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Capítulo 2 Los atentados

Si la resistencia contra el nazismo surgió desde el primer momento en el que los nacionalsocialistas llegaron al poder, los intentos de atentado contra la vida de Hitler también fueron sucediéndose casi sin interrupción desde ese mismo momento. El historiador Richard Overy llegó a contabilizar un total de 42 atentados; de todos modos, es muy difícil realizar un recuento de esos planes de asesinato, pues es complicado delimitar la frontera entre lo que es ya una operación avanzada, con posibilidades reales de pasar a la acción, y lo que no es más que un plan que se encuentra en su fase inicial.

Acabar con Hitler se había convertido en un objetivo ansiado por muchos, incluso cuando éste aún era una figura secundaria en el panorama político alemán. En los primeros tiempos de ascenso del nazismo, Hitler ya contaba con detractores dispuestos a eliminarle. No es de extrañar que esto fuera así, teniendo en cuenta el enfrentamiento encarnizado que el Partido Nacionalsocialista mantenía con los partidos de izquierda.

Pero los planes para acabar con él también partieron de miembros descontentos del propio partido. En esa primera fase, Hitler se vio envuelto en varios tiroteos, como en 1921 en el Hofbräuhaus de Munich y en 1923 en Leipzig. Cuando, al inicio de la década de los treinta, se advertía la posibilidad de que Hitler pudiera alcanzar el poder, los intentos de atentado se hicieron más frecuentes. En marzo de 1932 su coche fue tiroteado en Munich, y en junio de 1932 se colocó un artefacto explosivo por el lugar donde iba a pasar, en las cercanías de Stralsund.

LA SUERTE, CON EL FÜHRER

Hitler protagonizó un par de curiosos incidentes que demostraron que la suerte estaba siempre de su lado. En 1936, Hitler asistió en Wilhelmhaven a una ceremonia fúnebre en honor de varios marinos muertos durante la Guerra Civil española. Para desplazarse allí utilizó su tren especial. Tras el acto, ya de noche, emprendió el regreso a Berlín.

Durante el viaje, Hitler reparó en que el marcador de velocidad situado en el vagón restaurante marcaba 125 kilómetros hora. De inmediato, el Führer dio la orden de que se bajara la velocidad a unos prudentes 80 kilómetros por hora. El maquinista protestó, pues debía cumplir con unas determinadas previsiones de paso, pero no tuvo otro remedio que obedecer. Al cabo de unos pocos minutos, el tren frenó con unas violentas sacudidas, rechinando las ruedas sobre los raíles. La causa de la detención había sido el impacto con un autobús que se había saltado un paso a nivel. El accidente provocó varios muertos y heridos entre los ocupantes del autobús, pero no hubo ningún daño entre los pasajeros del tren. El maquinista confesó más tarde que si se hubiera mantenido la velocidad de 125 kilómetros por hora el tren seguramente habría descarrilado; eso impresionó vivamente a Hitler, que confirmó su intuición de que el destino le proporcionaba algún tipo de protección.

Otro suceso demostraría que Hitler contaba con un sexto sentido que le protegía en los casos en los que su vida corría peligro. En otra ocasión, viajando en automóvil de Berlín a Munich bajo una intensa tormenta, los faros iluminaron a un hombre que, en mitad de la calzada, pedía auxilio con una linterna. El chófer paró a su lado para ofrecerle ayuda y el desconocido aseguró haberse perdido, solicitando que le indicasen la dirección del pueblo a donde se dirigía. En ese momento, Hitler ordenó al chófer que arrancase enseguida y escapase a toda velocidad. Mientras se alejaban, escucharon tres disparos. A la mañana siguiente, el chófer examinó el coche y observó atónito que las tres balas habían rebotado muy cerca de la ventanilla junto a la que se encontraba Hitler. Más tarde hubo una explicación al extraño suceso; un demente armado, que ya había sido detenido por la policía, había atracado a varios vehículos después de escaparse de un manicomio cercano.

La intuición había salvado de nuevo a Hitler, pero éstos no serían los únicos casos. Resultaría muy prolijo describir todos y cada uno de los intentos de atentado que sufrió Hitler, por lo que a continuación se referirán los tres que más cerca estuvieron de conseguir su objetivo.

