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SEGUNDA PARTE

VI

Tiempo atrás: Dana e Ignacio se conocían de vista. A menudo frecuentaban los mismos lugares, tenían conocidos en común, discutían sobre temas parecidos. De vez en cuando, coincidían en un lugar de la ciudad. Se encontraban en una calle y se saludaban con una sonrisa. Intercambiaban algunas frases a la entrada de un cine o en la inauguración de una exposición. Ambos se iban con una sensación de fugacidad que no habrían sabido describir. Sentían -sin pensarlo- que el encuentro había sido de una brevedad hiriente. En una ocasión, ella bajó de un taxi, justo cuando él levantaba la mano en un intento por parar uno entre la vorágine de la circulación. Era un atardecer de otoño y caía una lluvia fina, transparente. Se miraron un instante sin reconocerse: Dana con los ojos fijos en el hombre. La sorpresa fue simultánea. Sonrieron, ignorantes de la alegría de encontrarse. Hay ocasiones en que dejamos pasar una chispa de felicidad, un momento placentero que se nos escapa porque no sabemos identificarlo. Más tarde, cuando ya está lejos, somos capaces de reconocerlo. Lo echamos de menos sin haberlo vivido. Ignacio ocupó el asiento que ella había abandonado haciéndole un gesto de complicidad. Los dos tenían prisa y no se entretuvieron demasiado en hablar, pero el hombre se fue con una extraña sensación. Era consciente de que ocupaba el espacio que ella acababa de dejar libre, donde perduraba el rastro de su perfume. La mujer, no sabía por qué razón, se marchó contenta.

El azar jugaba con sus encuentros. Como no los buscaban, podían pasar meses sin que tuvieran noticias el uno del otro. Inesperadamente, oía el nombre de él pronunciado por alguien que le admiraba. Sin darse cuenta, sumaba la propia admiración a la ajena. Nunca se paraba a analizar el placer que le provocaba tener noticias suyas. No pensaba demasiado en ello. Si quien le mencionaba vertía la dosis de envidia que levantan los triunfadores, se apresuraba a defenderlo. Era una reacción no pensada, surgida de un instinto casi elemental. Ponía un punto de entusiasmo que solía pasar desapercibido incluso para sí misma. ¿Cuántas veces habían comido en un restaurante en días diferentes? ¿En cuántas ocasiones habían pisado las mismas calles en horas distintas? ¿Con cuánta gente se habían encontrado, rostros que formaban parte de un único paisaje? Compartían un universo de referencias, de nombres y de plazas.

Vivir en Palma propiciaba a la vez los encuentros y los desencuentros. Las dimensiones de la ciudad pueden favorecer la coincidencia; tienen también la desproporción de ciertos laberintos, que hacen dar vueltas días y noches a aquellos que quieren encontrarse. Un atardecer, él subía por la escalera de la plaza Mayor, mientras Dana se perdía bajo sus arcos. Los dos escuchaban los violines de unos músicos callejeros. En una ocasión, ella se sentó en el último asiento en la conferencia de un reconocido escritor. Llegaba tarde, con los minutos justos. Él había entrado en la sala media hora antes. Estaba sentado en la tercera fila pero no se volvió para mirarla. Respiraron cien veces el aire salado del mar, en noches veraniegas. Uno en una terraza; la otra desde aquella ventana. El azar se empecinaba en acercarlos sin dejar que coincidieran. La mayoría de las veces, la proximidad era sutil, inexistente en la realidad, puro potencial de un encuentro que se deshace en el aire antes de producirse, porque hay una falta de sincronía que es cuestión de segundos, cuando algunos segundos pueden marcar distancias inmensas.

Mientras tanto, cada uno escribía la vida con renglones torcidos. Los días eran una rueda que los obligaba a tomar partido, a pronunciarse aunque no lo quisieran, empujados por las inercias. Ignacio era abogado de un prestigioso bufete en Palma. Tenía fama de hombre serio, que manejaba las leyes con el rigor de quienes interpretan los secretos. Vivía en un piso en el paseo Mallorca. Tenía una mujer a quien le gustaban los actos sociales, la ópera y el ganchillo. Marta hacía colchas de hilo para relajarse, cuando se cansaba de no hacer nada. Tenían dos hijos que afrontaban la adolescencia con un ímpetu de leones jóvenes, protegidos por una familia bien situada y un padre socialmente casi todopoderoso. Se habían creado un universo de felicidad en minúsculas, que nadie cuestionaba. Eran felices porque tenían que serlo, porque reunían todas las condiciones objetivas y posibles de la felicidad. Miraban el mundo con una cierta prepotencia, convencidos de que nada podía alterar el orden que habían construido. Ignacio y Marta iban al teatro. Saludaban a los conocidos con una inclinación de cabeza o una sonrisa. Él la cogía por los hombros, con un gesto protector. Daban la imagen estereotipada de una pareja sin conflictos. Marta e Ignacio salían a cenar con los amigos. Los dos eran divertidos, ocurrentes; sabían contar el último chisme social o comentar las novedades del panorama político. Simulaban una complicidad que sólo existía de puertas afuera, o de puertas adentro cuando hablaban de los hijos, pero que se desvanecía entre las sábanas. Ignacio y Marta tenían una casa en la montaña, en la ladera de la serra Nord, donde pasaban los fines de semana. Él conducía un inmenso coche; a ella no le gustaba la cocina; prefería los restaurantes. Viajaban a menudo, aunque nunca lo hacían solos, porque eran una familia bien avenida y les gustaba recorrer el mundo con sus hijos. El dinero facilitaba la convivencia: no había nunca discusiones, ni planteamientos incómodos. Él tenía que convertirse en un auténtico malabarista para que ella aceptara hacer el amor. Le preparaba almuerzos sibaritas y cenas románticas. A Marta le gustaba la buena comida en la mesa, pero no soportaba las delicias de la carne en la cama. Siempre encontraba la excusa adecuada. Cuando no quedaban pretextos, se abría de piernas e instaba a Ignacio para que acabara de prisa.

Dana trabajaba en la radio. Había estudiado periodismo y presentaba un programa matinal. Entrevistaba a políticos, a artistas y a gente de la farándula. Sabía modular la voz, para que adquiriera todos los registros de los interrogantes. Hacía preguntas afiladas como puntas de acero, suaves como cantos rodados de río, sugerentes o evocadoras. Muchas mañanas, Ignacio se despertaba con ella. Llegó a acostumbrarse, casi sin darse cuenta, como si buscara un rastro amigo. Entre el aroma del café y de las tostadas, se mezclaba el olor a la voz. «¿Cómo puede oler la voz de una mujer?», se preguntaba a menudo. Cuando la escuchaba, recordaba su rostro, y nunca se extrañó, porque evocarla formaba parte de los rituales del día. Oírla a primera hora le ponía de buen humor. Se esforzaba en intuir el estado de ánimo a través de la voz. Buscaba coincidencias con las propias oscilaciones anímicas. Si la mañana era inclemente, cuando las nubes formaban una telaraña gris, encontraba en ella ecos de lluvia. Si lucía el sol, la imaginaba de color azul.

En la milimetrada vida de Ignacio no había ni un espacio. Acaso, aquellos minutos de la mañana con la radio encendida. Era sólo una vaga presencia que no llegaba a adoptar forma real. Podrían haber continuado siempre así, tan cerca y a la vez tan lejos. Sin impaciencia ni añoranza. El azar habría perpetuado el juego de encuentros que apenas se esbozan, que mueren antes de nacer, cuando los cuerpos se cierran a la insistencia de los demás y las almas se doblegan a los embates de los vientos.

En la tranquila existencia de Dana no había lugar para Ignacio. Tenía un trabajo que le gustaba, conocidos con quienes se encontraba para ir al cine, y una pareja provisional con todos los matices de lo que es transitorio. Amadeo era un músico despreocupado, poco brillante. Supo que no era un genio al poco de conocerle, apenas disipados los efluvios del entusiasmo inicial. Durante los primeros meses, creyó que había descubierto al compositor incomprendido por el mundo, a quien ella haría recobrar la confianza en su propia creación.

Vivió una fase de redentora que no duró demasiado; sólo el tiempo justo que necesitó para comprobar dos cosas: primero, que es fácil confundir a un hombre estrafalario con un hombre genial (los límites entre la rareza y la singularidad a menudo son difusos, sobre todo si la pasión los diluye); segundo, que nadie cambia a nadie. Esto último fue más difícil de asimilar, porque había vivido convencida de que ella, y sólo ella -la lúcida, la comprensiva, la enamorada-, conseguiría hacer surgir toda la capacidad artística que había en Amadeo. Aquella creatividad sofocada por el pragmatismo de los demás, mortecina por la indiferencia de quienes rodeaban al artista que ella había sabido reconocer.

En un proceso irreversible, se dio cuenta de que los silencios artísticos de Amadeo eran simple pereza. Descubrió que las crisis, que había identificado con el espíritu inquieto del creador, sólo eran falta de imaginación e incapacidad de esfuerzo. Entendió que la cólera contra el mundo ocultaba la desidia de enfrentarse a él. Lo fue comprendiendo poco a poco, mientras acumulaba pequeñas decepciones que no le provocaban gran dolor. Tan sólo una sensación de tristeza que se desvanecía de prisa, como se van las gotas de lluvia cuando el parabrisas limpia el cristal de un automóvil. El desencanto suele ser producto de una suma de minúsculas desilusiones. Habría querido que él fuese el hombre que había imaginado, pero no lo era. Sin protestas, aprendió a aceptarle. Un día, apareció la certeza de final anticipado. La relación con Amadeo parecía feliz, pero sabía que tenía una fecha de caducidad que alguien había escrito en un calendario secreto.

Se acostumbró a vivir con aquella certeza. Cuando se conocieron, había deseado un amor eterno. El era tan vulgar como todos los amantes. Pronto supo que la eternidad pende de un hilo, que está hecha de materia quebradiza. Le gustaban sus cabellos, la forma que tenía de sonreír, de hablar de música, de abrazarla. Amaba su entusiasmo y sus debilidades; sensaciones que fueron perdiendo consistencia cuando se conocieron. Compartir las sábanas, la cuenta corriente y el lavabo puede iluminar cualquier ceguera. Pero jamás se precipitaba: era cauta, paciente. Confiaba en los propios proyectos, en la apuesta hecha. Al mismo tiempo, una lucidez incómoda le decía que no había nada que hacer, que aquel hombre era un fraude. Se aficionó a vivir a medio camino entre lo que pasaba y lo que sabía. ¿Por qué tenía que precipitarse si el tiempo pone el mundo en su lugar? Los días volaban, mientras sentía a Amadeo cada vez más lejano.

En su relación, todo era provisional: vivían en un piso de alquiler, tenían los libros separados, pocos amigos comunes, ningún proyecto. No se paraban a analizar aquella sensación de inestabilidad, seguramente porque era la única forma que tenían de perdurar como pareja. Vivían el día a día con calma: él en un estado de inconsciencia absoluta que se podría haber confundido con el letargo. Dana, segura de que no había futuro, aun cuando era incapaz de cortar las últimas ligaduras. Había restos de vida compartida, recuerdos inoportunos, hábitos creados sin quererlo, migajas de pasado y costumbres presentes que formaban un tejido que disfrazaba las situaciones, que las hacía simples. Rodeados de una inmensa telaraña de cotidianeidad y rutinas, malvivían juntos. En la radio, ella había encontrado un buen refugio. La música jamás fue mejor excusa para desaparecer del mundo. La dependencia puede disfrazarse de confort, de «ya hablaremos», de engaños bien urdidos y falsas alegrías.

En las ciudades, la vida transcurre de prisa. Extraña paradoja: el presente, que vuela, se convierte en una especie de somnífero de voluntades. Si tenemos que atender muchas obligaciones inmediatas, no hay demasiado tiempo para entretenerse en cuestiones que afectan al futuro. Aunque sea el propio. Cuando alguien no sabe cómo pagará el recibo de la luz, por ejemplo, no reflexiona sobre la conveniencia de iluminar el mundo. La inmediatez se traga el intento de gesta futura. La suma de pequeñas urgencias hace desaparecer cualquier necesidad más lejana. Lo que puede aplazarse pasa siempre a un segundo nivel. Ignacio estaba acostumbrado a reducir la vida a una serie de obligaciones que se esforzaba en entender como placeres. Por una parte, el trabajo del despacho; por otra, los viajes, las relaciones sociales, la familia. Dana había optado por simplificar la jornada, dividida entre la radio y un abanico de hechos casi insignificantes, pero que le resultaban entretenidos. Los dos vivían a su aire.

Hasta que llegó aquel invierno. No recordaban haber vivido unos meses tan fríos. Ignacio miraba el cielo con gesto serio. Pensaba demasiado a menudo en su niñez: recordaba la insistencia de la lluvia, las miradas de los padres todavía jóvenes. En las calles, la lluvia formaba de nuevo charcos de una superficie gris. La gente se levantaba los cuellos de las chaquetas; volaban por el suelo gorros, bufandas, paraguas que el viento se llevaba lejos. Los cristales de los cafés se empañaban con el aliento de los que buscaban refugio. Las aceras estaban llenas de gente apresurada que quería escapar de los malos vientos.

El invierno invita a recluirse. En un movimiento instintivo, el cuerpo y la vida se ocultan como un caracol dentro de su concha. Una cierta quietud, aunque sólo sea aparente, se impone. En aquellos fríos días se encontraron. Un suave rayo de luz entraba por la ventana del edificio de la radio. El director le hizo una propuesta: resultaría atractivo iniciar una serie de programas sobre temas de derecho al alcance de un amplio público. Se trataba de buscar a un experto en leyes, alguien de reconocido prestigio, que se atreviera a hablar por la línea abierta al exterior. Cualquier oyente podría entrar en antena y preguntarle. Ella tendría que ser lo bastante hábil para moderar el tono de la conversación, el tiempo de las respuestas, las intervenciones del público. Cuando le dijeron que Ignacio sería el protagonista, no sintió extrañeza. El invierno, por fin, le traía algo diferente.

