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Han transcurrido diez años desde que llegó al Trastevere. El abrigo que llevaba cuando recorría las calles con una maleta es hoy un andrajo que no se pone nunca. Todavía debe de tener los bajos manchados de aquel barro que ningún producto podía limpiar por completo; un rastro de lluvia y de tristeza que se niega a recordar. Pertenece a otra vida e ignora por dónde anda. No sabe a quién se lo regaló en un momento que queda muy lejano. El piso ha perdido el aire de provisionalidad de los primeros tiempos. Se ha convertido en la casa que comparte una pareja que tiene buen gusto y ganas de vivir. Los muebles del salón muestran la solidez de las piezas escogidas con esmero. Hay buenos cuadros en las paredes, esculturas situadas en puntos estratégicos. El encanto que nace de la improvisación se ha transformado en armonía de formas. El conjunto es un reflejo de sus personalidades. Se respira el afán de orden de ella y el gusto por las proporciones de él. Comparten la devoción por los objetos antiguos, que han sabido combinar con acierto. Es una casa confortable. El diseño está presente en la cocina, en los complementos, en las luces. Se sienten bien, contentos de vivir en ese refugio romano. Ella ya no trabaja en la Librería Española. Se dedica a coordinar las actividades culturales que organiza el Instituto Cervantes de Roma. Es un trabajo intenso, que realiza con entusiasmo. El esfuerzo y la creatividad son las herramientas que usa para llevar adelante los proyectos que imagina.
Esta noche, Gabriele acaba de volver de un viaje de negocios a Barcelona. Está cansado, pero tiene el mismo aspecto jovial que a ella tanto le gusta. Ha tenido que estar mucho tiempo en el aeropuerto antes de coger el avión. Aunque está acostumbrado, las esperas cansan. Los aeropuertos le dan una impresión de inútil puente que se apresura en dejar atrás. Nunca le ha interesado observar el trasiego, de modo que se centra en sus pensamientos. En el momento en que termina las gestiones, le gusta volver a casa para encontrarse con ella. Cuando bajó del coche, descubrió que había perdido la cartera. Se lo tomó con sentido del humor, porque es difícil que algo pueda ponerle nervioso. Está acostumbrado a los imprevistos, a salir airoso de situaciones que parecen complicadas, a dar a las dificultades su justa medida. Se divirtió cuando ella le instó a que anulase las tarjetas de crédito, a que llamara por teléfono. Ha tomado las medidas oportunas, con esa sensación de calma que sabe transmitir, de confianza en sí mismo.
Están en el comedor con Marcos y Antonia. Dana y Marcos mantienen la amistad de siempre. No olvidan cómo se ayudaron cuando vivían solos. Ahora la situación es muy distinta. Cada uno ha construido su propio espacio. Tienen una relación de vecinos que acuden a la casa del otro, que comparten a menudo el vino y los manteles. Nunca hablan del pasado, aunque ni se lo propusieron, ni responde a una consigna. ¿Por qué tendrían que esforzarse en recordar? Desde la noche del Pasquino, decidieron escribir de nuevo su historia. Cada uno empleó una caligrafía distinta, pero con idéntica firmeza. Las horas vividas a la intemperie, junto a la estatua de piedra, les sirvieron para ahuyentar a los fantasmas. El presente los arrastra con una intensidad que no admite paréntesis. A esas alturas de la vida, no se permiten momentos para viejas nostalgias. Los momentos vividos se mantienen ocultos en el fondo de un armario, en un ropero de madera que conserva el olor a lo que guarda. No hace falta abrirlo con demasiada frecuencia, porque hay aromas de otras épocas que, fuera de su contexto, resultan incómodos.
Marcos y Antonia tienen una curiosa relación, hecha de altibajos, de oscilaciones anímicas que Dana no acaba de entender. A ella le resultaría duro vivir una historia en la que no hubiera lugar para la confianza absoluta, en la que los protagonistas vivieran constantes duelos de palabras. Ella agradece la seguridad que le inspira Gabriele, la certeza que sabe comunicarle. Hace tiempo que las dudas se han borrado del mapa. Ha aprendido que la vida puede ser grata y sencilla, si nos proponemos no complicarla. La voluntad de no crear conflictos, de vivir una felicidad basada en hechos minúsculos, le calma la desazón. Piensa que Marcos no ha tenido su suerte. Se merecería un juego limpio, sin cartas en la manga, lejos de ese tira y afloja que es la convivencia con Antonia. Se pregunta cómo puede permanecer tranquilo, casi indiferente, frente a las salidas de tono, los ataques soterrados, la sonrisa que evita dar explicaciones.
Recuerda cómo se conocieron porque Marcos se lo contó con detalle. Hablaba con el entusiasmo de una persona que ha sido rescatada del aislamiento en que vivía. No había una ilusión desbordante en sus palabras, sino la chispa de la curiosidad que se despierta al descubrir a alguien. Eran las ganas de saber, el deseo de verla de nuevo; sentimientos que hacía tiempo que no experimentaba, que sorprendían al hombre escéptico en que se había convertido. Cuando supo las circunstancias del encuentro con Antonia, Dana disimuló su sorpresa. «Es increíble -pensó- cómo la vida juega a repetir las mismas escenas con actores y decorados distintos.» No hizo ningún comentario, porque él no parecía darse cuenta del evidente paralelismo. Si lo veía, actuaba como si fuera una casualidad sin importancia. No se entretenía en analizar ningún hecho que pudiera vincularse con el pasado. Dana se preguntaba qué era lo le había fascinado: ¿la mujer o la situación que estaba viviendo con ella? Pese a la duda, se esforzó por ignorar una posible coincidencia, mientras ejercía de corazón el papel de amiga fiel, que está contenta con la alegría del otro.
Antonia estaba en la sección de libros de unos grandes almacenes. Entre las estanterías, leía las páginas de un volumen, la contracubierta. Marcos se encontraba junto a ella. Inmerso en la búsqueda de un libro, no se fijó en aquella mujer de pelo corto. El rostro era una mezcla entre la gracia de unos rasgos regulares y la insolencia de su expresión. Ella parecía concentrada en la lectura; él estaba buscando un volumen concreto. No le molestaban el ruido de la tienda ni sus propios pensamientos, concentrados en un único objetivo. Le distrajo un hecho. Lo vio sin querer. La intuición nos hace captar escenas que hemos protagonizado nosotros mismos, en otro lugar, en otro tiempo. Ella abrió el bolso con un movimiento rápido. Sin interrumpir la lectura del libro que tenía en la mano izquierda, con la otra mano metió en el bolso algunos volúmenes. Echó a andar sin inmutarse. Se alejó de la sección de libros mientras Marcos la observaba desde lejos.
Un instante antes de que desapareciera de su radio de visión, cuando casi iba a perderla entre la gente, fue tras ella. Se apresuró a encontrar a la mujer que robaba libros y que estaba a punto de perder entre la multitud. Necesitaba hablar con ella, saber cómo se llamaba. Se movió guiado por un impulso que no se paró a analizar. Antonia estaba ya en la salida cuando notó una mano en el hombro. Sin perder la calma, se volvió. Frente a ella, había un hombre que le sonreía. Era alto, atractivo. Tenía los cabellos castaños y una expresión despistada que le hizo pensar que la confundía con alguien. No pensó que formara parte del personal de seguridad de los almacenes, que la hubieran pillado a través de una cámara oculta. Sólo al mirarle lo supo. El desconocido le inspiraba confianza. Él le dijo:
– Creo que tenemos las mismas aficiones.
– ¿A qué te refieres?
– Te he observado. -Sonrió con complicidad-. Creo que te gusta leer.
– Mucho.
– Me llamo Marcos. Estaba pensando en la posibilidad de tomar un café. ¿Me acompañas?
– Tengo prisa.
– Casi todo puede esperar, ¿no crees…?
– Me llamo Antonia. De acuerdo. -Y le sonrió también, atraída por su encanto-. Me apetece tomar algo caliente. Hace frío.
Iniciaron una relación que fue intensa desde el principio. Los dos tenían un carácter fuerte, aunque Marcos sabía dominar mejor los impulsos. Pronto descubrieron el placer de las palabras: como arma de seducción, de convencimiento, de aproximación o de lejanía; convertidas en un acto de amor o de combate. Antonia era arisca, crítica, divertida. Tenía las dosis de mordacidad necesarias para mantenerle siempre en ascuas, en una curiosa tensión que le hacía sentirse vivo. Marcos era un hombre lúcido, que analizaba los hechos antes de juzgarlos, que sabía responder con habilidad a los juegos de Antonia. Había un fondo de acritud en el carácter de la mujer, sus reacciones obedecían a una cierta agresividad hacia el mundo. Marcos actuaba como si no se diera cuenta. Estaba dispuesto a divertirse con ella, pero no a dejarse contagiar sus frustraciones.
Su historia siempre tenía espacios sin escribir, como si cada cual reservara un lugar para la propia individualidad, estableciendo fronteras que el otro no podía cruzar. Tampoco lo pretendían.
«No hace falta compartirlo todo para estar bien con alguien», pensaba Marcos. Había espacios íntimos que no habría querido perder. Vivir le había enseñado que nada es fácil. Las relaciones están hechas de matices que pueden crear abismos. La soledad en compañía es buena, si hay un entendimiento tácito. No hacían falta explicaciones excesivas, ni era necesario justificar sensaciones momentáneas. Antonia resultaba gratificante, cómoda. Él agradecía aquella gimnasia mental a que le obligaba siempre; cuando hablaban del trabajo, de la gente, del mundo. Agradecía también la prudencia con que trataban sus propios sentimientos, como si estuvieran hechos de una materia quebradiza. Procuraban ser leales el uno con el otro, sinceros hasta un cierto límite, comprensivos con las flaquezas que intuían. Cada uno tenía sus propias debilidades: él se encerraba a menudo en un mundo íntimo, del cual ella no le pedía explicaciones. Antonia era posesiva, un poco celosa, pero sabía tomárselo a risa. Guasearse de sí misma le resultaba una buena terapia. Marcos lo valoraba como una manifestación de inteligencia.
Vivían juntos y estaban satisfechos de la vida.
– ¿Eres feliz? -le había preguntado Dana, poco después de que Antonia se instalara en su casa.
– Estoy contento -le había contestado él; no habían vuelto a hablar más de ello.
Alguna noche, las voces subidas de tono de la pareja llegaban hasta la habitación de Gabriele y Dana. La distancia amortiguaba las frases. Iba atenuándolas, de modo que Dana y Gabriele no seguían el hilo de las discusiones. Al principio, ella se preocupó. Habría querido saber si tenían problemas.
– El único problema somos nosotros mismos -le decía Marcos con una sonrisa-. No tienes que angustiarte; nosotros, así, nos divertimos.
Era una relación con pocas dosis de ternura, pero con un grado significativo de complicidad. Poco tranquila, pero muy estimulante. Con el tiempo, todos se acostumbraron a las excentricidades de Antonia, a aquella manera suya de ir por la vida que no admitía actitudes inseguras.
– A mí me gustaría que fuera más vulnerable, más real -le comentaba Dana a Gabriele.
– No eres tú quien tiene que quererlo -le respondía él, que nunca sintió demasiada simpatía por la nueva vecina.
Hoy cenan las dos parejas en el piso. Han traído quesos y vino francés. Han improvisado algunas ensaladas y una carne fría. El ambiente es forzadamente distendido. Carece de la naturalidad de movimientos de otras ocasiones. Como si sus invitados ocultaran un hecho importante, manteniendo un rictus de sonrisa en el rostro. Hacen gestos exagerados que no encajan con la calma jovial de los demás. Antonia siempre ha tenido tendencia a teatralizar sus propios comportamientos. Esta noche se supera; actúa con total falta de sincronía entre los gestos y las palabras. Se percibe un nerviosismo que Dana no acaba de entender. El aire está enrarecido, y la conversación no fluye con facilidad. Gabriele no parece darse cuenta. No es tan suspicaz como ella. Tiene el pensamiento distraído. Está orgulloso de las compras realizadas, de las últimas adquisiciones. Piensa en los detalles de los hallazgos que acaba de encontrar, y se felicita por el éxito. Con una copa de vino en la mano, mira a los vecinos desde una cierta distancia. Hace tiempo, decidió no someterse a los cambios de humor de la mujer que, incomprensiblemente, Marcos eligió para vivir.
Dana percibe la tensión en el ambiente. Le resulta incómodo captarla con absoluta precisión. Contribuye a ponerla nerviosa. Se da cuenta de que Antonia está al acecho. Su actitud le recuerda la de un lebrel que recorre el territorio, que husmea el aire. Marcos tiene la expresión contenida, de hombre ausente. No es capaz de sostener la mirada interrogante de Dana, que busca sus ojos para saber qué sucede. La rehúye. Ella repite el intento, pero se le escapa de nuevo. ¿Dónde está el amigo? Intuye una desconfianza que le recuerda los primeros tiempos romanos. Está desorientada. No encuentra palabras que los distraigan sin descubrir intimidades, sin desvelar secretos. Se imagina una botella que alguien está llenando sin mesura. Meten el vino a chorro. Pronto el líquido rojizo se irá esparciendo por la mesa, manchará los manteles y formará un charco en el suelo. Es una situación que se puede intuir, pero que tiene consecuencias imprevisibles. ¿La bebida que se derrama es un signo de fortuna o de desdicha? No sabría decirlo. Mira las expresiones de sus rostros y respira hondo, sin saber cómo tiene que reaccionar. La única certeza es que, esa noche, Marcos y Antonia ocultan una historia que les preocupa, que podría hacer que aparecieran antiguos pesares.
