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Cuando Marcos se despidió de Mónica en el hospital, se perdió por calles luminosas. La luz puede hacer daño. Tras vivir enjaulado durante semanas, el impacto fue brusco. Tuvo que acostumbrarse a una intensidad que proclamaba la vida. Tuvo que adaptarse físicamente. Los primeros días se protegía detrás de las gafas de sol. No se atrevía a mirar las cosas sin la interferencia relativizadora de unos cristales opacos. Fue todavía más difícil asumir que todo continuaba su rumbo mientras él había perdido su propio norte. No podía soportar vivir en el piso que habían compartido. La casa estaba llena de sus pertenencias, pero ella no se encontraba allí. Estaban los libros que habían leído juntos. Se entretenía buscando las notas escritas a lápiz por Mónica. Versos subrayados, algún signo de admiración cuando no podía reprimir el entusiasmo, pequeños comentarios a pie de página. Se imaginaba que eran mensajes. Abría el armario y metía su rostro entre la ropa que conservaba su olor. Dormía con las sábanas entre las que se habían amado.
Fue una inmersión en la nostalgia que no quiso prolongar. Duró quince días escasos, porque tenía el instinto de un superviviente. Antes de ahogarse en la añoranza, se apuntó al primer tren que le pasó por delante. La idea de irse se le ocurrió de repente. Dominaba el italiano. Desde temprana edad había hecho traducciones para pagarse los estudios. Tenía contactos con editoriales en Roma. Hizo unas llamadas, concertó una precaria posibilidad de trabajo, preparó las maletas y se fue sin despedirse de nadie. Dejaba la seguridad por una incertidumbre que significaba cambios. Se marchó de la isla con un sentimiento de liberación que se mezclaba con la pena. Se sentía muy cansado. El azar condujo sus pasos hasta la piazza della Pigna. Vivió entre cajas que no se decidía a desembalar, paquetes que le servían de muebles improvisados. No le importaba. Iba tirando de los ahorros, mientras hacía avances en el aspecto laboral. Procuraba no pensar. Iba de puntillas por la vida. El resultado era que no vivía. Fueron meses de una sobria existencia. Fue vecino de Dana, en un tiempo de confusión.
La madre de Mónica era como un árbol que arraiga en la tierra. Vestida de negro, se instaló en una butaca del hospital. Desde que su hija había salido de la UCI se sentía aliviada, porque podía ocuparse de ella. Habían desaparecido los obstáculos que lo impedían. Por una parte, el aislamiento físico; por otra, aquel hombre que nunca le había gustado nada. Cuando le vio marcharse, pensó: «Cada uno por su lado.» El marido y ella se miraron de reojo. Estaban acostumbrados a entenderse sin necesidad de hablar. Hacía muchos años que se conocían, desde que eran niños en el pueblo. No recordaba cómo era la vida cuando él no formaba parte de ella. Tenían una hija. Le costó engendrarla y parirla. Habían llegado a pensar que eran estériles. Hacía veinte años que estaban casados cuando Mónica nació. Lo había deseado tanto que no lo creía. Era menuda, pero tenía los ojos muy abiertos. La sacó adelante con caldo de gallina vieja y una paciencia infinita. Siempre parecía lejana, perdida en historias que tenían poco que ver con la vida real. Su madre la imaginaba con la cabeza llena de pájaros. Estaba orgullosa cuando la maestra les decía que era una niña espabilada.
Le gustaba ir a la escuela, pero también perderse por el campo con un libro bajo el brazo. En casa no ayudaba mucho. Se escabullía de los trabajos o los terminaba de prisa. Le obsesionaba la lectura y reía con facilidad. Aquella risa era un don de Dios. Sólo de oírla, su madre se ponía contenta. Debía de ser porque ella no se reía demasiado, ni tampoco su marido. Nunca habían creído que tuvieran demasiados motivos para hacerlo. Se resignaban a una vida gris, con pocas sorpresas, con situaciones repetidas. Mónica era un punto de luz en el cielo. Sufrieron cuando se fue a estudiar fuera. Vivían pendientes de sus llamadas, de las cartas que les escribía. El marido se las leía en voz alta. Se equivocaba a menudo, aunque leía despacio, con ganas de entender cada frase. Al final, siempre añadía un par de versos. Tenían que repetirlos, hasta que llegaban a entenderlos. A veces, no comprendían casi nada. Se los aprendían de memoria y les reconfortaban hasta que volvía el cartero.
Sentada junto a la cama del hospital, dejaba que el tiempo pasara. No se impacientaba. Lo único que tenía que hacer era esperar: quedaba toda la vida para acompañarla en el sueño. ¿Cómo pudo decirles Marcos que tenían que desconectar los cables que daban vida a Mónica? ¿Qué médicos lo proponían? Los odió. «Jamás», dijo, convencida de que el marido pensaba como ella.
Pasaban los días, uno tras otro. No había partes médicos nuevos, ni ningún hecho extraordinario. Observaba a su hija, mientras se preguntaba si debía de tener frío. Se acostumbró a mirar el cuerpo inmóvil. Nada alteraba el rostro inexpresivo. «Está dormida -pensaba la mujer-. Cuando era pequeña, a veces me contaba una historia. Decía que un hada encantó a una princesa. Le hizo comer una manzana envenenada y parecía muerta. El encantamiento duró muchos años, hasta que un príncipe la salvó. No sé si vendrá alguno. Los hospitales no son lugares por donde se pierdan los príncipes. Si estuviese en un castillo, o en una cabaña en el bosque, sería distinto. Si los médicos me la dejaran llevar a casa, sé con certeza que llegaría a despertarse. Abriría los ojos cuando oyese los ruidos familiares que conoce de memoria: el ladrido de los perros, el canto de los pájaros, las voces de los vecinos, los juegos de los niños por la calle. ¡Pobre hija mía! A ella, que le daba tanto miedo la oscuridad. De pequeña nunca quería irse a la cama. Decía que la habitación se llenaba de fantasmas cuando todo estaba oscuro. Teníamos que dejarle una luz encendida, para que le hiciera compañía. ¿Y ahora? ¿Quién nos lo iba a decir? Siempre dormida, siempre a oscuras.»
Casi no salía de la habitación del hospital. Cuando el marido la obligaba, lo hacía con recelo. En el bar, pedía el menú del día y se lo comía de prisa. Por la noche, los dos salían al pasillo y comían alguna pieza de fruta que su marido había comprado. Tenían que administrar los ahorros para una estancia que podía ser larga. En el pueblo, cultivaban en una huerta verduras y fruta. Siempre podían hacer caldo de gallina o una tortilla de patatas, un plato de legumbres o de arroz. En la ciudad, todo era distinto. Se sentían inseguros, vulnerables. Él había aprendido algunos itinerarios: del hospital al mercado, del hospital a un jardincillo al que, cuando no podía soportar la espera, se iba a tomar el aire. Y de allí, al tugurio donde dormían por cuatro chavos. La mujer se marchaba sólo cuando era absolutamente necesario. Su lugar estaba junto a la cama de Mónica, su actividad principal consistía en observarla con atención. Por las mañanas ayudaba a las enfermeras. Le gustaba peinarla, como si fuera la niña que volvía a recuperar, muchos años después. Su marido era inquieto. No soportaba los espacios cerrados, ni estar demasiado rato sin moverse. Iba y venía, nervioso. Entraba en la habitación esperanzado y salía con la impotencia reflejada en los ojos.
La mirada de una mujer fija en el rostro de otra mujer.
Pasaban los días, pero no sabía cuántos. En un hospital, las horas se suceden con una lentitud que confunde la percepción del tiempo. Las mañanas transcurrían con un ritmo más ágil; las tardes se hacían eternas. Nunca se quejó. No demostraba fatiga y ocultaba la tristeza. Se acordaba del cielo del pueblo. Un día, Mónica movió una mano. Fue un movimiento casi imperceptible que sólo ella vio. Se levantó como si le hubieran dado alas. Se acercó a la cama para cogerle la mano que volvía a estar quieta. La observó, pero el gesto no se repitió. Se lo contó a su marido, que frunció el ceño mientras ella le hablaba. Le conocía aquel gesto, entre el escepticismo y la desconfianza. Intuyó que no la creía. Debía de pensar que eran imaginaciones suyas, que la inmovilidad forzada trastorna la mente. Puede suceder que confundamos lo que pasa realmente con lo que desearíamos. Es sencillo inventarse un mínimo gesto cuando queremos que sea cierto. No volvieron a hablar de ello. Al anochecer, cuando apagaron la luz de la habitación de alquiler donde dormían, le preguntó:
– ¿Estás segura? -Había un tono de ilusión incontrolable en la voz.
– Sí. -La respuesta fue contundente.
Al día siguiente, el hombre redujo las salidas. Olvidó el recorrido por el mercado y el aire del jardín en donde se sentaba todas las tardes. Cogió una silla y la colocó junto a la butaca de su mujer. Se sentaron ambos con la mirada puesta en la hija. Apenas hablaban, y continuó la vigilancia, esperando que sucediera un milagro. Volvió a repetirse la escena: la mano izquierda de Mónica se movió. Lo vieron perfectamente. No había posibilidad de error. Cada cual reaccionó de una forma distinta: su madre con una alegría silenciosa, su padre con una expresión de sorpresa casi absurda. Se miraron, y ella se limitó a decirle:
– ¿Lo ves?
Él asintió con la cabeza.
Lentamente, los movimientos se fueron haciendo más frecuentes. Mónica movía la mano con una contundencia que no dejaba lugar a dudas. Empezó a agitar los dedos. Los médicos les dijeron que era un síntoma positivo, pero que debían contener el entusiasmo. Se trataba de gestos automáticos, involuntarios; no era consciente, aunque los padres quisieran creer que regresaba al mundo. El rostro se mantenía con la misma inexpresividad a la que habían aprendido a acostumbrarse. La recuperación de los movimientos duró algún tiempo. Los primeros fueron espontáneos. Pronto respondieron al estímulo de los médicos: si le pinchaban un pie, reaccionaba moviéndolo. Ya no era la criatura inerte que se diferenciaba de los muertos porque respiraba. Aquel cuerpo inanimado, que nunca se movía, presentaba indicios de vida. Eran muy sutiles, pero los padres se sentían satisfechos. No abandonaron su lugar de vigilancia. De vez en cuando, la madre murmuraba:
– ¿Ves como no estaba muerta? Si ya lo decíamos nosotros…
Con el tono de una letanía, él le contestaba:
– ¡Por supuesto que lo decíamos!
Mónica movió los labios. Parecía una tímida sonrisa. Los padres la observaban con una emoción contenida. Serían los únicos testigos:
– Ha sonreído -dijo su madre.
– ¿A nosotros? -preguntó él, con una alegría pueril.
– Sí. Creo que sí.
– Se lo tenemos que decir a los médicos.
– Se lo diremos mañana, cuando pasen a verla. Ahora tenemos que hacer otra cosa. Deberíamos haberlo pensado antes.
– ¿Qué tenemos que hacer, mujer?
– Hablarle mucho. Hemos estado demasiado tiempo callados. ¿No recuerdas cómo le gustaban las palabras? Ellas nos la devolverán.
Se miraron con una complicidad infinita. Pensaron que se les había contagiado la sonrisa de Mónica. Acercaron las sillas hasta la cabecera de la cama. Ninguno de los dos sabía cómo tenía que empezar. Era gente parca en palabras, demasiado acostumbrada al silencio. Su madre hizo un esfuerzo por recuperar fragmentos de los cuentos que le contaba cuando era una niña. Tuvo que concentrarse, porque casi los había olvidado.
Los relatos surgieron confusos, con una mezcla mágica de personajes y de historias. La Mónica de antes se habría reído a carcajadas si hubiera visto sus esfuerzos para despertarla. La mujer empezó a hablar con inseguridad, pero la entonación fue haciéndose firme. Pronunciaba las frases en voz baja, vacilante, llena de ternura. Le decía que había una vez un príncipe que cabalgaba en un caballo blanco, princesas que se parecían a ella, brujas amables y lobos tristes porque habían perdido los dientes. Le dibujaba un paisaje de palacios maravillosos, de extensos bosques, de hombres diminutos, de mercados en los que se vendían pedazos del arco iris. Le contaba que en un lugar, oculto entre las montañas, había un tesoro, que las hadas volaban entre el polvillo del aire, que había flores que se podían comer porque dejaban en la boca un sabor a limón o a canela.
Pensaba que ella reconocía su voz, que se mostraba satisfecha cuando le hablaba. Pasó tiempo hasta que entreabrió los párpados. A su madre se le quebró una frase y no pudo acabarla. Se sintió contenta y desolada a la vez. ¿Cómo podría describirlo? La mirada que adivinó era mortecina. No tenía nada que ver con la vivacidad del pasado, con la imagen que guardaba en el corazón. Continuó el relato, porque sabía que no le gustaban las historias inacabadas. Luego se lo contó a sn marido y a los médicos. Pocos días después, Mónica emitió algunos sonidos guturales. No eran palabras, sino intentos para expresar palabras; tentativas que no tenían éxito, que le recordaban a una niña que todavía no ha aprendido a hablar. Tenía la impresión de que quería imitar sus frases.
La trasladaron a un hospital de rehabilitación. Allí estuvieron más de dos años, porque los avances eran lentos. El padre se acostumbró a ir y venir, porque no podían abandonar la casa ni a los animales a merced de la buena voluntad de los vecinos. Tenía que cultivar la huerta. La madre continuó instalada en una butaca, observando las evoluciones de su hija. Tuvo que aprender a andar. Todos los días hacía ejercicios en dos barras fijas, entre las que había una cinta que la ayudaba a dar los pasos. Aparecieron las primeras palabras, y el rostro macilento de aquella mujer se iluminó. Una logopeda trabajaba el habla. Cuando la oía decir «madre», se imaginaba que era pequeña y la llamaba balbuciente. Había vuelto a la vida con la memoria malograda.
No sabía cómo se llamaba. No recordaba dónde había nacido. Ni siquiera el nombre de sus padres. Se lo tuvieron que enseñar. A veces, pronunciaba alguna palabra incomprensible. Inesperadamente, cuando le dijeron que lo que llevaba en los pies eran unos zapatos, preguntó:
– ¿De cristal?
Nadie le respondió, porque no sabían lo que quería decir. Recuperaba el nombre de algún poeta. Era un extraño prodigio. No sabía en qué escuela había estudiado, pero murmuraba «Espriu» o «Leopardi». Eran los restos que quedaban en su cerebro del amor por la poesía. A su madre le extrañaba que nunca recitara ningún verso.
La ayudaban sin éxito a adentrarse en el pozo de la memoria. Era una tarea complicada, porque había muchos espacios oscuros. Les dijeron que tenían que reeducarla.
«Como si volviera a la escuela», se dijo la madre a sí misma. Costaba entenderlo y aceptarlo, pero continuaba junto a su hija. Celebraba cada uno de sus pequeños triunfos. Una mañana, sin motivo alguno, Mónica pronunció el nombre del pueblo. Entonces, ella le describió un paisaje de montañas verdes y cielos azules. Su padre disimuló el llanto cuando se lo contó por teléfono. Tenían la sensación de que la vida de su hija se había roto. En aquel edificio, intentaban curarle las llagas, cauterizarle las heridas, los desgarros. Parecía un animalito satisfecho. Comía y bebía con moderación. Hacía los ejercicios sin plantear preguntas. Murmuraba una palabra cualquiera como si fuera un descubrimiento inaudito. Decía otra que ignoraban a qué hacía referencia.
Habitaba un mundo pequeño donde sólo contaba el presente. El pasado era una entelequia. Hacía falta recuperar algunos episodios, reconstruir aprendizajes, encontrar habilidades perdidas, poblar la desmemoria. Lo decían los demás, porque ella no manifestó nunca ninguna prisa. Ni tampoco demasiadas emociones. Su mundo afectivo se había reducido a las personas que la rodeaban. Ninguna figura del pasado aparecía para enturbiar su plácida vida.