– ¿Os conocíais? -les preguntó el director, en la primera reunión de trabajo.

– Claro -contestaron los dos con una sonrisa.

– Es un abogado muy conocido -matizó ella-. Hay quien dice que algo peligroso -se atrevió a añadir.

– Si alguien te ha dicho eso, te engaña -respondió él con un punto de vanidad en la voz-. Yo te conocía. Claro. Creo que hemos coincidido en algunas ocasiones.

– Es fácil encontrarse en una ciudad como ésta, sobre todo si te mueves por los mismos círculos.

– La verdad es que conocía más tu voz. Me despierto con ella todas las mañanas.

– ¿Ah, sí? -Sintió una alegría infantil, sin justificaciones-. Me gusta saberlo.

– Me ilusiona convertirme en colaborador tuyo. No lo habría imaginado antes. Mi vida transcurre por caminos que no tienen demasiado que ver con la radio. Puede ser una buena experiencia, aunque no sé si seré un buen divulgador de leyes.

– Seguro que sí. Yo estoy encantada, y estoy segura de que la audiencia también.

– Es un proyecto interesante.

– Ignacio tiene una agenda muy llena. No ha sido sencillo convencerle para que dé este paso. Me enorgullece decir que lo he conseguido. -El director sonreía, sentado entre los dos.

Todo fue formal, correcto. El era un hombre educado, que sabía guardar las formas con exquisitez. Dana tenía un carácter más impulsivo, aunque se esforzara en controlarlo. Volvieron a sonreír antes de despedirse, porque, naturalmente, él llegaba tarde a algún sitio. Desde una ventana del estudio de grabación, le vio marcharse. De espaldas, los hombros inclinados, la figura alejándose por la calle. Le siguió con la mirada, hasta que se confundió con los coches y los demás peatones.

Empezó un período confuso. Cuando en el transcurso del tiempo lo recordaba, le resultaba difícil establecer los límites de un principio y de un final. Hay historias que no sabemos cuándo empiezan. Quizá nos atreveríamos a poner una fecha de inicio, pero lo haríamos con todas las reservas del mundo. ¿Fue en aquella reunión en la sala de redactores de la radio? ¿O fue al día siguiente, cuando Ignacio la llamó para concretar algunos detalles sin importancia? ¿El día de la emisión del programa? ¿Tal vez cada una de las semanas siguientes, cuando se encontraban en el estudio de grabación, siempre a la misma hora? Probablemente habría tenido que ir mucho más atrás, situarse en una época remota, cuando no sabían apenas nada el uno del otro. Ignorar no significa no imaginar.

En un rincón de su corazón empezó a nacer la impaciencia, la curiosidad, el deseo de verle. Se mezclaban sentimientos distintos: las ganas de escucharle, de contarle su vida, de hacerle partícipe de cualquier tontería. El misterio y el abismo. Todo se despertó con lentitud. Del mismo modo que crecen los miedos, crecen los amores. Pueden hacerse grandes, inmensos. Hay quien cree que ha querido, hasta que descubre la profundidad exacta de un sentimiento. Entonces comprende que no hay comparaciones posibles. Es como un niño que estrena la vida, que no sabe nada, al que todo le resulta nuevo. Amar puede ser doloroso y placentero. Nadie sabría medir las dosis ni las proporciones. ¿Cuántos instantes felices por cuántos siglos de padecimiento? Siempre percibimos que el dolor dura más, que tiene una mayor intensidad. La alegría, en cambio, se nos escapa. ¡Con qué terrible facilidad se deshace entre las manos que querrían aprisionarla! Cuesta vivir el amor cuando se juega la partida con todas las cartas.

Fue un día cualquiera. Las historias empiezan siempre en un momento que parece repetido, pero casual. Habríamos querido que fuera un instante único, incluso lo llegamos a creer, porque la trascendencia se la añadimos en el recuerdo. La memoria viste el pasado. Cuando vivimos, es suficiente el afán de vivir. Ignacio tenía una existencia controlada, sujetaba las riendas con firmeza. Dana observaba el mundo con la actitud de una mujer segura. Era una mañana todavía fría, pero lucía el sol. El aire creaba una falsa ilusión de invierno que se acaba.

Se miraron a los ojos. Fue una mirada larga, silenciosa. La conversación había ido muriendo despacio, con una cierta pereza por languidecer. Se observaban calladamente en un intento por contener el impulso de expresar ideas inútiles. Es difícil encontrar las palabras si sabemos que servirán de poco. Hay urgencias que no se pueden describir; las ganas de acercarse a alguien cuando no hay razones que justifiquen esa proximidad. Ellos siempre encontraban argumentos: excusas que favorecieran prolongar la situación. En cada encuentro, se repetía el deseo de hacer desaparecer el resto del mundo.

Estaban sentados en un banco. Lejos, se dibujaba la línea azul del mar. No había mucha gente paseando a aquella hora. No sabían si estaban solos, pero tenían esa sensación. El uno junto al otro, en aquel pequeño universo que era un banco en el paseo. «¿Hacía frío? -se preguntó después-. ¿O era aquel escalofrío el anticipo del amor?» Hay miradas que duran una eternidad. El tiempo se para cuando no lo esperamos. Nos habíamos acostumbrado a su rueda y la quietud nos produce cierto vértigo. Antes, Ignacio había llamado a su secretaria para que retrasara una cita que tenía a primera hora de la tarde. Fue un acto inusual en un hombre metódico. Comieron en un restaurante que tenía ventanas abiertas a la luz. No le había dicho nada a Amadeo, que había cambiado el ritmo del día, que dormía cuando lucía el sol y estaba despierto hasta la madrugada. Se habían observado con la avidez con la que se contempla lo que se desea, como se miran las frutas más jugosas en un puesto del mercado, cuando quema el sol. Dana tenía las manos pequeñas, los movimientos nerviosos. Ignacio apoyaba sus largos dedos sobre la mesa. Habría sido sencillo unirlas; lo pensaron en silencio, aunque no lo dijeron.

Hay escenas que se graban en la memoria. Hay instantes que no tienen una duración real, porque el pensamiento vuelve a ellos mil veces. Del mismo modo que olvidamos momentos que hemos vivido, también recordamos episodios fugaces. No es una cuestión de tiempo, sino de intensidades. Desde Roma, ella había regresado a menudo a aquella tarde. La recordaba en pasado y en presente. Matilde le decía siempre que tenía que plantarle cara: «Cuando puedas recordar sin miedo, serás completamente libre.»

Ignacio pensaba por la noche, antes de dormirse, cuando las defensas perdían posiciones. En un estado próximo al letargo, cerraba los ojos. La imagen de ella se perfilaba con nitidez. Aparecían los gestos, la forma de inclinar la cabeza, los ojos. Era incapaz de evocarla serenamente, con la placidez de las historias que forman parte del pasado. Pensaba en ella con dolor, mientras el sueño se desvanecía. Se decía que la vida es ir encontrando gente, personas que incorporamos a la existencia. Aportamos deseo y energía. Nos gustaría que nos acompañaran siempre, que estuvieran a nuestro lado. Poco a poco, se impone la pérdida. Aquellas presencias se borran de nuestro panorama vital. Algunas se van sin quererlo, cuando la muerte se las lleva. Otras se van porque deciden dejarnos. A veces, parten si nosotros las echamos, desterrándolas. Cada persona que nos ha importado es como una estación de tren. Querríamos quedarnos, abandonar el camino, pero la vida nos impone una rueda absurda. Continuamos la ruta hacia otra estación, con la esperanza de que sea la definitiva. No suele serlo, y acumulamos el desencanto, la añoranza.

En el banco del paseo, había una tenue luz. Se besaron, unos labios recorriendo otros labios. Percibía cada parte de su cuerpo, que se despertaba. Las manos de él tomaron las manos de ella. Eran tímidas caricias. La piel revivía una sensación de recuperada adolescencia, el afán del descubrimiento, la prisa con la calma; la impaciencia por conocer al otro, el descanso de sentirse en puerto seguro. No supieron cuánto tiempo había pasado. Lo único cierto era que la vida jamás volvería a ser como antes: todo era distinto, la piel que acariciaban y el aire, sus labios y el cielo.

VII

El segundo marido de Matilde era camionero. Cuando le conoció, admiraba su pericia al volante. Le costaba creer que un hombre solo pudiera mover aquella inmensa mole, que se asemejaba a la cola de un dragón. Ella siempre había imaginado que los dragones eran criaturas monstruosas, que escupían llamas por la boca. Por un instante, le vio como a un príncipe que se enfrenta al monstruo para salvar a una princesa. A pesar de su experiencia, Matilde aún creía en la existencia de un príncipe de cuento que, oculto tras cualquier disfraz, acudiría a rescatarla de una existencia de luto. En aquella época, ya no iba vestida de negro. Conservaba la gracia, el movimiento de la cintura, la viveza de los brazos.

Joaquín, el primer marido, había tenido una muerte absurda. «¿Cómo puede ser tan extravagante la muerte?», se preguntaba. Después de haber soñado mil veces que le clavaba un estilete en el corazón, perdió la vida en un accidente doméstico, se atrevería a decir que ridículo. Fue una mañana en la ducha. Se había levantado temprano. Silencioso, fue al lavabo. Con el tiempo, Matilde había intentado recordar las últimas frases que le dijo. Resultaba una importante tarea de concentración, porque sólo conseguía imaginárselo callado, con el gesto de hombre de pocas palabras. La noche anterior, durante la cena, le habló un par de veces: «Esta sopa se ha enfriado», le dijo. Un rato más tarde, añadió: «Quiero ver el fútbol y acostarme temprano.» Ninguna de las dos intervenciones de Joaquín daba demasiado juego al deseo evocador de ella, aunque pusiera la mejor voluntad. Entonces acudían a su pensamiento una sarta de expresiones similares, palabras de corto vuelo, que le dejaban la piel tan fría como el corazón.

Joaquín resbaló en la ducha, rodeado de aromas de jabón perfumado. Se torció el pie y se cayó arrastrando consigo la cortina, el armario pequeño, la mitad del lavabo. Alguien le contó que se había golpeado la cabeza: una muerte fulminante. Le dolió que, con la caída, hubiera tirado la botella de colonia que ella guardaba para los días de fiesta. No había podido recuperar ni una gota, derramada inútilmente toda la fragancia por el suelo. Incluso al morirse, el hombre le había hecho la puñeta. Al principio, se sintió aliviada. No le invadió un sentimiento de liberación absoluto, como había imaginado, sino una sensación de descanso. El agotamiento de vivir, que había resultado muy duro soportar, era sustituido por una paz grata. Aun así, lamentó la forma en que murió. Estaba convencida de que Joaquín se merecía la muerte, pero una muerte digna.

– Yo había imaginado para ti otra cosa, Quim, te lo aseguro -murmuraba de pie, con el ademán de viuda entristecida, ante el cuerpo del difunto-. Nunca habría querido que te marcharas de este mundo de una forma tan ridícula, poco digna de ser recordada. Suerte que no hemos tenido hijos, porque se me haría muy difícil contarles a los nietos tu final. ¿Con qué tono de voz podría decirles que el abuelo se fue al cielo desde la bañera? La vida gasta bromas pesadas. Yo había elegido tu muerte: una muerte de novela, de aquellas que la gente cuenta. Había comprado para ti el estilete de un conde. ¡Qué le vamos a hacer! Me duele de verdad, aunque nunca habría creído que fuera posible sentir esta pena.

Matilde se vistió de negro. Se dedicó a vaciar armarios y cajones. Quería borrar cualquier rastro del hombre que se había ido. A lo largo de muchos días, le resultó difícil entrar en el baño. Abría la puerta con un gesto decidido, que trataba de vencer la propia indecisión. Pasaba sin mirar al suelo. Desde el temor, no podía liberarse de una falsa percepción que vivía como cierta: veía la sombra de Joaquín marcada en las baldosas. Con la caída, creía que el cuerpo había dejado una huella de sudor en el suelo. Adivinaba las formas difuminadas pero exactas. Le daba miedo reconocerle todavía tan próximo. Haciendo un considerable esfuerzo, se apresuraba a fregar el suelo; añadía lejía y detergentes mientras cerraba los ojos para no ver el contorno de su rostro.

Desmontó el piso en poco tiempo. Pintó las paredes de un ocre vivo que le recordaba la luz del sol. Cambió el sofá de la sala y la distribución de los muebles del comedor. María le regaló una lámpara que había bordado con sus iniciales durante las horas perdidas que le dejaba el puesto del mercado. Ella se ponía un alfiler con una perla en la solapa del abrigo, iba a la peluquería, sonreía por dentro. Las otras sonrisas le habrían parecido una falta de respeto al muerto.

Fue a visitar a Joaquín al cementerio. No había vuelto desde que le enterraron, una mañana sombría de nubes y de incredulidad. Le llevaba un ramo de clavelinas que había comprado en las Ramblas. Andaba decidida, con una determinación que le salvaba de los miedos. En el bolsillo, guardaba el estilete de aquel conde que tenía el alma negra. No quiso que nadie la acompañara: ni las vecinas, que se ofrecieron con insistencia, ni la propia María, que pretendía cerrar el puesto para escoltarla hasta la tumba. Fue temprano, porque buscaba la soledad. Tuvo que recorrer un laberinto de caminos, todos con edificaciones mortuorias. Había mucha piedra y poco verde. Corría el aire de la mañana y notaba una brisa amable en las mejillas. Era un itinerario de sombras, a pesar de la luz. Cuando llegó a la tumba donde reposaba Joaquín, respiró profundamente.