Mantienen la prudencia hasta que llegan a los postres. Mientras Gabriele cuenta las últimas peripecias para conseguir una colección de broches esmaltados de Masriera, todos actúan como si no hubiera en el mundo nada más importante. Se esfuerzan por escucharle con interés. Dana interrumpe la explicación con comentarios puntuales sobre el vino. Como Marcos presume de ser un experto, le gusta que los demás valoren su buen gusto, la capacidad para depurar la cata. Decidida a ponerle de buen humor, hace apreciaciones entusiastas sobre la bebida, alaba el aroma. Las palabras, dichas con la mejor voluntad, no modifican el aire de ausencia de su rostro. Antonia habla con nerviosismo: pasa de una anécdota a otra con una agilidad prodigiosa. Parece una acróbata de las palabras, capaz de dejar a los demás aturdidos, saturados de frases algo inconexas, enlazadas con una rapidez que, de no ser por la práctica ejercitada durante años, podría dejarla sin aliento.
Dana y Gabriele sirven una bandeja de pasteles de crema. La colocan sobre la mesa, con un gesto que pretende ser natural, pero que resulta artificioso. Como si, sin quererlo, estuvieran participando en ese ridículo espectáculo que no pueden entender. Tienen que reprimir las ganas de indagar qué pasa. En un tono de voz amable, Dana les pregunta cuántas porciones quieren. El postre tiene un color amarillo que, de pronto, le resulta molesto. Piensa que tendría que haber comprado otra cosa, una tarta de nata, o unos profiteroles de chocolate. La vida, esa noche, es una cadena de errores; lo constata con desilusión. De pronto, Antonia se dirige a Marcos. Le habla con dureza, como si las palabras formaran un bloque de cemento sin rendijas de aire para respirar:
– ¿Cuándo te decidirás a contarles lo que nos pasa?
– ¿Cómo? -Marcos vuelve de muy lejos y la mira.
– Habíamos quedado que esta noche hablaríamos de las llamadas telefónicas. No has dicho ni una sola palabra. Querría saber interpretarlo.
– No tienes que esforzarte. Si no digo nada, es porque no me apetece. ¿Lo habías pensado?
– ¿Pensar? Hace días que no hago otra cosa. Esa historia nos hace daño. ¿Te das cuenta?
– ¿Podrías servirme un whisky, Gabriele? -Marcos se dirige a él haciendo un gesto de cansancio.
– Naturalmente -contesta el otro, que parece haberse despertado en ese instante. Pone cara de extrañeza y mira a Dana, preguntándole con la mirada de qué están hablando. Tiene la sensación de haberse perdido una parte de la película.
– No cambies de tema. Sabes que no puedo soportar las evasivas -dice Antonia.
– Creo que estás muy tensa. ¿Te apetece una infusión? ¿Tila, quizá? -Dana pretende ser conciliadora.
– No quiero tomar nada. Mis nervios están perfectamente, gracias. No… no estoy bien. -La voz le flaquea-. Queríamos contaros lo que nos pasa. La verdad es que no vivimos un buen momento. Ha sucedido algo que me desborda. Marcos no quiere hablar de ello. Se pasa las horas ausente, sin reaccionar. Querría ayudarle, pero no me lo permite.
– ¿Qué os pasa? -Dana intenta mantener la serenidad-. Creía que estabais bien.
– Lo estábamos -se apresura a responder Antonia-, hasta que Marcos recibió esa llamada. Hará unos quince días. No lo sé con exactitud, porque no me lo contó. ¿Cómo se puede esconder un descubrimiento así a tu pareja?
– ¿Qué descubrió? -pregunta Gabriele, interesado en la historia.
– Le llamó una psicóloga. Le dijo su nombre y le contó que estaba tratando de ayudar a una persona a reconstruir su vida. -Hace una pausa-. ¡Como si eso fuera tan sencillo! Le dijo que necesitaba su ayuda. Él la escuchó y no me dijo ni una palabra.
– No acabo de entender qué significado tiene esa llamada. Si no te habló de ello, no sería muy importante. -Dana se esfuerza en poner paz.
– ¿Era importante? -Hay rabia en la voz de Antonia-. ¡Respóndeme! ¿Lo veis? Calla como un muerto. La segunda vez que llamó, yo estaba en casa. La escuché, sin imaginarme qué iba a decirme.
– ¿Y qué te dijo? ¿Qué puede ser tan terrible? -En la voz de Gabriele, harto de las estridencias de la mujer, se esconde un toque de ironía.
– Me dijo que era la psicóloga de Mónica.
– ¿De quién? -Dana cree que no ha entendido bien el nombre. O, en todo caso, que se refiere a otra persona.
– Mónica está viva. Él lo sabía y no me había dicho nada.
– ¿Viva? -Dana pronuncia la palabra en un tono balbuceante, como el de un niño que no entiende las cosas, que se siente perdido-. ¿Cómo es posible? -se pregunta.
Mira a Marcos buscando respuesta, pero no la hay. Parece concentrado en la copa que sostiene entre las manos. «No puede ser -se dice-. Hace muchos años que murió, me lo contó él mismo, cuando compartíamos la desesperanza. ¡Qué broma más absurda!»
En ese momento, siente rabia contra Antonia, un sentimiento que sube del estómago hasta la boca. Está segura de que delira. Es una mujer exagerada, capaz de mentir para llamar la atención. Piensa que tiene que decir alguna frase contundente que sirva para poner las cosas en su lugar, que cierre el tema. Respira honda y exclama:
– Eso es imposible: los muertos están muertos. No quieras hacernos creer historias absurdas. -Hay un punto de terquedad en sus palabras, una voluntad inconsciente de proteger a Marcos, de salvarle de la posibilidad de que el pasado vuelva a abrirse como un abismo.
En ese momento, Gabriele interviene en la conversación. Es el único que no ha perdido la calma:
– ¿Es cierto? ¿Mónica no está muerta?
Los minutos transcurren con lentitud. Dana se da cuenta de que le tiemblan las manos. Hacía años que no percibía ese temblor, leve como el aleteo de un pájaro, imperceptible a los ojos de los demás, presente para recordarle su propia vulnerabilidad.
– Sí, es cierto. -La respuesta de Marcos es un murmullo.
– ¿Y qué piensas hacer? -Gabriele pregunta con suavidad, mientras Dana tiene la impresión de que el mundo se tambalea.
– Nada. No liare nada. Para mí, todo continúa como antes: hace nueve años, ocho meses y siete días que mi mujer se murió.
Se hace el silencio, pero hay muchas maneras de callar. Alguien puede enmudecer debido a la sorpresa. Es el caso de Gabriele, que no sabe qué puede decir, pero que mantiene las ideas claras, el pensamiento frío. También nos puede acallar el pánico. Dana tiene miedo. El miedo que creía vencido, abandonado en un papel en el Pasquino, vuelve para demostrarle que todo es incierto. La rabia a menudo deja sin palabras: Antonia siente que cien diablos le golpean el pecho. La ausencia va de la mano de la mudez. Como Marcos está lejos, no dice ni una palabra.
Podría haber sido una noche como otra cualquiera, una cena con vino y conversaciones. Se habrían divertido con los comentarios inteligentes de Marcos, con la mordacidad algo malévola de Antonia. Se habrían reído con las anécdotas de Gabriele y los chismes de Dana. Hubiera habido un breve espacio para las confidencias, cuando el alcohol les hubiera hecho efecto, porque ninguno de ellos es demasiado aficionado a confesar las debilidades del corazón. La sobremesa habría sido plácida. Una repetición de otras muchas escenas que constituían la vida cotidiana, la existencia alejada de inesperados sobresaltos. Se miran sin decir una sola frase que les sirva de consuelo. Cada uno interroga a los demás con la mirada, como si esperase unas palabras para aligerar el ambiente de tensión, pero no son capaces de mantener la compostura. El silencio es una forma de protección. Si hablaran, las emociones podrían desbordarse. Temen los llantos, los gritos, los reproches.
Cuando suena el teléfono, respiran casi al unísono. El sonido del timbre, que les resulta familiar, aporta un aire de normalidad. Gabriele se apresura a contestar. Satisfecho de tener una excusa para abandonar la compañía de los otros, sale al pasillo. Sus palabras, pronunciadas en un tono discreto, no los distraen. Están demasiado concentrados en sus propias obsesiones. Antonia mantiene el rostro oculto entre los brazos, incapaz de resistir los nervios. Dana pone una mano sobre el hombro de Marcos, que no reacciona. No se dan cuenta del cambio de actitud de Gabriele. Se ha apoyado en la pared, como si las piernas le fallaran. El rostro que no ven está lívido; tiene una tonalidad grisácea. Las palabras le salen entrecortadas; hace preguntas rápidas que alguien responde desde el otro extremo del hilo telefónico. El tampoco cuenta nada cuando entra en el salón. Los mira. No son necesarias las explicaciones, porque no hay preguntas. No les dice que era Matilde, que los llama desde la pensión para advertirles de que Ignacio está en Roma.
Hay ciudades que son escondrijos donde meternos cuando soplan malos vientos. Cuando Marcos y Antonia se van, Dana se queda sentada en el sofá, incapaz de decir nada. No ha asimilado la noticia que acaban de recibir. Tiene una sensación de fragilidad que resulta incómoda. Hace años que vive una existencia en la que cada pieza encaja en el lugar que le corresponde. No hay espacio para las sorpresas que transforman el esquema de su vida. En la puerta, mientras despedía a Marcos y a Antonia, ha intentado mostrar una sonrisa conciliadora. Pretendía transmitirles que no tenían que preocuparse, porque probablemente hubiera una confusión de identidad. Deben de ser víctimas de un absurdo malentendido. Mónica se fue muriendo muy lentamente en el corazón de Marcos. No era posible resucitarla cuando su amigo había aprendido a vivir con su ausencia. Una burla del destino para Antonia, para el hombre que querría proteger, incluso para sí misma. El olvido de su propio pasado va unido al olvido de Marcos. Los dos protagonizaron junto al Pasquino un ritual para borrarlo, una noche que parece muy lejana.
Mientras tanto, Gabriele se mueve por el piso. Deshace su equipaje, cuelga la americana en el armario. El hombre seguro de sí mismo se siente indeciso. Cuesta mucho reconocer que las cosas no son como quisiéramos. Se pregunta si tiene que decirle a Dana que Ignacio está en Roma. Quizá ella tiene derecho a saberlo. Pero ¿y él? ¿No es suya la responsabilidad de protegerla, de salvarla de un personaje que la destruyó? Tiene buena memoria. Se acuerda de la mujer que conoció hace diez años, desvalida. La ama con una pasión que nunca podría haber imaginado. Son felices en un mundo que tienen que preservar de estúpidos intrusos. Ignacio ha venido a despertar viejos fantasmas, pero él no se lo permitirá. Desde la habitación, levanta la voz y pregunta:
– ¿Recuerdas mi próximo viaje?
– Sí. -Ella hace un esfuerzo para controlar su mente-. Te vas pasado mañana.
– Se me acaba de ocurrir una idea.
– ¿Una buena idea?
– Estamos agobiados. No creo que te convenga soportar las histerias de Antonia durante los próximos días. Además, te noto cansada. ¿Por qué no adelanto la partida y salimos mañana mismo?
– Es cierto, he trabajado mucho estos últimos meses. Me convendría un viaje.
– Ferrara es una ciudad deliciosa. Nos podemos perder por sus calles tres o cuatro días, amor mío.
– Sí. -Dana vuelve a sonreír como antes-. Has tenido una gran idea. Llamaré al trabajo.
A la mañana siguiente cogen un vuelo con destino a Venecia. Después, un taxi hacia Ferrara. A la ciudad de la tierra y del agua, que nació en el delta del río Po, se llega tras recorrer un centenar de kilómetros. El campo tiene unas tonalidades verdes que le recuerdan las de Mallorca. Es un paisaje agrícola, con casas bajas, tierras de cultivo. De vez en cuando, el rojo de las amapolas. Es una ciudad tranquila, con calles adoquinadas. Nueve kilómetros de murallas renacentistas rodean su perímetro. Han reservado habitación en el hotel Duchessa Isabella. Lleva el nombre de Isabella d'Este, la hermana de Alfonso I, casado con Lucrecia Borgia. Los dos hermanos, refinados y cultos, competían por el arte. Eran grandes coleccionistas de pintura, mecenas de los mejores artistas de la época. El encanto de ese lugar quizá esté en la mezcla de arquitectura medieval y renacentista. El palazzo Massari tiene los jardines más bellos de Ferrara, el palazzo dei Diamanti está recubierto de piedras talladas como diamantes. Cuenta la leyenda que, entre los miles de diamantes de piedra, hay uno auténtico. Tiene las aristas relucientes y un valor incalculable. Está oculto en medio de las otras piedras, en un saliente de la fachada. Al obrero que lo escondió le sacaron los ojos para que no pudiera desvelar el secreto:
– ¡Pobre hombre! -murmura Dana-. ¿No habría sido suficiente con hacerle jurar que nunca descubriría el escondrijo?
– Hay secretos que no se pueden decir. Revelarlos supondría un peligro. -Gabriele tiene un aspecto serio.
– ¿De qué hablas, amor mío? Me refería a una simple leyenda.
– Claro. Yo también.
Están en el comedor del jardín del hotel. Es un lugar alegre, con el suelo cubierto de césped. Hay macetas con geranios rosados y petunias casi rojas. Debajo de las sombrillas blancas se distribuyen las mesas. El ambiente es de una placidez que calma las desazones. Dana está contenta de haberse decidido a acompañarle. Le gustan los salones de ese palacete convertido en hotel. Los techos son de madera, ricos, ampulosos, las cortinas de telas pesadas, pero el aire juega con la luz de la mañana. Cada una de las habitaciones tiene el nombre de una flor: la suya se llama campanile. Está decorada con una profusión de azul celeste y muebles con encanto. La llave de la puerta es una enorme llave de hierro, que casi parece una espada en la mano de Dana.
