39344.fb2 Pasos sobre cristal - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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SEGUNDA PARTE

Avenida Rosebery

El puente que unía a la Avenida Rosebery con la calle Warner olía a pintura. El pavimento estaba cubierto de polvo negro, el cual se acumulaba en los intersticios del recién pintado pretil del puente. Graham confió en que lo irían a pintar con gusto. Miró dentro de la plataforma colgante que utilizaban los pintores para pintar la parte exterior del pretil, y vio una vieja radio tan salpicada de pintura que podría haber pasado por un objeto de arte. El hombre que se hallaba en la plataforma silbaba mientras iba enrollando un tramo de cuerda.

Graham se sintió extrañamente satisfecho ante aquella expresión de actividad alrededor suyo; se sintió casi complacido de sí de que la gente pasara caminando a su lado sin dirigirle una segunda mirada, al menos ahora que se había sacado de encima a Slater. Él era una especie de célula vital en la corriente sanguínea de la ciudad; diminuta pero importante; el portador de un mensaje, un punto de expansión y cambio.

En aquellos momentos ella ya le estaría esperando, dispuesta, o quizás estuviera recién vistiéndose, o incluso todavía podía estar en la bañera o bajo la ducha. Finalmente las cosas se encaminaban, los malos tiempos habían quedado atrás. Stock estaba destituido. Ahora era su turno.

Se preguntó cómo le vería ella actualmente. Cuando se conocieron a ella le pareció gracioso, pensó, y también bastante amable. Ahora ya había tenido oportunidad de conocerle mejor, así como de descubrir otros aspectos de su personalidad. Tal vez estuviera enamorada de él. Por su parte, creía amarla. Podía imaginarse a los dos viviendo juntos, incluso pensaba en el matrimonio. Él se ganaría la vida como artista —al principio probablemente tendría que hacer publicidad hasta que su nombre fuese conocido— y ella podría dedicarse a… cualquier cosa que quisiera.

A su izquierda había más edificios; locales de industria ligera y oficinas sobre los cuales se levantaban apartamentos. Junto al flanco de la acera y justo frente a la puerta abierta de un establecimiento llamado Taller Wells se hallaba aparcado un enorme coche deportivo americano. Era un Trans Am. Al pasar a su lado, Graham frunció el entrecejo, en parte debido a sus estridentes llantas blancas rotuladas y al diseño agresivo, en parte porque le recordaba algo; algo que tenía que ver con Slater, e incluso con Sara.

Finalmente logró acordarse; exactamente había sido en la fiesta en que Slater le presentó a Sara. La coincidencia divirtió a Graham.

Una vaharada de olor a zapatos nuevos le invadió desde otro local cercano mientras contemplaba el viejo reloj detenido cuyas dos esferas sobresalían sobre el pavimento desde la primera planta del taller, sus manecillas congeladas en las dos y veinte (echó una ojeada a su reloj y comprobó que en realidad eran las 15:49). Sonriendo para sus adentros, Graham rememoró aquella noche, en que escuchaba otra de las historias de Slater que jamás sería vertida al papel.

—Pues bien. Se trata de ciencia ficción. Resulta que hay un…

—Oh no —dijo Graham. Ambos se hallaban de pie junto a la repisa de la chimenea en la sala de estar de la gran casa que poseía Martin Hunter en Gospel Oak. El señor Hunter —Martin para sus estudiantes— era uno de los catedráticos de la Escuela de Arte, y ofrecía su acostumbrada y tardía fiesta de Navidad en el mes de enero. Slater había sido invitado, y persuadió a Graham de que si le acompañaba no iba a ser considerado un intruso. Habían traído entre los dos un barril de vino y estaban bebiendo el vin de table tinto en vasos de plástico medianos. Aparte de un poco de pan de ajo salado, ninguno había probado bocado desde hacía varias horas; por lo tanto, y a pesar del hecho de que la fiesta aún no se hubiera animado del todo, ambos sentían ya los efectos de la bebida.

En el comedor habían quitado las alfombras para que la gente pudiera bailar, y ahora la música sonaba a todo volumen. En la sala de estar la mayoría de los invitados se hallaban sentados en canapés o almohadones. Los cuadros pintados por Martin Hunter, grandes y chillones lienzos que parecían primeros planos de minestrón vistos bajo los efectos de una poderosa droga alucinatoria, adornaban las paredes.

—Presta atención. Resulta que hay un grupo de extraterrestres llamados los Sproati que deciden invadir la Tierra…

—Me parece que eso ya se ha hecho —dijo Graham, bebiendo un sorbo de su vaso. Slater comenzó a exasperarse.

—¿Quieres dejarme acabar? —dijo. Llevaba puestos un par de zapatos grises, pantalones abolsados blancos y algo que parecía ser un esmoquin de color rojo. Después de haber bebido, continuó diciendo—: Pues bien, así que invaden la Tierra, pero lo hacen para evadir impuestos, por lo que…

—¿Para evadir impuestos? —dijo Graham, echándose hacia atrás y mirando a Slater a los ojos. Slater se rio tontamente.

—Sí, tienen que pasar gran parte del año galáctico fuera de la Vía Láctea o si no la federación tributaria galáctica les persigue con los gigancréditos, pero en vez de pagar unos costosos viajes intergalácticos acampan en algún apartado planeta, siempre dentro de la galaxia, y allí se esconden, ¿comprendes? Pero: algo les sale mal. Los extraterrestres vienen en una nave espacial camuflada de Boeing 747 para no despertar las sospechas de los nativos, pero cuando aterrizan en el aeropuerto Heathrow de Londres pierden todo su equipaje; todo su armamento pesado va a parar a Miami y se mezcla con los efectos personales de unos psiquiatras que asisten a un simposio internacional sobre fijación anal después de la muerte, y: los freudianos se apoderan del mundo con las armas high-tec incautadas. Las autoridades inmigratorias británicas encierran a todos los Sproati; debido a una lectura errónea del espectrógrafo al planear la operación habían ingerido demasiadas píldoras de tanino y se tornaron casi negros. Por lo general su color es azul claro. Uno…

—¿Cuál es su aspecto? —le interrumpió Graham. Slater pareció desconcertado, y a continuación agitó su mano libre con displicencia.

