39299.fb2
Para comprender un acontecimiento histórico, no hay nada más recomendable que acudir al lugar en el que ese hecho tuvo lugar. Cuando uno conoce un episodio concreto de la historia mediante la lectura, como suele suceder en la inmensa mayoría de ocasiones, ese hecho llega a nosotros a través de un único sentido: la vista. Aunque uno pueda gozar de gran imaginación, y en su mente tomen vida sus protagonistas y se plasmen sus escenarios, es indudable que la capacidad para penetrar en su conocimiento es forzosamente limitada.
En cambio, cuando uno visita el lugar en el que ese suceso se desarrolló, pasan a intervenir los otros sentidos. Llegan a nosotros los sonidos y los olores que seguramente percibieron los que entonces actuaron en ese mismo lugar. Y también interviene un sexto sentido, difícil de definir o clasificar; se trata de una vibración especial, la inquietante sensación física de que allí, en ese mismo sitio, pervive de un modo u otro la emoción, el drama, el miedo o la alegría que unas décadas o unos siglos antes -qué más da- experimentaron los que ocupaban ese mismo espacio. En ese momento, el tiempo pasa a ser una variable irrelevante; lo que realmente importa es que tanto los personajes históricos como el visitante comparten las mismas coordenadas, hay una coincidencia real entre ambas realidades, y esa confluencia provoca un efecto tan poderoso como indescriptible.
Un ejemplo es el lugar actual bajo el que se encuentran las ruinas del búnker de Adolf Hitler, en Berlín. Allí fue donde el Tercer Reich vivió sus últimas jornadas, en las que discurrieron episodios dramáticos como el suicidio de Hitler y Eva Braun, y su inmediata incineración, o el de la familia Goebbels al completo. Tras la guerra, los rusos dinamitaron esa sólida construcción; sus gruesos muros permanecieron incólumes, pero los restos quedaron tapados por toneladas de tierra. La zona del búnker, que estaba situada en el Berlín Oriental muy cerca del Muro, fue reabierta en 1989 para construir unos bloques de viviendas y un aparcamiento de superficie para los vecinos. En la actualidad, eso es lo único que puede verse, un paisaje urbano como el de cualquier barrio residencial de cualquier ciudad. Sin embargo, la afluencia de aficionados a la Historia, y de turistas en general, es ininterrumpida.
Aspecto actual del lugar bajo el cual se encuentra el búnker de Hitler, en Berlín.
La habitación en la que el dictador y Eva Braun se suicidaron el 30 de abril de 1945 se localiza aproximadamente a unos 15 metros bajo el soporte de la barrera de entrada al aparcamiento.
La mayoría de los que acuden al lugar en el que se hallaba el Führer bunker, y que de hecho se encuentra casi intacto a quince metros de profundidad, lo hace por simple curiosidad. Tras un rápido vistazo en derredor, y comprobar que lo único que recuerda la existencia del búnker es un panel de información turística colocado sobre el césped contiguo al aparcamiento, la mayor parte de los turistas, tras un gesto de decepción, despliegan sus mapas de la ciudad y encaminan sus pasos hacia otro objetivo que resulte más agradecido con sus cámaras, como el Checkpoint Charlie, en donde incluso podrán encontrar figurantes disfrazados de soldados norteamericanos de la época, con los que podrán fotografiarse a cambio de una propina.
Pero hay otros visitantes que, tras leer atentamente todas las explicaciones del panel, comienzan a deambular lentamente por el aparcamiento, comprueban en algún mapa la orientación y la extensión del búnker que en ese momento tienen bajo sus pies, miden mentalmente sus lados y su distribución, intentan imaginar sobre qué habitación o sala se encuentran, e intentan descubrir el lugar exacto bajo el cual existe aún la estancia en la que el dictador nazi y su esposa se quitaron la vida.