UN ESTUDIANTE SUIZO

En noviembre de 1938, la vida de Hitler estuvo próxima a ser segada por los disparos de un joven suizo, estudiante de teología, Maurice Bavaud. Nacido en Neuchatel en 1916, Bavaud consideraba a Hitler un peligro para la independencia suiza, el catolicismo en Alemania y la humanidad en general. Decidido a poner remedio a esa amenaza, resolvió acabar él mismo con la vida del dictador. Para ello, aprovechando unas vacaciones en el mes de octubre del seminario francés en el que estudiaba, Maurice fue a Alemania a visitar a unos familiares en Baden Baden, asegurando ser un ardiente admirador del Führer.

Afortunadamente para él, entre sus familiares estaba Leopold Gutterer, un alto funcionario del Ministerio de Propaganda de Goebbels, encargado de coordinar los actos públicos en que participaba Hitler. Así, Gutterer le iba informando del calendario de actividades previstas. Al cabo de unos días, el suizo consiguió comprar un arma y munición, con lo que el atentado iba tomando forma.

Bavaud acudió a varios actos, buscando una oportunidad para acercarse a Hitler, pero pronto se dio cuenta de que las medidas de seguridad que rodeaban al Führer hacían de él un objetivo nada fácil. En un café de Berchtesgaden -el pueblo más cercano al refugio alpino de Hitler-, el joven, haciéndose pasar por periodista, conoció al mayor Deckert, quien se mostró dispuesto a ayudarle cuando conoció el deseo de Maurice por conocer a Hitler en persona. No obstante, Deckert enfrió el entusiasmo del suizo cuando le explicó lo difícil que era poder entrevistarse personalmente con él. Además, en ese otoño de 1938 Hitler estaba continuamente de viaje, lo que dificultaba aún más un posible encuentro en Berchtesgaden.

El estudiante suizo de teología Maurice Bavaud estuvo muy cerca de poder disparar contra Hitler.

El militar aconsejó a Maurice acudir a Munich el 8 y el 9 de noviembre, en donde Hitler se hallaría para celebrar los actos conmemorativos del aniversario del intento de golpe de Estado de 1923, en esa misma ciudad. El animoso helvético siguió el consejo de Deckert y acudió en tren a Munich, estableciéndose en un lugar cercano a donde estaba previsto que pasase la comitiva de Hitler. Tras algunos intentos fallidos, logró un pase en la Oficina de Prensa Extranjera, en donde aseguró también ser un periodista suizo. Ese pase le permitiría el 9 de noviembre ocupar un asiento en un sitio idóneo para su propósito, en el que el cortejo debía pasar por una calle estrecha antes de entrar en la Marienplatz. Los días que quedaban para esa fecha fueron aprovechados por Maurice para hacer prácticas de tiro a las afueras de Munich, en el lago Ammer. Allí alquilaba un bote y hacía puntería con los barcos de papel que arrojaba al agua.

A primera hora de la mañana del 9 de noviembre, el suizo ocupó su asiento en la tribuna de prensa con mucha antelación, sorprendiéndole el hecho de que nadie le requiriese el pase. Tenía la pistola oculta en el bolsillo de su abrigo. Su plan era abandonar el asiento y acercarse lo suficiente a Hitler para no errar el disparo. Finalmente, llegó el momento esperado; la comitiva se iba acercando al lugar en el que se encontraba. Pero Maurice advirtió con gran pesar que la gente se estaba arremolinando al borde de la calle con los brazos en alto, haciendo el saludo nazi. En esas circunstancias, en las que ni siquiera podía ver a su objetivo, era impensable poder efectuar un disparo con un mínimo de garantías, por lo que renunció a intentarlo. Con un gran sentimiento de frustración, abandonó el lugar, pero no estaba dispuesto de ningún modo a rendirse en su propósito.

Al día siguiente, volvió a Berchtesgaden pensando que Hitler se encontraba allí, pero le dijeron que había emprendido un nuevo viaje. El suizo intentó por todos los medios conseguir una entrevista con Hitler, desplazándose a donde él se encontraba en cada momento, pero el tiempo iba pasando y sus peticiones quedaban sepultadas bajo las otras miles de solicitudes que requerían lo mismo. Sus fondos acabaron resintiéndose por ese continuo ir y venir, hasta que el suizo decidió regresar a Francia para hacer acopio de fuerzas y de dinero. Pero en este viaje por ferrocarril Bavaud cometió un error fatal, al no proveerse de un pase válido. La irregularidad fue descubierta en una inspección rutinaria del personal ferroviario, que enseguida lo puso en conocimiento de la Gestapo. El suizo fue arrestado, interviniéndosele la pistola, que estaba en su poder.