– Moriste por sorpresa -le dijo-. Tú, que nunca me sorprendías. Había llegado a adivinar tus reacciones, y ya las padecía antes de vivirlas. Fueron muchos años de vivir a tu lado, Quim, de oírte respirar por la noche, de escucharte los silencios. También fueron muchos días de imaginar una muerte diferente. No sé si tendría que llorar por ti. Me cuesta llorar, pero todos los muertos se merecen las lágrimas de alguien que se queda en el mundo cuando ellos ya se van. Sólo por esta razón, porque no te quiero menospreciar y quiero que seas como los demás muertos, me gustaría llorarte. Aun así, me resulta difícil. No sé lo que me pasa. ¿Será que ya te he llorado muchas veces, en estos años? Es como si ya hubiera vivido muchas muertes tuyas, como si las hubiera ido padeciendo lentamente. Hace tiempo, se murió el adolescente que me sacó a bailar, una noche de San Juan. Se marchó de mi recuerdo, y su presencia se fundió con una nueva que eras también tú, transformado en otro hombre. ¡Cómo nos cambia la vida! Lloré por cada uno de aquellos bailes nuestros, por las horas felices, por el joven que amé. Ahora estás muerto, así de sencillo. Repetirlo me tranquiliza. Desde que tú no estás, he recuperado el espacio y la vida. No te gustará saberlo, pero las cosas no son siempre como querríamos. He venido a pedirte que te marches de las baldosas del baño, de casa. Sé que lo haces para molestarme. Sientes un curioso placer con mis miedos. Tendría que haberlo sabido: hay situaciones que no cambian ni con la muerte. He puesto los mejores detergentes, los que anuncian por televisión. No he ahorrado ni trabajos ni dineros, y tú sabes que tengo el bolsillo vacío. Haz un esfuerzo, hombre, y márchate de una vez por todas. Mira: te he traído el estilete de un conde que murió asesinado. Tuvo una muerte de novela. He pensado que te haría compañía. Lo ocultaré cerca de la losa donde reposas. El conde murió con un estilete; tú, pobre, moriste en la bañera. No se lo contaré a nadie, y la gente ni se acordará; ya sabes que la gente lo olvida casi todo. Te ha tocado una muerte algo triste, pero callaré para siempre. Te lo prometo.

Matilde fue superándolo. María le llevaba caldo y todas las noches cenaba, junto al brasero de la cocina. La casa, pintada de amarillo, contagiaba una alegría un poco llamativa, que le resultaba grata. Poco a poco, fue conquistando los espacios. Primero, el pasillo, después, toda la cama. Era un placer estirar una pierna con cierta timidez y encontrar las sábanas de algodón, un espacio blanco que no calentaba otro cuerpo. La tibieza de la cama no era el resultado de la mezcla de dos cuerpos que respiraban cerca, sino que le pertenecía por entero. Podía refugiarse en ella sin miedo. La última conquista fue el baño: la sombra de Joaquín se borró de las baldosas. Entonces decidió llevar faldas grises y blusas blancas. Cuando salía a la ventana para hablar con las vecinas, se remangaba hasta los codos. El aire y las voces entraban a través de las persianas abiertas. Alguien le daba una receta de cocina, el último chisme de la calle o la letra de un bolero de moda. Escuchaba, atenta, mientras dejaba que las conversaciones le llenaran la casa de palabras. Si subía a la azotea a tender la ropa, el viento de la mañana movía las sábanas. Le gustaba verlas volar, mecidas por la brisa, mientras adquirían formas extrañas. Aprendió a no hacerse preguntas. Lo único que le importaba era recuperar la calma.

Desde la ventana, una vecina contó un chiste. Se le escapó una carcajada. Era una risa fresca, como salida del agua del mar. Le dio algo de vergüenza haberse dejado llevar, abandonarse a la vida. Enmudeció, pendiente de la reacción de las otras mujeres. Nadie dijo nada; no hubo comentarlos burlones. La conversación continuaba con más chistes, y ella se rió de nuevo.

Meses después conoció a Justo, el camionero. Se encontraron un sábado en el mercado, a primera hora de la mañana. El hombre estaba sentado en un taburete, en la barra del bar, y bebía algo de color oscuro. Cuando la vio pasar -la falda descubriendo la redondez de las rodillas-, hizo una ligera inclinación de cabeza. Matilde continuó andando como si no le viera, aun cuando se sentía contenta. Avanzó hasta el puesto de venta de María con una sonrisa en los labios. La otra exclamó, al verla:

– ¡Matilde, la expresión de tu cara es como si tuvieses dieciséis años!

– ¿Qué dices, mujer?

– Te lo aseguro. Te he visto llegar y ha sido como si el tiempo me gastara una broma. Me has parecido la muchacha que conocí en el barrio.

– Ya me gustaría… pero han pasado muchas cosas, mucho tiempo.

– Claro. Pero hoy tienes la misma mirada de antaño. ¡Ay!, me haces sentir joven a mí también. La verdad es que -bajó el tono de voz- la muerte de Joaquín te ha quitado años.

– Sí, el pobre. Lo único que todavía no he podido aceptar es que tuviese un final tan triste.

– Déjalo correr. Cada cual tiene el final que se merece… No sé cómo explicarlo. Además, ahora hay que tener pensamientos alegres.

– En el fondo, me das envidia. Lo tengo que reconocer, María.

– ¿Envidia, yo? ¿Y de qué?

– Siempre has amado a ese zoquete de Antonio. No entendí por qué te casabas con él, debe de tener lo bueno escondido.

– Antonio es un hombre cabal. Sabes que no me gusta que te metas con él.

– Si lo digo de verdad, mujer. Tú, tan poquita cosa en el barrio, y tan feliz en la casa.

El interés por Justo debió de ser una consecuencia de aquella infantil envidia por la felicidad de la otra. Nunca se había parado a analizar la satisfacción de vivir que ocultaban los ojos de su amiga. Durante años, le pareció incomprensible, casi fuera de lugar. Muerto Joaquín, se preguntaba qué fórmula mágica había encontrado. ¿Dónde estaba la combinación de elementos que habían hecho posible el prodigio? María no era ni más hábil ni más lista que ella. Era una mujer sencilla que vivía satisfecha con su suerte. De pronto pensó que ése debía de ser el secreto. Lo único que hacía falta era pactar con la vida. Amoldar los huesos y los pensamientos a las situaciones que nos salen al encuentro. No protagonizar absurdos actos de rebelión solitaria contra un destino que no se puede cambiar. Ella nunca se había conformado con su suerte: se atrevía a soñar lo que no era posible, a reinventar el mundo. Ésa debía de ser la llave de la insatisfacción. Si observaba los gestos mesurados de la otra, su sonrisa tranquila, sentía el deseo de ocupar su lugar. Cuando las cosas pequeñas tienen todo el protagonismo, la existencia debe de ser muy dulce. El mundo es duro mientras intentamos entenderlo, en un ejercicio de insistencia continuada. Matilde nunca había dejado que la vida siguiera sus ritmos sin impacientarse. Había pretendido intervenir, tomar parte activa en lo que consideraba importante. Había vivido a la espera, tensa. Era arisca como una roca.

María, en cambio, estaba hecha de una materia líquida que fluía como el agua de un río. No se daba con los salientes de las rocas, ni miraba atrás con el deseo de regresar. En el puesto del mercado, el sol caía sobre ella, que se movía ligera entre las cajas de verdura. Al iluminarla, le brillaba la frente, húmeda de sudor. La luz la hacía alta, fuerte. Le daba una viveza en los gestos que no concordaba con sus ademanes habituales, de persona algo apocada. Matilde contemplaba la expresión de mujer segura dentro de sus propios límites. Seguía el cuidado que ponía en cualquier sutileza, el interés por las peticiones de quienes se le acercaban. En aquel lugar y a aquella hora, para María no existía nada más. Todo el universo se concentraba en un pequeño espacio. No se hacía preguntas ni se impacientaba. Con la respiración tranquila, pese a la actividad de la mañana, actuaba sin prisas. Se dejaba llevar como si fuera una melodía que suena en la radio y que nos persigue por las calles; o el silbido de un tren que recorre un camino de vías paralelas, lejanas.

Hay gente que tiene un físico poco transparente, personas que no muestran a los demás cómo son ni qué gustos tienen. Nadie adivinaría a qué se dedican. Si miras su expresión, la forma de su cuerpo, sus gestos, no encuentras ninguna pista fiable que te permita deducir en qué actividades centran su energía. Huyen de los estereotipos sin haberlo elegido. No llevan un cartel en la frente que diga quiénes son o qué hacen. Justo no parecía un camionero. Antes de conocerle, Matilde pensaba que los camioneros eran robustos, cuadrados de hombros, con una voz grave que recordaba los sonidos de un saxo. El era menudo y esbelto. Pronunciaba las palabras con un tono de voz aflautada, a veces muy suave, a menudo un poco estridente. No tenía grandes obsesiones, pero sí pequeñas manías. Le gustaba llevar las uñas y los zapatos relucientes. Se dormía mirando la televisión o con la radio pegada a la oreja. Contaba siempre los mismos chistes que le hacían reír a carcajadas. En la cabina del camión, parecía una ratita. En cambio, cuando ponía en marcha los motores, todos sus miembros se tensaban. Era como si creciera, aguzara la vista, y se preparara para comerse la carretera. Le gustaba conducir: recorrer kilómetros de asfalto con la mirada fija en el cristal, como si persiguiera el horizonte.

Había nacido en un pueblo de Andalucía del que no tenía memoria. No recordaba sus olores. Cuando todavía era niño, sus padres emigraron a Mallorca. Tuvo una infancia dura, llena de dificultades y de escasez. Su padre trabajaba en la construcción y llevaba las manos siempre manchadas de cemento. Recordaba todavía el tacto áspero, casi de piedra, la palma en su mejilla dejando un rastro de ceniza. Era un niño frágil, que tenía los huesos menudos y la agilidad de los gatos. Odiaba aquellas uñas sucias. Tampoco soportaba las zapatillas que se ponía su padre para ir a la obra. Eran unas deportivas viejas que le había regalado un vecino caritativo. Los cordones tenían una mezcla de tonalidades marrones. Todas las noches quedaban en la puerta del excusado en medio del pasillo. Él las miraba como quien contempla dos barcas que van a la deriva. Pasaba de puntillas y fruncía la nariz, convencido de que los restos de los escombros olían mal. Nunca se atrevió a contárselo a nadie: ni al padre, ni a la madre, ni a los amigos, porque sabía que se burlarían de él, de aquel miedo. En el camión, el mundo se hacía diminuto para que él pudiera volar. La isla se transformaba en un itinerario abierto. Al volante, se sentía pletórico de fuerza. Cuando conoció a Matilde, estaba harto de pasar las noches solo.

El mercado se convirtió en un punto de encuentro. Todos los sábados, muy temprano, Matilde salía de casa. Se había dejado contagiar por el color de las paredes. Se vestía con ropa de tonalidades intensas, que le recordaban el buen tiempo, devolviéndola a las horas felices. Cerraba la puerta bajo siete llaves. Andaba unos pocos metros hasta la parada del autobús. A menudo encontraba un asiento que le permitía observar desde la ventanilla las calles de la ciudad. Recorría siempre la misma ruta de plazas y avenidas. Contemplaba las fachadas de los edificios, el trasiego de la gente, la luz. Sin quererlo, había recuperado una sensación antigua, acallada desde hacía muchos años. Volvía a sentir la impaciencia, las ganas de llegar al mercado, el deseo de ver ajusto, que le esperaba subido a un taburete, con un vaso en la mano. Aquella prisa le alegraba la vida. El desasosiego que sentía antes de que el autobús girara en la última esquina era un sorbo de la adolescencia lejana, recobrada milagrosamente.

– El amor rejuvenece -aseguraba María cuando la veía llegar.

– El amor nos hace ridículos -le respondía ella, avergonzada por lo que estaba viviendo.

– No te niegues a vivir -le aconsejaba la otra, mientras metía las manos en un cesto de tomates maduros.

– La vida es muy complicada -murmuraba Matilde, con el pensamiento perdido.

– Te gusta complicártela. Déjate llevar por el presente, mujer, que las cosas son más sencillas de lo que piensas.

Matilde la escuchaba con una mezcla de admiración y sorpresa. Pensaba que habría querido ser como ella, capaz de arrinconar las preguntas en un oscuro lugar. Igual que tiramos los objetos inútiles, que los guardamos en el fondo de un armario donde nunca volveremos a buscarlos, deseaba alejar las dudas. Miraba el cielo y lo veía muy azul, muy claro. Tenía la sensación de que habían desaparecido todos los inviernos de la tierra; se proponía no volver a recordar los días lluviosos. Andaba hasta el bar donde le esperaba Justo. Al verla llegar, se levantaba del taburete. Le sonreía. Vencían la timidez, se preguntaban si habían dicho la palabra oportuna, hecho el gesto apropiado.

Se paseaban por el mercado. Iban del brazo: él con los zapatos y la sonrisa relucientes; Matilde, con una falda de percal que dibujaba diminutas flores, como si llevara una primavera esparcida por la ropa. Se miraban, todavía sin acabar de creer que se hubieran encontrado. Ajusto le gustaba hablar. Le describía las rutas que había hecho el camión durante la semana. Le decía que, cuando conducía por la noche, se acordaba de sus ojos. Matilde recibía las palabras como un regalo.

