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Empezó un tiempo feliz. Una época de proyectos que se concretan después de haberlos soñado largamente. Nunca habría creído que fuera posible alcanzar la felicidad sin encontrar resquicios. Ignacio le ayudó a vencer los recelos, aquella hebra de reticencia que se esconde en el corazón para repetirnos que no puede ser, que la ilusión falsea la vida. Le decía mil veces que no existían las dudas. Hay frases que acompañan al amor. Son expresiones que los amantes pronuncian convencidos. Esas frases se firmarían con la propia sangre. Deseaban un amor eterno que traspasara los límites del tiempo y del espacio. Era el egoísmo de quienes lo quieren todo al instante porque los empuja la urgencia del otro. Sentían la necesidad de verse, la prisa por abrazarse. Después de Lavardens se hacía difícil volver a recluirse, actuar como si el miércoles fuera el único día de la semana, resistir la espera. Creyeron que se merecían ese amor. No era una cuestión de méritos ni de voluntad, sino la certeza irracional de que era su momento para amarse. Se habían acabado los dobles juegos, el disimulo que mata la energía de vivir, las mentiras que nos traicionan incluso antes de decirlas, la obligación de confundirse con las sombras.
Cuando Ignacio le aseguró que había decidido separarse, ella enmudeció, como si no se lo acabara de creer. Lo que hemos deseado con fuerza parece irreal si se hace posible. El corazón le pedía que se dejara llevar por la alegría; una alegría en estado puro que no se parecía a ninguna otra sensación de gozo conocida, sino que se relacionaba con los sentimientos de la infancia. La niña que fue había vivido obsesionada por descubrir la vida. Se sumergía en ella sin miedo porque nada la asustaba. Todavía no se había dado cuenta de que los demás podían amenazar o destruir nuestros sueños. Creía que las cosas que se deseaban con intensidad se conseguían. No temía los obstáculos, ni había aprendido a mentir. Con los años, llegó a pensar que la inocencia es sinónimo de estupidez. Las personas mienten por necesidad, como un subterfugio para sobrevivir. Recordaba el cielo de sus siete años. Le parecía de un azul imposible. Los colores de la isla oscilan entre la realidad de los sentidos y las invenciones que propicia el mar. Con Ignacio recuperaba el cielo y el mar.
Le dijo que había hablado con Marta. Intentó convencerla de que amaba a otra mujer, de que no quería continuar manteniendo una historia de ficción que existía sólo de puertas afuera. Ella no había querido escucharle. Se negó a comprenderle: le miraba desde muy lejos. Reaccionó con una mezcla de dolor e indignación. Predominaba la rabia porque había demasiadas cosas que perder. Dana se preguntaba qué lugar ocupaba Ignacio en la lista de las pérdidas. Se lo preguntaba en silencio, decidida a no intervenir en la ruptura. Estaba tranquila. Nunca se sintió culpable de la separación. Podía comprender el dolor de la otra, la impresión de robo, porque había cometido el error de creer que la vida de alguien puede ser una posesión. Había vivido vencida por la inercia de un mundo fácil, pensando que todo le pertenecía por derecho y gracia de su persona. No hacía falta luchar por el amor, porque el sentimiento se había convertido en un acuerdo de comodidad compartida, de bienestar familiar, de pacto con la sociedad.
Los hijos reaccionaron con toda la violencia de la juventud. Hay jóvenes que pueden ser más dogmáticos que la gente mayor. Cuando la propia vida está llena de dudas, se construyen un entorno de certezas, se aferran a ellas con la desesperación de quienes no tienen demasiados recursos frente a la adversidad. Las personas que han vivido intuyen que tienen que ser flexibles como las ramas de los árboles en las tormentas. Sólo así podrán sobrevivir, crecer, fortalecerse. Eran dos adolescentes que adoraban a sus padres. Habían recibido afecto y generosidad. Ignacio había trabajado toda la vida por ellos. Les dio la mejor educación, la mejor casa, las mejores vacaciones. Toda la dedicación personal de un hombre comprensivo con las flaquezas de los hijos, siempre dispuesto a la conversación, incondicional a sus deseos. Cuando les pidió que entendieran el amor que vivía, reaccionaron con dureza. Fueron intransigentes con un padre que nunca les había enseñado a serlo.
Le dijo que no le importaba. Con el tiempo llegarían a entenderle. Mientras, vivirían amándose:
– ¿Serás capaz de soportar que te den la espalda, que se nieguen a verte?
– Son casi adultos. Les he dado la vida, pero no puedo morir por su causa. Si me alejan de ti, me matan. Lo tienen que comprender.
– Palma es una sociedad pequeña. Por fuerza, el rumor se hará público. Habrá gente encantada de difundir la noticia. Dirán que soy una mala mujer. No me importa en absoluto. Pero, ¿y tú? Siempre has vivido pendiente de la opinión de los demás. Has vendido la imagen de hombre serio, de padre de familia responsable.
– Soy todo eso. No he renunciado a serlo. Estoy decidido a no hacer una exhibición pública de nuestro amor. No quiero herir a mis hijos; tampoco pretendo humillar a Marta. Actuaremos con discreción pero con firmeza. Despacio, pero no daremos pasos atrás.
– ¿Estás seguro?
– Absolutamente.
– Estoy acostumbrada a vivir nuestra relación entre sombras, a escondernos, a actuar como si fuéramos culpables de un extraño pecado. He pensado muchas veces que sería feliz de poder llevar una vida normal contigo. No sé, cosas sencillas: ir al cine o a un restaurante, caminar por el paseo Marítimo. Seré paciente. Sabes que puedo tener toda la paciencia del mundo. Si quieres que actuemos sin prisa, respetaré los ritmos que me indiques. Para mí, la separación es un gran paso. Nunca me había atrevido a pedírtelo. Pensaba que tenía que ser una decisión tuya.
– Te lo agradezco, pero estoy convencido de lo que hago. Tú no eres mi amante, sino mi mujer.
– ¿Y Marta?
– Hace demasiados años que compartimos cartelera en una curiosa película. No sé si era una comedia italiana o un drama con un tinte de opereta. Somos dos actores que han sabido interpretar bien sus papeles. Estoy harto de hacer teatro.
La felicidad es difícil de describir. Cuesta definir la sensación de plenitud que te puede invadir justo al despertarte. Todas las mañanas, Dana se preguntaba si lo había soñado. Durante algunos segundos, vacilaba en un estado de duda. Entonces sonreía, porque era cierto. Tenían la existencia entera para inventarse. Los proyectos que habían hecho irían tomando forma, adquirirían la consistencia de la vida. Los deseos que nunca se realizan quedan escritos en el cuerpo. Estaba segura: dejan en la piel una marca, una huella de impotencia. Cuando se concretan, dan alas. Estaba dispuesta a emprender el vuelo. Echada en la cama, notaba la claridad que entraba por la ventana y la abrazaba. Se dejaba envolver por la luz. Se sumergía en ella como si estuviera hecha de una materia resplandeciente. Cerraba los ojos mientras se sucedían las escenas en el pensamiento. Desfilaban con una velocidad prodigiosa. Ignacio y ella compartiendo el mundo. En una secuencia, andaban por Palma. Iban cogidos de la mano, con el aire tranquilo de quienes no se esconden de nadie. En otra, tomaban una copa en un bar de la Lonja. Debía de ser verano, porque la fachada de piedra se proyectaba en el suelo. La gente tomaba el fresco en las terrazas. Una mañana de sábado aparecía ante sus ojos. Recorrían las Ramblas y él le compraba una rosa amarilla. Le hablaba al oído mientras Dana se moría de risa. La carcajada sonaba alegre como el agua de una fuente. Entraban en una galería de arte, se paraban delante de un cuadro. Compartían la fascinación de los descubrimientos. Hacían cola en un cine, andaban por la playa, entraban en una tienda de ropa. Se sentaban en un banco de la plaza de la Reina, recorrían el parque del Mar, los jardines del Huerto del Rey. El pensamiento iba de prisa. Las visiones se alternaban sin orden ni concierto. Se precipitaban en una loca carrera. Las estaciones se mezclaban: era verano, pero en seguida se imponía el ocre del otoño, la desnudez del invierno o la suavidad de la primavera. Ocurría de una forma parecida con las horas del día: la noche ocupaba el lugar de la mañana, y el mediodía convivía con el crepúsculo.
Se preguntaba si tendrían vida suficiente para hacer todo cuanto imaginaba. Tenían que recorrer muchas tierras, pisar calles. Encontrarían gente que envidiaría su amor. Tenían que vivir historias que podrían contar a los demás, compartirlas como si fueran tesoros. La riqueza de lo que se ha vivido intensamente. Acostada entre las sábanas, estiraba los brazos, abría las manos hasta que las palmas se asemejaban a una concha. Cuando se sentía feliz, su cuerpo estaba hecho de olas. Entre los labios abiertos, el sabor del agua.
Ignacio hizo las maletas. No es sencillo introducir media vida en un espacio reducido, pensar qué nos llevamos, qué objetos son imprescindibles. Dejó los cuadros, los muebles. Seleccionó los enseres personales. Colocó la ropa de cualquier manera, con prisa. Percibía cien ojos vigilando sus movimientos. Se sentía incómodo. Rápidamente, abrió cajones, armarios, ficheros. Es curioso cómo la vida se escribe en las cosas. Todo lo que había vivido le salía al encuentro en cualquier nimiedad: un papel olvidado, la fotografía que nos muestra el propio rostro sonriente junto a los que pretendemos dejar atrás; extrañas contradicciones en las que se junta pasado y presente para confundirnos. Vio un retrato de Marta, de cuando tenía veinte años y un universo de promesas. Las imágenes de los hijos todavía pequeños. Perdió un rato en la biblioteca. ¿Qué libros de los que le habían acompañado a lo largo de su vida se tenía que llevar? Era una elección complicada. Cada volumen representaba un descubrimiento. Mientras pasaba las páginas, el olor a la tinta y la textura del papel le devolvían antiguas imágenes.
Una lenta melancolía iba ganando su voluntad. No era un hombre que exteriorizara fácilmente lo que vivía, pero nunca le había gustado entretenerse en hurgar en sus propios sentimientos. Se apresuró a acabar de hacer las maletas con rapidez. No lo pensó mucho: llenó una caja de cartón con unos cuantos libros, dobló las camisas, desperdigó las corbatas. Recogió algunas carpetas, y pocas cosas más. Nunca había estado demasiado atado a las pertenencias. Le gustaba vivir bien, pero no convertía la comodidad en una razón de vida. No le resultaba difícil prescindir de los objetos que le habían acompañado. Sabía que no echaría de menos los cuadros que había ido coleccionando durante años, las piezas de arte, los muebles que le gustaban. Podía hacer tabla rasa, porque la nostalgia sólo tenía sentido en las personas. Añoraba el cuerpo de Dana, pero podía abandonar el piso donde había vivido. Marta estaba en el sofá, deshecha en llanto. Los hijos permanecían junto a ella, como si formaran un escudo humano, hostil al que se marchaba, protector de su víctima. Se alegró: era mejor que estuvieran junto a Marta, ella los necesitaba. El no tardaría en recuperar su afecto. Les había enseñado la fe en la libertad de los demás. Esa creencia germinaría de algún lugar. Se reencontrarían.
Se instaló en un hotel cerca del despacho. No dijo a demasiadas personas que había cambiado de vida. No aumentó la frecuencia de los encuentros, que continuaron de forma clandestina. Mientras los días pasaban, procuraba trabajar mucho. Ella no le hizo preguntas. Se limitaba a esperar, con una ilusión que, a veces, creía que se convertiría en un río que se desborda. Cuando se veían, le preocupaba que no estuviese bien, que no se alimentara adecuadamente. Sabía que mantenía un ritmo frenético de trabajo. Habría querido estar a su lado, hacerle compañía, pero Ignacio prefería vivir los primeros días en soledad. Al mismo tiempo, temía perturbarle, en un período de cambios. Le costaba encontrar el punto justo de su presencia. Tenían que aclarar la situación, decidir adonde se trasladaría cuando fuera capaz de abandonar aquel refugio temporal, conversar con algunas personas de su estricta confianza. Se llamaban: la despertaba todas las mañanas; se despedían antes de dormirse. Él se esforzaba por transmitirle una imagen de confianza en un futuro próximo, de ganas de vivir.
Dana tampoco se lo contó a demasiada gente. Incluso aunque parecía extrovertida porque tenía un carácter alegre, era reservada con las historias del corazón. Las situaciones que le afectaban quedaban ocultas en un rincón profundo, del cual no resultaba sencillo rescatarlas. Prefería callar el entusiasmo, porque las palabras no tenían bastante fuerza para describir lo que vivía. Actuaba con la precaución de los animales que protegen su madriguera. Se movía con la habilidad de quienes escuchan antes de hablar, de aquellos que no dan pistas sobre su mundo. No era desconfiada por naturaleza, pero podía transformarse en una criatura recelosa, que protege lo que quiere. Se lo contó a sus padres y a una amiga de la infancia con quien compartía secretos. Habían vivido historias paralelas y sabía que hablar con ella era situarse frente a un espejo que devuelve, precisa, la imagen propia. Se entendían con la mirada, con las palabras, y con aquellos códigos inexplicables que los años construyen. La complicidad se edifica como una casa. Hace falta que tenga cimientos sólidos, una estructura firme. Se llamaba Luisa y era farmacéutica. Pasado el tiempo de las confidencias, no volvió a hablar con nadie. Sabía que no era el momento, que no tenía que tomar la iniciativa. Para una persona inquieta, la pasividad forzosa no es una opción fácil, pero le había prometido que tendría paciencia, y estaba dispuesta a cumplir su palabra.
La habitación del hotel de Ignacio no era grande ni pequeña, acogedora ni inhóspita. Respondía a una dorada medianía, con elementos de confortable mediocridad. Quizá constituía una alternancia de todas esas percepciones, dependiendo del estado de ánimo con que él llegaba después del trabajo. Exhibía el aire de provisionalidad que tienen los hoteles, aunque haya algún mueble de diseño, reproducciones de obras de pintores holandeses en las paredes. Desde el principio, se sintió enjaulado. No había bastante espacio para todos los pensamientos que hacía volar cuando no podía conciliar el sueño. Vivía oscilando entre la euforia de haber sido capaz de alejarse de Marta y la preocupación involuntaria por los hijos. No pretendía pensar, porque hay situaciones que hacen daño, pero lo hacía sin querer. Todavía confiaba en su propia capacidad para contarles lo que vivía, para transmitirles la necesidad de comprensión.
El dormitorio estaba lleno de periódicos. Todos los días pasaba por un quiosco del paseo Mallorca, donde compraba la prensa. Entretenía el insomnio leyendo los anuncios que ofrecían pisos de alquiler. Hacía una lectura a menudo minuciosa, a veces frenética, porque pensaba que nunca encontraría el que buscaba. Con un rotulador rojo ponía un círculo a los que le podían interesar. Tenía que calcular muchos factores: la distancia del piso al trabajo, la situación, los metros cuadrados útiles de vivienda, el estado de la casa, si necesitaba reformas, etc. Llamó a unos cuantos agentes inmobiliarios y les pidió que iniciasen una exhaustiva búsqueda. Había empezado la primavera en un hotel, quería acabarla en un piso que pudiera considerar propio. Un espacio que fuera de Dana y de él, donde poder amarse entre sábanas que no hubiera usado otra pareja, donde no tuvieran que oír los gemidos que se filtran por las paredes. El placer de los desconocidos puede resultarnos una intrusión. Un lugar que ella, que había vivido el amor en habitaciones alquiladas por un rato, alegraría con plantas de hojas verdes.
Se habían citado bajo los soportales de la plaza Mayor, en un bar lleno de extranjeros. Era una mañana de incipiente primavera, cuando las calles son una fiesta de idas y venidas. La gente añora el sol: se sientan en las terrazas buscando con el rostro un rayo amable. El calor alegra los ánimos, diluye las nostalgias. Todo el mundo se apresura a recibir esa claridad que alimenta como un buen vino. Dana llegó antes. Llevaba un vestido crudo, casi arena, con una chaqueta oscura. Andaba empujada por el deseo de encontrarle. Avanzaba titubeando entre la marea de cuerpos que venían de la calle Sant Miquel. Tenía ganas de verle, de descubrir su rostro entre todos los demás. Sentía también una cierta inseguridad, porque no dominaba la situación. Estaban poco acostumbrados a los encuentros diurnos en una céntrica plaza de Palma. Se preguntaba cómo tenía que comportarse. Le sonreiría. Había recibido la llamada hacía un rato. Fue breve, preciso; le insistió para que no llegara tarde; se inventó una excusa en la radio y se marchó, sin demasiadas explicaciones. Corría por la calle, casi volaba. No tenía motivos, pero necesitaba andar con rapidez. Tenía que recorrer la distancia lo más velozmente posible.
Se encontraron y los transeúntes desaparecieron de su vista. No oían el murmullo de las conversaciones, ni había rastro alguno de presencias poco oportunas. Se miraron a los ojos. A Dana le pareció descubrir una sombra de fatiga. Él leyó entusiasmo, una entrega sin reservas que resultaba reconfortante, porque no es muy frecuente. Se sentaron a una mesa que estaba algo alejada del resto. El le dijo:
– He encontrado un piso.
– ¿En serio? ¿Lo has visitado ya?
– Me gusta mucho. Creo que podremos estar bien en él.
– Me siento feliz sólo con imaginarlo. ¿Dónde está?
– En la calle Sant Jaume. Es un piso antiguo, pero no necesita reformas… Puede que algunos detalles sin importancia que pueden solucionarse en un par de semanas. Sólo tienes que visitarlo y decidirte.
– No, no, si a ti te gusta…
– De ningún modo, quiero que sea una elección de los dos. Aquí tienes las llaves. No tengo que devolverlas hasta mañana. Puedes ir esta tarde.
– ¿Sola?
– Sí. Es una primera visita. Tengo mucho trabajo en el despacho. Si te gusta, haremos la siguiente juntos.
– De acuerdo.
La calle Sant Jaume es estrecha. Desde la iglesia de Santa Magdalena, llega hasta el inicio de Jaume III. Es sombría, con casas de fachadas altas. Da la impresión de que la piedra se impone, que gana al espacio. Siempre le había gustado su aspecto tranquilo, señorial, la calma que se respiraba, justo en el centro de la ciudad. Fue a primera hora de la tarde. La curiosidad le empujaba a visitarla sin acabar de creerse que fuera posible. Se lo repetía bajito, como quien murmura una letanía: iba a ver el piso que Ignacio había elegido para ellos, la casa donde vivirían juntos. Tenía que hacer un esfuerzo para medir el ritmo de los pasos, para contener la alegría que la desbordaba. No podía ponerse a correr, ni saltar entre los coches. Los demás peatones habrían creído que era una loca, una mujer que había perdido el juicio. Debía de ser verdad, porque la prisa la vencía, el impulso de convertirse en un soplo de aire.
Era un ático con una terraza acristalada. Estaba reformado con buen gusto: vigas de madera en el techo, ladrillos de cerámica, un salón con chimenea que tenía las paredes de estuco veneciano, era de un tono que oscilaba entre el rosa y el naranja. El dormitorio era grande; la cocina, moderna. Había una sala con estanterías para libros. Entró y sintió una calidez inesperada, la sensación de reconocerse en el espacio. Había una bañera antigua, con cuatro minúsculos pies, que parecía salida de una película de Fellini. El resto era de una desnudez rotunda, excesiva, que invitaba a imaginar rincones decorados con delicadeza. Recorrió el piso tres, cuatro, cinco veces. Se imaginó la terraza llena de macetas. Haría un jardín secreto, para que en él creciera el amor. Se imaginó una mesa con butacas de madera. Un zumo de naranja por las mañanas, un combinado los atardeceres, cuando volvieran de trabajar, música de fondo. Tendrían todo el espacio y todo el tiempo para amarse. No se sorprendió: Ignacio había acertado en la elección. El piso era, desde aquel instante, su casa.
Oyó ruido de pasos. Alguien se movía con precaución a pocos metros de donde se encontraba. ¿Eran los movimientos cautelosos de una persona que pretende esconderse? ¿O el disimulo buscado de quien nos quiere sorprender? ¿Había un ladrón en el piso? Era una sombra que la había perseguido por la calle, que observó sus movimientos, hasta que comprobó que estaba sola. Tuvo el tiempo justo de percibirlo, antes de que le taparan la boca, mientras unos brazos la arrastraban al suelo. No tuvo que ahogar los gritos bajo la mano que le cubría la boca, ni opuso resistencia al abrazo. Oyó una voz conocida que le murmuraba:
– ¿Creías que no iba a acompañarte a ver nuestra casa?
– ¡Me has asustado! -Reía ella.
– Quería observarte. Nunca te había espiado y me gusta. He seguido tus pensamientos mirándote.
– ¿Y qué pensaba?
– Pensabas que he hecho una buena elección para nosotros. Igual que a mí, te han encantado estos espacios. Crees que aquí seremos muy felices.
– Sí. -Continuaba riendo.
– Has pensado que es una casa llena de magníficos rincones para amarse.
– ¿Cómo puedes saberlo?
– Es lo mismo que pensé yo al verla.
Se rieron los dos. Se abrazaron sobre una alfombra hecha de ropa: el vestido, la chaqueta, la camisa y los pantalones. Había una mezcla de colores, de aromas, de pieles. Sus cuerpos eran un solo cuerpo.
El tercer marido de Matilde cantaba boleros en un tugurio de mala muerte. Era un bar desvencijado que ocupaba los bajos de una casa antigua, en un callejón del barrio de la Lonja. Tenía la gracia de aquellos antros que han crecido improvisadamente, a partir de una acumulación de objetos. Había mesas redondas, que recordaban los cafés parisinos. Las butacas estaban tapizadas de terciopelo. Se servían copas de cava y combinados. Todo sucedía en una dulce penumbra que suavizaba las conversaciones y las facciones de la gente.
Se llamaba Julián. Si le mirabas de lejos, tenía un aire que recordaba al protagonista de Esplendor en la hierba. Un Warren Beatty de mirada perdida, de ademán indolente con cierta ternura en los gestos. No era un retrato exacto, sino una versión deformada por los años. Un círculo de grasa le rodeaba la cintura, los hombros se inclinaban bajo una joroba imperceptible, las arrugas le marcaban el rostro. Toda la vida había querido ser un profesional de la música. Subir a un escenario y despertar la ovación del público con sus canciones. Tenía una voz profunda, que el tabaco y el alcohol habían roto en el punto justo para que recordara la cuerda destemplada de un instrumento demasiado usado. Sabía modularla, mientras la adaptaba a los movimientos del cuerpo. Era un auténtico escenógrafo: dominaba la expresión de la cara, el movimiento de los brazos, que parecían querer perseguir lo que decía, apesadumbrado por haber dejado escapar tantos sentimientos entre sus labios. Era un actor acostumbrado a interpretar su papel, pese a las circunstancias desfavorables o al desinterés de quienes tendrían que haberle escuchado pero se entretenían en conversaciones absurdas, bromas groseras o confidencias. Se sentía muy solo, un artista incomprendido a quien el público rechaza. Cada noche era como si fuese la primera. Volvía a ponerse el traje negro, de codos desgastados, el corbatín que heredó de un tío suyo que había actuado con la orquesta de Antonio Machín y que fue su precursor familiar en el oficio. Saludaba a una docena de personas que se sentaban en el café con una inclinación que tenía algo de tristeza y empezaba a cantar boleros, que relatan historias de derrotas.
