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CUARTA PARTE

XX

El Trastevere es un buen refugio. Más allá del río, en la otra parte de la Roma monumental, que hace sentir minúsculos a los viajeros, hay un barrio de calles estrechas y viejos edificios. Es un lugar para perderse, un lugar donde la sombra de quienes andan se confunde con las sombras de las casas. Llegó un día de enero. Hacía frío. Llevaba un abrigo que arrastraba por el suelo sin darse cuenta; una cola de tela marrón que se hacía más oscura con el agua de los charcos, mezclada con el barro. Llevaba el pelo todavía mojado por la lluvia, aquella lluvia que ya no cae, pero que deja el cielo gris. Tenía las facciones del rostro endurecidas por el frío y por los días vividos de ciudad en ciudad.

Alguien le había hablado de unas calles. Cuando empezó a andar, se sintió reconfortada. Era una sensación curiosa, difícil de describir. Aquel lugar se adaptaba bien a su pequeña vida de mujer perdida. Le ofrecía rincones tranquilos, fachadas escritas con graffiti, tiendas de barrio donde se venden cosas sencillas, sin demasiado valor, pero que hacen compañía. Reinaba allí un cierto desorden y una suciedad que no inspiraba rechazo, sino que creaba la percepción de humanidad que duerme y respira, que come y pasea, que mira el mundo.

Comió en un establecimiento de la via della Paglia: la Canónica, una pequeña iglesia convertida en restaurante. El camarero, que se llamaba Pietro, le contó que allí no había cobertura. En aquel lugar, los móviles eran objetos inútiles, que no se podían usar. Se lo dijo en broma, asegurándole que no era nada extraño, porque la gente no habla por teléfono en los lugares consagrados a Dios. Mientras devoraba un plato de espaguetis, pensó que nadie podía localizarla, que no podía intentar establecer conversaciones con amigos, que había dejado atrás el pasado. Ese pensamiento no le hizo daño, porque surgió de una forma espontánea, fruto de una circunstancia casual. Los hechos pequeños nos trasladan, sin quererlo, a otros hechos mayores. Un espacio sin cobertura telefónica no constituye una rareza imposible de encontrar. No resulta sencillo, en cambio, conseguir un instante de paz en un pensamiento que vuela, incansable. Es todavía más difícil saber que una historia se ha acabado.

Creía que las historias nunca terminan por completo. Nos acompañan como un regalo o un castigo, pero no se desvanecen como la niebla. Nos persiguen por los caminos de la memoria. Se transforman en fantasmas traslúcidos que aparecen en momentos poco oportunos. Hay que aprender a convivir con ellos. Apaciguados sus fuegos, se tiene que saber mirar hacia adelante. Las obsesiones nos matan. Cuando conseguimos apaciguarlas, nos convertimos en supervivientes. Ella no aspiraba a más. Se tomó un café en aquella tasca llena de romanos que comían, alejada de los extranjeros distraídos por las grandezas de la ciudad. Después continuó el paseo, notando algo más pesado el abrigo, empapado de agua sucia, pero con una agilidad en las piernas que no habría creído que le fuera posible recuperar. Llegó a la piazza di Santa Maria in Trastevere. Muy cerca, descubrió la Osteria della Fonte. Era la pensión de sus primeros tiempos romanos.

En aquella casa, que tenía un comedor soleado, se quedó. Cuesta detener los pasos, escoger un sitio donde instalarse. Quizá son los lugares los que nos eligen a nosotros. A lo largo de la vida recorremos muchos. Descubrimos parajes luminosos, oasis de calma, hervideros en movimiento, desiertos. Algunos nos seducen; otros nos inspiran rechazo. A menudo sentimos desinterés, y poco más. A veces, un lugar nos ofrece un auténtico refugio. Entonces sabemos que no queremos reemprender la ruta, que estamos donde queríamos llegar. Es una sensación plácida, que nos hace sentir privilegiados, con la certeza de que hay un rincón que estaba esperándonos. Reconocernos en un espacio no es fácil. Dana percibió que había encontrado un puerto en mitad de la tormenta. En el Trastevere, en una pensión de oscura escalera, el tiempo y el reposo curarían sus males. Se habían acabado los días de vorágine, los pasos inútiles, la mujer nómada que huye. La Osteria della Fonte era el remanso de agua dulce al que se acerca el ciervo herido.

Los primeros tiempos se definieron por una inmovilidad absoluta. Instalada en la habitación, deshizo la maleta que había ido rodando con ella por el mundo. El paso por muchas estaciones la había deformado, había abierto cortes en la piel, que era de cuero azul, pero que parecía un mapa de indefinidas siluetas. La vació de la ropa, de los pocos libros que llevaba, de las fotografías, del cofre donde guardaba los pendientes, los anillos, un collar de aguamarinas. La habitación era austera, de una simplicidad que agradecía. Colgó los vestidos en el armario, algunas fotos junto a la cabecera de la cama, los libros que amaba, cerca. Después, se sintió agotada, como si poner un mínimo de orden a su alrededor hubiera resultado un esfuerzo excesivo. Se metió en la cama y el agotamiento fue ganando cada centímetro de su cuerpo. Era una antigua fatiga, que venía de lejos. Se le mezclaban todas las imágenes que sus ojos habían captado, paisajes y rostros, edificios y bosques que pasan de largo, mientras nos alejamos. Entre todas las visiones, que se superponían difuminándose, sólo veía una con nitidez: el rostro de Ignacio.

Se dejó invadir por la quietud. Había pasado muchos días en movimiento, víctima de una loca carrera. Quien escapa de su propia existencia no llega a ningún destino, ni conoce la calma. Por fin podía descansar. Había conseguido vencer el miedo al silencio. Metida entre aquellas paredes, la soledad le resultaba grata. Un deseo inmenso de sueño se apoderaba de ella. Intentaba dormir. A veces, lo conseguía durante horas. Se sumergía en un estado de inconsciencia que la alejaba de la realidad. En otras ocasiones, daba inútiles vueltas en la cama. Los relojes no existían. No había un ritmo lógico del tiempo. La vida de los demás transcurría a su lado, pero no le inspiraba ningún interés. Desde lejos, le llegaban las voces de la pensión: el ajetreo de los pasos, las conversaciones, las risas, la sombra de un llanto. Dana era una mujer en estado de letargo hasta que encontró a Matilde.

Hay encuentros que nos cambian la vida. Hay personas que llegan en el momento preciso, como si surgieran de un encantamiento. Se convierten en criaturas benéficas, que curan viejas heridas. Nos reconcilian con nosotros mismos. Le divertía pensar que, en otras circunstancias, no se habría fijado en aquella mujer menuda que vestía con extravagancia. Con una mirada rápida, la habría considerado vulgar, nada interesante. Todo lo vivido le había servido para que observara el mundo desde otro prisma. Tenía la mirada limpia de los niños y astuta de los viejos. No permitiría que ningún prejuicio se interpusiera entre ella y quien tenía enfrente. Nada distorsionaría la imagen de una mujer magnífica. La descubrió en las conversaciones en el comedor de la pensión. Eran charlas que se prolongaban cuando los otros huéspedes habían abandonado las mesas. El espacio era propicio para las confidencias. Hay historias que cuestan de contar. No encontramos las palabras justas que sirvan para describir lo que hemos vivido. ¿Qué palabras pueden expresar la sorpresa, el miedo o las dudas? ¿Con qué frase se construye la profundidad exacta de un sentimiento? La dificultad también puede surgir de quien nos escucha. No es sencillo encontrar al interlocutor que pone las dosis justas de atención, de buena voluntad, de afecto. La persona que calla y que habla, que respeta los silencios, pero no nos deja nunca sin respuesta. Una combinación casi imposible que tuvo la suerte de descubrir. Le contó su historia a Matilde. La otra la escuchaba sin hacerle reproches ni formular demasiadas preguntas. No juzgaba, ni pedía explicaciones, ni manifestaba extrañeza. Bebía un capuchino, mientras con la mano izquierda, que tenía los dedos delgados, nerviosos, hacía minúsculas bolas con los restos de pan que había en el mantel.

Hay historias que, cuando se han contado, parecen menos terribles. Los fantasmas toman forma a través de las palabras. Cuando se concretan, no nos asustan. Empezó a vencer el miedo en las conversaciones con Matilde. También en aquellos primeros paseos que dieron juntas por Roma. Le costó salir de la pensión, abandonar el refugio y asomarse a la luz. Al principio, no quería ni escucharla. Aseguraba que necesitaba descanso, que había recorrido demasiadas calles, que no tenía fuerzas para enfrentarse al mundo. Matilde le hablaba de plazas y mercados, de iglesias y de pintura. Le decía que tenía que permitirle acompañarla, elegir algunos lugares que quería compartir con ella. Se lo contaba de vez en cuando, de pasada, sin insistir. Lo comentaba y cambiaba de tema, mientras Dana sonreía vagamente.

Volver a sonreír le hacía percibir los gestos: el rictus de los labios curvándose, los ojos que recuperan el brillo. No es fácil recobrar la espontaneidad de una sonrisa, cuando la habíamos horrado de la memoria. Habían pasado meses.

Como un hecho natural que no se busca, sino que aparece en el momento oportuno, sentía una ligera alegría, casi imperceptible, que permite que los músculos del rostro se relajen, al tiempo que pierden la rigidez que transforma la cara en una mueca. Al darse cuenta, se sorprendió. Miró a Matilde. Supo que ella se había dado cuenta de que su vida era distinta; habían creado un tejido de complicidades lo suficientemente intensas como para que pudiera entenderlo.

Fueron a la piazza Campo dei Fiori. Matilde se puso una falda plisada, que ondeaba con sus movimientos. Llevaba un jersey verde, que anunciaba la primavera lejana. Los zapatos, con puntera y tacones, la levantaban algunos centímetros del suelo. Dana se vistió con unos pantalones anchos, un jersey grueso. Se recogió los cabellos en una cola. Los rostros de las dos mujeres no se parecían en nada. Las facciones eran distintas, pero también las expresiones que reflejaban. Cada una representaba un juego de colores: en Dana, todo era pálido, etéreo; las ojeras y las mejillas hablaban de días en oscuras habitaciones. Matilde hacía pensar en un pintor que había jugado con los colores de la paleta en su cara: la boca pintada de un rosa brillante, los ojos con sombras violáceas, las marcas del colorete… parecía una muñeca feliz. La otra era el retrato de una Madonna dolorosa. Contrastaban de una forma absoluta.

Había una fuente redonda, con un pequeño surtidor. Los edificios que rodeaban la plaza eran de color tierra, como si los hubiera pintado una lluvia de barro que hubiera quedado retenida en las fachadas. En un lado de la plaza, había un mercado de verduras. En el otro, uno de flores. Montañas de flores ante sus ojos. Era una fiesta de rosas. Matilde colmó sus brazos de ramos multicolores. Dana la observaba con la sonrisa recuperada, aquel gesto de los labios que había imaginado perdido para siempre. Vivía una sensación inexplicable de retorno. ¿De dónde volvía? ¿De qué lugares remotos y difíciles? No lo sabía. En la Tasca del Campo, un largo mostrador se abría a la plaza. Sobre él se alineaban las botellas. En el suelo, tinajas de madera llenas de cacahuetes. La gente los cogía, abría las cáscaras con los dientes y las tiraba al suelo. Se había formado una alfombra de una tonalidad arenosa. Matilde, con un vaso de vino tinto en la mano, hablaba, contenta:

– ¿Lo ves? Roma es una ciudad de plazas. Una serie de plazas, una tras otra, unidas por calles estrechas. Me gusta esa sensación. Cuando llegué de Palma, me costó descubrirlo. Me preguntaba si sería capaz de vivir aquí.

– ¿Viniste de paso?

– Llegué en un viaje organizado. Éramos un grupo de turistas que partimos en autocar, para una larga ruta. No conocía a nadie del grupo. En realidad, no quería ir. Acababa de perder a mi tercer marido, y no estaba para alegrías. Fue idea de María.

– ¿Quién es María?

– Una amiga de siempre. Trabaja en un mercado. Se casó con un hombre que tenía un puesto de verduras. Quizá por esa razón decidió que tenía que hacer el viaje. Intuía que me podría gustar: Roma también es una ciudad de mercados.

– ¿Mantenéis el contacto?

– Sí. Nos llamamos de vez en cuando. A veces nos escribimos alguna carta. María ha tenido suerte. Está satisfecha con la vida que le ha tocado vivir, cosa que tiene mucho mérito.

– ¿Es una mujer resignada?

– No lo creo. Valora lo que tiene. Me compró el pasaje y no me dejó ninguna alternativa. Me preguntaba qué estaba haciendo yo, en aquel autocar. Me sentía imbécil, rodeada de parejas, gente que no tenía nada que ver conmigo. Hicimos las excursiones típicas. Recorrimos la Roma de los monumentos y las piedras.

– ¿Te gustó?

– Mucho. Me gustó aquella magnificencia, la explosión del arte. La ciudad me impresionó, pero no lo suficiente como para decidir vivir en ella, claro.

– ¿Cuándo lo decidiste?

– El último día. Sin darme cuenta, me separé del resto del grupo. Me perdí por las calles y descubrí las plazas. La caminata duró horas. Pasé de la curiosidad a la sorpresa, y de ésta a la fascinación absoluta. Fue como enamorarse. ¿Quién se hubiera imaginado que me enamoraría de una ciudad, cuando creía que ya nada me podía seducir?

