispuestas a llevar a la práctica de forma incondicional las órdenes de los conspiradores. Sin embargo, el complot del 20 de julio no contaba con ese elemento crucial.

El levantamiento debía poner en acción el número de tropas necesarias para tomar los puntos más sensibles, detener a los dirigentes y a los oficiales que permaneciesen fieles al régimen nazi y, como era fácilmente previsible, enfrentarse con éxito a las SS, de las que no se podía esperar que obedeciesen las órdenes procedentes de la Bendlerstrasse. Pero los conjurados no disponían de esa fuerza.

Aunque disponían de simpatías y complicidades entre los jefes de las unidades situadas en los alrededores de Berlín, no tenían el control directo sobre esas tropas. Además, por motivos de seguridad, tampoco se les informó de la inminencia del golpe, por lo que muchos de ellos acogieron con sorpresa las primeras órdenes emitidas por el grupo de Stauffenberg. En lugar de obedecer de forma incondicional, tal como pensaban los conjurados que sucedería, esos jefes militares demandaron más información antes de cumplir las misiones que se les encargaban. Como las explicaciones no les parecieron demasiado convincentes, la mayoría de ellos prefirió dejar transcurrir el tiempo a la espera de que se aclarase la situación en uno u otro sentido. Los mensajes radiados que anunciaban el fracaso del atentado acabaron de frenar la prevista salida de las tropas apoyando el golpe. Los oficiales optaron por mantenerse fieles al juramento de fidelidad a Hitler.

Los conjurados confiaban en las unidades de la Escuela de Infantería de Doeberitz para tomar las calles de Berlín. Pero ese recurso falló; por desgracia para ellos, el general que estaba al frente de la Escuela, que era favorable al complot pero que desconocía la fecha en la que se llevaría a cabo, se encontraba ausente de las instalaciones en ese día. Los intentos de movilizar a esas unidades desde la Bendlerstrasse resultaron inútiles.

Siguiendo esa dinámica propia de un círculo vicioso, la falta de efectivos de los conjurados hizo desistir a los vacilantes. Hay que pensar que si los hombres de Stauffenberg hubieran logrado realizar una manifestación de fuerza, otras unidades se habrían unido al levantamiento por efecto del contagio, pero se produjo exactamente lo contrario. Conforme fueron pasando las horas, los oficiales de los que se podía esperar su colaboración pasaron de ser pasivos a mostrarse hostiles con el complot.

En cambio, en París los hechos se desarrollaron tal y como debían haber sucedido en Berlín. Allí, el general Von Stülpnagel no se limitó a dar las órdenes desde un despacho, sino que obligó por la fuerza a ejecutarlas. La detención de los jefes y del personal del servicio de Seguridad quebró cualquier intento de resistencia al golpe.

FALTA DE APOYO POPULAR

Es innegable que la resistencia al régimen nazi no contaba con apoyo popular. En otras circunstancias, el rumor de un golpe de Estado hubiera sacado a la población a la calle, dispuesta a apoyar el levantamiento. Pero los alemanes percibieron la rebelión del 20 de julio como un auténtico crimen, al que asistieron con una mezcla de rechazo y desinterés.

A esas alturas de la guerra, pese a las derrotas militares y los bombardeos aliados, Hitler contaba aún con un gran apoyo entre la población. El prestigio del Führer seguía intacto; aunque ya no existía la admiración de tiempo atrás, la mayoría de los alemanes se sentían unidos al dictador, con un sentimiento cargado de cierto fatalismo. De forma paradójica, albergaban la vaga esperanza de que Hitler les pudiera sacar de la desgracia en la que él mismo les había metido. Esa expectativa se veía consolidada por la propaganda y la presión intimidatoria de la Gestapo y los delatores, en un autoengaño masivo que tendría fatales consecuencias.

Quizás de forma inconsciente, la posibilidad de que el derrocamiento de Hitler situase a los alemanes ante la abyecta realidad de un régimen al que estaban apoyando, aunque fuera por omisión, les hizo rechazar el levantamiento. Prefirieron dar por buena la versión oficial de que los impulsores del golpe eran “un reducidísimo grupo de oficiales ambiciosos, estúpidos, desalmados y criminales”, tal como dijo Hitler en su discurso radiado en la madrugada del 21 de julio.

Por su parte, los conjurados tampoco hicieron ningún esfuerzo por ganarse la simpatía de las masas. En su mentalidad prusiana, creyeron que un golpe de timón en las altas instancias militares sería suficiente para conseguir derribar el régimen; no creyeron necesario contar con apoyos entre los ciudadanos. Stauffenberg y los oficiales más jóvenes eran partidarios de un acercamiento a los sectores obreros, pero ése era un trabajo que, de todos modos, escapaba a sus posibilidades.

MALA FORTUNA

Ante la puesta en práctica de cualquier plan hay, indefectiblemente, un espacio que queda en manos del azar. El objetivo ha de ser reducir al máximo la influencia de esos aspectos imponderables. En este caso, los conjurados permitieron que la suerte, o mejor dicho la mala suerte, disfrutara de una preeminencia que debía haber sido acotada estableciendo una mayor previsión.