Matilde nunca salía de noche. Desde la muerte de Justo, se había resignado a una vida tranquila. No buscaba nada más. Se levantaba temprano, terminaba los trabajos de la casa y se arreglaba frente al espejo. Un toque azul en los párpados le recordaba que todavía estaba en este mundo. Solía ir al mercado para encontrarse con María. Compraba fruta, legumbres. El objetivo era la conversación. Hablaban de todo y de nada, en una secuencia hecha de exclamaciones, de interrogantes, de murmullos junto al oído. Se sucedían expresiones como «No te puedes ni imaginar», «¿Sabes lo que dicen? Yo no lo creo, pero me lo han contado». Acumulaban chismes, que eran la crónica de los conocidos de siempre, la constatación de que la existencia seguía, pese a la adversidad. Matilde no solía hablar de los maridos muertos. Joaquín la liberó yéndose. Justo la traicionó, muñéndose sin previo aviso, cuando empezaban a saborear el amor. Los dos formaban parte de una oscura memoria, que no quería rescatar para los demás. María lo entendía. Era una mujer respetuosa, consciente de que hay temas que resultan inconvenientes. No hace falta abrir las heridas, cuando todavía no se han cerrado. Ella era risueña, como Matilde antes de aquella doble viudedad que le amargaba la vida. Se encontraban bien juntas. Habían compartido demasiada historia para que no se entendieran sin mediar palabras. Con una mirada tenían suficiente para adivinar el pensamiento. Resultaba cómodo, porque, cuando hay mucho que decir, los sobreentendidos nos permiten avanzar sin errores.
María llevaba el pelo corto, con las puntas rizadas. Tenía la frente alta y una sonrisa con la que se ganaba el corazón de la gente. Era la misma sonrisa de aquella adolescente que saboreaba la vida con curiosidad, cuando vivían cerca. La había conservado como un milagro. Se burlaba del colorete, porque tenía las mejillas encendidas. Empezó a usar pintalabios cuando se lo pidió el marido. Estaba contenta si podía hacerle feliz, pero prefería ir con la cara lavada. Matilde le aconsejaba el tono que tenía que ponerse para iluminarlos. Los encuentros matinales le hacían compañía. La animaban a salir de casa. Gracias a las citas del mercado, venció la tentación de no moverse de la butaca, observando el mundo desde la ventana.
Una noche salieron a cenar. El marido de María estaba de viaje y aprovecharon para encontrarse en un restaurante donde se servía buen pescado y mejor vino. Estaba en el paseo Marítimo de Palma. A María no le hacía demasiada gracia salir sin su marido. Estaba acostumbrada a su compañía, a aquel acoplamiento del cuerpo del uno al cuerpo del otro. Había convertido los hábitos de él en los suyos propios. Ya no sabía qué decisiones nacían de una voluntad personal ni cuáles eran el resultado de la influencia de un carácter decidido. Tampoco se paraba a analizarlo. Era feliz cuando vivía pendiente de sus deseos, de las reacciones que intuía antes de producirse. A veces, pensaba: ¿no se lo había dicho el cura de la parroquia de Santa Catalina, cuando los casó, que empezaba un tiempo en que formarían una sola carne, una única vida? Le gustaba recordarlo, aunque nunca se lo decía a él.
Tenía buen corazón y quería a Matilde. Era su amiga, la confidente en la adolescencia, la cómplice en la edad adulta. Habría querido que tuviera mejor suerte, porque creía que cada uno tenía que recibir de la existencia lo que correspondía a su bondad. Como si la fortuna tuviera que depender de una cuestión de méritos. Era un pensamiento infantil, de una inocencia que formaba parte de su carácter y que conmovía a Matilde, mucho más escéptica con ese tipo de repartos. Ella habría comparado la suerte con una lotería. Como María sabía que estaba sola, se alegraba al verla aparecer por las mañanas en el mercado. Le elegía la fruta jugosa, la que se deshace en la boca. Le contaba los últimos chismes con buen humor, deseosa de verla sonreír. Por eso decidió salir a cenar. Sabía que Matilde apenas se movía de casa, y estaba dispuesta a acompañarla en una noche de inesperada libertad.
Se vistió de fiesta. María, sin su bata de flores, parecía otra mujer. Llevaba el vestido azul marino que tenía las mangas abrochadas en el puño, y zapatos de tacón. Matilde llevaba una falda gris y una blusa blanca. Se había puesto un collar de coral. Andaba con la gracia de siempre. Se movía por el mundo con aires de criatura alada. Nunca supieron cómo acabaron en el bar que había detrás de la Lonja. Habían compartido una botella de vino. María hablaba de su marido con el entusiasmo de una adolescente que ha descubierto el amor. La otra la escuchaba sorprendida. Se mezclaban la admiración por un sentimiento incondicional con un poco de duda. Él no le parecía digno de una idolatría tan intensa, pero nunca se lo habría confesado. Le envidiaba que fuera capaz de mantener el entusiasmo, la devoción por alguien. Los años suelen poner a prueba las fidelidades. Comprobar su fortaleza le devolvía la fe en la gente.
Cuando entraron en el bar, Julián cantaba Tatuaje. Hablaba de un extranjero que había llegado en un barco. Llevaba en el pecho un tatuaje con el nombre de la mujer que había amado. Otra mujer, a quien contó su historia, le perseguía de mostrador en mostrador:
– Hay amores que matan -suspiró María, que era una seguidora de las telenovelas, mientras ocupaban una mesa en un extremo de la sala.
– No debes de hablar por ti. -No pudo evitar la ironía-. En todo caso, debes de decirlo por mí. Pero tendrías que corregirte: mis amores casi me matan, pero ellos siempre se mueren.
– Ay, querida, ¡cuánto lo siento! -María era incapaz de captar el tono burlón de la otra-. No me refería a tu vida. Ya sabes cómo me duele.
– No hablemos más de ello, mujer. Era una broma. Escucha, ¿crees que hay algo mejor que un bolero para definir el amor?
– Me encantan -suspiró aliviada por el giro de la conversación.
– Un buen bolero y una copa de cava. -Hizo un gesto al camarero-. ¿Qué te parece?
– Una combinación acertada. Me gustaría saber por qué los boleros son siempre tristes.
– A la gente le gusta escuchar historias que hablan de amores desgraciados. Después pretenden vivir un amor feliz, pero no todo el mundo lo consigue. Algunos ya hemos renunciado, tras comprobar que la vida puede ser un auténtico bolero.
Los ojos se les acostumbraron a la penumbra de la sala. Empezaron a distinguir las siluetas de los demás. Debía de haber una veintena de noctámbulos, que no hacían demasiado ruido. El murmullo de las conversaciones, de alguna risa subida de tono, de las copas que tintineaban se unía a la canción. Sin darse cuenta, se habían situado cerca del escenario. Algunos metros las separaban del hombre que tenía la voz de terciopelo desgarrado. «Me recuerda el sofá de la casa de los abuelos», pensó Matilde, mientras sonreía, extrañada por la comparación. La voz se asemejaba a la tela en apariencia fuerte, pero deteriorada por los años, que mantenía una textura que recordaba antiguas glorias, pese a estar ajada. Habría querido acariciarla. Aunque parezca imposible llegar a tocar la voz de alguien, estaba segura de que la sensación debía de resultar grata. Cuando el hombre acabó Tatuaje, aplaudieron. Estaban sumergidas en un ambiente cálido, donde los humos de los pitillos dibujaban espirales y los secretos podían convertirse en un rumor. Julián las saludó, haciendo una ligera inclinación con la cabeza. Tenía el aspecto de un solitario a quien la vida ha robado la sonrisa. El aspecto serio concordaba con las letras de las músicas que interpretaba. Inició los acordes de Si tú me dices ven.
«Dejarlo todo por alguien no debe de ser fácil», pensó Matilde, mientras le observaba de reojo. Desde que se miraron, reconoció una vieja señal de alarma.
Hay indicios que nos recuerdan experiencias vividas. Amores que empiezan evocándonos otros amores, aunque cada pasión sea única. Enamorarse puede ser el resultado de mucho tiempo, o puede surgir en un instante. Hay quien no cree en las historias que nacen del desconocimiento del otro, pero Matilde nunca las había cuestionado. Consideraba que el amor exige grandes dosis de insensatez. Una capacidad de dejarse llevar, cuando se desconoce el rumbo de la travesía. Habría querido saber protegerse. Ante cualquier signo de peligro, estaba dispuesta a actuar con firmeza. La situación la pilló desprevenida. ¿Cómo podría haber imaginado que volvería a caer en el mismo error? Habría jurado por la memoria de sus muertos que estaba curada del mal de amores. Había padecido demasiado sus miserias. Pero la carne quiere carne, y no escucha demasiado las recomendaciones de la razón.
Los boleros tuvieron la culpa. Se lo repetía, cuando intentaba aclararse aquella noche. Son más peligrosos que el alcohol, la tristeza, la soledad. Se embriagó con ellos y la voz de un hombre llenó su mente, anulando las otras voces que la advertían. Los boleros son los culpables de ciertas reacciones absurdas. La historia que cuentan queda retenida en algún rincón de nuestro cerebro; transforma nuestra percepción de las cosas. Quizá no son las historias, sino el sentimiento que transmite alguien cuando los canta. No se puede interpretar un bolero con la boca chica, con prisas, ni como si se padeciera estreñimiento. Tienen que significar un vómito de sensaciones, la capacidad de desafiar el ridículo, la propia vulnerabilidad, los días grises.
Bebían cava. Cuando tenían la copa vacía, un camarero volvía a llenarla. Les dijo que era una gentileza de don Julián Ramírez, el cantante, y las dos le agradecieron la atención levantando la copa a la vez, en un gesto que el alcohol hacía descomedido. María, que no era de reacciones demasiado rápidas, murmuró:
– Tengo la sensación de que ese hombre te mira mucho. Canta para ti.
– ¿Qué dices? -le preguntó la otra, disimulando.
Durante una pausa en la actuación, les pidió permiso para sentarse a su mesa. Tenía los ademanes de un caballero de otra época, pero añadía una ampulosidad innecesaria, una exageración en el movimiento de las manos. Era parlanchín, pensó María, a quien le resultaba difícil abrir el corazón a los desconocidos. En cambio, Matilde tenía la impresión de conocerlo de siempre. Les contó que hacía treinta años que actuaba en el local. Tenía un extenso repertorio. Se dedicaba en cuerpo y alma a la interpretación de las piezas, porque los artistas tienen que dejarse la piel en cada actuación. Lo aseguraba sin sonreír, con un rictus en los labios que Matilde leía en silencio. Había estado dispuesto a quemar la vida por la música, mientras otro fuego lo devoraba. Padecía ataques de bronquitis, que le dejaban fuera de juego durante semanas. Tenía las cuerdas vocales cansadas, la garganta oscurecida por el tabaco, el cuerpo vencido, pero no habría abandonado el trabajo por nada del mundo. Volvía a sentir la ilusión del adolescente que sube a un escenario, aunque no tuviera ningún escenario ni fuera un adolescente. Cuando se iban, interpretó una última canción para Matilde. Se titulaba Contigo en la distancia, y ella la escuchó con una tristeza que le resultaba difícil de comprender.
Se casaron tres semanas después. Así era la vida de Matilde: una vorágine del corazón. Habría querido ser de naturaleza reflexiva, reposada en la forma de vivir las emociones, pero nunca supo. Le habría gustado no dejarse llevar por los impulsos que convertían la razón en una ridiculez, pero se enamoraba con la intensidad de una chica de quince años; vivía los amores con el convencimiento de una mujer adulta, y los perdía ignorando las causas, víctima de la servidumbre de los sentimientos. María no se lo acababa de creer. Como no era muy decidida, le sugirió con poca convicción que esperara un tiempo.
– Os acabáis de conocer -le dijo-. ¿Qué sabes de ese hombre?
– Cuando canta boleros, se deja la vida en ellos.
– ¿Y ésa es una buena razón para casarte con él?
– Le quiero como dicen los boleros: como no había querido nunca a nadie.
– ¿Ni a Joaquín, cuando bailabais aquella noche de San Juan en nuestro barrio? ¿Ni a Justo, que te hacía muy feliz?
– No me hables de ellos. Los dos se murieron.
– Perdóname. Quiero que seas feliz, que estés segura.
– Lo supe la primera noche. No hacen falta los días, que siempre son escasos, ni las razones, que son demasiado prudentes.
– De acuerdo -suspiró María con una sonrisa-. ¿De qué color vestiremos esta vez a la novia?
Se abrazaron con la complicidad de toda una vida. María le cosió una falda con un volante en la cintura. Matilde se puso flores de jazmín en el pelo. Cuando se movía, desprendía un olor penetrante. Julián decía que se mareaba al olerlos. Llevaba el corbatín que fue de su tío músico, porque pensaba que les daría buena suerte. Era la primera vez que se casaba. Ella se reía, mientras le pedía que le cantara un bolero que dice: «El día que me quieras, las estrellas, celosas, nos mirarán pasar.» La noche de bodas fue estrellada. Desde la ventana de un hotel del puerto de Alcudia, vieron estrellas fugaces que caen del cielo, para que las podamos alcanzar. Cada una significaba un deseo. Pensó tantos como puntos de luz fueron capaces de contar en la bóveda azul. Ella se dijo que, aunque tan sólo se cumpliesen unos pocos, sería feliz.
En los primeros tiempos de vida en común, Matilde se acostumbró a cambiar la noche por el día. Todas las noches se vestía de fiesta para acompañarle al bar. En un puesto del mercado compraba retales de tela por cuatro reales. Elegía los colores del arco iris. Por las tardes se entretenía cosiéndose faldas, blusas, vestidos. Siempre le había gustado la costura. Hacía los patrones, cortaba las telas, cosía con unas puntadas minúsculas. Como era creativa, mezclaba los colores, que le alegraban la vida.
Se sentaba a una mesa, mientras le escuchaba. No se cansaba nunca de oír su voz. Cada canción la enamoraba todavía más de Julián. Entornaba los ojos, imaginándose que todas las frases eran para ella. «Siempre que te pregunto, que cuándo, cómo y dónde, tú siempre me respondes: "Quizá, quizá, quizá"», le decía junto al oído, pero el corazón de Matilde le ofrecía una rendición incondicional, que habría hecho saltar las luces del local, y habría dejado el mundo a oscuras, si no se hubiera esforzado por reprimir la intensidad. De madrugada, volvían a casa. Andaban, ebrios de música. Se cogían la mano en silencio, porque él tenía la voz rota.
La actuación suponía un esfuerzo inmenso. Hacía años que los médicos le habían recomendado que dejara de cantar, pero él nunca les hizo caso. Ella tenía que morderse la lengua para no insistir, pero amaba su música. Le comprendía. ¿Qué habría hecho Julián sin voz, enmudecido de pronto por el dictado de alguien? Seguro que se habría transformado en un hombre diferente, amargado. En casa, le preparaba infusiones de hierbas que calman las inflamaciones. Le hacía tomar miel con limón, para que encontrara algo de consuelo. Le obligaba a no decir palabra, a acostarse y a dormir muchas horas, porque sólo un largo sueño cura todos los males. Mientras tanto, buscaba hilo dorado, trozos de tela azul, encajes, sedas relucientes. Ponía en ello toda la ilusión, porque quería que Julián no tuviera ojos para ninguna otra mujer.
No se murió en la ducha como Joaquín, víctima de un resbalón. Ni tampoco de un accidente en la carretera, como Justo. Julián murió en la cama, de una larga enfermedad.
– Tiene una enfermedad grave -decía María, consternada ante la desgracia de Matilde.
– Los boleros le matan -murmuraba ella-. No podemos hacer nada. Aunque sólo le quede un hilo de voz, continuará cantando.
Los últimos tiempos fueron duros. Las medicinas que tenía que tomar le calmaban el dolor, pero le hacían padecer alteraciones en la percepción de la realidad. Confundía las mañanas con las noches. Creía que era la hora de ir a actuar y se levantaba de la cama con un ímpetu que quería ser valiente, pero que resultaba penoso. Se indignaba con Matilde, a quien, en pleno desvarío, acusaba de tenerle encarcelado. Cuando ella, rota por el agotamiento de pasar la noche en vela, empezaba a llorar, Julián, lleno de ternura, intentaba cantarle: «Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez.» La voz era un gemido vacilante, que le recordaba el gorjeo de los pájaros cuando huyen del árbol al que apunta un cazador. Le abrazaba sin hablar, porque todas las palabras las ponía él y no les hacían falta más. Con una torpeza en los dedos que era una reacción del cuerpo vencido, intentaba abrocharse el corbatín en el cuello del pijama. Se iba de la habitación, de la casa. Quería salir a la calle con el afán de encontrar un teatro donde el público le esperaba. Matilde no le dejó. Recibía la llamada de María, que no podía asumir que los acontecimientos se precipitaran:
– Cuando te conoció, tendría que haberte dicho que estaba enfermo -aseguraba, dolida-. Os casasteis demasiado de prisa. Te uniste a un moribundo sin saberlo.
– Siempre lo he hecho -respondía Matilde-. Esta vez la muerte no me pillará desprevenida. Es un consuelo.
– Debería habértelo contado.
– ¿Para qué? ¿Crees que no me habría casado? -Se hizo un silencio-. Contéstame.
– Sí. Te habrías casado para acompañarle en la muerte.
Había padecido las muertes de Joaquín y de Justo como accidentes imprevisibles. En el primer caso, un percance doméstico absurdo se llevó de este mundo al hombre para quien había imaginado una muerte heroica. En el segundo matrimonio se sintió abandonada. Cuando la desaparición de alguien llega por sorpresa, resulta difícil asumirla. Esta vez tenía que ser todo muy diferente. Lo anunciaron los astros, en la noche de bodas. Las estrellas también se equivocan. Se repetía que tenía que hacerse a la idea: se cerraban de nuevo las puertas de la felicidad. Intentaba consolarse diciéndose que conservaría para siempre los buenos recuerdos. La voz de Julián, las palabras de amor que no se inventó, pero que repetía como nadie, la intensidad de su historia.
El destino no lo quiso. No le dejó la ilusión de pensar que Julián había encontrado en ella a la mujer que siempre imaginó. Un amor inmenso que no podía acabarse con la muerte. Fue el descubrimiento definitivo; el tiro de gracia. Lo comprendió una mañana, cuando su marido estaba empecinado en hablarle de la oscuridad. Abría las cortinas para bañarlo en una lluvia de luz, pero él decía que la noche era larga. Pese a que sólo podía intuirlo, eran los últimos momentos de vida de Julián. Estaba inquieto. En un letargo intranquilo, miraba a la nada. Habría querido aprisionar sus ojos, hacerlos reposar en los suyos. Intentaba tranquilizarle murmurándole palabras que describían bellos paisajes, proyectos que no cumplirían. No la escuchaba. Se preguntó si sabía dónde estaba, si la reconocía. Él inició un monólogo casi ininteligible. Frases que surgían con un hilo de voz. Pronunció un nombre. Repetía aquel nombre, como quien reclama la vida:
– Gisela, Gisela.
– ¿Cómo? -preguntó Matilde-. ¿Por quién preguntas?
– ¿Eres tú, Gisela, amor mío?
Murió en sus brazos repitiendo el nombre de otra. Pasó el tiempo. Acunaba al muerto, mientras recordaba la letra de una canción que le había enseñado: «Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer.» No quería que nadie entrara en la habitación. Estaba convencida de que nada borraría el último episodio. Era una mujer loca que abrazaba el cadáver de un pobre cantante de boleros.
En el piso de la calle Sant Jaume, los días tenían un ritmo propio. Desde que habían empezado a vivir juntos, Dana habitaba un mundo casi perfecto. Es muy sencillo acostumbrarse a la felicidad. Lo hizo de forma natural, casi sin darse cuenta, como si viviera una situación que le pertenecía por el derecho de los sentimientos. Se sentía conciliada con la vida. Era un estado de plenitud que no analizaba. No era tiempo de reflexiones, sino de dejarse llevar por el gozo del descubrimiento mutuo. Alguna noche se despertaba. Alargaba un brazo explorando las sombras, hasta el cuerpo dormido. La presencia de Ignacio le resultaba tranquilizadora. Le acariciaba y volvía a conciliar el sueño. Se levantaba de buen humor. Mientras oía el agua de la ducha o la máquina de afeitar, estiraba el cuerpo debajo de las sábanas. Pensaba en alguna anécdota que hubiera olvidado contarle, en una pregunta que no le había formulado. Experimentaba una urgencia absurda de decirle que le amaba.
Se repetía que el amor tiene algo de ridículo. Esa dependencia le daba una cierta vergüenza que superó de prisa, porque se sentía demasiado feliz para no vencer cualquier dificultad. El amor la fortalecía. Lo habría jurado: la mejor versión de sí misma recorría las calles de Palma, iba a trabajar a la radio, se encontraba con Ignacio en casa. Su carácter iluminaba la vida. Cuando se contemplaba en el espejo, se veía atractiva. Los cabellos le sombreaban los hombros, la expresión se dulcificaba, los ojos se hacían enormes. Tenía el rostro de una mujer enamorada, que tiene ganas de vivir. El amor permitía que fuera indulgente con las debilidades, que se riera a menudo, porque el mundo era un lugar amable y la vida sabía ser pródiga. Como en una especie de espontáneo contagio, ella también era mejor, generosa con los demás. No pasaba de largo, sino que se paraba a escuchar a la gente, a saludar a los conocidos. A menudo construía castillos en el aire: imaginaba un día, quizá no muy lejano, en que los hijos de Ignacio consentirían en conocerla. Se esforzaría en entenderlos, sería capaz de meterse en la piel de aquellos adolescentes, que vivían convencidos de que era una ladrona. Intentaría que comprendieran lo que sentía por su padre. No les complicaría la existencia, sino que respetaría sus ritmos, sus voluntades. Ocuparía el lugar que ellos quisieran: podía ser la amiga, la cómplice, la confidente. Tal vez sólo la conocida discreta, dispuesta a ayudarlos cuando hiciera falta. Nunca usurparía espacios que no le eran propios, pero no sería difícil aprender a quererlos, porque eran los hijos de él.
Continuaban las constantes llamadas al móvil. No renunciaban a comunicarse con frecuencia. Eran conversaciones breves que interrumpían visitas profesionales, comidas con conocidos o sesiones de trabajo. No importaba: tenían suficiente con algunas palabras. Necesitaban repetirse que se amaban, decirlo hasta que el eco de la voz del otro quedaba grabada en el cerebro. No había la urgencia apresurada, ni la angustia de encontrar el aparato desconectado. Se acostumbraron a vivir con una cierta calma. Cuando las mentiras no son imprescindibles, la vida es un logro. No tenían que inventar excusas para encontrarse, ni sentían la necesidad de disimular las citas. Muchas tardes, antes de subir al ático que compartían, Ignacio pasaba por las Ramblas. Las floristas se acostumbraron a la presencia del hombre educado, que tenía la sonrisa de un adolescente cuando les pedía un ramo de rosas. Quería que olieran bien, que tuviesen la humedad de las flores frescas. Con mirada crítica, seleccionaba los tallos largos, medía la abertura de cada capullo. Se iba satisfecho, impaciente por encontrarse con ella.