Sometido a interrogatorios, Bavaud acabó relatando toda la historia del intento de atentado. El 18 de diciembre de 1938 fue juzgado por el Tribunal del Pueblo y condenado a muerte. El gobierno helvético intentó que se le conmutara la pena máxima por otra de prisión pero, al parecer, esos esfuerzos no serían demasiado insistentes; de hecho, el embajador suizo en Berlín, Hans Fröhlicher, llegó a condenar públicamente el intento de atentado. El 14 de mayo de 1941, Maurice Bavaud pasaría por la guillotina, en la prisión berlinesa de Plötzensee.

Después de la guerra, el padre de Bavaud intentó rehabilitar el nombre de su hijo. Eso lo consiguió en parte el 12 de diciembre de 1955, cuando un tribunal alemán conmutó la pena de muerte por otra de cinco años de prisión, al considerar que la vida de Hitler estaba protegida por la ley como la de cualquier otra persona. Pero el progenitor de Bavaud no estuvo de acuerdo con esta resolución, por lo que apeló. Al año siguiente hubo un nuevo veredicto, por el que se anulaba también la pena de prisión y se ordenaba al Estado alemán pagar 40.000 francos suizos a la familia de Bavaud en concepto de indemnización por lo que se consideraba que había sido una sentencia injusta.

Desde entonces, Maurice Bavaud ha sido objeto de una cierta idealización. Para algunos suizos, se trata de un nuevo Guillermo Tell. Esa reivindicación de su figura tuvo su plasmación en 1989 y en 1998, en sendas declaraciones del Consejo Federal Helvético por las que se admitía que las autoridades suizas de la época no hicieron todo lo que estuvo en sus manos para salvar la vida del joven condenado por la justicia nazi.

UN CARPINTERO SOLITARIO

La mayor parte de los intentos de acabar con el régimen nazi mediante la eliminación física del dictador fueron fruto de iniciativas individuales, tal como hemos visto con el caso de Bavaud. Pero Georg Elser, un decidido carpintero de Königsbronn, estaría mucho más cerca de conseguirlo que el estudiante suizo.

Cuando intentó matar a Hitler, Elser tenía treinta y seis años. Era bajo de estatura, con el cabello oscuro y ondulado. De personalidad solitaria, tenía pocos amigos, pero los que lo conocían tenían un buen concepto de él. A Elser no le interesaba la política; aunque había ingresado en una organización comunista, la Liga Roja de Combatientes del Frente, y había pertenecido al sindicato de los trabajadores de la madera, no participaba en decisiones políticas y no sabía demasiado de ideologías.

Sin embargo, Elser observaba el deterioro del nivel de vida de la clase obrera y las limitaciones a su libertad, así como los peligros para la paz que entrañaba la política expansionista de Hitler. Tras el Pacto de Munich, Elser consideró -acertadamente- que en lugar de garantizar la paz en Europa en realidad se había dado un paso hacia la guerra, por lo que sólo la eliminación de la cúpula dirigente del régimen podría impedir una nueva conflagración. Así, en el otoño de 1938 Elser decidió que él mismo efectuaría la eliminación del máximo dirigente del Tercer Reich.

Elser había leído en los periódicos que la próxima reunión de los jefes del partido se iba a celebrar en la Bürgerbräukeller de Munich el 8 de noviembre de 1939. En esa fecha se celebraba el aniversario anual del fallido Putsch de Hitler de 1923, y se reunirían figuras destacadas del régimen junto al propio Führer y la vieja guardia del partido. Elser viajó a Munich y allí llegó a la conclusión de que el mejor sistema para llevar a cabo sus planes era una bomba de relojería, colocada dentro de la columna situada en el lugar donde Hitler hablaría, a espaldas del estrado que acostumbraban a montar para Hitler el día de la celebración del aniversario.

Georg Elser logró ocultar una bomba de relojería en el lugar en el que Hitler debía pronunciar un discurso.