—No lo sé. Supongo que vagamente humano. De todas formas, uno de ellos logra escaparse y se instala en un lavadero de coches abandonado en Hayes, Middlesex, mientras que el resto muere de hambre en las celdas de internación.

—Para tratarse de toda una especie, no parece que hubiera muchos de ellos… —refunfuñó Graham mirando su vaso.

—Es que son muy tímidos —siseó Slater—. ¿No podrías estarte un poco callado? Este Sproati —a quien llamaremos Gloppo—…

Un par de chicas hicieron su entrada en la sala desde el recibidor. Graham las conocía de la Escuela de Arte; venían hablando y riéndose. Las observó para ver si se fijaban en él y en Slater, pero no lo hicieron. Aquella noche estrenaba sus nuevos pantalones negros de pana (eran un regalo de navidad de su madre. Tuvo que explicarle cómo los quería; ¡ella hubiera sido capaz de comprarle unos tejanos acampanados!), y creía estar muy bien con su camisa blanca como la nieve, la chaqueta negra, las zapatillas blancas y su cabello obscuro ligeramente rubio.

—Mira, deja de mirar a esas hembras y presta atención; ¿sigues el hilo del argumento, no es así? —Slater acercó su cara a la de Graham, que se hallaba reclinado sobre la repisa de la chimenea.

Graham se alzó de hombros, miró su vaso con vino tinto y dijo:

—Más que seguir algo me siento como si me estuvieran persiguiendo.

—Oh, très gracioso. —Slater sonrió de un modo afectado—. De cualquier forma, Gloppo instala un cerebro en el lavadero de coches para así poder satisfacer sus deseos sexuales con él —ya sabes, todos esos cepillos, rodillos, espuma y demás cosas—, mientras que en Florida los Freudianos trabajan intensamente; prohíben todos los símbolos fálicos incluyendo las palancas de mando, los Jumbo jet, submarinos, cohetes y misiles. Las motocicletas deben conducirse montándose a sentadillas y la servidumbre queda excluida; los paraguas enrollados, los tejanos ajustados y las medias de tejido de punto también son prohibidas, castigando a los infractores a llevar permanentemente pegados al cráneo un walkman Sony con una cinta continua de los Grandes Éxitos de Barry Manilow… exceptuando a los admiradores de Barry Manilow, que reciben en cambio una de John Cage.

—¿Y qué les pasa —dijo Graham, apuntando con un dedo a Slater, que frunció los labios y comenzó a golpear impacientemente con su pie los contornos de la chimenea— a aquellos que les gusta tanto Barry Manilow como John Cage?

Slater hizo girar sus ojos.

—Esto es Ciencia Ficción, Graham, no Monty Python[8]. De todas formas, Gloppo descubre que en su ausencia el lavadero de coches le ha sido infiel con un Trans Am azul metálico…

—Creía que eso era una línea aérea.

—Es un coche. Ahora cállate. Gloppo descubre que el Trans Am ha estado follándose al lavadero de coches…

—Y que el lavadero de coches se ha montado al Trans Am —dijo Graham con una risa tonta.

—¡Cállate! Gloppo desconecta el lavadero de coches. A continuación…

Ahora en la sala había más personas; grupos de hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes, de aproximadamente su edad, conversaban de pie, bebían y reían. Las dos chicas que había visto anteriormente se hallaban hablando con otras chicas. Graham esperó que los demás se dieran cuenta de que por el hecho de estar hablando con Slater eso no quería decir que él también era gay. Asintiendo con énfasis, Graham volvió a prestarle atención a Slater quien, hablando apresuradamente, gesticulando con las manos, y los ojos brillantes, parecía acercarse al final de su relato.

—… cagado de miedo porque está a punto de ser desintegrado en partículas mucho más pequeñas y radiactivas que el cerebro de Ronald Reagan, debe ir urgentemente al excusado; por pura coincidencia sus excrementos se solidifican en el intenso frío del espacio exterior y la nave espacial que le persigue a la mitad de la velocidad de la luz choca contra ellos y es completamente destruida.

—Gloppo y su compañero descubren las delicias del sexo oral, los Freudianos hacen volar el mundo, aunque eso iba a suceder de todas maneras, después de lo cual nuestros dos héroes viven para siempre una vida relativamente feliz. —Slater esbozó una amplia sonrisa, inspiró profundamente y luego bebió un trago de su bebida.

—¿Qué te ha parecido? Es bueno ¿no es cierto?

—Pues… —comenzó a decir Graham mirando hacia arriba.

—Nada de bromas, joven guasón. Es estupendo, admítelo.

—Has estado leyendo aquel libro —dijo Graham—. Ya sabes a cuál me refiero; aquél acerca de ese sujeto…

—Específico como siempre, Graham. Qué mente tan aguda; te expresas muy claramente. Estoy admirado.

—Ya sabes qué libro quiero decir —dijo Graham, bajando la vista hacia el bloqueado hogar de la chimenea y haciendo chasquear sus dedos—. Ése que pusieron en la televisión…

—Bien, por lo visto nos estamos acercando —dijo Slater, inclinando la cabeza con aire pensativo. Volvió a beber de su vaso.— En ése la Tierra también estalla… eh… —Graham no dejaba de chasquear sus dedos. Durante unos instantes Slater guardó silencio, observando con desdén cómo Graham chasqueaba los dedos, y luego dijo cansadamente—: Graham, o te concentras en pensar el título del libro del que estás hablando o dedicas todas tus energías a buscar trabajo de camarero; no estoy seguro de que poseas aptitudes para hacer ambas cosas al mismo tiempo.

—¡«La Guía del Turista por el Universo»! —exclamó Graham.

—Por la Galaxia —le corrigió Slater con severidad.

—Pues se parece mucho.

—Nada que ver. Lo que sucede es que tú no sabes reconocer a un verdadero talento cuando lo tienes delante tuyo.