– ¿Y te instalaste en la pensión?

– Sí. Al principio, pensaba que era una situación transitoria. Me quedaría una temporada y regresaría a casa.

– ¿A la vida de antes?

– La vida de antes ya no existía. Después de tres maridos, ¿qué me quedaba? Me lo preguntaba a menudo, pero la respuesta era triste. Aunque siempre he tenido un carácter alegre, me costaba recuperarme de las desgracias. Ponía el corazón en el amor. Tú lo puedes entender.

– Creo que sí. -La miró con fijeza. Tenían la confianza que dan las palabras dichas, lo que está contado y no hace falta repetir. Eran cómplices.

– Poco a poco, la atracción por la ciudad dio paso a un amor más profundo. ¿Cómo podría describirlo? Aquel deslumbramiento inicial no desapareció. Apagados los primeros rayos de entusiasmo, comprendí que había encontrado un lugar para vivir.

– Es curioso: yo tuve la misma sensación al pisar el Trastevere.

– Era una mujer herida que encontraba consuelo en las calles de una ciudad. Comprendí que, a veces, lo que nos ha parecido un paréntesis puede ser el inicio de un nuevo camino. La vida en la pensión era una forma de no recluirme en mí misma. Me gustaba la gente que encontraba. Conversar, compartir una mesa en el comedor. Me gustaba saber que cada encuentro era breve, que tenía fecha de caducidad. La gente no podía hacerme daño, porque nadie se quedaba demasiados días. Era una suerte.

– Yo también soy una mujer herida.

– Tú eres joven. Tienes toda una vida por delante en Roma, además de mi amistad. ¿Te parece poco?

– Me parece un regalo. Gracias.

– ¿Gracias? Ya me las darás cuando hayas visto la pintura que quiero enseñarte.

– ¿No volvemos a la pensión?

– De ninguna manera. Ahora le toca a Caravaggio.

Andaban de prisa. Matilde delante, con una mano en el brazo de Dana, que iba unos pasos atrás. Una hacía de guía; la otra se dejaba llevar por las calles de Roma. En la via della Scrofa está la iglesia de San Luigi dei Francesi. En una de las capillas laterales hay tres obras de Caravaggio sobre la conversión de san Mateo. Hay pinturas que cuentan una historia; mirarlas es como recorrer con los ojos las páginas de un libro. Encontramos en ellas movimientos y personajes, sentimientos que se insinúan en una mirada, gestos que nos hacen pensar en frases dichas, en palabras por decir. El pintor era capaz de utilizar la luz como si estuviera en un teatro: un foco de luz iluminando al personaje principal. La primera pintura, situada a la izquierda, representa una taberna, un tugurio donde sólo se distingue con nitidez la figura de Mateo, el recaudador de impuestos que mira con avaricia las monedas que ha ido amontonando. Jesús entra por la puerta y le señala; se ha obrado el prodigio. Él deja la riqueza para seguir al hombre de los pies descalzos.

El cuadro central es la figura de Mateo en una actitud humilde. Parece a punto de caerse del banco donde está sentado; va descalzo. Se concentra en la tarea mientras un ángel le enseña a escribir. Por último, a la derecha, el cuadro que fascinaba a Matilde. La escena tendría que representar el martirio del santo, pero el pintor jugó con la composición. Alteró el significado de las imágenes. Reconvirtió la historia en un asesinato en la calle. Mucho más simple, pero mucho más humano. La luz ilumina la espalda del asesino y el cuerpo del hombre caído en el suelo, que intenta inútilmente detener la espada del otro. La gente huye. Un niño anónimo corre, asustado. El mismo pintor se incorpora a la historia. Escapa también de la muerte.

Matilde contempló el cuadro. Entonces le hizo una señal, para que se fijara en cada detalle. Le dijo:

– Una vez, me imaginé que mataba a un hombre con un estilete. Se parecía a esta espada, pero era más pequeño, más manejable.

– ¿Lo habrías hecho?

– Creo que no, pero era una posibilidad que me tranquilizaba. Ese cuadro me gusta.

– ¿Porque te recuerda tu historia?

– No sólo por esa razón. Me gusta ver que incluso los santos pueden morir en la calle. Todo el mundo abandona al hombre que está a punto de morir. Se siente solo. Yo también me he sentido sola. Cuando lo vi por primera vez, pensé…

– Creíste que era una buena representación de la muerte.

– No. Me di cuenta de las ganas que tenía de vivir, a pesar de todo. Fue aquel día cuando me alejé del resto del grupo por las calles de la ciudad. Por eso he querido que tú también lo vieras.

No volvieron directamente a la pensión. Aunque Dana sólo lo intuía, Matilde era una experta en el arte de elegir el camino más largo. No se resignaba a convertir los paseos por la ciudad en una carrera para llegar a una determinada dirección. Prefería deambular. Conocía rincones inesperados, deliciosos remansos, lugares que permitían la contemplación de un detalle o el recreo de la vista. Nunca tenía prisa. «¿Qué sentido tiene llegar unos minutos antes, cuando lo único que importa es disfrutar de todos los minutos?», se preguntaba. A Dana, que era de naturaleza impaciente, la vida en Roma la atemperaba. Todo lo que había vivido con una sensación de urgencia le parecía absurdo. No protestaba, cuando la otra le mostraba un edificio, un árbol, una esquina luminosa. No olvidaría los paseos compartidos. Vendrían otros que retendría en la memoria un instante o mucho tiempo. No importaba. La primera salida trabó los lazos de amistad que se habían ido forjando de conversación en conversación, en el comedor de la pensión. En la calle, bajo la luz del día, las personas son diferentes. Se presentan sin la protección que les ofrecen las paredes de una casa. Vio minúsculas arrugas en los párpados de Matilde. Se acentuaban cuando reía. Matilde descubrió un rictus de fatiga en la cara de Dana. Eran signos que la vida había ido dejando en sus rostros, marcas que las hacían más próximas a los ojos de la otra.

Era una mañana de domingo. En viale di Trastevere estaba el mercado de Porta Portese. Era un lugar ruidoso, alegre. Se reunía allí mucha gente, dispuesta a vender cualquier cosa. Los domingos por la mañana, en Roma, todo está en venta. Los objetos más diversos se acumulan, para ser descubiertos. Había antigüedades, libros, postales, ropa, instrumentos de música, cajas llenas de secretos, cartas perdidas, álbumes de fotografías. Matilde sonreía al adivinar el entusiasmo de Dana. Le aseguraba:

– En este mercado puedes llevarte muchas sorpresas. Roma vende el mundo a aquellos que la visitan.

– Ya lo veo. ¿Sabes que me encantan las antigüedades? Los objetos que vienen de lejos, que tienen historia…

– Aquí hay muchas historias. No imaginas lo que puedes llegar a encontrar.

– ¿Como qué? -La observaba con la expresión fascinada de una niña.

– Un violín que suena sin cuerdas. Un brazalete de esmeraldas. Una caja de cartón que nadie puede abrir porque oculta los secretos de una antigua familia.

– ¿Todo eso? -Sonreía.

– No sólo eso. Una cosa es comprar; la otra cosa es vender.

– ¿Qué quieres decir?

– En este mercado puedes montar un tenderete y vender lo que te sobra.

– ¿Yo? -Volvió a sonreír-. ¿Y qué me sobra?

– Te sobra la tristeza.

– Nadie quiere tristeza. -Desapareció la sonrisa-. Nunca tiene compradores.

– Sí los tiene. Sólo hace falta tener paciencia. Al final, siempre se la lleva el viento.

XXI

Gabriele era anticuario. Había aprendido el oficio como quien hereda una tradición que viene de muy lejos. Se sentía orgulloso de aquella tarea que habían llevado a cabo generaciones de su familia. Estaba satisfecho de haber acrecentado el negocio, de haberlo mejorado con experiencia y ganas de aprender. Estudió historia del arte en Roma. Después, dedicó un tiempo a viajar por el mundo: quería perderse por las salas de los grandes museos de Europa. Embobado delante de los cuadros de los maestros, descubrió la pasión por la pintura, aprendió a ser humilde ante la belleza, respetuoso frente a la genialidad, prudente a la hora de emitir juicios. Se aficionó a recorrer tiendas en las que vendían muebles, esculturas, cerámicas rescatadas del olvido. Cuando llegaba a un lugar que no conocía, preguntaba dónde estaba el barrio de los anticuarios. Iba a visitarlo con una sensación que era una mezcla de curiosidad y de entusiasmo. Cualquier descubrimiento le llenaba de una alegría desbordante. Nunca se cansaba de buscar. Entre todas las piezas, siempre había alguna que le robaba el corazón. Un corazón que era exigente, que no actuaba por impulsos inesperados, sino que se dejaba llevar por la prudencia.

También le gustaban los mercadillos de antigüedades. Podía recorrer kilómetros de calles donde los vendedores exhibían sus mercancías. No sentía el sol ni el frío. Se movía con cuidado, capaz de seleccionar de un vistazo las piezas más preciadas. Tenía buen olfato y un instinto depurado para diferenciar la quincalla de los objetos valiosos. Había respirado ese instinto en su casa, en un ambiente de personas acostumbradas a captar la belleza. Había ido depurando el buen gusto, hasta que se convirtió en un rasgo de su personalidad. No soportaba las estridencias. La vida tenía que ser una suma de proporciones armoniosas, de tonalidades combinadas con acierto. Podía pasarse horas en un puesto de venta. Se entretenía en encontrar aquel tesoro que hace más felices a quienes aman el arte. La emoción era una parte de su oficio, pero no la única. Estaba también su capacidad de valorar una pieza, de situarla en las coordenadas precisas del tiempo y del espacio, de intuir su historia. Entonces intervenían el análisis y el rigor. Su mirada adquiría un aire frío, la distancia necesaria para reconstruir un relato; la crónica que contaba por qué caminos había ido a parar un determinado objeto a sus manos. Cada pieza era la consecuencia de un itinerario apasionante. Su abuelo le decía que una obra de arte antigua siempre lleva la fragancia de las casas a las que ha pertenecido, de las personas que se han sentido fascinadas por ella. Podemos imaginar las conversaciones, los encuentros de los cuales ha sido testigo, las miradas que ha robado. Decía que cada una de las piezas era un receptáculo de emociones y de hechos vividos. Aseguraba que todos esos hechos y emociones habían dejado una marca grabada.

– Hay marcas que no muestran un rastro visible, pero que alteran la realidad del objeto -afirmaba-. Se oscurecen los colores o se hacen más suaves las formas. Las transformaciones resultan imperceptibles. No se captan con los cinco sentidos, sino con otro peculiar sentido que poseen algunos elegidos por la fortuna.

Ellos formaban parte de este grupo. Sabían captar los efluvios que desprenden los enseres que acumulan muchos años, diferentes paisajes, el pálpito de existencias desconocidas.

Gabriele nunca se había burlado de las afirmaciones de su abuelo. Estaba seguro de que no le engañaba cuando le decía que un cuadro era el eco de la vida del pintor, que una joya ocultaba los secretos del cuerpo que la lució, que una escultura de bronce mantenía todavía la huella de las manos que la habían modelado. Pese a las amonestaciones del padre, obstinado en afirmar que el abuelo perdía la cabeza, él sabía que las cosas tienen vida propia. Es una vida que adquieren con el tiempo y que las perfecciona. Merece la pena conservar los objetos que sobreviven con dignidad al paso de las generaciones. Inspiran respeto y deseo de poseerlos, porque mejoran la vida de quienes los saben comprender.

Durante su periplo por Europa, aprendió a valorar el arte de cerca. Las grandes pinturas no constituían un referente lejano que podía encontrar en los libros, sino momentos de su propia existencia en que había quedado cautivado por un cuadro. Significaban la contemplación y el descubrimiento. La fascinación por el arte condicionaba sus actos. Sin darse cuenta, vivió un proceso que le permitía observar de forma diferente el mundo.

Tenía aspecto de bohemio algo desaliñado, lo que le proporcionaba un aire atractivo. Nada era casual ni fortuito: la ropa que llevaba estaba hecha a medida por un sastre siciliano que se había instalado en Roma en su juventud y que ya había trabajado para su familia. Llevaba un reloj de marca y zapatos de cuero cosidos a mano. Los rizos le enmarcaban el rostro a menudo serio, pero que se iluminaba cuando reía. Las facciones eran pronunciadas y el óvalo de la cara bien dibujado. Pese a su gesto formal, tenía un aire de picardía cu la mirada. Creció rodeado de una mezcla de normas rígidas que le imponía un padre exigente, y de una permisividad que le recordaba que era un privilegiado de la fortuna. El negocio familiar, próspero durante generaciones, era una garantía de vida confortable. Su apellido, respetado en la ciudad, le abría las puertas de sólidas influencias. Se llamaba Gabriele Piletti: tenía el cerebro de los ejecutivos y la sensibilidad de los artistas, una combinación explosiva que podía causarle algún problema. Aunque se esforzaba en mantener la cabeza fría para los negocios, la pasión solía jugarle malas pasadas.