Durante los meses siguientes, Elser robó explosivos de la fábrica de armamento donde trabajaba en ese momento. Para fabricar el temporizador de la bomba, usó los conocimientos adquiridos previamente, cuando estuvo empleado durante cuatro años en una fábrica de relojes.

A principios de abril, pidió una baja laboral y volvió a Munich. Hizo un reconocimiento minucioso, tomando bocetos y medidas. Consiguió un nuevo trabajo en una cantera, que le permitió robar dinamita. Durante los meses siguientes efectuó ensayos previos con la bomba diseñada por él, que tuvieron éxito. Volvió a Munich en agosto, y desde entonces hasta noviembre llegó a esconderse hasta treinta veces en la cervecería sin que le descubrieran, pues cada mañana salía a escondidas por una puerta lateral, sin ser visto. Allí se dedicaba a practicar un agujero en la columna deseada, tras el revestimiento de madera. Su trabajo fue tan meticuloso que incluso llegó a recubrir el agujero con estaño para que la bomba no se moviera o no sonara a hueco. La bomba quedaría instalada y lista el 6 de noviembre, pero al día siguiente Elser volvería a la cervecería para asegurarse de que seguía funcionando. A la mañana siguiente, Elser se despidió de su hermana, que vivía en Stuttgart, le pidió algo de dinero y se dirigió hacia la frontera suiza.

La duración habitual del discurso de Hitler era desde las ocho y media de la tarde hasta, aproximadamente, las diez de la noche, para luego permanecer varios minutos más conversando con los antiguos camaradas del partido. Para asegurarse de que la bomba estallaría cuando Hitler estuviera en el estrado, Elser programó la explosión para las nueve y veinte minutos.

Pero, para desgracia de Elser y del futuro de Alemania, las condiciones especiales de la guerra variarían aquel año el horario de la celebración. Hitler empezó su discurso a las ocho y diez minutos y lo terminó poco después de las nueve. Una vez acabado se dirigió rápidamente hacia la estación para coger el tren de las nueve y media hacia Berlín, ya que el mal tiempo le impedía volver en avión, una de las razones que influyeron también en la decisión de acortar el discurso.

Tal como estaba previsto, exactamente a las 21.20 horas estalló la bomba de Elser, que destruyó la columna situada detrás del lugar donde había estado Hitler diez minutos antes, y parte del techo de la galería superior. Tras la marcha de Hitler, mucha gente había decidido abandonar el local, con lo que es imposible saber con exactitud la magnitud de la explosión en las condiciones en las que Elser la había planeado. El resultado final fue de ocho personas fallecidas y sesenta y tres heridas, dieciséis de ellas de gravedad.

De inmediato, el Servicio de Seguridad del Reich se dispuso a descubrir a los responsables del atentado. Las primeras sospechas recayeron sobre el servicio secreto británico. Pero los trabajos en la Bürgerbräukeller permitieron descubrir restos de una bomba artesanal y un temporizador; el tipo de explosivo era el habitual en las minas, y el autor había usado placas de estaño y corcho de un modelo poco habitual. Por tanto, las características caseras de la bomba no correspondían con el tipo de artefacto que emplearían unos agentes enviados por una potencia extranjera.

La policía interrogó a un relojero que recordaba haber vendido a un hombre con acento suabo dos relojes del mismo tipo que el usado en la bomba. También fue interrogado el comerciante que vendió las placas de corcho. Por último, la investigación llevó a un cerrajero que había prestado su taller a un suabo para trabajar en “algo de su invención”. La descripción hecha por los tres hombres fue idéntica.

Hitler, durante un discurso en la cervecería de Munich en la que Elser colocaría su bomba con temporizador. El dictador abandonaría el local antes de que hiciera explosión.

A raíz de estas investigaciones, la policía descubrió que un hombre que respondía a esa descripción había sido visto las últimas semanas cerca de la Bürgerbräukeller, y que en alguna ocasión había sido sorprendido en los lavabos tras la hora del cierre. Heinrich Müller, jefe de la sección IV de la Gestapo, recibió un telegrama que le informaba de la detención de un sospechoso que correspondía a la descripción hecha por los comerciantes, en la frontera con Suiza.