Hace meses que Gabriele ha programado ese viaje. Durante mucho tiempo, ha seguido la pista de un cuadro. Sus contactos han tenido que moverse por muchos lugares de Italia, en una búsqueda que a menudo parecía condenada al fracaso. Hay piezas de arte que son como tesoros ocultos en un rincón de la tierra. Pasan los siglos y nadie perturba su calma. En algún momento, ha llegado a creer que no lo lograría. Como es un hombre perseverante, no ha dejado ningún cabo suelto. Las investigaciones le han llevado hasta Ferrara, a un palacio privado, la casa de Pandolfo Ariosto. Está en la via del Carbone, número 15. Allí, quizá se encuentra un cuadro de la escuela de Cosme Tura, un pintor del siglo XV, cuya obra se ha perdido casi en su totalidad. En la catedral, hay un órgano policromado con unas bellas representaciones de san Jorge y la princesa, y también de la anunciación pintadas por él. En la pinacoteca de la ciudad se conservan dos paneles redondos que debieron de formar parte de una obra más amplia. Representan los últimos días de la vida de san Maurelio. En la National Gallery de Londres hay dos pinturas de Tura, el altar Roverella y La Primavera. El resto no existe, se ha fundido en el aire, ha desaparecido. Si el cuadro que él busca pertenece a la escuela ferraresa, sería un gran éxito conseguirlo. En algún instante de locura, cuando los sueños adquieren alas, Gabriele ha ido más lejos: tal vez la pintura de la que tiene noticias, probablemente una Virgen María con el niño en brazos, sea del mismo Tura. Habría hecho un hallazgo de un valor artístico incalculable. Imaginarlo le hace estremecer de emoción, porque despierta esa curiosidad por la belleza que constituye su vida.
Faltan pocos días para la cita de Gabriele en la casa de Pandolfo Ariosto. No la espera con impaciencia. La vida juega con nosotros y altera el orden de nuestras prioridades. En la agenda, había puesto un círculo rojo en la fecha del encuentro. Pensaba en el momento de ver el cuadro, calculaba las palabras que tenía que decir a sus propietarios; palabras prudentes y mesuradas a la vez, expresiones que no desvelaran el afán de saber, las sospechas que guardaba celosamente, sin osar formularlas en voz alta. Desde que han llegado, querría que el tiempo se detuviera. Lo único que le importa son los paseos por el camino que recorre las murallas de la ciudad. Hay chopos de hojas muy verdes, donde la impaciencia se calma y los miedos desaparecen. Sin desearlo, quién sabe si empujado por el temor a perderla, Gabriele actúa como si el mundo se acabara en Ferrara. El encanto de su actitud y de su sonrisa, las palabras amables que sedujeron a Dana vuelven con más fuerza. Ella se siente feliz. Alejados los fantasmas que despertó Antonia, se mueve en un terreno seguro, en llanuras gratas donde todo acontece con una suavidad de terciopelo.
Caminan despacio, las manos enlazadas. Se sientan en uno de los bancos que hay a lo largo del paseo. Parejas en bicicleta pasan por su lado. Ella apoya la cabeza sobre las rodillas de Gabriele. Es una situación que ha repetido muchas veces, que le gusta recuperar. Los dedos de él se pierden entre los rizos que le caen sobre el rostro. En Ferrara no hay montañas. Aunque miren a lo lejos, no encontrarán ninguna cordillera. Pueden intuirse los montes Euganeos, donde vivió Petrarca. Como el poeta que bendecía el año, el mes, el día y la hora en que conoció a Laura, también Gabriele agradece el momento que la encontró. Todas las mañanas, al despertar, pide a los dioses que esté a su lado. Cuando ella se despierta, le descubre mirándola.
Todas las tardes, cuando vuelven al hotel, pasan por la via Borso. Gabriele conduce hasta el cementerio, donde hay algunos puestos de venta de flores; le compra a Dana una rosa roja. Lucrecia Borgia fue enterrada en el monasterio del Corpus Domini, pero no se sabe exactamente dónde reposa. Los muertos que tuvieron una vida de excesos nunca descansan en paz; añoran demasiado lo que han perdido. La gente cuenta que hubo un incendio. Las llamas devastaron el monasterio. Todo quedó destruido. Tuvieron que cambiar la disposición de las tumbas. Desde entonces, nadie sabe dónde están los despojos de Lucrecia. En la piazza Savonarola hay una escultura del monje que murió quemado. Cerca, se encuentran cafés y pastelerías. Se sientan. Hablan de pequeñas historias que les gusta compartir. Comen pampepati, pasteles hechos de harina, almendras y miel, rellenos de fruta confitada y cubiertos de chocolate.
Hay amores que hemos incorporado a nuestra existencia. Nos son imprescindibles, como el aire que respiramos o el agua que bebemos. No queremos que nada los amenace. Gabriele se pregunta qué haría sin el aire. Dana le es tan elemental como el aire que respira para poder seguir vivo. Se pregunta cómo sería su existencia sin los creadores que le enseñaron a valorar desde que era un niño. Ella es la belleza del arte que se mueve, que ríe, que habla. La abraza sobre el puente del castillo, desde donde se ve la iglesia de San Giuliano. Vuelve a abrazarla en la plaza porticada del mercado, que da a la via Garibaldi, junto a la catedral que es de mármol blanco y rosa. El mármol rosáceo traído de Verona llena de luz el edificio, les ilumina los cuerpos cuando se buscan. Es grato encontrar el olor conocido, sentirla próxima. En el barrio judío, las casas son altas. Como era un espacio condenado a no crecer, los edificios se elevaban hacia el cielo. Hay algunos que pertenecen todavía a judíos y se los alquilan a estudiantes. Querría proponerle que se instalasen en una de esas casas, en Ferrara. Pasar allí los días, muy lejos de Roma.
Hay una vida tranquila, hecha de momentos que van encadenándose. Transcurre con la convicción de que las emociones encuentran la respuesta de otras emociones. Hay una vida desasosegada, donde todo se pone en duda. La primera nos evoca ese tiempo dorado, cuando creíamos que nunca nos moriríamos. La segunda nos descubre que la muerte está detrás de la esquina. La muerte significa la desaparición, el olvido o la pérdida. Gabriele habría dado la vida por no perder a Dana. Hay frases que suenan a tópico, que se dicen para quedar bien. Hay otras que ocultan la verdad más secreta. Ella le pregunta:
– ¿Podré acompañarte a tu cita?
– Discúlpame, amor, ¿qué decías? Estaba distraído.
– Me gustaría acompañarte a ver el cuadro, compartir contigo el momento de saber si es una obra de Tura.
– ¿El cuadro? No lo creerás, pero ya no me parece tan importante.
– Hace meses que hablas de él. ¿Qué te pasa? ¿Dónde está el hombre apasionado por el arte a punto de alcanzar la obra que tanto ha perseguido?
– Es verdad… Es una pieza que he buscado como en un juego. Claro que me haría feliz. Por cierto, ¿qué te parece si prolongamos unos días nuestra estancia en este rincón del paraíso?
– Perfecto, pero ese juego del que hablas es tu vida.
– Te equivocas. Mi vida eres tú.
Le sonríe, halagada por unas palabras que interpreta como un cumplido amoroso. Le gusta su delicadeza, la seguridad que sabe transmitirle. No vuelve a pensar en ello. Se acordará más adelante, cuando ya no estén en Ferrara, cuando la vida se precipite y los coja desprevenidos. Habitan un universo de petunias, una habitación en un palacete lleno de encanto, los paseos por las murallas de la ciudad. Ella no desea otras historias. No le apetece averiguar el futuro, que se imagina como la continuación perfecta de un presente hecho de pórticos con cafés, plazas y bicicletas.
De vez en cuando, suena el móvil de Gabriele. Ocurre cuando desayunan en un saloncito del hotel Duchessa Isabella. Las puertas son doradas y blancas. En las ventanas, cortinas de rayas azules, recogidas con una lazada para que entre la luz. En un extremo hay una barra de madera, coronada por un bodegón. En la pintura, una combinación curiosa de flores, frutas y piezas de caza. La comida es casera. Hay pasteles, confituras, embutidos y quesos. Cuando suena el móvil, Gabriele se aleja. Le dice que no hay cobertura, que tiene que atender una llamada de negocios. La voz de Matilde le recuerda que Ignacio continúa la búsqueda. Le informa todas las mañanas, con la certeza de que cumple un deber ineludible. Le describe los pasos que ese hombre loco -como le denomina- da por la ciudad. Le recomienda que no se preocupe, asegurándole que hará todo lo posible para disuadirle de la presencia de Dana en Roma. Le recomienda que prolongue la estancia en Ferrara unos días más y que, sobre todo, no le diga a ella una sola palabra. Entre los dos, Matilde está segura, conseguirán protegerla del regreso del fantasma.
Ignacio pulula por las calles de Roma. Parece una alma en pena, un desenterrado en vida que no sabe adonde ir. Tiene momentos de desaliento, cuando la pista desaparece ante sus ojos. Y otros momentos de esperanza, alimentados por la sensación intangible de que sigue el rastro correcto. Intuye que está en un entorno hostil: las personas que encuentra le contestan con evasivas. En los lugares que visita, nunca halla respuesta. A veces, la indiferencia; a menudo, una voluntad clara de cerrarle las puertas. Decidió instalarse en la pensión. Creía que desde ese lugar le sería más fácil encontrarla. La presencia de Matilde, que estuvo amable desde el primer momento, le resulta desagradable.
Juraría que se ha propuesto complicarle la vida. No dispone de pruebas, pero es perspicaz. Se da cuenta de que le observa con una antipatía evidente. Afirmaría que oculta un rechazo hacia su persona, unas ganas de perderle de vista que no hace explícitas, pero que tampoco se esfuerza en disimular.
Todas las mañanas se encuentran en el comedor. Ella nunca ha hecho ningún gesto para invitarle a sentarse a su mesa. Tampoco ha aceptado la invitación de Ignacio. Es como si viera al diablo. Inclina la cabeza, en un saludo forzado, y se aleja. No han mantenido ninguna conversación. Alguna vez ha intentado aproximarse, pero se ha echado atrás debido a la actitud de Matilde que lo hace sentir ridículo. Vencido por su mutismo, ha mirado de nuevo las tarjetas que había en la cartera. Son direcciones de tiendas de antigüedades. Pertenecen a Gabriele Piletti, el hombre del aeropuerto. En cada una de las tiendas ha tenido la extraña sensación de que le estaban esperando. Con un trato correcto pero distante, el empleado de turno le ha repetido el mismo mensaje:
– El señor no está en Roma. Viaja mucho y es difícil localizarle. No podemos decirle nada más. Si quiere dejar un teléfono de contacto, le comunicaremos al señor Piletti su interés por encontrarlo. De todas maneras, tiene una agenda complicada. No será fácil concertar una cita en los próximos meses.
Al cuarto día de su llegada está desanimado. Después del impulso que le ha llevado a perseguir una fotografía, se pregunta si está actuando como un loco. Ha interrumpido su vida para buscar a una mujer que debe de haberle olvidado, a quien no sabe si sabría reconocer. Las personas cambian con los años. Se transforman los cuerpos, pero no las formas de ser, las reacciones; los deseos experimentan metamorfosis más profundas. La vida juega a moldear pensamientos y rostros. ¿Qué está haciendo él en una pensión? ¿Qué sentido tienen las evasivas con las que justifica a Marta su ausencia? Nunca habría creído que fuera posible que se sorprendiera a sí mismo. No es un hombre irreflexivo. No se reconoce en la persona estúpida que cambió de vuelo porque los recuerdos le asaltaron con un ímpetu salvaje. Una simple fotografía fue suficiente para comprender que todavía la recordaba. Podía evocar su cuerpo, los gestos que amaba, la sonrisa que dejó escapar. Daría la vida que le queda por vivir si pudiera escribir de nuevo su historia. El pasado no tiene remedio. No hay soluciones mágicas que sirvan para cambiarlo. Nadie puede inventarlo otra vez.
Sentado en la sala de la pensión, con el rostro entre las manos, se siente agotado. Ignora qué caminos puede recorrer. Esta huida le ha servido para comprender que ha vivido una comedia de imbéciles en la que él es el mayor imbécil. Se levanta con un gesto de desaliento y se dirige a la habitación. Intuye que volverá al mismo escenario, que ocupará el lugar que le corresponde en un teatro absurdo. Llena la maleta con las prendas de ropa que recoge de la mesita, de la silla. Hay un lío de pantalones y camisas. Todo es caótico, confuso. Mira por la ventana que da a las calles romanas. Habría querido preguntarle por qué eligió Roma, pero se imagina que no tendrá ocasión. Coge la maleta y sale al pasillo, justo después de hacer una reserva telefónica para el próximo vuelo a Barcelona. No puede soportar continuar un solo minuto más en ese lugar. Paga la cuenta sin dar explicaciones, con el rostro marcado por unos días de vorágine. Cuando está a punto de marcharse, se abre la puerta y aparece Matilde. Lleva una falda que le parece ridícula, los cabellos teñidos de rubio. Se miran con un odio que no acaba de entender, pero cuya causa ha renunciado a averiguar. Ella ve la maleta. No puede evitar preguntarle:
– ¿Se va?
– Sí, ya no tengo demasiadas cosas que buscar en esta ciudad.
– Es lo mejor que puede hacer. Buen viaje.
– ¿Por qué es lo mejor?
– Usted lo ha dicho: ha terminado sus asuntos en Roma.
– Sí, claro.
Ignacio se da la vuelta, se inclina para recoger el equipaje y se dispone a salir. Necesita respirar el aire de la calle. Matilde pasa por su lado, hacia su habitación. Unas breves palabras se escapan de sus labios. Son casi inaudibles, como un rumor que puede confundirse con el viento. Dice:
– Sí, lo mejor que puedes hacer es dejarla tranquila.