De aquella época de trotamundos le quedó el entusiasmo por los viajes. Su profesión le daba la oportunidad de viajar a menudo, a la búsqueda de un objeto que perseguía durante meses. Participaba en las mejores subastas y tenía tratos con anticuarios del resto de Europa. Le gustaba arriesgar en las apuestas, no se dejaba vencer por los obstáculos. Cuando le interesaba una pieza, era capaz de actuar con terquedad en su esfuerzo por encontrarla. No escatimaba el tiempo ni la voluntad. Aunque actuaba siguiendo los impulsos de la intuición, podía parecer gélido a la hora de hacer un importante pedido. Se comportaba como si no fuera un asunto de su incumbencia; reprimía las emociones en el momento de cerrar un negocio. Luego celebraba con champán francés el éxito de la operación, y se podía pasar horas contemplando la obra que había adquirido.

La via dei Coronari es la calle de los anticuarios. Los edificios tienen las persianas viejas y las fachadas de un gris plomizo. El color ceniciento se rompe, de vez en cuando, con el verde de las plantas que los romanos sacan al exterior. Es un espacio de palacios con rejas y oscuras entradas. Las tiendas de antigüedades ocupan ambos lados de la calle. Las hay que son pequeños antros donde se amontonan los objetos. Otras son espacios más amplios, que permiten una visión global de las piezas expuestas. En el número doscientos veintiuno está la que pertenece a la familia Piletti. Se llama L'Art Nouveau. A Dana le gustaba pasearse por allí. Se había aficionado a recorrer las calles de Roma, contagiada por el entusiasmo de Matilde, convencida de que tenía un universo por descubrir. Superadas las semanas de reclusión inicial, sentía una necesidad urgente de respirar. Le encantaba perderse por los callejones, descubrir las plazas romanas, auténticos reductos de paz junto al caos. A pocos metros de las zonas más visitadas por los turistas, había espacios casi despoblados. Era un curioso contraste, que le fascinaba. Roma era el destino de millones de visitantes que acudían a pasar unos días, y nada podía distraerlos de las rutas por la ciudad monumental. Las plazas y los callejones se olvidaban por la prisa de quienes tenían que recorrerla en una jornada. Ésa era la razón: a una distancia breve cohabitaban dos mundos diferentes. Uno era ruidoso, caótico; el otro, un oasis para explorarlo, una caja de sorpresas.

A menudo se paraba delante del escaparate de L'Art Nouveau. Había expuestos tres cuadros que se habría llevado en cuanto los vio. Fue un flechazo a primera vista. Esa sensación que tenemos al encontrar un objeto que, sin querer, ya consideramos nuestro, únicamente por el entusiasmo que nos produce. Eran de Mary Golay, una pintora inglesa de principios del siglo XX. Había sensualidad en los colores de las telas; toda la fuerza que Dana habría querido recuperar. Representaban las estaciones: la primavera, el verano y el otoño. Faltaba el invierno, una casualidad que le pareció un buen augurio. En el transcurso de su tiempo romano, cuando todavía helaba por la noche, había descubierto una obra incompleta, sin invierno. Iba a verla casi a diario.

Los cuadros eran rectangulares. Cada uno representaba una figura femenina. La mujer del otoño iba vestida de amarillo. Sobre un fondo verde, dos girasoles envolvían su cuerpo: uno a la altura de la cintura, el otro cerca de sus cabellos dorados. La mujer de la primavera tenía los cabellos de color azabache recogidos en la nuca. Levantaba el brazo izquierdo en un arco y doblaba el derecho hasta el pecho. Se la veía rodeada por una explosión de flores blancas. La mujer del verano tenía los cabellos de fuego y a su alrededor flores rojas. Tocaba una lira. Las tres iban vestidas con túnicas que subrayaban las formas de sus cuerpos, la sensualidad que nace de un gesto fortuito.

La casualidad mueve a las personas. Favorece sus encuentros, pero también los desencuentros. Encontrarse puede ser fruto del azar, de la coincidencia en un instante y un lugar. No encontrarse también puede ser el resultado de una simple falta de sincronía. Hay desajustes minúsculos que nos cambian la existencia. La situación era parecida a la de sus encuentros con Ignacio, aun cuando había una diferencia importante: Ignacio y ella se habían visto muchas veces, antes de mirarse de verdad. Cada uno conocía el nombre del otro. Habían oído historias el uno del otro, porque Palma era un nido de chismorreos. Habían oído relatos verídicos y otros inventados, que sólo eran ciertos porque sus conocidos les daban la categoría de verosímiles, pero que nunca habían sucedido.

Dana era una recién llegada a Roma. No sabía quiénes eran los Piletti. ¿Cuántas veces había entrado él en la tienda, en el momento que ella abandonaba el escaparate? Todavía se recortaba su figura en el cristal, cuando el hombre aparecía con el pensamiento en otra parte. En alguna ocasión se habían cruzado: ella con la mirada perdida en un edificio; él concentrado en su último hallazgo. Un día ventoso de marzo, se pararon a mirar una misma fachada. Se hallaban a pocos metros de distancia. Entre los dos, un grupo de gente que los separaba. Ni se vieron.

Una tarde, ella se atrevió a cruzar la puerta. Aunque se imaginaba que no se podría permitir aquel deseo, quería saber el precio de los cuadros. Gabriele no estaba. La atendió un dependiente amable a quien no hizo perder demasiado tiempo. Salió con un sentimiento de imposibilidad que la entristecía. Todavía vivía de sus ahorros. Hacía meses que no trabajaba y la vida no era fácil en Roma. No se podía permitir caprichos cuando no sabía si encontraría trabajo en un plazo breve de tiempo. Calculaba los gastos mensuales con una precisión milimétrica. Destinaba dinero a lo que le era imprescindible para sobrevivir: el alquiler de la habitación, la comida, algún libro y música. Un ramo de flores del Campo dei Fiori. Poca cosa más. No tenía grandes ilusiones, porque su capacidad de desear parecía adormecida. La única excepción eran los cuadros. Al mirarlos tenía la impresión de regresar a la vida. Le habría costado describirlo. Como su principal distracción era andar por las calles de Roma, no gastaba nada en espectáculos o restaurantes. Usaba la ropa que había aprendido a amoldar a su piel, que le era cómoda: faldas largas, pantalones anchos. De vez en cuando, invitaba a Matilde a tomar un capuchino, o compraba una botella de vino. En la mesa, las dos propiciaban que la bebida prolongara la conversación. Se recogía los cabellos en una cola. Se duchaba y se vestía. Una ojeada rápida al espejo le permitía comprobar que las facciones estaban recuperando el tono de antes, que el aire le hacía efecto. Si estaba de buen humor, se dibujaba una raya negra en los ojos. Hacía meses que había renunciado al colorete y a los pintalabios. Tenía la sensación de que le hacían parecer enferma, acentuando la palidez con un toque de artificiosidad robada. Matilde le criticaba aquella falta de interés por su aspecto. Ella, que se pasaba horas en el baño, experta en iluminarse el rostro con los colores más vivos, no la en tendía. Le preguntaba cómo podía ocultar los cabellos a la mirada de los demás, por qué escondía el cuerpo con vestidos sin forma alguna. Dana la escuchaba con la sonrisa recuperada, que todavía tenía rastros de fatiga, pero que ya no parecía extraña en su rostro. «¿Si alguien me preguntara a qué me dedico, si algún viejo amigo quisiera saber qué se ha hecho de la periodista trabajadora que conoció, qué podría decirle? -se preguntaba-. Tendría que contarle que he hecho un viaje muy largo, que he vivido días de lluvia. No sería fácil decir que vivo en Roma, que me he enamorado de unos cuadros, que sólo sé caminar. Andar y andar, como si me fuera la vida en ello, como si todavía creyera que puedo huir de un lugar a otro. Mi existencia es un largo paseo que interrumpo para dormir y comer, cuestiones de supervivencia física, y para hablar con Matilde, necesidades del corazón.»

Gabriele guardaba un cofre en casa, oculto en la caja fuerte del gran salón. Detrás de un cuadro que representaba a su abuelo en sus mejores tiempos, había un panel metálico que se abría con una combinación secreta. Contenía los certificados de autenticidad de obras selectas, las escrituras de propiedad de las tiendas y del patrimonio de la familia, las joyas y el dinero, y aquel cofre que nunca había abierto. Era de plata, con una combinación de dibujos geométricos, y se cerraba con tres cerrojos. Cada uno tenía que abrirse con una llave distinta. Las llaves eran de igual medida, pero de forma muy diferente. Las guardaba en una bolsa de terciopelo, cerca del cofre. Hacía años que no pensaba en él. A veces, cuando tenía que abrir la caja fuerte, lo rozaba con sus manos. Se detenía, recordando las palabras del abuelo.

Como era parco en palabras, el abuelo no quería perder demasiado tiempo. Las emociones le resultaban incómodas. Reservaba toda su capacidad de conmoverse para el arte. En la vida, siempre se contenía. Había aprendido a no manifestar sus sentimientos porque le parecían un exceso impropio de la gente educada. Aun así, nadie ignoraba que tenía una obsesión especial por Gabriele. El nieto, al que consideraba una copia mejorada de sí mismo, le inspiraba toda la ternura, una complicidad que no hacía falta expresar con palabras. Por el hijo, en cambio, no había sentido más que un aprecio forzado. Hay afectos que surgen de la voluntad, del deseo de cumplir con un deber; hay otros que son fruto de un lazo más profundo que los vínculos de parentesco. Tenía la satisfacción de sentirse reflejado en un rostro más joven, de ver cómo su curiosidad por la vida se perpetuaba en el nieto. El hijo había vivido siempre el mundo de las antigüedades como un negocio. Una forma como cualquier otra de situarse en la vida. Gabriele, en cambio, tenía una pasión idéntica a la suya. Aquella proyección le hacía menos terrible la idea de la muerte. Tenía la certeza de que, cuando él ya no estuviera, el mundo que adoraba continuaría.

Le llamó a su despacho. Nunca había sido muy paciente, pero esa vez, pese al desasosiego que sentía cuando había un tema que quería resolver, no perdió la calma. Gabriele apareció con aquella sonrisa que le transformaba la cara y que al abuelo le recordaba al adolescente que hacía mil preguntas, deseoso de saber. Antes de empezar a hablar, se miraron. El hombre mayor, admirado ante la energía que desprendía el joven; el otro, sorprendido porque descubría la decrepitud. La adivinaba aun sin quererlo, con un punto de tristeza que se apresuró a disimular. Observó cómo se movía: el temblor de sus manos, el aspecto cansado, la mirada perdida. Su abuelo le dijo:

– Gabriele, te he pedido que vinieras porque tenemos una conversación pendiente.

– ¿Una conversación? -Se esforzó por alegrar aquel ambiente enrarecido-. Tú y yo siempre tendremos muchas cosas que decirnos. Sabes que me encanta que hablemos.

– Sí, lo sé. Pero ahora no me refiero a temas banales. Hay algo concreto que tengo que contarte. Lo he ido aplazando sin darme cuenta. Siempre pensaba que habría tiempo.

– Claro, abuelo. Tenemos todo el tiempo del mundo.

– No, ya no. Tengo una fecha de caducidad. No somos como el arte que sobrevive siempre. Es una lástima, pero lo tenemos que aceptar.

– Tendrás una larga vida. ¿Qué haríamos sin ti? -Era el tono de dolor de un adulto mezclado con la ingenuidad de un niño, incapaz de ver desaparecer a aquellos a quien quiere.

– Vivir. Pero de ningún modo he pretendido hablarte de mi muerte. Quería enseñarte este cofre. Míralo.

– Es una buena pieza, bella y sólida. ¿Qué contiene?

– Sí, es un buen envoltorio para proteger lo que esconde. Quiero regalártelo, pero no tienes que abrirlo hasta que llegue el momento.

– ¿De dónde ha salido?

– Hace tiempo que me pertenece. Mejor dicho, lo traje desde muy lejos y fue de tu abuela. Tienes que guardarlo con cuidado, hasta que encuentres a una mujer que te robe el corazón.

– Sabes que tengo un corazón débil, que se deja robar con facilidad -intentó bromear.

– Quiero decir a una mujer a la que ames más que a nadie en el mundo, más que a ti mismo. Cuando la encuentres, te darás cuenta. Quiero que le regales el cofre. Tendrá que abrirlo y lo que guarda será para ella.

– ¿Para ella?

– Sí. Antes fue de tu abuela.

– Pero si fue de la abuela, ¿no crees que tendría que ser entonces para mi madre?

– De ninguna manera. -Se endurecieron sus facciones.

– No te entiendo.

– La razón es sencilla. Tu padre no encontró a una mujer que le robara el corazón; se casó por inercia, porque tenía que hacerlo.

– ¿Estás seguro?

– Sí, estoy seguro. No es culpa de tu madre. Es tu padre quien no sabe querer. Hay personas que aman como viven: con mezquindad.

– Eres duro juzgándole.

– Digo la verdad, y los dos lo sabemos. Hay cosas que nos cuesta decirlas, pero que son ciertas. Tu padre no sabe lo que es enamorarse. ¿Qué quieres que haga? El se lo ha perdido. Toma, aquí está el cofre. Recuérdalo siempre: dáselo a la mujer que te enamore. Espera el tiempo que haga falta, hasta que estés realmente seguro.

– ¿Cómo sabré quién es ella?

– Lo adivinarás, como hice yo cuando conocí a tu abuela. Lo sabrás con una certeza que casi te hará daño. No hablemos más de ello. Dime: ¿cómo fue la última subasta? ¿Conseguiste el jarrón japonés que querías comprar?