—Oh, qué quieres que te diga… —Graham sonrió, mirando a las dos chicas de la Escuela de Arte, que ahora se hallaban sentadas en el suelo en el otro extremo de la habitación, hablando entre sí. Slater le dio una palmada en la frente.

—¡Otra vez pensando con tus gónadas! Es algo patético. Aquí me tienes a tu entera disposición; talentoso, guapo, adorable y cariñoso, y todo lo que se te ocurre hacer es mirar como un bobo a ese par de estúpidas tías.

—No hables tan alto, idiota —Graham —sintiéndose un poco borracho— le increpó a Slater—. Te oirán. —Después de beber un trago fijó la vista en su compañero—. Y deja de continuar alabándote. Puedes resultar muy pesado, sabes. Ya te he dicho un millón de veces que no soy gay.

—Dios mío —dijo Slater, inspirando y sacudiendo su cabeza—, ¿es que no tienes ninguna ambición?

Al recordarlo, aquel día de junio, Graham no pudo evitar sonreír. Incluso si no hubiera conocido a Sara, pensó, aquella habría sido de todos modos una buena fiesta. Los invitados eran amigables, había comida de sobra y, a juzgar por lo que pudo observar, varias de las chicas presentes venían sin acompañante. Había pensado sacar a bailar a una de las dos chicas —a la más atractiva— que entraron en la habitación durante el monólogo de Slater, mientras éste le estaba diciendo lo deseable que era Richard Slater.

Resultaba curioso, pensó Graham; le parecía que la fiesta había tenido lugar hace ya tiempo, no obstante mantenía su recuerdo mucho más fresco y real que muchas de las cosas sucedidas durante la semana pasada. Al pensar en ello su respiración se aceleró, mientras justo pasaba delante de un pequeño café frente al cual se hallaban hablando un grupo de empleados de la cercana oficina de correos. Junto a la acera estaba aparcado un enorme coche rojo de fabricación italiana. A Slater seguro que le gustaría. Graham cruzó sonriendo la calle en dirección a la oficina de correos, percibiendo el olor de la nueva capa de pintura.

Slater vio a Sara de pie junto a la puerta de la habitación. Con el rostro iluminado, depositó su vaso de plástico sobre la repisa de la chimenea. —¡Sara, querida! —la llamó, y se dirigió hacia ella abriéndose paso a través de los grupos que formaban diversas personas, saludándola con un abrazo. Ella no le correspondió, pero cuando Slater se apartó en su rostro pudo apreciarse una leve sonrisa. Graham la estaba observando, y vio que los ojos de la mujer vacilaron en su dirección durante unos segundos. Slater la condujo por entre las personas hacia donde se hallaba ubicado él junto a la repisa de la chimenea. A Graham se le heló el corazón. La gente continuaba hablando y charlando despreocupadamente. ¿Acaso era el único en aquella habitación que la habíavisto?

Era delgada y bastante alta. Su cabello negro y espeso se veía revuelto, como si acabara de levantarse de la cama y no se lo hubiera cepillado. El rostro, y todo el resto de piel al descubierto, era blanco. Llevaba puesto un vestido negro, una prenda gastada con un breve y deshilachado encaje que la cubría como si fuese espuma negra. Sobre el ligero vestido lucía una chaqueta china con hombreras de colores brillantes, entre los cuales predominaba el rojo; bajo la tenue luz de la habitación parecía como si resplandeciera. Medias enterizas negras y zapatos de tacón bajo, también negros, completaban su indumentaria.

Mientras se acercaba comenzó a quitarse los guantes. En la parte superior del pecho, expuesto por el escote de un palmo de ancho del vestido negro, una extraña marca blanca surcaba la piel, como si fuera un holgado collar arrancado y dispuesto libremente por encima de sus hombros. Cuando estuvo más cerca Graham pudo comprobar que se trataba de una cicatriz; el tejido cicatrizal era mucho más blanco que la piel que la rodeaba. Tenía los ojos obscuros, los cuales mantenía muy abiertos como en constante sorpresa, y muy tirante la piel que cubría la zona comprendida entre el rabillo del ojo y sus pequeñas orejas. Tenía los labios pálidos, tal vez demasiado carnosos para su pequeña boca, como si se hubieran desangrado y a la vez estuvieran magullados. Jamás había visto en su vida a nadie, o nada, tan hermoso; instantáneamente, en el tiempo que le llevó a ella recorrer la habitación de un extremo a otro, Graham supo que la amaba.

—Sara, éste es el joven ingénu a quien he estado intentando seducir —dijo Slater, presentando a Graham con un delicado giro de su mano—. Señor Graham Park, ésta es la señora Sara ffitch[9]. Absolutamente la cosa más deliciosa y elegante que haya dado Shropshire después de… pues, después de mí.

Ella se detuvo delante de Graham, con la cabeza un poco inclinada. El corazón de él latía con demasiada intensidad. Debía de estar temblando. Sara miraba a Slater por entre la mata de sus pelos negros; a continuación ladeó la cabeza, y girando su rostro hacia él, le ofreció la mano. ¡Una señora! ¡Estaba casada! Graham no podía creerlo. Por un instante, en una especie de última e irreductible unidad de deseo, había vislumbrado un sentimiento, una urgencia dentro suyo que no se creía capaz de afrontar, pero ahora este minúsculo y corriente fragmento de información, aquellas pocas letras, habían conmutado sus expectativas como si fueran una bombilla barata. (Hace dos veranos, durante unas vacaciones en Grecia junto a un compañero de la escuela con el cual desde entonces perdió todo contacto, había viajado en un pequeño, atestado y destartalado tren hacia las afueras de Atenas, atravesando llanuras cubiertas de matorrales bajo un sofocante calor. Resecas tierras de tonos ocres y vestigios de arbustos se repetían monótonamente. El traqueteante vagón del tren estaba repleto de turistas y mochilas, y de mujeres griegas vestidas de negro con sus gallinas. De improviso su amigo Dave exclamó, «¡Mira!», y cuando él se giró, durante unos instantes vislumbró tan sólo el canal de Corinto; súbitamente un golfo dividió el paisaje, el cielo azul resplandecía, en la distancia era posible ver un barco; el aire y la luz eran insondables. A continuación volvió a aparecer la árida llanura.)