El cuerpo del hombre se pone tenso. Su corazón palpita, desacompasado. Está seguro de haberla oído perfectamente. Levanta los ojos, y sonríe. No cogerá el avión. Lo único que tiene que hacer es no perder la paciencia.
La familia que vive en la casa de Pandolfo Ariosto pertenece a una rama lateral de la familia de Ludovico Ariosto, el autor del Orlando furioso. La casa es de piedra, de color de barro cocido. Las ventanas tienen molduras también color de barro. Hay un balcón con flores lilas. Gabriele ha considerado que era mejor presentarse solo. Es una reunión delicada, que no tiene que confundirse con una visita de cortesía. Dana le espera en un bar. Se toma un café, mientras recuerda la leyenda del mago Chiozzino. La noche anterior, un hombre con quien coincidieron en el restaurante se la contó: el mago Chiozzino, que era un ingeniero hidráulico con alma de científico, hizo un pacto con el diablo. Como Fausto, le pidió juventud, belleza e inteligencia. Quería escapar a la condena de tener que envejecer. El demonio se llamaba Fedele Magrino, porque estaba muy delgado. Pasaron los años. El protagonista vivió una vida de placeres, de desorden. Aun así, no podía aceptar la idea de estar condenado. A medida que transcurrían los días, el pensamiento de la muerte le perseguía, obsesionándole, hasta que decidió burlar al diablo y buscar la protección de Dios.
Desde donde se encuentra, contempla a Gabriele, que regresa. En otras circunstancias, habría sido capaz de adivinar el resultado de la búsqueda. Observa su forma de andar, la inclinación de la espalda, pero no se atreve a pronunciarse. Él tiene una actitud que la despista. No parece especialmente eufórico, ni tampoco demasiado decepcionado. Acostumbrada a verle exteriorizar los sentimientos, se extraña. Le pregunta:
– ¿Cómo ha ido? ¿Puede ser una obra de Tura?
– No sabría decirlo.
– Tienes que hacerla analizar por expertos.
– No me parece un cuadro de Tura. Ni siquiera de la escuela ferraresa. Creo que me he equivocado. Hemos perseguido una pista falsa.
– Lo siento mucho, pero no tienes que entristecerte. -Intenta bromear-. El mundo está lleno de magníficas obras de arte que están esperándote.
– En realidad, sólo me interesa que me esperes tú.
– Estás cansado. Mira, lo he estado pensando. Podríamos quedarnos todavía algunos días más. No tenemos que dejar Ferrara con la sensación de que has vivido un fracaso.
El rostro de él se ilumina.
– Nada me haría más feliz.
En ese momento, suena el móvil de Gabriele. Es una llamada de Roma: el abuelo está muy enfermo. Piensa en el hombre que le ha querido más que a su propio hijo. Recuerda el rostro demacrado, sólo piel cubriéndole el cráneo. Evoca sus palabras cuando le contaba que el arte nos salva de una vida vulgar. Le debe el ser quien es. Su amor incondicional le ha abierto las puertas del mundo, pero, sobre todo, le ha hecho sentirse un hombre querido, seguro. Tiene que agradecerle tantas cosas que se entristece cuando piensa que está a punto de perderle. Es un hombre mayor, que anda con dificultad, pero que tiene la mente clara, el espíritu lúcido. La vejez no ha podido vencerle. Ni siquiera la muerte. «La muerte no se lleva al abuelo -piensa Gabriele-, sino que es él quien ha decidido morirse.»
Durante el camino de vuelta, Dana recuerda a Fedele Magrino, burlado por el hombre a quien dio los mejores regalos de la tierra. Chiozzino intentó despistarle. Corrió hacia la iglesia de Santo Domingo, donde sabía que podía refugiarse. El demonio le persiguió, desesperado. Intentaba detenerle, recordarle el viejo pacto. Con la misma intensidad, la mano de Gabriele coge su brazo, mientras regresan para acompañar al abuelo en el último viaje. Fedele casi lo consiguió. Llegó a tocar la espalda del fugitivo, cuando éste entraba en terreno sagrado. El diablo no tiene nada que hacer en los territorios de Cristo y tuvo que marcharse, vencido. En el suelo, imborrable, dejó la marca de un macho cabrío. Los dedos de Gabriele le han dejado una señal en el brazo. El tiempo hará que desaparezca, pero ella recordará siempre el tacto, la presión insistente.
Llegan a Roma cuando nace el alba. Es una luz triste. Hay desolación en el ambiente, porque siempre miramos el mundo desde nuestro estado de ánimo. La realidad exterior no nos cambia el paisaje del corazón. La ciudad aparece desdibujada. Todo es tenue. Dicen que las sensaciones se contagian. Cuando alguien a quien amamos sufre, podemos percibir su rastro. Experimentar su dolor, convertido en propio. No sabemos si lo deseábamos así, pero no hemos podido evitarlo. La pena, como un jersey del otro que hemos encontrado en el cajón del armario, ocupa un espacio entre las cosas que nos pertenecen. Gabriele no ha hablado mucho durante el trayecto. Ha pronunciado las frases justas para no parecer descortés. Ha adivinado su tristeza. El hombre seguro se ha convertido en un niño huérfano. Hay metamorfosis difíciles de creer. Se producen con una facilidad prodigiosa, cuando menos las esperábamos. Acostumbrarnos es un proceso que no se completa en unos kilómetros de viaje, por muchos que sean. De reojo, puede percibir el ademán serio, un rictus de pena en sus labios. Intuir la muerte produce efectos curiosos: desencaja las facciones, cambia la tonalidad de la piel, disminuye el dominio de los movimientos. Intenta hacerlo hablar:
– Se recuperará. Es un hombre fuerte.
– No. Sé que tiene una fortaleza inusual para su edad. Pero le conozco bien: ha decidido morirse.
– ¿Cómo puedes decir esas cosas? Las personas no deciden cuándo se tienen que morir. Ni siquiera alguien tan poderoso como él. ¿Quieres que piense que le tienes tan mitificado como para llegar a creerlo?
– No se trata de mitificaciones. Comprendo que te sorprenda lo que digo. El abuelo hace tiempo que está enfermo. Todos lo sabíamos, y los médicos nos anunciaron que no había nada que hacer. Decían que tan sólo teníamos que esperar a que le llegara la hora. No nos los creímos nunca, precisamente porque le conocemos. Como es un luchador, ha intentado combatir la enfermedad, hasta que ha considerado que era suficiente. Es una cuestión de dignidad. Sabe retirarse antes de la derrota definitiva.
– Me cuesta entenderlo. En apariencia, hacía una vida absolutamente normal.
– Claro. No ha querido renunciar a sus pequeños placeres, hasta que se ha dado cuenta de que ya no le producían la misma satisfacción.
– Continuaba visitando las tiendas, hablaba con los encargados. Se interesaba por las piezas que acababas de adquirir.
– No quería controlar nada. Puedes creerme: confiaba plenamente en mí. Pero era incapaz de pasar de largo ante una nueva adquisición. La curiosidad vencía el dolor. Hay personas que nos dejan una herencia especial, increíble. Lo he pensado, durante el viaje. No me refiero a bienes materiales, sino a las sensaciones que han sabido transmitirnos toda la vida. Como son generosas, no permiten que la muerte se las lleve consigo. Constituyen el legado que pervivirá en nosotros. Nunca olvidaré al abuelo, porque su entusiasmo por la belleza continuará en mí. También la mezcla de placer y dolor que experimentamos ante un cuadro, una escultura, un grabado, piezas que nos hacen creer que el ser humano no puede ser miserable. Si es capaz de crear objetos tan bellos, tiene que llevar bienes divinos en algún rincón del corazón. Eso nos diferencia de los animales: no sólo la capacidad de crear belleza, sino también la de percibirla. Tenemos el privilegio de experimentar la emoción. Quien no se conmueve con el arte es una criatura débil, un ser insignificante.
– Me gusta escucharte.
– A mí me encanta hablarte. Hace poco, me dijo que quiere ser enterrado en la cripta familiar. Nada de crematorios ni cenizas, insistió. Y a mí me pareció bien.
– ¿En serio? Dicen que es mucho más higiénico que te quemen.
– No nos hace falta la higiene a la hora de la muerte. Es un derecho que tenemos desde que existimos: poder volver a la tierra, conseguir que nuestro cuerpo se confunda con ella, despacio, hasta que sólo seamos un poco de polvo donde crece la hierba, quién sabe si un árbol. En cualquier caso, una nueva vida. Las cenizas, en cambio, siempre son el anuncio de un final definitivo.
Se dirigen a la via della Lupa. La casa tiene la fachada de piedra gabina. Su origen volcánico da al edificio un tono grisáceo, sobre el que destaca la superposición de una pintura ocre, casi dorada en las primeras horas de la mañana. Al comienzo de la calle, hay una baldosa de cerámica con la imagen de una Madonna. Hace una ligera brisa, que no es signo de bienestar, sino presagio de tempestades. Lo piensa Dana, que no puede evitar estremecerse, al atravesar la puerta del pequeño palacio. Querían quedarse unos días más en Ferrara, pero la noticia ha precipitado el regreso. Sin saber la causa, intuye que Gabriele ha vuelto en contra de sus deseos. Se imagina que no quiere enfrentarse a la dureza de la pérdida, pero hay algo más que desconoce. Puede notarlo en el ambiente, en sus ojos. Roma, que siempre fue hospitalaria, los recibe con hostilidad.
¿Son imaginaciones suyas? Quién sabe si la tristeza no está en el ambiente, sino en sí mismos. «¿Qué nos pasa? -se pregunta-. Es como si llevásemos con nosotros un secreto. Conozco a mi pareja, pero hoy tengo la certeza de que me oculta algo.»
Se ha sentido obligado a volver. La rapidez de los acontecimientos y el golpe que supone la noticia le han impedido reaccionar. Ha tenido que limitarse a cumplir con los deberes familiares, como le dicta la razón, mientras ahoga los argumentos del corazón que le impulsan a irse muy lejos. Padece una mezcla de sensaciones contradictorias: el deseo de irse con la mujer que ama, junto a la necesidad de estar junto a un viejo que se apaga, como una lámpara de aceite en un momento inoportuno. Cuando cruzan la puerta, coge los dedos de Dana entre los suyos. La mujer tiene las manos de pájaro. El pánico le domina. Siente un miedo primitivo, que tiene que esforzarse para contener. Es el pánico elemental de perder a los seres a quienes queremos, en este caso, el abuelo, que ha decidido morirse. Pero también Dana, que no sabe cómo reaccionará cuando le diga que, desde hace días, Ignacio recorre Roma buscándola. Hay fantasmas que siempre vuelven, aunque creamos que los habíamos matado.
Alguien del servicio les abre. Dejan atrás la entrada principal, llena de murales del cinquecento, mientras suben la escalera de mármol que conduce al piso superior, hasta la habitación donde descansa el abuelo. El artesonado de madera del techo dibuja un entramado de hojas. Gabriele se lo sabe de memoria, aunque le parece que las formas vegetales han padecido una terrible mutación. Las siluetas arbóreas han sido sustituidas por criaturas que surgen de los abismos marinos y por medusas de largas cabelleras que amenazan devorarlos. No se lo dice a Dana; quiere evitar contagiarle la inseguridad.
El pasillo es largo. Hay puertas a ambos lados y están todas cerradas. Situados en lugares estratégicos, rinconeras, espejos, cuadros. Los rostros de algunas generaciones de los Piletti les salen al encuentro. Se podría hacer un inventario de los rasgos que se repiten: la curva de la nariz pronunciada, los pómulos altos, los perfiles ariscos; un aire de dignidad o de distancia que va repitiéndose en los diferentes personajes. Gabriele conoce los muebles. Sabe la historia general y la historia más cercana. La primera es la de su procedencia, la época a la que pertenecen, el lugar de donde provienen. La segunda es la que los vincula a la familia. Cada objeto representa una parte del pasado que le acerca al abuelo. Cuando era un niño, le hacía apreciar el tacto de las maderas, la delicadeza de la policromía, el trabajo de los metales. Le enseñaba a fijar su atención en un detalle, a valorar el trabajo de los artesanos. Pasan de largo por las cosas que el abuelo quiere, pero que no podrá llevarse consigo. Gabriele lo piensa con tristeza. Todo lo que ha escogido se quedará en el mundo cuando él lo abandone. Los objetos que ha tocado tantas veces, que conservan la huella de sus manos. Los enseres se convertirán en bagatelas, porque el alma del abuelo no volverá a reflejarse en ellos.
– Las cosas son bellas porque la mirada sabe captar su encanto. Nuestros ojos, cuando las admiran, dan la dimensión exacta de su belleza. Si no las sabemos contemplar, ¿qué importancia tiene que sean bellas? -le había oído decir a menudo. Ahora lo entiende.
En la habitación del abuelo no hay demasiada luz. Las cortinas, apenas entreabiertas, no permiten que entre la claridad de la mañana. Predomina una percepción de crepúsculo, aunque nazca el día; es un escenario de claroscuros. En una mesita, hay una tenue lámpara. En el resto, flota la penumbra. La cama es de dosel, con columnas salomónicas. A Gabriele siempre le ha parecido una cama inmensa, una planicie blanca. Hoy es todavía más grande: un desierto de dunas nevadas. El milagro de la nieve en el desierto se ha producido en las sábanas. La figura corpulenta se pierde en ese paisaje incomprensible. Gabriele se le acerca; Dana se sitúa unos pasos atrás. Él se inclina hacia el hombre adormecido. No sabe si le vence el sueño o la muerte. Se pregunta qué combate protagoniza. Tiene que dominar las ganas de marcharse. Le cuesta reconocerle con sus facciones demacradas, el óvalo desdibujado, la nariz como el filo de un cuchillo. Pide que enciendan más luces. Lo reclama en un tono exigente, lleno de angustia. De la profundidad de la nieve, emerge una voz casi irreconocible:
– ¿Eres tú?
