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Capítulo 4 La conjura

A mediados de 1943, en Alemania, la situación militar no movía precisamente al optimismo. En el este, aún resonaban los ecos del gran cataclismo de Stalingrado, en donde el VI Ejército del mariscal Friedrich Paulus había sido derrotado. En África, las últimas tropas del antes temible Afrika Korps estaban reembarcando a toda prisa rumbo a Italia, un aliado en el que la posición de Mussolini era cada vez más precaria. Por otro lado, cada noche cientos de bombarderos aliados sobrevolaban las ciudades alemanas arrojando su carga de bombas sobre la población civil, que veía cómo la guerra que había emprendido Alemania cuatro años antes con la invasión de Polonia llegaba ahora hasta sus propios hogares.

Los militares germanos habían asistido al progresivo derrumbe de las expectativas de una victoria rápida. Desde el fracaso de la ofensiva alemana sobre Moscú, en el invierno de 1941, las dudas sobre la conducción de la guerra habían anidado en los altos mandos del Ejército; de hecho, algunos generales se habían enfrentado a Hitler, poniendo en entredicho sus decisiones militares, lo que les había supuesto la destitución. Pero la oposición a Hitler en el interior del Ejército era muy reducida, pues el juramento de lealtad al Führer tenía un enorme peso en una fuerza que bebía de las fuentes del militarismo prusiano. La disciplina seguía imperando en el seno del Ejército y eran muy pocos los que se atrevían a dar un paso al frente.

El coronel Albrecht Mertz von Quirnheim, gran amigo de Stauffenberg.

Aun así, ya desde el comienzo de la contienda e incluso antes, tal como vimos en el primer capítulo, había elementos de las fuerzas armadas que deseaban apartar a Hitler del poder. Mientras la guerra relámpago iba cosechando éxitos por la geografía europea, estos audaces planteamientos no eran escuchados, pero conforme la contienda fue avanzando, con las consiguientes decepciones y frustraciones, eran cada vez más los que prestaban oídos a estas propuestas. El deterioro de la situación militar en el frente ruso, especialmente tras el desastre de Stalingrado, supuso la alarma que indicaba que había que hacer algo, y lo más pronto posible. Pese a que el Ejército alemán en Rusia era todavía una fuerza temible, no había demasiadas esperanzas de que se pudiera retomar la iniciativa.

LA OPOSICIÓN SE ORGANIZA

Era necesario tomar decisiones inteligentes en ese frente para evitar que los soviéticos, cuyo potencial crecía a ojos vista, lograsen desbordar las líneas germanas y lanzarse sobre el territorio del Reich. Ya no estaba en juego la conquista del vasto territorio ruso sino la supervivencia de Alemania. Y si había que afrontar ese reto tomando las decisiones acertadas, Hitler no era la persona más adecuada. Su absurda táctica de obligar a las tropas a luchar hasta el último hombre y la última bala antes que ordenar una retirada ya había costado muchas vidas, además de demostrarse muy poco eficaz desde el punto de vista militar. Fueron numerosos los generales que intentaron influir sobre Hitler para que cediese el mando del Ejército y se dedicase únicamente a las cuestiones políticas, pero todos estos intentos resultaron inútiles. Mientras Hitler siguiera detentando el poder, las posibilidades de que Alemania sufriera una derrota aplastante aumentaban día a día.

Ante este panorama, en el seno del Ejército comenzó a desarrollarse una oposición organizada, cuyo objetivo ya no era que Hitler reconsiderase su actuación al frente del esfuerzo de guerra, sino proceder directamente a su eliminación física. Sería muy prolijo enumerar los distintos movimientos que se produjeron dentro de las fuerzas armadas, pero el episodio más importante fue el intento de asesinato del Führer del 13 de marzo de 1943, utilizando una bomba oculta en un paquete que simulaba un par de botellas de Cointreau, y que el lector tuvo ocasión de conocer en detalle en el segundo capítulo.