Después de dos años, tres meses y veintiocho días en el hospital, con una existencia monótona, casi de clausura, en la que cada jornada era idéntica a la anterior, le dijeron que podía salir los fines de semana. Se iniciaba una etapa nueva de contacto con la realidad, de aproximación a los lugares conocidos. Los padres recibieron la noticia con euforia. Mónica no compartió su entusiasmo, ni experimentó demasiadas ganas de volver al pueblo. Vivía los hechos sin involucrarse, como si mirara los acontecimientos desde lejos. Todo en ella era lento, pausado, porque regresaba de un lugar remoto. Los impulsos y el entusiasmo habían ido hundiéndose en el mar hasta la nada. Tenía poco que ver con la criatura inquieta que había sido. Llegaron una mañana de lluvia. Los tejados de las casas hacían pendiente, y el agua formaba burbujas al caer. Observarlo la hizo sonreír. Desde lejos, vieron el campanario de la iglesia, la plaza, las calles. Su madre esperaba alguna reacción, preguntándose si reconocería los lugares en donde había crecido, pero su rostro permanecía inmutable. Con los ojos semicerrados, como si luchara por recomponer las piezas de un rompecabezas, parecía hacer un esfuerzo. Su padre le dijo:
– No te canses, hija. Te adaptarás.
– Sí -respondió-. He de mirarlo todo. Tengo la sensación de haber estado aquí hace mucho tiempo.
– Claro. ¿Recuerdas algún rincón? ¿Ves aquel banco? Te gustaba sentarte en él con las amigas.
– Sí. Me lo ha contado mamá. No sé si me acuerdo o si sólo recuerdo las palabras de ella describiéndomelo. -Parecía triste.
– Tranquila. Acabamos de llegar. Vamos a casa.
Recorrió el huertecito donde cultivaban tomates. Vio los naranjos, el pozo, el patio por donde corría de niña. Las gallinas se alborotaron al recibirla. Tenía una sonrisa imprecisa. El lugar le resultaba grato, pero no experimentaba ninguna emoción. Tenía ganas de estar tranquila, de no tener que hacer el esfuerzo de recordar; recordar era doloroso. Quería un presente de mañanas soleadas, de pequeños paseos. Rehuía la presencia de conocidos, que acudían a darle la bienvenida. Eran gente extraña, a quien habría querido hacer desaparecer. Con sus padres tenía suficiente. Durante la semana convivía con los médicos que la ayudaban sin coaccionarla, que sabía que eran sus amigos. Los sábados hacía el trayecto hasta el pueblo, que la dejaba rendida.
Tuvo que reencontrarse con los objetos que le habían llenado la vida. En la habitación, estaban los libros de la adolescencia, la fotografía de las compañeras de la escuela, la ropa que olía a armario, la caja de música, con las notas de una canción que, en otros tiempos, había cantado. Recuperar tantas cosas suponía una tarea enorme. A veces, se pasaba un rato observando un objeto cualquiera; lo miraba con unos ojos extraviados, que venían de lejos. Podía ser una muñeca de trapo que debía de tener un nombre que no recordaba. Su madre intentaba ayudarla:
– La llamabas Mireia. ¿Te acuerdas?
– Quizá sí.
Podía ser un libro forrado de piel, un jersey de lana, la esquina desconchada de la cómoda. Se imaginaba que, detrás de cada cosa, había una historia que había formado parte de su vida. Recuperaba fragmentos de recuerdos. Se alegraba sin aspavientos. A menudo le resultaba un esfuerzo inútil. Muchas mañanas, desayunaba debajo del almez del patio. Tomaba la leche con un trozo de torta que iban a comprarle al horno, y que se fundía en la boca. Miraba el periódico. Al principio, las fotografías; después, los titulares. Pasó mucho tiempo antes de que fuera capaz de leer el contenido.
La aproximación a los libros fue muy lenta. Su padre le leía versos en voz alta. Fue idea de su madre, que quería devolverle lo que había querido. No era un buen rapsoda; ni siquiera un lector mínimamente correcto: se le trababa la voz en cada frase, pero continuaba. Se proponía no ponerse nervioso, hablar sin prisa, mientras le sudaban las manos. A Mónica la emocionó más su perseverancia que el reencuentro con los poemas. Verle leyendo con dificultades, sin quejarse, la enternecía. Le gustaba observar su perfil, inclinado sobre las páginas. A través de aquellas lecturas que desvirtuaban el sentido de los versos, que sustituían una palabra por otra, que no encontraban la entonación correcta, recobró la poesía.
Fueron pasando los días, los meses y los años. La vida estaba hecha de rutinas que le resultaban gratas. Cuando le permitieron abandonar el hospital e ir sólo para visitas esporádicas, se instaló en el pueblo. Se levantaba y se iba a dormir con el sol. Aprendió a hacer pasteles de fruta. Releía libros casi olvidados, y volvía a saborear el placer de la lectura. Cuando los vecinos los visitaban, no quería escaparse. Se hizo amiga de la bibliotecaria del pueblo y, algunas tardes, la ayudaba. Los niños iban allí a hacer los deberes al salir de la escuela; se sabía los nombres, conocía sus casas. Consciente de que vivía llena de lagunas, no añoraba nada. Sabía que había vuelto de un sueño que se parecía a la muerte. Se sentía afortunada.
Empezaron las imágenes. Había apariciones esporádicas que se difuminaban en una niebla imprecisa, hasta que fueron tomando forma. La figura que la visitaba formaba parte del pasado; estaba segura. Alguien se esforzaba por abrirse camino en su memoria. ¿Un recuerdo perdido que volvía? Era un rostro de facciones desdibujadas, que se iban perfilando con lentitud. Se alternaban secuencias vividas. Ella y él paseando por unas calles que no eran las del pueblo. Una habitación en donde se sentía cómoda. Hileras de zapatos en un armario. Un cuerpo buscando su cuerpo. Sesiones de cine. Conversaciones. Muchos versos compartidos. La complicidad profunda. Ignoraba quién era y cómo se llamaba. No sabía si había existido alguna vez. ¿Un personaje que había decidido iniciar el viaje de regreso? ¿Se trataba de una invención de la mente? Antes de dormirse, le esperaba. Conjuraba su presencia. Iba adquiriendo precisión. Durante muchos meses, no lo habló con nadie. No se lo dijo a sus padres ni a la psicóloga. Vivía encuentros nocturnos con una ilusión que creía borrada de su vida. Una mañana, mientras metía un pastel en el horno de casa, miró a su madre a los ojos. Entonces le preguntó dónde estaba Marcos.
Esquivar a dos personas a la vez no es sencillo. Huir de los intentos de diálogo de Gabriele y de los encuentros con Ignacio se convierte en un ejercicio casi de acrobacia mental. Intervienen el ingenio y la necesidad de ganar tiempo. Dana convierte su vida en una escapada. La historia vivida parece un círculo que vuelve. Hace años, se escabullía de sí misma. Buscaba paisajes que la ayudaran a dejar atrás la tristeza. El tiempo la fue borrando. Ahora huye de dos hombres. Tiene una conversación pendiente con ambos, pero no encuentra fuerzas para enfrentarse a ella. «¿Qué debo decirles?», se pregunta. El pensamiento confuso cae en la contradicción más profunda. El ánimo oscila entre el pesar por la traición a uno y la euforia del reencuentro con el otro. Oscila entre la mala conciencia de quien se siente traidora y la sorpresa en mayúsculas. Se tambalea cuando es incapaz de sostener la mirada de Gabriele, que busca sus ojos. Vacila mientras recorre caminos poco habituales para ir al trabajo, deja de frecuentar los lugares de siempre, da órdenes estrictas a sus compañeros para que, cuando alguien pregunta por ella, digan que no está.
Esconderse por las calles no resulta agradable. Tampoco lo es colgar el teléfono al oír la voz de Ignacio. Se acostumbra a vivir con el móvil desconectado. Si está sola en casa, cierra la puerta con llave y no la abre nunca. Elude cualquier posibilidad de contacto. No quiere volver a verle.
Está decidida a no encontrárselo hasta que haya tenido tiempo para reflexionar. La relación con Gabriele pasa por un momento difícil. Se ven todos los días, comparten techo, pero es como si ella no estuviera. Le intuye expectante; nota cómo sigue cada uno de sus movimientos, los gestos, las palabras escasas. Aunque sea un hombre paciente, adivina que la situación le desborda. ¿Qué le dirá cuando le pida explicaciones? Se lo pregunta a menudo. ¿Cómo puede hacerle entender que le quiere como antes, pero que un elemento imprevisible ha interferido en sus vidas? ¿Cómo decirle que lo siente, pero que el pasado irrumpe con fuerza? A veces, se autoflagela. La mala conciencia le golpea el cuerpo como un látigo. A menudo intenta relativizarlo. Se justifica pensando que vivió un momento de locura, que no siempre se puede controlar todo. Recuerda la sensación de vida que experimentó en los brazos de Ignacio, mientras bendice la hora de su regreso. Por un instante piensa blanco, pero en seguida se inclina por el negro. Cuando está a punto de marcar el número de Ignacio para decirle que se marche de Roma, cuelga el aparato. Si se acerca a Gabriele, conmovida y arrepentida, algo desconocido la detiene. Cree estar loca. Desconfía de sus propios actos, duda de lo que quiere. Por eso se escapa, mientras espera que el tiempo -el gran aliado- le devuelva la capacidad de saber qué busca.
Gabriele vive un calvario. Él, que es un hombre de reacciones contundentes, tiene que hacer un esfuerzo por reprimirse. ¿Cuántas veces ha estado a punto de pedirle por compasión, o de exigirle en nombre del derecho que dan la lealtad y la vida en común, que le diga qué piensa hacer? ¿Le abandonará como a un perro, sin ningún pesar? ¿Recuperarán lo que construyeron? Se pregunta cómo ha podido suceder. Las historias no se diluyen en la nada; no desaparecen, perdidas en el aire. Había creído que habitaban en una fortaleza inexpugnable. Procura trabajar muchas horas, porque la compañía de Dana le entristece profundamente. Es otra mujer. Habría querido convencerla. Podría hacer una larga lista de todas las cosas que está a punto de lanzar por la borda. Dosis proporcionadas de prudencia y de orgullo herido hacen que se calle. ¿Cómo ha podido olvidar Ferrara? ¿Cómo se borran diez años en un solo instante? Antes de precipitarse, opta por la contención. No sabe si es una estrategia o un acto de cobardía.
Visita al abuelo moribundo. El hombre conserva un hilo de voz, la cabeza lúcida. Ha sentido el deseo de confesarle lo que les pasa. Le gustaría actuar como el niño que fue: reclinar la frente sobre el pecho del más anciano de los Piletti, sentir su mano cansada dándole consuelo. Querría decirle que no puede soportarlo. El hombre, incluso enfermo, tiene una intuición difícil de describir. Cuando era un niño, Gabriele estaba convencido de que podía leerle el pensamiento. Como si retrocediera en el tiempo, ahora lo cree de nuevo. Le ha preguntado por Dana. Le ha dicho en un tono preocupado que parece triste. Vencida la tentación de la confidencia, se lo niega. Se esfuerza por improvisar una broma absurda. En el último momento, se calla. Lo ha decidido. Tendrá toda la paciencia del mundo. La esperará por una única razón: es la mujer a la que ama.
Ignacio ha pasado de la euforia al desconcierto. El proceso se ha prolongado durante días de búsqueda y noches de insomnio. Cuando se despidió de Dana, se sentía pictórico. Volvía a ser el hombre de antes, aquel que había llegado a olvidar. Sentía la juventud en sus venas; una inyección de vida en el corazón. Pocas veces la existencia nos ofrece una segunda oportunidad. Era consciente y agradecía al azar, al destino, a los dioses, aquel prodigio. Era un hombre reconciliado con el mundo, dispuesto a reescribir su propia historia.
Al día siguiente inició la persecución. Las primeras llamadas sin respuesta no le alarmaron. La imaginó agobiada, confusa. Era lógico que necesitara tiempo. Aunque hubiera actuado a fuerza de impulsos, intuía que tenía que reprimir tanta excitación. Tras recapacitar sobre el tema, decidió que tenía que actuar con delicadeza. Aprender a ser sutil para no asustarla, para no ponerla entre la espada y la pared. Él había tenido tiempo de hacerse a la idea del encuentro, mientras que Dana no esperaba verle. Partían de posiciones diferentes. Él había preparado una estrategia, pero ella no lo sabía. Tenía que entenderla, no permitir que tuviera miedo.
En cuanto en el Instituto Cervantes le dijeron, por tercer día consecutivo, que no sabían si Dana iría a trabajar, y que les era imposible transmitirle mensajes, Ignacio pasó de la extrañeza a la incredulidad. Recelaba de los compañeros de la mujer, de los vecinos que le espiaban, de aquella estúpida llamada Matilde, convertida en un vigilante que no pierde la pista de su víctima. Fue a los bares que antes de todo eso le habían asegurado que frecuentaba. Nadie sabía nada. El quinto día se apostó en la puerta del instituto, decidido a interceptar su paso. Avisada por una colega, Dana se encerró en casa. Pretextó un problema de salud para no tener que salir a la calle. No mentía: su estado físico era el de una persona enferma. Tenía el ánimo bajo cero, la tristeza en los ojos. No podía moverse, era incapaz de pensar. La presión de Ignacio le resultaba insoportable. La presión sutil de Gabriele la angustiaba. Una pregunta la obsesionaba: ¿cómo puede desbocarse la vida en un instante? «Diez años para rehacerla y pocos minutos para mandarlo todo al garete», pensaba. No quería ver a nadie.
Ha pasado una semana justa. Siete días cilicios de jugar al escondite, de rehuir las conversaciones, de negar la realidad. Son las ocho de la mañana. Gabriele se ha levantado. No ha permitido que el despertador sonara demasiado rato, porque ella tiene el sueño ligero. Antes de meterse en la ducha la ha besado en la frente; un beso suave. Finge estar dormida, aunque no ha podido conciliar el sueño en toda la noche. Inmóvil, su cabeza es una noria de feria. Hay una suma de imágenes que mezclan el pasado y el presente. Los escenarios de la isla se superponen con los de Roma. Se confunden el piso de Sant Jaume y el de la piazz.a della Pigna. ¿Con quién mantuvo aquella conversación? No tenían demasiados puntos en común. El buen gusto, que se inclina hacia la vertiente más práctica en Ignacio, y que opta por las sutilezas en Gabriele. Los dos saben escoger un buen vino, son generosos, amables. Estas cualidades, que enumeradas genéricamente pueden parecer fáciles de identificar, se distancian a la hora de concretarse en cada uno de ellos.
Nunca lo había pensado, porque ocupaban lugares distintos y no se le ocurría compararlos. La gentileza de Gabriele tiene aires de caballero de otras épocas. Debe de ser la herencia del abuelo, que se prolonga en el nieto, pero que sabe mezclar con una espontaneidad deliciosa. La amabilidad de Ignacio está hecha de gestos seguros, de sorpresas preparadas con delicadeza. Por lo demás, no se asemejan en nada. Son mundos opuestos que ha compartido, en momentos distantes de la vida. Admiraba la actividad frenética de Ignacio, la palabra hábil del abogado con re cursos, el ingenio pícaro. Adora la búsqueda constante de Gabriele, su tributo a la belleza, la curiosidad incansable. Uno la traicionó; el otro sería incapaz. Mientras lo piensa, se dice que no tendría que compararlos. ¿A qué viene analizar los paralelismos y la carencia de coincidencias? No tiene que hacer una lista. Los sentimientos que le provocan no pueden describirse enumerando las características de sus formas de ser. Ni siquiera matizándolos; es más complejo. Cuando suena el timbre de la puerta, esconde la cabeza bajo la almohada.
Oye los pasos de Gabriele, que va a abrir. Querría detenerle, porque presiente quién llega. Está a punto de saltar de la cama, pero la vence una cobardía infinita que la hunde aún más entre las sábanas. Percibe las voces de los dos hombres. No puede entender lo que dicen, porque hablan de manera contenida, sin elevar el tono. Son educados: otro punto en común, piensa con cierta sorna, porque, en un momento lleno de tensión, no puede dejar de establecer entre ellos lazos casi invisibles. Distingue quién es uno y quién es el otro por el timbre de voz de unas palabras que no entiende. Le parece que Gabriele controla mejor la situación. Habla con una serenidad que le recuerda al hombre que conoció. Ignacio está más alterado. No se esfuerza por disimular su urgencia de verla. Dana se propone concentrarse, porque querría escuchar cada palabra y saber su significado, hasta que se deja vencer por la impotencia de quien no puede hacer nada.