Aunque andaba de puntillas, como si fuera un bailarín, Justo le llegaba a los hombros. Tenía la cintura más esbelta que Matilde. Pero a ellos esos detalles no les importaban. Al abrazarse, el mundo se empequeñecía; podían cobijarlo entre los brazos. Se casaron una mañana de sábado, en una iglesia que parecía un jardín. Fueron las cuatro vecinas de toda la vida, media docena de parientes, y María, que lloraba junto a la novia. Antonio le rodeaba los hombros con el brazo. Fue un casamiento alegre, porque alguien contrató a unos músicos callejeros. En el cielo sonaban campanas de boda. Matilde llevaba un vestido con la falda bordada, zapatos sin tacón. El novio, de la alegría, parecía haber crecido un palmo. Hubo un convite de chocolate con ensaimadas que se fundían en la boca. «Soy muy feliz», pensó Matilde, mientras saboreaba el chocolate. «Muy, muy feliz», volvió a repetirse, cuando empezó el baile. «Infinitamente feliz», murmuró antes de dormirse, con el cuerpo rebosando fiesta, en una amplia cama y con el marido muy cerca. En el pelo todavía tenía restos de confeti. La mano de ella se perdió entre las manos de él, que tenía una respiración regular cuando dormía.

Pasaron tres días sin salir de la habitación. La luz, que les llegaba matizada por las cortinas, les indicaba en qué momento se encontraban. Si era el amanecer, si resplandecía el mediodía, si la tarde anunciaba la oscuridad. La exactitud no existía en el paso del tiempo. Lo único real eran las manos que se encontraban en el refugio de las sábanas, los cuerpos felices. Comían fruta y queso, bebían vino tinto. Hablaban. El ansia de palabras que Matilde había acumulado en la convivencia con Joaquín quedaba saciada por Justo. El le contaba cómo se imaginaba el pueblo pequeño y andaluz donde nació. Le decía que viajarían hasta allí. Dibujaba para ella imágenes lejanas de su difícil niñez, imágenes próximas de las rutas con el camión. Las conversaciones del hombre desataban la lengua de Matilde, que se emborrachaba de tiernas palabras, que rescataba recuerdos para contarlos, que reía con la cabeza apoyada en el pecho de él. Las frases que decían los acompañaban. Servían para salvarlos de la soledad de los años pasados. También los dedos trazaban caminos por la piel del otro. Los cuerpos se acoplaban y alejaban el frío.

El cuarto día, después de la boda, Justo se levantó temprano. La noche anterior, había conectado un despertador que los devolvería al mundo de madrugada. Se despertaron como si un enjambre de abejas les zumbara en el oído. Cuando se levantó de la cama lo miró. Por un instante, estuvo a punto de retenerle en aquella habitación, de sábanas revueltas, de olores entremezclándose. Alargó los brazos en una llamada inútil, que él no percibió. Observó cómo se vestía: los anchos pantalones, la camisa de cuadros, un jersey. Le dijo:

– Ponte unas gotas de colonia. Me gusta que huelas bien.

– Sí -respondió Justo.

– Todavía no te has marchado y ya te echo de menos.

Se preguntaba cómo puedes echar de menos a alguien que está a tu lado, de quien sólo imaginas la ausencia, cuando tienes los ojos colmados de él.

– Volveré pronto.

– Sí -dijo ella.

Debe de haber añoranzas que son augurios. Matilde ignoraba que no vería ajusto nunca más.

VIII

Dana ocultaba el rostro bajo un sombrero. El cuerpo, protegido por la fachada, apenas visible respecto a los coches que pasaban, a los peatones que recorrían la acera. Anochecía en Palma, un momento poco propicio para encuentros inoportunos. La gente salía del lugar de trabajo, los comercios empezaban a cerrar, la humedad se reflejaba en las expresiones de muchas caras, tensas después de un día de actividad. Todo el mundo parecía moverse de prisa, con aquella impaciencia de final de jornada, de deseo de regreso al hogar. Era un buen momento para pasar desapercibida. Mientras estaba al acecho, en una esquina mal iluminada -punto estratégico entre las sombras-, observaba los adoquines del suelo. La mirada baja y el corazón encogido, dos sensaciones curiosas. La necesidad de ocultarse a los ojos de los demás era un descubrimiento. En el fondo, le provocaba cierta curiosidad: ahora llevaba dos vidas, paralelas como las líneas que avanzan al unísono pero que nunca se encuentran.

El espíritu curioso dominaba el rechazo. La certeza de no actuar según las propias normas le causaba una aversión que calmaban unas voces interiores, racionalmente tranquilizadoras. No pasaba nada. Vivía una situación que todavía tenía que procesar. «Todo se tiene que asimilar primero, si se quiere llegar a comprender», se repetía. En algún momento, pensaba que había perdido el dominio de la situación, el control de la existencia. A veces, se sentía ridícula. «Tengo un comportamiento de adolescente, quizá tendría que visitar al psiquiatra -se dijo-. No, no hay nada fuera de lugar, vivo una vorágine que, poco a poco, se calmará para que pueda pensar.» Pensar y vivir le parecían, a la sazón, actividades contradictorias. Si se paraba a analizar lo que vivía, surgían incómodos interrogantes. Se le cortaban las alas. Si se limitaba a dejarse llevar por las sensaciones vividas, surgía alguna pregunta que no sabía responder. «Reflexionar y vivir a la vez es muy complicado -pensaba-. Puestos a escoger, prefiero la vida.»

La mirada trazaba una circunferencia. De los adoquines del suelo, que le ocultaban los ojos, a una rápida ojeada hacia un radio más amplio. Tenía que asegurarse de que nadie la veía. Era el reto de la espera: no mirar para que no la miraran, un subterfugio para no llamar la atención quizá demasiado simple. Como si bajar la vista hasta el suelo sirviera para volverse invisible. Al mismo tiempo, mirar para constatar que no la miraban. Un ejercicio de combinación complicado que no siempre salía bien. En alguna ocasión había visto pasar a un conocido muy cerca, casi rozándola. Podría haberle tocado el rostro con la mano. Contenía la respiración, se fijaba todavía más en la cuadrícula de los adoquines -en una observación tan atenta que podría haber calculado el número de aristas-, y, con un movimiento rápido, se ponía los cabellos en forma de cortina delante de la cara. Actuaba como si estuviera absorta en sus pensamientos. Se escondía del mundo, porque todo su mundo estaba concentrado en un hombre.

La espera solía ser breve, pero el tiempo les jugaba malas pasadas. Advirtieron que nunca quiso serles propicio. Se asemejaba a un ovillo. Cuando no estaban juntos, se deshacían kilómetros de cuerda. Era la sensación de la distancia. En sus encuentros, se acortaba. Le percibieron hostil, poco amable.

Estaba el tiempo de espera, que era de desazón; el de la compañía mutua, que les volaba entre las manos. Y el tiempo de la añoranza, que era terrible. Al fin y al cabo, vivían una época de profundas contradicciones.

El coche se paraba en la esquina, donde Dana estaba. Se abría la puerta y ella se metía dentro con una precipitación mal disimulada. Ignacio conducía con ademán imperturbable. Una mano al volante, la otra entre las suyas. Los dos miraban de frente, hundiendo ella el cuerpo en el asiento. Bajito, se decían que se amaban. Eran encuentros semanales. Lo habían decidido, aun cuando les resultara difícil soportar la lejanía. Mientras que los demás días eran grises, los miércoles estaban pintados de rojo en sus corazones. A ella, le parecía que, de miércoles a miércoles, se le iba la vida. Los días grises eran los de la añoranza. Se puede echar de menos desde la lejanía, cuando alguien a quien amamos ha emprendido un largo viaje, cuando sabemos que es imposible verle. Entonces, el recuerdo nos abrasa, pero no nos mata, porque no podemos hacer nada. Tierras y mares entre dos seres que se aman no se pueden combatir. Lo peor es la añoranza desde la proximidad. Se veían en la radio y tenían que sonreírse, saludarse con discreta cordialidad, gastar alguna broma que todo el mundo pudiera oír. En el estudio de grabación, notaba el codo de Ignacio junto a su brazo, pero no se tocaban.

El coche circulaba por una carretera. Hasta que habían salido de la ciudad, estaban al acecho. Con los cuerpos rígidos, sin relajarse, una expresión seria en los ojos. No podían evitar que sus dedos se enlazasen con los dedos del otro. Todos los sentidos concentrados en la piel de dos manos que tenían vida propia. Despacio, relajaban la mente y los cuerpos. Desaparecía la zozobra, conjurada por la mutua presencia. Recordaba una pizarra y un aula. Ella ocupaba uno de los pupitres, muchos años atrás. La pizarra, llena de signos escritos con letra menuda: combinaciones de cifras, decimales, ecuaciones extrañas. Al verlo sentía angustia, como si alguien le oprimiera la garganta, ahogándola. La tiza formaba una nube de polvo que enturbiaba la visión y se adhería a la piel. De pronto, sonaba la campana salvadora. Eran las cinco de la tarde, la hora de recoger. Una mano diestra se apresuraba a limpiar la pizarra. Borraba los signos, hasta que quedaba negra, reluciente. Salía a la calle respirando a fondo, como si la vida, generosa, le concediera una nueva oportunidad.

Todos los miércoles cenaban en el mismo restaurante, cerca del mar. Llegaban temprano, cuando aún no había nadie. De vez en cuando, coincidían con una pareja de extranjeros que se regían por horarios europeos. A menudo estaban solos, compartiendo una sensación de intimidad que agradecían. Era un restaurante familiar, no demasiado grande, donde pronto los conocieron. No fueron necesarias explicaciones, para que los situasen en una mesa estratégica, de espaldas al resto de posibles comensales, protegidos por una tenue luz. Al llegar, una mujer los saludaba con una sonrisa que les gustaba, porque creaba la falacia de atracar en puerto seguro. La hija de la casa sonreía cuando les servía. Vivían un paréntesis convertido en ritual de amor. Comían jamón, gambas, pescado a la sal. Bebían Viña Esmeralda. Brindaban por la vida, por ellos, por el futuro. Se miraban y se sentían seducidos, con aquella capacidad que tienen los amantes de apropiarse del otro: los gestos y las preocupaciones, los deseos y la piel. ¿Qué les importaba el mundo, si el universo eran ellos, en aquel momento? ¿Dónde estaban las limitaciones, los conflictos? Escuchaban el rumor del mar.

Era el momento de los proyectos, la hora de dibujar la vida. Se imaginaban que irían de viaje a tierras remotas. Había arenas del desierto que querían pisar, plazas minúsculas, laberintos de calles. Se paseaban por el bazar de Estambul mercadeando camellos y alfombras de seda. Se trasladaban a Londres para ver el último musical de moda. Se perdían en algún lugar remoto de Asia. Descubrían una iglesia perdida entre montañas. Contemplaban cielos y cometas. Subirían a un avión y el mundo se abriría como la palma de una mano. Desde la pequeñez de aquel restaurante, constantemente idéntico, volaban a rutas lejanas. Eran lugares en donde no tendrían que estar pendientes de la gente, donde podrían recorrer las calles bajo la luz del sol, cogidos del brazo, mirándose sin temor. De los labios de él salía el nombre de muchas geografías. Le contaba qué caminos tendrían que recorrer. Le decía que, en cada uno de aquellos lugares, le repetiría que la amaba.

Quien vive el amor es ciego, mudo, sordo. El amor altera el ritmo de los días. Nos hace creer que estamos en verano cuando caen las lluvias otoñales. Sentimos escalofríos de invierno mientras luce el sol. Es mentiroso y juega a que confiemos en lo imposible. Se dejaban convencer por los halagos del amor, que les hablaba al oído. Ignacio creía que aquella historia era su única razón de vivir. Estaba convencido de que lo echaría todo a rodar por ella. Dana le escuchaba con el corazón embelesado, mientras los recelos desaparecían como las marcas de tiza se borran de una pizarra.

Pensaba que era el hombre más atractivo de la tierra. Ignacio la observaba con deseo. Todos los miércoles salía temprano del despacho, se inventaba excusas poco convincentes, corría a su encuentro. Ella mentía a Amadeo, pero no le preocupaba. Se iba volando, sin mirar atrás. No oía la música que componía, el rostro crispado en la creación. Desconectaba el móvil, se escondía bajo un sombrero, junto a aquella fachada. Cuando reconocía el coche, el corazón le latía como una fiesta. La felicidad nos hace distraídos, egoístas. ¿Quién ha dicho que el egoísmo es una cosa mala? Dana se entusiasmaba con una capacidad desconocida de vivir el presente, de borrar a las personas, de olvidar las cosas, de quererlo todo y no desear compartir nada: ni una partícula del otro, ni una mirada.

Después de haber cenado regresaban al coche. Alguien de la familia, sonriendo, los acompañaba a la puerta. Salían al frío de la noche, con una sensación de intemperie. El mar se hacía presencia real, oscura. Subían al coche como si les diera miedo el aire. Vivían una relación de espacios angostos, de lugares cerrados, protegidos de las miradas curiosas. Ella contemplaba la amplia avenida, bordeada de árboles que se confundían con la sombra de la noche. Le habría gustado pasearse. Coger la mano de Ignacio y caminar bajo el cielo. Dejar que el olor a mar les acariciara la cara. Un deseo muy sencillo puede ser complicado; puede volverse más difícil que escalar una abrupta montaña, o cruzar todos los ríos de la tierra. Sólo quería eso: sentir su brazo sobre los hombros, rodear la cintura del hombre que amaba. Recorrer calles pequeñas o avenidas largas. No tener que esconderse de las miradas de la otra gente. No tener miedo de los ojos que se imaginaba como lanzas, que se convertían en dedos acusadores.