Elser ya había sido detenido, de forma casual, a las nueve menos cuarto en el puesto aduanero de Constanza, en la frontera helvética. Era una simple detención rutinaria de alguien que intentaba pasar la frontera de forma clandestina. Pero unas horas después, los funcionarios de fronteras empezaron a relacionar a Elser con el atentado, al encontrar en sus bolsillos una postal de la Bürgerbräukeller con una columna marcada con una cruz roja, un fragmento de detonador y una insignia comunista. Pese a las evidencias, Elser negó cualquier relación con el atentado.

Elser fue conducido a Munich para ser interrogado por la Gestapo, donde continuó negando su participación en los hechos a pesar de las pruebas en su contra, como, por ejemplo, los rasguños de sus rodillas a consecuencia de permanecer horas arrodillado excavando en la columna. Tras ser torturado la noche del 12 al 13 de noviembre, confesó el 14 de noviembre. Días después hizo una confesión completa, con detalles de la bomba y los motivos que le habían impulsado a cometer el atentado. Tras la confesión de Munich, Elser fue llevado a la sede del Servicio de Seguridad del Reich, en Berlín, donde volvió a ser torturado. Himmler no creía que un carpintero, sin apenas medios y educación, hubiera estado tan cerca de asesinar al Führer, sin contar con cómplices y estaba convencido de que existía alguna conexión con el servicio secreto británico.

Sello alemán dedicado a Georg Elser, en reconocimiento a su acción.

Elser permaneció en Berlín hasta 1941. Tras comenzar la invasión de la Unión Soviética, el 22 de junio de 1941, fue trasladado al campo de concentración de Sachsenhausen, para, en 1944, ser enviado al campo de Dachau. En ambos lugares, curiosamente, recibió trato de prisionero privilegiado. Se ha especulado con que Hitler estaba esperando el momento propicio para organizar un juicio destinado a demostrar que Elser formaba parte de una conspiración organizada por los servicios secretos británicos, pero la razón última de esa actitud benévola con Elser se desconoce.

El Ayuntamiento de Munich dedicó una plaza a Georg Elser.

Sin embargo, el 5 de abril de 1945, cuando la guerra estaba ya a punto de finalizar, Hitler ordenó que fueran ejecutados los prisioneros especiales de Dachau, entre los que se encontraban el almirante Wilhelm Canaris y Georg Elser. Cuatro días más tarde, un oficial de las SS, Theodor Heinrich Bongartz, ejecutó a Elser con un tiro en la nuca.

Los dos intentos que se han relatado, el de Bavaud y el de Elser, son representativos de los planes tramados y ejecutados por una sola persona. A continuación conoceremos otro caso, en este caso protagonizado por varias personas, que constituyó la ocasión en la que Hitler estuvo más cerca de la muerte, antes del atentado de Stauffenberg.

EL ATENTADO DE LAS BOTELLAS

Este intento de asesinato tuvo lugar el 13 de marzo de 1943, cuando varios jóvenes oficiales pusieron en práctica un plan para acabar con su vida. El malestar entre los oficiales alemanes destinados en el frente ruso se arrastraba desde el primer invierno, en diciembre de 1941, pero en esos momentos la oposición de los militares al modo como Hitler estaba dirigiendo la guerra era más que visible.

Un mes y medio antes de ese atentado se había producido el desastre de Stalingrado. El VI Ejército del general Paulus había sido hecho prisionero por los soviéticos, después de sufrir inenarrables penalidades en esa ciudad situada a orillas del Volga. Esa fue la primera gran derrota en el frente ruso, lo que extendió la sensación generalizada de que la guerra estaba irremediablemente perdida.

No obstante, ya en el verano de 1942, el general de 41 años Henning Von Tresckow y el comandante Fabian Von Schlabrendorff, de 36, tantearon al general Hans Von Kluge para que participase en una conjura contra Hitler que conllevaría su eliminación física. Se trataba de la denominada Operación Flash, que no era vista con malos ojos por el máximo responsable de los servicios secretos germanos, el almirante Wilhelm Canaris. Pero Von Kluge, quizás pensando que la situación militar tenía visos de ser reconducida, prefirió mantenerse al margen de este arriesgado proyecto, cuyo objetivo último era negociar una paz honorable con las potencias occidentales para seguir la lucha en el este.