En el umbral de la puerta, las facciones se endurecen pero las palabras no expresan nerviosismo. Gabriele no se pierde en preámbulos:
– Tú eres Ignacio. Tenía ganas de verte de cerca. ¿Qué buscas en mi casa?
– He venido a verla. Necesito hablar con ella. -Se expresa como si se tragara las palabras. Tiene el rostro crispado. Son muchos recorridos inútiles, demasiados días de espera. Siente que está al límite, pero no pretende demostrarlo.
– No quiere hablar contigo. Ésa es mi opinión. ¿Te has parado a pensarlo?
– No me dio esa impresión hace una semana. ¿Tengo que describirte los detalles de nuestro encuentro?
– No hace falta. -Pequeños surcos le pueblan la frente-. Si alguien tiene que decirme algo, es ella. Tus versiones no me interesan.
– ¿Habéis hablado? -Hay un débil hilo de esperanza en su voz. El otro puede captarlo y se apresura a tomar posiciones.
– Vive conmigo. No es extraño que conversemos, ¿no te parece? Tú, en cambio, no has vuelto a hablar con ella. ¿No te dice algo su silencio? -Sabe que pisa terreno resbaladizo, pero no quiere que el otro lo adivine. Se ha dado cuenta de pronto: Dana no sólo se está escapando de él, sino también de Ignacio. Quiere aprovechar la ventaja del descubrimiento para desconcertarle todavía más.
Le escucha con atención:
– He pensado que está confundida. Todo ha sido tan de repente. Debe de sentirse muy angustiada. Reconozco que le hice daño -dice Ignacio.
– Tu comportamiento no fue el propio de un caballero, si me permites el comentario. Han pasado diez años, pero hay cosas que no se olvidan.
– No volverá a suceder jamás.
– Puedes estar seguro. Entre otras razones, porque ahora estoy yo aquí para impedirlo. ¿Contabas con ello?
– Dile que salga. Quiero hablar con ella.
– No es una prisionera en esta casa. Supongo que te lo imaginas. Si no sale a recibirte, es porque no quiere verte. No hay más razones.
– Pero… el otro día…
– El otro día bajó la guardia. No te esperaba, y la sorprendiste. De hecho, ha cambiado mucho. En diez años, la gente se transforma. Sois dos desconocidos; ha reflexionado sobre ello. ¿No crees que, en una semana, hay tiempo suficiente para decidirse? No te quiere ver. No tiene la más mínima intención de saber nada más de ti.
– ¿Por qué no me lo dice a la cara? -Ignacio eleva el tono de voz, y la pregunta llega hasta la habitación en donde ella está paralizada.
– No tiene por qué hacerlo. Tú no lo mereces. ¿Qué esperabas? Creo que no tienes muy buena memoria. La dejaste con una llamada telefónica. ¿Te acuerdas? Pocas justificaciones, ganas de deshacerte de un estorbo, ¿no? Reconocerás que no fue un comportamiento muy elegante. ¿Te sientes muy orgulloso de lo que hiciste?
– Me siento avergonzado.
– Sólo te queda un camino.
– ¿Cuál?
– Piénsalo.
– No me vengas con adivinanzas. Estoy agotado. Lo he dejado todo por venir aquí. Mi vida se ha roto y yo también soy un hombre roto. -Ha bajado la guardia.
– Estás en una ciudad extraña, con gente que no te quiere, persiguiendo a una mujer que desea borrarte para siempre de su vida. Al fin y al cabo, una situación ridícula. Vete. Aún estás a tiempo de recuperar la dignidad.
– ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que has perdido. Vamos. Tengo el coche aparcado en la plaza, pasaremos por la pensión, recogerás tus pertenencias, y te acompañaré al aeropuerto. Hoy mismo puedes estar en Palma.
– No, no. ¿Estás loco? Quiero verla.
– Tú eres el loco. ¿Vienes conmigo y salvas los restos de tu vida anterior o te quedas aquí para naufragar por completo? Elige.
– No quiero irme.
– No tengo tiempo que perder. No la verás, y no será porque yo lo evite. Ha sido su decisión. Ahora te toca decidir a ti.
– De acuerdo. No puedo más: marchémonos.
Gabriele conduce con firmeza. Mira la línea gris del asfalto y se concentra. Si se pudieran recorrer distancias con el pensamiento, ya habrían llegado. Con las manos al volante, permanece callado. Lo único que le interesa es llegar al aeropuerto. A través de su agente de viajes, ha llevado a cabo las consultas pertinentes. Faltan dos horas y media para que salga un vuelo con destino a Barcelona. La conexión con Palma es automática. Ha hecho las reservas con una rapidez que desarma a Ignacio. Es sencillo dejar que alguien tome la iniciativa cuando navegas en un mar de dudas. Se perfila la línea del campo romano. Un horizonte en verde, lleno de falsas esperanzas. Ignacio está literalmente hundido en el asiento. Parece un muñeco que ha perdido la compostura. Piensa en los días pasados: la búsqueda incansable, el breve encuentro, el desconcierto y la sensación de derrota. Muchas sensaciones contrapuestas. Se impone un sentimiento de fatiga inmensa. No se hablan, porque no hay nada que decir. Han dejado de lado las formas. La educación es un disfraz que se apresuran a obviar. No les hace falta ser hipócritas cuando están a punto de despedirse. Gabriele no puede evitar una chispa de curiosidad:
– Dime, ¿cómo la encontraste?
– El azar y tú me ayudasteis.
– ¿Cómo?
– Fue tu cartera. ¡Ah, sí! No me había acordado de devolvértela.
Se saca la cartera del bolsillo y se la da a Gabriele, que hace un gesto de sorpresa mientras la deja en el asiento de atrás. Exclama:
– La perdí. ¿Dónde la encontraste?
– En el aeropuerto. Tú cogías un avión con destino a Roma. Yo estaba a punto de salir hacia Palma. Estabas sentado frente a mí, leyendo un periódico. Cuando te levantaste, se te cayó. Entonces descubrí la fotografía.
– En el aeropuerto… Es curioso. Nos encontramos en uno y nos despediremos en otro. Me alegra que esto se acabe.
– Me lo imagino.
Se hace el silencio. La expresión de sus rostros es grave. Tiene la rigidez de las máscaras, que no expresan ni alegría ni dolor; rasgos sin vida. Gabriele está impaciente por llegar. Piensa que se asegurará de que coge el avión. Quiere verlo facturar, pasar el control de pasajeros, desaparecer de su vista. Mirará cómo el aparato despega, y volverá a casa con la sensación de que el mundo es nuevo. Esa noche llevará a Dana a un restaurante que han abierto hace poco. Le regalará un collar antiguo de oro y campanillas de cristal. Lo compró en una subasta pensando en ella, pero todavía no ha tenido ocasión de dárselo. Dedicará el resto de su existencia a hacerla feliz. Mientras tanto, una idea se impone al caos que es la mente de Ignacio: se pregunta si quiere renunciar a la mujer que ama. ¿Se siente vencido o ha claudicado en un instante de flaqueza? Vuelve a recordar el cuerpo de ella entre sus brazos. No había mentiras, ni miedos. Compartieron la verdad secreta de un amor que regresa en contra de los demás, pese a sí mismos. La quiere, pero volverá a actuar como un cobarde. Ya lo hizo una vez. La dejó por una vida que no desea, por una historia acabada. Nunca volverá con Marta. Se pregunta cómo ha podido aceptar irse. Si se va, le acompañará para siempre el mal sabor de la derrota, la culpa de la inconstancia. El deseo de hablar toma protagonismo. Exclama:
– Quiero volver a Roma.
El otro tiene una reacción agresiva:
– ¿De qué me hablas? Estás loco.
– No me importa lo que pienses, pero no estoy dispuesto a coger ningún avión.
– ¿Qué dices?
– Da la vuelta, si no quieres que salte del coche.
– ¿Ves como desvarías?
– Para inmediatamente.
Gabriele pisa el acelerador. Una niebla se le pone ante los ojos. No sabe si son nubes o una lluvia de lágrimas. El coche se desvía del carril de la autopista. Intenta controlarlo. Ignacio da un giro brusco al volante antes de que se produzca la catástrofe. Cualquier tentativa es infructuosa. La carrocería choca contra el asfalto. Una, dos, tres vueltas de campana. Se disparan los airbags. Todo es oscuridad. El estrépito se oye desde lejos. Quién sabe si llega hasta el verde del horizonte, o incluso más allá.
Acaba de salir de la ducha. Lleva el pelo húmedo y una bata ceñida a la cintura. Se mira al espejo. Ve las huellas de los últimos días. Sin maquillaje, su rostro es un reflejo del miedo. Pese a las facciones desencajadas, los ojos imponen su profundidad. Intenta pellizcarse las mejillas, en un afán de recobrar el color. Se pregunta adonde se han marchado, pero no encuentra explicaciones. La sensación de liberación, aunque sea momentánea, vence la curiosidad. Ha oído el ruido de la puerta al cerrarse. Pasa el tiempo. Tras mucho silencio, se ha decidido a salir. Con un temor absurdo, ha recorrido las habitaciones. Ha comprobado lo que ya intuía: no hay nadie en casa. Se para delante de los tres cuadros. Mira a la mujer de la primavera, a la del verano, a la del otoño. Recuerda cuánto las deseó, con qué ilusión acudía a su cita, cuando aún no conocía a nadie en la ciudad. Piensa en Gabriele. Su expresión era alegre cuando fue a visitarla con las pinturas. Es como si lo oyera de nuevo: «La mujer del invierno eres tú.» Le tiemblan las manos al evocar aquellos días. Era un amor que nacía para transformarle la vida. Han sido diez años buenos. Piensa que la felicidad debe de ser algo muy parecido. Evoca sus rizos y sonríe sin quererlo. El rostro de Ignacio se superpone al de Gabriele. No es una sustitución de rasgos, sino una suma. Rechaza estos pensamientos al oír de nuevo el timbre.
Hay dos hombres en la puerta de su casa. No los conoce, pero tienen un gesto serio que le inspira desconfianza. Van vestidos de uniforme. «¿La policía?», se pregunta con extrañeza. Son altos, inexpresivos. Se ciñe mejor la bata, cuando los mira. Tiene la impresión de que estuvieran examinándola con la mirada. No adivina curiosidad ni lascivia; una rutina conocida por la que se dejan llevar. Van directos al grano:
– ¿Es éste el domicilio del señor Gabriele Piletti?
– Sí.
– ¿Es usted familiar suyo?
– ¿Por qué? ¿Le buscan?
– No exactamente. Hemos encontrado su documentación.
– Ya lo entiendo. Han encontrado su documento de identidad. -Suspira, antes de continuar-. Hace días que perdió la cartera. Gracias por traerla, son muy amables.
– No, no. Ha habido un accidente en la autopista que va al aeropuerto.
– ¿Un accidente?
– En el coche, un Alfa Romeo verde oscuro, viajaban dos hombres. Uno está muy grave. El otro ha muerto.
Dana cae al suelo, desplomada. Ellos se miran. No han tenido tiempo de sujetarla. Antes de perder la conciencia, tiene la sensación de que se le desmenuza la vida.
Tumbada en el sofá, Dana recupera la percepción de las cosas. Es un regreso lento, porque no querría despertar. Intuye que significa encararse con el horror, hacerle frente. No abre los ojos ni mueve un solo músculo. Esa quietud contrasta con la marea de los pensamientos, que no descansan. Se concentra en un deseo. Cuando era pequeña, lo hacía a menudo: desear algo con todas las fuerzas, para que se produzca un milagro que nos salvará la vida. Ella quiere que el tiempo dé marcha atrás. Las agujas del reloj tienen que girar al revés. ¿Es una exigencia absurda? ¿Pide demasiado? Está a punto de gritar que no, que unas horas no significan nada en el transcurso del universo, que no es un capricho.
No costaría demasiado. No suplica que pasen años, ni meses, ni que los días vuelvan atrás. Sólo el tiempo justo para que suene el despertador. Gabriele se levantará de la cama como todas las mañanas. Volverá a sentir el roce de sus labios, pero no fingirá estar dormida. Se levantará y le abrirá la puerta a Ignacio. Impedirá que se marchen juntos en un viaje infernal. A través de los párpados cerrados, se le escapan las lágrimas. «¿Quién es el muerto?», se pregunta con angustia. Desde que ha recuperado la percepción de la realidad, no se atreve a formular el interrogante. La pregunta es terrible; la respuesta, demasiado dura. No quiere que haya un muerto. Ese ser anónimo que ya no existe pronto tendrá una identidad. Será uno u otro, no hay más alternativas. ¿Por qué tiene que ser así, inevitablemente? Gabriele o Ignacio han desaparecido del mundo de los vivos. ¿Cómo puede continuar viva, con esa incógnita? Es dolorosa la lucidez con que se da cuenta de lo que pasa, aunque haga creer a los demás que no está consciente. Querría morirse. Lo había deseado hace mucho tiempo, antes de abandonar Mallorca. Cambiaría su propia vida por la de quien, en algún momento, tendrá nombre propio. Será un rostro condenado a vivir por siempre jamás en el recuerdo. No puede soportar pensarlo. Estaría dispuesta a un intercambio sin palabras. Nadie tendría por qué saberlo.
Figuras silenciosas se mueven a su alrededor. Percibe su presencia, pero no las identifica. Hablan en voz baja, como si no quisieran estorbarle el sueño. Forman parte de una escenografía que no reconoce desde esa ceguera autoimpuesta. Haciendo un esfuerzo, abre los párpados, pero el contraste de sombra a claridad es muy brusco. Un fino rayo de luz la deslumbra. En un movimiento instintivo, frunce la frente. Alguien se da cuenta y se apresura a cerrar las cortinas. Un murmullo recorre el salón. Reconoce a Antonia, que tiene una expresión inquieta en los ojos. Intenta incorporarse, pero el movimiento resulta demasiado brusco. Todo le da vueltas. Extiende la mano a la vecina, y le ruega:
– Tú lo sabes. ¿Qué ha pasado? Dímelo.
La otra tiene un aspecto irreconocible. Ha vivido una metamorfosis desafortunada. Golpeada por las circunstancias, la mujer fuerte se ha convertido en una criatura. Le aprieta los dedos mientras la observa con el rostro desencajado. Habla:
– No lo sé. Te lo juro.
– ¿Qué haces aquí, entonces?
– Me han avisado. Me han dicho que Gabriele ha tenido un incidente en la autopista. He venido en seguida.
– ¿Quién hay aquí?
– La vecina del tercero y una enfermera. Habías perdido el sentido.
– ¿Dónde están los policías?
– Hace rato que se han ido. Son personas de pocas palabras. Me he cruzado con ellos en la puerta, pero no me han querido dar explicaciones. Han dejado un papel para ti.
– ¿Y Marcos? ¿Por qué no ha venido?
– Tampoco lo sé. Se fue anoche. No me dejó ni una nota. No puedo localizarle.
– Tienes que encontrarle. Tienes que decirle que le necesito, que hicimos un pacto. Recuérdale al Pasquino, aunque hayan pasado los años. Tiene que acordarse; hoy más que nunca.
– No contesta a ninguna llamada. Tiene el móvil desconectado. -Antonia baja los ojos-. Ni siquiera sé si está en Roma. ¿Sabes?, yo también le necesito.
– Quiero que se vayan esas mujeres. Hazlas salir.
En ese preciso momento, la enfermera se acerca. Lleva una píldora en una mano. En la otra, un vaso de agua. Dana hace un movimiento de rechazo. La mira con desconfianza, recelosa.
– ¿Qué me quiere hacer tomar? -le pregunta.
– Es un tranquilizante. No se preocupe. -Habla en un tono educado.
– ¿Que no me preocupe, dice? -La mira con odio-. No me dormirá. He perdido demasiado tiempo, ¿me oye? No permitiré que me deje fuera de juego. Quiero saber lo que pasa. No me ahorraré ni un minuto de sufrimiento, si eso supone no vivir lo que estoy viviendo. ¿Se lo tengo que repetir? Ahora, váyase. Antonia, sé amable y acompaña a estas señoras a la puerta.