—Hola —dijo ella, y apartando sus ojos de los de él, los bajó rápidamente hacia su mano extendida. Graham tenía conciencia de Slater tomando aliento y ladeando su cabeza hacia atrás como acostumbraba a hacerlo cuando giraba sus ojos, pero antes de que éste pudiera decir algo, Graham asintió prontamente con la cabeza, cambió el vaso de mano, y cogiendo la pequeña mano de la mujer se la estrechó de un modo formal.

—Ah… hola. —La mano de ella estaba fría. ¿Cuántos años tendría? ¿Andaría por los veinticinco? Graham soltó su mano. Ella continuó mirándole. Incluso conservaba una buena figura; Graham deseaba llorar, o cargarla sobre sus hombros y echar a correr. ¿Qué era ella? ¿Cómo podía ponerlo en ese estado? La mujer continuó mirándole. Unos ojos tan serenos, el iris que casi se confundía con la pupila. Las obscuras cejas en forma de arco trazaban una perfecta línea matemática. Podía olerla; una penetrante y remota fragancia a almizcle, como si fuera una ventana abierta a un frondoso bosque de pinos.

—No tienes por qué preocuparte —estaba diciendo ella, sonriéndole—. Richard en realidad no me ha contado mucho sobre ti. —Sara giró su rostro hacia Slater, quien había recuperado su vaso y les estaba observando a ambos con una sonrisa afectada. El joven se alzó de hombros.

—Slater ni siquiera —Graham tragó saliva, tratando de no seguir demostrando lo asombrado que estaba—, me ha hablado de ti. —Ella sonrió ante sus palabras, primero a él y después a Slater, y guardó los guantes negros en un bolsillo de su acolchada chaqueta.

—Bien —dijo, volviendo a mirarles nuevamente por turno, levantando la cabeza para observar directamente a Graham—, si no es muy atrevido de mi parte, jóvenes, ¿os molestaría traerme algo de beber? Quise venir abastecida, pero lo puse en el bolsillo equivocado de mi americana y se me deslizó por el forro descosido. —De improviso arqueó sus cejas. Slater lanzó una carcajada.

—Qué historia tan estupenda, Sara. Estoy seguro de que a nosotros nos hubiera dado lo mismo el que no pensaras traer nada. —Se giró hacia Graham—. Para tu conocimiento, Sara se viste al viejo estilo oxfam[10], por lo que es probable que esté diciendo la verdad. —Miró a la mujer, la palmeó en la espalda y volvió a colocar su vaso encima de la repisa de la chimenea—. ¡Permítame, señora! —Slater se alejó en dirección al gentío que a aquellas alturas ya obstruía el paso hacia la puerta. Graham repentinamente se dio cuenta de que la habitación se hallaba atestada de personas, tornándose cada vez más sofocante. Sin embargo, Slater había desaparecido y los dos estaban solos. ¡Entonces ella agachándose, levantó un pie y comenzó a desabrocharse la tirilla de su zapato, pero al no lograr hacer equilibrio, trató de sujetarse a él! Graham le ofreció el brazo, y ella, aferrándose a su antebrazo, le miró brevemente emitiendo un sonido que podría haber significado «gracias», y volvió a concentrarse en la tirilla del zapato.

Graham no podía creer que aquello le estuviera sucediendo a él. A decir verdad, al contacto de ella todo su cuerpo se estremeció. Su corazón parecía estar latiendo dentro de un enorme sitio desecado, en una caverna reverberante. Su boca también estaba seca. Soltándose de su brazo, Sara le mostró con una sonrisa el zapato que se había quitado. Lanzando una carcajada, dijo: —Mira. ¿Ves? Es vino.

Graham esbozó una leve sonrisa —forzándola hasta donde podía— y observó el pequeño zapato negro. La plantilla interior de cuero blanco, raída desde la punta hasta el talón, tenía una mancha de color rojo pálido todavía húmeda. Ella lo acercó aún más, riéndose de nuevo y bajando la cabeza como si tuviera vergüenza.

—Aquí tienes, huele, si es que puedes soportarlo. —Su voz era profunda, ligeramente ronca.

Graham se esforzó por reírse, para ser sinceros, y asintió con la cabeza, sacudiéndola de un lado a otro, consciente del ridículo que estaba haciendo.

—Ajá, no hay duda de que es vino.

Un terror se apoderó de él. No se le ocurría nada que decirle. Se descubrió a sí mismo buscando con la mirada a Slater mientras ella se apoyaba sobre la repisa de la chimenea, y calzándose el zapato volvió a sujetarlo con la tirilla. En el vano de la puerta y por encima de las cabezas de los invitados apareció un barril de vino. Graham vio aliviado cómo éste se acercaba en su dirección.

—Ah… creo que ahí traen tu bebida —dijo, e indicó con un gesto de su cabeza a Slater que se abría paso por entre las personas, bajando el barril y un vaso que portaba; al ver a Sara y a Graham les dirigió una sonrisa.

—Le he estado demostrando a Graham que en realidad sí tenía pensado traer algo de vino pero que se me había roto la botella —dijo Sara mientras Slater, girándose por unos instantes para saludar a alguien conocido, se acercaba a ellos. Colocando el barril sobre la blanca repisa de la chimenea, puso el vaso debajo del pequeño grifo y lo llenó casi hasta el borde.

—¿De veras? Confío en que le habrás impresionado favorablemente.

—Aturdido —dijo Graham nervioso, aunque a continuación deseó haberse tragado su sentir. Ninguno de los otros dos pareció darle mayor importancia. Pero él se sentía aturdido, y le era casi imposible imaginarse que aquello no resultara obvio para cada una de las personas presentes en la habitación. Se llevó el vaso de plástico a los labios y bebió un sorbo de vino, observando a Sara por encima del borde del vaso.