Hay que reconocer que hubo circunstancias ante las que nada podían hacer los conspiradores; el hecho de que la conferencia de la mañana del 20 de julio en la Guarida del Lobo se celebrase en un barracón en lugar de un búnker, o que las ventanas permaneciesen abiertas, con lo que, tal como se ha explicado anteriormente, el resultado de la explosión fue menor de lo previsto. Pero, obviamente, el momento en el que la mala suerte se cebó con los conjurados fue cuando el coronel Brandt movió la cartera de Stauffenberg unos centímetros, colocándola tras la pata de madera de la mesa que actuaría como pantalla, protegiendo a Hitler de la onda expansiva.

Todo ello hizo que el intento de golpe comenzase en las peores circunstancias posibles. Aun así, era obligación de los conspiradores haber considerado la posibilidad de que el atentado fallase y, en ese caso, poner en marcha un Plan B. Sin embargo, en cuanto comenzaron a llegar informaciones a Berlín que apuntaban a la supervivencia del Führer, el complot se vio desnortado; ese plan alternativo, sencillamente, no existía. La única solución, la que puso en marcha Stauffenberg, fue actuar como si Hitler hubiera muerto. En ese momento seguramente fue la mejor opción, por ser la única que les quedaba, pero estaba claro que con Hitler vivo las circunstancias cambiaban totalmente. Dejando en manos del azar tal posibilidad, el grupo de Stauffenberg cometió un gran error.

Además, una vez iniciado el golpe, pese a todas las dificultades con las que tuvo que batallar para ponerse pesadamente en marcha, la mala suerte siguió persiguiendo a los conjurados. Como hemos visto, casualmente ese día, el general que debía movilizar la Escuela de Infantería de Doeberitz no se encontraba en su puesto. Y también casualmente, el doctor Hagen se encontraba en el batallón de guardia; éste determinaría el comportamiento de la unidad, pues aseguró a su jefe, el mayor Remer, que había creído ver por mañana en la ciudad al general retirado Von Brauchitsch vestido de uniforme, lo que le había “olido muy mal”. Fue él quien impulsó a Remer a acudir a reunirse con Goebbels y sería finalmente su batallón el que se encargaría de ahogar la rebelión y fusilar a Stauffenberg y sus compañeros.

Tampoco ayudó a los conspiradores el que el mariscal Rommel resultase herido sólo tres días antes de esa jornada, con lo que perdieron un valiosísimo activo. Si el 20 de julio Rommel hubiera dado un paso al frente, poniéndose del lado de los oficiales rebeldes, su prestigio y su ascendente sobre las tropas alemanas, incluso entre las SS, habría dado un impulso, quizás determinante, al éxito del golpe.

Como vemos, la Diosa Fortuna no se vio seducida por los hombres de Stauffenberg, que vieron cómo ésta se les mostró desafiantemente esquiva, cuando más la necesitaban.

¿UN GOLPE CONDENADO AL FRACASO?

Con todo lo expuesto anteriormente, puede llegarse a la conclusión de que el golpe no tenía posibilidades de triunfar. Los graves errores de planificación y de ejecución despojaron a los conjurados de cualquier opción de conseguir sus objetivos. La prueba es que durante esas doce horas que duró la sublevación, el grupo de Stauffenberg no logró imponer su voluntad en ningún sitio y en ningún momento.

De todos modos, la Historia no está nunca escrita de antemano, y habría que imaginar lo que hubiera ocurrido si Hitler hubiera resultado muerto en el atentado. Entonces, ¿el golpe hubiera fracasado?

Es muy posible que eso hubiera sucedido igualmente, pero es indudable que la desaparición del dictador habría abierto múltiples interrogantes. En ese caso, la confusión generalizada en las filas nazis habría hecho crecer de modo apreciable las posibilidades de éxito del complot. No sería aventurado creer que, tras la desaparición de Hitler, muchos alemanes, tanto civiles como militares, habrían mirado a los oficiales conjurados como una referencia sólida en esos momentos de desconcierto, lo que les habría proporcionado la legitimidad buscada.

HISTORIA ALTERNATIVA

Aventurar lo que hubiera ocurrido en el caso de que el golpe hubiera triunfado es algo que no deja de ser un ejercicio lúdico. Pero, aun así, puede ser útil plantear esa historia alternativa, con el fin de comprender mejor las circunstancias en las que se desarrolló el golpe del 20 de julio.

Lo primero que hay que tener presente es que, si bien los participantes estaban de acuerdo en acabar con el poder de Hitler, a partir de aquí las posiciones sobre cómo debía organizarse la nueva situación eran discrepantes. Como hemos visto, las diferencias ya habían comenzado en el momento de decidir el modo de neutralizar al autócrata nazi, puesto que no eran pocos los que desaprobaban el recurso al asesinato, aunque finalmente se vieron obligados a aceptarlo a regañadientes.