Cuando Antonia regresa, la encuentra incorporada en el sofá. Tiene el cuerpo inclinado hacia adelante, con el balanceo de quien no se atreve a ponerse en pie. La ayuda a levantarse, ofreciéndole el brazo para que se apoye. Dana se da cuenta de que aún lleva puesta la bata.
– Tengo que vestirme. ¿Puedes acompañarme a la habitación?
– Sí, claro.
– Escucha, ¿qué pone el escrito? Me has dicho que los policías habían dejado un papel para mí.
– Sí. -Es un monosílabo que parece un suspiro.
– Dámelo.
– Vístete primero.
– No. Quiero ver ese maldito papel.
– Haz un esfuerzo por calmarte. No tiene sentido que te precipites. Tienes que ser fuerte.
– ¿Qué dice el papel? Lo quiero saber.
– Hay dos direcciones: la de un hospital y la del tanatorio. -La voz se rompe al acabar la frase.
Dana levanta la cabeza mientras se muerde el labio inferior. Da algunos pasos. Mira a la vecina, que rehúye su mirada. Aprieta los puños y murmura:
– Me tengo que vestir en seguida. Iremos al tanatorio.
No se atreve a contradecirla. Por las cortinas, que casi se besan, entra un rayo de luz.
En la habitación, abre el armario con un gesto de autómata. No coordina los movimientos y, de sopetón, descuelga algunas prendas. Son vestidos de colores que le hacen daño a la vista en cuanto los ve. De un manotazo, lo retira todo de su vista. Convierte la habitación en un caos. No se da ni cuenta. Antonia, que querría ser útil, contribuye a aumentar la confusión. Como si actuara a tientas, intenta encontrar un conjunto para ayudarla a vestirse. Hay una blusa que le recuerda la última noche que cenaron los cuatro, y que le produce una profunda tristeza. Las cosas, que antes no tenían significado, que no eran buenas ni malas, adquieren ahora un sentido diferente. Tienen connotaciones calladas que despiertan el dolor. Cada una conserva el recuerdo de un encuentro en el que los dos hombres estuvieron presentes. La vecina se queda inmóvil, con una tela en las manos; parece hecha de humo, como la vida. Se abraza al vuelo de la falda. Querría apoyarse, porque le fallan las fuerzas, pero no dice nada. Dana hace que vuelva a la realidad actuando con la contundencia que había perdido. Elige una falda negra hasta las rodillas, una blusa blanca que le da un aspecto de la colegiala inocente que ya no es. Se pone unas medias oscuras, unos zapatos de puntera fina. Se recoge el pelo en una cola baja. Piensa que no hay más excusas, que ya está a punto para salir a enfrentarse con la muerte. Antonia le dice:
– Llamaré a un taxi.
Es evidente que no están en condiciones de conducir. Se miran en silencio, y las dos se sienten muy solas.
– Si por lo menos estuviera Marcos -murmura Dana.
Se acuerda entonces de Matilde; es la amiga que necesita. La acompañará al tanatorio. Irá con la mirada firme. Exclama:
– Primero tenemos que llamar a Matilde. Tiene que prepararse para acompañarnos. Pasaremos a recogerla por la pensión.
La otra hace un gesto de asentimiento con la cabeza. Tiene la impresión de que la presencia de alguien más es imprescindible. Servirá para aligerarle la carga de estar a solas con Dana. Es la mejor solución. Antonia hace un esfuerzo por mantener la compostura. Querría guardar las formas, ahogar las ganas de decir palabras malsonantes, de esconderse en el último rincón del planeta. Le dice:
– ¿No quieres avisar a nadie más?
Dana se encoge de hombros, con indiferencia.
– ¿A quién podría pedirle que me acompañara a identificar un cadáver? Mis padres están en Mallorca. La gente del trabajo son compañeros y nada más. Marcos ha desaparecido en combate. Nunca se lo perdonaré.
– Yo tampoco -dice con resentimiento.
– Sé sincera. Tienes que saberlo. La policía te lo tiene que haber comentado. ¿Cuál de los dos está muerto?
– Te he dicho que no lo sé.
– Permitirás que vaya al tanatorio ignorándolo, que lo tenga que comprobar con mis propios ojos.
– La policía te lo habría dicho. Has perdido la conciencia, antes de que pudieran decirte quién había muerto. Seguramente, la familia del muerto está avisada. En el tanatorio no estaremos solas. Hazte a la idea. ¿Lo habías pensado?
– ¿Tú qué crees?
– Diría que no. Juraría, además, que no te importa.
– Tienes razón. No me importa quién sea la comparsa. Lo único que me obsesiona es qué muerte tendré que llorar. ¿Te extrañas? ¿Te parezco un monstruo?
– No. Eres una mujer que sufre.
– Llama a Matilde: me fallan las piernas, casi no puedo dar dos pasos seguidos. Necesito que esté allí.
Antonia no hace más preguntas. Querría saber cómo ha podido suceder. ¿Qué caminos les han llevado a ese destino absurdo? Puede sentir muy próximo el dolor de Dana, aunque el propio padecimiento adquiera un protagonismo desmesurado. ¿Dónde está Marcos? Contempla el rostro triste, la cabeza gacha, el cuerpo rendido. La tristeza une más que la alegría. Al fin y al cabo, han sufrido pérdidas semejantes. Una llora la muerte; la otra, la ausencia. Dos formas distintas de ver a alguien irse, sin remedio. Coge el teléfono y marca el número de la pensión.
El timbre resuena por las paredes. Tiene un sonido intenso, largo, que llega a todos los rincones de la casa. La propietaria de la pensión está entretenida dando instrucciones en la cocina. Hace un gesto con la mano que es una mezcla de impaciencia y de ahora voy, el mundo puede esperar. Los años de regentar el negocio le han dado una capacidad extraordinaria de relativizarlo casi todo. Es un hostal familiar, donde a menudo los clientes son las mismas caras que vuelven de forma cíclica. Hay quienes viven allí permanentemente, pero otros pasan largas temporadas. El ambiente es plácido. Matilde está viviendo una mañana tranquila, sentada en una butaca, con una novela en las manos. Ha hecho el ademán de coger la taza de café que tiene humeante en la mesita. El timbre de la puerta reclama ahora la atención de alguien. Sale de la habitación, mientras se pregunta quién debe de ser. En esa casa, las sorpresas forman parte de la vida.
Abre la puerta. Se encuentra con una mujer que le resulta familiar. La entrada no ha sido nunca demasiado luminosa; la luz entra sesgada por una claraboya empañada por la suciedad de las hojas y de los insectos. Además, no lleva las gafas. Están junto a la taza de café que, dentro de unos pocos minutos, podrá saborear. Ve a una figura alta, gorda. Los músculos, que debieron de ser fuertes, recuerdan a un globo cuando se deshincha. La piel de los brazos le cuelga, vencida por la gravedad. Lo mismo ocurre con el rostro, lleno de flacideces. Las facciones aparecen difuminadas, ocultas tras los párpados caídos. Tiene que forzar la vista para mirar los rasgos de la cara. El silencio de la otra le resulta raro. Pese a las proporciones del cuerpo, intuye a una criatura desvalida. Vive un momento de duda. De pronto, la reconoce. Es un instante que le hace daño. Exclama:
– ¡María!
La inmensa mujer se desmorona cuando cae en los brazos de la mujer pequeña, con quien compartió un barrio y un mercado. Matilde se hace la fuerte para sostenerla. La abraza para que no caiga al suelo, no lo puede creer. Está tan contenta que querría decírselo, aunque no puede hablar y sujetarla a la vez. Entran en la pensión. María, que tiene los cabellos grises, no es ni la sombra de la mujer gordita, pletórica de gracia en sus prietas carnes, ágil al moverse, vivaz en las palabras. Cuando la ve sentada en el salón, bebiéndose el café que ella había dejado allí, la observa con estupefacción. ¿Cómo puede alguien cambiar tanto? Quien ha llamado a la puerta de la pensión es otra mujer. Adivina que ha pasado un calvario, que es un náufrago engullido por las olas.
Pide que le hagan otro café, que le preparen una habitación con sábanas limpias. Ella misma llena la bañera de agua caliente. Le saca la ropa desgastada, sucia, y la mete desnuda en un oasis de jabón perfumado. Le pone unas gotas de su mejor champú, mientras le lava los cabellos de paja hasta hacerles recuperar la suavidad que tuvieron hace tiempo, cuando eran dos chicas desconcertadas, que se paseaban por el barrio, orgullosas de sentir las miradas de los jóvenes en sus cuerpos adolescentes. La envuelve en una toalla algo áspera, y seca su voluminoso cuerpo, que le recuerda una torre en ruinas. Pone toda su ternura en cada gesto. Sus manos son el filtro que consuela. Se convierte en el refugio que acoge al náufrago que está a punto de perder el sentido, en la roca donde puede aferrarse a la vida. Matilde, que nunca ha tenido hijos, se siente la madre de una persona mayor que regresa después de un largo viaje, convertida en la niña que conoció, cuando ella también era pequeña por las calles del pueblo. La otra no habla. El camino hasta la pensión la ha dejado rendida. Ha agotado las fuerzas que aún conservaba. No tiene ánimo para decir nada. La fatiga le impide manifestar la emoción. Con curiosidad, aunque no quiere agobiarla, le pregunta:
– ¿Desde cuándo viajas?
– Hace muchos días -responde.
Matilde recuerda su vida al amparo de un reducido espacio, el puesto de venta del mercado y su casa, la cama conyugal. Sólo la desesperación puede haber provocado que dejara el paisaje que formaba su existencia. La observa con dolor, cuando la otra le pregunta, sin apenas voz:
– ¿Por qué no contestaste a mi carta?
Ignora cómo puede contarle la verdad. Hay hechos que han sucedido, pero que parecen mentira. Cuando los contamos, se nos pierden en los labios. Son historias absurdas que nos han transformado el mundo; incidentes que no hemos sabido prever, que nunca habríamos imaginado. Confesarlos esconde siempre alguna trampa. Como a nosotros mismos nos resultan difíciles de creer, ponemos un énfasis especial en las frases, una voluntad innecesaria de convencer que falsea la percepción de los demás, haciéndoles sospechar que los engañamos. Hay mentiras, en cambio, fáciles de creer. Matilde lo piensa. María tenía una fe ciega en el amor de Antonio. Probablemente él nunca la quiso. Acaso, hubo una pasión inicial, que se fue debilitando con el tiempo. Hubo dosis de afecto, dependencia, comodidad. María vivió durante muchos años un amor inexistente, una historia que no tenía nada que ver con sus sueños. Si le dice que la carta se perdió, creerá que le cuenta una absurda mentira, aunque ella siempre sabrá que es la verdad. Érase una vez un cartero que repartía mensajes secretos. Recorría en bicicleta las calles de Roma. Se paraba en las casas para llenar los buzones de sobres. Conocía la ruta de la pensión. Había llevado cartas de pésame, alguna de amor, facturas del ayuntamiento. Una de ellas se perdió: era el mensaje de una mujer desesperada. Nunca una misiva había contenido frases tan amargas. Hizo un largo itinerario que duró demasiado tiempo hasta llegar a su destinataria. Matilde mira a María, y le dice:
– La carta se perdió.
– No es posible. ¿Cómo se pierden las cartas?
– No lo sé. Cuando por fin la recibí, intenté localizarte. Nunca había nadie en tu casa. Te llamé día y noche.
– Me fui a pasar una temporada a casa de mi primo. No soportaba la soledad. Antonio me dejó. Te lo refería en aquella carta. ¿Dices que se perdió?
– Sí. -La abraza.
– Me ha costado encontrarte. No sé moverme demasiado fuera de la isla.
– Me lo puedo imaginar. Me alegra mucho que estés aquí.
– ¿Lo dices de corazón? Necesitaba verte, pero temía molestarte.
– Estoy muy contenta de que estés en Roma. De Antonio no hablaremos nunca más. No te merecía.
– Durante muchos años me hizo feliz.
– No. Tú eras feliz porque sabías serlo, pese a él. Volveremos a conseguirlo juntas. Aquí también hay mercados. Me gustará que los conozcas.
– A mí también.
La propietaria de la pensión entra en el salón. Les dice que la habitación está lista. Cuando pasan por su lado, comenta en voz baja a Matilde que tiene que hablarle. Ella hace un gesto de complicidad, pidiéndole que espere un momento. Hace mucho tiempo que se conocen. Tienen una relación de confianza que facilita la convivencia. Cuando María se mete en la cama, se duerme profundamente. Es un sueño tranquilo, que durará muchas horas, y que le ahorrará vivir el calvario de Matilde.
– ¿Qué quieres? -pregunta a la patrona.
– Te ha llamado tres veces Antonia, la vecina de Dana. Le he dicho que no podías hablar, pero ha insistido mucho. Me ha dejado su número de móvil. Estaba angustiada.
Marca el teléfono. ¿Qué justifica tanta insistencia? La mayoría de las cosas pueden esperar, sobre todo cuando alguien acaba de reunirse con la amiga que creía perdida. Antonia le contesta en seguida:
– Llevo media hora buscándote.
– ¿Qué pasa?
– Estamos llegando a la pensión. Dana y yo vamos en un taxi. -Habla apresuradamente-. Prepárate. Dentro de cinco minutos estamos en tu portal.
– ¿Qué dices? ¿Adonde tenemos que ir?
La voz de Dana interrumpe a la otra:
– Baja la escalera. Ya llegamos.
– Dime adonde vamos.
– Al tanatorio. Ha habido un accidente…
– Ahora mismo bajo. No llores.
Tres mujeres entran en un edificio frío, mal iluminado. Son muy distintas. En medio, Dana con el pelo recogido. Es incapaz de levantar la mirada del suelo. Todo el cuerpo le tiembla. A su derecha, avanza Matilde, que quiere hacerle de sostén, mientras contrae los músculos del rostro. A la izquierda, camina Antonia, rígida, repitiéndose, una y otra vez, que no puede ser. En la puerta no encuentran a nadie. Hay un mostrador con una persona que escribe en un ordenador. Es una funcionaría que trabaja sin levantar los ojos de la pantalla. No las mira cuando se acercan. Tienen que preguntar por dos nombres; uno u otro aparecerá escrito. Titubean. Antes de que se decidan a preguntar, alguien sale de las cavernas remotas del tanatorio. Tiene el rostro desencajado, necesita aire fresco. Se tropieza con ellas. Se observan sin decir palabra. Hay presencias que son una respuesta. Cada una reacciona de una forma distinta, porque cada situación se vive con intensidades diferentes. Matilde, en apariencia, no se inmuta, aunque la crispación de su rostro crece. Antonia se cubre la frente con las manos. Dana siente dolor físico, certeza de imposibilidad, deseo de muerte, en ese lugar donde pasan los difuntos para ir al último refugio. El grito se le ahoga entre los labios. No hace nada. Los brazos de Matilde la sostienen, y se refugia en ellos.
La tarde anterior, Marcos caminaba por Roma. No era un paseo tranquilo, como los que se permitía cuando se cansaba de trabajar en casa, encerrado entre cuatro paredes. Aprovechaba los ratos de fatiga frente al ordenador para salir a la calle. Iba al quiosco a comprar la prensa, tomaba un café en el bar, o buscaba el calor del sol. Eran simples actividades sin importancia que le aligeraban el trabajo alegrándole la vida.
La situación ahora era distinta sin pretenderlo. En el cerrado mundo de sus inercias, siempre idénticas, lo suficientemente sencillas para no tener que hacerse preguntas, lo suficientemente gratas para vivir tranquilo, no había lugar para lo inesperado. A Marcos no le gustaban las sorpresas. Todo tenía que ser previsible: las discusiones con Antonia, que le divertían, la compañía de Dana y Gabriele, el trabajo hecho con rigor, las traducciones cada vez más apreciadas por la crítica. No se hacía preguntas absurdas. No se cuestionaba si era feliz. La convivencia con Antonia no podía considerarse un camino de rosas. Tenía la impresión de que eran dos desconocidos que compartían pocos sentimientos. Acaso, el miedo a la soledad. La tarea de traductor, pese al reconocimiento público de los últimos años, era un camino fácil para sobrevivir. ¿Dónde estaban los tiempos en que soñaba con convertirse en un buen escritor? La comodidad se había convertido en la premisa básica. Para vivir ligero de equipaje se necesitaban tener demasiadas expectativas. Bastaba con ir tirando, centrado en una época sin contratiempos.