Ignacio conducía el coche hasta un lugar tranquilo de Palma. Una entrada discreta daba a la puerta principal del edificio. Había diferentes zonas de acceso, todas perfectamente controladas. Cuando llegaban, hacía sonar el claxon: con las luces de posición encendidas, esperaban. Podían pasar algunos minutos hasta que un empleado salía para darles paso. Era el tiempo necesario para que la discreción fuera absoluta. A ella, el paréntesis se le hacía muy largo. A veces, cerraba los ojos y se imaginaba un cielo de gaviotas. Un día pensó en el mar abierto. Miraba las matrículas de los otros coches que había en el parking. La mayoría eran marcas de lujo. Inventaba los rostros de las parejas que habían ocupado aquellos vehículos. Cada uno llevaba escrito en la frente un relato de amor clandestino. Se preguntaba si eran amores perversos o inocentes, de los que nos encontramos sin querer, cuando ya es imposible escaparnos. En todo caso, historias prohibidas.

Andaban por un pasillo enmoquetado con una alfombra oscura. El mundo se ensombrecía allí dentro: el rostro del conserje, los pasos silenciosos tras cualquier cortina, la retahíla de habitaciones. Había algunas que tenían el techo de espejos; otras disponían de un colchón de agua. Ellos querían una habitación normal. Un lugar donde poder imaginar que estaban en casa, pese a los muebles de dudoso gusto, a pesar de la música que Ignacio se apresuraba a desconectar, de los gemidos que, de vez en cuando, les llegaban como un inoportuno recordatorio. Querían una casa, pero estaban en un escondite alquilado para el amor. Entre aquellas mismas paredes, en unas sábanas cambiadas de prisa para no alargar más su espera, otros amantes anónimos se habían lanzado a los embates del deseo. Pensarlo provocaba en Dana una mezcla de asco y de ternura. Nunca podría haber imaginado que un espacio le provocaría reacciones absolutamente dispares. Una vez, en una de aquellas habitaciones falsamente pulcras, encontraron un cenicero con restos de colillas.

Los sentimientos tienen fuerza para crear sus propios decorados. El amor convierte la sordidez en una nube de algodón. No buscaba en las sábanas el olor extraño de otros cuerpos. Todas las presencias se diluían cuando Ignacio la abrazaba. Cuando su cuerpo tomaba el suyo, también le robaba el alma. En aquella habitación, creyó que el alma existía. ¿Cómo no, si le dolía el cuerpo entero cuando le miraba? Mal de amores. Muy adentro. Nunca se lo hubiera imaginado. En una de las colillas, había un círculo de carmín rojo.

Pensó en cómo debían de ser los labios que dejaron allí su huella. Unos labios que besaban como sus labios, que recorrían con esmero la piel de alguien. Alejó ese pensamiento, que era una gran mentira: nadie sabía amar como ellos se amaban. Estaba segura.

Nunca había estado en un lugar como aquél. Ni se habría imaginado capaz de sentarse en un coche, esperando en silencio un gesto que garantizara el anonimato, la ausencia de miradas. No habría creído que escucharía a Ignacio sin inmutarse cuando pedía una habitación y una botella de champán, que miraría con disimulo -porque no quería verlo- cómo metía unos billetes en el bolsillo del hombre de las gafas. Un hombre de aspecto gris que vivía entre gemidos de amor, espiando pasos, imaginándose cuerpos arqueados; triste existencia de quien espía historias de amor ajenas, de quien es el guardián. Nunca se hubiera imaginado que recorrería el pasillo de puertas cerradas: «Por aquí, señores, por favor, cuidado con el peldaño, giren a la derecha.» Sus movimientos convertidos en una respuesta maquinal a las instrucciones que llegaban desde la sordidez. Se puede ser feliz en espacios alquilados por algunas monedas, con el corazón latiendo, pleno de deseo.

Cerraban la puerta de la habitación y el mundo quedaba fuera, al otro lado del umbral. Los nombres de los amantes, los rostros que había imaginado desaparecían. Se desvanecía la presencia de los coches aparcados. Se abrazaban y Dana reía. La risa del amor tiene una curiosa musicalidad. Es difícil de describir, pero sus sonidos perduran cuando ya no existen. Tiene un eco que se desperdiga por los valles abiertos, por los sórdidos pasillos, entre las sábanas que han ocupado muchos cuerpos.

El colchón estaba cubierto con una funda de plástico. El servicio de limpieza quería asegurar que los flujos de los cuerpos que se abrazaban podían desaparecer con eficacia.

En aquella cama, se producía todos los días una fusión de líquidos, una mezcla de olores, de saliva y de semen. Las sábanas eran insuficientes para recogerlo. La blancura, apenas impuesta, era como la cumbre nevada de una montaña que ocultaba bosques enteros. En la ducha no había cortina. Cuestiones de higiene: tenían que evitar los materiales que se pegan a la piel. Cuando se duchaban, el agua les recorría los cuerpos y encharcaba las baldosas del baño. Se parecía a un aguacero que cae de pronto, que moja en un instante cualquier paisaje.

En la habitación, los objetos ofrecían un aire de provisionalidad. Los muebles, los cuadros, las butacas. Era un conjunto creado para provocar una sensación falsamente confortable: tenían que encontrarse cómodos para no renunciar a abrazarse. No podían entretenerse demasiado porque otras parejas esperaban en los coches. Se negaban a entrar en un juego de espacios compartidos. Para ellos, la habitación se convertía en un universo en miniatura, un espacio de referencia. A ella no le era difícil abstraerse de aquella suciedad disfrazada de pulcritud. Si Ignacio la abrazaba, el recelo desaparecía. Del mismo modo que había un rastro casi imperceptible de polvo en la mesita de noche, los miedos se convertían en pura sombra en la piel. Una sombra que volaba, cuando se amaban. Las piernas formaban un arco para acoger su cuerpo; las manos de ella le acariciaban la espalda.

Ignacio le hablaba de la Capadocia. Le decía que irían a perderse en un paisaje de piedras que dibujaban formas fantásticas. Cuando le escuchaba, se le abría el corazón. La necesidad de espacios abiertos donde abrazarle se hacía cada vez más grande. Antes, le habría resultado difícil creer que una relación entre dos personas pudiera tener aquella fuerza. Una intensidad que les permitía prescindir de los elementos externos. Conocía muchas parejas que se construían un entorno protector: las actividades y los conocidos comunes, las distracciones y los movimientos del mundo evitaban una concentración excesiva en sí mismos. ¿Cuántos de aquellos que afirman que se aman serían capaces de soportar un aislamiento absoluto? No muchos. Ellos, en cambio, estaban siempre encerrados entre cuatro paredes. Se pasaban horas hablando, confesándose sus pensamientos, sus deseos, sus miedos. La peculiaridad de la situación aumentaba la mutua dependencia. Dana nunca se había sentido tan cerca de otra persona. Necesitaba respirar a Ignacio como si fuera el aire de la mañana.

Cuando estaban lejos de la habitación, los días grises, cada uno vivía una cotidianeidad absurda. Aun así, no eran capaces de desvincularla del otro. El móvil era su aliado: constantes llamadas, mensajes de voz o de texto, la persuasión de la voz que acompaña y que ama. Ella iba por la calle con el móvil en la mano, mimándolo, distraída; podía sonar en cualquier momento. Le contaba los más pequeños detalles de su vida: en qué punto estaba de la ciudad, adonde se dirigía, qué pensamientos le asaltaban de pronto, cuánto le echaba de menos… Al salir del trabajo, cuando conectaba el aparato, había media docena de mensajes esperándola. La voz de él le acompañaba en el trayecto en coche hasta casa. Abría la puerta distraída, saludaba con un gesto a Amadeo, con el móvil en la oreja, e iba a refugiarse en cualquier rincón donde nadie pudiera importunarla. Ignacio tenía dos teléfonos móviles: uno para el mundo, el otro para ella. Mientras trabajaba, él tenía el teléfono móvil en la mesa de su despacho. Escuchaba a sus clientes con expresión atenta. Hablaban de herencias imposibles, de separaciones matrimoniales de opereta, de especulaciones urbanísticas. Asentía con la cabeza, hacía alguna observación precisa. Le enviaba mensajes de amor. Ella sabía que el teléfono estaba siempre conectado. En cualquier momento podía llamarle. Contarle que tenía un día malo en la radio, que Amadeo era como una geografía inexistente que vamos borrando, que él era su vida.

Ignacio le hablaba de Marta y de los hijos:

– Me separaré. Mi matrimonio ha sido siempre una farsa. Quiero vivir contigo.

– Pero ¿y tus hijos? No les será fácil entenderte. Marta tampoco permitirá que las cosas sean sencillas.

– Los hijos empiezan a volar. Pronto tendrán vida propia. Los he ayudado siempre. Ahora les toca ayudarme a mí, entenderme por lo menos.

– No creo que puedas soportar sus reproches.

– Mi amor lo soportará todo. ¿Y tú, qué le dirás a Amadeo?

– No forma parte de mi vida. Somos dos personas que comparten piso sin verse demasiado. Para mí ya no existe.

– Te resultará difícil decírselo.

– Creo que lo intuye, pero Marta no lo querrá aceptar. Ha vendido una imagen de matrimonio feliz que no estará dispuesta a romper.

– Viviremos juntos, viajaremos, seremos felices. Tú y yo…

– ¿Qué?

– Tendremos un hijo.

Era magnífico imaginar que la vida se puede escribir de nuevo. Ella era un barco que atraca en un puerto, que sabe que quiere quedarse para siempre. Junto a las rocas y el azul. Se creyó cada una de aquellas palabras. Le gustaba escucharlas como si pudieran deshacerse en su boca. Respirar a Ignacio, devorar sus frases; extrañas incongruencias que la hacían feliz. Escondida entre sus brazos, oculta la cabeza en el pecho de él, la vida se convertía en la mejor aventura. Nunca se había sentido tan fuerte. No se trataba de una fuerza robada. No es que viviera sólo a través de aquel hombre. Simplemente, la fortalecía y la mejoraba. A su lado, cualquier gesta le parecía posible. Despacio, recorría el perfil de sus labios con la lengua. Se echaba sobre él, piel contra piel, y se reía. Era la risa del amor, que sólo ellos conocían.

Fueron muchas veces a aquella habitación. Se acostumbró a la espera que se prolongaba, al ademán del hombre de las gafas, a los oscuros pasillos. Ya no se entretenía en observar las matrículas de los coches que encontraban aparcados. Tampoco se imaginaba cómo debían de ser los otros amantes. ¿Qué amantes, si ellos eran los mejores del mundo? Con naturalidad, como quien llega a un lugar conocido, se paseaba por la entrada, hasta que les daban una llave. No se escondía. No percibía las sombras del suelo ni de las paredes, cuando andaban detrás del guardián silencioso. Quienes trabajaban para facilitarles el encuentro le inspiraban una cierta simpatía, pese a su expresión malhumorada. La oscuridad se hacía menos tenebrosa. Ignacio le decía que le gustaban sus ojos, húmedos de amor cuando le miraban. Le hablaba del hijo que vendría y le inventaban un nombre. Recorrían lejanas Capadocias.

IX

Mucho antes de que Marcos fuera vecino de Dana en Roma, vivía con una mujer que tenía las piernas largas y el vientre oscuro. Se llamaba Mónica. Se conocieron en una época lejana, cuando eran dos adolescentes. Él era fuerte como el tronco de un grueso árbol; ella era frágil. Tenía el pensamiento ligero, capaz de volar con una agilidad prodigiosa. Como luces danzarinas, sus ideas saltaban del mundo real a otro incierto, desde donde las cosas más simples se veían llenas de belleza.

Mónica se caía a menudo. Tenía una facilidad increíble para dar un traspié y caer al suelo. En el preciso instante en que perdía el equilibrio, era incapaz de parar su trayectoria. Durante el recorrido, que solía vivir en un tiempo irreal a cámara lenta, siempre experimentaba la misma sensación de sorpresa y de impotencia. El estupor al comprobar que era posible repetir, una vez más, la misma escena: ella, de bruces en la calle, en el punto donde había un desnivel en la acera o un escalón que, inexplicablemente, no había visto. A su alrededor, algunas personas intentaban levantarla, mientras le preguntaban si se había hecho daño, si podía andar, si necesitaba ayuda. Aquella sensación de ridículo, a la que llegó a acostumbrarse, las ganas de marcharse de prisa, de fundirse en el aire.

El deseo de desaparecer se concretaba en su reacción. A pesar del dolor físico, se levantaba, agradecía el interés de los demás, les aseguraba que no había sucedido nada grave, y se metía en cualquier rincón. Como un animal herido que se lame las heridas, que busca la sombra de un árbol y un lugar con agua dulce donde curarse, se observaba los moratones de las piernas, las rodillas descalabradas, los cortes en las manos. Podían pasar meses sin que se produjera una nueva caída. Luego se caía dos veces consecutivas en un paréntesis de pocas semanas. Le costaba creerse aquella repetición absurda de movimientos poco hábiles. «Un día me romperé todos los huesos del cuerpo», se repetía. Un escalofrío le recorría la espalda; después se olvidaba: volvía a refugiarse en un universo de pasos etéreos. El día de la primera cita con Marcos se cayó; debía de estar escrito. Después lo recordaron a menudo, en aquellas evocaciones que hacen los amantes que rescatan la memoria de cuando se encontraron, los días inciertos, felices, en que la historia apenas se perfila, porque el mundo del otro es un hallazgo nuevo. Iban al concierto de un cantante que ponía música a poetas ilustres: los antiguos versos que les gustaban, las palabras mágicas que, tantas veces, habían conseguido que el pensamiento de Mónica se elevara lejos del mundo. Llevaba un vestido de punto rojo, unas medias negras. El le daba la mano, pero no pudo evitar el tropiezo. Cayó de rodillas y se agujereó las medias. Le daba vergüenza mirarle. También que él la mirara. Durante el concierto, se cubrió las piernas con el abrigo para no vérselas. Marcos le acariciaba las rodillas por debajo de la ropa.