Dana se apresuraba para llegar puntual. Terminaba los guiones, cerraba el ordenador con una sonrisa; volvía a casa. Cuando alguien nos espera, lo único que importa es acudir a la cita. Si durante el día lo pensamos a menudo, nada nos detiene. No hay motivos para retrasar el regreso, ni deseos de aplazarlo. Solía abrir la puerta con una cálida sensación. Le esperaba preparando un pescado al horno o una tortilla de patatas. No era demasiado buena en la cocina, pero tenía una habilidad prodigiosa para aderezar carne con sabor a hierbas. Él le decía que era como si se comiera un bosque lleno de aromas. Se reían de la sensación de devorar la arboleda. Creían que todo era posible, que todo estaba permitido, mientras escuchaban una canción de Moustaki. Bajo la bata, se ponía un camisón casi transparente. Él elegía con cuidado la botella de vino para la cena. La noche era una fiesta.
Salían de casa. Caminaban por la calle Sant Jaume, mientras se dirigían al Born. Si era una mañana soleada, compraban el periódico y lo leían en un banco, la cabeza de Dana apoyada en el hombro de Ignacio. Si hacía frío, entraban en un café. Reían por cualquier tontería, inventaban proyectos de viajes, se proponían leer la misma novela o discutían por la película que irían a ver. Ella confiaba plenamente en él, con esa sencillez que nos hace fiarnos de las personas que amamos. No le hacía falta ser cautelosa. Tenía la percepción de haber encontrado a quien buscaba. Antes, no había sabido qué significaba estar enamorada. Todos los amores fueron frívolos o fugaces. Historias sin importancia que la memoria borraba porque no tenía espacio para otros recuerdos. Anécdotas que formaban parte de una etapa que había dejado atrás. No renegaba de lo que había vivido, se alejaba sin ningún pesar.
Les gustaba ir por el paseo Marítimo, leyendo los nombres de cada barca. Los había sonoros, como un eco. Otros eran como un murmullo junto al oído. Algunos daban risa. En algún caso, los consideraban absurdos, por lo excesivos que eran. Les gustaba el mar desde la costa. Observar las barcas cuando descansan en el puerto, lejos de los oleajes. Eran marineros de arena y de roca, poco valientes en un mar embravecido. El agua de todos los puertos se calma en la solidez de la ensenada. La idea les resultaba placentera. Se sentaban contemplándola en silencio. No decían nada, cautivados por el lugar. Dana pensaba que aquélla era la vida que deseaban. Una existencia que escribían con trazo firme. Agradecía al destino haber encontrado a Ignacio. Entre las barcas, creía que se adivinaban los pensamientos. Habría hablado de una curiosa comunión de deseos, de ideas. Cuesta entender el mecanismo que regula las emociones, el misterio de lo que no puede describirse. Él le dijo:
– He empezado a tramitar los papeles de la separación.
– ¿Cómo ha reaccionado Marta?
Marta era un personaje incómodo en su mente y no le era sencillo situarla en unos parámetros concretos. Le resultaba la gran desconocida.
– Regular. -El tono era neutro. No había ninguna modulación que permitiera interpretarlo. Le extrañó, porque estaba acostumbrada a entenderle sin necesidad de hablar. Una sola palabra, en esta ocasión, no desvelaba su estado de ánimo.
– ¿Te pondrá muchas pegas?
– No me facilitará las cosas.
– Es una situación que te preocupa. Estoy segura.
– No lo sé. Acabo de separarme, tengo la sensación de que no controlo la vida como antes. Necesito acostumbrarme.
– Claro. Si te lo pusiera más sencillo, vivirías mejor. Los cambios no te han angustiado nunca.
– Estoy acostumbrado a los cambios. Desde pequeño, mi vida ha sido un movimiento continuo. No me afecta mucho.
– ¿Qué es lo que te preocupa?
– Mi separación es un hecho casi público. La gente habla y hablará todavía más. No quiero que mis hijos sufran.
– Saben que pueden contar contigo. Son casi adultos. Tendrías que intentar tratarlos como a adultos. Los proteges demasiado.
– Lo sé.
– Y a la gente, ¿qué le importa? Lo comentarán algunas semanas, hasta que se olviden. Tienen tantas historias para entretenerse… No somos muy originales, amor mío, no sufras.
– Tengo una reputación en Palma. Un reconocimiento como jurista que se asocia con un comportamiento respetable. Vivimos todavía en una sociedad cerrada, pese a sus ínfulas cosmopolitas. No quiero poner en juego el prestigio del bufete. Tengo que hacer las cosas bien.
– Creo que exageras. No eres un personaje extraño. Una separación no es ningún desprestigio.
– Estoy cansado. He tenido una semana dura. ¿Por qué no cambiamos de tema?
– De acuerdo. ¿Qué quieres que te cuente? -Había una tierna burla en la pregunta.
– Quiero que digas que me amas, como yo a ti.
No se paró a reflexionar sobre los temores de Ignacio. La conversación no volvió a repetirse, e hizo como si se hubiera olvidado de ella. Simular la desmemoria es un recurso fácil, cuando algo puede enturbiarnos el presente. Dana vivía en un mundo limpio de nubes. Preservarlo no era un acto de voluntad, sino una reacción instintiva. No se trataba de cerrar los ojos a los miedos, sino de evitarlos. Ser valiente no significaba entrar sin reservas en la boca del lobo. Las precauciones eran un signo de inteligencia. Él era el hombre de siempre, preocupado por que ella fuera feliz. Si, en alguna ocasión, parecía ausente, era porque trabajaba demasiado. El exceso de trabajo se unía a la obsesión por los hijos.
Le habría gustado hablar. Creía en las palabras, estaba convencida de su poder persuasivo. Habría sido capaz de defender aquella historia ante cualquiera. Tenía argumentos que surgían de la razón, poseía razones que nacían del corazón. De la suma podía resultar un instrumento magnífico. Se imaginaba encuentros con los dos adolescentes que habrían querido que desapareciera del mapa. Era una intrusa en sus vidas. Sin embargo, lo normal sería que desearan la felicidad del hombre que les había dedicado toda su energía; Ignacio había sido un buen padre. Era el turno de los demás, la hora de demostrar que la generosidad nos hace ser generosos también. La esplendidez actúa como un imán. Lo había pensado muchas veces: la gente miserable a menudo surge de ambientes míseros. Las personas que saben querer han sido queridas profundamente. Era una simple ley de equivalencias, una cuestión de reciprocidad. Se trataba de un sencillo aprendizaje. Aprendemos a ser buenos desde la bondad, lúcidos desde la lucidez. Se lo repetía a menudo, porque ese pensamiento la consolaba. No tenían que preocuparse demasiado, puesto que el tiempo pone siempre las cosas en su lugar.
Cuando hacía tres meses que vivían en la calle Sant Jaume, salieron a cenar para celebrarlo. Habían reservado mesa en un restaurante que les gustaba. Dana se compró un vestido largo. Le marcaba la forma de los hombros, la cintura, las caderas. Se ceñía ligeramente a las piernas, subrayando los movimientos. Fue a la peluquería y le lavaron el pelo con un champú de frutas. Mientras la espuma se esparcía por su pelo, ella se dejaba ir con una sensación de embriaguez. Se maquilló. Una sombra suave en los párpados, el perfil de los ojos definido con un lápiz negro; en los labios, un toque de luz. En el espejo vio un rostro de una belleza serena y rotunda a la vez. Tenía el aplomo que da sentirse segura. A ello se añadía la fuerza de la mirada, la sensualidad de la boca. Ignacio acudió puntual a recogerla. Había terminado su trabajo un poco antes de la hora habitual, porque tenía toda la prisa del mundo. Llevaba un traje oscuro y una rosa en la mano.
Ocuparon una mesa junto a la ventana que daba al jardín. Una estratégica iluminación ofrecía la visión de un escenario de verdes. Eligieron un vino que coloreaba las mejillas. Pidieron una ensalada de bogavante, carpaccio de gambas, trufas heladas. Tenían una mano sobre el mantel y enlazaban los dedos, que parecían adquirir vida propia, en el afán de encontrarse. Habían empezado con una copa de champán como aperitivo. Brindaron por la fortuna que les era propicia, por los dioses que habían escuchado sus plegarias. «Los deseos -pensaba ella- pueden convertirse en oraciones, cuando se repiten como una letanía.» Los dioses habían sido amables, les habían concedido lo que más deseaban: una vida para vivirla los dos. Tenían que aprovecharla. Saborearla como quien disfruta de un bien muy preciado. Ignoraba si las cosas que nos cuesta conseguir son más queridas. Estaba segura, en cambio, de que nuestra percepción se agudiza en relación con lo que surge de un intenso deseo. Somos conscientes de la buena suerte cuando hemos tenido que esperarla.
Tenían la sensación de que estaban solos en el restaurante. El resto de las personas que cenaban quedaba lejos, en un segundo plano casi ficticio. La realidad eran ellos, capaces de convertir cualquier espacio en un paraíso. Hablaban en voz baja. Hacían proyectos que habrían querido concretar ya, porque los vencía la impaciencia de los amantes. Repetían que se amaban. Las palabras sonaban como si fueran nuevas, aunque las dijeran mil veces. Se miraban a los ojos. Ignacio pensaba que todo se solucionaría, que el desasosiego por los hijos no tenía que preocuparla. Se sentía optimista, brillante. Habría sido capaz de ganar cien mil juicios. Dana tenía una risa mágica. Había un resto de chocolate en sus labios; era una sombra casi imperceptible. Ignacio se inclinó un poco. Con la punta de la lengua percibió el sabor. Tenía un gusto amargo, de cacao. Le cogió las manos y depositó en ellas un paquete envuelto con esmero. Llevaba un lazo azul, dorado en el borde. Dana se entretuvo en deshacerlo. Abrir un regalo era casi un ritual. En un fondo de terciopelo estaba la joya. Un anillo de oro y rubíes rodeados de brillantes. Era una pieza de buen gusto, diseñada con exquisitez. Le dijo:
– Es muy bello. Gracias.
– ¿Te gusta?
– Nunca había visto un anillo tan delicado.
– Lo escogí con mucha ilusión. He visto muchos, antes de decidirme. He tenido serias dificultades para elegirlo.
– Has acertado, amor mío.
– Es nuestro anillo de compromiso.
– ¿Cómo?
– ¿Te casarás conmigo, cuando mi infierno se calme?
– Sí, me casaré contigo. No importa el tiempo que tenga que esperar.
– ¿Tendrás suficiente paciencia?
– Lo único que quiero es estar a tu lado. No hables de infiernos, cuando nosotros hemos tocado el cielo.
– Tienes razón. No tendría que quejarme, pero quiero que seas mi mujer.
– Ya lo soy.
– ¿Sabes por qué opté por los rubíes?
– No.
– Me recuerdan a tus ojos. Hay fuego en ellos.
– Los dos estamos hechos de fuego.
Era cierto. Las llamas los empujaban a amarse. Aquella noche recorrieron cada centímetro de la piel del otro. Probaron el sabor de la sal, del cacao, de las rosas. Ella se echó sobre él mientras la penetraba. Marcaron los ritmos del placer, y no les fue difícil imaginarse respirando para siempre un único aliento.
Pasaron las semanas, con la precipitación que lleva la vida vivida con intensidad. Los buenos momentos se le escapaban de las manos. Dana habría querido eternizarlos, poder parar las horas como si cada instante se convirtiera en una fotografía. Miles de fotografías de la historia que protagonizaban, cada una reproducida en un papel, para que pudieran mirarlas de nuevo. Habría sido una forma de impedir que se escaparan. Le gustaba ir al trabajo a pie. Desayunaban juntos, café y zumo de naranja, tostadas con mermelada. En la puerta de la casa se decían adiós hasta la noche. Ignacio se iba al despacho; Dana se encaminaba hacia la radio. Una mañana, se cruzó con Marta en la calle Sant Jaume. No fue un encuentro casual. Cuando estuvieron frente a frente, supo quién era sin preguntárselo. Nunca se habían visto de cerca. Ni tampoco bajo la luz inclemente de una mañana que subrayaba la dura expresión de la otra. Dana lo adivinó sin proponérselo, porque no quería pensar. Se quedaron inmóviles. Parecían incapaces de hablar. Marta, muda por la ira; ella, sin posibilidad de reaccionar. Le resultaba extraño tener frente a sí a la mujer que había vivido tantos años con Ignacio, que era la madre de sus hijos. Eran fuertes y se miraron sin parpadear. Dana rompió el silencio:
– Buenos días.
– No tengo días buenos. ¿Lo sabes?
– ¿Quieres que entremos en un bar a tomar un café? Si me tienes que decir algo, quizá es mejor que no sea en la calle. -Intentaba mantener la calma, pero no podía evitar un leve temblor en las manos, que ocultó en el fondo de los bolsillos.
– No me apetece que nos vean tomando un café como dos buenas amigas. Lo entiendes, ¿verdad? Lo que tengo que decirte será breve.
– Entonces, dímelo.
– No te saldrás con la tuya. Ni tú ni el cabrón de mi marido.
– Me habían dicho que eras una mujer educada. Ese tono no es el adecuado. Además, Ignacio no es un cabrón. No creo que pensaras lo mismo cuando le amabas.
– De eso hace muchos años. Ahora sólo sé que nos putea la existencia. Mi vida es un infierno desde que se fue de casa. La de mis hijos también.
– Puedo entender que le eches de menos. -Pensó que se estaba equivocando de discurso. No podía implicarse en el posible padecimiento de aquella mujer. Rectificó en seguida-. En todo caso, ésa no es mi historia. Tendrías que hablar con él. ¿No te parece?
– ¿Echarle de menos? Le haremos la vida imposible. Su descrédito será el precio de este estúpido capricho. Mis hijos no quieren saber nada de él. Ha roto una familia feliz.
– ¿Familia feliz? No sé de qué me hablas. No es precisamente así como él define la vida contigo. Escucha, Marta, no es un capricho: es amor. Sé que te hace daño escucharme, pero es la verdad. Vivíais una historia acabada; déjale libre.
– Nada ha terminado. Eres tú quien no lo entiende. Nosotros -supuso que incluía a los hijos en aquel plural- no perdemos nunca. Pobrecita, tendrías que darme lástima. Retírate del juego, antes de que sea tarde.
– Adiós.
Continuó andando. Iba de prisa, sin mirar atrás. Tuvo miedo de que aquella mujer, que tenía la determinación de una loca, pudiera perseguirla. Le había dicho que se retirara del juego. Las palabras resonaban en su cerebro. ¿De qué juego le había hablado? Aquello era la vida. No se trataba de una partida de cartas donde es necesario ganar por orgullo. El amor va unido a la generosidad, no tiene nada que ver con la arrogancia que había manifestado la otra. Era consciente de que representaba el papel de la mala de la película, la mujer que rompe una familia, como le había dicho, pero había descubierto que Marta no quería a Ignacio. Quería el lugar que ocupaba en el mundo gracias a él. Ignoraba si le quedaba algo de ternura, la satisfacción por los hijos que utilizaba como instrumento, la rutina de los años. No estaba dispuesta a perder el estatus social, la situación económica. Era una mujer de formalismos, que obviaba los contenidos de las cosas. Acaso se quedaba en un nivel muy superficial de consigna mal entendida.
Habría querido notar una sombra de complicidad. El sentimiento que nos puede hacer entender el dolor que causamos a una persona. En los antiguos episodios bélicos, cuando los guerreros se enfrentaban cuerpo a cuerpo, había seguramente secuencias de acción y de sentimientos, cada una guiada por sus propios ritmos. Desde el miedo al encuentro a la rabia, desde el afán de defenderse para sobrevivir hasta el instante inexplicable de proximidad con el enemigo. Todo debía de suceder en cuestión de segundos. Quienes luchaban tenían que tener las armas a punto, el cuerpo al acecho. En un encuentro por amor, intervenían los mismos factores. El afán de poseer a alguien tiene motivaciones diversas. Surge de razones que pueden llegar a ser contradictorias. El amor o la ambición; los deseos del otro o de las seguridades que nos proporciona; el riesgo de vivir o la comodidad de una vida. Continuó el camino hasta la radio. Hacía una mañana de plomo. Se dijo que las cosas no podían ser tan simples, que las analizaba desde la propia conveniencia. Nunca nada es blanco ni negro por completo. Le invadió la añoranza. Habían pasado siglos desde que se había despedido de Ignacio. Se paró en medio de la calle y marcó su teléfono. Tenía que decirle que le amaba. En un gesto inconsciente, acarició el anillo que llevaba en la mano izquierda. Los dedos no habían perdido aquel sutil temblor.
María siempre había sido de carnes prietas. Cuando era niña, tenía los muslos gorditos y la sonrisa amable; dos hoyuelos en las mejillas, que invitaban a los padres a pregonar que era una niña sana. Durante la adolescencia, tuvo que acostumbrarse a los pellizcos afectuosos, un punto malévolos, de la colección de tíos viudos, solteros o malcasados que había en la familia. La robustez de los brazos y la piel tersa de la criatura invitaban a acariciarla. Era de talante afectuoso, tranquilo. No le resultaba molesta la invasión física de los demás, sino que acogía las manifestaciones de cariño con una alegre naturalidad que transmitía a la gente.
Matilde era su mejor amiga. Aunque tenían la misma edad, le inspiraba una mezcla de ternura y de sentimiento protector. Eran el día y la noche: a María no le gustaban los cambios, nunca se precipitaba al tomar una decisión. En cambio, Matilde era impulsiva, capaz de improvisar. Ella tenía un carácter alegre, pero la prudencia predominaba en cada uno de sus actos. Matilde se reía a menudo, aunque también lloraba mucho. Podía experimentar la alegría y el dolor en parecidos grados de intensidad. Una no se arriesgaba demasiado; la otra amaba la aventura. Curiosamente, nunca rechazaron una forma de ser que no reflejaba su propio carácter. Se respetaban y se entendían, aunque no acabaran de comprenderse. Eran fieles a la amistad que tenía orígenes remotos en la memoria. Se sabían incondicionales, sinceras, confidentes. Compartían secretos que no habrían desvelado en la vida. María sonreía ante las incoherencias de una Matilde demasiado visceral. Matilde levantaba las cejas al intuir las inseguridades de su amiga, aquel curarse en salud antes de dar un paso. Expresaban disconformidad sin reproches; discutían con ganas de convencer a la otra, pero no para transformarla.
Las diferencias en sus respectivos caracteres estaban en clara correlación con unas considerables diferencias físicas.
– Nadie creerá que somos hermanas -decía María, muerta de risa.
– Seguro que no nos hicieron con el mismo molde -añadía Matilde, con malicia.
Matilde era menuda. Daba la impresión de que un soplo de viento se la podía llevar lejos. Tenía la cintura de avispa, las manos delgadas, con los huesos marcados. En los pies, las venas dibujaban rutas azuladas. María estaba hecha de redondeces, como si tuviera el cuerpo de musgo, el vientre parecido a un melón maduro. Era alta, con los hombros cuadrados. Tenía unos pechos que se adivinaban turgentes debajo de la ropa. En una tienda del barrio, compraban telas para hacerse vestidos. Les gustaban los estampados de flores: las margaritas de una falda plisada favorecían la graciosa figura de Matilde. Un campo de amapolas se ceñía a los muslos de María. Eran jóvenes y estaban siempre de buen humor.
– Privilegios de la edad -decía Matilde años más tarde, cuando lo recordaban-. La pena es que no éramos conscientes. Éramos felices sin saberlo, como dos estúpidas. Nos habían dicho que la felicidad eran grandes proezas, momentos supremos que no vivimos. Nos creímos unas mentiras que nos hacían vivir a la expectativa, mientras dejábamos pasar de largo una felicidad de días dulces.
Matilde era enamoradiza. María sólo se enamoró una vez, y fue para toda la vida. Se conocían como si fueran almas gemelas. Habían crecido juntas en un rincón del mundo que no ofrecía sorpresas. Cada una de ellas se habría creído capaz de augurar el futuro de la otra. Tenían una base sólida de datos, toda la información posible, pero no consideraban los elementos ajenos que nos marcan la vida; aspectos como el azar, la suerte, los encuentros desafortunados. Ignoraban que hay situaciones que cambian el destino. Ninguna de las dos habría acertado en la predicción de la otra. Los años tuvieron que demostrárselo, con la combinación de sorpresa y dolor que nos acompaña cuando nos hacemos mayores. María aceptó el margen de distancia que hay entre lo que hemos previsto y lo que sucede. Dejó de ser la adolescente que se conforma con todo, pero se convirtió en una mujer que se reconocía en la mirada de los perros apaleados. Matilde entendió el error con estupefacción.
Tiempo antes de esas constataciones, María sorprendió a Matilde con el único acto de vehemencia que protagonizó: el del amor. Cuando alguien no es apasionado, se apasiona por casualidad, sin quererlo. Como llega por caminos imprevisibles, lo hace con una fuerza inesperada. Una energía surgida de un aspecto desconocido de su persona. No hay reservas en los actos que nacen de la espontaneidad. Si intuyes que puedes rodar pendiente abajo, te agarras a las rocas, clavas las uñas de las manos, apoyas los pies. Caminas muy despacio. Eres cauto, prudente. Si desconoces la posibilidad de caerte, saltas por los matojos como una cabra salvaje. No experimentas el miedo protector que nos impide convertirnos en improvisados saltimbanquis condenados a la agonía. Ignoraba que amar era despeñarse vida abajo, a favor de la vida del otro. Convertir su gozo en tu gozo; sus tristezas en las propias tristezas. Nadie le avisó de aquel delirio, de la pérdida de voluntad, de las ganas de irse hasta el fin del mundo con alguien que acababa de conocer. Se enamoró como una loca, pero se comportó con la constancia y la lealtad que la caracterizaban. El resultado era una suma peligrosa. A Antonio, el hombre que se dejaba querer por María, le resultaba una buena combinación.
– El amor te hace tener cordura en la casa, como antes -se burlaba Matilde-, y ser una loca en la cama, cosa inimaginable.
Se casó con un ramo de mimosas en las manos. Decía que eran rayos de sol que había aprisionado, porque se sentía feliz. Llevaba una falda cosida con muchos metros de tela, hecho que no tenía demasiado mérito si tenemos en cuenta las considerables proporciones de su silueta, pero que le daba un aire majestuoso. Una magnificencia que duró el tiempo de la ceremonia, pero que perdió casi inmediatamente y no volvió a recuperar. Fue sustituida por un aspecto inofensivo de ama de casa. Se fue sin dolor del barrio en el que había crecido. Acaso con una cierta tristeza por la tristeza que no sentía. Estaba sorprendida de la ruidosa alegría con la que se despedía de la adolescencia. Era muy joven. Tenía las caderas firmes, los brazos fuertes. El marido estaba convencido de que pariría hijos sanos, de que trabajaría con entusiasmo en el puesto de venta del mercado. Se cumplió la segunda parte del oráculo. Se levantaba al amanecer para cargar el camión con cajas de hortalizas, verduras, frutas. Atendía a los clientes con la sonrisa en los labios. Su carácter apacible favorecía el trato con la gente. Era generosa a la hora de pesar, añadía siempre alguna golosina para los pequeños: un racimo de uva moscatel, unas cerezas para que las niñas se hiciesen unos pendientes, un albaricoque madurado al sol. Se dio a conocer en el mercado. Todo el mundo la saludaba con simpatía, porque no sabía qué era la envidia. Los brazos se le redondearon algo más. Tenía unos pechos generosos, que asomaban por el escote de la bata cuando se agachaba. Aquellas turgencias habrían hecho las delicias de un Rubens. Era gordita y ágil, como si la alegría de vivir se le contagiara al cuerpo.