Esta iniciativa quedó aplazada al no lograr los conjurados casi ningún apoyo entre los generales, pero la catastrófica derrota en Stalingrado les hizo reaccionar. Las órdenes dadas por Hitler al general Paulus de que resistiese “hasta el último hombre y la última bala”, en lugar de replegarse a una línea defensiva más segura, repugnó a todo el generalato, e hizo que Von Kluge se mostrase más proclive a aceptar las propuestas de los oficiales rebeldes.

Conscientes de que era el momento idóneo para llevar adelante su plan, los conspiradores lograron, esta vez sí, la participación activa de Von Kluge. Lo único en lo que tenía que colaborar Von Kluge era en invitar a Hitler a que visitase su cuartel general en Smolensk. El Führer, que se encontraba en su Cuartel General de Vinnitsa, en Ucrania, debería entonces hacer una escala en Smolensk, para después proseguir su viaje hasta su Cuartel General de Rastenburg. El plan consistía en colocar una bomba en el aparato durante la escala en Smolensk para que explotase en el trayecto a Rastenburg. El resultado siempre podría ser presentado como un accidente o un ataque de aviones rusos, por lo que se evitaban los inconvenientes que presentaba la constatación inmediata de que se había producido un atentado.

De todos modos, la bomba en el avión era la segunda opción. El teniente coronel Georg Freiherr Von Boeselager estaba al mando de un pequeño grupo de oficiales dispuesto a acribillar a balazos al Führer, aunque era tanto el odio que había acumulado contra el tirano que se había decidido a disparar él mismo.

El 13 de marzo de 1943 se llevó a cabo esa visita que debía acabar con la muerte del dictador germano. El Focke Wulf 200 Condor de Hitler tomó tierra en el aeródromo de Smolensk al mediodía. Von Kluge y Von Tresckow lo recibieron al pie de la escalerilla para darle la bienvenida, estrechándole cordialmente la mano. Pero el Führer no se dejaba llevar por las apariencias, siendo muy consciente de la atmósfera hostil que allí iba a encontrar, por lo que en todo momento estaría rodeado por su escolta. Uno de los miembros del cuerpo de seguridad aseguraría más tarde que ese día Hitler iba provisto de un chaleco antibalas. Además, Hitler llevaba consigo sus propios alimentos y a su cocinero para evitar algún intento de envenenamiento.

Tras una breve visita a las instalaciones, toda la comitiva se dirigió al comedor de oficiales. Aunque el ambiente era tenso, la comida discurría con toda normalidad. Era el momento de disparar contra él, pero al estar Hitler sentado junto a Von Kluge, Von Boeselager prefirió no hacerlo entonces para no poner en riesgo la vida del general involucrado en la conspiración.

Von Boeselager decidió que dispararían contra él cuando saliese del comedor. Pero la suerte se alió nuevamente con Hitler; mientras los tiradores estaban apostados en la puerta que daba directamente al aeródromo, Hitler, quién sabe si alertado por su proverbial intuición, prefirió salir por otra puerta, dando un rodeo para inspeccionar de nuevo el cuartel. El primer plan para asesinar al dictador había fracasado, pero aún quedaba la segunda opción, que parecía tener más posibilidades de éxito.

El artefacto que debía acabar con la vida de Hitler ya estaba listo. Aparentemente no eran más que dos botellas envueltas en papel de regalo y atadas con un lazo, pero en realidad se trataba de una potente bomba programada para hacer explosión cuando el avión del Führer estuviera en pleno vuelo.

La bomba estaba en manos de estos oficiales desde el verano del año anterior, cuando un oficial germano había logrado escamotear varios explosivos británicos encontrados en la playa de Dieppe, tras el raid aliado del 19 de agosto de 1942. El artefacto, compuesto por dos minas adhesivas, era de las que los británicos solían enviar a la resistencia francesa para sus operaciones de sabotaje. El grupo de Tresckow y Schlabrendorff pudo llevar a cabo varios ensayos con este explosivo, comprobando su enorme potencia, suficiente para derribar en vuelo el avión en el que viajaría Hitler.

Cuando el Führer dio por terminada la visita, Von Tresckow entregó al coronel Heinz Brandt, un miembro de la comitiva oficial, el paquete que supuestamente contenía las dos botellas, pidiéndole que, cuando llegasen al cuartel de Hitler en Rastenburg, lo remitiesen al general Helmut Stieff, destinado en Berlín. Para justificar el aspecto cuadrado del paquete, le aclaró que se trataba de dos botellas de Cointreau, cuyos conocidos envases de vidrio son de forma cuadrada.