Una mañana, Dana se despertó de buen humor. Las calles de Roma le habían calmado la ansiedad. Los paseos le habían devuelto la calma. Era una sensación que le resultaba extraña, como si hubiera salido el sol tras muchos días grises. Quiso aprovechar aquel impulso que intuía todavía débil. Se vistió con más esmero. Buscó entre la ropa del armario hasta que encontró un vestido azul. Salió dispuesta a encontrar trabajo. No fue sencillo. Tuvo que recorrer muchos lugares de la ciudad. Recortaba los anuncios de los periódicos que solicitaban a alguien para un puesto de trabajo, llamaba a los teléfonos que aparecían, concertaba entrevistas. Había recobrado la fluidez de las palabras, la capacidad de contar quién era y qué buscaba. Fotocopiaba su curriculum, lo enviaba a las direcciones pertinentes. Antes le habría resultado imposible. Volvía cansada, con una sensación de derrota que se esforzaba por vencer. Matilde la esperaba en el rellano de la escalera, un hilo de esperanza en el fondo de sus ojos. Cuando la veía abatida no se decían nada. Pasaban al comedor y tomaban una taza de café. A la mañana siguiente, Dana volvía a la calle. Ya no tenían sentido los paseos sin meta ni final. Se habían acabado las horas destinadas sólo a la necesidad de recorrer cada palmo de la ciudad.

Encontró trabajo en la Librería Española, en la piazza Navona, frente a la iglesia de Santa Agnese. Era una sala rectangular, no muy grande, con una escalera que conducía al piso inferior. Trabajaba a pocos metros de la fuente de Bernini que representa los cuatro grandes ríos. En la casa vecina estaba la sede del Instituto Cervantes, donde se organizaban actos literarios. Desde la librería, colaboraba en la preparación de conferencias, de recitales poéticos, de lecturas. Era uno de los lugares más bellos de la ciudad, todos los edificios con las fachadas pintadas de rosa, de amarillo, de naranja. Había pintores en la calle y músicos que tocaban sus instrumentos. Por allí se paseaban los turistas. A mano derecha, al salir del trabajo, un quiosco de prensa. No mucho más lejos, el Caffé Barocco, donde todas las mañanas soleadas se bebía un zumo de fruta. La existencia parecía recuperar un aire de normalidad que le gustaba. No pedía mucho más: la placidez de una conversación, trabajar a gusto, levantarse con ganas de vivir. Tenía bastante con la sensación de que había recuperado el dominio de su mundo, de que había sabido reconstruirlo. La calle de los anticuarios no quedaba lejos. Cuando regresaba a la pensión, a menudo se acercaba a mirar los cuadros. Se preguntaba cuántos días más tendría la suerte de encontrarlos en aquel escaparate.

XXII

Sus dedos eran las piernas de las marionetas; el resto, un trozo de tela y un rostro de cartulina. Cuando sonaba la música, movía las manos con una agilidad prodigiosa, siguiendo ritmos bailables. Daba la impresión de que los movimientos eran reales en unos cuerpos que él mismo se inventaba. Se sentía el rey de los polichinelas. Cuando se acababa la canción, los personajes se dormían en un estuche. Sacaba otros que retomaban los pasos con idéntica gracia, dotados de una agilidad que nunca flaqueaba. Era el hombre de la camisa amarilla, de la piazza Navona. Si hacía sol, instalaba el teatro de las marionetas danzarinas. A su alrededor se formaba un círculo. Los peatones se paraban a contemplarlo. Quieto el cuerpo, los dedos no dejaban de moverse sobre el pequeño escenario. No sonreía, absorto en su propia representación, como si fuera un espectador más.

Le descubrió cuando hacía poco que trabajaba en la Librería Española. Se acercaba con curiosidad. Serían las marionetas: seguir sus movimientos la distraía. Hay momentos mágicos que nos invitan a volar. Notaba como si emprendiera el vuelo. Era un sentimiento agradable que la ponía de buen humor. El hombre llegó a formar parte del paisaje de aquella plaza. Si llovía, se iba. Recogía los bártulos en pocos minutos y desaparecía. No dejaba rastro de su presencia luminosa. La camisa amarilla se perdía tras una nube. Se estableció una curiosa complicidad entre ambos. Nunca se hablaban. Ignoraban sus nombres, dónde vivían. El movimiento de los dedos se volvía más ágil al verla. El rostro no se alteraba, pero las manos le daban la bienvenida. Le sonreían. Ella le correspondía con una inclinación de la cabeza, casi imperceptible. Se paraba unos minutos, mientras notaba la mirada del hombre. Sin despedidas pero con el ánimo alegre, se iba a trabajar. Intuía que la seguía con la mirada hasta que cruzaba la plaza.

No tenía demasiadas relaciones en la ciudad. Matilde, los dos compañeros de la librería, con quienes mantenía un vínculo de trabajo, y el hombre de la camisa amarilla. «Curiosos compañeros», pensaba alguna vez. Los huéspedes de la pensión eran conocidos ocasionales que siempre estaban de paso. Saberlo la liberaba de tomarles afecto. En cambio, conversar podía aligerar la soledad en un momento concreto; ese sentimiento incómodo que las palabras amables suavizan. Solían ser charlas breves, que le recordaban que el mundo continuaba más allá de las calles romanas. Las relaciones con sus amigos de Palma habían ido reduciéndose. Desde que vivía en Roma, se resumían en llamadas de vez en cuando. Prefería algunos minutos de teléfono en lugar de las cartas. En los mensajes escritos habría transmitido muestras de su estado de ánimo. Lo habría hecho con inexactitud e imprecisión. Pretendía mantenerlos en secreto. ¿Cómo se encuentran las palabras justas para describir las sonrisas recuperadas? ¿Y la tristeza de un día nublado, cuando el hombre de la piazza Navona no acudía a la cita? ¿Y la alegría de volver a ver unos cuadros en un escaparate? La existencia del presente era una sucesión de instantes que vivía sin querer contarlos. Lo había construido tras muchas ausencias, sobre todo, su propia ausencia mientras andaba por el mundo sin existir.

Algunos sábados iba a la via dei Fienaroli, al Bibli. A menudo la acompañaba Matilde. A veces, acudía sola. Era una librería-café, un lugar donde se encontraba cómoda. Había una serie de salas comunicadas entre sí. No eran excesivamente grandes, y el ambiente resultaba cálido. Tampoco eran demasiado pequeñas, para que pudieran reunirse grupos de gente diversa. En el suelo, viejas alfombras indias que trazaban dibujos geométricos. Los azulejos eran de un verde esmeralda que recordaba el mar; los techos eran de madera. En una terraza cubierta, luminosa, estaban ordenadas unas mesas blancas. El aroma de la comida llegaba hasta la sala de actos: fragancias de tortas que se mezclaban con los olores que desprenden los libros cuando los han leído. De una pared, que servía de tablón de anuncios, colgaban centenares de papeles con mensajes: había quienes ofrecían clases particulares, traducciones, unos garitos, ropa usada, joyas que fueron de la abuela, pisos para compartir; había quienes pedían el título de un libro extranjero, intercambio de conversaciones en italiano, clases de cocina, especias de Oriente. Dana se paraba a leerlos. El expositor le recordaba el pizarrón de un aula imaginaria donde la gente podía escribir lo que buscaba y lo que tenía para ofrecer a los demás. No había tiza, que se borra con facilidad, sino papeles de colores escritos con todas las caligrafías imaginables, papelitos huidizos como su pensamiento, cuando los recuerdos empezaban a perder intensidad. Desdibujadas las imágenes, todo era menos doloroso.

En aquel café lleno de libros conoció a Gabriele. Era un sábado lluvioso. Como hacía frío, Matilde había optado por no moverse de la habitación. Dana se puso un abrigo, y se lió una bufanda de lana. Anduvo por las calles poco transitadas. Se sentó en una silla cerca de la ventana. Pidió un trozo de pastel y una infusión. Se concentró en las páginas de un libro de viajes que le hablaba de países remotos, de lugares inexplorados. A una mesa cercana estaba sentado Gabriele. Había quedado con un grupo de amigos para ir a cenar. Era un encuentro de viejos conocidos de la facultad que le daba una cierta pereza. Tras los estudios, sus vidas habían seguido caminos diferentes. Si no hubieran insistido tanto, habría optado por no ir. Siempre había creído que hay viejos lazos que no tienen razón de ser: hay que cortarlos antes de que nos demos cuenta de que ya nada nos vincula a ellos, ni siquiera un amable recuerdo. Como no le apetecía mucho acudir a la cita, llegó antes de la hora prevista. Era una actitud que le caracterizaba: si una cosa le resultaba poco atractiva, tenía prisa por terminarla. Le dominaba la falsa percepción de que, adelantando el reloj, acortaría la duración de ciertos encuentros. Estaba impaciente, con ganas de marcharse, hasta que vio a Dana.

El rostro parecía surgido de un cuadro de Boticcelli. Los cabellos caían ondulados sobre los hombros. Tenía los pómulos marcados y los ojos absortos en la lectura. Unos ojos lejanos, que tenían un aire de irrealidad, un algo indefinido de melancolía. Sintió la urgencia de saber cómo se llamaba. Pese a la fragilidad de las facciones, le habría costado definir su expresión. Se preguntó cómo podría acercarse a ella, ya que sentía una curiosidad poco habitual, y nada lógica, pensó, dado que la situación no era sencilla. Estaba concentrada en el libro; sus amigos, cuya presencia ahora le resultaba insoportable, no tardarían en aparecer. Podía imaginarlos llenando la sala de ruido, saludándole con grandes muestras de afecto. Con un movimiento de la mano, se retiró los rizos de la frente, miró de nuevo a la mujer que no notaba su presencia y se decidió a actuar.

Dana miró a su alrededor. Había pasado un rato alejada del mundo real, del ambiente tranquilo de la sala. Regresaba con un gesto de somnolencia, como si tuviera que esforzarse por salir de un aislamiento buscado. Era la mirada que retorna y se fija de nuevo en las cosas: la mesa con la infusión casi fría, los restos del pastel y, algo más lejos, la gente. Algunos estaban concentrados en la lectura. Pequeños grupos hablaban en un tono de voz no muy alto, que propiciaba la confidencia. Se dio cuenta de que Gabriele la miraba. Se sintió observada por el hombre de los cabellos rizados y se preguntó quién sería. Nunca le había visto por allí. Aunque iba con frecuencia, tuvo la certeza de que no habían coincidido antes. Era una mirada insistente, que no le resultaba incómoda. Al contrario, comprendió con sorpresa que le gustaba ser el centro de su atención. Durante muchos meses, había procurado pasar inadvertida. El sentimiento de desasosiego que había experimentado de una forma rotunda le había hecho desear también la ausencia de los demás. Vivía en un mundo de figuras imprecisas, donde sólo algún rostro llegaba a concretarse. Aquel hombre, de pronto, existía; no era como las demás personas que estaban en la misma sala, aunque no llegaba a comprender la razón; ni como el titiritero de la camisa amarilla.

Fingió que leía. Se refugió en el disimulo, porque no sabía cómo tenía que reaccionar. Era incapaz de mirarle, mientras él la miraba. Aguantar la insistencia de aquellos ojos le pareció un esfuerzo inútil. ¿De qué le habría servido? No se trataba de un reto ni de un desafío. Miró la página sin saber lo que ponía. Intentó pasar un par de hojas, con un gesto torpe. No estaba nerviosa como una adolescente que comprueba que un joven atractivo la observa. Se sentía confundida, una mujer que no sabe muy bien lo que sucede. Una situación vivida antes puede parecer nueva: un hombre la miraba y ella lo notaba. ¿Cuántas veces debía de haberle pasado lo mismo en otros tiempos y en otros lugares? Probablemente muchas, pero no importaban. Hay experiencias que volvemos a vivir como si fueran inéditas en nuestra vida. Una hoja en blanco, sin anotaciones ni pies de página que nos guíen la lectura de lo que todavía se tiene que escribir.

Gabriele se levantó y se acercó a su mesa. Le preguntó:

– ¿Te puedo invitar a tomar otra infusión? Creo que se te ha enfriado… ese libro debe de gustarte mucho.

– Sí, estaba distraída. ¿Nos conocemos? No recuerdo haberte visto antes por aquí.

– No vengo demasiado. Ahora veo que es una lástima. -Le sonrió-. ¿Tú eres una cliente asidua?

– Suelo venir con cierta frecuencia. Es un lugar agradable.

– Sí, lo es. La verdad es que no me había dado cuenta hasta hoy. Discúlpame, no me he presentado. Me llamo Gabriele, pero no querría molestarte.

– No, en absoluto. Yo me llamo Dana. Y vivo en Roma desde hace algunos meses. ¿Quieres sentarte?

– Encantado, gracias. ¿Te gusta mi ciudad?

– Mucho. Nunca me habría imaginado que llegaría a vivir aquí. Antes había venido alguna vez; ya sabes, los típicos viajes turísticos. Desde que me instalé, soy una experta en callejones y plazas romanas.

– ¿Eres capaz de diferenciar nuestras plazas? En Roma debe de haber muchísimas. Tengo que reconocer que cada una tiene su gracia.

– Es un encanto difícil de describir. ¿Sabes? Pensaba que quería vivir en un piso que diera a una plaza. Nunca me habría imaginado que el problema sería elegir en qué plaza.