El marido era un hombre corriente. Matilde habría dicho que vulgar. María le consideraba extraordinario. El desacuerdo a la hora de juzgarlo surgía de la diferencia de afectos que inspiraba a ambas mujeres. Para Antonio, la vida era un negocio sin demasiadas ambiciones: el ahorro mínimo, contar el dinero ganado en el puesto de venta mientras hacía sonar las monedas en la mesa de la cocina; era un vaso de vino y unos huevos en el plato; era dormirse delante de la televisión, mientras seguía el hilo de una película; era penetrarla con una avidez que los años fueron apagando; era una partida de cartas en el bar con los amigos, un cortado con un poco de ron, una camisa limpia que la mujer planchaba con esmero.
Hay amores desproporcionados. María habría dado la vida por él sin pensarlo. Le echaba de menos cuando no le veía. No podía dormirse si él no estaba junto a ella entre las sábanas. Le preparaba comidas sabrosas: pechugas de pollo en salsa, berenjenas rellenas de carne, pescado al horno con verduras. Se imaginaba que cada receta era un filtro de amor. Tenía que medir los ingredientes, para que nadie pudiera robarle el corazón de su marido, y siempre fuera suyo. Hay amores desequilibrados, parejas que se aman con intensidades descompensadas. Los sentimientos pueden parecerse a músicas que se unen: una es muy grave, la otra es aguda. La combinación suena poco armoniosa; hay un desajuste que provoca el rechazo. Antonio nunca se preocupó de hacer feliz a su mujer. Ella imaginaba fórmulas para alegrarle, momentos de deleite que él no valoraba, porque eran demasiado conocidos. Instantes de felicidad que pueden ser raros, como joyas magníficas que la vida no ofrece fácilmente, pero que se desaprovechan si quien los recibe no sabe reconocerlos.
María y Matilde se encontraban los sábados en el puesto de venta del mercado. Entre el alboroto de los compradores, buscaban un rato para las confidencias. El ruido servía para ocultar sus palabras, susurradas al oído. A medida que la vida pasaba, corrían a contársela. La vida se vive apresuradamente. La vida contada permite la reflexión, el pensamiento tranquilo. Cualquier anécdota servía para hacerles entender el mundo de la otra. Les daba pistas sobre inquietudes, deseos, temores. Cuando se murió Joaquín, María compartió la sensación de incredulidad de su amiga. En un mimetismo inconfesable, también ella le había deseado la muerte. Cuando Matilde le enseñó el estilete del rastrillo, simuló una consternación que no acababa de sentir. Creía que no tenía que darle alas, porque era capaz de matarle. Estaba convencida de que tenía suficiente coraje para librarse de la vida que no quería. Fue intencionadamente prudente. Adoptó el papel de mujer que contiene las impetuosidades de la otra. Después compartió la viudedad de Matilde. Con Justo, suspiró aliviada. El camionero era un hombre que inspiraba afecto. Le habría gustado que hubiera encontrado en él al compañero definitivo. Justo fue breve como su nombre. Se murió en una carretera, pocas noches después de su boda. Se sintieron estafadas.
Abrió los brazos para consolar el cuerpo de Matilde. Volcó toda la ternura, la generosidad de la que era capaz. Se indignó contra el cielo por una muerte injusta. Pensó que su amiga no saldría de ese bache, hasta que fueron a cenar una noche cualquiera. Los boleros de Julián la salvaron de nuevo. Fue un amor como una de aquellas canciones que él cantaba en el tugurio.
– La vida nos escatima las horas para vivirla, querida -le decía su amiga-. No llores, porque, si tú lloras, el cielo se nubla y llueve. -La mecía como si fuera una niña-. ¿Te acuerdas de cuando éramos pequeñas? Cada vez que llorabas, caían gotas de lluvia por la fachada de la escuela. Los compañeros querían hacerte llorar para que se formaran charcos. Te incordiaban, y te sacaban la lengua. Alguno intentaba empujarte, porque eras menuda, fácil de derribar. Pero yo era el gigante de la clase: nunca permití que te hicieran daño. Tampoco lo consentiré ahora.
Cada pérdida de Matilde hacía reaccionar a María agradeciendo la fortuna de tener a Antonio a su lado. El solo hecho de imaginar su ausencia la estremecía. Perdía el color del rostro, se le transformaban las facciones. Entonces observaba a su marido de reojo: el color de la piel, la fuerza de los brazos, la barriga que dibujaba la curva de la felicidad y de la que se enorgullecía, porque era producto de su sabia mano en los fogones. Respiraba tranquila. Era fuerte, tenía una salud de hierro. Nada tenía que temer, porque, si Dios era misericordioso, envejecerían juntos.
Lo único que preocupaba a María eran los cambios de humor de Antonio. Habitualmente era un hombre que no manifestaba grandes alegrías, pero que tampoco se quejaba demasiado. Le habría gustado que fuera más expresivo para no tener que adivinar cada uno de sus deseos, pero se acostumbró a leerle el pensamiento. Si estaba alegre, tenían veladas plácidas. Cuando el negocio no daba un número considerable de monedas, se le fruncía el ceño en un gesto adusto. Le gustaba hacer sonar la calderilla en los bolsillos. El tintineo le producía una alegría pueril, que le transformaba la expresión en la de un animalito contento. Llevarlos vacíos equivalía a pocas palabras, a gestos que la culpabilizaban sin decírselo. Antonio se tumbaba en el sofá del comedor, ponía en marcha la televisión y se olvidaba de su mujer y del mundo.
– Nunca habría creído que fueras capaz de sorprenderme. Después de muchos años, lo has conseguido.
– Me da vergüenza, pero estoy decidida. No puedo soportar su indiferencia. Sé que me quiere, pero es poco expresivo.
– ¿Crees que te ama?
– ¡No lo dudes! -Había indignación en la voz-. Cada uno quiere como sabe o como puede. Tendrías que comprenderlo.
– Quizá sí.
– Llega a casa cansado. Es lógico, porque se mata trabajando. Entonces sólo tiene hambre. La televisión es un entretenimiento inofensivo. Me lo he dicho mil veces. Tengo mucha suerte: me casé con un hombre honrado. Nunca va al café. Él, del trabajo a casa.
– ¿Lo has pensado bien? Mira que tú no has tenido nunca mucha gracia para el baile.
– No me has entendido. No es un simple baile. Además, hace una semana que lo estoy ensayando. ¡Me tendrías que ver!
– Me encantaría. Puedes estar segura. De todas formas, querría saber qué pretendes.
– Nadie diría que eres una mujer tan lista. Quiero seducir a Antonio. ¿No es una buena idea?
– Claro. Tienes que seducirle y te esfuerzas. Él no hace falta que lo intente. Te tiene absolutamente fascinada. Dime, ¿qué te ha dado ese cabrón?
– No le insultes. No es un cabrón, es una magnífica persona. Algo distraído, nada más.
– De acuerdo. Esta noche rogaré a los ángeles que sean benévolos contigo.
– ¿Qué quieres decir?
– Les pediré que den vacaciones a tu ángel de la guarda. Quién sabe si no le seducirías a él, en lugar de a Antonio. -Se rió.
Pulsó el mando de la televisión. La apagó sin previo aviso. Eran las once de la noche. Hacía un rato que su marido estaba instalado en el sofá: la camisa del pijama abierta, la atención puesta en la pantalla. Esbozó una expresión de sorpresa. Un intento de preguntarle qué hacía, si se había vuelto loca. No tuvo tiempo de reaccionar. María puso en marcha el tocadiscos que ya casi nunca usaban. Sonó una música insinuante, que le había prestado la vecina. Tenía una vivacidad adecuada a sus curvas, a la sonrisa que le iluminaba el rostro. Un movimiento de cintura, una ligera inclinación. El balanceo de las caderas que seguían el ritmo de la canción. Con la mano derecha, las uñas pintadas de rojo, fue subiéndose la manga izquierda del vestido. Lo hacía con gracia, sin olvidarse de iniciar la danza del vientre, que pretendía evocar a las bailarinas de Las mil y una noches. El brazo exhibía una blancura tornasolada. Se acordó de Gilda, espléndida con un guante en la mano. Se desabrochó los botones del escote. Primero uno, después el otro. Cada trozo de piel descubierta era un tesoro. La ropa se deslizó hacia atrás, descubriendo la rotundidad de los hombros: redondos, compactos. Al mismo tiempo, la nuca, el inicio de su abundante escote.
Se quitó la blusa. La palidez de la piel contrastaba con el rojo del sujetador, incapaz de retener los pechos. Saltaban aquel muro de contención hecho de falso satén. Un pezón rebelde apuntaba al cielo desde su refugio de encaje. Fue bajándose la falda mientras contoneaba la cintura. Con un pie la lanzó a unos metros de distancia. Las bragas le cubrían el pubis, pero no bastaban para ocultar sus nalgas. De un quiebro, quedó de espaldas a su marido. Mientras hacía un movimiento circular de caderas, le miraba de reojo. Se puso las manos en la cintura. Su cuerpo combinaba movimientos circulares y pasos de baile. Los muslos eran como troncos de árboles jóvenes. Tenía un pliegue en la barriga que le ocultaba el ombligo.
Era un desbordamiento de carne, un desenfreno de pechos, de nalgas. Una abundancia que los gestos subrayaban, porque ella nada pretendía ocultar. Bailaba sin pudor. Las prevenciones anteriores habían desaparecido. Se sentía una mujer bella. Nunca había experimentado una sensación parecida. Tenía la frente llena de sudor, mientras dibujaba sus labios con la lengua. Dobló los brazos, mientras se desabrochaba el sujetador. Los pechos aparecieron con una rotundidad casi dolorosa. Se quitó las bragas, piernas abajo hasta los tobillos, flexionó las rodillas, abriendo el arco de los muslos. Antonio no decía nada. Habría querido detenerla. Era extraño: por primera vez en mucho tiempo, María no pensaba en él. Le había olvidado. Estaba sola consigo misma. Se acarició la piel. Se pellizcó el pezón rebelde. Se mordió los labios. Con una expresión de sorpresa, el marido se preguntaba qué debía hacer él. La situación le desbordaba. Esbozó un gesto vago, pero fue inútil. Pensó que a la mañana siguiente tenía que madrugar, que aquello no eran bromas propias de una esposa como es debido, que qué putada, a aquellas horas. María notaba el cuerpo a punto de estallar como una fruta madura.
Hay indicios que nos negamos a reconocer. Son signos minúsculos que percibimos aunque no queremos prestarles atención. No nos conviene o no nos interesa fijarnos. Activamos un mecanismo de defensa que nos ayuda a sobrevivir. Consiste en actuar obviando una parte de la realidad. Nos quedamos con la cara amable de las cosas. Cuando las historias se complican, hurgar excesivamente no es demasiado tranquilizador.
Dana no fue una excepción. Pasar de la gloria al ocaso es una vivencia poco recomendable. Durante semanas, no quiso darse cuenta. Se querían y eran felices. Se reafirmaba en aquella certeza con toda la fuerza que da el miedo, el temor a comprobar que el mundo se hunde. Habían vivido una relación que había sido un juego de equilibrios hasta que empezaron las confusiones. No era una mujer que viviera con serenidad el desconcierto; necesitaba certezas: saber que nada amenazaba lo que había construido. La transformación de Ignacio fue lenta. No hubo una metamorfosis, sino una suma de minúsculos cambios. Primero no quiso percibirlos. Más tarde los intuyó con sorpresa, pensando que eran un engaño de la mente. No podía ser. Las ambigüedades, las excusas, las mentiras eran imaginaciones surgidas del miedo a perderle.
No cambiaron los gestos del amor, sino las actitudes más profundas. Le costaba describirlo. Pasaban los días e Ignacio continuaba jurándole amor eterno. Al mismo tiempo, aumentaban los espacios en blanco. Intuía que se veía con gente sin decírselo, que tenía conversaciones que no le contaba. El silencio ocupó el lugar de las palabras. Él vacilaba a la hora de contar qué había hecho, adonde había ido. Sin darse cuenta, caía en absurdas contradicciones que ella intentaba olvidar de prisa. Habría querido que aquel hombre justificara su actitud, pero le conocía demasiado. Cuando le oía hablar apresuradamente, sabía que volvía a mentir. Ignoraba el alcance del engaño, pero intuía que le ocultaba verdades.
Actuó como si nada sucediera. No le dijo a nadie que no entendía lo que pasaba. Querer racionalizar lo absurdo incrementa la angustia. Vivía con el corazón en vilo; siempre intentando creer explicaciones que resultaban increíbles, mientras ocultaba que las piezas del rompecabezas no acababan de encajar. Ignacio no cambió de la noche a la mañana. El amor a los demás y la debilidad personal le vencieron, aunque él quisiera negarlo. Se había creído fuerte, preparado para hacer entender a sus hijos que la amaba, pero no supo hacerlo. Las coacciones soterradas llegaron a convertirse en amenazas directas que no pudo soportar. No quería perderlos. No podía dejarla. Pensaba que tenía que esperar a que pasara el tiempo, proteger todos los frentes, disimular y convencer. Fingía delante de Dana, a quien no quería alarmar. El afán de persuadir a los hijos hacía que actuara con inseguridad. Se contradecía porque vivía confundido.
Llegaba tarde a casa. Volvía del trabajo con un rictus de fatiga en los labios. No se relajaba, estaba al acecho, pendiente del móvil, con las facciones tensas de quien espera siempre un imprevisto. La cena se había enfriado. Ella la calentaba de nuevo sin hacer preguntas, con un gesto de tristeza. Habría querido saber qué le pasaba, acompañarle en la duda. Ignacio no se lo permitía. Hay muchas formas de construir muros protectores, distancias que nos separan de los demás. «¿Cómo es posible?», se preguntaba. La persona a quien más quería se alejaba como un barco que desaparece de nuestra vista hasta que el horizonte lo engulle. Se refugiaba en la radio, aunque no le resultaba fácil concentrarse. Pensamientos intrusos la asaltaban de pronto. Por la noche, le oía dar vueltas. Él tampoco conciliaba el sueño, pero callaba. Hay historias que, si no se cuentan, parece que nunca han sucedido. Lo que no se cuenta quizá no sucede realmente. Dana lo pensaba mientras respiraba hondo. Sabía que se amaban. Nunca dudó de aquel amor ni creyó que todo pudiera desaparecer de pronto. Mantenía la fe ciega. Sólo debía tener paciencia. Volvería a llevarle un ramo de rosas comprado en las Ramblas y le diría que la pesadilla había acabado.
Descubrió que era un mentiroso. Compartía el techo con una persona que tenía un ingenio especial para engarzar una cadena de falsedades. Una tras otra. Surgían de sus labios con una fluidez increíble. Parecía que tuvieran alas, porque se movían con una agilidad sorprendente. Como pompas de jabón, crecían, adquirían forma y se deshacían ante sus ojos. Habría querido cogerlas al vuelo y no dejarlas escapar. Hay mentiras pequeñas que cuesta adivinar. Hay otras que se perciben nada más ser pronunciadas. Son contundentes, precisas; no admiten ni el consuelo de la duda. Hay interrogantes que nos ayudan a sobrevivir, porque son menos duros que la verdad.
Las reacciones del amor son complejas, sirven para definirnos. Describen cómo somos, cuál es nuestra capacidad de movimiento. Dana se sorprendía a sí misma. Nunca habría creído que sería capaz de protagonizar hechos insólitos, de experimentar reacciones ilógicas, de actuar con incoherencia. Tenía la impresión de que deliraba. Se había convertido en una criatura imprevisible, que actuaba a partir de impulsos concretos. ¿Dónde estaban la razón y sus designios? Se habían fundido, inesperadamente, en el aire. Espiaba sus conversaciones telefónicas. Aparentaba estar ocupada en una tarea cualquiera. Fingía estar concentrada en lo que hacía, pero prestaba atención para cazar sus palabras. ¿Qué decía? ¿Con quién hablaba? Como nunca le ofrecía una respuesta convincente, ella improvisaba hipótesis imposibles.
Decidió seguirle. Dejaba el trabajo sin dar explicaciones y salía a la calle, dispuesta a saber adonde iba. Conocía sus itinerarios, el bar donde desayunaba, el quiosco donde se paraba a comprar la prensa, el camino que seguía para regresar a casa. Perseguir los pasos de alguien a quien amas es un ejercicio de ladrones o de supervivientes, y ella era una pobre mujer que intentaba sobrevivir en medio del desconcierto. Se escondía en una esquina, tras el portal de un edificio que le ofreciera protección. Le esperaba con una paciencia que le era desconocida. Tenía la impresión de que se había convertido en una estatua de sal. Su corazón no latía. No sentía el frío ni el calor. Su cuerpo era insensible a los elementos porque vivía esclavo de una actividad frenética. Se hacía preguntas mientras intentaba justificarle. Si estaba distraído, era porque el trabajo le agobiaba. Cuando parecía ausente, la culpa era de una agenda demasiado apretada. Cada mentira se convertía en un engaño de la imaginación.
Le espiaba. Cuando le perseguía desde una cierta distancia, protegida por los transeúntes que se interponían, se sentía estúpida. Nunca habría creído que fuera posible actuar como un animalito perdido que husmea a su amo. ¿Dónde estaban la dignidad y el orgullo que sus padres le habían enseñado como consigna de vida? Ella vivía con aquel hombre. Tenía que repetírselo constantemente. Amaba la sombra que perseguía por las calles de Palma. Conocía su presencia concreta. Dormía junto a él. ¿Por qué, entonces, la sensación de haber perdido el norte, la incapacidad de hablar claro? «Sé sincero de una vez -habría querido decirle-. Dime cómo es posible cambiar en pocas semanas. Me regalaste un anillo. Me pediste que fuera tu mujer. Te respondí que ya lo era. ¿Lo he sido, alguna vez? ¿O sólo una persona que no quieres mostrar al mundo, porque representa tu debilidad? Quién sabe si sólo he representado el papel de una puta. Ha desaparecido el amante, el amigo, el amor. Como si siempre hubieras llevado una máscara. Continúas diciéndome que me amas. ¿Qué amor me juras, mientras llevas una vida que desconozco, paralela a la nuestra? Tienes dos vidas, Ignacio, y yo sólo conozco una.»
Le espiaba de día. Le amaba de noche con una furia nueva. Cada vez como si fuera la última. Lo intuía, aunque no se lo dijera. Un beso, y otro más, mientras callaban. Se arañaban los cuerpos con una desesperación que sustituía la antigua ternura. Se dejaban en la piel los signos con que habrían querido marcarse la vida. No era furia contra alguien, sino a favor de un amor que se les escapaba. Cuando él se dormía, ella le velaba el sueño. Observaba sus movimientos debajo de las sábanas, la respiración, la desazón que salía por cada poro de su piel. Habría querido abrazarle, decirle que le amaba, suplicarle que no le fallara. «No me traiciones, porque me matarías.» Se lo decía muy bajito, cuando no podía oírla. Con la punta de la lengua recogía la sal que la tristeza deja en las mejillas.
Le telefoneó a la radio. Era casi mediodía y estaba a punto de entrar en un estudio de grabación. El técnico le dijo que tenía una llamada. Era la voz de Ignacio. Nervioso, le dijo:
– Tendrías que venir un momento a casa.
– ¿Ahora? ¿Tienes algún problema?
– Sí. Ven en seguida. Tengo que decirte algo.
No era su forma de actuar. Tampoco le reconocía el tono de voz. Pronunciaba las palabras con una tensión desconocida. Era una voz amarga por la tristeza, lenta. No tenía vida, la energía que le recordaba la pasión que ponía en las cosas. Se preocupó. Algo muy grave sucedía para que Ignacio reaccionara como un hombre derrotado. Le recordó a alguien que habla sin fuerzas mientras se asoma a un abismo en el que puede perderse para siempre. Intentó coger un taxi para que el trayecto fuera más corto, pero no encontró ninguno libre. Volaba por las calles. Todo el mundo debía de pensar que se había vuelto loca, pero no le importaba. Le encontró en la habitación, con una bolsa de viaje abierta delante de él. Estaba metiendo algunos jerséis, camisas. Se miraron. Él murmuró:
– Me ha llamado Marta.
– ¡Siempre Marta! -Habría querido evitar la exclamación, pero no pudo contenerla. Hay palabras que se nos escapan sin que podamos silenciarlas.
– Es la madre de mis hijos -lo dijo serio, casi solemne.
– Sí, claro.
– Jorge ha tenido un accidente de moto.
– ¿Cómo?
– Mi hijo. ¿Recuerdas que tengo hijos? -Había una frialdad terrible en aquella voz.
«No me hables así -habría querido exclamar-, no tienes ningún derecho. Yo no tengo la culpa del accidente, y tú me miras como si fuera la culpable.» Contuvo el alud de reproches, y preguntó:
– ¿Es grave?
– No lo sabemos muy bien. Parece ser que sí. Podría… -vaciló- quedarse sin poder andar. Tiene la columna afectada, pero no sé hasta qué punto. Nos lo llevamos a Barcelona.
– De acuerdo. Tranquilízate. Seguro que será una falsa alarma. Te ayudaré a preparar las cosas. ¿Dónde tienes la chaqueta gris? Todavía hace frío, la necesitarás. -Hablaba y se movía como una autómata, incapaz de asimilar la información, intentando no reflejar el miedo que sentía.
– Tengo una plaza en un avión que sale dentro de una hora. He de darme prisa.
– Sí. Te acompañaré al aeropuerto. Si tenemos suerte, podré encontrar un billete en el mismo vuelo.
– ¿Qué dices?
– Quiero acompañarte.
– No seas absurda. No es el mejor momento para encuentros familiares, ¿no te parece?
– No iré a la clínica. Te esperaré en el hotel para hacerte compañía cuando vuelvas por la noche. Estaré cerca de ti.
– Mi hijo es ahora la única prioridad. Me iré solo y te mantendré informada.
– No lo entiendo. Te aseguro que no molestaré a nadie.
– Te telefonearé.
Había llamado a un taxi. Al cabo de pocos minutos, el coche estaba en la calle. Lo vio por la ventana y le pareció el espectro de una pesadilla. Intuyó una sombra en el interior. Se preguntó si era un juego de la luz o la figura de Marta esperándole. Intentó sentir compasión por aquella mujer, por el adolescente que quizá no volvería a andar, pero no pudo. Sólo era capaz de sentir lástima de sí misma, apartada de la vida de Ignacio. Se sintió culpable, pero no lo podía evitar. Tenía que acompañarle a Barcelona. ¿Cómo podía quedarse en casa, como si no pasara nada, mientras él partía? Se abrazaron: ella como se agarra un reo a la vida antes de morir; él con cierta ternura que la impaciencia vencía. Se esforzó en dominarse, mientras le preguntaba:
– ¿Me tendrás informada?
– Naturalmente.
– ¿Dónde te alojarás?
– No lo sé. Si quieres ponerte en contacto conmigo, llámame al móvil.
– ¿Tengo que decírselo a alguien?
– No hace falta que hagas nada.
– Ya. Adiós, amor.
– Adiós.