Estudiaban en la universidad y robaban libros de poemas en unos grandes almacenes. Como no tenían demasiado dinero pero necesitaban alimentarse de versos, llenaban el bolso de Mónica con volúmenes hurtados. Muchos atardeceres, cuando salían de clase, se paseaban por la zona de los libros. Se movían sin prisa, con el deseo de curiosear los volúmenes, antes de decidirse. Mientras Marcos hojeaba los libros, ella repetía en voz queda los versos. Hacía un esfuerzo para memorizarlos: aprenderlos también significaba llevárselos. Si era capaz de retenerlos, podría decirlos después, cuando se sintiera sola. Recuperaría las palabras que los poetas habían escrito para ellos sin saberlo. Sacaba una libreta y los escribía. Copiaba las palabras que la hacían vibrar, que le llegaban al corazón: retahílas de versos en una caligrafía apresurada, hecha de urgencias. Cuando Marcos no se daba cuenta, le metía alguno de aquellos papeles en el bolsillo; lo escondía entre los pliegues de la ropa, como quien comparte un secreto con alguien. Cuando él volvía a casa de sus padres, donde vivía entonces, encontraba el regalo de un poema en el fondo del bolsillo. Metía la mano y lo tomaba entre los dedos. Antes de dormirse, lo leía pensando en ella.

Construyeron un mundo lleno de historias, pequeñas complicidades que les permitían vivir alejados de los demás. Habían hecho un universo a su medida. Era un espacio propio que habitaban ambos, maravillados de encontrarse en él. En aquel lugar, había palabras y gestos de amor. Pronto se dieron cuenta de que poseían una inusual capacidad de entenderse sin hablar. Mónica sólo observaba. En sus ojos, él podía adivinar deseos y miedos. Cualquier nimiedad quedaba escrita en las pupilas y el otro no tenía que esforzarse para leerlas. Tan sencillo como perderse en las páginas de un libro puede ser adentrarse en el bosque de unos ojos. En el autobús, recorrían casi el mismo trayecto. Iban desde el centro hasta la universidad: Marcos subía dos paradas antes que ella. Si era posible, se espabilaba para guardarle un asiento. A primera hora de la mañana, los estudiantes solían formar una masa compacta, que se movía con las sacudidas de los frenazos del vehículo, sin que hubiera el mínimo espacio entre los cuerpos; un volumen convertido en una forma única, vencida por la somnolencia que todos llevaban dibujada en el rostro. Cuando Mónica subía al autobús, él creía que lo iluminaba. Su presencia hacía desaparecer los rastros grisáceos. Sus ojos le preguntaban si había encontrado el poema; él se lo agradecía en silencio, mientras la abrazaba. De pie, en medio de la marea, se apoyaban el uno en el otro: la cabeza de ella inclinada en el hombro de él; Marcos rodeándole la cintura. Viajaban solos en aquel autobús.

Un día, Mónica visitó a un traumatólogo. Era un especialista reconocido, que se ocupaba de los deportistas de algunos equipos de fútbol. Estaba acostumbrado, por tanto, a las caídas de los demás. Conocía los efectos que pueden derivarse del encontronazo de alguien, cuando dos hombres que corren con fuerza chocan en un campo de césped minúsculo, una pincelada de verde que cubre la tierra. No estaba acostumbrado, en cambio, a las volteretas absurdas de una chica morena. Ella le sonrió como si quisiera disculparse. Le daba vergüenza acudir a aquella cita, concertada por su madre, y contarle a un desconocido que, sin motivo, se caía a menudo por la calle. ¿Cómo podía transmitirle la sensación de que el pie adquiría vida propia? Se olvidaba, mientras andaba con la mirada perdida en las hojas de los árboles o en el rostro de un peatón. De pronto, la caída: el cuerpo que rodaba por el suelo, como atraído por un imán invisible.

El hombre tenía el gesto serio. Llevaba gafas y una incipiente barba, como si una sombra le hubiera cubierto la cara. La escuchaba con atención, sentado tras la mesa de su despacho. Mónica se sentía insignificante, mientras intentaba calcular el número de caídas de los últimos meses. El médico le exploró los huesos de las piernas, de las rodillas. Le hizo algunos estiramientos de los músculos; comprobó su sentido del equilibrio haciéndola andar con los ojos cerrados por una cuerda imaginaria. La exploración se prolongó algunos minutos durante los cuales sólo compartieron el silencio. Pensó que tenía que prepararse para escuchar el veredicto. La conclusión a que llegaría el médico podía determinar su vida. No lo había pensado antes, pero un corto espacio de tiempo era suficiente para que la imaginación desplegara las alas. ¿Y si le anunciaban la posibilidad de una enfermedad degenerativa? Se vio con los huesos encogidos, sentada para siempre en una silla de ruedas. Recordó a Frida Kahlo, de quien había leído con entusiasmo varias biografías. Habría sido terrible padecer su mismo destino, cuando no participaba de aquella genialidad seductora. Se imaginó atada a la esclavitud de un cuerpo que no responde a los designios de la mente. Pensó en la tortura de no poder controlar cada movimiento de sus miembros. Como era ágil al recrear situaciones, dibujó con rapidez una sentencia de inmovilidad. Se vio tumbada en una cama, cada vez más incapaz de moverse. Recordó de nuevo a Frida. A la artista, la creación la salvaba de una desdicha terrible. Cuando las tormentas amenazaban su azulísimo cielo, podía refugiarse en el arte. ¿Dónde se escondería ella, si no tenía el don de crear? ¿En los poemas de los demás, que la acompañaban como un inmerecido bien? ¿En Marcos? Miró al médico con una sincera antipatía. Odiaba su frialdad, el aire de profesional que no se implica en las angustias de quien está sentado frente a sí. Le clavó los ojos como dardos, mientras le preguntaba:

– ¿Hay alguna razón, doctor?

– ¿Alguna causa física, quieres decir? -Mantenía el ademán imperturbable.

– Sí.

– Siempre hay razones. -Hablaba despacio-. En tu caso, las razones no pertenecen a mi especialidad.

– ¿Qué quiere decir?

– Tienes los huesos en un estado perfecto: fuertes y sanos.

– ¿Ah, sí? -No se lo acababa de creer-. Entonces, ¿por qué tantas caídas?

– El problema no está en las piernas, sino en tu cabeza.

– ¿Estoy loca? -Intentó sonreír.

– Claro que no. -El hombre esbozó una sonrisa que parecía impostada-. Simplemente, cuando andas no miras por dónde vas. Te distraes y tropiezas con el más pequeño de los obstáculos que hay en el camino. Vives poco atenta a la realidad.

– ¿Así de sencillo?

– O así de complicado. Depende de cómo lo mires.

– ¿Qué puedo hacer?

– La manera de ser es difícil de cambiar, pero tendrías que tener un poco más de cuidado. Cuando andes, concéntrate en lo que estás haciendo.

– ¿Todo el rato? ¿Cómo se hace?

– Ese tema no es competencia de un traumatólogo.

Salió de la consulta con un sentimiento de confusión. Junto al edificio donde el médico visitaba había una tienda de zapatos. Se paró frente al escaparate, con los ojos que miraban sin acabar de ver. Desde aquel día, Mónica se aficionó a los zapatos de tacón. Antes siempre llevaba unas deportivas o unos mocasines de suela plana. Tras la visita, descubrió la obsesión por los zapatos altos, que la levantaban algunos centímetros del suelo y la obligaban a andar casi de puntillas. «¿No crees que servirán para que te caigas con más facilidad?», le preguntaban los conocidos. Estaba segura de que era justo lo contrario: si andaba con tacones, tenía que tener cuidado con los pasos que daba. Como iba ojo avizor, se obligaba a centrar la atención en un punto fijo. Miraba la calle desde su nueva atalaya de centímetros ganados, mientras procuraba mantener el equilibrio. Era un ejercicio de contención. Cada paso suponía un combate contra las leyes de la gravedad, que -ignoraba por qué causa- ejercían una poderosa atracción sobre su cuerpo. Se habituó a recorrer escaparates de zapatos. Le gustaba observar las formas: los de puntera fina, los que tenían el tacón cuadrado, los que llevaban una hebilla. Se lo contó a su familia, a sus parientes y a sus amigos. Si querían regalarle algo, tenían que ser libros de poemas o zapatos. Llegó a reunir un número importante. Estaban en el armario y formaban una hilera ordenada, uno junto al otro. Si estaba nerviosa, le gustaba mirarlos, acariciar la piel, comparar los colores. En la calle se sentía más fuerte. Era magnífico observar a la gente desde una nueva altura.

Marcos y Mónica empezaron a vivir juntos cuando eran muy jóvenes. Todo el mundo les aseguraba que era un error, una manera de complicarse la vida. Tenían todavía mucho camino por andar. Una existencia en plural lo hacía todo más difícil. Desde la fortaleza de la historia compartida, se burlaron de los consejos de los demás. Ignoraron las voces de advertencia, como si tuviesen la sensación de que el tiempo de la felicidad es breve. Ella se compró unos zapatos rojos que tenían el tacón fino. Se situaba frente a él, mientras miraba el fondo de sus ojos. Ya no tenía que ponerse de puntillas si quería que sus perfiles coincidieran: la nariz se tocaba con la nariz; los labios con los labios. Estaban en el último curso de periodismo en la facultad. Entre los exámenes y los apuntes, daban clases particulares en aquel apartamento minúsculo que habían alquilado en la calle Sant Magí, en un barrio de casas con balcones llenos de ropa tendida. Nunca tenían demasiado dinero, pero no les importaba. Algún día, se decían, viajarían a otras tierras. Por el momento, tenían un universo propio para explorar. A finales de mes, sobrevivían comiendo pasta con tomate y viendo películas. Se paseaban, de noche, por las aceras solitarias. Espiaban a los vecinos y se morían de risa, cuando, a través de las paredes, se filtraban los rumores de cotidianeidades robadas. Llevaban una vida sencilla, que no ambicionaba protagonizar grandes gestas. Se imaginaban el futuro como una línea clara que prolongaría el presente; un presente hecho de zapatos de colores, de versos pronunciados en voz queda, de cuerpos enlazados entre las sábanas.

Al despertarse, Marcos abría un ojo. Al mismo tiempo, apretaba el otro y se le formaba una arruga en la frente. Le deslumbraba la luz que entraba a chorro por la ventana, porque preferían dormir sin cortinas. Mónica le sonreía desde un palmo de distancia, al otro extremo de la misma almohada, mientras le acariciaba el pliegue de la piel hasta que lo hacía desaparecer. Establecieron un pacto que no escribieron, que nunca dijeron. Era un vínculo hecho de lazos minúsculos: la forma de dormirse, el cuerpo de uno encogido en el cuerpo del otro, la tibieza de la piel, los silencios que acompañan. Eran jóvenes, y el mundo se asemejaba a una fruta jugosa que se fundía entre sus labios, que mordían con deleite. Compartían un espacio de cuarenta metros cuadrados: en la sala, una mesa, un viejo sofá, la estantería de libros. Había motitas de luz en los muebles y en la vida; flotaban en el aire. Vivían en un edificio de tres pisos, con una escalera que tenía la barandilla de hierro, vertical. Ocupaban el último. Subían los peldaños corriendo, sin pereza, convencidos de que los llevarían al infinito. Había una azotea que les ofrecía un paisaje de antenas y de patios, con una iglesia. Cuando hacía buen tiempo, extendían una manta. Hacían el amor.

Al acabar la carrera, Marcos encontró trabajo en un periódico local. Llevaba la sección de espectáculos, y siempre tenían entradas para ir al teatro o al cine. Mónica devoraba historias. Era una enamorada de los mundos ficticios, que solían parecerle mucho más atractivos que los reales. Tenía una capacidad absoluta para ponerse en la piel de vidas ajenas.

– Es como si las vidas de los personajes alimentaran mi propia vida -le contaba.

Entre las páginas de una novela o en las secuencias de una película, descubría emociones inesperadas: de la ira a la desconfianza, de la ilusión a la tristeza. Temblaba, porque pasaba frío o calor. Vivía odios y amores.

– Los amores de los demás hacen más inmenso el nuestro -le aseguraba.

Continuaba dando clases particulares, porque no era sencillo encontrar trabajo. Horas de clases a jovencitos despistados o incrédulos. No le resultaba difícil sentirse cercana a los alumnos, adolescentes que a menudo se dejaban seducir por su entusiasmo. Mónica sabía transmitir una energía inusual en todo lo que hacía. Observaba el mundo con una mirada que se encendía en cada descubrimiento. Cuando acababan la clase, les leía un poema. Lo pronunciaba despacio, y siempre tenían la sensación de que les hacía un regalo. Reía a menudo, entre los versos, con una risa de flauta ágil.

Marcos pisaba el mundo con paso firme. Desde que dejó atrás la niñez, nunca había perdido el equilibrio al andar. Ni siquiera cuando tenía que superar el obstáculo de cuerpos que interceptaban el camino hacia la parada del autobús, cuando llegaba con los minutos justos, casi a punto de ver cómo desaparecía ante sus ojos la primera clase de la mañana, perdida tras las ruedas del vehículo que se alejaba. Cogía velocidad y empezaba a correr, hasta que conseguía asirse a la puerta trasera con un brazo, medio colgado entre el aire y el asfalto, mientras algún compañero bienintencionado se esforzaba en catapultarlo entre una marea de cuerpos. Era experto en el arte de esquivar objetos inoportunos que se interponían en sus rutas. Adelantaba describiendo círculos, corriendo hasta la puerta del cine donde había quedado con Mónica. Volaba en medio de las protestas de conductores airados para situarse frente al restaurante donde tenían que cenar. Nadaba sin agua, con la agilidad de los peces que desafían los embates del mar. Ir a contracorriente siempre fue su especialidad. Cuando empezó a trabajar en el periódico, se acostumbró a ir a pie. Recorría la ciudad con la seguridad de quien conoce cada esquina, los atajos oportunos. Hacía el recorrido con decisión, sin dudar. Mónica admiraba aquella destreza en la coordinación de los movimientos, los pasos firmes.