—Pues entonces, Sara —dijo Slater, apoyando el codo en el saliente de madera de la repisa, y sonriéndole a la mujer de cutis pálido—, ¿qué tal estamos? ¿Cómo se encuentra el viejo pueblo natal? —Slater se refería a Shrewsbury, si es que Graham no recordaba mal. Slater dirigió una mirada a Graham—. Sara y yo fuimos vecinos durante algún tiempo. Hasta creo que nuestros respectivos padres tuvieron en mente la idea de que fuéramos el uno para el otro, aunque en realidad jamás se atrevieron a expresarlo, claro está. —Slater lanzó un suspiro, mirando a Sara de arriba a abajo. El corazón de Graham, o sus tripas, algo en lo más profundo de su ser se sintió dolido mientras Slater continuaba hablando.— No es que yo les diera motivos, naturalmente, aunque mirando a Sara, en ocasiones casi desearía ser una lesbiana.

Graham se echó a reír, pero cuando se dio cuenta de que estaba un poco fuera de lugar, cortó la risa en seco. Volvió a ocultarse detrás del vaso de vino, mojando sus labios con el líquido pero no bebiéndolo, pese a que tenía la garganta seca; se emborracharía demasiado. No podía desacreditarse frente a esta mujer. ¿Tendría la edad que él pensaba? ¿Hablaba Slater en serio cuando se refería a que de niños habían sido una especie de novios, o tan sólo porque se acercaban en edad sus padres tal vez pensaron…? Sacudió su cabeza durante un momento, tratando de aclararse. Repentinamente la habitación se tornó sofocante y estrecha. Se sintió claustrofóbico. De alguna parte de la casa provino un chillido; el parloteo de las voces se acalló brevemente y Graham pudo sentir que las cabezas se giraban en dirección a la puerta principal de la habitación.

—Sospecho que ése es Hunter —dijo Slater con indiferencia, agitando una mano—. Su idea de diversión radica en hacerle cosquillas a su esposa hasta que ésta moje las bragas. Lo siento, Sara, te he interrumpido…

—No tiene importancia —contestó ella—, tan sólo iba a decir que era un sitio tedioso y horrible. Odio pasar allí los inviernos.

—Así que te has venido aquí —dijo Slater. La mujer asintió.

—Estoy… viviendo en la casa de Verónica por ahora, mientras ella pasa una temporada en los Estados Unidos.

Graham creyó percibir algo extraño en su voz.

—Dios mío, ese atroz sitio en Islington —Slater la miró compasivamente—. Pobre criatura.

—Es mejor que el lugar en el cual estaba —dijo ella con calma. Tenía a Sara casi de perfil; Graham podía ver la curva de su pómulo, el contorno de su nariz, y mientras la estaba observando ella inclinó su cabeza muy lentamente, y su voz volvió a sonarle alterada. Slater murmuraba algo para sus adentros con la vista fija en su vaso.

—¿Entonces finalmente le has dejado? —le preguntó Slater, y Graham sintió que los ojos se le abrían desmesuradamente, sintió aquel estiramiento de la piel hacia las orejas que había creído ver petrificado en el rostro de ella. ¿Dejado? ¿Estaba separada? Fijó ansiosamente la vista en ella, luego en Slater, esforzándose por no demostrar su curiosidad. Sara tenía la cabeza inclinada y miraba su vaso. En realidad no había bebido mucho.

—Finalmente —dijo ella, alzando la cabeza y sacudiéndola, no a modo de negación sino en una especie de desafío, con lo cual su cabello enmarañado se agitó ligeramente.

—¿Y qué sucedió con el otro? —dijo Slater. Ahora el tono de su voz era frío, se expresaba de un modo deliberadamente vago. Sus ojos parecían ocultar algo, y había en ellos una mirada que le hacían recordar, ligeramente, a los de Sara. Graham se encontró inclinándose hacia adelante, tratando de oír su respuesta. ¿Ya había comenzado a hablar? Ambos hablaban en voz baja; en realidad ellos no tenían intención de incluirle en la conversación, y además la habitación estaba muy ruidosa; la gente gritaba y reía, el volumen de la música que provenía del cuarto contiguo había sido subido.

—No quiero hablar del tema, ¿de acuerdo, Richard? —dijo ella, y a Graham su voz le pareció dolida. Sara se apartó apenas de Slater y bebió de su vaso hasta el fondo. Sin sonreír, miró a Graham, aunque a continuación sus labios temblaron levemente, formando una pequeña sonrisa.

Park, eres un idiota, se dijo a sí mismo Graham, estás mirando a esta mujer como si fuera el ET. Domínate, hombre. Le respondió con otra sonrisa. Slater emitió una breve risa entrecortada, diciéndole luego a Graham:

—La pobre Sara se casó con un sinvergüenza que tuvo el mal gusto de convertirse en director de obras del sistema de alcantarillado. Como le anticipé, ahora que ella le abandonó y ha dejado su vida privada hecha un verdadero desastre, tal vez haga lo que usualmente todos los ejecutivos en semejantes circunstancias, y se lance de cabeza a su trabajo.

Graham empezó a reírse, a pesar de que pensaba que la broma en sí tenía muy poca gracia, cuando descubrió a Sara darse vuelta rápidamente, depositar su vaso sobre la repisa y mirarle fijamente, acercándose, el rostro surcado de líneas severas, los ojos brillantes, cogiéndole del codo y girando la cabeza como queriendo enfatizar que le hablaba a él, ignorando a Slater, diciendo:

—¿Te apetece bailar?

—Vaya, yo siempre tan bocón —dijo Slater tranquilamente para sí, mientras Sara le quitaba el vaso a Graham depositándolo junto al suyo sobre la repisa y le conducía, aturdido, sin protestar, por entre las personas en dirección a la habitación de dónde provenía la música.