Vio cómo se marchaba sin hacer nada por evitarlo. Las palabras y los gestos habían dejado de tener valor. Tenía que saber esperar. Nunca había sido una mujer paciente. Le costaba reprimirse. Tener que dejar que los demás marcasen los ritmos era duro. Habría necesitado ir con él. Oscilaba entre la pena por Ignacio y la rabia contra él, que no aceptaba que le acompañara. No era sencillo hacerle entender que amar también es estar juntos, sentir la presencia del otro en los momentos malos. Habría querido apoyar la frente en su hombro. Le habría gustado también estrangularle porque la expulsaba de su mundo. Le amaba y le odiaba. Se lamentaba por la soledad de Ignacio, mientras se preguntaba si Marta estaría a su lado. ¿De qué hablarían? ¿Intentarían consolarse rescatando recuerdos perdidos? ¿Se entretendrían reviviendo la niñez del adolescente como una forma de recuperarle? Recordarían horas felices, tiempos pasados que la memoria puede hacer presentes. ¿Se alojarían en el mismo hotel? Quizá se habían abrazado con una intensidad nueva, junto a la cama del hospital. Quién sabe si habían recobrado rastros de la antigua ternura.
Se dijo que tenía que ser fuerte. Ayudaría a Ignacio desde la distancia. Se reprochó el egoísmo de querer acapararle, cuando su hijo estaba grave. Le avergonzaban sus propios sentimientos, aquella combinación absurda. De una parte, la tristeza, pero también el miedo a perderle. Las ganas de que Jorge se recuperara; el deseo de que todo fuera como antes. La necesidad de irse a Barcelona; el esfuerzo de contención que le suponía quedarse en casa, sentada junto al teléfono, esperando noticias. Tenía el móvil en la mano. El teléfono fijo cerca. Uno u otro sonarían en cualquier momento. Tenía que estar atenta. Cuando Jorge volviera a la isla, quizá querría conocerla. Dicen que las experiencias extremas hacen madurar. Conmovido por la dedicación de un padre que lo dejaba todo para ayudarle, sabría ser generoso. Marta se adaptaría a la nueva situación. Una mujer que ha estado a punto de perder a un hijo debe aprender a relativizar ciertas historias. El dolor nos tiene que hacer más comprensivos, tiene que suavizar la intransigencia. Pensarlo le servía de consuelo.
La siguiente semana transcurrió lenta. Empezaron las situaciones extrañas: Ignacio nunca respondía al móvil. Cuando marcaba el número, aparecía la voz metalizada de una mujer que le aseguraba que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Le dejaba mensajes. Hacía un esfuerzo para serenarse y decirle que deseaba que todo fuera bien, que esperaba noticias, que le amaba. Después de algunos días, llegó a tener la impresión de haberse convertido en una cinta grabada que emite siempre las mismas frases. El propio tono de voz contenido le hacía pensar en otra persona. Seguro que Ignacio no sabría reconocerla, en aquella secuencia monótona de sílabas monocordes. Cuando has dicho muchas veces «te amo» al silencio, la expresión llega a sonar como una mentira. Cuanto más se esforzaba por ser convincente, más falsa se notaba. No encontraba el punto adecuado entre lo que quería transmitirle y lo que tenía que reprimirse. En definitiva, una locura.
Él la llamaba una vez por la mañana. Le decía algunas frases poco personales que le recordaban un comunicado médico: Jorge había pasado la fase de peligro inicial, la intervención había sido un éxito, tenían que tener paciencia, las secuelas del accidente no estaban todavía suficientemente claras, la rehabilitación sería larga. Murmuraba que la amaba y le decía adiós. No manifestaba el deseo de compartir el sufrimiento, ni ningún interés por el infierno que ella vivía. La conversación tenía aires de trámite molesto, de una obligación que cumplimos con pereza. Dana intentaba alargarla. Comentaba algunas llamadas de amigos interesándose por Jorge, o la última noticia que corría por las calles de Palma sobre un conocido común. Ignacio nunca manifestaba curiosidad. Ella le hacía preguntas que él respondía con monosílabos, como si no tuviera tiempo que perder. Le expresaba de nuevo el deseo de ir, pero lo hacía sin convicción, cada vez con menos insistencia, porque sabía que la respuesta sería negativa. El día se hacía eterno. Las horas pasaban con lentitud.
Intentaba comunicarse con él llamando al hotel. Nunca estaba. Si estaba, había dado orden de que no le pasaran llamadas. Llegó a reconocer las voces de los conserjes. El de la noche tenía la voz grave. Era más amable que el otro, que le hablaba como si fuera una niña, mientras disimulaba un tono ácido que le parecía de burla. Habría querido matarlos, hacerlos culpables del muro que existía entre los dos. En la radio tenía una actitud hermética. Trabajaba sin poner interés en lo que hacía. Se amparaba en los recursos conocidos, incapaz de inventar fórmulas. Huía de los demás. Los compañeros la observaban cuando pasaba por su lado, ciega y muda.
Es terrible esperar a que nos llamen a un teléfono que nunca suena. Vivir pendientes, al acecho de un sonido que hasta llegamos a imaginarnos. Descolgaba el auricular sólo para comprobar si estaba bien colgado. Veía que la línea funcionaba y sentía desaliento, la decepción de no poder atribuir a una causa externa la ausencia de las llamadas de Ignacio. Una conversación al día cuando antes la llamaba cada hora por cualquier bobada. Marcaba su número con una agilidad sorprendente. Le preguntaba qué ropa llevaba, le decía que mirara el cielo, le repetía palabras de amor. Adaptó la vida a la espera. Era una sensación nueva, porque todo giraba en torno a una expectativa concreta. No iba al cine ni al teatro. No quedaba con nadie para evitar preguntas inoportunas hechas con buena intención. Adaptaba sus horarios a las llamadas que nunca se producían. Evitaba los lugares públicos con demasiada gente, donde las zonas de cobertura eran escasas. Tampoco frecuentaba los espacios abiertos, las carreteras aisladas, los emplazamientos donde el móvil tenía un radio de acción limitado. Su pensamiento era una mala tormenta. Cuando veía al hombre del tiempo que anunciaba borrascas, se fijaba en el mapa lleno de nubes. Así era la vida: la amenaza de un temporal que avanzaba hacia la geografía del corazón. Intuimos el frío antes de sentirlo, olemos la lluvia cuando todavía no forma charcos. Le añoraba intensamente. Era una nostalgia a menudo dulce, que la alejaba de la realidad. De pronto, se volvía casi salvaje. Se proponía pedirle explicaciones. ¿Por qué tardaba tanto en volver? ¿Por qué razón ella no podía ir? ¿De dónde venía aquel silencio que flotaba en cada conversación? Cuando hablaban, no le hacía ningún reproche. Tenía un tono de súplica que la hacía sentirse poca cosa.
Hacía seis semanas que Ignacio se había marchado a Barcelona; un número importante de horas reales, un número infinito de horas de ausencia. Aquella noche Dana no podía dormir. Daba vueltas entre las sábanas. Intentaba encender la luz para leer un rato, pero las palabras se perdían en la confusión de sus pensamientos. Se levantaba, andaba por la habitación, se asomaba a la ventana. De madrugada, pasó el camión de recogida de basura. Le resultó familiar. Es curioso cómo un ruido desagradable puede hacernos compañía en una noche de insomnio. No había ni un alma por la calle. Se hizo de día con lentitud. Contemplaba cómo nacía el crepúsculo: un punto indeciso que se va abriendo. Calculaba el tiempo que faltaba para que Ignacio la llamara. Había llegado al límite de sus fuerzas. La tensión vivida, el agotamiento y la tristeza se unían para abatirla. No comprendía nada. Era incapaz de continuar la farsa de palabras amables. Faltaban pocos minutos para las ocho cuando recibió la llamada. Reconoció la voz distante de las últimas semanas. Se lo dijo:
– No puedo más. Tengo que verte.
– Sí. -Él no añadió nada más.
Ella continuó:
– Estoy mal. Necesito que vuelvas. Tenemos que hablar.
– De acuerdo.
– ¿Cuándo vendrás?
– Mañana. Llegaré por la mañana.
– ¿En serio?
– Sí.
Estuvo a punto de llorar. Habría querido fundirse a través de las lágrimas, convertirse en una sustancia líquida. La euforia sustituía al desaliento: mañana. Repetía la palabra mágica como si fuera un conjuro. Se había acabado la espera, la angustia, las dudas. Tenía que poner orden en la casa, ir al mercado, comprar flores, preparar carne con hierbas aromáticas. Se compraría un vestido para recibirle. Volvía a ser feliz.
Un zapato no nos sugiere mucho. Cuando encontramos zapatos en lugares poco usuales, la falta de concordancia entre el lugar y el objeto nos produce una impresión de desasosiego. En el armario de una habitación puede ser un objeto útil o bello que no provoca inquietud. En una vía de tren, un zapato nos sugiere el instante en que la velocidad y los hierros devoraron una vida. En una playa, nos habla de paseos con los pies desnudos sobre la arena. Quién sabe si de caminos sin regreso hacia las olas. En un escalón del rellano donde vivían Mónica y Marcos, era un aviso.
No la encontró. Siguieron la búsqueda, las llamadas. Una extrañeza que crece hasta convertirse en un miedo incontrolable que se escapa de los mecanismos de contención. Intentó ser racional. Quizá Mónica tenía una cena. ¿Había olvidado recordárselo? Tal vez, mientras buscaba una pista suya de un lado a otro, ella sonreía delante de un vaso de vino. El vino le provocaba una mezcla de lejanía y calidez. Un escaparse, en un lugar oculto, de las miradas de los demás, cuando en realidad estaba ahí más que nunca. Sintió una nostalgia lacerante, casi incomprensible. Quizá se lo había dicho, pero las palabras se perdieron con el ruido del agua de la ducha, en el olor a las tostadas con mantequilla, en la prisa matinal. Hizo un esfuerzo para volver a la situación vivida. Cuesta evocar los detalles de un episodio sucedido hace pocas horas, cuando no es muy diferente de los de las otras mañanas. Buscaba pistas que hicieran que el día fuera singular.
Perseguía la frase tranquilizadora: «Ah, amor, hoy tengo la cena con los del trabajo», o con las amigas, o con aquel compañero del instituto, o con quien carajo fuera, cualquier persona a quien pudiera llamar para pedir noticias de Mónica, que no llegaba, aun cuando al día siguiente tenía que madrugar. Fueron pasando las horas. Recordó una canción de Sabina que les gustaba a ambos. Hablaba de un hombre y una mujer que se han encontrado casualmente en un bar, después de un concierto. Ella le pide que le cante una canción al oído. El cantante le pone una condición: tiene que dejarle abierto el balcón de sus ojos de gata. El bar queda vacío. Una mano se pierde bajo la falda de ella. Se besan en cada farola, hasta que llegan a un hostal. Se hacen las diez, las once, las doce, la una, las dos y las tres. La luna los sorprende desnudos en la oscuridad. La misma oscuridad que rodeaba a Marcos. Las mismas horas que pasaban rápidas para los amantes de la canción, pero lentísimas para él. La noche y el tiempo pueden ser cómplices. Pueden ser también enemigos.
Parecía una fiera enjaulada. Su carácter era tranquilo. No se dejaba alterar por las sorpresas de la cotidianeidad. Se enfrentaba a las nuevas circunstancias con energía y un punto de buen humor. Era de talante optimista, poco dado a padecimientos inútiles. Conocía a Mónica. Intuía su forma de actuar. Respiraba con ella. Pero, en esta ocasión, un elemento no encajaba por completo. Ese hecho le ponía nervioso. Cuando vio el zapato en el peldaño, tuvo la impresión de que el universo se inmovilizaba. Observó el infernal balanceo: hacia adelante y hacia atrás en la arista de la piedra. Lo cogió entre las manos, mientras recorría la escalera con la mirada. Era de cristal. En el rellano, silencio absoluto. Ni su sombra, ni el rastro de su perfume ya desvanecido por completo. Sólo presente en la memoria; no sabía por qué razón, dolorosamente vivo.
Sonó el teléfono. Tardó un instante en reaccionar, porque el sonido de una llamada puede paralizamos. Corrió al salón. Con el impulso, el aparato se cayó al suelo. Marcos oyó el ruido multiplicado por mil, mientras intentaba que no se cortara la comunicación. Las palabras, dichas por una voz bien modulada, le llegaron confusas. Respiró hondo, mientras intentaba concentrarse. Entendió que había habido un accidente en la maldita escalera que, hasta hacía pocos minutos, él contemplaba impasible. Se preguntó cómo podía haber sucedido. Le avisaban desde el hospital donde Mónica estaba ingresada. Tenía que ir. Su cerebro lo repetía con insistencia. Era la única cosa en que podía pensar. Tenía que cruzar calles, saltarse semáforos, devorar el asfalto hasta la ciudad blanca donde estaba ella. Tenía que llamar a los padres de Mónica. O no. Ya tendría tiempo para hacerlo cuando hubiera podido verla, cuando hubiera comprobado que todavía le quedaba un poco de aliento. El aliento justo para que él, que era un hombre fuerte, pudiera atar aquel hilo de vida y no dejarlo escapar.
Un espacio se transforma en poco tiempo. La escalera del piso donde vivían había sido escenario de mucho ajetreo. Se habían producido allí diversas situaciones: el bulto de un cuerpo que cae, el último grito surgido de ese cuerpo antes de perder la conciencia. Puertas que se abren, expresiones de sorpresa, de consternación. Alguien que pide auxilio. Una vecina asomada al balcón para que los peatones, que son escasos, acudan a una cita con la desgracia. Otra que marca el teléfono del servicio de urgencias. La sirena de una ambulancia. Los comentarios de las tres mujeres que habían sido testigos de la escena y que acompañaron a Mónica al hospital. Las instrucciones precisas de los hombres de la ambulancia. La nota que una de ellas escribió antes de marcharse y que dejó en la puerta del piso para que Marcos la encontrara, al volver. La brisa que se filtró como un murmullo por la claraboya mal cerrada que hizo caer el papel al suelo, olvidado en el pavimento. El silencio que se impone en los espacios como si no hubiera pasado nada.
Antes de la desgracia, Mónica había llegado contenta. En la esquina, había alquilado una película para verla después de cenar. Comprobó que, en el frigorífico, había unos trozos de carne para preparar a la plancha. Se había quitado la ropa, y se había metido en la ducha. Se cubrió el cuerpo de espuma. Con las manos, la extendió con cuidado por los duros pechos, por el vientre. Recordó los versos de un poeta que se sabía de memoria. Los repitió como si fueran un sortilegio de buena suerte. Lo hacía a menudo. Tal vez fueron sus últimos versos. De haberlo sabido, quizá habría elegido otros. Las cosas suceden sin que tengamos la opción de ser partícipes de ellas. Nos ocurren, pero quedan fuera de nuestro alcance. Como si la vida y la muerte se refirieran a alguien extraño, a un desconocido que nos sale al encuentro. Amaba la vida y amaba los versos. Sabía muchos. La elección de los más bellos habría sido difícil. ¿Quién puede decidirse en un instante? ¿Petrarca o Baudelaire? Mientras se vestía, pensó que tenía ganas de hacer el amor con Marcos. Preparó un vestido ligero. Se perfiló los labios, sin secarse el pelo. Se puso los zapatos que él le había regalado.
Todavía trabajaba dando clases particulares. Solía dedicarles las tardes. Durante las mañanas, se paseaba por las librerías de la ciudad. Recorría calles, visitaba exposiciones. Se sentaba en un café que tuviera mesas de mármol y escribía versos en un trozo de papel. Eran versos suyos, improvisados, urgentes. No se habría atrevido a enseñárselos a nadie. Sólo Marcos sabía que existían. Reunía a grupos no muy numerosos de adolescentes en el comedor de casa. Tenían una mesa redonda que facilitaba el trabajo. Como era un espacio soleado, podían aprovechar la luz. Se compró una pizarra en la que escribía con un rotulador verde. Tenía facilidad para relacionarse con los jóvenes. Sentada entre sus alumnos, habría sido fácil confundirla con el resto de los estudiantes. Les hablaba con claridad. Intentaba hacerles entender los conceptos. A veces no podía contener su propio entusiasmo. Se animaba con el nombre de un autor, una referencia mitológica, la mención de una antigua leyenda. Las frases se hacían seductoras, y despertaba a los adolescentes aletargados.
En una clase que quizá era la última, aunque ella no lo sabía, había leído a sus alumnos los versos que el poeta Catulo escribe a Lesbia, su amada. Fue una declaración de amor que enviaba a Marcos, pese a que no pudiera oírla. Cuando se marcharon, salió de casa con ganas de moverse. Recorrió las calles de Palma, hasta el paseo del Born, sin saber por qué lo hacía. Se sentó un rato en un banco, junto a la fuente de las Tortugas. Compró un periódico en el quiosco y se entretuvo en la sección de espectáculos. Volvió a paso lento, como si tuviera pereza, aunque deseaba encontrarse con él. Debía de ser una pereza en el corazón, que nos avisa sin mediar palabras. Hay quienes hablan de los presentimientos. No hizo ningún gesto, ni actuó de una forma distinta de la habitual. No hubo signos que delataran nada extraño. Simplemente, la lentitud en el regreso. Ignoraba la razón; no se detuvo a pensarlo. Debe de ser que nos cuesta acudir a la cita del infortunio.
Marcos se sentía desorientado entre los pasillos del hospital. Había perdido la noción de los sentidos. No distinguía las formas humanas en la aglomeración de cuerpos que intuía a su lado. Los ruidos le llegaban en una mezcla absurda, instrumentos discordantes de una orquesta desafinada. El olfato no le permitía diferenciar los olores, que se sumaban en una amalgama ofensiva. Notaba los dedos rígidos, incapaces de adaptarse al tacto de los objetos. Le pidieron que llenara una hoja con datos sobre Mónica, pero apenas podía sujetar el bolígrafo. La letra le salió irregular, diferente de la de su caligrafía. Sólo repetía la misma frase: necesitaba verla. Primero lo pedía como una orden; después, como una plegaria. Lo expresó en todos los tonos, desde la súplica a la imprecación, del balbuceo al insulto. Esperó en un pasillo durante horas. Estaba en urgencias. Miraba por los cristales de las puertas, pero sólo veía un universo de cortinas de color claro, médicos con batas verdes que iban y venían. Salió una enfermera a quien preguntó con desesperación:
– ¿Qué le pasa? Por favor, contésteme.
– Tranquilícese. Tendrá que tener paciencia. Tiene una conmoción cerebral, está en coma. Ahora la llevaremos a la UCI.
– ¿Puedo verla? Déjeme que la vea.
– Es imposible. Es mejor que vuelva a casa.
¿A qué casa debía volver, si ya no la tenía a ella? ¿Cómo podía hacerle entender a la enfermera que su casa era el cuerpo de aquella mujer? Era su respiración suave confundiéndose con la de él. Era la calidez de la piel que amaba. Pasó la noche en una butaca del hospital. No durmió, porque tenía la sensación de que no podía bajar la guardia. En cualquier momento, le dirían que había abierto los ojos, que preguntaba por él. Desconectó el móvil mientras se alejaba del mundo exterior, prisionero de unos muros inhóspitos. No quería saber nada de nadie. ¿Qué explicaciones podía dar, si le temblaba la voz? Observó cómo nacía el día, a través de una ventana. A su lado, había otras personas con el rostro desencajado. Debían de estar viviendo situaciones similares. No, pensó, nadie podía sentir su dolor. Aquel desgarramiento del alma, la certeza de que se encontraba solo en medio del universo. Deseó que los demás enfermos del hospital se murieran. Todas las vidas a cambio de la vida de ella. Lo pidió en silencio, no sabía a quién.
De madrugada, llegaron los padres de Mónica. Vivían en un pueblecito. Nunca había tenido demasiado contacto con ellos, más allá de una relación hecha de distancias. La madre no se parecía en nada a la hija. Iba vestida de negro, como si anticipara el luto. Lloraba. Su padre se le acercó con una expresión adusta:
– ¿Qué le pasa a mi hija?
Le miró sin poder reaccionar. Habló despacio, porque no podía articular las palabras:
– No lo saben. No creo que el médico tarde mucho en darnos una explicación. Me han dicho que está en coma. Se cayó por la escalera de casa.
– ¿Por qué no nos avisaste?
– ¿Cómo?
– Hemos tenido que saberlo por la vecina que vive en el piso de debajo del vuestro. Ella la acompañó al hospital. Es del pueblo y la conocemos de toda la vida. Nos ha llamado pasada la medianoche para saber cómo estábamos. ¿Cómo estábamos? Con nuestra hija a punto de morir, y nosotros sin saberlo. Hemos intentado comunicarnos contigo inútilmente. Ángel, el taxista del pueblo, nos ha traído hasta aquí. Debemos de haberle dado lástima: dos pobres viejos que buscan a su única hija entre desconocidos, sin la ayuda de nadie.
– Yo… Disculpen. Tiene razón. Tendría que haberlos avisado. Estuve a punto de hacerlo antes de venir. Cuando me encontré en el hospital, me olvidé de todo. Sólo podía pensar en Mónica. No ha habido mala intención. Se lo puedo jurar.
– Eres un cretino. Un hijo de mala madre.
Pensó que el imbécil era él, le habría gustado estrangularle allí mismo. Se arrepintió en seguida de aquel impulso, mientras se decía que el dolor propio nos hace inmunes al dolor ajeno. Debería haberse sentido cercano a la pareja, pero era incapaz. El padecimiento anulaba cualquier otro sentimiento. No existían ni la compasión por quienes temblaban a su lado, ni la complicidad con su pena. Lo único que quería era ver a su mujer. Irse con ella, si le había llegado la hora de la muerte. Desaparecerían los dos calladamente. Escondió el rostro entre las manos, sin decir ni una palabra.
En el hospital, el ritmo del tiempo se altera, transcurre de una forma singular. Comprendió que los relojes no le servían de nada. Tenía que intentar adaptarse a una lentitud que resultaba dura, contra la cual era imposible luchar. Los padres de Mónica estaban sentados cerca de él. La mujer no había pronunciado palabra, desde que habían llegado. Se limitaba a irse fundiendo en una materia licuosa; lágrimas y saliva que le recorrían el cuerpo hasta el suelo, donde formaban un minúsculo charco. El hombre mantenía el gesto serio, los puños cerrados. Sus venas formaban el relieve de un paisaje arisco. Los sintió a kilómetros de distancia, muchas vidas lejos de la suya. Los tres padecían por una misma causa, que, en lugar de acercarlos, los situaba en polos opuestos del universo. No se entretuvo en analizar las razones. Compartir el dolor más profundo puede ser una falacia. Pasaron largos ratos en silencio. El charco se hacía cada vez más grande. Por fin, apareció un médico. Andaba con decisión hacia donde se encontraban:
– ¿Son los familiares de Mónica Coll?
– Sí -respondió Marcos-. Es mi mujer.
– Ha padecido un derrame cerebral como consecuencia de un golpe muy fuerte. Está en la UCI, donde tiene las constantes controladas. Le tendremos que hacer algunas pruebas radiológicas. Está en coma.
– ¿Qué quiere decir? ¿Puede ser irreversible? -Habría querido ahogar por siempre jamás aquella voz fría, portadora de malas noticias.
– ¿Está muerta? -le preguntó el padre de Mónica, que no había entendido nada, que quería una explicación sencilla, definitiva.
El médico habló de nuevo:
– No está muerta, señor. Tiene una hemorragia en el cerebro, pero todavía no podemos saber cómo evolucionará. Tendremos que estar pendientes de las pruebas que le haremos. No podemos hacer un pronóstico definitivo hasta que pasen unos días. Lo siento.
– ¿Es grave? -El padre insistía para tener respuestas claras.
– Sí, es grave.