Antes de entregarlo, Von Tresckow había activado la cápsula de ignición, accionando un mecanismo desde el exterior del paquete. Brandt se hizo cargo de la encomienda, algo habitual en este tipo de desplazamientos, y subió al avión con ellas, depositándolas en el compartimento del equipaje. El aeroplano, con Hitler en su interior, rodó por la pista de despegue y se elevó con la bomba en su interior. Eran las 15.19 horas.

Schlabrendorff se dirigió a su despacho y comenzó a llamar por teléfono a los oficiales que estaban al corriente de la operación. Empleando claves acordadas de antemano para esquivar posibles escuchas, les indicó que todo se había desarrollado según lo previsto y que debían estar atentos a la inminente noticia del fallecimiento del Führer en un “accidente aéreo”, para tomar el mando de la situación.

A partir de las 15.45, el momento calculado para la explosión, Tresckow, Schlabrendorff y los otros participantes en el complot esperaron impacientes una llamada telefónica comunicándoles el “accidente” sufrido por el Condor en el viaje de regreso.

A las 16.04, la torre de control del aeródromo de Smolensk recibió un mensaje desde el campo de aviación de Rastenburg. Un ayudante entró en el despacho de Schlabrendorff y le entregó el papel. El lacónico contenido del mensaje era tan concluyente como decepcionante: “Führer llegado sin novedad”.

Al instante, la perplejidad y el desánimo se apoderó de los conspiradores, que no entendían cómo podía haber fallado la bomba. Más tarde se sabría que, para evitar las turbulencias de una tormenta, el piloto elevó el avión, provocando que la temperatura descendiese bruscamente en el compartimento en donde estaba el paquete. Al helarse el ácido que formaba parte del mecanismo, el fino alambre que sujetaba el percutor y que debía corroerse al contacto con el ácido no cedió.

No obstante, no está claro el motivo por el que el artefacto falló. Otras investigaciones apuntan a que la calefacción del aparato no funcionó correctamente durante el viaje, lo que hizo descender la temperatura con el mismo resultado. Al respecto, el propio Von Schlabrendorff se contradiría después de la guerra, pues en una ocasión afirmó que el ácido se heló, inutilizando el mecanismo, mientras que en una entrevista posterior aseguró que la espoleta funcionó correctamente pese al frío, responsabilizando del fiasco al explosivo británico, que era defectuoso.

Sea como fuera, la realidad es que Hitler llegó sano y salvo a Rastenburg. Pero la enorme decepción producida por el fracaso no impidió a Von Tresckow caer en la cuenta de que, al no haber explotado, la existencia del artefacto explosivo iba a revelar el intento de atentado, pues el general Stieff, a quien iban destinadas las botellas, nada sabía del complot. De inmediato, envió un mensaje a Rastenburg en el que advertía que había habido un error, pues había colocado unas botellas de cognac francés en lugar de las de Cointreau. Para poder recuperar el paquete incriminador, les anunció que Schlabrendorff tenía previsto viajar de inmediato a Berlín para unos asuntos personales y que él llevaría personalmente las botellas después de pasar por Rastenburg.

Afortunadamente, nadie reparó en ese extraño interés por el destino de las botellas y Schlabrendorff pudo recuperar el artefacto. La Operación Flash había fracasado, pero los conjurados no habían sido descubiertos.

Un Focke Wulf 200 Condor como el utilizado habitualmente para el transporte de Hitler. El 13 de marzo de 1943, unos oficiales lograron colocar una bomba en su avión, camuflado como un paquete con botellas, lo que llevaría a conocer esta acción como el atentado de las botellas.

Estos son sólo algunos de los intentos de asesinar a Hitler previos al que protagonizaría Claus von Stauffenberg. Hubo otros planes, ya fuera individuales o colectivos, cuyo objetivo era acabar con la vida del tirano nazi. Pero de forma tan incomprensible como desesperante, el factor suerte estaría en todo momento a favor del dictador alemán.

Como veremos en los siguientes capítulos, en el intento del 20 de julio de 1944, objeto del presente libro, proseguiría ese particular idilio entre Hitler y la suerte, tan beneficioso para él pero tan perjudicial para la vida de millones de personas inocentes.