Así pues bailaron. Graham no podía recordar ninguno de los discos, cintas o temas que habían sonado. Cuando bailaron lento, sintió la calidez del cuerpo de ella a través de las capas de ropa que ambos llevaban puesta. Hablaron, pero él no recordaba sobre qué. Habían bailado sin parar. Graham se acaloró, sudó, y al cabo de un rato los pies y los músculos comenzaron a dolerle, como si no hubieran estado bailando sino corriendo, moviéndose compulsivamente en un extraño y ruidoso bosque oscuro de árboles blandos que se agitaban; tan sólo ellos dos.

Ella continuó mirándole, y él trató de ocultar sus sentimientos, pero cuando bailaron pegados uno al otro, Graham hubiera querido detenerse en un sitio y permanecer allí de pie, boquiabierto; expresar mediante una completa inmovilidad algo para lo cual no poseía la suficiente energía. Para tocarla, acariciarla, olería.

Finalmente regresaron a la otra habitación. Slater había desaparecido, al igual que el barril de vino y el vaso de Sara. Ambos bebieron por turno del vaso de Graham. Él trató de no mirarla con fijeza. Su piel se mantenía blanca, aun cuando ella parecía irradiar una especie de calor, algo que él no dejaba de percibir y por lo cual era invadido. La habitación ahora daba la impresión de estar menos iluminada y de haber empequeñecido. La gente se movía, empujaba, reía y gritaba; Graham apenas notaba su presencia. Alrededor del cuello de la muchacha, la blanca cicatriz en forma de semicírculo parecía brillar en la tenue luz, como si ella misma fuera algo luminoso.

—Bailas bien —le dijo ella.

—Yo no… —comenzó a decir Graham, aclarándose la garganta—, yo no suelo bailar tanto. Quiero decir… —su voz se apagó. Sara sonrió.

—Dijiste que pintabas. ¿Estudias en la Escuela?

—Sí. Segundo curso —dijo él, y luego se mordió el labio. ¿Estaba tratando de demostrarle cuantos años tenía? La gente a veces decía que tenía la cara de un niño. En varias ocasiones tuvo que demostrar su edad para que le dejasen entrar en un pub. ¿Qué edad tendría ella? ¿Qué edad creía ella que tenía él?

—¿Qué es lo que dibujas? —le preguntó. Graham se encogió de hombros, relajándose un poco; no era la primera vez que le hacían esta clase de preguntas.

—Lo que ellos me dicen. Nos dan para hacer ejercicios. Pero a mí realmente…

—Graham, ¿quién es ésta preciosa criatura?

Al oír la voz del señor Hunter, Graham se dio la vuelta desesperanzado. Su anfitrión era un hombre corpulento y lúgubre, que le hacía recordar a Demis Roussos. Llevaba puesto una especie de caftán de color marrón. Graham cerró los ojos. El señor Hunter era aquello que aparentaba: un refugiado de los años sesenta. Con su gorda mano apretó el hombro de Graham.

—Eres un ganador insospechado, jovencito. —Se acercó hacia Sara, y casi la ocultó con su cuerpo de la vista de Graham—. Graham está tan estupefacto contigo que sin duda no será capaz de presentarnos. Yo soy Marty Hunter—(¿Marty? se dijo a sí mismo Graham)— y me estaba preguntando si jamás se te ha ocurrido posar…

Justo en aquel momento se apagaron las luces, la música se interrumpió arrastrando un breve sonido grave, y la gente empezó a emitir ruidos animales.

—Oh jodido infierno —Graham oyó decir al señor Hunter, y a continuación algo enorme le rozó en la obscuridad diciendo—, eso es obra de Woodall; siempre desconecta los conmutadores en las fiestas…

En el preciso momento en que comenzaron a llamear las cerillas y a rasparse los mecheros, Sara se adelantó emitiendo un siseo y se abrazó a él. Cuando volvieron las luces, Graham únicamente se había atrevido a estrecharla entre sus brazos. Ella volvió a apartarse sacudiendo la cabeza, que mantenía inclinada hacia abajo, su perfume aún flotando entre ambos cuerpos. La música volvió a sonar de nuevo, a la cual la gente recibió con una exclamación de alivio.

—Lo siento —le oyó decir a ella—, he sido una tonta. Me asusto de los truenos… también. —Miró distraídamente hacia los costados buscando el vaso, pero lo tenía Graham, así que se lo pasó—. Gracias —dijo, y bebió un trago.

—No tienes por qué disculparte —dijo él—, ha sido muy agradable. —Sara alzó brevemente la vista con una sonrisa vacilante, como si no le creyera. Graham se lamió los labios, se acercó, y extendiendo su mano le tocó la suya, con la cual ella ahora sostenía el vaso. Evitando mirarle a la cara, la muchacha continuó con la vista fija en el vaso.— Sara, yo…

—¿Podríamos…? —comenzó a decir ella, y a continuación le echó una rápida mirada, dejó el vaso sobre la repisa y sacudiendo su cabeza dijo—: no me encuentro del todo bien…

—¿Cómo? —dijo Graham preocupado, cogiéndola por los hombros.

—Lo siento, puedo… —dijo dirigiéndose hacia la puerta, y Graham la ayudó a pasar por entre la gente, apartándola de su paso con el codo. En el vestíbulo se encontraron nuevamente con el señor Hunter, que sostenía entre sus brazos a un relajado y aburrido gato negro. Al verles, el hombre frunció el entrecejo.

—Se te ve bastante pálida —le dijo a Sara, y luego dirigiéndose a Graham continuó diciendo—. ¿Tu amiga no estará por vomitar, no es cierto?

—No, no lo estoy —dijo Sara en voz alta, levantando su cabeza—. No se inquiete; me iré a acostar sobre la nieve o en cualquier otro lugar… —Sara hizo un ademán como si fuera a marcharse, pero el señor Hunter la detuvo con un movimiento de su mano.

—De eso nada. Ruego que me perdones. Te encontraré… ya sé, venid conmigo. —Dejando el gato encima de un viejo sofá que había sido corrido contra la pared del vestíbulo, guió a Graham y a Sara en dirección hacia las escaleras.