– ¿Puedo verla? -Marcos necesitaba ver a Mónica desesperadamente.
– Tendrán que respetar el horario de visitas para los familiares. Media hora por la mañana y media por la tarde. Ahora pueden ir. Entren de uno en uno, por favor. La enfermera los acompañará y les indicará la bata y la mascarilla que tienen que utilizar durante la visita.
El hombre se inclinó hacia la mujer vestida de negro. Le habló como si fuera una niña o alguien que tiene perdida la razón:
– Nuestra hija no está muerta.
– ¿Se salvará? -La madre murmuró la interrogación. A sus pies había nacido un lago.
Marcos subió la escalera, porque no tenía paciencia para esperar el ascensor. Cruzó la puerta de la UCI. Entró en una sala acristalada: Mónica estaba medio cubierta con una bata verde. Dormía. Pensó que no habría querido ponerse un camisón de aquel color. Siempre había dicho que no le favorecía. Recordó telas de melocotón, de cereza, de caramelo. Estaban en un cajón de su armario. Conservaban el perfume de Mónica. De su cuerpo salían los tubos. Estaba inmóvil, pero tenía la piel tibia. Le acarició los párpados cerrados, la frente. Intentó acercarse a ella, a pesar de los aparatos que le recordaban las zarpas de un dragón, para percibir su aliento. Tuvo la impresión de que no respiraba. Le tomó una mano, pero estaba demasiado inerte. No respondía a ningún estímulo: trató de acariciarle un brazo, de besarle los dedos, de pellizcarle la mejilla. El único signo de vida era la temperatura del cuerpo. Aquel cuerpo que había vibrado con el suyo, que él recordaba latiendo, lleno de vida. Ahora, esa vida estaba muy quieta. Le pidió que no se marchara, que no huyera del cuerpo que amaba. Se inclinó hasta el rostro de Mónica, medio cubierto por un mechón de cabellos castaños. Se lo dijo en voz queda, pero con toda la fuerza del mundo:
– Vive, amor mío. Quiero que vivas. Hazlo por ti y por mí. Piensa en todo lo que nos queda en el futuro, en aquellos viajes que nos imaginábamos, en los libros que todavía no has leído, en las noches de amor que la muerte no tiene derecho a robarnos. Sé que no has decidido morirte. No lo quieres, porque tienes que hacer muchas cosas. ¿Qué será de mí, si te vas? Haz un esfuerzo, y vuelve a abrir los ojos. Háblame. Aunque sea una palabra. Tan sólo una: dímela despacio, tú, que amas las palabras y sabes que tienen tanta fuerza. Vendré todos los días a verte. Todas las mañanas, todas las tardes. Esperaré en un rincón de este hospital, hasta que sea la hora de visitarte. A escondidas, te traeré versos que te harán compañía. Te los recitaré bajito para que no te sientas sola. Hasta que podamos volver a casa, mi vida serán las paredes que te rodean. Desde que tú no estás, no tengo casa, ni amigos, ni parientes. Tú eres mi corazón y la vida que me falta.
Cuando le obligaron a salir de la UCI, sentía un peso en la cabeza. Miró sin ver un largo pasillo. Se dio cuenta de que la puerta se cerraba tras él. Oyó la voz del padre de Mónica:
– Eres un hombre malvado. Casi ¡se ha acabado el tiempo y todavía no hemos podido entrar. ¿Cómo puedes tratarnos así?
La mujer vestida de negro lanzó un gemido. Era un sonido angustioso, primitivo, que le despertó cierta repulsión. La enfermera intentó ayudar a la pareja a vestirse para poder entrar. Quedaban pocos minutos de visita. Marcos se sentía ávido de todos los segundos para estar junto a su mujer. Tenía la sensación de que se los robaban. No pudo evitar mirarlos con odio antes de perderse por las salas.
Pasaron los días. Transcurrían con la torpeza de los viejos que se han roto una pierna y vuelven a poner el pie en el suelo. Se alargaban como los días de verano, cuando somos niños. Aquellos agostos eternos le salían al encuentro. Volvía al piso cada dos o tres días. Iba el tiempo justo para ducharse. Evitaba las preguntas de las vecinas, que se interesaban por el estado de Mónica. Tenía el móvil desconectado. Se refugiaba en los pasillos del hospital. Las horas transcurrían sin demasiados cambios. Sólo merecían la pena los minutos que podía pasar junto a ella. Le recitaba poemas de amor, esperando que hiciera un mínimo gesto de complacencia. Nunca había un solo indicio, ninguna reacción de su cuerpo inerte. Los informes médicos repetían las mismas palabras: «No reacciona. Tenemos que esperar.»
A las tres semanas la sacaron de la UCI. Los padres, con quienes no mantenía demasiadas conversaciones, lo interpretaron como un signo de esperanza. Él intuyó que no había nada que hacer. Nunca se cansaba de recitarle poemas. Con las palabras, le dibujaba los paisajes y los rostros que no podía ver. Cuatro semanas después del accidente, el médico quiso hablar con él. Fue tajante:
– Prácticamente no hay actividad cerebral. La familia se tiene que convencer de que lo mejor sería desentubarla y dejarla morir.
Le escuchó sin decir nada. Repitió las mismas palabras a los padres de Mónica con una voz incolora, sin modulación. Le miraron como si fuera un enemigo, como si lucharan en bandos contrarios.
Entender que se moría no fue sencillo. La simple comprensión de un hecho puede superarnos. Se sentía vencido por una situación que habría sido incapaz de prever. Hacerse a la idea de una realidad es el estadio previo para poder asumirla. Pero entre un estadio y el otro hay kilómetros de días y de noches. No se despediría de Mónica. No quería estar presente en el momento en que desconectaran los aparatos. Cuando el médico le dijo que era cuestión de horas, fue a verla. En la cabecera de la cama, le besó la mano inmóvil. Estuvo un rato buscando, inútilmente, un último verso. Cuando mantenía la esperanza de que volviera a la vida había recitado muchos. Ahora no encontraba ninguno, convertida la memoria en un pozo sin agua. Contempló su rostro. Le dijo que la amaba. Sin mirar atrás, salió del hospital donde había vivido cuatro semanas. No sabía qué caminos recorrer. En un rincón, vio a sus padres. Le miraron como si esperaran que hiciera algo. No sabía muy bien qué. ¿Unas palabras, un gesto? Pero ¿cuáles? Bajó en el ascensor hasta la primera planta. Dos enfermeras hablaban cerca de la escalera. Una tenía los cabellos muy rubios. Parecía feliz. El cielo era azul, de una intensidad que le hacía daño. La vida continuaba como si nada. Se puso a andar por una calle cualquiera. En su rostro se reflejaba la palidez de los días pasados entre cuatro paredes. En el alma, el deseo de alejarse. Vio a unas mujeres que paseaban. No se parecían a ella. Nadie era como Mónica. Si quería sobrevivir a aquel infierno, tendría que cambiar de ciudad.
A veces, el mañana no llega nunca. Mañana quiere decir futuro inmediato, lo que sucederá cuando nos despertemos, pasada la noche. Significa pocas horas de espera. Tenemos que tener paciencia hasta que nace un nuevo día. Al día siguiente, Ignacio no volvió a Mallorca. Le dio a Dana una excusa de última hora. Le dijo que los médicos le retenían, que estaba pendiente de unos informes, que no sufriera. Como la pilló por sorpresa, se quedó muda. Vivía una situación que no se habría imaginado. Era el hombre al que amaba, ¿cómo podía actuar de aquella forma, indiferente a la angustia de la espera, como si su dolor no existiese? No hay nada más terrible que lo que no podemos comprender. Una situación nos desborda si no la entendemos, aunque pongamos toda la capacidad de concentración posible en ello. Murmuró media docena de frases balbuceantes. Se habría abofeteado por no ser capaz de reaccionar disimulando su angustia. No se reconocía en el tono vacilante, en la voz de una niña que suplica al adulto que no le abandone en la oscuridad.
Tampoco regresó al día siguiente. Ni al otro. Los días se fueron sucediendo con una sarta de excusas increíbles que aplazaban la verdad. Dana vivía en un estado de tensión continuo. El pensamiento inventaba confusas historias. Estaba en una contradicción permanente. Se decía que tenía que tranquilizarse. Seguro que había motivos reales que impedían el regreso de Ignacio. Era desconfiada por naturaleza. Ella tenía la culpa, porque no sabía ponerse en la piel del otro, estar a la altura de las circunstancias. Una voz interior le replicaba que no era cierto. La situación era lo anómalo, no sus reacciones. Él le despertaba dudas. Estuvo a punto de tomar un avión para ir a Barcelona y presentarse en el hotel por sorpresa, dispuesta a aclarar lo que sucedía. No lo hizo porque era incapaz. Se sentía prisionera de una espiral de sospechas. La fatiga mental puede llegar a convertirse en dolor físico. Como un náufrago que se agarra a un trozo de madera, se abrazaba a cada hilo de esperanza. Se imaginaba el sonido de la llave en la cerradura, su rostro que le sonreía desde la puerta, el abrazo que aleja los fantasmas. Y en aquel momento pensaba que tenía que ir a comprar comida, porque tenía el frigorífico vacío.
Habían pasado muchas mañanas desde aquella en que Ignacio tenía que regresar. Dana no habría sabido decir cuántas, porque percibía el ritmo del tiempo alterado. Los crepúsculos se unían con el alba. Dormía poco; comía menos y a destiempo. Había días en que se alimentaba de chocolate; a veces tomaba un par de yogures. Los límites de la resistencia humana son mucho más amplios de lo que nos habríamos imaginado. Pero, un día, se acaban. Inesperadamente, sabemos que hemos llegado al final. Somos incapaces de resistir un instante más.
Era otra mañana gris. Sonó el teléfono. Volvía a ser Ignacio, para que empezara la jornada con una nueva dosis de falsas esperanzas. Ella le preguntó:
– ¿Has vuelto con Marta?
No habría querido preguntarlo. Era duro tener que escuchar la confirmación de lo que se imaginaba, pero ya no le quedaba paciencia, ni comprensión, ni ganas. Le habló bajito, en un tono inocuo, como si le preguntara qué tiempo hacía, si se había levantado temprano, si estaba bueno el desayuno. La respuesta surgió de una voz inusualmente incolora:
– He tenido que volver con ella. He tenido que hacerlo.
– No. No puedes volver con ella. -Pese al agotamiento, todavía le quedaban fuerzas para la última rebelión, para aquella revuelta que sabía condenada al fracaso.
– Mis hijos me necesitan.
– ¿Y yo? ¿No te necesito yo? -Se hizo un silencio.
– Dana… -la interrumpió.
– Hijo de puta. Eres un hijo de puta.
Colgó el teléfono. La había dejado desde el otro extremo de un cable. No había podido ir, mirarla a los ojos, pedirle disculpas por tantas mentiras, por todos los días de inútil espera. Se encogió con la sensación de que le habían dado un puñetazo en el estómago. Le dolían los brazos, las piernas. Empezó a llorar. Su llanto se parecía a algunas lluvias de invierno. Primero caía despacio, como si tuviera que aprender. Después tomaba fuerza, porque la vida era un triste paisaje.
Se levantó del sofá haciendo un esfuerzo. Con pasos vacilantes fue al baño. La agitación nerviosa la había dejado con una sensación de fatiga absoluta. El llanto se había convertido en sollozos que le sacudían el cuerpo. Se recogió los cabellos con una mano, liberando el rostro. Abrió la boca y se metió los dedos dentro. Los movió en la garganta como si fueran títeres. Inclinada sobre la taza del váter, sólo veía un tubo blanco con agua al fondo. Vomitó la comida del día anterior, el chocolate y los yogures de los días de espera. El agua se iba tiñendo de un amarillo espeso, con rastros irreconocibles. Las contracciones del vómito resultaban desagradables, pero, si se concentraba, el rostro de Ignacio perdía intensidad. Suponía un cierto consuelo. Repitió la acción, hasta que el estómago empezó a dolerle. Era el dolor del vacío que intentamos exprimir cuando ya no queda nada. Tiró de la cadena, y el agua volvió a ser limpia. Se lavó la cara bajo el grifo del lavabo. El agua borraba la sal, pero no ocultaba las huellas de la pena.
Pensó que tenía que llamar a su madre. Hablaban a menudo, y debía de estar preguntándose si él había regresado. Tenía que decirle que sí, que había vuelto, pero con la persona equivocada, que era la otra mujer, aquella a quien decía que no amaba. A ella no quería verla. Había tardado en reconocerlo no sabía por qué. Olvidó preguntarle si fue por cobardía, o por una piedad extraña que le resultaba un insulto, o porque no se decidía a romper el último hilo que los unía. Aquella aproximación telefónica a través de la cual tuvo que aceptar, después de muchos días, que no estaba loca, que las sospechas eran ciertas, que las mentiras habían sido realmente mentiras. A pesar de todo, había intentado justificarle hasta el último momento. Era probable que justificar a Ignacio no hubiera sido un acto de amor, sino de supervivencia. Si era una exagerada, una víctima de su imaginación, todavía había alguna posibilidad de regreso. Levantó el auricular. Estaba a punto de marcar el número de la casa de sus padres, porque tenían que entender que estaba perdida, sin saber qué hacer ni adonde ir, cuando comprendió que era incapaz de mantener una conversación. ¿Qué les diría? ¿Cómo podía no hacerlos partícipes del drama, si habían compartido con ella una espera que se había hecho eterna? Le temblaba todo el cuerpo. Tenía frío y el vientre dolorido. No le hubiera importado morirse lentamente, si la muerte le hubiera calentado los huesos.
Salió de la casa. La calle Sant Jaume era un espacio de sombras y luces. La recorrió sin prisa, pero con un aire de ausencia que no se parecía a su vitalidad de antes. Torció a la derecha, mientras caminaba bajo los arcos. Andaba con la mirada fija en el suelo, sin ver a las personas con quienes se cruzaba. La mayoría eran peatones desconocidos, a los que no prestaba atención. Se encontró con un compañero de trabajo que, más tarde y frente al televisor, comentaría a su mujer que la había notado extraña. En una esquina se topó con una vecina que le preguntó cómo estaba. Le respondió con un gesto de asentimiento de la cabeza, confirmándole no sabía qué. Probablemente aquella terrible derrota le impedía actuar con normalidad. La mujer se interesó por Ignacio, porque hacía días que no le veía. Quería saber si estaba enfermo. Dana no tuvo fuerzas para decirle la verdad, ni ánimo para improvisar una mentira creíble. Su mirada perdida venía de muy lejos. No contestó, porque no tenía nada que decir. Repitió el gesto de antes, y continuó el recorrido sin volverse para mirar hacia atrás.
Entró en unos grandes almacenes. Huía del sol y de la gente. Se decidió por la luz artificial, por la aglomeración de cuerpos que se confunden, que hacen imposible el encuentro, o que ofrecen la solución de simular que no hemos visto a quienes no queríamos ver. Encontró un expositor lleno de medias. Actuaba como si estuviese absorta en la elección. Con las manos apoyadas en la mesa, los nudillos amoratados por el esfuerzo de contenerse, no se atrevía a hacer un solo movimiento. Tenía la sensación de que se caería al suelo. Tenía que fingir que elegir un color era una cuestión de vida o muerte. Mientras removía las piezas, pensaba en la vida, tan frágil como unas medias de seda. ¿Dónde estaban los proyectos, los planes para el futuro? Ignacio no sólo la abandonaba, sino que le robaba los sueños. Farfulló de nuevo que era un hijo de puta, que le gustaría verle muerto, pero en seguida le hizo daño haber sido capaz de pensarlo.
Dio unos pocos pasos. En la sección de perfumería, había rostros amables que la invitaban a probar nuevos perfumes. Eran aromas que anunciaban el buen tiempo. Pasó de largo por delante de las chicas que le sonreían como si la vida fuera muy sencilla. El edificio que le había parecido un refugio se convirtió en un laberinto. ¿Dónde estaba la salida? Hizo algunos recorridos que debieron de dibujar círculos exactos, porque siempre volvía al mismo punto. Tuvo la sensación de que todos los aromas se mezclaban. En uno de los expositores, había un espejo de considerables proporciones. Vio reflejado su propio rostro. Se detuvo. Hizo un esfuerzo por mirarse. ¿Aquel rostro desencajado era el suyo? ¿Eran suyas aquellas facciones tensas, aquella mirada mortecina? ¿La palidez que ningún cosmético podría haber disimulado?
Se llamaba Dana y amaba a un hombre. El le había jurado amor eterno. La eternidad puede ser muy breve. Hubiera querido morirse, pero estaba paseándose por unos almacenes de su ciudad. Ignoraba por qué razón lo hacía, pero no se le ocurría otro lugar donde refugiarse. No podía responder a ninguna pregunta, darse explicaciones. Tenía miedo. Él acababa de dejarla definitivamente. Así son las cosas: ahora te pertenecen y, acto seguido, están muy lejos. No quería saber nada de su vida. ¿Qué vida, si no la imaginaba sin él? Podía pararse en un bar y beber hasta perder el sentido, como si fuera una adolescente. Podía invitar a alguien y pedirle que follara con ella toda la noche. Podía refugiarse en casa de sus padres, en el sofá del salón, y contarles que quería desaparecer. Podía intentar que él se sintiera culpable: salir a la calle, tirarse debajo de un coche. Si su nombre aparecía al día siguiente en los periódicos, quizá Ignacio regresara. Podía mirarse en un espejo de la sección de perfumería de unos grandes almacenes, contemplarse las facciones que no reconocía, mientras pensaba que era la mujer más imbécil del mundo.
Salió a la calle. Paró un taxi que pasaba, y se metió en él. Se acurrucó en el asiento, mientras miraba la nuca del hombre que lo conducía. Agradecía no verle la cara. Era mejor intuir el perfil. Le observaba a través del espejo retrovisor. Aunque le viera de frente, no lo recordaría. Lo único que buscaba era un lugar tranquilo desde donde pudiera ver el mundo sin ser observada. Le dijo que quería recorrer la ciudad. Una ruta sin rumbo que no tuviera que decidir.
«Tenemos que protegernos -pensó-. Especialmente de lo que más nos importa.» Sus vínculos con la geografía de Palma nunca habían sido confusos. Era un mapa peculiar, que la unía a un espacio, a una gente. Hoy se sentía lejana. Hubiera querido correr, escaparse.
El taxista obedeció sin hacer preguntas. No manifestó sorpresa por la petición, sino que condujo sin prisa, como si también él participara de la misma desidia.
Transcurrió un rato. Tenía la sensación de que el hombre y ella permanecían quietos, mientras el mundo pasaba con rapidez por su lado. Eran la roca en medio de un mar de olas. Dana miraba a los peatones, las fachadas, los semáforos. Se preguntaba por qué todo seguía como si no hubiera pasado nada, cuando la vida acababa de romperse. El le dijo:
– No se imagina las historias que podría contarle. Hoy en día, los taxistas somos confesores. La gente nos cuenta la vida. A mí, a menudo, me piden consejo.
– ¿Consejo? -No le importaban las vidas de los demás. Ni siquiera le interesaba demasiado la suya propia.
– Sí. Hay gente que se ahoga en un vaso de agua. Necesitan decir lo que les pasa. Los problemas, cuando se cuentan, no son tan terribles.
– A veces cuesta contarlos.
– Disculpe el comentario, pero parece asustada.
– Es posible. Hace días que no duermo bien.
– Descansar es importante. Cuando llega la noche, yo duermo como un lirón. Pero algún día me cuesta hacerlo.
He escuchado demasiadas historias y me rondan por la cabeza. Las vidas de los demás me pesan. Me acuerdo de una…
– No me cuente las vidas de gente que no conozco. Cada uno lleva su propia cruz.
– Perdóneme.
– Estoy nerviosa.
– No tiene importancia. Recuerdo a una mujer… Hace tiempo que la llevé al aeropuerto. Se iba en un viaje organizado. Llegaba con el tiempo justo. Encontramos retenciones en la vía rápida, semáforos en rojo. He olvidado cuál era el destino de su viaje.
– Los viajes son una forma de escapar.
– Me contó que había tenido tres maridos. No le quedaba ninguno. Estaban muertos.
– Hay personas que tienen mala suerte.
– Me lo contó con voz temblorosa. Tenía un aspecto frágil, pero había algo en ella que me hizo pensar que saldría adelante. Me pregunto cómo debe de haberle ido. No he vuelto a saber nada más. Me acuerdo de su nombre.
– Algunos nombres no se olvidan.
– Se llamaba Matilde.
– Yo también he perdido a un hombre.
– Me lo imaginaba. Lleva la tristeza reflejada en los ojos, como aquella mujer. Me la ha recordado. Todas las historias se repiten.
– Sinceramente, las demás no me importan nada.
– ¿Ha visto qué cielo tan azul?
– No me había fijado. ¿Hace buen día?
– Fíjese, una mañana espléndida.
Se acordó del móvil que llevaba en el bolso. Hacía días que no lo utilizaba. Lo conectó con un afán absurdo, pero inevitable. La esperanza que nos hace soñar lo imposible. Quién sabe si Ignacio había cambiado de opinión. Tal vez la buscaba mientras ella daba vueltas por la ciudad. Pulsó las teclas que la conectaban con el buzón de voz. Esperó conteniendo la respiración. No había mensajes. Lo volvió a intentar con nerviosismo. Una voz femenina, casi metalizada, le recordó que no había nada que esperar. Antes, le llenaba el buzón de palabras. ¿Cuántas veces le había dicho que la amaba? Pensó que no tendría que haber borrado aquellas frases. Le habrían hecho compañía, aunque fueran mentira. Cualquier falsedad era mejor que el silencio. Se sintió muy sola, con el aparato en la mano. Miró por la ventanilla del coche. La gente hablaba por teléfono. ¿Cuántos debían de estar pronunciando palabras de amor? Sintió rabia contra quienes se amaban. El mundo se había convertido en un lugar hostil. El hombre le dijo:
– La mayoría de las personas no saben qué tienen que hacer, pero todo el mundo sale adelante.
– No me diga que el tiempo lo cura todo.
– No se lo diré, pero es la verdad. Como mínimo, pone las cosas en su lugar. Estoy acostumbrado a vivir la vida de los demás. La mía es muy simple: estoy casado desde hace muchos años. Tengo un hijo que hace su vida. No se acuerda demasiado de sus padres. Nosotros vivimos tranquilos. De casa al trabajo; del trabajo a casa. Cuando se canse de dar vueltas, me tendrá que dar unas señas.
– No quiero regresar.
– Cualquier dirección. Siempre tenemos un lugar adonde ir.
– ¿Está seguro?
Con un gesto de impotencia, volvió a coger el móvil. Marcó, una vez más, las tres cifras del buzón. Se repitió la misma circunstancia: la falta de mensajes, la evidencia de lo que ya sabía, la soledad.
En voz baja le dio el nombre de una calle. El taxista tuvo que esforzarse para entender las señas. Se dirigió hacia allí sin hacer comentarios. Cuando llegaron, Dana pagó el importe que marcaba el taxímetro. Habría deseado darle las gracias, pero no supo. Se despidió con un gesto del hombre que no tenía rostro: una nuca ancha, la espalda inclinada, la camisa de cuadros.
Entró en la farmacia. Había mucha gente que hacía cola. Esperaban que fuera su turno con una expresión de indiferencia que envidió. Nunca volvería a ver a Ignacio. Tampoco escucharía su voz. Pensarlo le provocaba un dolor intenso. El aire era casi irrespirable. Tras el mostrador, reconoció la figura de Luisa. Llevaba puesta la bata blanca. Le sonrió, al verla:
– ¿Qué haces por aquí?