– ¿Ya la has encontrado?

– ¿Qué?

– ¿Si has encontrado la plaza y el piso que querías?

– No, todavía no. Mi vida en Roma ha transcurrido con unos ritmos extraños. Los primeros tiempos los dediqué a andar por la ciudad. No hacía nada más. Hace pocas semanas que he empezado a buscar. No tengo prisa, pero creo que ha llegado la hora de decidirse. De momento, vivo en una pensión. Estoy bien. He encontrado buena gente y el ambiente es tranquilo. Aun así, tengo ganas de encontrar mi refugio.

– ¿Por qué elegiste Roma para vivir?

– No había ninguna razón concreta. Si tengo que ser sincera, al principio me daba igual. Sólo quería cambiar de aires. Fue casi por azar. Llegué, y me enamoré del Trastevere. Poco a poco, fui descubriendo el resto.

– Hay mucho por descubrir. Yo nací aquí, aunque he pasado temporadas lejos. ¿No sientes nostalgia de tu tierra?

– A menudo pienso en ella, en Mallorca. Me acuerdo más de los lugares que de la gente. Es curioso.

– ¿Y tu familia?

– No tengo demasiados vínculos familiares. Mis padres son el único nexo importante. No acabaron de entender que me marchara. Hablamos a menudo por teléfono y saben que estoy bien; con eso tienen suficiente. Nunca me han hecho demasiadas preguntas. Son respetuosos y pacientes. Los pobres quizá se cuestionen qué extraño personaje han traído al mundo. No tengo hermanos ni parientes próximos. Es lo que te decía: añoro más los espacios que a las personas.

– Todos tenemos lugares que consideramos nuestros en la ciudad donde nacimos.

– Nunca lo habría imaginado antes de marcharme. Te aseguro que los lugares que añoro no salen en ninguna guía turística. Son espacios pequeños, que no tienen una belleza objetiva, pero que guardo en el corazón. Me acuerdo de una calle, de una plaza… -Sonrió-. Pensarás que soy la mujer de las plazas. Me acuerdo de los arcos del instituto donde estudié, cuando era adolescente, del pueblo de mi infancia, de un banco donde me gustaba sentarme, de un rincón del paseo Marítimo.

– ¿Volverás algún día?

– No lo he pensado. No hago planes a largo plazo. Me importa mi presente romano: instalarme aquí. En el fondo, la pensión tiene un aire de provisionalidad que me cansa.

Dejó de hablar, sorprendida de sí misma. ¿Dónde estaba su habitual prudencia? Tuvo la impresión de haber contado demasiado. El intuyó cierta incomodidad en su silencio.

– No querría parecer indiscreto. Te hago preguntas inconvenientes, precipitadas. Es como si te conociera de toda la vida. -Se rió-. Puede parecer un tópico, pero es la verdad.

Entró un grupo de personas en la sala. Eran sus antiguos compañeros de facultad. Parecían muy contentos de reencontrarse. Manifestaban su afecto, se abrazaban, se reían. Llevaban abrigos, bufandas, gorros. Era como si vinieran del frío, pero a Gabriele le dio la impresión de que lo traían. La pereza que sentía de unirse al grupo se había multiplicado por cien, por mil, por un número infinito de sensaciones de pérdida de tiempo, de ganas de quedarse donde estaba, en aquel lugar del mundo, cerca de la mujer que acababa de descubrir. Su pensamiento, acostumbrado a buscar soluciones rápidas, se apresuraba en buscar una excusa que justificase su marcha. Le dijo:

– ¿Ves aquel ruidoso ejército? Iban a clase conmigo hace una eternidad. Se supone que hemos quedado para ir a cenar. Los conozco de toda la vida y no tengo nada que decirles. Acabo de conocerte y me da la sensación de que tengo muchas cosas que contarte. Apenas hemos podido hablar.

– La vida es sorprendente. -Sonreía ella.

– ¿Puedo hacerte una confesión?

– ¿Cuál?

– No quiero irme con ellos.

– Pareces un niño que se niega a ir a la escuela. Me haces gracia. -Era cierto, inexplicablemente. Aquel hombre la divertía, pero también le inspiraba una ternura que habría sido incapaz de justificar-. Has quedado con ellos y estás aquí. No es lógico que seas grosero con ellos. Además, fíjate: creo que ya te han visto. Te están saludando y te llaman.

– Tendré que ir. -La expresión de su rostro se había transformado-. ¿Y si me invento una excusa creíble y continuamos hablando?

– En esta situación, no hay excusas creíbles.

– Escucha, ¿cuándo podremos vernos de nuevo? Si quieres, me encantaría.

– No sé. Quizá la semana que viene. Te puedo dar mi teléfono.

– ¿Y mañana? ¿Por qué no mañana?

– Es domingo. No tenía planes, pero no sé qué decirte. Es un poco precipitado.

– ¿Te gusta la ópera?

– Mucho.

– Tengo dos entradas para ir. Sería feliz si quisieras acompañarme.

Hacía tiempo que no iba a un espectáculo. Los teatros, los conciertos, el cine formaban parte de una época pasada. La vida anterior a los viajes en tren, a los pasos perdidos por Roma. Ni siquiera se había planteado la posibilidad de recuperar aquello, de recobrar el placer de contemplar una buena obra, sentada en un patio de butacas, en la penumbra que favorece el juego de ficciones del escenario. Le ilusionó ir a la ópera: era una nueva sensación que recuperaba. Darse cuenta no dejaba de sorprenderla. Constataba que la vida está llena de logros que podemos rescatar cuando el tiempo hace que sean como la fruta madura. Se dejó aconsejar por Matilde y se puso un vestido negro, ceñido a la cintura, que le marcaba las formas del cuerpo. Los cabellos sueltos, los labios pintados. En su mano, el pintalabios se convertía en un objeto raro; un cachivache que tenía que aprender a utilizar de nuevo; el símbolo de todo lo que se había negado a sí misma, en un extraño exilio del que iniciaba el retorno.

Fueron al teatro dell'Opera. Gabriele llevaba un traje oscuro y una corbata con un dibujo de unicornios. Representaban I Capuleti e i Montecchi de Bellini. Era la historia de los amores de Romeo y Giulietta. Por obra y gracia de unas voces, el universo se trasladaba a Verona. Se detenía en el siglo XIII, en dos familias enfrentadas. Cuando empieza la historia, los dos jóvenes son amantes. No pueden decirlo, porque pertenecen a universos hostiles: «Guerra a morte, guerra atroce!», gritan los representantes de ambos bandos. «¿Cómo puede haber una guerra, cuando hay dos personas que se aman?» No pudo evitar pensarlo, estremecida por la pasión de los amantes, cómplice de su desdicha.

La ciudad vibra con los preparativos de la boda de Giulietta y Tebaldo, el esposo que la familia le ha elegido. Ella sólo puede escaparse si acepta beber el filtro mágico, un brebaje maldito que le hará vivir una muerte aparente. Romeo está en el exilio e ignora la triste suerte de su amada. Las voces se elevan en llantos profundos. A Dana le temblaban algo las manos. Gabriele se las apretó entre las suyas, y el tacto fue grato. Era una piel que tenía que aprender a descubrir. La acarició. Miró al escenario, mientras recorría la forma de aquellas cálidas manos. En la tumba de los Capuleti, Giulietta está dormida. Es un sueño largo y profundo. Aparece Romeo. Ante el cuerpo inerte, se desespera. Todo el dolor concentrado en la música y las voces: «Deserto in terra, abbandonato io sono.» «¿Abandonado?», murmuró. Ella conocía muy bien la sensación de pérdida, de infinita tristeza. «Se desespera porque se siente abandonado -pensó-. La muerte es irse sin quererlo. Significa dejar al otro porque el destino lo impone. La despedida es cruel: no sirven las voluntades, no hay palabras para convencer, ni esfuerzos que hacer. Cuando el otro te abandona, te invade una sensación de impotencia. Él podría evitar tu dolor, pero es quien lo causa. No hay nada que lo justifique. Sólo la voluntad de quien ha sido tu amigo, transformado en el más terrible enemigo.»

Cuando bajó el telón, aplaudió con entusiasmo. Había vivido cada una de las notas que tocaba la orquesta, todos los episodios de la trágica fortuna de los amantes. Se había implicado en la historia. Había visto los cuerpos enlazados en el último abrazo, mientras los dedos de Gabriele formaban un nudo con sus dedos. Se miraron con una sonrisa cómplice. Salieron del teatro. Mientras andaban por la calle, él le preguntó:

– ¿Te ha gustado?

– Claro que sí. Te agradezco la invitación. No recuerdo la última vez que asistí a un espectáculo. He vuelto por ti.

– Tarde o temprano, lo habrías hecho.

– Has propiciado que llegara el momento. No sé cómo decírtelo: me había exiliado de la vida. Estaba recluida en mí misma, como si habitara entre cuatro paredes sin ventanas. Tú has abierto las persianas para que entre la luz.

– No. Te invité a ir a la ópera. Quien ha vivido la emoción has sido tú. No te he salvado de nada. No sé de qué exilio me hablas, pero puedes estar segura: el regreso es mérito tuyo.

– No lo creas. Yo también había bebido un extraño elixir. Como Giulietta, parecía muerta, aunque estuviera viva. Estaba, pero como si no estuviera. ¿Lo puedes entender?

– Estás aquí, a mi lado. Te siento real. Eres la presencia más cierta que nunca he vivido.

Se pasearon por las calles que había recorrido sola. Recuperarlas con Gabriele era como volver de un largo viaje. Tenía los ojos abiertos a la vida, pese a que perduraba un punto de oscuridad. Se preguntó qué destino los esperaba. Habría querido contarle la historia que había vivido, saber si él también se convertiría en un amor que no queremos recordar porque la memoria de lo que fue bello, cuando lo hemos perdido, se vuelve dolorosa. Quizá aquella noche sería sólo una anécdota. Ignoraba si quería verle otra vez, si no era mejor olvidarse. El miedo a la pérdida se imponía, incluso antes de empezar a vivir el encuentro. Prefería dejar pasar las historias de largo; retenerlas un momento entre los dedos y hacer que volaran, lejos. Llegaron a la calle de los anticuarios. Le llevó frente al escaparate y le enseñó cada una de las estaciones: la mujer de la primavera, la del verano, la del otoño. Amarillo, blanco, rojo. Él se rió, mientras la abrazaba. A Dana nunca le había parecido tan lejano el invierno.

XXIII

Situada entre la via dei Cestari y la via del Gesú, donde los turistas que van a ver el Panteón ya no entran, está la piazza della Pigna. Tiene la forma de un abanico. La iglesia de San Giovanni della Pigna, con su fachada rosa, está junto a un edificio que tiene ventanas con balcones, de piedra color arena tostada por el sol. En el número cincuenta y tres hay una placa que indica a quién pertenece: a los hermanos F. y N. Massimini. Eran los antiguos propietarios del piso de Dana. En las casas que dan a la plaza, predominan los ocres, una mezcla de colores otoñales que le dan un aire cálido. Es un lugar vivo: aparcan coches y pasa gente. Hay un restaurante donde hacen risotto con sabor a flores, un ambulatorio veterinario, una tienda que vende productos alimenticios de Cerdeña; también se puede encontrar jamón de Irgoli, quesos, turrones de Tornara; se venden también vinos sardos, el moscatel de Cagliari o la malvasía de Bosa.

Se enamoró de la plaza casi al mismo tiempo que de Gabriele. Fueron procesos que tuvieron comienzos simultáneos, pero ritmos distintos. El impacto inicial fue muy parecido. Era la sorpresa del descubrimiento, la actitud ante cada uno de aquellos hallazgos. Es una cuestión de saber con qué facilidad nos dejamos llevar por la vida, cuántas reservas nos imponemos. Con el piso, no hubo dudas. Hacía meses que pensaba en ello. Cuando vio el edificio, le gustó. Era amplio, acogedor. Tenía los techos altos y grandes ventanas. La luz entraba a raudales. Le hacía falta una capa de pintura y algunos muebles bien elegidos. No necesitaba demasiados: una cama, una mesa, un sofá. Quién sabe si un velador, o una rinconera antigua. Tenía ganas de hacer suyo aquel espacio. Aunque se encontraba cómoda en la pensión, cuando descubrió el piso sintió la urgencia de vivir allí. Aquel mundo provisional, que le había servido de cobijo, se volvía insuficiente. Necesitaba instalarse en un lugar, después de recorrer tantos. Había llegado la hora de dejar de dar vueltas inútiles.

La historia con Gabriele siguió caminos más dudosos. Tras la noche en la ópera, se vieron a menudo. Se encontraban para ir a cenar o al cine, o paseaban por los jardines de la ciudad. Él comprendió que debía actuar con cautela. Si se precipitaba, ella desaparecería de su vida. Lo entendió antes de que le hablara de Ignacio. Se dio cuenta de que era una mujer llena de miedos. A la vez, en una contradicción que le fascinaba, no había conocido nunca a nadie con su fuerza. Tenía la impresión de que había encontrado un hilo de oro: si tiraba de él demasiado, podía romperlo. Tenía que ir desovillándolo con cuidado. Vivían una relación de avances y retrocesos. Había días de sol, semanas lluviosas. Él aprendió a ser paciente, a no manifestar prisa. Se iba ganando su confianza despacio, con una perseverancia que la conmovía.