Al otro lado de la calle Farringdon, Graham cruzó la travesía Easton, en cuya acera permanecía apoyada la plataforma colgante de otro pintor o limpiador de ventanas, que por alguna razón estaba puesta de manera vertical, con varios rollos de cuerda colocados pulcramente a su alrededor. Era verano; la época para pintar y de los andamiajes. Había que tener las cosas terminadas antes de que llegase el invierno. Se descubrió a sí mismo sonriendo, recordando nuevamente aquel primer encuentro, aquella noche casi alucinógena. Pasó por delante de una vieja de pie en medio de la acera, aparentemente mirando a un hombre con muletas que esperaba cruzar la calle desde la acera de enfrente. Casi automáticamente, Graham trató de imaginarse aquella escena dibujada.

—He visto marcharse a Slater con un fornido y joven Romeo —dijo el señor Hunter cuando llegaron al rellano de la segunda planta de aquella enorme casa—. ¿No dependeréis de él para regresar a casa? —le preguntó a Graham. Éste negó con un movimiento de cabeza. Por lo que él sabía, Slater ni siquiera conducía.

El señor Hunter abrió una puerta cerrada con llave y encendió la luz del cuarto.

—Ésta es la habitación de nuestra hijita; aquí podrás recostarte, jovencita. Y tú, Graham, cuídala bien; luego le diré a mi esposa que suba para ver si precisáis algo. —Sonriéndole primero a Sara y después a Graham, el señor Hunter se marchó cerrando la puerta detrás suyo.

—Pues bien —dijo Graham incómodo mientras Sara se sentaba en la pequeña cama—, aquí estamos. —Mordiéndose el labio, se preguntó qué era lo que se suponía que debía hacer ahora. Sara dejó descansar la cabeza entre sus manos. Graham observó la negra mata de sus cabellos revueltos, deseándola, sintiendo temor. Ella alzó la vista y le miró. Graham dijo: —¿Te encuentras bien? ¿Qué es lo que te sucede? Es decir, ¿sientes… sientes dolores?

—Ya se me pasará —le respondió ella—. Discúlpame, Graham; vuelve a la fiesta si lo deseas. No es nada grave.

Graham se puso tenso. Acercándose, se fue a sentar junto a ella al borde de la cama.

—Si quieres que me vaya me iré… pero no me importa quedarme sentado aquí. No quiero dejarte… sentada aquí sola. A menos que realmente lo desees. De todos modos, no creo que me divierta allí, supongo que estaría pensando en ti. Yo…

Estuvo a punto de poner el brazo alrededor de su cuello, pero ella se le adelantó apoyando la cabeza sobre su hombro, con lo cual el perfume que despedían sus cabellos le envolvió, haciéndole sentir ligeramente mareado. Parecía como que ella fuera a desplomarse en cualquier momento; aquello no era un abrazo y sus brazos yacían pesadamente. Tenía las manos apoyadas sobre su regazo, inertes como los miembros de una muñeca. Graham la abrazó, sintiendo que temblaba. Tragó con dificultad y se puso a mirar a su alrededor, los posters de Snoopy, de caballos en soleadas praderas, de David Bowie y Duran Duran. En un rincón un diminuto tocador blanco, reluciente y con frascos y potes bien ordenados, parecía haber sido sacado de alguna casa de muñecas. Sara volvió a estremecerse en sus brazos, y a él le pareció que podría estar llorando. Instintivamente acercó la cabeza hacia sus cabellos.

Sara levantó su cabeza, y Graham pudo ver que tenía los ojos secos. Puso sus manos encima del cobertor y le miró a los ojos, inspeccionándole el rostro con una expresión ansiosa, primero el ojo derecho, luego el izquierdo, después pasando a su boca. Graham se sintió examinado, sondeado, y como una polilla frente a una especie de antifaro en busca de un haz de sombra, deseando apartarse, alejarse volando de la intensidad de aquellos escrutadores ojos negros.

—Lo siento, Graham, no quisiera fastidiarte —dijo ella, volviendo a agachar la cabeza—, tan sólo preciso a alguien en quien apoyarme, eso es todo. Estoy pasando por un… oh —dijo ella sacudiendo la cabeza, desechando cualquier cosa que hubiera estado a punto de contar. Graham puso su mano sobre la suya.

—Apóyate en mí —le dijo—. Comprendo lo que te pasa. No tienes por qué preocuparte.

Sin mirarle, Sara se acercó a él nuevamente y se reclinó contra su cuerpo. Finalmente le rodeó suavemente la cintura con sus brazos, y permanecieron así durante largo rato, mientras él escuchaba los sonidos de la fiesta, y sentía —contra un costado, y dentro del perímetro que conformaba su brazo alrededor de ella— el suave flujo y reflujo de su respiración. Por favor, por favor, señora Hunter, no se le ocurra venir en este preciso instante. No ahora, no en este perfecto y delicado momento.

Unos pasos resonaron en las escaleras, y los latidos del corazón de Graham parecieron querer imitarlos, pero los pasos se alejaron junto a unas risas. Abrazando a Sara, se dejó envolver por su olor, confortado por su cercanía. Su presencia y su perfume le hacían sentirse drogado; se sentía… de una manera que jamás antes había experimentado.

Esto es absurdo, se dijo a sí mismo. ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué me ocurre? Ahora mismo me siento más feliz, más satisfecho que en cualquier situación de éxtasis postcoital. Aquellas noches de Somerset en coches de amigos, en casas ajenas, o esa vez en un campo iluminado por la luna; todos mis encuentros hasta hoy, meticulosamente apuntados y comparados; ninguno de ellos tenía importancia. Tan sólo éste era el que contaba.

Dios mío, qué payaso.

Enamorándome en una vieja e irregularmente construida casa de Gospel Oak, Londres, durante el mes de enero. ¿Qué posibilidades tengo de que ella alguna vez sienta lo mismo? Jesús, estar así para siempre, vivir, estar juntos, abrazarla de este modo en la cama alguna noche en que tuviera miedo de los truenos, y yo poder reconfortarla, y ser reconfortado por ella.