– No me encontraba bien. He pensado que podía venir a verte. No sabía si estarías.
La otra se movió con rapidez. La hizo sentar a una mesa, en un extremo del local, lejos de miradas curiosas. Le dio un vaso de agua, mientras despedía a los últimos clientes. Se le acercó preocupada:
– ¿Qué ha pasado?
La pregunta era fácil de responder, pero se quedó muda. Intentaba hablar y las palabras se perdían. Miró a su amiga con un sentimiento de desolación. Tenía el rostro transformado, como si lo ocultara tras una máscara. Parecía venir de muy lejos, arrastrando todo el cansancio del mundo. Luisa le preguntó:
– ¿De dónde vienes?
– He venido en taxi. Es el mismo que tomó una mujer que se llamaba Matilde. Había perdido a tres maridos. ¿Te lo puedes imaginar?
– ¿De qué me hablas?
– Me ha dejado. Es un hijo de puta, y ha regresado con Marta.
– ¿Cómo?
– Ignacio ha vuelto con su mujer. Dice que sus hijos le necesitan.
– ¡Dana!
– Te doy pena. Me doy lástima a mí misma. Hace semanas que le espero. Días y noches de mentiras que me hacen odiarle, pero que echaré de menos. Incluso añoraré sus mentiras. ¿No es gracioso? Tendríamos que reírnos. Me decía que me amaba.
Luisa cerró la farmacia. Bajó la persiana y echó el cerrojo a la puerta. Apagó las luces generales. Sólo dejó un pequeño foco que iluminaba la mesa donde estaban sentadas. Dana apoyó la cabeza, incapaz de moverse. La otra la abrazó sin decir nada. Pasaron algunos minutos en silencio. Hacía frío. Pensó que desaparecer debía de ser dulce, cuando el aire nos hiela el aliento. Tener el corazón helado es una forma como otra cualquiera de empezar a morirse.
Se llamaba Antonia. La frente ancha y la nariz pronunciada, los cabellos cortos. Se vestía con trajes sastre de corte impecable, americanas que le marcaban la cintura, pantalones rectos. Era una mujer moderna, que andaba por ahí con la agenda en una mano y el móvil conectado. Seguía la actualidad y opinaba sobre política. Manifestaba preocupación por los temas sociales, aun cuando era lo bastante lúcida para saber que no podía intervenir en profundidad. Era independiente económicamente desde hacía años. Vivía en un piso decorado con muebles de diseño minimalista, en el centro de la ciudad. En las paredes, cuadros de pintores cotizados que parecían reproducciones de Kandinsky. Odiaba a los figurativos, pero adoraba las formas vagas, imprecisas. Se declaraba urbanita, y ejercía ese estilo de vida. En el frigorífico, algunos yogures a menudo caducados, zumos de fruta, algo de jamón, y poca cosa más. Comía fuera de casa: «No tomaré postre, un café con sacarina.» La cafetera a punto a cualquier hora. Las sesiones en el gimnasio que procuraba seguir con un ritmo regular, pero que compromisos de última hora le hacían cancelar con frecuencia. Una masajista que la devolvía a la vida, tras muchas jornadas de tensión. Tenía algunas debilidades que no confesaba a nadie: la pasión por el chocolate y la necesidad, reprimida a menudo, de robar libros en los grandes almacenes. Lo hacía de vez en cuando, desde que era una adolescente. Le gustaba leer.
Tenía un rostro de líneas regulares, de facciones cinceladas como si fueran la obra de un escultor barroco, que no deja que el aire aligere la fuerza del mármol. La mirada aportaba al conjunto un aire malicioso. Atenuaba la rigidez de la escultura y le concedía el toque de una vida inquieta, la gracia de la carne. Pese a la rigidez en el ademán, era una criatura inquieta. Desde la mañana a la noche, vivía pendiente del reloj. Sus manecillas le marcaban las pautas de la existencia. No podría haber existido sin situarse en el segundo exacto que correspondía al presente, un presente que se le escapaba. Las horas volaban entre compromisos y comidas de trabajo, encuentros sociales relacionados con la empresa donde trabajaba. Los fines de semana eran la otra cara de la moneda.
Si prestamos atención, hay contrastes que nos colapsan la vida. Antonia procuraba no hacerlo. Vivía entre la prisa y la quietud, escindida en dos historias que eran el blanco y el negro. Durante los días laborales, el móvil no paraba de sonar. Eran llamadas sobre asuntos urgentes, citas inaplazables, temas que tenía que cerrar. La mañana del sábado, el aparato enmudecía. Tenía la impresión de que el mundo se detenía. Inmersa en su vorágine, había conseguido no pensar demasiado. Dejaba de lado las reflexiones y los interrogantes, sumergida en un trabajo que concentraba toda su capacidad de atención. Cuando llegaban los días de fiesta, se encontraba sola, como si la vida fuese un objeto que nos quema en las manos, mientras ignoramos la suerte que le espera. Se desorientaba. Las tardes de los domingos se convertían en jornadas inacabables de tristeza. Eran largas, siempre idénticas. Le recordaban las tardes de cine de la infancia. Por el precio de una entrada, dos películas y una bolsa de palomitas. Iba con su madre, después de comer. Llevaba una falda de cretona, ropa de gente con un gusto dudoso y escaso dinero. Salían cuando el anochecer ganaba terreno al cielo. Ahora vivía: una nostalgia inexplicable en un refugio hecho de almohadones, chocolate y suplementos de periódicos. El deseo de perderse en el sofá de su casa como si estuviera en una butaca de cine, rodeada de desconocidos o sin nadie, que, al fin y al cabo, viene a ser lo mismo.
Tiempo atrás, había odiado los fines de semana: los ratos de televisión, las salidas con algún conocido -era realista y el ámbito de los amigos le resultaba tan escaso que no se atrevía a incluir a demasiada gente-, las cenas con su hermana, o con algún hombre a quien ocasionalmente conocía en el trabajo, y que a menudo resultaba decepcionante. Estaba harta de escuchar dramas personales, de convertirse en un contenedor donde el otro escupía todas las miserias. Le resultaban patéticos los relatos sobre matrimonios que no funcionaban, pero que él no se atrevía a romper por el peso de la inercia, de la comodidad, o del absurdo. Eran narraciones repetidas que había oído docenas de veces de labios diferentes. Se aburría escuchando historias de desamor o de desencuentros. Consideraba ofensivas las invitaciones para practicar sexo furtivo, que supliera las carencias en la cama con la pareja estable. Cuando, vencida por la necesidad de compañía o de un orgasmo, había aceptado una propuesta, siempre se había sentido estafada. La aventura resultaba un fraude, y el orgasmo una falsa ilusión. Mientras el amante de turno se vaciaba dentro de ella, Antonia se quedaba con las ganas. El otro se dormía en seguida -nunca había entendido la facilidad que tienen los hombres de conciliar el sueño después de eyacular-, y ella miraba al techo haciéndose preguntas que no tenían respuesta. Insatisfecha, intentaba masturbarse. A veces, con timidez; a menudo, con indiferencia hacia el que tenía a su lado. No llegaba al clímax. Era incapaz de dejarse llevar, castigada por un cerebro que le negaba los espasmos del gozo.
Había protagonizado la misma escena muchas veces, como si fuera un actor que sale al escenario a repetir un texto, haciendo las pausas en los lugares correctos para respirar, que calcula los gestos que acompañan la modulación de las frases, así actuaba Antonia en aquellos episodios de su vida. Podría haber descrito, sin variaciones, la escena vivida: le presentaban a un hombre en un acto social. Había cierta atracción mutua. Muy pronto iniciaban un juego de sobreentendidos. La gesticulación exagerada, la sonrisa que quiere resultar encantadora y que borra los signos de fatiga, las frases que parecen nuevas, aunque sean estereotipadas. Pensaba que el sentido del ridículo siempre se despierta un cuarto de hora tarde. La quimera de encontrarse a las puertas de conseguir lo imposible era el motor que impulsaba a los actores: ella y él otro. Un deseo de felicidad que renacía en cada nuevo encuentro. La magia que les hacía pensar una vez más: «¿Y por qué no?» Rodaban por una pendiente hecha de mentiras a medias, donde tomaban posiciones los elementos del juego. Primero, la voluntad de mostrar la mejor parte de uno mismo. Ejercían de vendedores ambulantes que se ofrecen al mundo como un gran producto. Segundo, las ganas de seducir y de ser seducidos. Un viejo juego que resurgía multiplicado por el alcohol, el entusiasmo del descubrimiento y el miedo a la soledad. Tercero, la esperanza de que el encuentro no fuera una simple aventura que queremos olvidar, sino una historia que nos transformaría la vida.
El encuentro multitudinario derivaba siempre en una situación de intimidad compartida. Cualquier excusa era buena: «No, de ninguna forma. No quiero que cojas un taxi. Te acompaño a casa en mi coche.» «¿Cuándo puedo volver a verte? Dame tu teléfono. Creo que todavía nos tenemos que contar muchas cosas.» «¿Estás cansado? ¿Quieres subir a tomar la última copa?» «Nos tenemos que encontrar de nuevo.
¿Tienes libre pasado mañana para cenar? Te llevaré a un japonés que es una delicia.» Eran esas frases u otras, no importaban las palabras, sino la intención. Un segundo acto lejos de las bambalinas, donde los actores interpretaban un diálogo de aproximación magistral. El escenario solía ser un restaurante; era un espacio que reunía todas las condiciones. Dicen que la buena comida ablanda el alma, hace menos duros a los duros, más tiernos a los tiernos. El vino estimulaba las confidencias.
Los actores insistían en subrayar la sensación de complicidad, el placer de encontrarse en buena compañía. Se contaban episodios de la vida que habían vivido cuando aún no se conocían. Es decir, hasta aproximadamente veinticuatro horas antes del encuentro en cuestión. Descubrían que tenían pensamientos coincidentes, formas parecidas de ver el mundo. De todo ello se daban cuenta, poco más o menos, a partir de la cuarta copa. Celebraban con entusiasmo una serie de inauditas casualidades. En ese momento, ella se inclinaba hacia él al hablar, inundándole de un perfume carísimo que despertaba los sentidos. El hombre, que no quería parecer inseguro, llevaba a cabo avances clave en el proceso de aproximación: le cogía la mano, acercaba la rodilla a su pierna por debajo de la mesa, le retiraba los cabellos del rostro. Antonia respondía a los movimientos masculinos con un aire de acogedora indiferencia. Sin mediar palabra, le decía que los pasos eran correctos, que iban por buen camino si el destino final eran las sábanas de su casa.
El itinerario en coche era complicado. Antonia, bajo los efectos de la bebida, tenía cierta tendencia a hacerse preguntas poco recomendables. Como se conocía, intentaba ahogarlas pidiendo al conductor que aumentara el volumen de la música. Quería escuchar canciones estúpidas que repitieran letras estúpidas. Era la fórmula perfecta para no pensar. La entrada en el ascensor podía presentar distintas variantes: predominaba la impaciencia. Volaban prendas de vestir antes de encontrar el cerrojo de la puerta. La mano de él se perdía entre los encajes de su sujetador. En alguna ocasión, el visitante procuraba mantener las formas. Se fijaba en un cuadro del pasillo. Alguno entretenía la subida con un beso que, a menudo, dejaba a Antonia sin ganas de meterse en la cama con él. La halitosis puede ser buen antídoto contra el mejor afrodisíaco.
Dos cuerpos desnudos en la penumbra de la habitación. El desconocimiento de la piel, de los olores del otro. Las espaldas se perfilaban en la oscuridad, empapadas de sudor. Mezclar sudores y salivas puede ser una experiencia ingrata. Se tocaban con la avidez de los ciegos que exploran territorios desconocidos. Solía predominar la prisa, las ganas de llegar al clímax sin demasiados preámbulos. A ella le habría gustado un amante generoso, que se entretuviera en procurar hacerla feliz. El placer pide tiempo y paciencia. Sus conocidos de una noche eran hombres tacaños, inexpertos o ebrios. La mayoría buscaban una satisfacción rápida: la penetraban como si cruzaran el patio de armas de un castillo en tiempo de guerra. La sacudían por completo, mientras se vaciaban en su vientre dolorido.
¿Cuántas veces había simulado ella un orgasmo? Había perdido la cuenta. Tampoco habría sabido decir por qué razón lo hacía. Tal vez acudían a su mente los viejos tópicos, la imagen de la mujer frígida que no habría querido ser. Quizá lo hacía por compasión. Aquella piedad que nos invita a no ser el espejo de las miserias ajenas. Tensaba el cuerpo y maullaba como una gata en celo. Puro teatro para satisfacer el ego del macho y quedarse tranquila. Tras la decepción de turno, no tenía fuerzas para continuar fingiendo. Finalizado el último acto, deseaba bajar el telón. Reposar como los títeres en la caja donde no llegan los sueños. Procuraba evitar el correspondiente ataque de lucidez: decirse que era una estúpida, que había caído en la trampa de siempre. Hacía un esfuerzo por aplazar los reproches hasta el día siguiente, cuando una taza de café y una agenda salvadora alejaran los fantasmas. Simular un orgasmo era fácil; encontrar a alguien con quien retozar, dichosa, entre las sábanas no lo era. Alguna vez, había estado a punto de llorar. El amor propio o la dignidad lo evitaban. Cuando oía la respiración del amante, nunca conseguía dormirse.
Trabajaba en una empresa de publicidad. Formaba parte del equipo de creativos que diseñan las campañas de firmas conocidas. Era una tarea interesante, en la que unía el rigor del oficio con una creatividad sorprendente. Antonia iba por el mundo observando la vida en imágenes. Era hábil para la abstracción (sabía aislar un objeto de su propio espacio) y, a la vez, era capaz de concretar (situaba ese objeto en un nuevo espacio imaginario). Dominaba la síntesis, porque sabía que los mensajes que nos transmite un anuncio tienen que ser breves, contundentes. Jugaba con las reacciones previsibles del receptor, en una demostración admirable de conocimiento de las reacciones humanas. Preveía las posibles respuestas del público a quien iba destinado el producto. Diferenciaba lo que resulta estimulante de lo que provoca rechazo. Partía de una idea y la desarrollaba hasta el último detalle. Era exigente, apasionada por un trabajo que la divertía profundamente.
Las satisfacciones del trabajo eran proporcionales a las insatisfacciones en la vida privada. A medida que pasaba el tiempo, tendía a refugiarse más en la publicidad. No fue una decisión premeditada. No tenía vocación de mujer que se encierra en un mundo exclusivo, propio. Le habría gustado poder compartir la vida cotidiana. Como no era posible, se construía un presente alejado de los embates del corazón. Los encuentros con amantes esporádicos solían ser frustrantes. Dejaron de interesarle. No estaba dispuesta a poner fácil el acceso a su cama. «¿Para qué? -se preguntaba-. Lo único que he conseguido, en los últimos años, ha sido un desfile de gente extraña por casa.» De algunos conservaba un recuerdo cálido, difuminado por la distancia que convierte el recuerdo en benévolo. De otros no quería ni hablar. A algunos los había borrado del mapa, como si nunca se hubieran cruzado con ella. Los consideraba accidentes de la vida; formaban parte de algunas situaciones de las que no había sabido salvarse.
La inquietud por el oficio le hacía abrir los ojos. Iba por las calles observándolo todo, dispuesta a nuevos hallazgos. En un bar, en una plaza, en la conversación con un taxista surgían las imágenes. Podía recurrir a viejas revistas, carteles de otras épocas, cuadros de pintores desconocidos. Su trabajo constituía una mezcla de elementos diversos. Como si todas las mañanas al despertarse visitara las buhardillas de una casa antigua, la calle más transitada de la ciudad y un café portuario. De la suma y la discordancia salían ideas geniales.
En los días de fiesta buscaba refugio frente al televisor. Era la excusa perfecta: no tenía demasiado tiempo para ver anuncios, y necesitaba tragárselos todos para descubrir tendencias, fórmulas nuevas. A menudo sólo encontraba repeticiones poco interesantes. Hacía zapping en busca de un mensaje capaz de sorprenderla. Se hundía entre los cojines del sofá. Vestida con ropa cómoda, sin maquillaje ni intención de moverse de casa, con una caja de bombones, unas revistas, un libro, dejaba que pasaran las horas. Se dormía. Un dulce sueño le ganaba la voluntad, dejándola vencida. No ofrecía resistencia, sino que permitía que la desidia se impusiera. Nadie la esperaba. Ella tampoco esperaba a nadie. En alguna ocasión, padecía un ataque de hambre. Entonces vaciaba el frigorífico de las pocas provisiones que éste conservaba. Comía chocolate, devorándolo. Siempre se sentía algo culpable; tenía la sensación de no saber controlarse, de dejarse ganar por impulsos que conducían directamente a aumentar de peso. Al atardecer, sonaba el teléfono. Era su hermana, la única persona que se preocupaba por su suerte:
– ¿Cómo estás? ¿Has pasado un buen día?
– Sí. Estoy instalada en el sofá. No te preocupes por mí.
– ¿Quieres que salgamos? Te dará un poco el aire.
– Ya tomo suficiente aire a lo largo de la semana, gracias. Te aseguro que alguno es perverso. Cualquier día enfermaré. Sinceramente -suavizó el tono-, no me apetece salir.
– Siempre igual. Escucha: no tienes que dejarte vencer por la pereza.
– No se me ocurren demasiadas cosas interesantes que hacer.
– Podríamos ir al cine…
– Tú lo has dicho: me vence la pereza. Eres un ángel. -Había un tono burlón, propio de su carácter, en el halago-. Gracias por tu interés, y buenas noches.
– Buenas noches.
Había tenido un par de relaciones estables que no habían funcionado. Duraron poco tiempo, porque no se dejaba llevar por falsas esperanzas. No las recordaba nunca. No se permitía divagaciones sobre lo que podría haber sido y no fue. Borró del pensamiento los nombres y los rostros de aquellos hombres. Era fuerte; guardaba las flaquezas para sí misma. Entre las paredes de su casa volaban dosis de vulnerabilidad, de indecisión, de duda. A la calle, salía con la coraza puesta. Se movía con un aire que atemorizaba a quienes la rodeaban. A golpes de decisión, había conseguido situarse donde estaba. En el trabajo, nadie discutía su criterio. Un ejército de diseñadores seguían las directrices que ella marcaba. Tenía un gabinete a punto para resolver las necesidades urgentes: una secretaria, dos ayudantes, los técnicos.
Todos vivían pendientes de un gesto de Antonia. Cuando examinaba sus ideas plasmadas en el papel por los demás, podía reaccionar de forma diametralmente opuesta. Podía romper los papeles lanzando imprecaciones e insultando a la víctima que tenía enfrente, o bien podía expresar una alegría contenida (nadie la vio manifestar euforia nunca). Felicitaba a sus colaboradores con una efusividad moderada, inclinaba la cabeza en el respaldo de la silla, haciendo una pausa, y se ponía a hablar de la siguiente campaña.
Viajaba a menudo. La ciudad europea que más le gustaba era Londres. Adoraba la energía de la gente por las calles, la mezcla humana, la sensación de vida. Pocos meses después de haber optado por hacer una pausa en sus citas sexuales, fue a Inglaterra. Aprovechó el tiempo para recorrer tiendas y beber cerveza en los pubs del centro. Una noche, reservó una entrada en el Palace para ver de nuevo Los miserables. La historia de Jean Valjean, la efervescencia de París, una ciudad en plena revuelta, los amores no correspondidos de Eponine, los sueños de Marius y Cosette le emocionaban. Vibraba con los sonidos de la orquesta y con las letras de los intérpretes: «Do you hear the people sing? Say, do you hear the distant drums? It is thefuture that they bring. When tomorrow comes… Tomorrow comes!»
Cuando acabó la función, se perdió por los callejones del Soho. Recorrió las vías paralelas a Straferbury Street. A poca distancia de Piccadilly Circus, circulaba mucha gente: jóvenes que recorrían el centro, parejas que salían de los restaurantes, una marea de cuerpos que avanzaban en diferentes direcciones. Encontró una zona de sex-shops. Eran tiendas con una cortina en la entrada. No lo dudó. Cruzó la puerta de uno de aquellos antros. El ambiente era mucho más inofensivo de lo que podría haber parecido desde fuera. «La imaginación supera la realidad», murmuró. Los enseres, ordenados en las estanterías, le recordaban una tienda de inocentes juguetes, que invitan a la diversión de los niños. «Al fin y al cabo -se dijo-, nada es demasiado distinto. Todos jugamos de formas casi idénticas.» Vio a unos hombres que se entretenían en la sección de películas porno. Una pareja discutía en voz baja, mientras seleccionaba los objetos para la noche. Ella quería un látigo de cuero; él prefería unas bolas chinas. Dos mujeres nórdicas, altas y rubias, de estructura ósea considerable, estaban escogiendo un vibrador. Las posibilidades de elección eran múltiples. Intuyó que les preocupaban las medidas del instrumento en cuestión. Querían que fuera de proporciones suficientes. Miró los instrumentos con curiosidad. La mayoría le provocaban un curioso rechazo. Eran trozos enormes de plástico duro. Se preguntó cómo podían excitarse ellas sólo con verlos; lo notaba en sus miradas.
Estaba a punto de salir cuando el vendedor le hizo una señal desde el mostrador. Era un hombre de color, que tenía la cara llena de arrugas, estriada. Le preguntó si no había encontrado algo que le gustara. Antonia contestó que no, gracias. No buscaba nada en concreto, sólo había querido echar una ojeada a los expositores. El otro la interrumpió con un ademán misterioso, como si quisiera contarle un secreto. Sin decir palabra, sacó de una caja un vibrador de metal. No era ni demasiado largo ni demasiado grueso. Cuando se lo tendió, Antonia lo tomó con la mano y el tacto no le resultó desagradable. El hombre le dijo que funcionaba con pilas y que llevaba conectado un mando a un cable. Así, en una mano el utensilio, en la otra el aparato que regulaba el ritmo. Tenía distintas velocidades, que podían ir alternándose. «Acércatelo a tu sexo -le dijo-. Juega con él y viajarás a las estrellas.»
No la convencieron las palabras, sino la expresión de su rostro. Había puesto los ojos en blanco, como quien dice una plegaria o está en éxtasis. Se dirigió a la salida, avergonzada. Sin proponérselo, miró hacia atrás para constatar que los demás no la observaban. Todo el mundo estaba demasiado entretenido con sus propias obsesiones. La sonrisa del vendedor le decía adiós desde el mostrador. Anduvo todavía un rato. Hacía un aire frío. Se subió el cuello del abrigo.