Si el golpe hubiera triunfado y se hubiera consolidado esa nueva dirección del país, el criterio para abordar los problemas sociales, políticos y económicos de Alemania no estaba concretado en absoluto. Es muy probable que se hubiera producido un choque entre los planteamientos revolucionarios de los jóvenes y los más conservadores, defendidos por los más veteranos. También había que contar con la oposición socialista y comunista que, presumiblemente, irrumpiría para reclamar su cuota de poder en ese nuevo gobierno antinazi. Estas profundas divergencias en la oposición al régimen hacen imprevisible el camino que finalmente hubieran podido tomar los acontecimientos.

Por otra parte, habría que considerar el efecto que ese terremoto en la cúspide política del Reich hubiera tenido en la marcha de la guerra. No hay que descartar que algunos jefes leales a los principios nazis utilizasen sus tropas contra el nuevo gobierno, dando lugar a una guerra civil. Pero la consecuencia más temida habría sido la desmoralización, el hundimiento de los frentes y el caos, una situación equiparable a la sufrida por Rusia en 1917, en plena Primera Guerra Mundial. La indiferencia que los conjurados encontraron entre las potencias enemigas hacen pensar que el establecimiento de ese nuevo gobierno no habría modificado esos planteamientos, por lo que lo más probable es que la exigencia de la capitulación incondicional, sumada a la férrea unión entre la Unión Soviética y los aliados occidentales, no habría librado a Alemania de la misma derrota total y absoluta que se daría diez meses más tarde. Pero lo que es prácticamente seguro es que esa capitulación se habría producido mucho antes, evitándose así la destrucción del país y la pérdida de miles de vidas.

Del mismo modo, en el caso de que Hitler hubiera muerto en el atentado pero el golpe no hubiera triunfado, una posibilidad con más visos de ser cierta, los acontecimientos también habrían sido muy diferentes a como se desarrollaron. Es impensable que el enroque suicida del Tercer Reich ante los avances aliados en ambos frentes, alentado por un Hitler más fanatizado que nunca, se hubiera producido con otro dirigente nazi, sea cual fuera, en el poder. El hecho de que tanto Himmler como Goering tanteasen a los Aliados en las últimas boqueadas de la contienda para alcanzar un acuerdo con las potencias enemigas hace pensar que ambos, de haber alcanzado el poder sustituyendo a Hitler, habrían hecho lo posible por poner lo más pronto posible fin a la guerra, presumiblemente a cambio de mantener su poder político en la Alemania de la posguerra. La respuesta de los Aliados ante esta hipotética oferta es previsible, la exigencia de la rendición incondicional, pero no hay duda de que el desarrollo de la conflagración hubiera sido muy distinto sin Hitler, y es altamente improbable que los alemanes hubieran continuado luchando desesperadamente hasta mayo de 1945.

Para algunos historiadores, como Ian Kershaw, de haber tenido éxito el atentado posiblemente hubieran disminuido, en lugar de aumentar, las probabilidades de una rápida instauración de la democracia. Según esta paradójica conclusión, se habría creado sin duda una nueva leyenda de la puñalada por la espalda, como sucedió tras la Primera Guerra Mundial, lo que habría ido en detrimento de los que hubieran apostado por una salida democrática, como sucedió después de la Gran Guerra con la fracasada República de Weimar. Tampoco hay que olvidar que las figuras destacadas de la conspiración contra Hitler no eran demócratas, y que algunos pretendían incluso mantener los territorios conquistados por los nazis, lo que vendría a apoyar esta hipótesis. Según este planteamiento, fue mejor que Alemania sufriera una derrota total, infligida por fuerzas del exterior, para que los alemanes también pudieran ver toda la dimensión del desastre que el nazismo supuso para su país y para el mundo entero.

La estatua de Stauffenberg aparece desamparada en el patio del Bendlerblock. Él hizo todo lo que estuvo en su mano, pero la deficiente planificación del golpe lo condenó al fracaso.

Dejando de lado las especulaciones, de lo que no hay duda es que el atentado del 20 de julio de 1944 marcó un momento crucial en la historia, no sólo de la Segunda Guerra Mundial, sino de toda Europa y del mundo. Si los acontecimientos hubieran discurrido de diferente modo, si aquella cartera no se hubiera movido unos centímetros, cabe pensar que la historia del siglo XX habría podido ser muy distinta. No sabemos lo que pudo haber pasado, por lo que debemos centrarnos en lo que, efectivamente, ocurrió. Y lo que sucedió es que un grupo de alemanes actuaron según les dictaba la conciencia y dejaron constancia de su repulsa al régimen nazi intentando acabar con él.

No lo lograron, pero el testimonio de aquellos hombres valientes quedó como muestra de que no todos los alemanes se dejaron arrastrar a la locura por Hitler. Claus von Stauffenberg, el alma de los conjurados, fracasó en su plan para derribar al dictador, pero alcanzaría una brillante victoria póstuma; hoy, Stauffenberg tiene el honor de contar con una calle en Berlín, mientras que el nombre de los dirigentes de ese régimen criminal que él trató de vencer han quedado para siempre hundidos en la vergüenza y el oprobio.