La llamada telefónica de una mujer le transformó el panorama del mundo. Se identificó como psicóloga, le dijo que tenía que hablarle de un tema delicado. Ayudaba a una persona a reconstruir su vida: era Mónica. Se negó a creerla. Alguien enfermo aparecía para gastarle una broma estúpida. Sin pronunciar palabra, cortó la comunicación. Procuró no pensar en ello, pero las llamadas fueron sucediéndose. Una voz femenina le aportaba datos cada vez más perturbadores: le aseguraba que Mónica no había muerto, le daba detalles sobre una reincorporación lenta a la vida. Después de escuchar algunas frases contra su voluntad, colgaba el aparato. No decía nada. Se limitaba a recibir las explicaciones de la otra en silencio. Cuando Antonia descubrió lo que pasaba, iniciaron una batalla que duró muchos días. En cada discusión, le replicaba que no quería saber nada de aquella historia. Contarla en voz alta era una forma de aclarar la confusión de los pensamientos que le perseguían; una terapia que le hacía reforzar las posiciones, reafirmarse en la actitud de quien no busca problemas. Remover el pasado querría decir, a la fuerza, tener que sufrir. Hacía tiempo que no estaba dispuesto a ello. En una curiosa paradoja, la insistencia de ella propiciaba que los recuerdos tomaran forma. Iban avanzando de puntillas, casi a tientas, por los rincones de su mente.
Era una tarde de suave claridad. Había tenido dificultades con una frase del libro en el que trabajaba, circunstancia que le ponía nervioso. Habitualmente paciente con la aventura de buscar la palabra adecuada, de encontrar la expresión correcta, podía notar cómo ahora las palabras se le escapaban. Decidió recorrer unas calles que nunca le resultaban inhóspitas, porque se imponía la gracia de las plazas. Andaba sin rumbo fijo, perdiéndose por los lugares conocidos, con el deseo de que le retornaran la calma. A medida que avanzaba entre fachadas ocres, Mónica muerta iba persiguiéndole. Era la última imagen que tenía de ella. Un cuerpo inerte, la ausencia de respuesta a cualquier estímulo. Una mujer sin vida que todavía respiraba porque los aparatos la unían a un mundo que ya no era el suyo. Podía evocar la palidez del rostro amado, el esfuerzo con que intentaba hacerle despertar la antigua emoción por los versos, los monólogos sin respuesta en la cabecera de una cama del hospital. Eran secuencias dolorosas que había rechazado muchas veces. Conseguía librarse, pero volvían con precisión. ¿Quién podía asegurarle que Mónica vivía, si él había sido testigo de una muerte lentísima? Atravesaba calles con balcones llenos de flores, tiendas de sedas, de quesos, de libros. En un alud todopoderoso, surgían nuevas imágenes. Mónica le hablaba. Acercaba el cuerpo a su cuerpo, que nunca había sabido acoplarse mejor a otra piel. Volvía el eco de los paseos por Palma. La risa que no había olvidado, que nunca olvidaría. La cabeza de ella inclinada sobre su hombro; la invasión de un olor perdido. Si cerraba los ojos, todavía podía recuperarlo.
Dio vueltas por una Roma laberíntica. Tomó por la via della Stelletta y sonrió, pensando que el nombre habría hecho sonreír a Mónica. El azar le guiaba por calles asimétricas, a través de curvas inacabables. Se paró en l'Antico Caffé della Pace, un local pequeño con las mesas de mármol. El techo y la barra eran de madera. Había un piano. El ambiente le contagiaba una cierta calma, un simulacro de calidez en el aire, a pesar de sus manos de hielo. Pidió un whisky y se lo bebió. Miraba a la gente que llenaba el local, con la sensación de pertenecer a otra galaxia. Él venía de lejos, de una historia que no se acababa de creer. Los otros seguían con su vida normal, inmersos en una cotidianeidad próxima. Se sacó el móvil y el papel que guardaba en el fondo del bolsillo. Había anotado un número de teléfono. Había tenido el impulso de tirarlo, pero lo había ocultado en la americana. Marcó los dígitos. Una mujer le respondió:
– Dígame. -Era la voz que le perseguía. La reconoció.
– Buenas noches. Soy Marcos.
– Me alegra que quieras hablar conmigo.
– Estoy desconcertado. Disculpa mis reacciones. He sido muy descortés, pero la situación es difícil. Para mí, Mónica está muerta.
– Lo entiendo muy bien. Mi obligación era decirte que vive. Cualquier decisión es cosa tuya.
– ¿Dónde está?
– En Mallorca, en el pueblo de sus padres.
– ¿En Llubí?
– Sí.
– He reflexionado mucho sobre ello. No puedo pensar en nada más desde que me telefoneaste. ¿Crees que tendría que verla?
– No lo sé. ¿Tú qué crees?
– Hay momentos en que me da miedo pensarlo. En otros momentos, vencería cualquier obstáculo para volver a la isla. Me gustaría.
– Tienes que decidirlo tú.
– ¿Cómo está? No puedo imaginarme su reacción si me decidiera a ir.
– Te seré sincera: no sé cómo reaccionaría. Lo único cierto es que ella te recordó. Nadie le había hablado de ti. Pregunta a menudo dónde estás, qué haces. Tengo la impresión de que te espera.
– Gracias.
Se sentía cansado. La conversación le había resultado difícil. Ocultó el rostro entre las manos, mientras el ruido de los demás tomaba protagonismo. Se dejó mecer por palabras que pertenecían a historias que no le implicaban. Era grato permitir que le invadiera aquella pereza de vivir. No luchaba contra su propia incapacidad para reaccionar, sino que se dejaba llevar. Le acompañaban las frases simples de la gente: dos amigas que manifestaban alegría por encontrarse; un hombre que insistía para que el camarero le llevara la cuenta; una pareja que decía que se amaba. Observó el perfil de la mujer. El rostro desconocido le recordó el rostro que volvía a revivir. Tenía una forma parecida de inclinar la cabeza mientras insinuaba una sonrisa. Las luces difusas del local acentuaban las coincidencias. Recordó con qué intensidad había llegado a añorarla. Volvió a añorarla con la misma fuerza, quién sabe si con una nueva energía. El desconcierto es capaz de intensificar antiguas sensaciones.
Salió del local y paró un taxi. Le dio la dirección de la piazza della Pigna, porque no quería volver a pie. El trayecto por la ciudad se le habría hecho interminable. Deseaba hundirse en el asiento mientras las fachadas pasaban por su lado. No tenía ninguna prisa. Era fácil imaginarse las facciones tensas de Antonia, los reproches a flor de piel. Estaba cansado de las desavenencias perpetuas. Ya no le hacían gracia unos combates dialécticos que antes le divertían. Quizá porque ya no eran sólo simulacros. El taxista intentó un par de veces iniciar la charla. Desistió pronto cuando se dio cuenta de que estaba lejos. Tenía el pensamiento perdido. Miraba las casas, los peatones. Pese a las ganas de retrasar el encuentro, llegaron. Con un gesto de fatiga, Marcos pagó el importe de la carrera. Abrió la puerta del coche y se inclinó hacia el mundo. Allí le esperaban Antonia y la vida que conocía, que había querido defender. Volvió a cerrarla. Su voz resonó fuerte ante la propia indecisión, frente a una voluntad demasiado débil. Dijo:
– Lléveme al aeropuerto. De prisa.
Ir a Mallorca significaba recuperar antiguas percepciones. Los acontecimientos se sucedían con una naturalidad prodigiosa. El regreso tenía visos de plan bien definido. Las rutas que no se planifican se perfilan con más contundencia. El azar fue como un viento que sopla a favor del retorno. Tuvo que esperar algunas horas para poder volar hacia la isla, pero no le importó. Amanecía cuando subió al avión. El viaje, que había hecho diez años atrás, se repetía. No era el hombre que se fue, lleno de tristeza. Habían transcurrido los días, las historias. Aun así, todavía pensaba en la misma mujer. La evocaba con nitidez como si la memoria sustituyera el olvido. Miró por la ventanilla. «¿Habrá algún lugar en que el cielo sea del mismo azul?», se preguntó. Cuando optó por vivir en otra tierra, alejó la nostalgia. No se permitía flaquezas inútiles. A la hora de volver, no podía evitar un sentimiento de gratitud. Volvería a encontrarse con su entorno. La cita se producía de una forma calmada; no había aspavientos. Las emociones pueden manifestarse con sutileza, convertidas en gotas minúsculas de agua en los cristales, polvo dorado en el aire o turbación en el pensamiento.
Alquiló un coche en el mismo aeropuerto. Condujo hasta Inca, donde se paró a comer algo. Tenía que tomar el desvío hacia Santa Margalida. Nueve kilómetros de distancia le alejaban del pueblo. Llubí aparecía tras las curvas de una carretera bordeada por árboles. Destacaba el campanario de la iglesia, en uno de los cerros que configuraban el paisaje. Había dos plazas, calles empinadas, gente que observaba el mundo. Buscó la calle Son Bordoi, número 2. Allí vivía la familia de Mónica. En la parte de atrás, había un pequeño huerto donde cultivaban verduras y algunos árboles, y tenían gallinas. Lo recordaba vagamente. Hacía mucho tiempo, fue con ella por primera vez. Eran dos jóvenes enamorados, que proclamaban una ilusión de vivir que se le hacía insólita. Todo le parecía extraño al contemplarlo: las fachadas grises, las cuestas ondulantes, las persianas de un verde carruaje. El entorno no tenía nada que ver con el que acababa de abandonar. La gracia esplendorosa de Roma era sustituida por un encanto mucho menos obvio, hecho de sutilezas y de recuerdos. Llegó hasta el portal, pulsó el timbre. Desde fuera no podía vislumbrar ni una rendija de luz.
Le abrió la madre de Mónica. Era la mujer vestida de negro del hospital. Constató que los años no habían sido benévolos con ella. El paso del tiempo no le había suavizado la expresión. Rictus de fatiga le marcaban la piel. Se preguntó si le había identificado, porque no manifestó que le reconociera. Él gesticuló mucho, como si quisiera hacerse entender sin palabras. Se dio cuenta de que sí sabía quién era cuando le instó a que entrara, tras mirar a la calle, temerosa de que algún vecino descubriera quién los visitaba. La entrada era amplia, con muebles de madera oscura. No le invitó a sentarse, sino que fue directa al grano:
– ¿Qué has venido a buscar?
– No lo sé. Me imagino que no me esperaba, después de tanto tiempo. Puedo entender que me reciba con desconfianza. Me telefoneó la psicóloga de Mónica y me dijo que está viva. No podía dejar de pensar… Querría verla.
– ¿Habías llegado a creer que estaba muerta? -Había reproche en la voz, que hablaba muy bajito.
– ¡Naturalmente! Cuando me fui del hospital, estaba seguro de que se moría. Los médicos me lo aseguraron.
– No pudiste esperar ni una hora, ni un minuto más.
– No, señora, no podía sentarme a verla morir.
– Se salvó.
– Me lo han dicho. Por eso he venido.
– Tendría que echarte de esta casa. Quién sabe si sería lo mejor para ella. Es lo que querría mi marido.
En un extraño juego de coincidencias, se oyeron los pasos de alguien que bajaba la escalera del comedor. Una voz de hombre se impuso:
– ¿Quién es? ¿Tenemos visita?
La mujer se apresuró a contestar:
– No, no. Vete tranquilo al huertecito. Estoy hablando con la vecina. En seguida iré contigo.
Marcos la miró, extrañado.
– ¿Por qué no se lo ha dicho?
– No quiero que haya peleas.
– Nadie lo quiere.
– Ella nunca nos habla de ti. Intuye que nos haría daño, que no lo permitiríamos, pero puedo adivinar su tristeza. Pienso en ello todas las noches, antes de dormirme. Esa pobre hija mía, que ha perdido tanta vida, merece ser feliz. No puedes imaginarte lo lento que ha sido su regreso. No se murió, pero la perdimos porque era otra persona. Desde que te recuerda, vuelve a ser la misma. Lo sé.
– Yo también he cambiado.
– Todos cambiamos. Es el paso del tiempo. Su transformación fue mucho más dura. En casa no hablamos mucho: mi marido padece del corazón y se altera fácilmente; por esa razón no he querido que os encontrarais. Se lo diré después. Si le digo las cosas con calma, llega a entenderme. Es un buen hombre que ha padecido mucho. Nunca hiciste ningún esfuerzo por acercarte a él. Mónica y tú erais tan jóvenes. Estabais convencidos de que todos los vientos os irían a favor. Mira por dónde… No es un reproche. Cuando se es joven, la vida parece muy sencilla. ¿Quieres verla?
– Sí.
– Está en la ermita. Va muchos días para andar un rato. Le gusta sentarse a leer versos a la sombra de los pinos. ¿Recuerdas el camino?
– Hay dos.
– Ella siempre va por el más estrecho.
– Iré a buscarla.
– Hazlo con cuidado. Piensa que todo es nuevo para ella. Cuando te vayas, sabré si he hecho bien ayudándote a encontrarla. Este pensamiento me torturará, aunque sé que no podría actuar de otra forma. No hagas que tenga que arrepentirme.
– De acuerdo.
A menos de dos kilómetros del pueblo, sobre una colina, estaba la ermita del Santo Cristo del Remedio. Dos caminos serpenteantes llegaban hasta allí. Uno de ellos, La Canastreta, era peatonal, angosto, y tenía una gran pendiente. El otro era el camino Ancho. Allí, la inclinación se hacía más suave, y podían circular los coches. Los caminos se unían en el puente del torrente, donde nacía una subida que llegaba hasta la ermita. Delante del portal de la entrada, rodeada de pinos, había una cisterna. Al fondo, podía contemplarse la silueta de Llubí. Marcos fue al encuentro de Mónica. Cuando se dio cuenta de que estaba corriendo pendiente arriba, intentó contenerse. Se preguntó a quién buscaba. Tras hablar con la psicóloga, había intuido que era una mujer distinta. Las palabras de su madre se lo confirmaron. ¿Cómo podía no serlo, si había vivido en la desmemoria más profunda? Sería un encuentro curioso: el hombre que quiso olvidar una historia; la mujer que la olvidó sin quererlo. Sus ritmos eran antagónicos, porque mientras él se había esforzado en borrar los recuerdos, ella iniciaba la aventura de redibujarlos. El miedo nos hace sentir absurdos, poca cosa. Se paró de golpe, a punto de dar la vuelta. Podía hacerlo: retroceder unos metros, entrar en el coche y marcharse. Sería fácil desandar el camino hacia el aeropuerto. Volvería a Roma sin haber padecido el dolor de una nueva pérdida. Se refugiaría en los textos que tenía que traducir, en el esfuerzo de volver a la realidad. Miró el azul del cielo, las colinas, las casas. Era capaz de negar que hubiera existido ese día, la hora absurda en que volvió a ser vulnerable. Se lo negaría incluso a sí mismo. «Las cosas acaban siendo como nos dicta la voluntad -se dijo-. Si no lo contamos a nadie, nuestro secreto va perdiéndose entre las arrugas de la piel, a medida que el tiempo nos transforma.
La vio. Estaba en medio del paisaje. No era una evocación ni un sueño, sino una mujer real. Las contradicciones le habían nublado la vista para que no pudiera reconocerla; habían evitado que se diera cuenta de la proximidad de Mónica, unos cincuenta pasos por delante de él. Vestía una falda oscura y un jersey azul, con las mangas remangadas hasta los codos. Llevaba un libro bajo el brazo. Tenía la figura esbelta de antes, andaba como antes. Reconoció los movimientos, el gesto al inclinar la cabeza hacia la derecha. Imaginaba su respiración, alterada por el paseo. La percibía, aunque no fuera objetivamente posible. Se preguntó por qué había ido allí. Eran los recuerdos que no había sabido borrar. Se dijo que quizá tendría bastante con una conversación. ¿Se reconocerían con las palabras o no sabrían? Decidió controlar el miedo, recorrer el espacio que los separaba. Tan cerca y tan lejos a la vez. Ignoraba cuál era la distancia real donde tenía que situar a Mónica, porque kilómetros de olvido llegan a transformarse en un océano.