En el hotel, se desvistió. No sacó el pijama de seda, que estaba en la maleta. Se echó desnuda en la cama, apenas cubierta por la ligereza de la sábana. Tenía el vibrador en la mano. Mientras se acariciaba el vello del sexo, dudaba. Nunca había utilizado un aparato para conjurar un instante feliz. Prevenciones y recelos acudieron a su mente, pero los ahuyentó. Acercó el pene metálico a su cuerpo. Las redondeces del metal se acomodaban entre los pliegues de la piel. Lo conectó, un suave ronroneo recorriendo sus lugares secretos. Se dejó llevar por la caricia. Pensó que el juego dependía de ella. No tenía que estar pendiente de las capacidades de nadie para que le proporcionara placer. No tenía que padecer, si el otro parecía cansado o estaba medio dormido. Todo el tiempo le pertenecía. No había lugar para el fingimiento. Hacia adelante y hacia atrás, el pene moviéndose por la zona del clítoris. Aumentó la velocidad. Se lo metió en el sexo como si fuera una barca que navega en un río. Oleadas cálidas se superponían. La certeza del gozo que crece, que se apodera de cada rincón. Quería prolongarlo más. Volvió al ritmo inicial, mientras gotas de sudor le bañaban la frente. Se mordía los labios. Una presión al mando, cuando sentía que llegaba el orgasmo. El pene metálico, en contacto con su sexo, casi quemaba. Pensó que tenía vida propia. Recordó el rostro del vendedor. Aquella expresión que le aseguraba alegría para el cuerpo. Fue un orgasmo intenso, salvaje. Se retorció entre las sábanas. La hizo muy feliz. Desde aquella noche en Londres, Antonia se convirtió en adicta al placer solitario.
Todas las estaciones de tren se parecen. Son espacios para la melancolía y la huida. Desde un vagón, se confunden los paisajes. Las geografías se difuminan. El tiempo pierde sentido porque no podemos acoplar los pensamientos y la velocidad. Las distancias se imponen como la única certeza posible. Sólo hace falta que nos dejemos llevar, con el cuerpo quieto en el asiento, mientras las ideas siguen el ritmo del viaje.
Preparó la maleta. Metió lo que le pareció imprescindible. No fue una buena elección. Su mundo, convertido en un caos, la observaba desde el fondo del armario. ¿Dónde estaba la paciencia que la ayudaría a seleccionar prendas de vestir, objetos, recuerdos, fotografías? Con movimientos rápidos, escogió indiscriminadamente. Tampoco se entretuvo en ordenar aquella curiosa mezcla. Había libros que tendría que haberse llevado, la falda que siempre le gustó quedaba en un cajón, los cuadernos en el escritorio. Lo pensó cuando ya estaba lejos. ¿Si no le dolía dejar su vida atrás, qué importancia tenían los objetos que habían formado parte de ella? Ninguna. Lo único que pretendía era no pensar. Actuar limitaba la fuerza de las ideas. Se movía de prisa al bajar la maleta por la escalera. Cuando paró un taxi para que la llevara al aeropuerto de Son Sant Joan, su mirada hizo un recorrido por la tristeza.
El dolor que vivimos se traslada a nuestra percepción de las cosas. Observaba los árboles de la avenida, los abrigos de la gente que andaba por la acera, el cielo invernal. Los movimientos le servían para anestesiar la pena. No avisó a nadie de su partida. A sus padres los llamaría desde Barcelona; a los amigos, les enviaría postales cuando fuera capaz de escribir algunas líneas. Hay momentos en los que el destino de la ruta no tiene valor, sólo la propia ruta. No se planteó adonde iba. El final del trayecto era una incógnita. Sólo sabía que se iba lejos, más allá del mar que amaba, de los paisajes conocidos, de la vida con Ignacio. Subiría a un avión y empezaría el itinerario de estación en estación, de tren en tren, de ciudad en ciudad.
El vuelo a Barcelona no duró mucho: treinta minutos que pasaron de prisa, mientras veía la isla empequeñecerse. Una extensión de tonalidades verdes y marrones iban perdiendo la precisión de su perfil. Las formas cuadriculadas de las albercas, los molinos de viento, los cultivos y las casas se convertían en juguetes. Todo se volvía inofensivo, como si en aquel trozo de paraíso no existiera el dolor. No soportaba el lugar donde nació, donde había crecido, donde amó y fue abandonada por el amor. No le era posible continuar viviendo allí, recorrer las mismas calles, ver los rostros conocidos, las fachadas. Desde el aire, cada rincón adquiría una suavidad que ella observaba sin implicarse. Cuando se nos para el universo, no hay lugar para la nostalgia. En todo caso, algo de añoranza.
Del aeropuerto de El Prat fue directamente a la estación de Sants. Las estaciones de tren son un escondrijo anónimo. Tienen un aire frío y sucio que ayuda a convertirlas en lugares inhóspitos. En los aeropuertos, las personas tienen aspecto de saber adonde van. En las estaciones, las vías tienen una longitud infinita, la gente parece indecisa. Es fácil subirse a un vagón que no esperábamos. Pasa como en la vida, cuando alguien nos invita a bailar justo cuando terminamos de dejar atrás las luces de la pista. En un aeropuerto, nadie se equivoca de vuelo. Los trenes nos llevan lejos por kilómetros de paisaje. Miró el panel que anunciaba las salidas. Eran las cuatro y cuarto de la tarde. A las cuatro cuarenta salía un tren hacia Montpellier. Tuvo que apresurarse para comprar un billete hacia el norte. Llegó por la noche. Subió por la rue Maguelone, hasta la place de la Comedie. Había un hotel sencillo que tenía el mismo nombre que la plaza. Unos tiovivos giraban rodeados de luces, bajo una carpa blanca y azul. Junto al edificio de la Ópera, una estatua de las Tres Gracias que danzaban, enlazados los brazos. La piedra de sus cuerpos destacaba sobre un fondo de musgo. Alguna paloma volaba, inquieta. Cenó en una créperie de la esquina y se fue a la cama con una sensación de profundo agotamiento. No quería pensar, ni pasearse hasta las salas de cine que estaban a pocos metros, donde proyectaban las mismas películas que había visto en Palma. Todo estaba muy próximo. Sentía el pasado del que se alejaba a corta distancia. Se durmió muy tarde, con el rostro de los actores grabado en el pensamiento.
El día siguiente amaneció gris, con niebla. Desayunó en uno de los cafés que daban a la plaza. Pasó de largo ante un pequeño mercado donde vendían fruta, zapatos, revistas viejas. En la explanada Charles de Gaulle había cinco esculturas colocadas en línea recta, pintadas de colores brillantes: rojo, verde, ocre, azul, amarillo. Eran cuerpos de personas decapitadas. Les faltaba la cabeza, como a ella le faltaba algún miembro. Todavía no había descubierto cuál era exactamente. La explosión de colores le hacía pensar que las figuras se habían apoderado de la fuerza del cielo. Le habían robado la intensidad a la ciudad, que parecía demasiado tranquila. Se preguntó si podría quedarse una temporada, tal vez vivir allí. El entorno le resultaba familiar. Encontró la respuesta cuando regresaba al hotel: vio a un músico. Tenía una barba larga y tocaba la guitarra. El hombre la trasladó a la calle Sant Miquel, junto a los arcos de la plaza Mayor. Aquel músico había estado en Palma; lo sabía con certeza, porque le había oído a menudo, mientras caminaba por la ciudad. En alguna ocasión, le había dado un par de monedas. Detenía el paso, inclinaba el cuerpo. Se miraban; él le sonreía con gratitud. Los paseos por su ciudad regresaban como una cita. Rostros repetidos, acordes idénticos. No sabía su nombre, pero era la misma persona. Sólo cambiaba el escenario. Le parecía imposible, pero era real.
Se dio cuenta de la necesidad de marcharse. Hay distancias que no curan, que resultan insuficientes. Aun cuando estaba agotada, no podía pararse en la primera estación. Tenía que continuar el viaje, porque todavía estaba demasiado cerca de casa. En la recepción, le informaron de que a las trece y veintinueve salía un tren hacia Marsella. Tuvo el tiempo justo para cerrar la maleta, que no había llegado a deshacer, y llegar a la estación. Andaba de prisa, pero aun así tuvo que correr en el último tramo. Miró por la ventanilla, desde un vagón que iniciaba la ruta despacio. Suspiró, aliviada por saber que había mucho camino que recorrer. ¿Por qué Marsella? Lo ignoraba. Quién sabe si era por el mar.
Tenía una sensación permanente de ausencia. No percibía la lejanía de los otros, sino la suya propia. Era curioso, porque nunca antes lo había experimentado: la sensación de no existir realmente. A veces olvidamos algo importante. Una cita que no habíamos anotado en la agenda, el aniversario de alguien, las llaves de casa.
También era posible olvidarse de uno mismo, dejarse ir en cualquier esquina. Lo comprendió poco después de que Ignacio decidió abandonarla. Tenía que haber una correlación entre los dos hechos. Cuando él se fue, debió de irse ella también sin saberlo. Aunque la vida continuara aparentemente idéntica, el mundo era distinto. No ocupaba un lugar en aquel universo incomprensible. Iba por las mañanas a la radio, hablaba con los compañeros, se refugiaba en casa de sus padres, andaba por las calles. Hacía lo mismo de siempre, pero no estaba. Difícil de entender, difícil de describir. Se sentía cómoda en el vagón. Viajar en tren es algo parecido a existir y no existir. Empiezas una ruta de vías idénticas, de paisajes que la velocidad hace semejantes, de rostros que cambian en cada estación.
Camino de Marsella, observó a las personas que ocupaban los otros asientos. Había mujeres de aspecto cansado, hombres serios. Las horas relajaban sus facciones, porque el agotamiento transforma los rostros. Hace que los párpados empequeñezcan los ojos, dibuja surcos de fatiga. Se preguntó qué historias ocultaban; quién sabe si felices o desgraciadas. No le importaba en exceso. Cuando vivimos obsesionados por el dolor, prescindimos del resto de la gente. Su curiosidad, antes despierta, estaba adormecida. Los miró sin verlos. Con indiferencia, se daba cuenta de los movimientos que se producían en el vagón: alguien que subía, alguien que bajaba. De vez en cuando, le llegaba el eco de unas palabras, fragmentos de conversaciones que no intentaba descifrar.
La estación de Saint-Charles es inmensa, perfecta para sentirse perdido. En el alto techo, un entramado de vigas de hierro. Una escalera mecánica conducía a la salida. El entorno era hostil. Fuera la esperaba una escalinata de piedra. La maleta empezó a hacerse pesada; los escalones se multiplicaban ante sus ojos. Se sentó en el suelo, indecisa antes de dejarse engullir por las pendientes de las calles, por las construcciones caóticas. Era una ciudad dura, áspera. Marsella portuaria, donde se imponía la mezcla de razas. Un buen lugar para meterse en el caos. Vio rostros como máscaras, coches destrozados, bares que no invitaban a sentarse. Bajó la cuesta, arrastrando la maleta. Atravesó el boulevard d'Athénes, hasta la rue Gambetta, un paseo más ancho. Se paró en el hotel Royal, el primero que encontró por el camino. No perdió mucho rato en registrarse. Una mujer con cara de pocos amigos le preguntó cuánto tiempo se quedaría. La observó desde muy lejos.
– Todavía no lo sé. Acabo de llegar.
– ¿No sabe cuántas noches tengo que reservarle?
– Tres noches, quizá cuatro.
– ¿Tres o cuatro? -Parecía impaciente.
– Acabo de bajar del tren. Vengo desde muy lejos, y estoy cansada.
– Todo el mundo viene de lejos; todos están cansados. -Se encogió de hombros con un gesto de indiferencia, como si la historia no fuera con ella.
– Tres noches serán suficientes. No me quedaré demasiado en esta ciudad.
– Estoy segura. -Su sonrisa era una mueca-. El documento de identidad, por favor.
– Sí. -Se lo dio como una autómata-. ¿Podrían subirme la cena a la habitación?
– No tenemos servicio de habitaciones.
– Tendría suficiente con una ensalada o un bocadillo.
– Tengo unas bolsas de patatas fritas. Es lo único que le puedo ofrecer.
– De acuerdo.
Habitación cuatrocientos quince, un pasillo interminable. Se echó en la cama sin desvestirse. Con un movimiento brusco, se había quitado los zapatos, mientras retiraba la colcha de un color indefinido. Las sábanas le parecieron relativamente limpias. Dejó la maleta en una banqueta, la bolsa de patatas en el suelo. Se durmió en seguida. Fue un largo sueño, que duró casi doce horas. Nadie la interrumpió, ni oyó el ajetreo de la ciudad. No hubo pasos, ni conversaciones. Una oscuridad solemne se imponía. Tuvo frío, porque el aparato de calefacción estaba estropeado, y no había cogido las mantas del armario. A pesar de los huesos doloridos, no se movió. Parecía el cuerpo muerto de un alma muerta.
Estuvo muchas horas en la habitación. A veces, dormía; otras, miraba el techo manchado de humedad. Salía a dar una vuelta y a estirar las piernas. Comía un bocadillo en un bar, compraba algún periódico que sólo hojeaba. Llevaba unos pantalones vaqueros y un jersey, el rostro sin maquillaje, los cabellos sujetos. Andaba sin mirar a ninguna parte, sin ver a nadie. La calle era de una dureza difícil de describir, que se parecía a su estado de ánimo. Pasearse entre rostros indiferentes no resultaba incómodo. El primer día, al despertar, su impulso inicial fue marcharse de nuevo. Suspiraba por coger otro tren, pero las fuerzas le fallaban. Partir siempre resultaba agotador. Sabía que antes de continuar el trayecto tenía que recuperarse. Vivía con una sensación de absoluta transitoriedad: todo significaba un paréntesis, nada era definitivo. Le gustaba saberlo. Cuando somos incapaces de decidir, la imposibilidad objetiva de una elección nos tranquiliza. Marsella no era su destino. Lo supo desde el principio. Cuando volvía al hotel, la recepcionista la saludaba con un gesto. Inclinaba la cabeza, iniciaba un movimiento de cejas, dibujaba una sonrisa. No había indicios de la hostilidad inicial, sino un intento sutil de aproximación. Pero Dana no se paraba a hablar, aun cuando intuía la curiosidad de la otra, una soledad paralela a la suya. No se preguntó cómo se llamaba, ni qué vida llevaba. Continuaba su desinterés por la gente.
Volvió a la estación. No habían pasado muchos días, había perdido la cuenta. Se acomodó en un vagón haciendo un gesto de complacencia. Apoyó la cabeza en el respaldo, mientras respiraba profundamente. Le resultaba grato refugiarse en el tren. Lejos de cualquier lugar concreto, las vías se prolongaban entre ciudades. En el último momento decidió que se iba a Niza. Como siempre, dudaba hasta el final. La duda había sido una constante en su existencia. Volvería a ver el mar, en un ambiente distinto de aquel aire agresivo que había respirado por las calles de Marsella. Buscaba una ciudad con un paseo marítimo, lleno de palmeras y farolas. Un mar con el mismo azul de Palma, matizado con un punto plateado. Recobrar la sensación de placidez que la hiciera pensar en el orden y la calma. Ver jóvenes con patines recorriendo el paseo.
Encontró edificios elegantes, con soberbias fachadas. Desde la estación Central, recorrió la rué Berlioz. Las casas tenían un aspecto confortable incluso desde fuera. Adivinó en seguida el contraste abrupto con Marsella. Eran ciudades muy distintas. Pertenecían a extremos opuestos, a concepciones y a historias diversas. Una, embrutecida, casi salvaje; la otra, refinada en exceso. Pensó que había aprendido a conocer las ciudades. Se podían percibir los lugares, como las personas o los perfumes. Sólo hace falta acercarse con atención, el instinto al acecho. Sin quererlo, recordaba el olor a Ignacio. Una vez se lo había dicho:
– Me gusta olerte cuando no estás.
– ¿Qué quieres decir? -le preguntó él, con una sonrisa.
– Dejas el olor a tu cuerpo en las sábanas, en el albornoz, en las toallas.
– Debe de ser la loción del afeitado.
– No. Es tu piel. Me encanta hundir la cara en la ropa y buscar tu rastro. Cuando estás fuera, tu olor me hace compañía.
– Aunque no esté, siempre estoy cerca de ti. ¿No lo sabías?
– Lo puedo sentir.
Ignacio estaba lejos, pero el olor traspasaba distancias. Debía de llevarlo grabado en el cerebro. En el tren, donde se mezclaban los olores de muchos cuerpos, podía distinguirlo. No estaba en el aire, sino en sí misma, como una condena inevitable. Quería escaparse, pero las horas en el vagón sólo servían para aletargar la pena. La ayudaban a meterla en formol, como si fuera un cadáver que hubiera que conservar. Vivía su tristeza en un tren, en un recorrido absurdo sin final. «¿Dónde podré pararme? -se preguntaba-. Todos los lugares me resultan hostiles. Querría estar sentada siempre en un vagón, mantener la sensación de partida. Correr lejos, más lejos todavía. No pensar en nada. No tener que hablar con nadie. Observar cómo pasan de largo las calles y la gente, mientras la vida vuela.»
Se instaló en el hotel Ambassador, en la avenue Suede. Estaba muy cerca del mar. Para llegar tenía que cruzar un jardín con árboles. Aprovechó las mañanas soleadas de enero para captar la luz: aquellos rayos de sol indecisos que perseguía con afán. Eran escasos. Decidió quedarse algunos días. No fue como en Marsella, una sonámbula entre el ruido del tráfico; la superviviente que duerme y anda. Quería imaginarse allí, hacer un simulacro de permanencia. Pura mentira, porque había olfateado el aire desde la estación. Los aromas de Niza le prometían días suaves, pero no un puerto definitivo donde quedarse. «Todavía no», se repetía.
Estuvo aparentemente tranquila, aprovechando la calma que se respiraba. Se levantaba tarde, después de una noche insomne. Conciliaba el sueño cuando nacía el día. Dormía en un estado de inconsciencia poblada de pesadillas. Se pasaba las horas junto al mar. Si el día era frío, se abrochaba el abrigo hasta el cuello. No le importaba soportar el aire en el rostro, el viento en el cuerpo. En cualquier momento, una racha se la llevaría. Estaba segura. El vendaval decidiría su destino, el lugar donde podría vivir en paz. Era un consuelo imaginar que no le haría falta escogerlo, porque la naturaleza lo elegiría por ella. Sólo tendría que extender los brazos y dejarse llevar, como si fuera un pájaro.
Después de ocho días mal contados, volvió a la estación. Hay citas que son inevitables: tenía la impresión de que nunca dejaría las vías del tren. De vagón en vagón, observando rostros que sólo ocupaban un breve espacio de su vida. No retenía las facciones, ni hacía ningún esfuerzo por recordar conversación alguna; las conversaciones de los demás, porque ella siempre callaba. Genova es una ciudad alargada y estrecha situada junto al mar. Intuyó que allí se podría respirar, donde se junta el puerto con el porto Antico, cerca de un aquarium que no pensaba visitar. Las peceras constituían un mundo demasiado silencioso para una persona condenada al silencio. No podría haberlo soportado. Bajó a la estación de Brignole con un sentimiento de tregua. ¿Dónde estaban las plazas y los callejones italianos? La idea de recorrerlos le resultaba seductora. Algunos paseos y volver a irse no sabía hacia adonde. En la via 20 Settembre descubrió un hotel que se llamaba Belsoggiorno. Podía ser un buen augurio para aquel minúsculo futuro. La provisionalidad invita a vivir instantes muy breves, a creer que la vida no va más allá de esos momentos.
Fue a parar al cementerio Staglieno por casualidad. En el hotel oyó que alguien hablaba de ese lugar. Prestó atención mientras se decía que, en aquella ciudad, quizá el mundo de los muertos era más interesante que el de los vivos. Tenía que tomar el autobús número doce y bajar en la cuarta parada. Antes de llegar, había una calle de vendedores de flores. Estuvo a punto de comprar un ramo. Lo llevaría en las manos como si fuera una novia; lo dejaría en una tumba anónima. Desistió mientras atravesaba el portal amarillo. Al fondo, un camino bordeado de cipreses. En un espacio de tres kilómetros cuadrados, miles de esculturas y mausoleos.
El mármol de Carrara daba forma a las figuras de nobles, de armadores, de comerciantes y de burgueses. Había una bellísima mezcla de estilos. El impacto de la piedra la dejó sin habla. Vio representaciones de pensadores ilustres, mecenas generosos, médicos que atendieron a papas, un fraile que leía un libro de piedra con palabras escritas en latín, familias enteras que rodeaban la cama de un difunto. Capitanes de naves de guerra, embajadores y juristas se mezclaban con figuras alegóricas. Se detuvo delante de la imagen del caballero san Jorge, listo para luchar contra las garras del dragón. En el escudo, llevaba el emblema de Genova. Contempló la tumba de una mujer que había muerto embarazada. Se llamaba Luisa Oneto; provenía de una acaudalada familia de banqueros. Había nacido el día 7 de febrero de 1848. Tenía diecisiete años cuando la enterraron, cuando la transformaron en la escultura de una joven con una paloma muerta en la mano, una flor rota en el regazo.
Un poco más lejos, la figura de una vendedora ambulante. Vendía collares y pan dulce. Se llamaba Caterina Campodonica, la Paisanna. Había vivido en el centro histórico de la ciudad, en Portolia. La inscripción, escrita en dialecto genovés, no le resultó a Dana fácil de traducir. Decía que había soportado el viento, el sol y el agua cuando iba a vender pan, pero tenía dinero para hacerse una tumba como las de los burgueses; toda una vida de miseria con el objetivo de preparar su propio monumento funerario. Debía de haber ahorrado durante años, mientras el tiempo se le iba. Ahora permanecía quieta, transformada en mármol.
Empezó a llover. Las gotas caían en la tierra. El cielo era gris, pero la piedra tenía vetas claras. Encontró a un hombre que hacía de guía en el cementerio. Por unas monedas, le contó algunas anécdotas del lugar. Estaba orgulloso de la opulencia de los muertos, tan indiferentes a la pobreza en que él vivía. Le dijo que, en Genova, había más muertos que vivos. Dana pensó que en cualquier parte del mundo sucedía lo mismo, pero no quiso desilusionarle. Cuando le habló de los cinco camposantos, escuchó atenta. Había uno en el que, durante décadas, sólo enterraron a los suicidas. Era la gente que había querido marcharse para siempre, coger el último tren. No debía de ser malo ser capaz de decidirlo. Después de un itinerario sin rumbo, había llegado a Italia. En un cementerio que era un homenaje a la belleza, el mármol le hablaba de la muerte y de la vida. Aquella explosión de arte era un canto a los muertos, pero también era una invitación a vivir. Las esculturas consiguieron conmoverla. Lo que crean los hombres puede ser mucho mejor que los propios hombres.
Curiosa contradicción: en las calles, en la somnolencia del vagón, en los encuentros que rehuía, nada había servido para despertarla. Había vivido los días sin vivirlos. Las figuras de piedra le devolvían, en cambio, una curiosidad que había creído desaparecida para siempre. Pensó en el cementerio de los suicidas y se preguntó si quería descansar definitivamente. Era el momento de decidirse por el blanco o por el negro. La vida puede ser una moneda que se lanza al aire. No nos sirve optar por soluciones intermedias, porque la moneda nunca cae de canto. Viajar en tren le había servido para aplazar la necesidad de escoger. Con la mano, acarició la piedra. La percepción de su frialdad, que debía de parecerse a la de la muerte, le resultaba grata. Cuando Ignacio la abandonó, había deseado morirse. Habría pedido una muerte tranquila, irse sin aspavientos ni llantos, fundirse con la tierra de la isla. Aun así, huyó de Mallorca. ¿Marcharse había sido una forma de optar por la vida? No lo sabía. En Staglieno, se topaba de cara con lo que había querido obviar. La muerte y la vida estaban allí tan presentes que no le permitían continuar pasando de largo. Miró los rostros de las estatuas, las formas del cuerpo, los pliegues de la ropa. Lo decidió: iría a Roma y malviviría, entre la belleza que dejan siglos de vidas inútiles.