Las reservas que condicionaban su relación con Gabriele desaparecían cuando hablaba de la plaza. Antiguamente, había una fuente de bronce en forma de piña. Ocupaba un espacio central en un templo dedicado a Isis, la diosa triste. El lugar donde iba a vivir la sedujo. Isis era la esposa abandonada por Osiris, al que buscó largamente por las rutas de levante. La fuente ya no estaba. Hacía tiempo que había sido trasladada al museo del Vaticano. Estaba convencida de que perduraba el rastro de la mujer-diosa. Podía captar la magia en la luminosidad, en la piedra. Estaba contenta de haber sabido escoger. La mudanza fue sencilla, porque colaboraron Matilde y Gabriele. Cuando se trasladó, el piso estaba casi vacío. Apenas acababan de pintar las paredes de un blanco luminoso. Disponía de los pocos muebles que había comprado. No quería escogerlos apresuradamente. Habría tiempo para elegir el resto cuando viviera allí. Cada nuevo objeto tenía que formar parte de la vida que estrenaba.

Era sábado por la mañana. Unos operarios llenaron la furgoneta con sus pertenencias. Los libros, la ropa, las fotografías, un mueble de madera, que le había regalado Matilde. Compró toallas de algodón, sábanas de hilo. Una colcha que le recordaba las de ganchillo de Mallorca. Copas de cristal y platos con una guirnalda de flores. Era como si hubiera preparado un pequeño ajuar para una mujer sola. Había jabón perfumado, estanterías de madera, cajas sin abrir. No obstante, estaba lejos de dar sensación de anarquía, porque a ella le gustaba el orden. Pasó el fin de semana arreglándolo todo, con la sensación de ir ganando terreno al vacío. Trabajaba hasta la noche, con una intensidad que era la consecuencia de su despertar a la vida. Al atardecer, Gabriele iba para echarle una mano. Cenaban un plato de pasta en el restaurante de la esquina. Cuando hablaban, él se dejaba contagiar por su entusiasmo. La mirada de Dana no tenía nada que ver con aquellos ojos tristes que descubrieron el Trastevere. Había recobrado la vida perdida, en un proceso que ella misma no habría sabido describir. Mientras compartían la comida y el vino, se propuso hacer tabla rasa del pasado.

Recorría la via del Gesú, hasta la piazza della Minerva. Tenía que pasar por la calle que da al Panteón. A la izquierda, estaba la librería. Era un camino corto, un paseo desde el piso al trabajo. La distancia le permitía entretenerse en sus pensamientos, observar a la gente. El primer lunes, después del traslado, fue a buscar al hombre de la camisa amarilla. Tenía ganas de contarle que había encontrado una casa llena de luz, que estaba contenta. Le halló concentrado en el movimiento de sus manos, transformadas en marionetas. La música marcaba ritmos de fiesta, divertidos. Se quedó de pie frente a él, mientras le observaba. Había llegado a aprenderse de memoria los movimientos que hacía. Conocía muy bien el contraste entre la agilidad de los dedos y la rigidez del rostro. Estaba segura de que se alegraría cuando pudiera decirle que vivía en una plaza. Le miró fijamente, decidida a esperar cualquier instante de distracción para hablarle. La dominaba la impaciencia. No pasó mucho tiempo hasta que se acabó la canción. En la pausa, levantó los ojos. Se miraron. Habría querido decirle muchas cosas, agradecerle su compañía.

Nunca se habían dicho nada. Lo pensó, cuando estaba a punto de pronunciar una frase que en seguida olvidó. Ni siquiera sabía su nombre, ¿cómo podía hacerle cómplice de su vida? Le había intuido muy próximo. Ahora se preguntaba si le había imaginado, si había sido una invención de la mente que no se resignaba a la soledad. ¿Habían existido los gestos compartidos, las miradas que acercan sin palabras? Lo dudó, mientras se imponía el miedo al ridículo. Era un simple titiritero de calle. Tenía gracia y nada más. Quién sabe adonde iba y de dónde venía. Como ella misma, quizá había recorrido caminos inciertos. Debía de llevar a la espalda el peso de la vida vivida. Todo eso que no compartimos con desconocidos. Le miró de nuevo, insegura. Si le hablaba, podría reaccionar con extrañeza; interpretar mal el gesto de aproximación, que había estado a punto de esbozar. «No es nadie», pensó. Sólo un hombre de camisa amarilla a quien había observado docenas de veces, que le había iluminado la existencia, en una época oscura de su vida. Había sido el motivo que le ayudaba a no sentirse sola. Descubrirlo había sido como tener una cita con alguien con quien nos gusta encontrarnos. Constataba que nunca había habido ninguna cita. Eran encuentros casuales que ella propiciaba. Se volvió y empezó a andar hacia la librería. Tenía la sensación de haber exagerado un hecho sin importancia, de haberse inventado un vínculo que no existía. Avanzó unos pasos, conteniendo el impulso de volverse. Mientras se alejaba, la mirada del titiritero se perdía en cada uno de sus movimientos.

Cuando habían pasado algunas semanas desde la mudanza, Matilde fue a visitarla al trabajo. No se sorprendió al verla. Supuso que echaba de menos las conversaciones en la pensión. Ella también sentía un poco de nostalgia. Tenía que adaptarse a un espacio que no compartía con nadie, después de vivir en un escenario habitado por muchas figuras. Al verla entrar sonrió. Llevaba los cabellos rubios bien peinados, una falda azul celeste, las uñas pintadas. A pesar de su aspecto, parecía afligida. Se preguntó si estaría enferma, porque unas marcadas ojeras rodeaban sus ojos. No estaba acostumbrada a aquel aire triste, y se preocupó. Salió a recibirla:

– ¿Te encuentras bien, Matilde?

– No mucho. He venido porque no sabía adonde ir. No querría molestarte.

– De ninguna forma. Tengo un día tranquilo. No hay demasiado jaleo y me encanta verte. Dime, ¿ha sucedido algo?

– Ocurren hechos extraños. Lo había olvidado, mientras me esforzaba por tener una vida tranquila. Lo tendría que recordar siempre: las calmas nunca son definitivas.

– Me preocupas. ¿Qué te pasa?

– Hay cartas que se pierden. Parece mentira, en nuestros tiempos, cuando la gente se comunica con una facilidad prodigiosa. Ya me entiendes, todo eso de los e-mails y de las llamadas al otro extremo del planeta.

– ¿Qué quieres decirme? ¿Has perdido una carta?

– Cuesta creerlo, pero es la verdad. ¿Te imaginas cuántas cartas deben de extraviarse por el mundo? ¿Una todos los días? ¿Millones? No sé por qué me tenía que pasar a mí.

– Me da la sensación de que desvarías. Habla claro. Tenías que recibir una carta, pero se perdió.

– Sí. La mandó a la dirección de la pensión. Es una dirección fácil, si la escribes con buena caligrafía. El cartero del Trastevere es un hombre eficiente. Hace años que le conozco.

– ¿Fue el cartero quien la perdió?

– Dice que la encontró por casualidad. Tenía las letras del sobre borrosas, como si las hubiera mojado la lluvia. No se leía bien mi nombre. En la pensión, rodó por muchas manos.

– ¿Nadie pensó en enseñártela? Tú vives siempre allí.

– No la he visto hasta hoy. Hace casi seis meses que la mandó. ¿Has pensado cuántos días son? ¿Cuántos días de espera?

– Una larga espera.

– Sí. Días y noches sin respuesta. ¿Qué puedo hacer? Sé que no es culpa mía, pero me siento culpable. Mi cabeza no para de dar vueltas a la misma idea. Me pregunto cómo ha podido suceder.

– ¿De quién era la carta, Matilde?

– Era de María, la amiga de siempre. Habíamos crecido en el mismo barrio: la niñez, la adolescencia, la juventud. Tiene un puesto de fruta en el mercado. Ya te lo conté.

– Me acuerdo. Me dijiste que te había comprado el billete para que viajases a Roma.

– Sí. ¿Qué puedo hacer?

– Tranquilízate y cuéntame qué dice la carta.

– Me pide que vaya. Dice que me necesita. Es la carta de una persona desesperada.

Había observado la transformación de Matilde. Mientras hablaba, su rostro palidecía. Se imaginó un cuadro cuyos colores el pintor ha puesto sobre un fondo blanco. Con el tiempo, las tonalidades se difuminan, se pierden como si hubieran soportado las inclemencias de todos los inviernos. La tela parece desnuda. Abrazó sus frágiles hombros. La acompañó afuera. Salieron de la librería, mientras la guiaba entre la gente que se movía por la plaza. Con movimientos firmes, la sentó a la mesa de un café. Le pidió una infusión de tila que le obligó a beberse, como si fuera un niño. Le acarició una mejilla con un gesto instintivo, mientras se preguntaba qué habría hecho sin su compañía. Verla indecisa, perdida, le resultaba extraño. Le despertaba un sentimiento de ternura que habría querido expresarle sin reservas. Podía entenderla. Matilde era incondicional en los afectos. Se desvivía por la gente que quería. Lo hacía con una naturalidad que no admitía réplicas, que rehuía las muestras de gratitud. Lo había comprobado a menudo. Admiraba la intensidad con que participaba en la vida de los demás, cómo sabía implicarse en los problemas sin resultar nunca inoportuna. Ahora comprendía su padecimiento. Se sentía culpable de no haber intuido que la necesitaban. Le apretó las manos y le preguntó:

– ¿Te encuentras mejor?

– Estoy preocupada.

– ¿Qué le pasa a María?

– Su marido la ha dejado por otra mujer. Se hizo un silencio. Dana pensó que la vida es complicada, que se parece a un caballo salvaje. Las embestidas y los galopes, las caídas. Nadie puede escaparse. Miró a la gente que pasaba por la calle. Seguir el movimiento de los demás resultaba tranquilizador. Ellas permanecían quietas, calladas, mientras el mundo iba de prisa. Un poco más lejos, al otro extremo de la plaza, adivinaba una camisa amarilla.

Tuvo la tentación de ir hasta allí. Dejar a Matilde en el bar y ponerse frente al titiritero. Observar cómo movía los dedos, con la determinación que había envidiado antes, cuando ella no podía hacer un solo movimiento sin sentir un peso infinito en los brazos, en las piernas, en el corazón.

María había sido una mujer satisfecha de la vida. Habitaba un plácido universo que de pronto se rompió. «¿Debe de ser que sólo nos corresponden unas dosis de felicidad?», se preguntó Matilde, furiosa, al leer la carta. María había tenido la osadía de vivir contenta. Quién sabe si había agotado las horas felices que le habían asignado, en un extraño reparto. Disfrutaba con las cosas pequeñas, con la cotidianeidad conocida: el trabajo en el puesto de frutas del mercado, las conversaciones con la gente. Amaba a su marido, a quien había dedicado su existencia. Le echaba de menos todas las noches, cuando todavía no había regresado a casa. Le esperaba impaciente, mirando por la ventana de la cocina, mientras preparaba la cena. Un plato de legumbres o de verduras, un trozo de carne o de pescado. Por la noche, se dormía mirándole. Le velaba el sueño. Elegía sus camisas, y se las planchaba con esmero. Le compraba una colonia que olía a verano.

Fueron los olores. Descubrió que la engañaba a través del olfato. En la piel de su marido se produjo un proceso de transformación. El perfume conocido se mezclaba con un aroma nuevo que no conseguía identificar. Aireaba las sábanas, metía flores secas en los armarios, le lavaba la ropa. Intentaba imponer los propios olores a aquellos otros extraños. Emprendió una batalla que intuía difícil, pero que no quería perder. El olor al otro cuerpo fue ocupando un lugar en la cama, en la casa. Mucho antes de que se lo dijera, ella lo había sabido. No se puede cerrar los ojos a los olores, ignorarlos. Se despertaba y se dormía con la percepción de aquella presencia. Cuando el marido entraba en la casa, no llegaba solo; con él llegaba el olor a una mujer que María imaginaba. Inventaba rostros, nombres. No le hizo ninguna pregunta, pero su carácter cambió. Se volvió desconfiada. Le vigilaba, con la tristeza en la mirada. En el mercado, se acabaron las tertulias. Vivía esperando una señal, un indicio de lo que iba a suceder. Cuando él se marchó, el mundo se oscureció. Habría preferido morirse. Pasaron seis meses hasta que Matilde recibió la carta. Mucho tiempo sin respuesta, un largo silencio. Le pedía que volviera a Mallorca. En la piazza Navona, Matilde comentó:

– Es como si la hubieran abandonado dos veces: el marido y la amiga.

– No es cierto. ¿Has hablado con ella?

– He intentado comunicarme, inútilmente.

– ¿Inútilmente?

– Sí, nadie me coge el teléfono.

Los primeros meses en el piso de la piazza della Pigna significaron un proceso de adaptación. Superada la euforia inicial, la satisfacción de tener un espacio propio, llegaron las dudas, los cambios en su estado de ánimo. No había descubierto hasta qué punto el ambiente de la pensión le hacía compañía. Acostumbrada a la presencia de personas que vivían allí sin importunarla, ahora le costaba acostumbrarse a la soledad. Algunas mañanas se despertaba de buen humor. Pensaba en todo lo que había encontrado en Roma. Estaba contenta porque tenía un trabajo que le gustaba, una amiga como Matilde, un enamorado paciente. Otros días, los pensamientos tristes le amargaban la vida. No era sencillo aprender a estar sola. La calma parecía una meta difícil de alcanzar, que exigía esfuerzos.