La alcanzó. Puso el brazo en la mano de la mujer, mientras susurraba su nombre. Sintió la repentina rigidez de los músculos bajo los dedos, la tensión en el aire. Ella giró la cabeza muy lentamente. Cuando se miraron, el libro que llevaba rodó sobre el camino pedregoso, manchado de hierbas. Iniciaron un movimiento simultáneo para recogerlo. El objeto perdido era una buena excusa para ocultar el desconcierto. El gesto retrasaba el encuentro definitivo, aquel mirarse a la cara, después de diez años. Le había adivinado el miedo en los ojos, pero también que le reconocía. Se preguntó si los recuerdos que habían compartido sólo eran patrimonio suyo. No podía saber qué había reconstruido de la vida pasada. Le conmovió la fragilidad de un pensamiento quebradizo. Le preguntó:
– ¿Qué lees? -Se sentía absurdo por hacer una pregunta insustancial, que no decía nada de lo que habría querido contarle, pero que era una tabla de salvación momentánea, un pararse a respirar.
Ella le sonrió mientras le respondía:
– Poemas.
– ¿Te gustan tanto como antes?
– Creo que sí, pero no sé muy bien cuánto me gustaban antes. ¿Tú lo sabes?
– Perfectamente. -También le sonrió-. Te encantaban.
– Vengo todos los días hasta aquí. El paseo me sirve para hacer ejercicio. Es un lugar agradable para leer.
Se callaron. Mónica veía a un hombre que encajaba con el hombre que recordaba. ¿Exactamente? No lo sabría decir con certeza. Pensó que tenía una sonrisa cálida, que sus palabras eran suaves. Venían de lejos, pero era bueno escucharlas en un entorno de inmediateces. Del mismo modo que le gustaban los libros, sin saber hasta qué punto le habían emocionado tiempo atrás, Marcos la seducía en el presente. Supo que no sería capaz de describírselo. Le preguntó:
– ¿Dónde vives?
– En Roma. -La respuesta fue vacilante.
– ¿Todo este tiempo, desde que tuve el accidente?
– Sí.
– ¿Por qué te marchaste? -Quería saber por qué razón la había abandonado en el hospital, cuando tan sólo le quedaba un hilo de vida.
– No podía soportar la idea de tu muerte -lo dijo de un tirón.
– ¿Creías que estaba muerta? ¿Lo creías de verdad?
– Sí.
– ¿Quieres sentarte sobre la hierba? Debes de estar cansado del viaje. No es un asiento demasiado cómodo, si no estás acostumbrado. -Le volvió a sonreír.
Marcos tenía la sensación de estar recuperando un bien perdido, un tesoro que había añorado. Mientras observaba sus gestos, tuvo que contener el impulso de abrazarla. Quiso suavizar el ambiente:
– Me gustas también así.
– ¿Cómo?
– Desmemoriada.
Se rieron. El aire les pareció más limpio. No había nadie. Los dos en un paisaje de verdes, de casas lejanas. Se miraron con confianza. En los ojos de él, los recuerdos y el deseo. En los ojos de ella, los recuerdos y un poco de temor. Marcos le acarició el pelo, casi sin quererlo.
Está de pie, ante el cuerpo de Gabriele. El hombre con quien ha vivido diez años reposa en un ataúd de madera oscura. Ha tenido que esperar muchas horas para poder verle. Momentos gélidos llenaban el tanatorio romano. Matilde y Antonia le han hecho compañía. Al llegar, les dijeron que tenían que practicarle la autopsia. Gabriele Piletti había muerto en la carretera, en un accidente de circulación. Antes de dejarlo descansar en paz, tenía que pasar los trámites pertinentes. Aunque las otras intentaron convencerla de que volviera a casa, se negó con esa obstinación que es un signo de desesperanza absoluta. No se movió, hasta que le dijeron que podía pasar a la sala a la que trasladaron el cuerpo.
Inmóvil, contempla su rostro. No nota fatiga en las piernas. De vez en cuando, alguien entra. Han desfilado personas que conoce, pero no les dice nada. Unos empleados de pompas fúnebres han traído coronas, cada una con una cinta en la que está escrito un nombre que recuerda al ausente. Sus padres han estado poco rato. La han abrazado antes de irse, aturdidos por el dolor. El médico les ha recomendado que descansen, tras darles un calmante. Ella ha rehusado cualquier ayuda médica. No quiere que nada pueda alejarla de su lado. No perderá la conciencia de lo que vive; sabe que es tristeza, conoce la profundidad de un dolor que rompe la vida.
Cuando le ha mirado, le ha costado reconocerle. Ha vivido con la absurda esperanza de haber padecido una confusión. Ha creído que no había visto jamás el cuerpo que apenas adivina bajo un cristal. No es él. ¿Cómo ha sido capaz su padre de identificarle? La esperanza no ha durado demasiado. Aquellos rizos no podían pertenecer a nadie más; son los cabellos oscuros de un arcángel rebelde. Las facciones se corresponden a los rasgos que se sabe de memoria. La única diferencia es que la muerte ha dejado su huella: la palidez, el perfil angosto. El convencimiento se impone con una rotundidad que la aturde. Con los puños cerrados, se mantiene erguida. Matilde no quería dejarla sola, hasta que ha comprendido que tenía que marcharse.
Cuando empieza a llorar, hace tiempo que llora por dentro. Las lágrimas se han derramado en ella mucho antes de que llegaran a los ojos. Trazan surcos en sus mejillas, cuando se da cuenta de que todo se ha acabado. Se pregunta cómo puede llegar tan rápida la muerte. Las imágenes del tiempo vivido regresan. No ha pasado mucho tiempo desde que notó la caricia de sus labios en la frente. No ha sabido retenerle. Querría esconderse, pero no irá a ninguna parte. No puede dejarle solo: él y la muerte por compañía. Extiende la mano para tocar su rostro. Encuentra un cristal.
Alguien entra en la sala. Le cuesta reconocer al anciano Piletti, el abuelo de Gabriele que resucita de las sombras. Se pregunta cómo ha llegado hasta allí, de dónde ha sacado las fuerzas. Hace semanas que no abandona su palacio. Es un hombre enfermo, casi moribundo. Le mira como si fuera un fantasma que aparece para hacerle reproches. Agacha la cabeza, dispuesta a recibir todos los castigos. De reojo, ve un cuerpo escuálido, que le recuerda la sombra del señor poderoso que conoció. Él avanza ignorándola hasta llegar a la altura del ataúd. Escoltado por dos hombres de confianza, que le sujetan por los brazos, se inclina para ver a su nieto. Quiere comprobarlo personalmente. Necesita tener la certeza. Cuando su hijo, el padre de Gabriele, ha ido a decírselo, le ha echado de su casa. Ha querido convencerse de que le engañaba, porque siempre ha estado celoso del amor que siente por el nieto. Él le ha dicho que los sentimientos no se pueden gobernar, que no se ganan o se pierden como en una partida de naipes. Después ha permanecido mucho tiempo solo, sin querer ver a nadie, hasta que ha dado la orden de que le ayudaran a vestirse. Ha dicho que tenía que salir.
No lo habría creído si la evidencia no estuviera golpeando hasta romperle el corazón; el corazón de un hombre que espera su propia muerte con resignación, pero que no puede aceptar la de quien ha querido más que a su vida. Al verle, se le doblan las piernas. Se caería, si no fuera porque sus acompañantes lo impiden. Pregunta:
– ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué os habéis equivocado de esta manera?
Dana querría llorar de rabia. Es cierto, aunque ni él mismo pueda intuir las causas. Ella también sabe que ha habido un error. Cuando la desesperación se mezcla con los remordimientos, piensa que el muerto tendría que ser Ignacio, el intruso, el hombre que nació para hacerla desgraciada.
El abuelo hace un gesto para que los acompañantes se alejen. Quiere que desaparezcan de su radio de visión, decidido a no manifestar debilidades en público. El orgullo es una especie de bastón que le ayuda a no desplomarse en el suelo, como un muñeco de feria. Los otros dan unos pasos, hasta la puerta. Parecen desentenderse de lo que sucede, a pesar de estar pendientes de ello en todo momento. El viejo Piletti se apoya con las manos en el ataúd. Vuelve a mirarle, con aquella esperanza que Dana ha sentido no hace demasiado tiempo, cuando ella misma se negaba a aceptar la realidad. Conmueve verle mirar a su nieto, empequeñecer los ojos para concentrarse en las facciones que la muerte transforma. Tiene una rigidez acartonada que convierte el cuerpo en una materia desconocida. Hay una blancura de tiza y de luna enferma en su rostro.
Dana se pregunta si existe el Dios justiciero del que le hablaban cuando era una niña. Si es verdad, si ocupa un lugar entre las tinieblas mientras juzga a los vivos y a los muertos, ella puede sentir el peso de su dedo señalándola. Tendrá que cargar con la culpa. Él la hacía feliz, pero le engañó. Era bueno, generoso, alegre. No lo recordó cuando se lanzó a los brazos del pasado. Evocó su propia imagen: una perra en celo cabalgando a otro hombre. Un hombre a quien no veía desde hacía una década. Diez años cambian a las personas. Las células de la piel son otras. No queda rastro de la antigua huella. Nos imaginamos que tiene memoria, pero no es cierto. El cuerpo olvida mientras la mente nos traiciona. El tanatorio, en el Instituto de Medicina Legal, no está muy lejos del hospital Umberto Primo, donde Ignacio permanece ingresado. Matilde le ha dicho que está grave, pero que se salvará. No se ha sorprendido: los mejores siempre mueren jóvenes; los malvados suelen llegar a la vejez. Son paradojas de esta extraña vida que le ha tocado vivir. Se pregunta si se puede pedir perdón a un muerto. Intenta recordar las oraciones que le enseñaron en Mallorca, pero no sabe repetirlas. Las palabras se le escapan. En ese momento, el abuelo se da cuenta de su presencia. Ha procurado permanecer inmóvil para pasar inadvertida, pero las dimensiones de la sala no se lo han hecho fácil. Cuando se vuelve hacia ella, parecen dos criaturas desvalidas. Le dice:
– Vino a verme hace unos días. Hablamos un rato. Lo hacía a menudo, porque era un buen nieto.
– Sí, yo le acompañé una vez.
– Tienes razón. -Hace un vago gesto de disculpa-. Tú estabas en un extremo de la habitación. No me pareció que estuviese de buen humor.
– ¿Cómo?
– Le conocía. No habíamos tenido demasiadas conversaciones íntimas, porque siempre me habían enseñado que los hombres no deben expresar sus sentimientos. ¡Qué estupidez!
– Él le quería.
– Lo sé. No me interrumpas. Decía que le conocía bien. No era un mérito mío. Las personas nobles son transparentes. Eso también tiene sus contrapartidas. -Parece pensativo-. Son más vulnerables, sobre todo cuando aman. -A continuación, formula la pregunta de forma brusca, directa-: ¿Le amabas?
– Mucho.
– Le noté triste. Percibía que estaba a punto de hacerme una confidencia. Se reprimió en el último segundo. Tengo que confesar que actué como un imbécil, haciendo como que no me daba cuenta. ¿No era eso lo que tenía que hacer el patriarca de los Piletti? No se tiene que hurgar en las heridas de los demás, ni aunque sea para poner un ungüento curativo. Me enseñaron que es una actitud propia de mujeres sensibleras. ¡Dios me guarde de parecerme a ellas! ¡Desgraciado! Se ha muerto sin decirme la causa de su dolor. Si lo pudiera saber, tal vez entendería lo que ha sucedido.
– Ha tenido un accidente de coche. -Dana habla como una autómata.
– Era un conductor experto, había conducido miles de kilómetros. No me repitas lo que me dicen los demás. Tú le conocías tan bien como yo. No puedes defender la absurda hipótesis que ha querido venderme mi hijo; es un pobre hombre que no llega nunca al fondo de las cuestiones. Se conforma con tener una versión simple, que no le complique la vida. No nos parecemos en nada.
– Una distracción puede tenerla cualquiera. -Sigue hablando en un tono monocorde.
– No se distraía, si no había un motivo. ¿Por qué razón hizo un viraje en un tramo de autopista absolutamente recto? La visibilidad era buena. Había poca circulación. Me he informado, porque no quiero resignarme a las versiones de quienes quieren tranquilizar a un viejo. Sé que acompañaba a alguien al aeropuerto. Tenía que haber controlado la situación. Dime, ¿querías a mi nieto?
– Sí.
– ¿En todo este tiempo, habéis sido felices?
– Él me ha hecho feliz. Yo… -Las lágrimas le recorren por dentro, mientras mantiene el rostro inexpresivo-. No lo sé.
– Tengo la impresión de que sabes muchas cosas, pero que no quieres contármelas.
Quiere detenerle, hacerle callar. Le gustaría pedir auxilio para que alguien fuera a rescatarla de las preguntas que sirven para aumentarle la pena. El viejo Piletti le desnuda el alma con los ojos. Él es el fuerte, mientras ella tiembla como antes, en aquellos días lejanos que regresan a su memoria, cuando llegó al Trastevere con un abrigo que arrastraba la tristeza. Se taparía los oídos para no escucharle, pero el hombre continúa implacable.
– ¿Qué es lo que te callas?
Ruega que no la interpele, que no siga haciéndole preguntas. Tiene la voluntad débil, e intuye que no resistirá el interrogatorio. El abuelo es de acero:
– Tú tienes que saberlo. ¿Quién era el hombre a quien acompañaba al aeropuerto? ¿Un cliente?
– No lo sé.
– ¿No te lo dijo? Me extraña. Era una persona extrovertida, que contaba las cosas que hacía, los negocios que le entusiasmaban. No tenía secretos oscuros. ¿Y tú, los tienes?
– No.
– Sé sincera: conocías al hombre que iba en el asiento junto al conductor. Sabías algo.
Dana se desmorona. No le importa desaparecer en silencio, morirse lentamente. Quiere que se vaya, que la deje tranquila junto a Gabriele.
– Sí, tiene razón. Es mallorquín, como yo. Era el hombre con quien compartía mi vida antes de llegar a Roma, hace diez años. Había vuelto para buscarme.
– Mi nieto lo sabía y estaba desesperado. Me maldigo a mí mismo, porque no supe intuirlo. Espero que la muerte sea compasiva y me lleve pronto. Ella me calmará este dolor. Maldita seas tú también, que le destruiste. Lo único que me consuela es saber que eres una mujer joven. Te queda mucha vida por delante para llorarle.
– Toda la vida -susurró sin voz.
El Cimitero Monumentale del Verano es una construcción de finales del siglo XVIII. Se llega a él por Regina Margarita, tras recorrer un camino de parterres de flores. A Dana le recuerda a Genova, el lugar donde se decidió su destino. Se pregunta si el azar la empujó a Roma, o si los astros lo habían escrito en el firmamento. Quién sabe si todo lo que sucede es imprevisible. Creerlo le serviría de consuelo, pero no puede evitar sentirse la causante. Gabriele no ha muerto por casualidad, sino que la vida le ha conducido a la muerte. La vida, Ignacio y ella, los vértices de un triángulo de traidores. Entrará en el cementerio del brazo de Matilde, que esos días ha envejecido. Ha hecho suyo el dolor; lo comparte con la intensidad de las personas cercanas, que se ponen en el lugar de los demás. También quería a Gabriele. Apreciaba la sencillez con que hacía la vida agradable, las formas exquisitas que se correspondían con la sinceridad de sus sentimientos. Llora por el amigo que se ha muerto, y por la amiga que ha perdido parte de su vida.
Tres portaladas redondas de hierro dan paso al recinto. Alzándose sobre columnas, cuatro figuras de mármol reciben a los visitantes. Son alegorías del Silencio, la Caridad, la Esperanza y la Meditación. Las de los dos extremos tienen una actitud triste. Las de en medio abren los brazos, como una invitación a entrar. Dana va vestida de negro. En el brazo lleva la pulsera de oro y coral que él le regaló. La joya mágica. Cuando bajan del taxi, coge la mano de Matilde. Sus padres la acompañan. Han venido de Mallorca para asistir al entierro de Gabriele. Los mira con tristeza, sin saber qué decirles. La abrazan. Han llegado acompañados por Luisa, la amiga farmacéutica, que ya ha compartido con ella otros dolores. Cuando cruzan la entrada, recorren un camino con una suave pendiente. Las tumbas son de mármol y están rodeadas de cipreses, que dan la bienvenida. En el centro, una explanada abierta como un abanico. Caminos transversales la cruzan. Empieza a llegar gente. Alguien comenta que, a la derecha, en el primer sendero, está la tumba de Garibaldi. La familia y los amigos recorren el camino en silencio, tras el ataúd que llevan en hombros los más íntimos. Dana los observa desde la lejanía, aunque esté junto a ellos. Le cuesta identificar las caras, ponerles nombre. El abuelo no está. El viejo patriarca de los Piletti se ha negado a acudir a la cita. Antonia llega cuando la comitiva ha empezado a andar; tiene el aspecto de quien no ha podido dormir.