Tiene que esforzarse para hablar con serenidad. Mide cada palabra cuando contesta:
– He venido a visitarte. Me han dicho que querías verme.
– Sí. Hace días que no nos veíamos.
– Es cierto. Estas últimas semanas he viajado mucho. Puedes recriminarme que trabaje demasiado, pero no que te olvide.
– Trabajas con la misma pasión que yo tenía antes. -Tiene que callarse, porque un ataque de tos le deja extenuado. Alguien le coloca mejor las almohadas de la cama. Es una sombra que desaparece en seguida-. Me gusta que pongas tanto entusiasmo en los negocios. No te lo he dicho nunca, seguramente porque me daba vergüenza. ¡Soy un viejo estúpido! ¿Cómo nos podemos avergonzar de las palabras y de los sentimientos que las provocan? Quiero que lo sepas: estoy orgulloso de ti.
Gabriele se atraganta. La voz sale ronca, casi rota:
– Y yo estoy orgulloso de tener el mejor abuelo del mundo. Todo lo que soy te lo debo a ti.
– No es cierto. Si no hay rescoldos, no prenden las brasas. Quería decirte una cosa importante. Lo he pensado mucho estos días: me voy tranquilo.
– Calla. Tú no te vas a ninguna parte. Todavía tenemos que descubrir muchas maravillas. El mundo está lleno de ellas.
– Tú lo harás por mí. Puedo irme en paz. No me moriré por completo si tú vives.
– No digas eso, por favor. No te lo permitiré.
– También eres terco, y eso me gusta. No quiero hablar más de este tema. Ya basta de sentimentalismos. -Tose de nuevo-. ¿Ella está aquí?
– Sí, abuelo. Dana ha venido a verte.
Ella se queda quieta, sin atreverse a dar un paso.
– Me alegra saberlo. ¿Le regalaste el cofre mágico? Aquel que tenías que ofrecer a la mujer que amaras más que a tu propia vida.
– Sí.
– Estoy contento. Tu abuela también sería feliz, si pudiera saberlo. Quizá nos ve desde algún lugar. Quién sabe.
Con un gesto instintivo, Dana se ha puesto la mano sobre el brazo izquierdo. Percibe su desnudez, pero la piel tiene memoria. La epidermis conserva sensaciones que evocan recuerdos conocidos. Hay momentos en la vida que no olvidaremos. Pertenecen a una esfera que se aleja de la cotidianeidad, de la línea horizontal que nos proporcionan los días. Son el punto de inflexión de la línea, cuando inicia la ascensión hasta el infinito. Vivimos escasos instantes muy cerca de las nubes, porque la mayoría de nuestros intentos se quedan en un vuelo a ras de tierra. Tenemos que saber aprovechar los episodios de gloria que aparecen sin buscarlos, que nos hacen felices, que nos dejan bellos recuerdos. Lo ha aprendido con Gabriele. Querría agradecérselo, precisamente hoy, que sabe de su tristeza. Se limita
a quedarse quieta, en la penumbra que ha elegido para pasar desapercibida.
El pensamiento vuela. La piel le dicta las imágenes hacia las que tiene que dirigirse. La memoria del cuerpo se impone a las ideas. Recuerda. Hacía un año que vivían juntos, en la piazza della Pigna. El piso empezaba a tener el estilo de los dos, aquella pátina difícil de describir que es el resultado de un espacio compartido. Se mezclaban los libros, la música, las antigüedades que él había situado en lugares estratégicos. Perduraba el color verde manzana en las paredes de la entrada, que ella había pintado un día melancólico, cuando todavía no se conocían, y que Gabriele hizo adornar con una cenefa de flores renacentistas, que seguía los perfiles de las molduras. Destacaba la complicidad de una pareja que había aprendido a acoplar sus cuerpos entre las sábanas, que buscaba durante el sueño la mano del otro. Se había acostumbrado a despertarse con el perfume de sus cabellos. Ella le acariciaba la espalda, mientras pronunciaba bajito palabras secretas.
Se fueron a dormir tarde. Habían cenado en un restaurante donde les sirvieron ostras y gamba blanca. Bebieron vinos que desprendían sabores cálidos, buenos aromas. Prolongaron la sobremesa porque tenían que decirse muchas cosas. Tenían ganas de contarse los detalles del día, de la existencia. Ella se había puesto un vestido largo. Hay historias que se construyen con gestos y con palabras. Nadie sabe la proporción exacta. Ellos lo hacían con paciencia. Acabaron en L'Arciliuto, una sala de música en directo, donde bailaron hasta que se quedaron solos en medio de la pista. No les importaba. Vivían la plenitud de habitar en un mundo hecho a la medida de ambos. Celebraban que habían vivido doce meses bajo el mismo techo, que querían vivir muchos más.
– La vida entera -susurraba Gabriele mientras seguían ti ritmo de la canción.
Volvieron a casa con la alegría en el cuerpo. Hicieron el amor lentamente. Tenían todo el tiempo del mundo. No había prisas. Cuando los amantes se quieren reprimir, la impaciencia puede espolear el deseo. Él no pudo evitar preguntarle:
– ¿Añoras algo del pasado, amor mío?
– Nada.
La respuesta surgió rotunda. Hay preguntas que nunca tendrían que ser formuladas. Sin quererlo, volvió a recordar a Ignacio. Sintió una punzada de dolor. Ningún gesto la delató.
La cabalgó mientras ella le rodeaba la cintura con sus piernas. El galope fue aumentando de intensidad. Se tumbaron y, con una contorsión de sus cuerpos, hicieron el amor. Se durmieron cuando nacía el sol. Reposaron desnudos, entre las sábanas desordenadas. No tuvieron pesadillas ni hubo interferencias que les molestaran. El universo continuaba su rueda. Habían conseguido escaparse del mundo. Era pleno día cuando Dana extendió su mano buscando el cuerpo de Gabriele. Medio dormida, lo intentaba a tientas. Cegada por la claridad, miró el espacio que los separaba. «¿Dónde está?», se preguntó, todavía no del todo consciente. Recuperar el dominio de los sentidos no era una tarea sencilla. Rozó un objeto. En un acto reflejo, retiró la mano y abrió los ojos. Había algo desconocido en la cama. Vio el cofre, luminoso como un regalo que nos ha traído el día. Lo observó sorprendida, con una mirada que divirtió a Gabriele, que estaba de espectador sentado en una butaca de la habitación. Se miraron: él con ternura; ella interrogándole sin decir nada. No lo sabía todavía, pero era el cofre mágico; el legado que el abuelo había confiado a su nieto para que algún día se lo diera a su amada.
Abrir el cofre no resultaba un juego de niños. Dana pudo comprobarlo. Sentada en la cama, con una expresión de sorpresa infantil que no desaparecía de su rostro, aunque intentara aparentar un aire de naturalidad, se esforzaba por dominar los mecanismos de aquella caja poliédrica, aparentemente inaccesible. Con el camisón arremangado hasta los muslos, las manos recorriendo los dibujos geométricos, parecía una niña concentrada en lo que hace, decidida a salirse con la suya. Gabriele se divertía. Le hacía gracia el gesto terco, las ganas de descubrir el secreto. Habría querido decirle que el cofre llegaba de lejos. Había hecho un viaje en el tiempo y en la geografía. Sus orígenes eran lejanos, porque el abuelo lo consiguió una noche, en una tasca de una ciudad portuaria. En una mesa de madera antigua, marcada por las señales que dejaban las navajas de los marineros, se desperdigaba un juego de naipes. Cinco hombres estaban sentados a ella. Poco amigos de las bromas o de los chistes fáciles, con una botella de ron, eran conscientes de estar jugándose un tesoro. La voluntad de poseer el objeto los cegaba. Fuera, la tormenta. El abuelo era sesenta años más joven. Su cuerpo robusto no se doblaba ante nada. Se movía con la agilidad de los gatos, y poseía la agudeza de quienes tienen la mente rápida. La partida duró horas. Amanecía cuando salió de aquel tugurio con el cofre bajo el brazo. Prestó atención al ruido de la mesa tirada por el suelo; alguno de los contrincantes le hacía pagar su furia. Oyó blasfemias mientras apresuraba el paso. Los vencidos hacían bajar a Dios a la tierra con sus maldiciones. Había hecho un recorrido lleno de dificultades, hasta encontrar la joya. Estaba dispuesto a defenderla a capa y espada.
Tras muchos intentos, Dana encontró la combinación correcta. La forma acertada de coordinar las figuras geométricas que activaban el resorte de apertura. El cofre se abrió con una facilidad de fábula. El interior era de terciopelo verde. En el fondo, la pulsera. Era de oro amarillo y rojo, cincelada con filigranas. La adornaban diamantes rosados, que brillaban como luceros. Cruzándola, una rama de coral rojo. Enmudeció. La belleza provoca reacciones diversas. Gabriele, que no la había visto antes, no pudo contener una exclamación. La cogió y se la puso a Dana. Ocupaba una superficie considerable de su brazo. Desde la muñeca hasta casi la articulación del codo. Era un escudo de oro afiligranado, delicadísimo. Podría haber formado parte del tesoro de Alí Baba o de las arcas de Helena de Troya. Una Helena enloquecida por un amor desgraciado, vestida como una reina y que, a pesar de los oropeles, perderá el trono.
Gabriele le dijo que había sido de su abuela, una dama veneciana de quien el abuelo se enamoró. Sus vestidos eran de lo más selecto. Tenía los brazos finos, y había lucido la joya en los salones de la ciudad. Cuando murió, el abuelo ocultó la pulsera. Estaba convencido de que nadie merecía verla. Era una prueba de amor que no quería desvelar, aseguraba. Dana era la depositaría. Con el brazo cubierto de oro, parecía otra mujer. No importaban ni el camisón ni el rostro sin maquillar. Seguía teniendo la expresión de incredulidad que no había conseguido hacer desaparecer. Le preguntó:
– ¿Crees de verdad que me la merezco? Soy una persona sencilla. Es excesiva para mí.
– Es tu pulsera.
Se abrazaron y volvieron a hacer el amor. Los cuerpos desnudos y la joya en su brazo. Aunque no lo dijeron, sentían la alegría de haber hecho realidad un viejo deseo. El sueño del aventurero que se había jugado la vida en la búsqueda de los objetos más bellos. El hombre que ahora estaba muriendo.
Cuando el enfermo cae en un profundo sueño, salen de la casa. Recorren la via della Lupa hacia el piso donde viven. No está demasiado lejos, y el aire de la mañana les golpea el rostro. «No son buenos augurios», piensa de nuevo ella. Caminan sin hablar. Querría encontrar frases de consuelo. Intenta buscarlas, pero está muy cansada. Desearía ser capaz de dar ánimos a Gabriele y no sabe cómo. Él tiene el pensamiento dolorosamente dividido: «¿Hay algo más terrible que sentir el dolor de una pérdida inevitable e imaginarse otra pérdida, todavía mucho peor? El abuelo se muere, y ni siquiera puedo llorarle. Mientras llore por él, lo haré por ella también. Siento dos penas distintas, que se juntan y me amenazan. Dana se merece saber la verdad. Tiene derecho a decidir qué quiere hacer con su vida. Ignacio ha regresado diez años después. Querría matarle, en una esquina de una calle, pero sé que nunca podría hacerlo. Es cierto que la abandonó. Era una mujer perdida, cuando la conocí, pero no la salvé de nada ni de nadie. Es muy fuerte y habría superado aquella historia. Muchas veces he querido creer que la ayudé a escapar del infierno. Me pregunto quién ayudó a quién. Tengo que decírselo. Quizá tienen una conversación pendiente, aunque me duela pensarlo. Quién sabe si hay incógnitas no resueltas, si la historia no se cerró por completo. ¿Cuándo se cierra el círculo de las historias? ¿Quién puede adivinarlo? Soy un hombre cobarde, tengo pánico a perderla. Fuimos a Ferrara. Quería aplazar el momento de enfrentarme a la realidad, pero no hay paréntesis que valgan. El abuelo, sin proponérselo, me lo ha recordado.»
En el piso de la piazza della Pigna, Dana se pone un pijama de seda y una bata. Es como si hubiera llegado la noche. En su rostro, la fatiga de la jornada, del regreso apresurado, del anuncio de la enfermedad. Está también el eco de los recuerdos. Anda a tientas por las habitaciones. Deja las maletas en el suelo sin deshacerlas, saca fruta del frigorífico, se sienta en el sofá. Gabriele observa sus movimientos sin decir nada. Está de pie, junto al balcón. La quietud es absoluta, aunque sea mediodía. Algún peatón de vez en cuando, poco tráfico de vehículos. Respira hondo, y busca la fuerza que debe de haber en algún lugar de su interior, esa a la que llaman coraje. Le hace gracia la palabra. Cuando todo era fácil, resultaba sencillo ser valiente. El gallito del corral, el hijo de los Piletti de Roma. Está muerto de miedo, lo reconoce. Se lo tiene que decir. Se repite que tiene que contárselo. Cuando abre los labios, dispuesto a pronunciar una frase aparentemente muy sencilla: «Ignacio está en Roma», suena el timbre de la puerta.