Si se levantaba contenta, iba al mercado de la piazza delle Coppelle. Era un espacio entre edificios de ladrillo gris volcánico. Llegaba andando, porque estaba a pocos minutos de su casa. En un ángulo, la imagen de una Virgen María con un niño en la falda, sentado sobre un cojín, se escondía tras el manto de la Madonna. Cerca de las dos figuras, una mesa pintada con fruta y verdura. Había ruido de conversaciones, ajetreo de gente. Dana llenaba una cesta de huevos, de patatas, de alcachofas. Elegía los mejores quesos. Hablaba con los vendedores, que le preguntaban de dónde era. Les respondía que había llegado de lejos. Volvía a casa llena de palabras y vaciaba la bolsa en la mesa de la cocina. Después se iba en seguida, porque no quería llegar tarde al trabajo.

Cuando estaba triste, era incapaz de abandonar las sábanas. Con las persianas bajadas, hundía la cabeza en la almohada. La pereza se apoderaba de su cuerpo. Sentía el peso de las piernas. Pensaba que habría sido agradable desaparecer del mundo, irse a un lugar donde nadie pudiera encontrarla. Pasaban los minutos, lentísimos. La claridad que intuía por las rendijas de la ventana la advertía: era la hora de partir. Haciendo un esfuerzo, se duchaba y se vestía. Iba a trabajar como quien va a cumplir una condena. Al principio, los días grises se superponían a los días luminosos. Poco a poco, los segundos fueron ganando la partida. A medida que pasaban las semanas, se hacían más frecuentes las visitas al mercado.

Una noche, cuando todavía no había conciliado el sueño, sonó el timbre de la puerta. Como no esperaba visitas, se extrañó. Era tarde y no había movimiento en la plaza. Desde la ventana de su habitación, podía percibir la calma de fuera. Se levantó de la cama, descalza. Se puso un batín, mientras observaba de reojo su rostro adormilado en un espejo. Al día siguiente tenía que trabajar. Se había acostado temprano para vencer la pereza de madrugar. Se preguntaba quién podía ser. ¿Algún vecino que necesitaba ayuda? No se relacionaba con demasiadas personas del edificio, pero siempre tenía una palabra amable para todo el mundo. No se paraba a contar su vida, ni a interesarse por la de los demás. Era celosa de su propia intimidad, del pequeño muro que había sabido construirse. Aun así, mantenía las formas.

Era Gabriele. Sonreía, apoyado en el marco de la puerta. Le sonrió ella también, contagiada por la felicidad que él expresaba. No pudo evitar la pregunta:

– ¿Qué haces aquí, a estas horas? Creía que mañana tenías que madrugar, que te marchabas a Londres.

– Sí. Voy a una subasta. Te lo había dicho.

– Me encanta verte, pero no te esperaba. Pasa, hombre. ¿Quieres tomar algo?

– ¿Dormías?

– Casi.

– Lo siento, pero tenía que verte esta noche.

– ¿Tienes algún problema?

– Sí. Necesitaba verte, porque tengo que hacerte un regalo.

– ¿Un regalo?

– Hoy hace seis meses que nos conocimos.

– ¿Seis meses? ¿Cómo puede pasar el tiempo tan de prisa?

– Quería celebrarlo.

– ¿A estas horas? -Se rió.

– Sí. Traigo una botella de champán y un paquete que tendrás que abrir.

– ¡Estás loco! -Volvió a reírse.

Llenaron las copas y brindaron por la vida que olía a sol, aunque fuera de noche. Dana era una figura frágil, con el camisón que la envolvía, los pies desnudos, los cabellos sueltos. Estaban sentados en el sofá, uno junto al otro, muy cerca. Se besaron. Después, él le pidió que cerrara los ojos. Tres paquetes dibujaron una línea horizontal en la pared. Antes de abrirlos, adivinó lo que eran. No se lo podía creer. Intentó hablar, pero las palabras no acudían a sus labios. El mundo y ella misma se habían paralizado. Volvieron a temblarle las manos, como en la ópera. Se abrazaron y ella no habría querido abandonar nunca el refugio de aquel cuerpo. Al fin, murmuró:

– Me has traído los cuadros que deseaba. Las mujeres de las estaciones. Son muy bellas. Gabriele, no sé qué decirte. ¿Cómo puedo agradecértelo?

– No tienes que decir nada. Hace tiempo que te pertenecen. ¿Sabes que es una colección incompleta, porque falta el cuadro del invierno?

– Me gustan mucho. Los colgaré en la pared del comedor. Son una explosión de vida. Me recordarán los primeros tiempos en Roma, los paseos hasta el escaparate, el deseo de poseerlos. Pensaré en ello todos los días.

– No, no falta ninguno. Me había equivocado. Ahora lo veo claro.

– ¿De qué hablas?

– La colección está completa, precisamente porque es tuya. Me alegra saberlo: la mujer del invierno eres tú.

XXIV

Marcos y Dana se hicieron amigos. Desde el momento en que él la encontró sentada en el suelo junto a la puerta del piso, incapaz de entrar y de enfrentarse a la soledad, cuando él volvía sin prisa, porque nadie le esperaba. Coincidieron por casualidad. Hasta entonces, el azar había favorecido los encuentros entre unos vecinos que no tenían ningún interés en propiciarlos. Se saludaban. Había el punto justo de cortesía, una amabilidad que no iba más allá. Los dos habían vivido un proceso de pérdida parecido que los invitaba a vivir recluidos en una coraza. Intentaban rehacer sus vidas. Cada uno había comprendido que los recuerdos se tienen que alejar, que la memoria puede traicionarnos cuando menos lo esperamos. Conviene mantenerla en su lugar, en un paréntesis, para que no haga daño. Algunas noches, Dana todavía soñaba con Ignacio. Los sueños no se pueden controlar. Podemos intentar poner bridas al pensamiento, apartar ideas poco sensatas, pero resulta imposible gobernar las rutas de los sueños. Antes de dormirse, Marcos recordaba a Mónica. Veía el rostro de su mujer muerta. Le gustaba dibujar el perfil en las sábanas. Durante el día, se esforzaba en hacer de tripas corazón. Actuaba con la calma impuesta que había adoptado como escudo protector. Por la noche, permitía que le invadiera la añoranza.

Hablaban:

– No hemos vivido la misma experiencia, ni siquiera una parecida -insistía Dana.

– ¿Qué dices? Los dos hemos perdido a alguien a quien amábamos. Una persona que nos llenaba la vida, pero que se marchó.

– Hay una gran diferencia: Mónica no quería dejarte. Ella habría sido incapaz de causarte dolor. Le tocó tener que morirse, que es una suerte muy dura.

– Ambos nos dejaron solos. Eso nos rompió la vida.

– Es cierto, pero Ignacio podría haberlo evitado.

– Tal vez sí o tal vez no. ¿Conoces las circunstancias que le empujaron a actuar de ese modo? ¿Quién puede conocer las motivaciones exactas? Te puede la rabia. Si olvidas los reproches que habrías querido hacerle, te queda la realidad, pero te refugias en una simple anécdota que enmascara los hechos. Nuestras vidas corren por caminos paralelos.

La pérdida los acercaba. Favorecía un entendimiento, una forma de enfrentarse a la vida. Podían comprender las actitudes del otro sin pedirle explicaciones. Se respetaban los silencios, la urgencia de desaparecer, el miedo. Cerca de la casa, se encontraba el restaurante L'Ornitorinco. Un día a la semana quedaban para comer. Dana volvía de la librería dando un paseo. Cruzaba el corso del Rinascimento, lleno de escaparates y tiendas, pasaba por la piazza di Sant'Eustachio, recorría la via di Santa Chiara y la via dei Cestari. Marcos trabajaba en casa: hacía traducciones del italiano para una editorial. Estaba muchas horas sentado delante del ordenador, la mirada en las líneas de un texto, el pensamiento en la lectura. La concentración y la quietud le ayudaban a no distraerse. Era una buena fórmula para conseguir el olvido momentáneo, que tranquiliza el espíritu, cuando éste vive demasiado inquieto. Siempre pedían lo mismo: un ñsotto ai fiori di zucchina.

– ¿Puede haber algo mejor que un arroz que se hace con flores? -le preguntaba ella con una sonrisa.

Él estaba de acuerdo. Bebían vino tinto de Terre Bruñe. Dana le confesaba historias que no se atrevía a contarle a nadie. Marcos ponía en la conversación una vitalidad que el contacto permanente con la escritura incentivaba. Estaba muchas horas rodeado de papeles, sin relacionarse con otras personas. Dana no era sólo la vecina, sino también la cómplice. A cualquier hora, ambos podían llamar a la puerta de enfrente.

Le habló del titiritero. Le contó que estaba por las mañanas en la piazza Navona, todas las mañanas del mundo, dispuesto a hacer bailar a sus personajes. Adivinaba su camisa amarilla antes de verla. La magia de los dedos, transformados en cuerpos danzarines, la cautivó. Había habido un juego en las miradas que no sabía describir, una aproximación en los gestos. Probablemente, había desvirtuado su sentido. Es fácil equivocarse cuando se necesita compañía, establecer lazos que son un suave engaño para el corazón. Las señales que había imaginado no fueron reales. Había hecho una confusa interpretación, producto del deseo de acercarse a alguien. Se lo contaba a Marcos sin rubor. Cuando se decidió a hablar con el titiritero, se había sentido sola. Quería decirle que tenía una casa, pero no encontró las palabras justas. Entre ellos, tan sólo hubo gestos mal interpretados.

Con Gabriele fue diferente. Cuando le conoció, todavía no se había trasladado a la piazza della Pigna. Vivía en la pensión, en un Trastevere lleno de luz. El descubrimiento fue repentino, pero la aproximación fue lenta. Hay sentimientos que nacen en un instante, pero maduran despacio. La experiencia vivida los somete con lentitud. Son como plantas que van creciendo mientras alguien les va podando las ramas inútiles. Marcos la observaba oscilar entre el entusiasmo y la precaución. Una curiosa prudencia, impropia de su carácter, controlaba sus movimientos en el amor. Había días que daba un paso hacia adelante y tres hacia atrás. Tenía actitudes de mujer asustada, que no toma decisiones definitivas porque no acaba de creerse que los sentimientos de los demás puedan durar mucho tiempo. Confiar en alguien no es fácil. Marcos lo podía intuir. Habría querido hacerla reaccionar, decirle que tenía que dejarse llevar. No podemos pretender sujetar las riendas de la vida. Sabía que los consejos no servirían de nada. Para que fuera capaz de perder la inseguridad, había que escucharla; esforzarse por comprender el mundo de contradicciones en que vivía perdida; un mundo que era muy parecido al suyo.

El pasillo separaba las puertas de los pisos. A ambos lados, cada uno había construido su refugio. Dana vivía en un espacio agradable. Había colgado cortinas y cuadros. Había pintado las paredes. Todas las mañanas abría las ventanas de par en par. El vecino vivía frente a un ordenador que le alejaba del bullicio de las calles. Ambos habían intentado huir. Habían escapado de los lugares del amor, porque los espacios nos traen siempre la memoria de lo que hemos vivido. Se esforzaban por inventarse ilusiones, por llenar la vida de pequeñeces que les hacían los días agradables. Cuando comían arroz que sabía a flores, se miraban con afecto. Si él le comentaba que todavía no había llegado la transferencia de la editorial, ella se ofrecía a prestarle dinero. Marcos le preparaba ensaladas o carne al horno que cocinaba con especias. Le acercaba un cuenco de sopa caliente a su casa. Si tenía prisa, pulsaba el timbre tres veces y lo dejaba en el suelo, cerca de la puerta. Junto al plato, un barco hecho de papel de periódico para que se acordara del vecino, que era un navegante sin nave ni mares.

A veces, Marcos quedaba con una chica para ir al cine o para salir a cenar. Eran encuentros fugaces, que no solía repetir con la misma persona más de dos veces. Se cansaba pronto de los intentos de actuar con normalidad, de conocer gente nueva.

– ¿Sabes qué pasa? -le decía-. Probablemente, no es culpa suya. Son mujeres encantadoras que se merecen toda mi atención. Pero yo sólo puedo ofrecerles un comportamiento educado, a menudo distraído, una conversación que nunca entra en terrenos peligrosos. Me gusta evitar las confidencias, esas actitudes de falsa complicidad que favorecen ciertas personas. ¿Qué tendría que contarles? Mi vida, no. Estoy sentado con una de ellas, en un restaurante o en un café, y no se me ocurre nada que decirle. Me doy cuenta de que no me interesa la conversación, de que echo de menos la butaca de mi casa, el libro que leo. Entonces comento alguna película, o me entretengo en divagaciones absurdas sobre la carta de vinos. Si me vieras, te morirías de risa. Quizá te parecería patético. No sé. El problema es siempre el mismo: nunca salgo con una sola mujer. Aunque la otra no lo adivine, somos tres. La recién llegada, Mónica y yo. Hacemos cola en la taquilla del cine, ocupamos las butacas correspondientes en la sala, o en la mesa del restaurante. Pido al camarero los vinos que le gustaban a ella. Me invento el vestido que lleva. Veo su sonrisa en todas las demás sonrisas. ¿Te imaginas la situación? Cuando la soledad me puede e invito a una mujer a subir a casa, hay tres personas entre las sábanas.