Por lo tanto, mientras Claus von Stauffenberg se encontraba convaleciente en el hospital de Munich, el movimiento de oposición en el Ejército se encontraba en plena ebullición. Es difícil conocer lo que en esos momentos Stauffenberg sabía de la resistencia en las fuerzas armadas, y si albergaba deseos de sumarse a ella. Al parecer, según testimonio posterior del coronel Wilhelm Bürklin, en el hospital recibió la visita de su tío, el conde Von Üxküll, que era un miembro activo de la resistencia, y seguramente le informó de lo que se estaba cociendo, invitándole a participar en la conjura. Su tío conocía al general Olbricht, el futuro jefe de su sobrino, y sabía que formaba parte de la oposición. Es de suponer que Von Üxküll le aleccionó sobre cómo servir a la resistencia desde su próximo destino a Berlín bajo las órdenes de Olbricht.

Pero hay algunos datos que pondrían en duda esta supuesta decisión de Stauffenberg de sumarse a la oposición activa contra el régimen nazi. El general Kurt Zeitzler recordaría más tarde que Stauffenberg le había pedido ser trasladado al frente en cuanto estuviera recuperado de sus heridas, lo que pondría en entredicho su declarado deseo de ponerse bajo el mando de Olbricht en la capital del Reich, sin duda el lugar más adecuado para llevar a cabo un golpe de timón.

El general Friedrich Olbricht impulsó decididamente la organización del golpe, trabajando junto a Stauffenberg.

STAUFFENBERG DA EL PASO

En agosto de 1943, Stauffenberg se trasladó a su nuevo destino, Berlín. Sin duda, Olbricht no tardaría mucho en explicarle los planes conspiratorios. Stauffenberg se puso de inmediato a trabajar por el éxito de la conjura; los médicos le comunicaron que debían realizarse dos intervenciones, pero él las rechazó, al ser advertido de que debería pasar un largo período de reposo. Stauffenberg sabía que el momento de acabar con Hitler estaba muy próximo, y debía estar plenamente disponible.

A partir de aquí, es difícil establecer con claridad la cadena de acontecimientos que desembocaría en el atentado del 20 de julio de 1944. Hay que tener presente, tal como se advertía en el prólogo, que casi todos los protagonistas murieron o fueron ejecutados antes del final de la guerra, y que la documentación fue destruida. Del mismo modo, la existencia de varias tramas paralelas para acabar con Hitler, que coincidían o divergían con el paso de los meses, hace que sea extraordinariamente complejo confeccionar un argumento que englobe la totalidad del movimiento de oposición a Hitler en el Ejército. Por lo tanto, a continuación se ofrecerá una trama necesariamente simplificada, aun a riesgo de dejar fuera a personajes que fueron muy relevantes, pero cuya enumeración y encaje en la línea argumental lastrarían innecesariamente la narración.

Así pues, Stauffenberg, por mediación del general Olbricht, entró de lleno en la oposición. De inmediato convenció a su hermano Berthold para que también se sumase al movimiento. Por entonces, su esposa, Nina, advirtió un cambio en el carácter de su marido; pasó a ser más reservado y no exponía sus opiniones con la misma vehemencia que antes. Nina le preguntó abiertamente si estaba conspirando, pero él le respondió con evasivas. Seguramente, él no deseaba ver a su mujer involucrada en tan arriesgada empresa.

Ya a finales de agosto, Stauffenberg se vio envuelto en un trabajo frenético de contacto con los círculos opositores. Su amigo Henning von Tresckow -participante en el atentado de las botellas- le introdujo entre los resistentes que vivían en Berlín, como el doctor Goerdeler. Von Tresckow era alto, calvo, de carácter serio, frío y reservado, pero poseía a la vez una personalidad fuerte y enérgica, con gran influencia sobre Stauffenberg, quien le llamaba “maestro” (Lehrmeister). Había sido un temprano admirador de Hitler, pero se había convertido pronto en crítico inflexible de los excesos cometidos por el régimen. Tresckow sería descrito más tarde por la Gestapo como “sin duda, una de las fuerzas impulsoras y el espíritu diabólico de los círculos golpistas”.

Con Tresckow y con Olbricht, Stauffenberg planeó en detalle el conjunto de medidas militares y civiles que debían tomar en el momento de declarar el estado de excepción tras la desaparición del Führer; detención de ministros y otros altos dirigentes nazis, toma de la radio y las agencias de noticias, así como el control de los ferrocarriles y los puntos estratégicos.