Gabriele y Dana se miran. No se miran del mismo modo. Ella ha levantado los ojos con un gesto de sorpresa. Es una sorpresa insignificante, que no altera la expresión de su rostro. Se pregunta: «¿Quién debe de ser?, cuando no esperábamos a nadie.» Es una sensación de extrañeza e inoportunidad. Da pereza, después de una mañana llena de emociones, que alguien entre en tu espacio, que hable y te perturbe el reposo. Él ha abierto los ojos con un gesto de estupor. Petrificado, sabe que ha llegado el momento de encontrarse con Ignacio. Es increíble: todos esos días imaginándose el encuentro, y ahora se siente como si le cogiera por sorpresa. No podría decirse que fuera algo inesperado, pero lo vive absolutamente aturdido. La estupefacción se asemeja al ridículo. Hay vínculos que acercan ambas sensaciones. La forma de encajar los músculos de la cara es muy parecida. Los movimientos se vuelven lentos. Está también el deseo de esconderse en un lugar recóndito, donde seamos capaces de digerir la vida.
Dana hace el gesto de levantarse para ir a abrir. En ese momento, Gabriele reacciona. Con rapidez, le intercepta el paso. Lo hace de una forma pretendidamente natural que resulta forzada. Avanza el cuerpo y camina hacia el pasillo. Ella no se da cuenta. No sabe si volver al sofá o seguirle hasta la puerta. Se decide por la segunda opción, aun cuando él insiste en decirle que no hace falta que se mueva, que debe de estar agotada. Las palabras actúan como acicate de la voluntad de la mujer. Piensa que quien está cansado de verdad es él, que es su abuelo quien se muere, que ella no puede quedarse en el salón. Hay frases pronunciadas con intención que consiguen el efecto contrario de lo que pretendían. Gabriele habría querido que ella no estuviera en el momento de abrir. Dana está convencida de que es un detalle por su parte acompañarle a recibir a quien sea. El estado de ánimo de Gabriele no está para cortesías. «Menos mal -se dice- que está dispuesta a no moverse de mi lado.» Con ternura, le coge la mano; la nota húmeda, y se pregunta si tendrá fiebre.
Una figura que les cuesta reconocer. Respira con dificultad, a consecuencia de la rapidez con que ha culminado el trayecto desde la plaza hasta el piso. Da la impresión de que está agotada, sin aire en los pulmones. El cuerpo le tiembla, las piernas le flaquean. Si hubiera visto al demonio, su expresión no sería distinta. Es una Matilde que tiene poco que ver con la amiga que quieren. El maquillaje se le ha corrido por la cara, transformándosela en una máscara grotesca. Intenta hablar, pero no le salen las palabras. Aliviado, Gabriele la abraza con un afecto quizá excesivo. Dana la acompaña al sofá y le sirve un vaso de agua con unas gotas de limón para que recupere el aliento. Se le va regularizando la respiración. Mira al hombre que todavía tiene un brazo alrededor de sus hombros y exclama:
– ¡Te dije que no teníais que regresar de Ferrara! ¿Por qué no me has hecho caso?
– ¿Que le dijiste qué? -pregunta Dana sin entender lo que pasa.
– Mi abuelo se está muriendo. ¿No lo puedes entender? Además, no tenemos por qué huir. Lo he pensado, y lo mejor es enfrentarse a las situaciones.
– ¿También a los fantasmas o a los hijos de puta que llegan como si no hubiera pasado nada, dispuestos a destruir la vida de los demás? -Matilde parece poseída por la furia.
– ¿Queréis hacer el favor de decirme de qué estáis hablando? Hacéis que me sienta como una auténtica estúpida. -Dana se esfuerza por no perder la calma-. Decidme por qué teníamos que quedarnos en Ferrara. Aclaradme a qué tenemos que enfrentarnos.
Los dos responden a la vez:
– Quiero lo mejor para vosotros. Te puedo asegurar que es un mal hombre. Hace años que lo descubrí -dice Matilde.
– Es muy sencillo. Discúlpame por no habértelo dicho antes. Te aseguro que pensaba hacerlo, pero los acontecimientos se han precipitado. Hay alguien en Roma que te busca -dice Gabriele.
– ¿A mí?
– No lo digas así -salta Matilde-. Hay alguien que te persigue, querida. Antes se ha dedicado a seguirme a mí. Quería encontrar pistas tuyas y me ha utilizado. He sido su cebo. ¡Pobre de mí! Estaba convencida de que se marcharía, que había conseguido despistarle, pero me acosa. Puedo intuir su sombra en la esquina de una calle. Le veo sentado en un banco de cualquier plaza. Se aloja en la pensión, y me acecha por los rincones. Quiere adivinar en mi cara dónde puede encontrarte. No se lo he dicho. Os lo puedo jurar. A veces, tengo la sensación de que se multiplica.
– Me haréis enloquecer. -Dana no está dispuesta a prolongar la duda-. ¿De quién habláis?
– De Ignacio. -La voz de Gabriele no tiembla a la hora de decir la verdad-. Ha venido a verte después de diez años.
Los tres callan. Se miran, pero no dicen nada. Sienten una mezcla demasiado contradictoria de sentimientos como para poder expresarlos con palabras. Las palabras ordenan las ideas, pero no nos sirven de nada cuando hemos recibido un estremecimiento emocional y la vida se nos convierte en un caos. Podríamos refugiarnos en un balbuceo que nos haría sentir absurdos. Sería posible intentar repetir algunos tópicos, expresiones que no significan nada, pero que nos acompañan. Se dicen para que notemos la presencia de alguien a nuestro lado. Son bienintencionadas, pero a menudo nos estorban. Interceptan los pensamientos que se persiguen, que se superponen, en un curioso juego de desequilibrios. Matilde se queda muda, porque vuelve a vencerla el agotamiento. Está viviendo una historia que no le corresponde, pero que siente como propia. Nadie, si ella puede evitarlo, hará daño a Dana. Sentirse perseguida no es agradable. Saber los motivos de la persecución todavía lo ha sido menos. Intuir que somos el hilo que conducirá al adversario hacia el tesoro que queremos ocultarle puede ser una dura experiencia. Los mira con los ojos llorosos, mientras espera una reacción que no llega. Gabriele vive una mezcla de alivio, de impotencia y de rabia que se esfuerza por controlar. Le gusta que ya no haya secretos. Cuando le negaba la información, tenía la certeza de estar robándole algo a la mujer que ama. Querría que se produjera un milagro que sabe imposible, que la escena fuese una pesadilla. Sabe que tiene que actuar como un hombre civilizado, pero siente el impulso de matar a Ignacio. Finalmente se impondrán las formas, el espíritu refinado, la bondad, aunque la batalla sea dura.
Dana no es capaz de reaccionar. Repite la frase sólo para sí: «Ignacio está en Roma.» No siente frío ni calor, alegría ni tristeza. Constatar su proximidad no le despierta emociones. No es una cuestión de indiferencia. No significa que el hombre a quien amó más que a su propia vida no represente nada para ella. Los años le han ido arrinconando en un olvido que la salvaba, pero no le han convertido en anodino como motas de polvo. Su reacción significa que la sorpresa es profunda, que nunca podría haberlo imaginado. No logra encajarlo en Roma, la ciudad que eligió para escapar. Se pregunta si tendría que sentirse indignada por una intromisión que no desea. Ni rabia ni ganas de verle. Siente el alma robotizada. Se halla en un estado cercano a la estupidez. Es incapaz de reconocerse en una actitud tan pasiva. Querría contárselo a Gabriele y a Matilde, que están sufriendo, pero no sabe cómo hacerlo. ¿Dónde está la fluidez de las palabras con las que se entretenía en dibujar la existencia? Se han secado como un río, en el que no quedan restos de vida. En el fondo, no se lo cree. Tiene el convencimiento de que es mentira. No duda de las palabras de los otros, pero está convencida de que debe de ser un error. Hay gente que se parece a otra gente. Conoce historias de personas que se han hecho pasar por alguien. Han usurpado su personalidad, empujadas por motivos secretos. Se producen coincidencias insólitas porque el azar juega con nuestras vidas. Pensarlo la hace sentirse mejor. Respira, mientras pretende sonreír, aunque el intento se transforme en una mueca. Intenta tranquilizarlos:
– Es imposible. Debe de ser una confusión.
– ¿Una confusión? -Matilde rompe el silencio, indignada-. Haz el favor de asumir la realidad. Si quieres que os dé un consejo, lo tengo muy claro: no salgas de casa en algunos días. No abras la puerta a nadie. Mientras tanto, que Gabriele arregle los papeles y los pasajes. Os vais una temporada al extranjero. Ya se cansará.
– ¿Has perdido la cabeza? -Dana no se lo puede creer-. ¿De qué quieres convencernos? Nuestra vida está en Roma. Aquí tenemos el trabajo, los amigos, la casa. ¿De qué tengo que escapar? El hombre de quien me hablas me hizo huir de mi mundo una vez. Lo abandoné todo y empecé de cero. Te aseguro que eso no se repetirá de nuevo.
– Tranquilízate. -Gabriele habla lentamente-. Matilde quiere protegerte. Lo hace como puede, pero se equivoca. No iremos a ninguna parte. Si ese hombre tiene algo que decir, tú sabrás si quieres escucharle.
– No me esconderé de nadie. Podéis estar seguros. Caminaré por las calles y haré la vida de siempre. Si es Ignacio, no le buscaré, pero tampoco pienso esconderme.
– ¿Todavía lo dudas? -exclama Matilde, que ha recuperado la energía.
De golpe, se levanta del sofá. Con el impulso, tira el vaso que había en la mesita. El agua con limón se derrama sobre la alfombra, pero ni se dan cuenta. La lámpara de pie se tambalea, como si vacilara ante la decisión de la mujer. Va hasta el balcón que da a la plaza. Está segura de sus movimientos. Hay también un punto de indignación ante la incredulidad de su amiga. ¿Cómo puede pensar que ha vivido todos esos días una historia de persecuciones imaginarias? Refugiada tras las cortinas, mira a la calle. Es un escrutinio lento, que no deja ningún rincón por revisar. Su rostro, congestionado por la fatiga, se concentra en la búsqueda. Los ojos recorren la piazza della Pigna, hasta que le encuentra. Cuando le ve, no hace ningún gesto de triunfo. A veces, constatar que teníamos razón no nos alegra. Se da cuenta de que habría preferido que fuera un malentendido, una fábula de los sentidos. El hombre de la pensión está allí de pie, apoyado en una farola. Tiene la actitud de quienes esperan, una paciencia infinita, y una sombra de victoria en el rostro. Ha visto luz en el piso, después de muchos días. Sabe que Dana vuelve a estar en Roma.
Matilde se vuelve hacia ellos, que están unos pasos más atrás y la observan, impresionados por su desazón. Con la mano, les hace una señal para que se acerquen. Las cortinas son un buen refugio para mirar. Detrás de la tela de seda, con los cuerpos de Matilde y de Gabriele haciéndole de escudo, Dana se asoma a la calle. No necesita recorrer la plaza.
Tiene la impresión de que Ignacio la llena por completo. Es el mismo hombre que le destrozó la vida hace diez años. Apoyado, con la mirada hacia su ventana, descubre la silueta. Reconoce el rostro.
Se producen cambios en las actitudes de los tres. El silencio de Dana no es incrédulo. Ha perdido el escepticismo que la redimía de tomar decisiones. Gabriele no reconoce al hombre con quien coincidió en el aeropuerto de Barcelona, pero experimenta una vaga sensación de familiaridad, circunstancia que le incomoda. Matilde está expectante. Como los otros dos no hablan, se decide a tomar la iniciativa:
– Podríamos llamar a la policía. Tengo pruebas de que me ha perseguido por todas partes.
– No seas absurda. -En la voz de Gabriele hay inquietud-. No haremos nada ni tú ni yo. Quien tiene que tomar una decisión es Dana.
– Sí, yo soy la que tiene que actuar. Esta vez no permitiré que nadie decida por mí.
– Recordad, hijos míos, que Dios propone y el hombre sólo dispone -se atreve a insinuar Matilde.
– ¿Qué quieres decir? -Dana la mira con una expresión decidida que le asusta.
– Quiero pedirte que vayas con cuidado.
Con un gesto enérgico, Dana abre las cortinas. No ha sido un impulso, sino un acto premeditado, consciente. Sabe que la habitación iluminada se ve desde la plaza. Da dos pasos y hace una señal al hombre de la calle. Es un gesto casi imperceptible, pero que el otro capta inmediatamente, porque no ha dejado de mirar a la ventana. Le dice sin hablar que la espere. Después, mira a Gabriele. Le besa los labios con suavidad. Es un beso leve, como si le hablara al oído. Aprieta la mano de la amiga, mientras susurra una sola palabra dirigida a ambos:
– Volveré.
Se viste con unos pantalones de lino y una camisa azul. Se pone un abrigo primaveral, de tela ligera, que se le mueve en torno al cuerpo, como si no quisiera envolverlo por completo. Lo ha cogido porque tiene frío. No es el abrigo que llevaba cuando llegó a Roma, que la acompañó por un itinerario de estaciones. Aquél estaba sucio de polvo y de tristeza; éste habla de una vida fácil. Coge el bolso y abre la puerta de la calle. Se vuelve antes de salir, y les sonríe. Querría decirles que los quiere, que no puede quedarse quieta, que tiene que hablar con el intruso no sabe muy bien de qué. No encuentra las palabras, y cierra la puerta. Gabriele no ha hecho ningún intento por retenerla. Con los puños cerrados y la mirada firme, observa cómo se marcha. No hay comentarios ni reproches. Escalera abajo, ella reflexiona sobre su circunstancia: la de hace unas horas, cuando volvía con Gabriele de Ferrara, la de este momento, en que el pasado ha irrumpido en la vida cotidiana. Todo ha sucedido muy de prisa, piensa, mientras se pregunta qué hacen los sentimientos. ¿Duermen o callan?