Era una noche cálida. No conseguía dormirse. Habían pasado meses desde que se instaló en el piso. La relación con Gabriele se encontraba en punto muerto: ni avanzaba ni retrocedía. A menudo se preguntaba hasta dónde llegaban los límites de la paciencia de aquel hombre. Hacía demasiado tiempo que la esperaba. Ella aplazaba los compromisos con excusas que ya no servían. En cualquier momento, él podía desaparecer de su vida. Dejar de llamarla o de visitarla. Era consciente de que una relación es cosa de dos, de que ella no ponía la suficiente energía. A menudo sólo se dejaba querer. Es una grata sensación permitir que alguien nos acompañe, que nos coja de la mano, que nos llene la vida de belleza. Gabriele era generoso, gentil; ella se había convertido en una criatura llena de recelos. Después del entusiasmo inicial, se había impuesto el miedo. Daba vueltas en la cama, preguntándose por qué no era capaz de reaccionar. No habría querido renunciar, pero no hacía demasiados esfuerzos para evitarlo. Se sentía culpable y, a la vez, paralizada para actuar. Estaba nerviosa. Un nudo en el estómago le dificultaba la respiración. Miró a través de la ventana; la plaza estaba tranquila. No había peatones ni le llegaban ecos de conversaciones. Gotas minúsculas de sudor recorrían su cuerpo. «¿Cuántos miedos tengo que vencer?», se preguntaba. Al miedo de vivir se le sumaba otro: el miedo a perderle. Eran sentimientos que se parecían, pero que implicaban una contradicción profunda. Para poder estar con Gabriele, primero tenía que perder el pánico a la vida. Saltó de la cama. Se puso unos pantalones, una camisa blanca. Con los cabellos sin peinar y una expresión de fatiga, salió al pasillo. Cuando llamó a la puerta de Marcos, el reloj marcaba las dos de la madrugada.

Él no tardó en abrir. Llevaba un pijama de rayas y tenía cara de sueño. El rostro somnoliento de quien se esfuerza por volver a la realidad. Le sonrió, interrogante. Quería saber si no se encontraba bien, si tenía algún problema. Durante un momento, ella sintió la tentación de volver atrás. Le dolía molestarle. ¿Cómo podía decirle que no había razones concretas que justificasen una visita a esas horas tan intempestivas? Sólo la angustia de sentir que la mente vuela. Se abrazaron, el cuerpo de Dana entre los brazos de Marcos. La piel le temblaba. Él le decía cosas tranquilizadoras al oído. No le hizo ninguna pregunta, porque hay momentos en que las palabras no nos sirven. Dana empezó a llorar. Lloraba de impotencia y de rabia por el pasado, por sí misma. Marcos la apretó con fuerza.

Hay lágrimas que curan. Están hechas con el dolor que ha ido acumulándose, que no nos atrevíamos a dejar marchar. Se parecen a la lluvia, que limpia las fachadas de las casas, que se lleva el barro, la suciedad. Son lágrimas que nos devuelven la calma, la vida, la sensación de poder escribir de nuevo el universo. Borran todo lo que estaba escrito con una caligrafía entorpecida por las viejas historias. Dejan un rastro de papel en blanco. Dana no lo sabía, pero estaba volviendo a la vida después de un exilio que había durado muchos meses. Cuando la miró a los ojos, Marcos lo entendió. Le acarició los cabellos, las mejillas húmedas. Se detuvo en los labios entreabiertos. Se besaron sin la euforia de los amantes, pero con la urgencia de quienes necesitan saber que están vivos. Pasaron algunos minutos, hasta que ella le dijo:

– No soy Mónica. ¿Te das cuenta? -Había ternura y gratitud en su voz.

– Yo tampoco me llamo Ignacio. ¿Lo sabías?

– Sí. Tenemos que saberlo: ellos ya no están.

– No volverán jamás. Tenemos que aprender a vivir sin sus sombras.

– Tienes razón.

– Quiero que sonrías. Vamos a dar una vuelta.

– ¿A estas horas?

– Cualquier momento es bueno para visitar el Pasquino.

– ¿A quién?

– Ven conmigo.

Se vistieron y salieron de la casa. La plaza era un oasis de silencio. Anduvieron por calles que conocían de memoria.

En la oscuridad, todo adquiere un aspecto distinto; se suavizan unos contornos, se acentúan otros. Dana contemplaba un nuevo espacio, sin acabar de creerlo.

La oscuridad se impone en los lugares donde habita. Si la observamos sin recelo, nos descubre la magia del claroscuro: un juego de sombras que transforma las fachadas de las casas, la piedra gabina, gris y volcánica, el cielo.

El Pasquino es una escultura. Desde el siglo XVII ocupa un lugar en la plaza que lleva su nombre. Está situado en una esquina donde los peatones dejan aparcados los coches y las bicicletas. Es de piedra oscura y reposa en un pedestal forrado de papeles. Hace siglos que los romanos acuden allí. Van a cualquier hora: apuntan en una hoja sus quejas contra el gobierno, el mundo, la vida. Dejan los escritos pegados en la base de la estatua. Hay textos de gente que ha perdido el coraje pero quiere levantar la voz. Otros son frases airadas de protesta altiva. Algunos tienen la tinta borrosa, a causa de la lluvia. Los hay que están a punto de levantar el vuelo con el viento. Marcos sacó un bloc y unos bolígrafos. Le dio una hoja a Dana para que escribiera. Él cogió otra. Dijo que era bueno visitar aquel lugar. Todo lo que es difícil de contar, pero que está metido en la mente, se tiene que escribir. Cada frase nos libera de un secreto que nos hacía daño. El Pasquino guarda las palabras. Hace que las acaricie el sol. Cuando el papel esté hecho trizas, cuando no se pueda leer, habrá pasado suficiente tiempo para el olvido.

Dana escribió un listado de frases inconexas. Al principio, pensó que era un simple juego. Marcos era divertido, ocurrente. Pretendía distraerla de las historias que la obsesionaban. Pero luego se dio cuenta de que quería convertir aquella salida en un símbolo. Estaba concentrado en la escritura: la frente fruncida indicaba el grado de atención que ponía en lo que hacía. Serio, con una expresión grave en el rostro, escribía. Hay contagios que son inmediatos, espontáneos. Dana comprendió que no era una broma, ni un juego para una noche insomne. Se trataba de un pacto para borrar el pasado. Miró el papel mientras intentaba poner en orden sus ideas. Entonces se dejó llevar por el ansia de sacar todos los miedos. Con una escritura pausada, se sucedían las frases. No había una ilación lógica, ni ponía demasiado esmero en la redacción. Sólo escribía: anotaba el agravio y la indignación, las mentiras, el miedo a la soledad, la desconfianza. Cada pensamiento quedaba reflejado allí. Habló de los meses vividos, de los viajes sin rumbo, de la llegada al Trastevere, de las personas que había encontrado, de la presencia del otro, que la había perseguido hasta aquella noche. Cuando alguien que hemos dejado atrás se niega a abandonar el espacio que ocupaba en nuestra vida, es preciso desterrarlo. Lo comprendió junto al Pasquino.

Hacía frío cuando regresaron a casa. Un aire ligero se metía a través de la ropa. Cogidos de la mano, desanduvieron las calles. Caminaban sin decirse nada, con una sensación de descanso que les daba alas. El día nacía en Roma. Una luz incipiente se posaba sobre todas las cosas; era un alegre amanecer. Marcos la miraba con una sonrisa. Ella sonreía también. No tenía la sensación de haberse pasado la noche sin dormir. No estaba cansada, ni tenía ninguna prisa. Como todavía faltaban unas horas para ir a la librería, se sentaron en un café y pidieron un capuchino. Dana le dijo:

– Gracias, nunca lo olvidaré.

– Mal hecho. -Sonreía-. Quiero que lo olvides. El Pasquino será un pacto entre los dos. No volveremos a hablar de ello nunca más.

– Aunque no lo mencionemos, sabremos que nos ha cambiado la vida.

– Nos ha servido para poner en claro ciertas ideas. Sobre todo a ti, que te sentías muy perdida. Vivir desconcertado siempre es un mal negocio.

– Mi vida ha cambiado: una ciudad nueva, un piso al que he tenido que adaptarme, un trabajo que no tiene nada que ver con el que hacía antes. Quizá son demasiados cambios.

– Recuerda que tú los buscaste.

– Sí, tenía que encontrar un lugar donde poder empezar de nuevo. Los espacios de toda la vida pueden convertirse en enemigos.

– Nuestros peores enemigos somos nosotros mismos.

– Es cierto. Creía estar escapando de los viejos fantasmas, pero los llevaba conmigo.

– Arrastrabas su carga.

– Los tenía pegados a mi piel. Ahora me siento más ligera.

– Pasquino se los quedó. Es lo que tienes que recordar siempre.

– Sí.

– ¿Qué harás? ¿Has tomado alguna decisión?

– Hay decisiones que hace tiempo que tendría que haber tomado. He ido retrasándolas, como se aplaza la vida cuando nos resulta incómoda. No sé si ya es demasiado tarde.

– ¿Demasiado tarde para la conversación que tienes pendiente?

– No sé si Gabriele querrá escucharme.

– Tienes que intentar hablar con él.

– Lo sé.

Aquella misma mañana marcó el número de su teléfono. Le dijo que tenía ganas de verle, que hacía un tímido sol en la piazza della Pigna. Le habló con voz insegura, porque hay reencuentros difíciles. Aunque no se habían dejado de ver, era como si se descubrieran de nuevo. Recuperar a quien hemos tenido siempre a nuestro lado resulta extraño: quiere decir mirarle con otros ojos. Significa permitir que el otro nos mire de forma distinta. Es ofrecernos sin excusas ni antifaces.

Dana se puso un vestido rojo. Lo había comprado en una tienda que anunciaba el buen tiempo. Tenía las mangas anchas y un escote de barco. Se pintó los labios con un toque de luz. En el espejo, veía reflejada la imagen de una mujer joven. Preparó una cena de pasta fresca y vino tinto. Puso un mantel de hilo blanco en la mesa del comedor. Colocó con esmero las copas, los platos con las cenefas de color dorado viejo, los cubiertos. En el centro de la mesa, dos rosas del mercado de las flores. Le recordaban los primeros paseos romanos, la sonrisa de Matilde, la vida que se estrena. A pesar de la noche en vela, se encontraba bien. Una serenidad nueva le hacía observarlo todo sin impaciencia.

Gabriele la miraba con curiosidad desde el umbral de la puerta. Se abrazaron. Desaparecieron los recelos antes de que pronunciasen una sola palabra. Los viejos fantasmas, que habían poblado el mundo, se marchaban lejos. Las nieblas, las dudas, la incertidumbre, todo ello convertido en un rastro imperceptible de polvo. Cuando la besó, ella fue consciente por primera vez de la intensidad del beso. No había las comparaciones absurdas que se imponen en la mente y que borran el instante convirtiéndolo en un calco de lo que se vivió en otro lugar y con otra piel. Ella se rió, mientras él recorría su cuerpo. Exploraba las cumbres y los valles. Hizo volar la camisa y los pantalones de Gabriele, mientras se sumergía en el descubrimiento de su cuerpo. Respiró su olor, y no apareció el de ningún otro interponiéndose. Rodaron por la cama, deshaciéndola, olvidada la cena sobre la mesa. Se amaron sin prisas, más allá del tiempo. A partir de esa noche, nunca hubo relojes en aquella casa. Intuían que les esperaban días felices. Él le dijo:

– Creía que nunca regresarías.

– ¿Regresar? ¿De dónde?

– No lo sé. Estabas cerca de mí, pero leía la ausencia en tus ojos.

– Nunca me marcharé, si tú no lo quieres.

– Te quiero. Te quise desde el momento en que te vi. Más que a nadie, más que a nada.

– Yo también te quiero.

Empezaron días venturosos. Un tiempo de complicidad, de vida intensa junto al otro. Gabriele se trasladó al piso. Llevó su ropa y sus libros, los cuadros, algunos muebles antiguos. Se repartieron el espacio mientras compartían la existencia. Todo el mundo se alegró: Marcos y Matilde, los compañeros de la librería, los amigos de él. Ella no se preguntó qué pensaría el hombre de la camisa amarilla. Desde lejos, oía su música. La fiesta de las marionetas se había transformado en un simple decorado de la piazza Navona. La vida real era otra cosa. Se levantaban temprano todas las mañanas. A veces, iban al mercado. Compraban fruta y verduras de muchos colores, porque Gabriele decía que la comida tiene que entrar por los ojos, además de por la boca. Trabajaban con energía. Él entre antigüedades, y ella rodeada de libros, cada vez más vinculada a las actividades literarias del Instituto Cervantes. Cuando volvían a encontrarse al atardecer, se contaban historias. Le telefoneaba para decirle que la amaba. Recorrían las calles de siempre. Se perdían por las plazas. Comían pasta y bebían vino en un restaurante que les gustara. Se dormían junto al cuerpo del otro. Notaban su respiración, se acariciaban la piel, guardaban los sueños. Fueron pasando los años. Hubo días de sol, días de lluvia. Proyectos que se cumplieron; otros que les enseñaron a vivir la derrota. Se amaron mil y una veces, lo que, según ciertas creencias, quiere decir hasta el infinito.