Un decisivo puntal de apoyo para Stauffenberg sería su primo el conde Yorck von Wartenburg, en quien depositó una confianza ciega. Hay quien cree que, sin la influencia de su primo, Stauffenberg no hubiera dado posteriormente el paso radical de realizar él mismo el atentado.

En noviembre de 1943 se incorporaría al complot el teniente coronel Werner von Haeften, ayudante de Stauffenberg en el trabajo militar, y que le acompañaría a la Guarida del Lobo a cometer el atentado. El hermano de Von Haeften, Bernd, que era consejero del departamento de relaciones externas, ayudaría a Stauffenberg a encontrar nuevos y valiosos colaboradores.

Claus y Berthold von Stauffenberg compartían un piso en la Tristanstrasse berlinesa, en donde a veces recibían la visita de su tío, el conde Üxküll. Afortunadamente, contamos con la opinión del tío de Stauffenberg sobre las posibilidades de éxito del complot, por mediación de su hija Olga: “Cuando me habló por primera vez de la conjura, en octubre de 1943, mi padre me dijo: He intentado durante años convencer a los jóvenes de que debe hacerse algo en la propia Alemania contra este régimen. Ahora es el momento. Desgraciadamente, he de confesarte que ahora considero que ya es tarde, puesto que se ha dejado pasar el momento; naturalmente, aunque así lo considere, continuaré esforzándome, puesto que tiene el sentido siquiera de mostrar el camino para cortar el paso a ese criminal”.

El conde Üxküll, en palabras de Olga, estaba convencido del papel fundamental que jugaba su sobrino Claus en la conspiración:

“Si es que toda esa conjura tiene alguna posibilidad de éxito, será debido a lo que Claus aporta. En estos momentos, es la fuerza motriz, la fuerza que ha dado forma a todos los esfuerzos nuestros de tantos años. Sin él, todo el asunto perdería dirección y sentido. Es inimaginable la fuerza que desprende de ese hombre, pese a su estado físico”.

Pese al gran concepto que, sin duda, tenía el conde Üxküll de su sobrino, la realidad era que Stauffenberg no era el personaje central de la trama. Por de pronto, nadie podía aventurar, y él tampoco, que finalmente iba a ser él el que tomase la responsabilidad de acabar con Hitler. Sus condiciones físicas le descartaban para esa misión, y además sus dotes de organización le situaban en el centro director del complot, en Berlín, y no en el brazo ejecutor del atentado.

En los meses posteriores, Stauffenberg se prodigó en encuentros con todos los miembros de la oposición al nazismo. Por desgracia, hasta ese momento las discusiones se centraban en cómo debía configurarse políticamente la nueva Alemania surgida del golpe de Estado, más que en cómo realizarlo. El tiempo iba pasando y, como bien apuntaba el conde Üxküll, el mejor momento para llevarlo a cabo ya había pasado. La situación militar iba empeorando cada vez más, lo que suponía que los Aliados se iban a mostrar cada vez menos interesados en apoyar los esfuerzos para derrocar a Hitler. Era lógico pensar que los Aliados prefiriesen gestionar una Alemania totalmente derrotada y sin un interlocutor político válido, que una Alemania deseosa de buscar una paz negociada y regida por unos gobernantes que habían repudiado la dictadura nazi.

Además, el frente del este amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. Von Tresckow apremiaba para que se lanzase el golpe de Estado a la mayor brevedad posible. Pero el ingenuo doctor Carl Goerdeler, que estaba previsto que se convirtiese en el canciller del nuevo gobierno, todavía confiaba en que Hitler aceptara un ultimátum si éste le era presentado por un número apreciable de dirigentes militares. Estas diferencias de criterio en el seno de la oposición redundarían en nuevos retrasos.

El general Henning von Tresckow, aquí con sus dos hijos, participó en el atentado de las botellas y luego se sumó a los conjurados del 20 de julio.

Stauffenberg le llamaba “maestro”.

EL PLAN “VALKIRIA”

Stauffenberg siguió trabajando febrilmente junto a Olbricht en la organización del golpe de Estado. La clave estaba en el plan “Valkiria” (Walküre), cuya preparación databa de principios de 1942, aunque en aquella época no tenía ningún tipo de relación con la resistencia.