Para el que realmente quiere conocer lo que allí ocurrió, tiene poca importancia que su sentido de la vista sólo capte unos edificios impersonales, un aparcamiento con su correspondiente barrera de paso y unas suaves ondulaciones de cuidado césped. Su sexto sentido le hace percibir una difusa corriente que procede del subsuelo, que le transmite pequeños y casi imperceptibles fogonazos de las trágicas escenas que allí mismo, en ese exacto lugar, tuvieron lugar hace varias décadas. Al alejarse de allí, uno tiene la sensación de haber estado compartiendo una parte infinitesimal, pero real, de aquel drama wagneriano que supuso el último acto del hundimiento del Tercer Reich.
En busca de sensaciones similares, partí a finales del verano de 2007 rumbo a uno de los lugares más significativos de la Segunda Guerra Mundial, pese a ser casi desconocido para el gran público. Se trata de la conocida como Guarida del Lobo, Wolfsschanze en alemán o Wolf´s Lair en inglés. Fue allí en donde la historia de Europa y del mundo pudo haber cambiado en menos de un segundo; en aquel mismo lugar, el 20 de julio de 1944, una bomba dejada por el conde Claus von Stauffenberg estuvo a punto de acabar con la vida de Hitler.
Esas instalaciones militares, que permanecen en un aceptable estado de conservación, se encuentran actualmente en Polonia, pero durante la guerra estaban situadas dentro del territorio alemán. El desplazamiento de fronteras decidido por Stalin y refrendado por sus aliados occidentales hizo que este lugar, situado en la Prusia Oriental, pasase a ser territorio polaco, quedando situado en el extremo nororiental del país. Son éstas unas tierras llanas y fértiles, punteadas por pequeños bosques, y que entonces estaban cuarteadas en extensas fincas; sus propietarios eran nobles germanos, los junkers, cuyas familias las poseían desde la época medieval. Allí, en esa región escasamente poblada y cercana a la frontera rusa, Hitler decidió en el verano de 1940 la construcción de un cuartel general. Se construyeron barracones de madera, así como búnkers con muros de tres metros de espesor. Con toda seguridad, ya en ese momento su mente estaba en la campaña contra la Unión Soviética, que sería lanzada el 22 de junio de 1941.
A partir de esa fecha, con la que daba comienzo la Operación Barbarroja, la Guarida del Lobo pasó a ser el principal Cuartel General de Hitler. Estas instalaciones se encuentran a seis kilómetros de la ciudad polaca de Ketrzyn. Esa ciudad era conocida, cuando formaba parte de Alemania, con el nombre de Rastenburg, por lo que muchas veces se denomina a ese cuartel con el nombre de la ciudad. Rastenburg es pequeña y agradable, y puede advertirse claramente la herencia del periodo alemán, por la inconfundible silueta de sus iglesias y edificios. La larga era comunista ha dejado como herencia muchos bloques residenciales típicos de esa época, lo que desluce considerablemente el conjunto de la ciudad. Aunque se percibe un intento de contrarrestar esa uniformidad de estilo soviético con la rehabilitación de los edificios supervivientes de la época germana, es necesario realizar un esfuerzo para visualizarla como era entonces.
Durante la guerra, los habitantes de la apacible Rastenburg sabían que allí cerca había una base militar, pero nadie se imaginaba que allí pudiera estar el Führer. El temor de la población a la policía política del régimen hacía que nadie formulara preguntas inconvenientes, por lo que la presencia de Hitler en la zona pasó inadvertida para todos ellos.
En la actualidad, la Guarida del Lobo sigue siendo, en cierto modo, tan ignorada para sus habitantes como lo pudo ser en aquel momento. Ketrzyn, la antigua Rastenburg, no es un polo de atracción turística; los enclaves que atraen a los visitantes se encuentran más al este, en los lagos Masurianos. Allí pueden acampar, realizar rutas fluviales, practicar deportes acuáticos o descansar en alguno de los numerosos hoteles de la zona. Pero Ketrzyn no ofrece ninguno de esos atractivos, y tiene que conformarse con ser una lánguida ciudad provinciana, en la que se intuye que disfrutó de tiempos mejores, pero que hoy habita en la nostalgia por ese esplendor pasado que difícilmente volverá.