Dana se fija en la tumba de una mujer joven; es de mármol oscurecido por los años. Siempre había creído que en los cementerios se respiraba paz, pero en esa lápida puede percibir la desolación. Allí está enterrada la condesa Gina Mattias Benedettíni. Su epitafio reza: «Bella come un angelo / hai lasciato sulla terra / la tua giovinezza.» «La tua giovinezza», murmura. Aunque no lo habría creído posible, la tristeza se hace más profunda. Gabriele era demasiado joven para morir. Una sensación de injusticia la llena de furia. Dura poco tiempo: no tiene suficiente espacio en el cuerpo para meter la rabia. En el cementerio hay una plaza rodeada de columnas. Son de color amarillo muy pálido. Aquí y allá, imágenes de ángeles con alas inmensas. Algunas esculturas de mármol representan a mujeres postradas. En el centro, un ángel más grande que los demás. Lleva una túnica, abre los brazos. Intuye que la invita a abrazarlo. Tiene los cabellos rizados de Gabriele.
La tumba es una superficie de mármol. Tiene dos anillas de hierro cubiertas por una pátina verdosa, que indica el paso del tiempo. En la piedra, grabadas con letras mayúsculas, está el nombre de un antepasado: Domenico Piletti. Descubren una abertura vertical en la tierra. Es un abismo profundo. Sin pensarlo, Dana intenta asomarse. Inclina el cuerpo, pero sólo ve oscuridad. Se pregunta cómo puede dejarle allí, en un lugar tan tenebroso. ¿Qué ocurrirá cuando caiga la lluvia y forme regueros sobre la piedra? Tendrá frío, estará solo. Alguien reza oraciones que tienen cadencia de letanía. Con el impulso, está a punto de caer en el agujero. Se dejaría llevar sin temor, con el deseo de ocupar un espacio a su lado. Le contaría historias en voz queda, para que no le diera miedo la negrura. Unos brazos la retienen por los hombros, mientras extiende las manos hacia el féretro. No verá nunca más el rostro que ama. Ha bajado el telón, se apagan las últimas luces de esa absurda representación que es la vida. Es perfectamente consciente de la dimensión de la despedida. Entonces se abraza a la caja con una fuerza que no reconoce como propia. No ve a nadie ni oye ninguna voz. Está sola.
Los brazos que la han sostenido la levantan. Con la espalda apoyada en un cuerpo que todavía no identifica, ve cómo bajan el ataúd a la fosa. Oye el ruido brusco de la piedra al cerrarla, sigue el sonido del albañil que cierra la abertura con cemento. Una niña ha lanzado una rosa blanca. Es una tímida pincelada de luz, que la oscuridad se traga. Las manos que impiden que caiga se hacen todavía más firmes, dispuestas a protegerla. Los ojos de Dana captan con dificultad los movimientos de la gente, los rostros que la rodean. Los presentes susurran palabras de condolencia que parece que escucha, pero que se le deslizan por la ropa, y caen al suelo convertidas en piedrecillas diminutas. Un poco más lejos, le parece distinguir el rostro lloroso de su madre, y se da cuenta de que ha envejecido. Una conciencia feroz del paso del tiempo se impone. Lo agradece en silencio. Algún día se mirará en el espejo y será una mujer mayor. Tendrá la piel del cuerpo rugosa, con los surcos que la vida se habrá entretenido en grabar. No faltará mucho para que le llegue la hora. Una sensación de consuelo la invade momentáneamente.
Las manos que le rodean la cintura la estrechan. Entonces se fija de pronto, y le resultan familiares. Cuando se vuelve, se encuentra cara a cara con Marcos. Ha sido quien la ha retenido junto al abismo de la tumba de Gabriele. No esperaba que estuviera allí. Antonia no había vuelto a hablar de él, ni ella había tenido ánimos de preguntarle. Al verle, oculta el rostro en su pecho. Llora en silencio, sujetándose al cuello de su americana. Tiene la sensación de haber encontrado un refugio. Querría ocultarse de la multitud que rinde homenaje al más joven de los Piletti, escaparse del sol que se atreve a iluminar la mañana, cuando tendría que dejar el mundo en tinieblas. Marcos la abraza, incapaz de pronunciar palabra. Pasan algunos minutos, hasta que le dice:
– Lo siento, querida. Discúlpame por no haber podido estar antes a tu lado. He vuelto en seguida que lo he sabido.
Le mira. Sin demasiada sorpresa, intuye de dónde viene. Se dice que la vida es extraña. Cuando todo parece plácido, sopla un viento del norte que transforma los paisajes. Murmura:
– ¿Has ido a buscar a Mónica?
– Sí -le responde él con voz serena.
– ¿Y ahora?
– No es el momento de hablar. He vuelto a encontrar a alguien que creía perdida para siempre. Te pareceré un estúpido, pero estoy decidido a retomar aquella historia.
– No eres un estúpido. Eres afortunado: la vida te ofrece la opción de rectificar, de elegir. Eso es un gran privilegio. Yo no tendré nunca esa opción. Mis ojos han visto cómo le enterraban. Gabriele está muerto.
– Nunca me perdonaré haberte dejado sola. Si lo hubiera sospechado, te aseguro que no me habría ido.
– No eres un adivino. Tenías que ir a Mallorca. ¿Estás decidido a vivir allí de nuevo?
– Sí. Pero antes tenemos que volver al Pasquino.
– No.
– Hace años nos ayudó. Necesitas vomitar tu dolor, Dana. Las penas que se encierran en el corazón nunca llegan a salir. Ya lo sabes.
– Me gusta sentir tristeza. Es la única sensación real que me llena. Ahora soy incapaz de ir a visitar el Pasquino. Cuando pase el tiempo, quizá iré sola.
– ¿Por qué sola?
– Tú estarás en Mallorca.
– Había pensado decírtelo más adelante, pero no puedo esperar: quiero que vuelvas conmigo a la isla. Allí tienes a la familia, a los amigos. Es el lugar donde naciste. El entorno ayuda a superar las cosas. Estoy seguro de que el mar de Mallorca te servirá de consuelo.
– El mar está conmigo. A veces, me gusta recordar; cerrar los ojos y contemplarlo. Lo he hecho todos estos años, y volveré a hacerlo. Pero no iré.
– ¿Qué te ata a Roma?
– El poco aliento de vida que me queda está en Roma. Es la ciudad que elegí hace diez años, el lugar donde he vivido junto a él. Me retienen los recuerdos, pero también la piedra y el aire. No quiero dejar nuestra plaza. -Se le rompe la voz.
– De acuerdo. Sabía que no era el momento de hablarte. Insistiré más adelante, cuando sea la ocasión oportuna.
Antonia se acerca. La interrupción no resulta demasiado natural, pero nada tiene aires de lógica esa mañana. Abraza a Dana con un punto de teatralidad no deseada. La dureza de los días vividos le modifica el rostro. Lleva escritas las horas pasadas en el tanatorio romano, y el largo tiempo de espera de un Marcos ausente; un Marcos que todavía no ha regresado, aunque esté a su lado. Dana la mira con afecto, porque le agradece la compañía, pero sabe que esa mujer es un volcán. Puede imaginarse sus conversaciones, los reproches, las imprecaciones. Piensa en ello con pesar, pero no le dedica mucho tiempo. Vive una historia demasiado difícil. El padecimiento la recluye en un círculo que no admite fisuras. Cuando la propia piel es delicada como una tela de araña, nadie sabe ponerse en la piel de otro.
Matilde, que ha seguido la escena, se acerca. Le dice a Dana que tienen que irse. La gente va dispersándose en grupos, mientras sus padres esperan en el coche. Quiere que se vayan de ese escenario de dolor. Intuye que Antonia y Marcos todavía tienen algo que decirse. La coge por los hombros cuando se alejan de la tumba de Gabriele. Arrastran los pies por los senderos del cementerio. No ven ángeles ni portales de piedra. Se meten en el coche, sin hablar.
Dana se siente muy cansada. Como si se le hubieran acabado las fuerzas, no encuentra ni unas simples palabras de gratitud. Los demás callan también, respetuosos. El vehículo circula despacio. Mira por la ventanilla, pero no ve nada. El paisaje se ha transformado en un caos de materia indescifrable, donde se mezclan los colores. Una figura toma forma ante sus ojos. Está en un rincón, casi en la entrada: el hombre de la camisa amarilla, el titiritero de la piazza Navona. Hacía tiempo que no le veía. Casi le había olvidado. Se da la vuelta, porque le cuesta creer que no sea una invención de su mente. El tiene una sonrisa triste, mientras le dice adiós con la mano.
Han pasado tres lunas llenas desde que murió Gabriele. Hace una mañana luminosa en la piazza della Pigna. Dana no se sorprende cuando la claridad inunda el espacio. Durante los primeros días, la estupefacción se mezclaba con la tristeza. Eso fue lo más difícil: comprender que los ciclos del tiempo continuaban su rueda, aunque él no estuviera. Salía el sol cuando su mundo había quedado a oscuras. Se asomaba por la ventana, contemplando la calle. Veía a la gente que salía de las casas, oía los motores de los coches, las conversaciones de los vecinos. Todo tenía un aire de normalidad insoportable. Recorría la via dei Cestari, hasta el Panteón. Se sentaba en un banco, entre los turistas, mientras lo observaba. Aquel monumento impasible le despertaba un estremecimiento que no encontraba en la vida. Pensaba en los miles de personas que desfilaban por allí. Se quedaban décimas de segundo en comparación con la eternidad de la piedra. Las vidas duran el tiempo de un paseo tranquilo; de ellas queda algún recuerdo.
Tuvo que acostumbrarse a la indiferencia de los demás. La gente vivía escondiendo la cabeza bajo el ala, sin pensar en la muerte. Cuando alguien desaparecía del mapa, todo el mundo pasaba página de prisa. No soportaba la visión de las multitudes que llenaban los cafés, las plazas. Roma estaba habitada por desconocidos que no se detenían a perder el tiempo con el dolor. «¿Qué dolor? -imaginaba que le habrían preguntado-. Cada cual lleva el peso de sus propios muertos. No se aceptan cargas ajenas.» Eran supervivientes que, absurdamente, se aturdían para no recordar a los que se habían ido. Apuraban la copa de la vida con el egoísmo de quienes se apresuran en fortalecer el hilo de su propia existencia, mientras otras muchas se diluyen en la nada. Los odiaba. Detestaba la fragilidad de la memoria, el olvido como refugio, la indiferencia de los vivos. Hacía un esfuerzo para contestar a las llamadas de los amigos que se interesaban por su estado de ánimo. Procuraba serenar la voz mientras hablaba con educación, sin exhibir la pena. Les decía lo que querían oír, tranquilizándolos para que no insistieran en verla. Con la muerte de Gabriele, aprendió que el dolor no está hecho de una materia única, sino que tiene matices, intensidades diferentes.
Le gustaba que Matilde fuera a visitarla. Sentada en el sofá con un libro que no leía entre las manos, esperaba el timbre de la puerta. Iba a abrir con una sensación de alivio en el corazón. Su amiga tenía la costumbre de llevarle una pequeña sorpresa, siempre distinta. Eran obsequios que pretendían distraerla un instante: papel de color azul, un pasador para el pelo, chocolate, una cinta en la que había grabado una antigua canción napolitana, aquella película que dieron por televisión que nunca habría visto sola, una revista que hablaba de arte, o una concha que había encontrado en un cajón, traída años atrás de alguna playa de Mallorca. En la puerta, le ponía el paquete en la mano. Ella lo abría con cierta curiosidad parecida a un rayo minúsculo de luz. Con eso, Matilde tenía suficiente. Suspiraba de satisfacción, mientras observaba en silencio la palidez de su rostro. No le hacía preguntas, ni intentaba forzarla para que dejara de estar triste. Sabía que habría resultado inútil. «De la tristeza, no regresamos nunca por un acto de voluntad. Tiene que pasar el tiempo.» Se limitaba a hacerle compañía.
Acompañar a alguien no es sencillo. Ella en ese arte era una maestra; tenía la intuición suficiente, las dosis de prudencia necesarias. Había tardes muy oscuras. En algunas, era posible rescatar un poco de esperanza. Las primeras se caracterizaban por largos ratos de silencio, por el llanto en su regazo, mientras le acariciaba el pelo. No había palabras. Las segundas, que eran pocas, permitían conversaciones frágiles. Sucedían cuando recordaba algún momento de la vida con Gabriele en voz alta. Le contaba una anécdota que, sin saber la causa, había recordado. Momentos de amor, espacios compartidos, ilusiones u obsesiones que habían vivido. La escuchaba. Había frases que se repetían, balbuceantes, entrecortadas. Había palabras que surgían rotundas, pero que se escapaban al nacer.
De vez en cuando iba con María. Las dos se esforzaban por complacerla, sin hacer demasiados aspavientos. María, que iba recuperando peso, no había perdido aquella ternura de mujer buena. En las visitas, aprovechaba para repasarle la ropa. Miraba si tenía un descosido en una prenda, o si hacía falta reforzarle algún botón. Descolgaba las cortinas para lavarlas; regaba las macetas. Se perdía por los fogones de la cocina preparándole la cena. Estaba convencida de que un buen plato ayuda a soportar el dolor. Le cocinaba tartas, empanadas de carne, de verdura. Mezclaba hierbas aromáticas que olían como si estuvieran en la isla. Cuando la miraba a los ojos, pensaba que era demasiado joven para tanto dolor. Cuando la veía desganada, se esforzaba por mejorar una receta. Como era una persona de pocas palabras, no se atrevía a decir nada. «¿Qué consejos podría darle yo, que casi no sé leer?», se preguntaba. No era capaz de ayudarla con discursos, pero su presencia atenuaba las tristezas.
Cuando se iban, Dana les decía adiós desde la puerta. Habría querido retenerlas, pedirles que se quedaran, que se instalasen en su casa, que se había hecho demasiado grande para ella sola. Temía las horas en una cama donde, inevitablemente, le buscaba. Extendía el brazo esperando encontrarlo. Nunca estaba, sólo las sábanas recibían sus manos. Hundía la cabeza en la almohada mientras se esforzaba por recuperarle. Observaba la oscuridad cuando recordaba el cementerio. Si llovía, se imaginaba el repicar de la lluvia sobre la losa. Volvía a pensar que le había dejado a solas con el frío. No conseguía dormirse. La mayor parte de los conocidos dejaron de visitarla. Los había recibido con una cortesía distante que no invitaba a las confidencias. Tenía la actitud de mujer lejana, que tan sólo se esfuerza en escuchar a los demás siguiendo una norma elemental de educación. La excepción fue la visita de Marcos, a quien abrazó con fuerza, justo antes de que se marchara a Mallorca. Él la llamaba a menudo, recordándole la propuesta de regreso. Los compañeros del trabajo no iban demasiado, porque sabían que prefería la soledad. Los parientes se alejaron, con manifestaciones de amabilidad contenida. Pocas semanas después del entierro, se murió el anciano Piletti. No pudo resistir la ausencia del nieto y se marchó hacia el abismo. Con el recuerdo de la última conversación, Dana asistió a las ceremonias fúnebres. Le costó vencer los recelos, la angustia de revivir los rituales de la muerte. Lo hizo por el amor que Gabriele había sentido por el abuelo. Se vistió de negro, transformada en una criatura traslúcida, en el fantasma de sí misma, mientras atravesaba las portaladas del Cimitero del Verano.