El general Friedrich Fromm, como jefe del Equipamiento del Ejército de Tierra, había diseñado por aquellas fechas las medidas necesarias para cubrir los huecos que se iban produciendo en las tropas destinadas al frente oriental. Consistían en utilizar a los trabajadores de la industria y los enfermos y heridos que se iban recuperando para ese fin. Esta llamada a filas en caso de necesidad fue establecida formalmente bajo las palabras en clave “Valkiria 1” y “Valkiria 2”, según el grado de movilización.

Pero en el verano de 1943, “Valkiria” pasó a tener un significado muy diferente. Dejó de ser un plan para cubrir las bajas del Ejército y pasó a convertirse en una operación para reprimir cualquier disturbio interno. En esos momentos existía una gran fuerza de trabajadores extranjeros y prisioneros en el interior de Alemania, y se temía que pudiera organizarse algún tipo de levantamiento. “Valkiria 1” pasó a denominar la disponibilidad inmediata de las tropas para ese cometido y “Valkiria 2” se convirtió en la orden de entrada en acción de esas fuerzas de combate.

Hitler estuvo de acuerdo con ese cambio impulsado por el general Olbricht. Pese a que al Führer no le faltaba astucia para advertir cualquier maniobra encaminada a socavar su poder, en esta ocasión tragó el anzuelo. La entrada en vigor del plan “Valkiria” suponía que el Ejército del Interior podría movilizarse y tomar sus propias decisiones aun en el caso de que la relación entre éstas y Hitler quedaran rotas. De forma sorprendente, Hitler aceptó esta propuesta y autorizó que se hicieran los preparativos. Sin ser consciente de ello, estaba dando luz verde al mecanismo que iban a emplear los conspiradores para intentar derrocarle. El plan “Valkiria” iba a permitir llevar a cabo el golpe de Estado sin quebrar, en apariencia, la legalidad vigente.

Stauffenberg y sus compañeros siguieron trabajando en los detalles del plan “Valkiria”. Era necesario redactar las órdenes que serían radiadas o confeccionar las listas de los objetivos a ocupar. Para ello, con el fin de evitar miradas indiscretas, los conjurados se reunían en el bosque de Grünewald. Allí, las esposas de Tresckow y del barón von Oven acudían con máquinas de escribir portátiles para confeccionar los documentos. Escribían con finos guantes para no dejar sus huellas dactilares. Después de ser utilizadas, las máquinas de escribir eran guardadas en lugares secretos.

Tras una de estas reuniones clandestinas en el bosque, se produjo una escena propia del mejor thriller. Ya de noche, la esposa de von Oven caminaba junto a Tresckow y Stauffenberg de regreso a casa, llevando en una cartera los documentos que habían redactado esa tarde. De pronto, una patrulla motorizada de las SS apareció y se detuvo justo al lado de ellos. Los hombres de las SS descendieron rápidamente del vehículo y los conjurados comprendieron al momento que era inútil escapar; estaban perdidos sin remedio. Pero la patrulla ni siquiera prestó atención a los tres viandantes, sino que entraron a toda prisa en una casa para hacer un registro. La mujer de von Oven recordaría más tarde que sus dos compañeros palidecieron notoriamente.

La habilidad para encubrir la preparación del golpe de Estado mediante la utilización de “Valkiria” merecería posteriormente el reconocimiento, aunque a disgusto, de la propia policía: “En conjunto, todo ese plan “Valkiria” estaba perfectamente encubierto y disimulado por Stauffenberg y la camarilla de conjurados, en forma refinada”.

Stauffenberg tuvo en Peter Yorck von Wartenburg uno de sus más firmes apoyos.

EL GENERAL FROMM

Una de las piezas clave de la conspiración era el general Friedrich Fromm, el diseñador del plan original “Valkiria” y jefe directo del general Olbricht. Estaban bajo su mando todas las fuerzas disponibles en el interior de Alemania. De cincuenta y seis años, había alcanzado el grado de generaloberst y sólo le faltaba escalar el último peldaño: ser nombrado mariscal. Sus dos metros de estatura hacían de él una figura imponente. Tenía un carácter autoritario, a lo que le ayudaba su físico, y era muy ambicioso, por lo que no tenía reparos en aparentar fidelidad a los principios del nacionalsocialismo si ello le ayudaba en su carrera.