Imagen del centro de Ketrzyn. Cuando esta localidad polaca pertenecía a Alemania, su nombre era Rastenburg, un nombre por el que también era conocido el Cuartel General de Hitler, situado a solo seis kilómetros. Durante la guerra, sus habitantes no supieron nunca nada de la cercana presencia del dictador.
Aun así, cuando llegué a Ketrzyn, pude advertir el encanto de las escasas calles que conservan aún el ambiente germano de aquella época. Los aires del Báltico, trasladados de forma inconfundible a la arquitectura, transportan al visitante a esos tiempos que movían a la reflexión y a la melancolía, un bálsamo en la ajetreada vida moderna. Tenía la sensación que, de un momento a otro, iba a cruzarme con Immanuel Kant, el filósofo prusiano que vivió toda su existencia en la cercana Königsberg, hoy ciudad rusa con el nombre de Kaliningrado, y cuyos puntuales paseos servían -según cuenta la leyenda- para que sus vecinos pusieran en hora los relojes.
A la antigua Rastenburg había llegado yo como los auténticos viajeros, ligero de equipaje. Pero eso no había sido por decisión propia, sino por la incompetencia de la compañía aérea que me había llevado hasta Varsovia. La inexplicable pérdida de la impedimenta facilitaba, eso sí, la capacidad de desplazamiento de mi expedición unipersonal, pero en ese momento no dejé de acogerla con un gran fastidio. Lo que no sabía era que, como se verá más adelante, el destino me tenía reservada una razón para agradecer ese extravío.
Desde Ketrzyn me dispuse a ir a la Wolfsschanze. Existe una línea de desvencijados autobuses que une las aldeas de la zona y que tiene parada en ese lugar, pero debido a sus erráticos horarios fui aconsejado de tomar un taxi, lo que hice a primera hora de la mañana. El amable conductor me llevó por la estrecha carretera que, serpenteando entre huertos, campos y algún riachuelo, lleva hacia el pueblo de Gierloz, cuyo nombre era Görlitz en la época germana. Antes de llegar a él se encuentra el cuartel general de Hitler, que los polacos llaman Wilczy Szaniec, de traducción “la Guarida del Lobo”.
En un inglés básico, el conductor me habló de las citas que mantenía el Führer con su girlfriend Eva en un pequeño refugio situado a la derecha de la carretera que cruza el cuartel, recomendándome que acudiera a verlo. Los turistas a los que, seguramente, solía repetir una y otra vez esa historia, no debían saber que Eva Braun nunca visitó esas instalaciones, pero simulé sorprenderme por la revelación y le prometí que iría a ver la cabaña en la que se celebraban esos encuentros románticos.
El taxi siguió rodando por la bucólica carretera, meciéndome con sus suaves curvas, hasta que comenzó a descender en línea recta hacia un bosque que quedaba oculto tras un cambio de rasante. De inmediato supe que estábamos a punto de adentrarnos en la Guarida del Lobo. El luminoso día quedó velado por las hojas de los altos y frondosos árboles, sumiéndonos en una repentina penumbra. Casi de golpe, la temperatura en el interior del taxi bajó unos grados.
El conductor paró el vehículo en la puerta de acceso al recinto y, tras recibir una generosa propina, se ofreció a venir a buscarme cuando acabase mi visita. Al contemplar la desangelada parada de autobús situada al borde de la carretera, en un estado de abandono que era difícil pensar que allí hubiera sido recogido algún pasajero en los últimos lustros, acepté sin dudar la oferta del taxista. Tras acordar que viniese a buscarme dos horas más tarde, emprendió el regreso a Ketrzyn.
Allí estaba yo, a las puertas de lo que había sido el Cuartel General de Hitler. Entonces había tres entradas, una en el este, otra en el oeste y la última al sur, así como tres zonas de seguridad antes de entrar en el perímetro del complejo propiamente dicho, con alambradas y zonas minadas. Hoy se accede directamente al interior de la segunda y, a diferencia de entonces, pude franquear ese perímetro sin ninguna dificultad, tan sólo satisfaciendo el pago de una entrada de importe más que moderado.