Cada uno andaba como vivía. Podría haber parecido una afirmación absurda, pero Mónica lo pensaba a menudo. Él era una roca; ella una pluma. Las montañas nunca se desplazan; esperan a que los otros vayan hacia sus parajes de verde y de abismos. Pese a los pasos que daba, Marcos se asemejaba a una cordillera que desafía los vientos. Estaba hecho de una solidez que no admitía grietas, que vencía las embestidas de las cabras, mientras se dejaba acariciar por la hierba. Mónica era de una fragilidad casi transparente. Cualquier brisa podía llevársela. Se preguntaba hasta dónde intervenía la voluntad, cuáles eran los límites. Ella no podía resistirse al aire o a una gota de lluvia.

Pasaron los años con esa suavidad que adquiere el tiempo cuando la vida es plácida. Los días se sucedían, veloces. Las semanas se perseguían como caballos de feria. Se habían construido una existencia de rutinas amables, de sorpresas gratas. Se alegraban al ver el rostro del otro todas las mañanas. Se dormían abrazándose. Marcos le regaló unos zapatos de cristal. Los buscó, con el afán que nos guía a perseguir lo imposible. A veces, lo imposible se encuentra. Ella no había visto otros que fueran más bellos. Se quedó extasiada, contemplando el brillo de los cristales de colores, la combinación de tonalidades, los tacones a través de los cuales se reflejaba multiplicada la luz de la mañana. No se atrevió a probárselos y los guardó en el fondo del armario como quien oculta un tesoro. Todas las noches, los miraba con el placer que le producían las cosas delicadas, los objetos que nos llenan. Él insistía para que los estrenara:

– ¿De qué sirven, si no te los pones nunca? -le preguntaba.

– Son demasiado bellos, temo que se rompan con el primer paso.

– Siempre te ha gustado llevar zapatos especiales. No encontraremos otros que lo sean más.

– Tienes razón. Es un regalo magnífico y querría protegerlo.

– ¿De qué?

– Del aire, de la luz, de las miradas de los demás.

– Son para el aire, para la luz, para las miradas de todos.

– De mí misma.

– ¿Qué quieres decir?

– No lo sé muy bien.

Los zapatos de cristal se convirtieron en un motivo de discusión. Hablaban de ello todas las noches, antes de dejarse vencer por el sueño. Él creía que todo eran excusas, que no le gustaban. Ella le aseguraba que no era cierto. Nunca se atrevió a decirle que estaba convencida de que eran zapatos voladores. Si se los ponía, no podría controlar sus pasos y su cuerpo se elevaría por la claraboya de la escalera. Le daban miedo, porque el exceso de belleza, sobre todo si la percibimos a flor de piel, nos puede hacer padecer, cuando nada nos pasa de largo.

– Quiero que los estrenes -insistía Marcos.

– Mañana -respondía ella, pero el día siguiente pasaba de prisa.

Era un atardecer de otoño. Durante horas, había caído una lluvia humilde, que no se hacía notar demasiado, pero que dejaba huella. Cuando Marcos volvía a casa, empezaban a encenderse las farolas. Sus pasos salpicaban de lluvia los charcos. Tenía ganas de llegar, la impaciencia por reunirse con Mónica, la mujer que amaba, la de las piernas largas y el vientre oscuro. Ella siempre era capaz de sorprenderle. Le descubría todos los matices de la emoción. ¿Cuántas veces había sentido aquel cuerpo que vibraba a su lado, el pensamiento ágil? Quería decirle que, en el periódico, había un clima tenso, que todos querían imponer sus criterios, que vivía en un mundo de locos. Esperaba oír su risa cuando le contara las últimas anécdotas. Se imaginaba el rostro interrogante, la sonrisa cómplice. Habría querido decirle que los días tenían sentido porque podía volver, regresar a su lado, refugiarse en su cuerpo. ¿Quién había dicho que él era el fuerte? Nunca lo creyó. Acaso habría contado de dónde le nacía la fuerza: de los ojos de Mónica, cuando le miraban.

Subió la escalera de prisa. No se entretuvo en encender la luz, porque el tramo que había que recorrer era breve. Tres pisos se suben en un suspiro, si nos gana la impaciencia. Abrió la puerta y entró en casa.

Estaba oscuro. Un rayo de luz rojizo se filtraba por la ventana de la cocina. Esquivo, impertinente. Pertenecía a un anuncio de Coca-Cola que se encendía y se apagaba en una fachada próxima. Entró en el salón, el baño, el dormitorio. Registró cada rincón donde podía buscarla. No estaba allí, aunque en el aire flotaba su olor; lo percibía sin esforzarse. El aroma de alguien es una sombra de su presencia. También estaba la ropa en los armarios, el libro en la mesilla de noche, las hileras de zapatos. Encontró una taza con posos de café en la mesa. Encendió las luces. Pronunció su nombre como si quisiera reclamarla. Llamó a las amigas, a los alumnos conocidos. Se repetía que no tenía que preocuparse: en cualquier momento la vería aparecer. Juntos se reirían de aquel miedo absurdo. Le dominaba un presentimiento de pérdida, cuando la ausencia todavía era una posibilidad remota, un pensamiento que va y que viene. Respiró hondo. Se asomó a la escalera, dispuesto a recorrer las calles hasta encontrarla. En el rellano, vio el zapato de cristal que le había regalado. Un solo zapato, a punto de caer rodando peldaño a peldaño.

X

El château de Lavardens es de piedra blanca. Se eleva con su volumen de monolito vertical, donde las aberturas son casi innecesarias, imperceptibles huellas en la consistencia de una roca. Las ventanas no interfieren en la visión de la fachada. No lo consiguen tampoco los arcos que cortan los torreones, ni el arco central mucho más redondo que tiene la bóveda oscura. La estructura es de una solidez rectangular, firme. Para llegar hasta allí, salieron de Toulouse a primera hora de la mañana. El día empezaba en el campo francés con una explosión de verdes muy pálidos, sin sombras. Hacía un sol enfermizo, que los observó de perfil largo rato, hasta que adquirió forma. La distancia era breve: cincuenta kilómetros por rutas estrechas, poco transitadas. En una desviación de la carretera que va de Auch a Agen se encontraba el castillo que buscaban.

Dana observaba a Ignacio de reojo. Conducía con una sonrisa que no acababa de esbozar con los labios, pero que ella adivinaba. Tenía un aire de hombre satisfecho, que hace lo que le apetece, que respira tranquilo. Se lo había prometido. No recordaba si se lo dijo después de aquella noche, cuando pararon el coche en una curva de la carretera. Los dos llevaban una copa de más. Habían ido a una cena con gente de la radio: encuentro concertado en un restaurante de moda, tener que sonreírse como se sonreían cuando la gente los miraba, hacer equilibrios para ocupar asientos próximos, conversar con todo el mundo cuando, en realidad, sólo habrían querido hablar el uno con el otro, escucharse con disimulo, ocultando mal el profundo desinterés que les provocaban los comentarios de sus respectivos vecinos de mesa. Cuesta hacer creer que concentramos la atención en alguien, cuando el pensamiento no está demasiado lejos, a unos pocos metros de distancia que marcan una dirección en la voluntad y en el deseo.

Era tarde cuando se despidieron de los demás. Hacía frío, e Ignacio se apresuró a subir los cristales del coche. Quería protegerse del frío, pero también de las últimas miradas que los perseguían:

– Levantaremos el muro protector -comentó con algo de sorna.

– Siempre tenemos que hacerlo -le respondió ella.

Había un deje de agotamiento en la voz. Estaba cansada de vivir en una madriguera, de esconderse siempre.

– ¿Estás bien?

Ignacio habría querido decirle que la entendía.

– Me falta el aire.

– ¿Para respirar o para vivir?

– Para ambas cosas.

Se desvió del camino de vuelta y buscó un lugar oscuro.

– ¿Quién dice que la luna hace compañía a los amantes? -le preguntó Dana-. A mí, incluso me sobra la luna.

Era amarilla, la rodeaba una sombra opaca. Extraña presencia en medio de un azul muy oscuro. En el coche sonaba un vals. Ignacio la hizo bajar. La abrazó y bailaron dando vueltas las notas de aquella música. El brazo de él la sujetaba por la espalda; a ella la cabeza le rodaba algo, efectos de la noche y del alcohol. Cada uno giró sobre los pasos del otro, dibujando un círculo: de prisa, de prisa. Cada vez más rápido, en un conjuro a favor de la vida. El intuía que estaba harta de paredes, de espacios reducidos que los oprimían, porque añoraba el aire. El frescor de la noche, la brisa de las mañanas. Le dijo que irían al castillo de Lavardens. Se lo susurró al oído, sin reflexionarlo. Aun cuando no era un hombre que se precipitara, había aprendido a seguir determinados impulsos. Tenían que huir de las calles de Palma, de los lugares conocidos, de la gente que los perseguía sin saberlo. Estaba convencido de la urgencia de respirar otros parajes. Los espacios cerrados pueden encarcelarnos la vida, reducirla a una dimensión exigua; los espacios abiertos son necesarios porque nos permiten respirar, tener la sensación de poder movernos sin ataduras. La claridad del mundo nos hace levantar los ojos y ver más allá de los árboles, de los matojos, de los cuerpos agachados de quienes nos espían los pasos.

Proyectó el viaje con rapidez. Como era de decisiones firmes, se esforzaba por ejecutarlas. Encargó los billetes, alquiló un coche en Barcelona, inventó una de aquellas mentiras para la familia que solía confundir con una excusa, la convenció a ella y partieron hacia el sur de Francia. Durante el trayecto, ella le repetía que no se lo acababa de creer. ¿Cómo era posible que se marcharan lejos del entorno más próximo, cuando habían vivido meses enteros medio escondidos, sin atreverse casi a respirar? El paisaje era amable aquel verano; también lo era la vida.

En Lavardens los esperaba Camille Claudel. Ignacio había visto una fotografía suya: el retrato era de una mujer joven, que tenía la nariz recta y los labios bien dibujados, imperceptiblemente curvados de tristeza. Unos labios carnosos sin exceso, en una sabia combinación de sensualidad y armonía. Bajo el arco de las cejas, unos ojos almendrados. La mirada de gacela capaz de perturbarle, pese a la distancia que se abre entre un retrato y la vida. Toda la melancolía del universo escrita en unos ojos. «¿Cómo es posible?», se preguntó, fascinada por aquel rostro. Las facciones un tanto angulosas de Camille contrastaban con la pureza de la piel y los ojos húmedos. Algunos mechones de pelo castaño le sombreaban la frente. Nada conseguía atenuar la intensidad de una mirada que oscilaba entre la desolación y el miedo.

– ¿De qué tenía miedo esa mujer? -le preguntó a Ignacio.

– No lo sé; quizá de la vida.

– No -dijo categóricamente-. De la vida, no.

Camille vivió una existencia trágica. Hermana del poeta Paul Claudel, heredera de una extraordinaria sensibilidad que supo reflejar en sus esculturas, se movió siempre a la sombra del hombre al que quiso con un amor desorbitado.

– ¿Se puede amar sin mesura? -preguntaba Ignacio, intentando bromear.

– Sí -respondía-. Es posible: ella supo.

Rodin fue el gran amor, el maestro, el amigo. Fue quien orientó sus pasos por los caminos del arte y, al mismo tiempo, quien -probablemente sin quererlo- le robó el reconocimiento a su propia obra. Ella vivió a la sombra de él. Durante años, compartieron la pasión por sus cuerpos y por el arte. Poco a poco, el hombre se alejó. La vida le llevaba hacia otras mujeres. Camille no lo pudo soportar. En el año 1913, su madre firmó los papeles para internarla para siempre en el asilo psiquiátrico de Montdevergues, en Aviñón. Murió añorándole, cuando tenía setenta y nueve años.

En el castillo de Lavardens había una exposición dedicada a Camille Claudel. Habían decidido visitarla cuando supieron cuál era la obra estrella que se mostraba al público: la escultura de bronce de una pareja que baila, siguiendo los compases de una música imaginaria. Se titulaba La valse. Le pareció una premonición. Sus existencias se enlazaban con aquella otra existencia malograda, con los ojos tristes del retrato, con el bronce de dos figuras: el hombre y la mujer que se abrazan pese al mundo.

Hay vidas que se alejan despacio. No se abren inesperadamente abismos de distancia, sino que cada una anda algunos pasos justo en el sentido contrario a la otra. Nacen rendijas que no se perciben, hasta que las grietas las resquebrajan. No se despidió de Amadeo antes de salir de viaje; lo habían estado haciendo durante los últimos meses, todos los días un poco, aunque vivieran como si no se dieran cuenta. No hubo grandes peleas, sólo pequeñas discusiones que no habrían tenido ningún valor a los ojos de un observador poco atento. Las frases que pronunciaban no tenían ecos de agravios profundos. Eran expresiones que ocultaban, bajo la forma de reproches irónicos o comentarios dolidos, la conciencia de haber dejado escapar algo.