Pero Fromm no era un general estimado por sus subordinados, pues nunca salía en su defensa en caso de dificultades. Acostumbraba a eludir responsabilidades, evitar complicaciones siempre que fuera posible, y prefería dedicarse a la caza y a la buena vida en vez de atender las necesidades de los hombres que tenía a su mando.

Sin embargo, Fromm era inteligente y tenía una gran habilidad para nadar entre dos aguas. Cuando Stauffenberg fue nombrado nuevo jefe de su Estado Mayor, éste expresó a su superior abiertamente su falta de confianza en el futuro de Alemania en la guerra; Fromm, en lugar de recriminarle su pesimismo y llamarle al orden, prefirió mantener un prudente silencio. Esto fue interpretado por los conjurados como un deseo de incorporarse al complot, lo que la actitud ambigua de Fromm no ayudó a desmentir. Por ejemplo, un día que Stauffenberg y Olbricht insinuaron en su presencia la posibilidad de un golpe de una actuación violenta contra la cúpula militar del Reich, Fromm, que odiaba a muerte al mariscal Keitel, el jefe del Alto Mando de la Wehrmacht (OKW), les dijo:

– Si dais el golpe, no os olvidéis de Keitel… Esta confidencia, entre otros gestos de simpatía hacia el complot, hizo aumentar el optimismo entre los conspiradores, puesto que el concurso de Fromm era casi indispensable para que el golpe tuviera éxito. El plan consistía en que, una vez conocida la muerte de Hitler, Fromm debía difundir la palabra clave “Valkiria” para que entrasen en vigor las medidas destinadas a asegurar el orden, pues era el único que tenía potestad para hacerlo. Pese a que Fromm no participaba directamente en el complot, era difícil pensar que, llegado el momento, se negase a emitir esa orden. Pero, en todo caso, si Fromm dudaba en dar la consigna, el general Olbricht estaba dispuesto personalmente a darla; cuando la orden hubiera salido por telégrafo, las tropas ya no podrían comprobar si se trataba de una orden dada de forma autorizada o no, y tan sólo los oficiales más próximos podrían comprobarlo mediante una consulta telefónica directa.

Por su parte, pese a no estar al corriente de los detalles, Fromm no ignoraba que se estaba preparando un golpe de timón, así que deseaba estar bien considerado por los conjurados por si éstos se alzaban con el poder. Pero Stauffenberg y sus compañeros no podían confiarse; si conocían mínimamente a Fromm serían conscientes de que éste se guardaría las espaldas hasta el último momento para no quedar expuesto en el caso de que el complot fracasase.

Así pues, la maquinaria de la conspiración dependía de una pieza de la que no podían asegurarse su infalibilidad. Naturalmente, era necesario afrontar algunos riesgos; la postura del calculador Fromm ante el golpe era uno de ellos y, tal como se verá, no el menos grave.

EL SUSTITUTO DE HITLER

Los conjurados ya habían decidido quién debía ser el nuevo Jefe del Estado una vez que hubiera triunfado el golpe, es decir el hombre que debía sustituir a Hitler al frente de la nación. Esta responsabilidad recaería sobre el general Ludwig Beck. De sesenta y cuatro años de edad, procedía de una familia renana, y había crecido en un ambiente de burguesía católica. Participó en la Primera Guerra Mundial como oficial de Estado Mayor.

Como la mayoría de los conjurados, era un hombre más inclinado hacia la teoría y a la reflexión que hacia la práctica y la acción; los grandes problemas de estrategia político-militar le habían apasionado siempre. Fruto de ello sería la redacción del libro “Instrucción del modo de dirigir las tropas”, resumen de la doctrina del Estado Mayor alemán, una obra que sería atentamente estudiada en los ejércitos extranjeros. Además, Beck tenía una vasta formación intelectual, en la que destacaba su interés por la historia, la filosofía, la economía y el derecho, además de por la música, especialmente la de Bach.