Lo primero que hallé fue un par de edificios bajos, pintados de color verde, que formaban una “L”. Uno era un restaurante y otro un pequeño hotel. En la documentación de que disponía comprobé que esos dos edificios unidos estaban destinados a alojar a los oficiales que visitaban el cuartel. Muy próximos a estos dos edificios se encontraban los barracones de la guardia de las SS, el punto que marcaba la entrada a la zona de seguridad máxima del Cuartel General de Hitler.
El cuartel era en realidad un conjunto de casi cien construcciones bajas de hormigón, distribuidas por el bosque, en un orden aparentemente aleatorio. Había búnkeres, barracones, almacenes, oficinas, incluso una pequeña sala de cine. Los búnkeres estaban construidos con muros de hormigón de hasta diez metros de espesor, dispuestos con cámaras intermedias para aminorar el impacto de las explosiones.
El conjunto ocupa una extensión de 2,5 kilómetros cuadrados, sobre los 8 de la extensión total del bosque de Gierloz, que antaño fue un área de caza y recreo. En su construcción participaron 3.000 obreros alemanes; todo era alemán, incluso el cemento y el acero, que fue transportado expresamente desde Alemania. La primera estancia de Hitler tuvo lugar a finales de junio de 1941.
El complejo tenía la ventaja de estar cerca del territorio soviético y, además, estar protegido por la frontera natural que forman los lagos masurianos. En los alrededores de la Guarida del Lobo se establecieron otros centros de mando, todos ellos en un radio de cincuenta kilómetros; Secretaría del Tercer Reich, Jefatura del Ejército de Tierra, un Cuartel de Himmler, un Centro de Espionaje de la SS y un Centro de Espionaje militar.
Para que el Cuartel General de Hitler no pudiera ser detectado desde el aire, se camuflaron esos edificios e incluso los caminos, cubriéndolos con redes de hojas simuladas, que iban siendo cambiadas según la época del año, para confundirse perfectamente con el bosque.
En 1942 y 1943 se siguieron haciendo trabajos de construcción, reforzando con hormigón los barracones de madera que habían sido instalados anteriormente. Entre febrero y octubre de 1944 se construyeron dobles búnkers, cubriendo los muros de tres metros de grueso con una nueva estructura de cuatro metros de grosor, dejando medio metro de espacio y rellenando este espacio con piedra molida, para absorber mejor los impactos.
Este edificio destinado al alojamiento de los oficiales que acudían al Cuartel General de Hitler en Rastenburg es en la actualidad un restaurante.
Ante la proximidad de las tropas rusas, Hitler abandonó el Cuartel General el 20 de noviembre de 1944. El 4 de diciembre se cursó la orden secreta de destruir todo el complejo, con el nombre en clave de Inselsprung (“volar la isla”), pero ésta no sería puesta en práctica hasta el 24 de enero de 1945. Se utilizaron entre ocho y diez toneladas de explosivos para volar cada búnker, pero esa cantidad no fue suficiente para destruirlos.
Tras la guerra, los rusos decidieron destruir lo que quedaba aún en pie. En el intento de demolición de cada búnker se volvieron a emplear unas diez toneladas de explosivos pero las sólidas construcciones tampoco no pudieron ser voladas por completo. Gracias a la solidez de sus muros, aquellos búnkers se conservan hoy en un aceptable estado. El trabajo que los soviéticos sí culminaron fue el de la desactivación de las más de 55.000 minas que rodeaban el complejo, una labor que les ocupó entre 1952 y 1955.
En la actualidad, se hace evidente que el lugar merecería estar mejor conservado, pero las autoridades se limitan a controlar el acceso y a pintar unos carteles con el aviso de “¡Peligro!” en varios idiomas, que indican que es peligroso meterse entre las ruinas de los búnkeres, un aviso que los turistas suelen ignorar.