Han pasado tres meses de añoranza. Empieza a reconciliarse con el ciclo del tiempo. Ha aprendido a vivir sin la indignación pueril que podían provocarle una mañana soleada o una noche con estrellas. Cuando ha sabido aceptar que la rueda del tiempo continúa, se ha impuesto la razón. Contempla la vida sin grandes sorpresas. No hace reproches silenciosos a quienes la rodean. Sabe que el mundo está hecho de movimientos, de idas y venidas. Vive una tristeza que no se confunde con la furia. No está resignada; tan sólo más tranquila. Habita una calma que es estupor, incredulidad, conciencia adormecida, pero que no le permite volver a ser como antes. Matilde, que ha vivido este proceso de aceptación de la existencia, conoce bien su melancolía. Es un estadio de la vida que puede prolongarse. Cuando le pone el obsequio en la mano, muestra una sonrisa que es fugaz.
Un hombre baja del taxi en la piazza della Pigna. Llega del aeropuerto. Es una mañana que subraya los perfiles con contundencia: el contorno de las fachadas, de quienes pasan, de Ignacio. No ha tenido que recorrer la Roma laberíntica tras la fotografía de una mujer. Sabe la dirección exacta. Se fue a Palma después de algunas semanas en el hospital. No tiene secuelas del accidente en el cuerpo, pero le quedan en la memoria. Tendrá que convivir con ellas. Se siente como un condenado que tiene que aprender a compartir el espacio de la celda con otro preso. Se despierta con el eco de las últimas palabras de Gabriele. Se duerme oyendo el estrépito del coche cuando chocó, antes de perder la conciencia. Es un ruido que en su mente se multiplica. Regresó a Mallorca, donde borró a Marta de su vida. Entonces dejó que pasara el tiempo. Sin verla, podía sentir a Dana muy adentro en su tristeza. La evocaba con una añoranza profunda, pero intuía que tenía que ser paciente.
Llega a Roma con una actitud distinta. No es el hombre seguro, que se comía el mundo, deseoso de recuperar lo imposible. Ha entendido que el azar doblega las voluntades. Sabe que no es fácil, pero ama a la mujer con quien hizo el amor en los campos romanos. Ha venido a decírselo. Contempla la plaza. Ha pensado en ella todos los días. Sorprende saber hasta qué punto la memoria conserva un recuerdo. Una imagen puede quedarnos grabada en la retina. Somos capaces de reproducirla mil veces, sin distorsionarla un milímetro. Camina hasta el edificio donde vive Dana. Sube a su piso. Durante el trayecto en el ascensor, procura no pensar. Siente los latidos de su propio corazón, que le flagelan por dentro. Cuando llega a la puerta, respira profundamente. Deja que pasen uno, dos… treinta segundos. Medio minuto de eternidad, con una pregunta sin respuesta. Llama al timbre, y espera.
Los sábados por la mañana no suele recibir visitas. Lleva unos pantalones anchos, un jersey gris. Va a abrir, mientras se ordena los cabellos con un gesto de la mano. Tiene el aire ausente de quien no espera nada. Estaba sentaba en una butaca, con un álbum de fotografías, preguntándose si iría al mercado. Va poco, porque le da pereza mezclarse con el barullo de la gente. Al atardecer, espera a Matilde y a María. Verán una película, compartirán un plato exquisito que ella no habrá cocinado. La vida está hecha de minúsculos momentos, que pasan sin dejar huella. No busca nada más. En el umbral de la puerta ve a Ignacio. La figura toma forma real ante sus ojos. No hay claroscuros benévolos que le permitan el margen de la duda, el paréntesis de un instante de incertidumbre. Es él, pero no sabe qué tiene que decirle.
Había imaginado que se encontraban. Siempre sucedía por casualidad. Eran encuentros fortuitos, que vivía con alarma. Improvisaba un choque de contrarios: el hombre que no murió y ella. Uno frente al otro. En cada nueva secuencia de la misma historia, reinventaba los reproches. Le preguntaba si no le daba vergüenza vivir, mientras Gabriele estaba muerto. Le gritaba con ira o lloraba sin palabras. Los sentimientos que había aprendido a contener se desbordaban. Surgían libres, como el aire o el vuelo de los pájaros. Abandonaba el disimulo que había convertido en consigna para sobrevivir. Desaparecía la contención con que se dirigía a los demás. Le decía que habría querido verle metido en un ataúd. Lo repetía, marcando cada sílaba. Tendría que habérselo imaginado; la historia nunca es como habíamos intentado escribirla. Quién sabe si, en el fondo, lo intuía. Verle sólo le causa tristeza.
Ignacio le pregunta:
– ¿Puedo entrar?
– Entra.
Le guía por el pasillo, hasta el salón. Él percibe el alejamiento, la ausencia que se adivina en los ojos. Algo definitivo ha cambiado. La mujer fuerte a quien se encontró hace pocos meses tiene la mirada líquida. Por una asociación inesperada de pensamientos, recuerda el castillo de Lavardens. La imagen de Camille Claudel se impone desde la oscuridad de la memoria. Se sientan cada uno en una butaca, mirándose. No puede evitar decirle:
– Al verte, he pensado en Camille Claudel. ¿Te acuerdas de aquel viaje al sur de Francia?
– Sí. Durante una época, lo recordé muy a menudo. Hace tiempo que he procurado olvidarlo.
– Tras visitar la exposición, me pediste que te llamara Camille. Entonces no te entendí. No lo he comprendido hasta ahora.
– Siempre has sido algo lento en tus reacciones. -No hay reproches ni ironía, sólo lo constata-. ¿Qué es lo que entiendes, por fin?
– Hablamos de Camille, de su historia. Tenía tu mirada. Cuando te he visto en la puerta, me ha parecido reconocerla.
– Es una lástima que lo descubras tan tarde.
– Tienes razón: siempre he llegado tarde. Cuando me he decidido a actuar, ha sido para crear el caos. No sabes cuánto me duele. En todos estos meses, he intentado pensar cómo explicarlo. Quería encontrar el tono exacto, las palabras adecuadas. ¿Qué puedo decirte?
– No podemos decir nada. Él está muerto. Nosotros estamos vivos. Me parece una gran injusticia.
– No es una cuestión de justicia. ¿Muere primero quien merece morir? Nadie se lo merece. La vida es una suma de casualidades. El azar nos llevó hasta aquel maldito coche.
– No te engañes: os llevé yo.
– ¿Cómo puedes pensar eso?
– También he imaginado nuestro encuentro. Era un encuentro lleno de rabia. En algunos momentos te he odiado.
– Me lo imagino.
– Ahora estoy tranquila. Soy una mujer extraña, que se sorprende a sí misma. Nunca llegaré a conocerme. -Se hace un silencio-. Mira, son las últimas fotografías que nos hicimos. Gabriele y yo en Ferrara, pocos días antes de que vinieras. Éramos felices.
– Lo sé. Yo no había podido olvidarte.
– Habías tenido tu momento, pero lo dejaste pasar. Las cosas son así de sencillas.
– Cuando nos encontramos, mientras hacíamos el amor, creí que me amabas.
– Es probable. Quién sabe si te amé. No lo sé. Aquel episodio me queda muy lejano. No quiero hablar de ello. Mira la fotografía, me había regalado una rosa. Hacía viento. El aire nos empujaba, junto a las murallas de la ciudad. Nos reíamos. No he vuelto a reír.
– ¿Cómo puedo encontrar palabras de consuelo que no te suenen a mentira? Te hablo con el corazón: no quieras quedarte anclada en el pasado. Puedo entender tus sentimientos. Sé que estás triste, que todavía le añoras.
– El pasado es él.
– Tendrás que hacer un esfuerzo. Seré paciente. La vida me ha enseñado a serlo.
– ¿Paciente? ¿De qué me hablas? No entiendo qué esperas.
– Te espero a ti. No importa cuánto tiempo. Da igual si tiene que ser desde la distancia. Respetaré tu dolor hasta que sobrevivas a la pena. Cuando llegue el momento, te pediré que vuelvas conmigo a Mallorca.
– No me esperes. La respuesta es no.
– ¿Con tanta rotundidad?
– No volveré contigo.
– Algún día tendrás que regresar a Palma. ¿Podría telefonearte? Me gustaría conversar, tener noticias tuyas.
– Es mejor que no me llames. Gracias.
– ¿Y escribirte? Las cartas son mejores que el teléfono. Podrás leerlas cuando quieras. Aunque sólo sean algunas frases.
– Sería inútil. No leeré las cartas. ¿Pretendes que traicione su memoria, que olvide por qué murió? Déjame tranquila. Que tengas un buen viaje.
Matilde está sentada en el sofá mientras se toma un café. Es una costumbre que repite como si fuera un ritual. No se sorprende cuando le anuncian que tiene visita. Hace semanas que le espera. Desde que supo que había salido del hospital, sospechó que tenían una conversación pendiente. Se imaginó que volvería a la isla, dispuesto a dejar que pasaran los días. El tiempo que todo lo calma tenía que abrir camino. Sabe que su presentimiento fue acertado, pero intuye que le resulta difícil visitarla. Debe de haberle costado recuperarse del accidente. Puede entender la contradicción en que vive. La añoranza, la culpa, el desconcierto. Han sido adversarios, casi enemigos. Es una mujer perspicaz. Le resulta sencillo ponerse en el lugar de los demás, comprender las situaciones que les toca vivir. Lo reconocería ante todo el mundo: hizo lo imposible para que no se encontraran. No fue un capricho, sino el deseo de ser leal. El compromiso con la felicidad de Dana, que todavía es la muchacha perdida que llegó al Trastevere. Habría hecho cualquier esfuerzo para protegerla de la desdicha, pero fue una ingenua. Es absurdo creer que se puede controlar la vida. La existencia se convierte en un laberinto, donde la gente que Matilde quiere avanza a oscuras. María, Dana, ella misma. Incluso Gabriele. Recuerda la sonrisa del hombre joven, lleno de vida. Evoca la intensidad con que amaba la belleza. Junto a la tumba de los Piletti, mientras sufría por la amiga, también lloró por él. La juventud y la muerte forman una pareja incomprensible.
Ignacio ha acudido a visitarla. Cuando le mira, se imagina el encuentro vivido. Tiene los rasgos del rostro desencajados, aun cuando intenta contener las emociones. Piensa que es un hombre acostumbrado a reprimir demasiadas cosas. Habría querido decírselo. Se calla, porque se imagina que él lo sabe. Nunca ha pretendido caer en redundancias. Le mira, está de pie, en el salón de una pensión donde nunca se habría imaginado que iría a parar. Cambió de rumbo por la atracción de una fotografía. Lo recuerda, mientras le observa. Hay objetos que nos transforman todos los paisajes; los de la vida y los de la mente. Hace un gesto, invitándole a sentarse. Aunque el rostro de Matilde ha envejecido desde la última vez que se vieron, tiene una expresión amable. Respira, aliviado, cuando se da cuenta de que es bien recibido. No sabe qué va a decirle. Si no fuera por todo lo que ha ocurrido, se sentiría ridículo. El flemático abogado es incapaz de sostener la mirada de una mujer menuda, que le observa con curiosidad. Murmura: -No quiere saber nada de mí.
– ¿Te extraña? -le pregunta ella con un tono suave que actúa como un bálsamo.
– No tendría que sorprenderme, pero no dejaré nunca de ser un cretino. Esperaba convencerla. Iniciar, por lo menos, un proceso de aproximación. No pido milagros. Sé que, al fin y al cabo, es duro, difícil.
– ¿Por qué has venido a verme? No he sido nunca tu cómplice.
– Tienes razón. Todo lo contrario: intentaste alejarme de ella. Tendría que haber seguido tu consejo y marcharme de Roma. ¿Sabes?, la mayoría de las veces no hago caso de lo que me dicen los demás. En el fondo, siempre he hecho lo que me ha dado la gana. No sé por qué te lo cuento. Tampoco sé qué impulso me ha traído a visitarte.
– Te esperaba.
– ¿Qué dices? Ni yo mismo sabía que vendría.
– Soy un gato viejo. Además, puedo leer las manos de la gente. No. -Sonríe-. Esto es una broma, poco conveniente en estas circunstancias. Cuando Dana llegó al Trastevere, jugábamos a leer la mano de los huéspedes de la pensión. Le divertía que inventara historias. Lo hacía para que se alegrara. En aquel momento ella vivía muy triste; casi tanto como ahora.
– Lo sé. Le he causado mucho dolor. Es curioso, a la persona a quien más he querido, sólo he sabido hacerla sufrir. Había soñado con hacerla feliz, y ya lo ves.
– Cuando las cosas no se pueden cambiar, no hay que hacerse reproches. No es verdad que pueda leer las manos. En cambio, sé lo que hay escrito en una mirada. Tus ojos me dicen cómo te sientes.
– No quiere llamadas ni cartas. Me habría gustado escribirle. Describirle en un papel mi vida en Mallorca, cómo pasaba los días pensando en ella.
– No está preparada para recibir tus cartas. No las leería.
– Me lo ha dicho. Nunca podré hacerle llegar mis escritos.
– Quién sabe.
El pensamiento de Matilde vuela. Recuerda la carta que María le mandó, y que se perdió. Dio vueltas inciertas durante meses. No supo intuir que su amiga la necesitaba, mientras las palabras escritas viajaban perdidas. Palabras vagabundas, de la bolsa del cartero a bolsillos indiferentes, a cajones olvidados. Siente un pinchazo en el fondo del corazón. No tendría que ser posible que lo que escribimos para alguien no llegue a su destinatario. Las palabras no son guijarros que tiramos en aguas profundas. Si no se leen, pierden su fuerza. Se mueren en un papel ajado. Las historias vividas se difuminan; aquellas que quizá nunca volveremos a vivir. La rebeldía de la mujer que fue se despierta. Hay olvidos que no permitirá. Piensa en Dana, sola con los recuerdos. Mira a ese hombre, que viene de la isla, deseoso de escribirle. Intuye que vivirá triste. Tragarse las ganas de ser feliz es terrible.
«Voy a darle la oportunidad de convertir los sentimientos en palabras. Así no morirán», piensa. Se esforzará para evitar la muerte. Le dice:
– Escríbele. Dile palabras tiernas, las que te dicte el corazón.
– No quiere leerlas.
– No puede hacerlo. Envíalas a la dirección de la pensión, a mi nombre. Guardaré las cartas. No se perderá ninguna. Te lo juro.
– ¿Por qué ibas a hacer eso por mí?
– Tengo paciencia. Sé que el paso del tiempo es el único remedio para el mal de amores. Supongo que pasarán meses, quizá años. No sé cuánto tiempo.
– ¿Y qué sucederá?
– Un día se acabará el luto. Dana abrirá los ojos a la vida. Mirará por la ventana sin sufrir.
– ¿Cuándo llegará ese momento?
– No puedo decírtelo. Pueden rodar muchas estaciones. Si eres capaz de esperarla, si eres constante, paciente, guardaré tus cartas. Docenas, centenares… no importa. Cuando llegue el momento, se las daré a Dana.
– ¿Harías eso por mí?
– Lo haré por vosotros, si tú quieres.
– Le escribiré todos los días. Le hablaré de la isla, de nuestro amor, de mí. Le contaré cómo vivo esperándola.
– Hazlo. Ahora vete tranquilo.
– ¿Cómo puedo agradecértelo?
– No tienes que agradecérmelo.
Se despiden en la puerta de la pensión. Ignacio sale a la calle. Vive una sensación de alivio. Lo tenía todo perdido, porque no había caminos que le acercaran a Dana. Ahora sabe que podrá escribirle unas cartas que no serán malogradas. Tiene todas las palabras del mundo para hacerle entender que la quiere. El tiempo no importa. La esperanza le relaja la tensión del rostro, la fatiga de los días vividos. El sol le ciega por un instante. Se para. Está en el Trastevere romano, donde vive la mujer que se ha convertido en su amiga. Cuando los ojos se le acostumbran a la luz, mira hacia arriba. Se ha entreabierto la cortina de una ventana. Adivina el perfil de Matilde, que le dice adiós. Se han hecho cómplices, porque tiene el corazón grande. Él también la saluda con una sonrisa. Se pregunta si algún día volverá. Hay un tiempo para el regreso, un tiempo para la partida. Ahora es la hora de marcharse. Camina hasta el taxi que le espera en una esquina y que le llevará al aeropuerto. En la piazza della Pigna, Camille Claudel va pasando las hojas de un álbum de fotografías.