En 1931 Ludwig Beck fue nombrado general, poniéndose al mando de una división de caballería. En 1935 fue designado jefe del Estado Mayor General del Ejército, un puesto desde el que asistió con preocupación a los métodos del nuevo régimen, comprendiendo los peligros que entrañaba la expansión del Tercer Reich. Él era consciente de que la política de Hitler iba a conducir a Alemania a una guerra total que nunca podría ganar. Beck intentó convencer a otros destacados militares de los peligros que aguardaban al país, pero no obtuvo ningún apoyo, lo que le llevó a presentar la dimisión en agosto de 1938 y a abandonar el Ejército poco después. Ya como civil, Beck estableció relaciones con miembros de la oposición, que le llevarían finalmente a involucrarse en el complot para asesinar a Hitler.

La elección de Beck sería la muestra palpable de que las personas encargadas de dirigir el golpe de Estado contra Hitler no eran las más adecuadas para este cometido, como se verá más adelante. Tenía un carácter vacilante, no tenía resonancia entre la tropa y no era dado a tomar resoluciones. Los oficiales que habían estado a sus órdenes se quejaban de que Beck, en lugar de apoyar sus iniciativas, solía disuadirles de cualquier acción emprendedora, interponiendo continuos obstáculos e impedimentos. Si había que intentar derribar el régimen nazi, no hay duda de que Ludwig Beck no era la persona más adecuada para encabezar esa operación.

NUEVOS INTENTOS

Conforme se iban puliendo los planes para llevar a cabo el golpe de Estado, el punto relativo a la eliminación física de Hitler no avanzaba al mismo ritmo. Todos sabían que ésa era la clave de todo el complot, y nadie se atrevía a afrontar ese espinoso y trascendental asunto.

Goerderler, el elegido para el puesto de canciller, aún dudaba si ése era el mejor método para apartar a Hitler del poder. Hubo quien abogó por enviar un regimiento al Cuartel General de Rastenburg y proceder a la detención del dictador, para someterlo después a un juicio público. Otros, como Yorck, creían que debía seguir madurando el plan militar antes de pasar a un hipotético atentado, pero Stauffenberg y Tresckow eran firmes partidarios de actuar de inmediato. Ellos, como militares que eran, sabían que si se esperaba más tiempo la previsible derrota alemana iba a hacer ya inútil cualquier intento de alcanzar el poder. Además, sabían que el golpe de Estado sólo podía tener éxito si Hitler no seguía con vida, puesto que muchos de los mejores oficiales y soldados confiaban todavía en él, sin contar con el juramento de fidelidad.

Al final, Stauffenberg y Tresckow lograron imponer su punto de vista. El atentado contra la vida del Führer se realizaría lo más pronto posible. Con indisimulada desgana, el resto de conjurados aceptó el plan.

El hombre que resultaba el más indicado para atentar contra Hitler era el jefe de la sección de organización del Estado Mayor del Ejército, el general Helmuth Stieff. Él era el único de los conjurados que tenía acceso a las reuniones militares en las que participaba Hitler. En octubre, Tresckow entregó material explosivo de origen inglés a Stauffenberg, que a su vez lo pasó a finales de ese mes a Stieff. Sin embargo, el general no tuvo posibilidad de dejar la bomba en la sala de conversaciones, o al menos eso es lo que comunicó a los participantes en el complot, por lo que ese primer intento se saldó con un fracaso.

Al general Helmut Stieff se le encargó cometer el atentado, pero nunca llegaría a encontrar el momento adecuado para llevarlo a cabo.

Posteriormente, tras el atentado del 20 de julio, Stieff diría a sus interrogadores de la Gestapo que en realidad ni siquiera llegó a intentar depositar la bomba, pues no estaba dispuesto a realizar la acción. No sabemos si Stieff tuvo en algún momento intención real de acabar con Hitler, y si un hipotético intento se abortó por falta de valor o de oportunidad, pero la única verdad es que el atentado previsto no llegó a producirse.

El siguiente que se ofreció a intentar eliminar a Hitler fue el capitán Axel von dem Bussche. Este oficial estaba dispuesto a emprender una misión suicida; con motivo de una visita de Hitler prevista a una exposición en Berlín del nuevo uniforme militar de invierno, Von dem Bussche planeó acercarse al dictador y saltar sobre él encendiendo sus propias ropas, que debían estar previamente cargadas con material explosivo. Sin embargo, la ceremonia de la aprobación del nuevo uniforme a la que debía asistir el Führer fue aplazada en varias ocasiones. Cuando finalmente, en noviembre de 1943, parecía que iba a celebrarse, la línea ferroviaria que debía trasladar a Hitler a Berlín desde Prusia Oriental fue destruida por un bombardeo y la ceremonia se suspendió. Antes de que se fijara una nueva fecha, Von dem Bussche fue trasladado al frente.