Sale por la puerta principal del edificio y se dirige hacia el hombre de la farola. Es Ignacio, que le sale al encuentro. Predomina una sensación de irrealidad. El mundo le parece surgido de un sueño. Como si una neblina opaca ocultara el sol cuando ya es mediodía. Hace el recorrido convencida de que habita un espacio imaginario. Se repite que no puede ser cierto. Los sentidos perciben su presencia; el corazón se niega a reconocerla. Cuesta describir un reencuentro después de diez años. Han pasado muchos días. Ha aprendido a vivir sin el hombre que consideraba imprescindible para poder respirar. Le mira a la cara, fijamente. El otro parece conmovido, pero no le importa. Constata que tiene arrugas alrededor de los ojos, que hay signos de fatiga en el rostro afilado. Los años le han robado jirones de la cara, como cuando la luna mengua. Están uno frente al otro. Dana se pregunta qué pueden decirse. Le observa sin hablar, hasta que le oye murmurar:
– Tenía un deseo inmenso de encontrarte. Tengo que contarte muchas cosas.
– Son unas explicaciones que llegan con un cierto retraso, ¿no crees? -La frase es un reproche, pero pronunciado con indiferencia, como si todo lo que viven no estuviera sucediendo realmente.
– Tienes que perdonarme.
– ¿Perdonarte? ¿Por qué? ¿Tengo que perdonarte que me juraras un amor eterno que duró pocos meses, que me mintieras mil veces, que eligieras entre los otros y yo, naturalmente a favor de ellos, que no tuvieses la dignidad de decírmelo a la cara, que me despacharas por teléfono, como se manda a rodar un asunto sin importancia que nos ha ocupado demasiado tiempo? ¿Es todo eso lo que tengo que perdonarte? ¿O todavía quieres que añada más cosas? -Hay un contraste terrible entre lo que dice y cómo lo dice. Las frases son hirientes, pero las pronuncia sin ninguna entonación, con una cadencia de letanía que va encadenando una palabra tras otra.
– Tendría que hacerte entender cómo he padecido, hasta qué punto he llegado a añorarte. Me pusieron entre la espada y la pared.
– Es tarde para las explicaciones. ¿Quieres que te perdone? Estás perdonado, ya puedes marcharte. Has dejado pasar demasiado tiempo para que algo tenga sentido. No lo tienen ni las explicaciones ni los perdones.
– No hablas con el corazón. No puedes haber cambiado tanto. Antes me habrías dado la oportunidad de hablar contigo.
– No me hagas reproches, cretino. -Pronuncia el insulto con una sonrisa que desconcierta todavía más a Ignacio.
– Vamos a dar una vuelta. Tengo el coche aparcado ahí mismo. Hace días que te busco; ya debes de saberlo. Dame unos minutos, aunque sea como un regalo o una limosna.
– ¿Quieres que sienta lástima de ti? No es tu estilo. De acuerdo. Vamos.
Suben al coche y circulan por las calles transitadas del centro. Ignacio intenta salir del caos circulatorio. Guiándose sólo por la intuición, busca alguna dirección por donde alejarse. La actitud de Dana le pone nervioso. El aire de ausencia, de lejanía, de incredulidad ocultan el rostro de la mujer que recuerda. ¿Dónde está la pasión que ponía en cada gesto? ¿Dónde la vehemencia que le enamoró, la energía para vivir? Se pregunta si él destruyó todo eso al abandonarla. En el fondo sabe que no es posible. Amó a una mujer fuerte, que padeció el más profundo dolor, pero que era capaz de renacer de la tristeza. Era una criatura tierna, pero dura a la vez, como las rocas del paisaje isleño. No puede evitar preguntárselo:
– ¿Echas de menos Mallorca?
La respuesta es concisa. No refleja emoción:
– A veces.
– ¿Regresarás algún día?
– No.
Está sorprendida. Con los años, llegamos a creer que nos conocemos a nosotros mismos. Adivinamos nuestras reacciones, sabemos qué nos atrae y qué nos desagrada. Nunca habría imaginado que experimentaría esa frialdad. Observa la escena desde lejos, sin implicarse en ella. Espectadora atenta de la película de su vida, contempla un episodio que tendría que cerrar un círculo. Nada se cierra. Mira a Ignacio, y se dice: «Ha envejecido.» No le causa alegría ni pena. Sólo el estupor de comprender que la vida nos puede enseñar a no sentir.
De pronto, Ignacio lo comprende: Dana no ha cambiado. Actúa. Lo hace sin darse cuenta, protegida por una coraza que le permite mirarle con una expresión pétrea. Tiene los sentimientos dormidos. Ha aprendido a poner la vida en formol. Es imposible que sea de otra manera. ¿Dónde está la rabia que tendría que inspirarle? ¿No hay ni una chispa de deseo de venganza cuando le mira? Probablemente le ha olvidado, como se olvidan las viejas historias, pero una indiferencia tan absoluta no puede ser cierta. Experimenta una mezcla de sentimientos que le hacen daño. Tiene que forzarla para que salgan al exterior. Si emerge la furia, podrá acercarse a ella. Si hace volar el dolor, tendrá la oportunidad de consolarla. Será una mujer real, y no un ser de cartón piedra. Le dice:
– Me odias.
– No es verdad.
– Me odias por todo lo que te hice.
– No.
– Sí, porque te dije que estaría siempre a tu lado, que construiríamos un mundo para nosotros solos y te fallé.
– Me fallaste, y no lo podía creer. Quería morirme.
– Habrías querido matarme.
– No. Desaparecer, dejar de vivir en silencio. Me obligaste a abandonar la isla, a mis padres, a mis amigos. Tuve que cerrar para siempre la puerta del piso de la calle Sant Jaume. Quería aquellas paredes. Yo, que había elegido vivir en un lugar, me veía convertida en una vagabunda sin destino.
– Te hice daño.
– Mucho, hijo de puta.
– Repítemelo.
– No, no. No sé por qué te lo he dicho. No quería.
– Pégame.
– ¿Qué dices?
– Pégame en la cara con todas tus fuerzas.
– Estás loco.
– Recuerda todo lo que te hice y pégame.
Ella le da tres bofetones. Están en una planicie verde, desde donde se contempla la ciudad. Tienen el verde y el gris en los ojos. El aire es luminoso. No bajan del coche. Dana está rígida. No ven pasar a mucha gente. Un grupo de monjas cruza el camino, un poco más lejos. Parecen una bandada de nubes. El primero es un golpe indeciso, tímido. Piensa que tiene que contenerse. No quiere dejarse llevar por las palabras de un hombre que ha perdido la cabeza. Apenas le roza. Siente vergüenza, pero también una liberación momentánea. En el segundo bofetón, descarga la fuerza que dan el dolor y la humillación. Los caminos que tuvo que recorrer, el polvo de su abrigo, la añoranza de todo cuanto perdió. Le sale una profunda rabia. El tercero es como un puñetazo, directo a la cara.
Dana se empequeñece en el asiento. Con la mano izquierda se sujeta la diestra. Es un gesto instintivo, del que no es consciente. Una dentro de la otra, como si no formaran parte de un mismo cuerpo, como si no recibieran órdenes de un único cerebro. Los dedos que han marcado la cara de Ignacio han quedado inertes. Temblarían, si los otros dedos no los retuvieran. Rígidos, enmarcan una mano que tiene miedo. A veces, descubrimos en nosotros reacciones que nunca habríamos imaginado. Pensaba que tenía un control absoluto de sus propios actos. Creía que la vida era un lago plácido de aguas transparentes. Había tenido que conquistarlo durante muchos días. Estaba tan confiada que no ha pedido ayuda. Ha dejado atrás a Matilde y a Gabriele con el aire ausente de quien no quiere luchar en ninguna batalla, sin armas ni escudo protector. Se lo ha repetido, mientras salía a la calle: «No es un fantasma. Es un hombre que vuelve a mi vida, cuando ya no tiene espacio en ella. Los dos somos más viejos, deberíamos ser más sabios. No tiene que producirse ninguna escena. Una conversación, y basta.»
Ha aceptado el reto que él le lanzaba desde la piazza della Pigna. Verle allí le ha causado una sensación de irrealidad que ha falseado sus percepciones. Ha sido sencillo reconocerle, pero ocupa espacios que le resultan extraños, porque forman parte de otra historia. Ha tenido la tentación de decírselo: «Los amores del pasado no tienen que intentar entrar en los paisajes del amor presente. Es una cuestión de falta de sincronía, de imposibilidad de coincidencia. Incluso de mal gusto.» ¿Qué está haciendo él por las calles de Roma? El marco donde se sitúa la escena de un regreso incomprensible no va con Ignacio. Son los lugares de Gabriele. Todavía conservan el rastro de sus pasos, de las conversaciones, de los abrazos de verano, cuando el tiempo transcurre bajo la luna, de las carreras de invierno, cuando escapan de un chubasco.
Dana ha ido sin coraza. Ignacio no pertenece a ese espacio ni a ese tiempo. Es el que llega de una época lejana, el que no puede hacernos daño porque nos provoca indiferencia. Ha aceptado el reto de su mirada. Quería demostrarse que es otra mujer, que las cosas no suceden en vano. Todo ha ido transformándose a medida que se alejaban de los escenarios conocidos, donde se sabía fuerte. Es curioso cómo podemos vincular la fortaleza a un entorno. Si nos falla el paisaje, se desdibujan las convicciones. Nunca se había parado a pensarlo. Ha sido más tarde, cuando él ha detenido el coche. Se han alejado del centro. El paisaje es verde y amplio, como los campos de Mallorca. Le recuerda vagamente la isla: los colores, las formas que la imaginación distorsiona, el azul del cielo. Una presencia puede cambiar el mundo, tener la suficiente fuerza para trasladarnos hacia otro que habíamos añorado sin quererlo.
El coche es un refugio que los distancia de Roma. Desde la ventanilla, los árboles y la gente se convierten en una réplica del espacio donde le amó. Todo es confuso. Hay rutas que nos traen viejas historias. Hay personas que pactan con nuestros espacios perdidos, con la intención de devolvernos las sensaciones. Se reavivan los sentimientos que creíamos muertos. Retomamos un hilo que se nos escapó. Renacen la tristeza y la rabia. Vuelven, intactas, las imágenes de otro tiempo. Dana tiene la sensación de que no han transcurrido diez años. Se ha convertido, otra vez, en la mujer abandonada que huía. Vuelve a vivir la sensación de intemperie, las ganas de perderse. Puede ser un engaño de los sentidos, una mentira provocada por la impresión de algo que no esperábamos. Quizá sea esa verdad desnuda que nos hemos esforzado en disfrazar para continuar viviendo.
El universo tiene las dimensiones de un coche. Todos los paisajes son un solo paisaje. El rostro de Ignacio ocupa el centro. Dana no ha querido hacerle daño. Se lo repite hundida en el asiento, aunque hace pocos minutos habría deseado matarle. Es la sensación que le ha invadido y que no puede entender. Nunca comprenderá por qué está viviendo esa escena. Por qué derroteros ha llegado a ese momento. Querría decirle que ya basta, que quiere marcharse de allí. Los laberintos romanos le devolverán la paz. Cada cosa tendrá la medida justa. Es incapaz de pronunciar ninguna frase. Las palabras mueren antes de decirlas mientras una mano le tiembla en la otra, como un pájaro enjaulado.
No se atreve a moverse. Encogida en el asiento, con la cabeza inclinada, no le mira. Puede imaginarse perfectamente el perfil. Percibe su presencia con una nitidez hiriente. A su lado está el hombre que la engañó. Le amó como se ama la vida. Aquel latido del corazón que nos estalla en el pecho, porque hay abismos que nos cuesta vivir, aunque nos precipiten a la gloria. Siente una inmensa vergüenza por lo que ha hecho. Ella, que procura optar siempre por las palabras, permanece muda. Pasa un largo espacio de tiempo. Cuando consigue recuperarse, le mira de reojo. Es una mirada tímida, insegura. No mueve el cuerpo; ni siquiera vuelve la cabeza. Cuando la memoria recupera las facciones, ve el contorno de un rostro que conoce bien. Es muy sencillo recobrar cada centímetro de piel. Tiene una expresión seria. ¿Triste? Se lo pregunta con cierta incredulidad. Antes, creía que sabía leer la expresión de su cara. Hoy le resulta difícil interpretar un gesto que mezcla la pena con la culpa, el deseo y muchos interrogantes. Le ha parecido percibir un brillo desconocido. Le observa de nuevo.
Ignacio está llorando. Hay muchas formas de hacerlo. Su llanto es silencioso. Inmóvil, la frente levantada, como si contemplara ese paisaje que ha sido su cómplice. Las lágrimas caen con lentitud. No hay prisa cuando se abren las ventanas de un viejo dolor. Nada lo empuja ni lo precipita. Viene de muy lejos, y se escapa por los poros con timidez. Olvidadas las prevenciones, Dana se desborda también. Se convierte en un río de agua salada, amarga. Todo lo que había borrado de su vida vuelve con una precisión difícil de comprender. «¿Dónde está el olvido?», se pregunta. La mano que reposaba, sujeta dentro de la otra, se mueve contra su voluntad. Le acaricia la mejilla húmeda, con un gesto imprevisible que tampoco entiende. Hay demasiadas sensaciones que le resultan difíciles de describir. Toca el rostro de Ignacio. Él le coge los dedos entre los suyos, como si quisiera retenerla. Hay momentos que tienen sabor a eternidad. No los elegimos, sino que aparecen como por ensalmo. Querríamos escapar, porque son una garantía de complicaciones. Quién sabe si lo único que importa es que duren, antes de que se conviertan en recuerdos. La respiración del hombre se pierde entre los cabellos de la mujer. Abrazarse quiere decir volver a los olores lejanos.