A menudo nos damos cuenta de lo que perderemos cuando todavía no lo hemos perdido por completo. Dana lo descubrió muy pronto. Amadeo también, a pesar de aquel aire de músico distraído con el que se protegía de las derrotas. Hacía tiempo que no se deseaban. Habían pasado muchas noches sin una sola conversación entre las sábanas. Cuando ya no se contaban los secretos del presente, ni las obsesiones, ni los miedos, los secretos que habían compartido ya no eran ni memoria. Se habían convertido en compañeros de habitación que no se hacen preguntas, en una pareja que respetaba los silencios sin voluntad de escucharlos o de llenarlos. La música de Amadeo no la hacía vibrar. Los ojos de ella habían perdido la capacidad de fascinarse por las miradas de él. Podrían haberse hecho preguntas, pero los vencía la indiferencia. ¿Qué tenían que saber, si todo lo intuían? Cuando los sentimientos menguan como un fuego que se apaga, los rescoldos no tienen la fuerza suficiente para encender antiguas hogueras. Los fuegos soterrados sólo son cenizas y brasa, poco se puede recuperar. Adivinar que no hay nada que hacer, que hemos perdido la partida, puede vivirse con una sensación de fracaso o de liberación. Amadeo vivía el fracaso sin manifestar los síntomas, protegiéndose entre los restos de orgullo que le habían convertido en un músico que desafiaba a los demás. Dana preparaba la maleta para marcharse al sur de Francia con el corazón ligero.

No hubo demasiadas conversaciones antes de cruzar la puerta del piso. Los dos sabían que, al regresar, él ya no estaría. Había un pacto tácito, que preferían no formular, un acuerdo de separación definitiva. Habían ido aplazándola, porque la pereza de decirse adiós los superaba. No era esa pereza que se nos pone en los ojos, algunas mañanas, cuando suena el despertador, sino otra hecha de recelo, de angustia, de ausencia. A menudo, él no dormía en casa. Era como si se preparara poco a poco para no volver. Tenía que acostumbrarse a otros espacios, y lo hacía en pequeñas dosis. No hablaban. Todavía estaba la ropa en los armarios, los libros, las partituras. «Cualquiera diría que somos una pareja absolutamente civilizada», pensaba Dana con sorna. Se sabían cobardes. Eran incapaces de sentarse para aclarar la situación, quizá ni siquiera les interesaba hacerlo. Habían discutido sobre cuestiones que no tenían nada que ver con lo que les preocupaba. Siempre es más sencillo hablar de lo que no nos afecta de lleno, gastar la energía que pondríamos, si nos atreviéramos, en los temas que nos duelen de verdad, pero que consideramos prohibidos. Prefería decirle que estaba harta de su desorden, o de esa estúpida manía de no hablar mientras cenaban. Era mejor que tener que reconocer que amaba a otro hombre. Sencillamente. Hacerle saber que no le gustaba ni le deseaba sonaba a crueldad innecesaria. Cuando ya no nos importa que la nave naufrague, no nos abrazamos a su proa; dejamos que se hunda mientras nos apartamos tan lejos como podemos, convertidos en peces.

Le dijo que se iba de viaje. Estaban sentados en el sofá, con la televisión encendida. Amadeo jugaba con el mando en la mano. Iba cambiando de canal a un ritmo rápido que les ofrecía una visión de imágenes aceleradas, inconexas. La sonrisa de una presentadora, la pierna de un jugador de fútbol a punto de chutar, una pareja que hablaba, una persecución de indios y vaqueros. Le pareció que no la escuchaba y se lo repitió de nuevo. El asintió con la cabeza, inmutable la expresión, con el ademán de quien acepta lo inevitable. «Hay historias que no tendríamos que haber vivido -se dijo-. Hay personas que nos pasan de largo, aunque estén a nuestro lado.» Lo pensó con tristeza, porque no es fácil aceptar algunas verdades. Recordó la energía de los primeros tiempos, las ganas que había tenido de conocerle, las mentiras que había construido el amor cuando le miraba. Los sentimientos crean ficciones grandes como edificios.

«Si tuviera que escribir en un papel todo lo que he recibido de ti, sería una lista breve -habría querido decirle-. Podría anotar todo lo que he dado de mí, que tampoco es gran cosa: algo de ilusión, el deseo de tu piel, la seducción por la música que creabas.»

Todo se desvaneció de prisa. Preparó la maleta con un entusiasmo poco común. Se despidieron en el rellano de la escalera, sin ceremonias. Le acarició el pelo con una pesadumbre minúscula que se esfumó mientras el ascensor la bajaba al garaje.

Camille Claudel tenía la mirada líquida. Alguien habría dicho que era una mujer de agua. Su presencia llenaba las salas del castillo. La piedra era un buen escenario para las figuras de bronce, para los bocetos y las versiones de aquella obra única, que ocupaba un espacio central. Aseguraban que había muerto loca de amor en un centro psiquiátrico francés. Rodin hacía años que ya no estaba. Había vivido otras existencias lejos de ella. Cuando le conoció, era una mujer muy joven. La adolescente se dejó seducir por el maestro. Él le llevaba muchos años y mucha vida. El maestro devoró a la discípula. Las cejas de Camille parecían pintadas por un pincel que hubiera querido subrayar la tristeza: el trazo era recto, firme. El rostro de la fotografía parecía contener el llanto.

Dana e Ignacio llegaron a Lavardens a media mañana. El sol calentaba el aire con un calor grato, que no entraba en las dependencias del castillo. La piedra filtraba la luz solar como si fuera un embudo. Se cogieron de la mano con una naturalidad que se les hizo extraña. Hay gestos que parecen casuales, pero que no lo son; esconden la sorpresa de lo que no forma parte de los hábitos cotidianos. Ellos nunca se daban la mano por la calle. Ni siquiera iban por la calle. Cualquier movimiento adquiría un significado porque no formaba parte de la vida. Sintió la forma de sus dedos, enlazados con los suyos. Actuaban con una seguridad un poco forzada, no porque les resultara incómoda, sino porque era nueva. Tenían que acostumbrarse a acoplar los pasos, a hablarse rodeados de otra gente, a saber que nadie los miraba.

Habían elegido un escenario peculiar para asomarse al mundo. Podrían haber escogido un espacio cualquiera, un lugar donde la luz los inundara, pero se decidieron por un castillo lleno de secretos. Cuando recorrían las salas, la sombra de Camille se adaptaba a sus perfiles. En un combate de luz y de oscuridad, podían adivinarla. La escultora había amado con desmesura, pero había sabido medir las proporciones de una obra muy bella.

– Hay quien puede controlar lo que toca, pero no domina lo que vive -dijo Dana.

– Había ejercitado con precisión un arte prodigioso. Sus manos eran diestras -murmuró Ignacio.

– Las manos hábiles y un corazón esclavo, una combinación poco acertada -añadió ella.

– Pero las manos sólo eran el reflejo de lo que le dictaba la mente. Una mente que debió de ser privilegiada.

– Y aquella inconveniente pasión que la llevó a un sanatorio, ¿quién la dictó? Es probable que también naciera de su cerebro, genial y contradictorio. Debió de vivir momentos magníficos, pero fue una mujer profundamente infeliz.

– Y tú, amor, ¿eres feliz?

– Muy feliz. -Le miró.

– Me gusta decir en voz alta tu nombre. Dana. Suena bien. Querría repetirlo mil veces.

– Desde hoy, quizá tendrías que llamarme Camille.

El sol quedaba desterrado fuera del recinto del castillo. Entraba un débil rayo por las rendijas abiertas al muro. No había demasiada gente a aquella hora. Era posible crearse una falsa ilusión de soledad que los conciliaba con la obra de la escultora, que les permitía acercarse a ella. Las piezas no eran grandes. No destacaban por una magnificencia de proporciones, sino por la grandiosidad inaudita que pueden adquirir los detalles. Entraban en un reino de pequeñeces, de armonías perfectamente establecidas, de ritmos desconcertantes. Habían bailado un vals, de noche, en una curva de la carretera. Los faros del coche y la luna amarilla como únicos testigos. Lo habían encontrado de nuevo, transformado en dos figuras de bronce.

En La vahe, los cuerpos se doblegaban en un acoplamiento magnífico. Los torsos desnudos desde la cintura mostraban los brazos y los hombros musculosos. Con el brazo derecho, el hombre rodeaba a la mujer, que se cimbreaba en el abrazo. Era el ademán de quien se entrega sin reservas al otro. Acariciaba con los labios la mejilla de ella. Las manos enlazadas dibujaban un contrapunto de tensión física, de acercamiento incondicional. A partir de las caderas, el bronce dibujaba una falda abierta, llena de pliegues y vuelo, con movimiento propio. Camille había acertado al manejar el material con el que trabajaba; supo utilizar la dureza para delimitar cada detalle. Jugó con las tonalidades y los matices del bronce. Aquel baile era mucho más que el instante en que dos amantes se abandonan a la música; era la imagen de una posesión absoluta, que superaba la inocencia de unos pasos marcados por el ritmo de un vals. Había algo profundamente turbador en la escultura, el reflejo de una intensidad impresionante, de la fascinación de los cuerpos, de la pasión en estado puro.

Aquella noche, Dana no pudo conciliar el sueño. Mientras oía la respiración acompasada de Ignacio, intentaba tranquilizarse. Tenía que hacer un esfuerzo para no pensar, porque las ideas pueden convertirse en un remolino que impide el descanso. Se dio cuenta de que no se había acordado de Amadeo y se preguntó cómo puede ser tan implacable el olvido. Habría tenido que preguntarse qué hacía, cómo se encontraba. Pero la curiosidad es un signo de interés. Podía imaginar su gesto nervioso al despejarse los cabellos de la frente, inclinado sobre una partitura. La imagen no conseguía conmoverla. Por esa razón la descartó. Era curioso: no la obsesionaba el final de la historia, sino la indiferencia que ese final le provocaba. La escultura le había despertado sensaciones adormecidas. Percibía que hay historias que borran todas las demás. Ignacio era como el hombre de bronce, inclinado sobre la mujer que se deja llevar. En la postura de él, se adivinaba un oscuro dominio. No era un juego entre dos cuerpos, sino entre dos voluntades. Camille había sabido comunicarlo. Ésa era la clave de la fascinación que ejercía la escultura, su poder seductor.

Le preguntó:

– Ignacio, ¿crees que las cosas suceden por casualidad?

– ¿A qué te refieres?

– A lo que nos pasa.

– Depende. La vida es una caja de sorpresas.

– Sí. Yo ya te conocía. Sabía quién eras, nos habíamos cruzado muchas veces. ¿Por qué no nos habíamos encontrado antes? ¿Hay un momento adecuado para cada historia? ¿Tenemos que esperar que la vida haga madurar esos momentos, como si fueran frutas de un árbol?

– En realidad, no nos conocíamos. Sólo nos intuíamos. -Sonreía.

– Un día, de pronto, te vi distinto. Debe de ser que te miré con otros ojos. ¿Fue el azar o estaba escrito?

– No lo sé.

– A Camille Claudel debió de sucederle algo parecido. Era joven cuando conoció a Rodin, y eso quiere decir que era muy vulnerable.

– Tú, en cambio, eres una mujer fuerte.

– ¿Lo dices en serio? ¿De verdad lo crees?

– Sí.

– Pues te equivocas. No soy más fuerte que ella. Ni siquiera soy más fuerte que la mujer de la escultura de bronce.

– Eres puro bronce, amor mío.

– ¿Te burlas de mí?

– De ninguna manera. Me enamora tu fuerza, pero también tus flaquezas, todo lo que consideras que tienes que ocultar porque no concuerda con la imagen que quieres vender al mundo.

– ¿Me dejarás algún día?

– ¿Qué dices?

– Contéstame. ¿Soy demasiado incómoda para la vida de un hombre que se ha construido una felicidad a su medida?

– Eres mi única razón para ser feliz. Nunca te dejaré.

– Hoy llámame Camille.

– Me lo vuelves a repetir. Antes he creído que era una broma. ¡Qué manía tan extraña!

– No es una manía, es un presentimiento.

– ¡Olvídalo!

Lo olvidó, o hizo como si lo olvidara, que no es lo mismo, pero que sirve para sobrevivir. Fue una noche difícil. Después de la conversación, habían hecho el amor. Se abrazaron con un entusiasmo de cuerpos que se reencuentran. Ella tenía la sensación de fundirse con Ignacio, de perderse. Él se durmió casi en seguida. Dana habría querido continuar hablando, decirle que vivía con miedo. No le había contado nunca la sensación de no encajar en la vida del otro, de ser una presencia extraña en un entramado con ritmos propios. Se imaginó una función de teatro. Los actores la representaban, con una precisión estricta de gestos y de voces. Cuando caía el telón, los aplausos llenaban la sala. Se acostumbraban al éxito. Se refugiaban en las fórmulas conocidas que garantizaban la reacción del público, repetían las frases con entonaciones idénticas. Inesperadamente, una noche, sale un actor a escena. No tiene un papel en la obra. No es una broma de nadie, ni una improvisación del director. Anda desconcertado entre los otros personajes, buscando un lugar. Aunque sea el minúsculo espacio de media docena de líneas que recitará con entusiasmo. Todos le hacen el vacío; le rodean de silencio. Actúan como si no estuviera. Él sabe que, en cualquier momento, tendrá que marcharse. Dana tenía la frente bañada de sudor.

Ignacio respiraba tranquilo a su lado. El cuerpo amado se transformaba en una presencia extraña. Tensa, se esforzó por relajar los músculos: los tobillos y las piernas, el nudo del vientre. Se adormeció de madrugada, cuando ya se intuía la claridad. Antes de cerrar los ojos, la vio. Camille, la hermana, la desconocida, le daba la mano para que conciliara el sueño.