Durante las Navidades de 1943 se produjo supuestamente un nuevo intento de atentado, aunque no conocemos ningún detalle del mismo. Al parecer, Stauffenberg avisó al doctor Goerdeler de que todo estuviera dispuesto los días 25, 26 y 27 de diciembre para poner en marcha el golpe de Estado, puesto que la acción se produciría uno de esos días. Algún historiador, aunque sin citar fuentes, ha afirmado que en esa ocasión Stauffenberg acudió con una bomba a la Guarida del Lobo en sustitución de Olbricht, que se fingió enfermo, pero que en el último momento se suspendió la reunión. Este episodio es improbable, aunque lo que es incontrovertible es que nada sucedió. Goerdeler amonestó gravemente a Stauffenberg, pues se había alertado a todo el aparato opositor sin que nada hubiera ocurrido, corriendo el enorme riesgo de que la Gestapo hubiera reparado en esos movimientos.

El resuelto capitán Axel von dem Bussche estaba dispuesto a emprender una misión suicida para asesinar a Hitler.

En enero de 1944, los conspiradores se reunieron para hacer balance de lo conseguido hasta la fecha. Los planes para el golpe de Estado estaban plenamente desarrollados y listos para entrar en acción, pero lo más importante, acabar con Hitler, parecía cada vez más un objetivo irrealizable. Era necesario obtener nuevos explosivos; el coronel Wessel Freytag von Loringhoven afirmó que se esforzaría en conseguirlos [4]. También se habló de que en la próxima visita de Hitler al frente algún oficial le disparase, pero el dictador no tenía intención de efectuar más visitas, quizás temiendo una reacción de este tipo.

Un sonriente Stauffenberg junto a Mertz von Quirnheim, en un momento distendido. Los días tensos llegarían más tarde.

El siguiente plan para atentar contra Hitler se produciría con ocasión de otra ceremonia de presentación de un nuevo uniforme. En este caso el que se encargaría de la acción iba a ser el mariscal Ewald von Kleist. El 11 de febrero de 1944 debía celebrarse el acto, pero fue suspendido.

Ante ese nuevo fracaso, el turno le correspondería a otro oficial, el capitán Von Breitenbuch. Como ayudante del mariscal Busch, le acompañó a una conferencia en el Cuartel General de Rastenburg a la que debía asistir Hitler. Breitenbuch estaba dispuesto a disparar a quemarropa al Führer en mitad de la reunión, pero cuando estaba a punto de entrar en la sala le fue prohibido el paso, pues en el último momento se había decidido celebrarla sin la asistencia de los subalternos.

Naturalmente, la tensión entre los conjurados ya era máxima. Desde hacía varios meses, la orden “Valkiria” parecía inminente, pero aún no había sido posible lanzarla. Como era de prever, tantos preparativos no habían pasado desapercibidos a la Gestapo. Himmler estaba convencido de que había un complot en marcha, pero desconocía el alcance de ese círculo. La prueba es que comunicó sus sospechas al almirante Canaris, creyéndole leal al régimen nazi. Canaris advirtió de inmediato al general Olbricht que la Gestapo ya estaba tras la pista de los conjurados, y Olbricht comunicó la inquietante noticia a Stauffenberg y los demás. Había que actuar de inmediato, ya no se podía perder más tiempo.


  1. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> El coronel barón Von Freytagh-Loringhoven había sido jefe del Abwehr en el Grupo de Ejércitos Centro, del frente oriental, donde el general Von Tresckow era el cerebro de la oposición. A finales de 1943, Von Freytagh-Loringhoven accedió a la jefatura de la sección de sabotaje del servicio central del Abwehr en Berlín, bajo las órdenes del almirante Canaris. Gracias a su cargo, es de suponer que pudo interesarse sin despertar sospechas por los explosivos que solían lanzar los ingleses desde el aire con destino a los saboteadores de los territorios ocupados.