Los gestos surgen con una espontaneidad absoluta. No hay reflexiones previas, ni palabras que sirvan para analizarlos. Es el tiempo de la vida, que se impone a cualquier intento de racionalización. Es un aire que los empuja a acercarse. Se besan. Primero, lentamente. Después, con la furia de algo que se recupera cuando ya lo dábamos por perdido. La lengua de Ignacio abre los labios de Dana, le recorre la boca.
Ella le corresponde, ávida. Trémulas las pieles, se buscan. Las manos de él tienen la falta de destreza de un adolescente, inexperto en amores, cuando le desabrocha la camisa. Los pezones crecen entre sus dedos, como si desafiasen la lógica. Le acaricia la espalda desnuda, hasta las nalgas. La mujer que fue monta sobre él. El hombre que ha regresado guía sus movimientos. Un hilo de saliva se ha perdido por el cuello de Ignacio. El mundo es un verde lejano. El aliento ha enturbiado los cristales, difuminando la visión de cuanto los rodea. El entorno pierde nitidez, porque los cuerpos se imponen al paisaje.
Se aman en un coche, en mitad del campo. La propia desnudez se mezcla con la soledad del lugar. El resto del mundo no existe en ese instante. Después, vendrán las preguntas, lo que algunos denominan mala conciencia. Lo deben de intuir mientras hacen el amor. Tal vez ni lo piensan, porque hay presentes todopoderosos que anulan pasado y futuro. Dana quiere prolongar el placer. Ignacio controla los embates del amor para que éste dure. Piel contra piel. Un cuerpo a favor de otro cuerpo, cuando ambas respiraciones se juntan en una sola. ¿Puede haber encuentros que borren terribles desencuentros, el abandono y el dolor? Se dan cuenta de que es posible. El sentido del tacto tiene memoria. También la tienen la vista, el olfato, la capacidad de percibir los sabores. No dicen nada, pero se hablan. La conversación se hace fluida. Jurarían que no han pasado diez años. Son iguales que como eran antes de experimentar la metamorfosis que los ha convertido en otros. No se reconocían, ahora que los sentimientos habían ganado todos los terrenos: el de la memoria y el del olvido.
Lejos de allí, en el centro de la ciudad, un coche hace cola para entrar en un parking subterráneo. El hombre conduce con el aire adusto de quien está harto de las circunstancias en que vive. La mujer, que mantiene el cuerpo tenso, parece nerviosa. Los dos tienen aspecto de cansancio, como si fueran los participantes en una carrera de obstáculos que no lleva a ninguna parte. Así se sienten. Su vida se ha convertido en una discusión continua. Nunca han tenido una convivencia tranquila. Transformar los días en un combate de esgrima ha sido divertido, hasta que han surgido los problemas reales, los que no se pueden reducir a la categoría de anécdota porque no forman parte de lo cotidiano. No es una cuestión de gustos distintos a la hora de elegir una película o un restaurante. Ni siquiera de contraponer criterios al escoger el destino de las próximas vacaciones. Se trata de aprender a enfrentarse a lo inesperado.
Durante el trayecto, pese al caos circulatorio, no han parado de hablar. Con vehemencia, elevando el tono de voz, han acompañado cada palabra con una gesticulación exagerada. Mientras él intentaba contenerse y mantener las manos en el volante, la mujer hacía volar las suyas. Han trabajado hasta tarde. Como se levantan a horas distintas, no han coincidido por la mañana. No se han llamado a lo largo del día, porque se evitan sin saberlo. Lo habían acordado antes: él pasaría a recogerla al acabar el trabajo. No hacía falta, pues, decirse nada. Tienen suficientes dudas, reproches. La lentitud de la cola del parking no se impone a sus discusiones. Tienen que descender tres pisos por una pronunciada rampa:
– Bajamos al infierno -dice él, en un intento inútil de bromear.
– Yo vivo en un infierno -responde ella.
– No tienes motivos. Estoy cansado de repetírtelo. He llegado a creer que hablamos lenguajes diferentes.
– Es probable.
El aparcamiento no está muy iluminado. Espacios de oscuridad los rodean. Se sienten muy solos. Él se pregunta si hay algo peor que esa soledad compartida. Tienen la respiración entrecortada por la energía que han puesto en la conversación. Apagado el motor, callan. Están quietos en un agujero subterráneo que subraya el dolor, porque nada de fuera ayuda a distraerlos. De pronto, ella se quita la blusa y los pantalones. Lleva un sujetador negro, los cabellos muy cortos. Se le agarra con una urgencia en la que no hay ternura, pero sí una necesidad primitiva, deseo de posesión. El hombre reacciona con desconcierto. No tiene ganas de hacer el amor. No se le habría ocurrido ni la posibilidad de abrazarla. Hay momentos en que un cuerpo rechaza a otro cuerpo. Querría decírselo, pero no quiere continuar discutiendo. Tendría que soportar un gesto de reina ofendida que sería incapaz de resistir. La toma por la cintura, intentando controlar los movimientos. La mujer se mueve con rapidez. Actúa con precisión, directa al grano, sin preámbulos. Él intenta relajarse, hacer un paréntesis de aproximación física, cuando no sabe acercarse por otros caminos. Encajan los dos cuerpos con una habilidad que es el resultado de conocerse bien el uno al otro. Ella se mueve arriba y abajo con una contundencia que tiene un punto de rabia. No le dice que esa penetración casi forzada le duele, pero que también le causa placer. «Hay dolores mejores que otros», piensa con una ironía que no sabe evitar.
Están en un coche, bajo tierra. No recuerdan que tenían mesa reservada en un restaurante para comer. Intuyen que, cuando ese conato de amor se acabe, volverá la desconfianza. Repetirán las frases sabidas, darán vueltas en torno a la historia que los persigue. Hay obsesiones que nunca mueren. Él retrasa la eyaculación como si contuviera el aliento. Respiran intensamente mientras dura el encuentro. Un toro contra otro toro, entre arena y sangre. Ese laberinto terrible que es la vida. Hacer el amor puede ser un acto de odio. La rabia que se expresa con los cuerpos. Si miran a través de los cristales, no ven ningún cielo.
Ella se muerde los labios cuando inclina la cabeza hacia atrás. No se besan. Sentado en el asiento, él se ha convertido en el elemento pasivo, aceptando los ritmos que marcan las oscilaciones de la mujer: arriba y abajo, con una pasión mecánica que no le resulta ingrata. Tienen orgasmos breves, que saben a poco. Las fuerzas los han abandonado con el pequeño placer que han compartido. La mujer habla en voz baja:
– ¿Te ha gustado?
– Sí. -La respuesta es intencionadamente breve.
– ¿No me dices nada más?
– ¿Qué tengo que decirte? Estos días he aprendido a medir cada palabra. Tienes tendencia a analizarlas con un microscopio. Distorsionas todo lo que digo y no sé encontrar las frases oportunas.
– Te gustaba. Decías que hablar conmigo era un juego de ingenio que te divertía.
– Eso era antes. Siempre me ha atraído tu ingenio para encontrar argumentos y rebatir los de los demás. Si tengo que ser sincero, creo que lo has perdido.
– Estoy demasiado preocupada como para resultar divertida. Lo tendrías que comprender.
– Lo tengo que entender todo. Me has convertido en un saco adonde va a parar toda la basura de tu pensamiento, la mierda que no eres capaz de digerir.
– Nunca me habías hablado en ese tono.
– Debe de ser que yo también estoy agotado. ¿No has pensado que quizá te has pasado de la raya?
– Me desespera tu falta de reacción. Actúas como si la circunstancia no fuera contigo. Pareces dormido, o como si estuvieras muy lejos. No puedo entenderlo.
– No quiero hablar más. Es mi historia. ¿Te has parado a pensarlo? Es el pasado que vuelve, lo que yo viví. Me pertenece y no quiero compartirlo. Así de simple.
– ¿Y yo? ¿Tengo que limitarme a contemplarlo?
– Tú verás. Para mí fue muy duro. ¿No puedes aceptarlo? Esa llamada me ha golpeado por dentro. No sé lo que es cierto ni lo que es mentira.
– Habría querido compartirlo, saber ayudarte. Mi actitud ha sido puro desconcierto.
– Hay momentos que no se pueden compartir. Ponte en mi lugar, si eres capaz. Tengo la impresión de que te resulta demasiado difícil. Nunca has sabido ponerte en el lugar de nadie.
– No es verdad.
– Sí. Crees que eres el centro del mundo.
– Me he equivocado. Discúlpame.
– No tengo que disculparte. Hemos vivido días tensos. Ninguno de los dos ha estado a la altura de las circunstancias. Tenemos que reconocerlo.
– Y ahora, ¿qué?
– Nada. Absolutamente nada.
– ¿Qué quieres decir?
– Nuestra vida seguirá como siempre. Quizá tendría que hablar sólo por mí: mi vida continuará como antes de recibir esa llamada.
– ¿Aunque Mónica esté viva?
– Ella murió hace diez años. ¿Tengo que repetirlo? Es una certeza que me ha acompañado durante demasiados días. Las certezas no se borran.
– ¿Ni siquiera cuando descubres que vivías en un error?
– No hay errores.
Marcos no quiere seguir hablando. Abre la puerta del coche y sale hacia la oscuridad del parking. Ella se ha vestido de prisa y ha bajado también del coche. Andan uno junto al otro, distantes. La fatiga les ha marcado la expresión con líneas duras. No se llevan ni el rastro de ese placer minúsculo que han compartido.
Dana abre los ojos en mitad del campo que rodea las afueras de Roma. Tiene la cabeza apoyada en el pecho de Ignacio y un sentimiento dulce que casi le hace daño. Es la impresión de haber recuperado un bien que creíamos perdido. No se para a pensar, porque todavía no ha llegado la hora de la culpa. Celebran el encuentro, después de una eternidad. Es una fiesta sin aspavientos, ni grandes manifestaciones de júbilo. Sólo la alegría secreta de los amores que nos inundaron la existencia hasta que se hicieron imposibles. Constatar que retornan aviva los corazones. Son unos minutos plácidos. Quedan lejos las preguntas, las ganas de saber. Todo se convierte en una minucia cuando el mundo se transforma en un espacio reducido, habitado por ambos. Él le acaricia los cabellos, mientras murmura:
– Te he añorado tantas veces. He perdido la cuenta.
– Calla -pide ella en un susurro.
– Te quiero contar qué pasó, pedirte que me perdones. Me he maldecido por haberte abandonado.
– No lo digas.
– ¿Por qué no quieres escucharme?
– Ahora ya no importa.
La pared opaca que han construido con su aliento pierde consistencia. Los cristales vuelven a desvelar un paisaje nítido. Dana se viste. Intenta poner orden en su aspecto: peinarse frente al espejo del coche, perfilar los labios, pintarse una línea que rodee su mirada perdida. Con los toques precisos, adquieren el aire de personas formales, de las criaturas civilizadas que querían conversar sin perder las formas, ni caer en el mal gusto del insulto fácil o del reproche doloroso. Ignacio se rehace el nudo de la corbata, las arrugas de la americana. Le gustaría hablar de muchas cosas. Necesita justificar el abandono. Ella está decidida a no escucharle. ¿Por qué tiene que enturbiar la calma con antiguas inquietudes? No le interesa hurgar en el pasado. La vida apaga muchos fuegos.
Vuelven a Roma. El conduce con la pesadumbre de quien desearía aplazar el regreso. Entonces Dana empieza a darse cuenta de la dimensión exacta de lo que han vivido. Nunca ha sido una mujer frívola. Es incapaz de limitarse a ver el aspecto superficial de las situaciones. De pronto, el rostro de Gabriele ocupa un lugar en el coche. Ha aparecido sin avisar, y se sitúa entre ambos. El amor romano, la lealtad, la seguridad. ¿Cómo ha podido borrar su presencia? Ahora viene a interponerse con fuerza. A medida que entran en la ciudad, se va haciendo más cierta; adquiere una solidez que se impone al alud de sentimientos que acaba de revivir. Dana siente la estupefacción de no reconocerse en sus propios actos. ¿Por qué es tan compleja la vida, si nunca ha pretendido complicársela? Nerviosa, mira a su antiguo amor. Conduce con una sonrisa en los labios. Ella piensa en los sentimientos de los últimos diez años, y siente una pena profunda. «¿Qué proporción de la vida es una década? -se pregunta-. ¿Y, sobre todo, qué intensidad representa?» Los semáforos se suceden. La circulación se asemeja al laberinto de su mente. Querría abrir la puerta y saltar, pero no tiene el suficiente coraje. Llegan a la piazza della Pigna. Ignacio para el motor y hace el intento de salir del coche para abrirle la puerta. Ella le detiene con un gesto y le dice:
– No te muevas. No hace falta.
– ¿Cuándo nos volveremos a ver? Tenemos una conversación pendiente.
– ¿En serio? -No puede evitar una sonrisa burlona-. Me parece que puede esperar unos días…
– ¿Unos días? Necesito que nos veamos pronto. Tenemos que hablar, Dana. Lo sabes muy bien.
– En este momento, no sé nada.
– ¿Te paso a buscar mañana?
– No.
– ¿Por qué?
– Mañana no puedo verte.
– ¿No puedes o no quieres? ¿Qué te pasa?
– Nada. Tendrás noticias mías.
Baja del coche, a pesar de las protestas del otro. Sin volverse, entra en el portal de la casa. En el tramo recorrido desde el vehículo, ha intuido la mirada de Gabriele detrás de las cortinas. Le abre la puerta sin preguntar nada, aunque sabe que, al verla, lo adivina todo. No se atreve a mirarle a los ojos. ¿Es vergüenza, remordimiento o dolor? Probablemente, una mezcla de todo. El hombre con quien vive le pregunta si está cansada, si quiere comer algo. Ella le acaricia la mano antes de decirle que hablarán más tarde, que necesita dormir. Él asiente mientras la abraza. Es un contacto leve, que no pretende retenerla. Adivina su tristeza.