Sara se removió contra su cuerpo, y él, tomándolo por los suaves movimientos que podría producir un niño dormido, bajó la vista sonriente, absorbiendo la lenta ola de perfume que despedían sus alborotados cabellos negros; pero ella estaba despierta, y alzando su cabeza se despegó de él un poco para mirarle, ante lo cual Graham tuvo que ocultar rápidamente su sonrisa ya que no era algo que deseara que ella viese.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Sara. —Graham inspiró profundamente.

—Estaba pensando —comenzó a decir lentamente, consciente de que ella aún le abrazaba de la cintura (pero no; de pronto se llevó una de sus manos a la frente y se quitó el cabello que le caía sobre los ojos; sin embargo, ¡luego la depositó en el mismo lugar, estrechándola ligeramente contra su cuerpo!)— acerca de… de que si por el vino dentro de un zapato se podía reconocer de qué clase era. Me refiero al vino; el viñedo y la cosecha… este… si pertenece a la vertiente sur o si aquel año la tierra resultó ser especialmente ácida.

Una amplia sonrisa, que aflojó su vulnerable y tensionado rostro, apareció en el blanco espacio rodeado por la obscura mata de pelo. El corazón de Graham pareció saltar de alegría ante la diáfana belleza de ella y por el hecho de haber sido el causante de aquel cambio. Sintió que abría su boca involuntariamente, pero la volvió a cerrar sin pronunciar una sola palabra.

—O también se podría organizar un concurso de catadores de champaña utilizando pantuflas de dama —dijo ella riéndose. Graham asintió con una sonrisa. Lanzando un suspiro, Sara cambió nuevamente de expresión, y dejando de abrazar a Graham, se inclinó hacia adelante doblándose por la mitad.— Creo que preciso ir al lavabo —dijo ella, dirigiéndole luego una mirada a Graham—. ¿Me esperarás?

—Esperaré —dijo él, aunque demasiado solemne para su gusto. Sonrió, y volvió a posar su mano sobre la de ella—. ¿Estás segura de que te encuentras bien?

—Son tan sólo los nervios. —Sacudió la cabeza, y mirando la mano de Graham dijo—: Gracias por… pues, gracias. No tardaré. —Incorporándose velozmente, se dirigió hacia la puerta y salió. Graham se desplomó hacia atrás en la cama, observando el blanco cielo raso con los ojos muy abiertos.

En toda su vida no había creído que algo así fuera posible. Uno ya no creía en Papá Noel, en Ratoncito Pérez, en la omnisciencia paternal… y en toda aquella clase de patrañas acerca del amor eterno que nos habían dicho que era el ideal. La vida era sexo, infidelidad, divorcios. También estar locamente enamorado, ¿pero el amor a primera vista, oler, tocar? ¿Para él? ¿Qué se había hecho de aquel cinismo cuidadosamente fomentado?

Permaneció recostado en la cama, esperándola. Al cabo de un rato se levantó y comenzó a pasearse por la habitación de techos altos, contemplando los posters desplegados y los blandos juguetes, los dos viejos guardarropas, la pequeña rama que imitaba a un árbol sobre el reborde de la ventana de la cual colgaban unos vulgares y coloridos adornos. Graham tocó las largas cortinas de color verde oscuro y echó una mirada al jardín y al otro lado de la casa, alta y sombría. El cielo resplandecía con una extraña tonalidad amarillenta; manchas de nieve cubrían de modo desigual el jardín. La puerta se abrió. Sonriendo, Graham se giró.

Una mujer alta, con aspecto de haber bebido bastante y embutida en un mono de color rojo, se balanceaba en el umbral de la puerta sosteniéndose del marco exterior. Su rostro era delgado y tenía los cabellos rubios.

—¿Te encuentras bien, querido? —le preguntó a Graham, recorriendo la habitación con la mirada. El muchacho esbozó una pequeña sonrisa.

—Me encuentro bien, señora Hunter. La señora ffitch está eh… en el lavabo.

—Oh —dijo la mujer. No creía recordarla; luego hizo memoria y se acordó de haberla visto en el baile de fin de curso—. Pues entonces, nada. Bueno… no ensuciéis la cama. —Apartándose, cerró la puerta. Graham permaneció mirando la puerta con el ceño fruncido, preguntándose qué había querido decir con exactitud. Ésta se abrió nuevamente, volviendo a aparecer la señora Hunter—. ¿Por casualidad no habrás visto a mi marido? Soy la señora Hunter, la esposa de Marty.

Graham sacudió la cabeza. Se sentía injustamente urbano; casi despreciativo con la mujer borracha.

—No, señora Hunter —dijo—, no desde hace bastante rato.

—Hmm —masculló ella y se marchó. Graham permaneció unos instantes observando la puerta, pero no sucedió nada más. Al otro lado la fiesta se desarrollaba bulliciosamente. Le pareció oler a droga; a humo de marihuana o algo parecido. Volvió a mirar nuevamente por el cristal de la ventana, observando de vez en cuando en él el reflejo de la habitación. Echando un vistazo a su reloj, se preguntó cuánto tiempo hacía que ella se había marchado. Le parecían siglos. ¿Debería ir a ver qué pasaba? ¿No le molestaría a ella? ¿Y si le hubiese sucedido algo; podría haberse desmayado?

Ni siquiera sabía en dónde se encontraba el lavabo en aquella planta. Tan sólo había utilizado una vez el que quedaba en la planta principal. ¿Debía salir en su busca? Podría quedar como un entrometido, o abrir la puerta equivocada y estorbar a sus ocupantes. Recorrió la habitación a trancos, luego se acostó con las manos entrelazadas detrás de su cabeza. Pero enseguida volvió a incorporarse y se dirigió hacia la ventana, esperando ver reflejado el movimiento de la puerta al abrirse.

La puerta se abrió; Graham se giró justo a tiempo para ver cómo ésta comenzaba a cerrarse y por el vano desaparecía un rostro de hombre después de una breve inspección.

—Oh, perdón —dijo una voz. Del otro lado se oyó la risita nerviosa de una muchacha y unos pasos que se alejaban. Una vez más, Graham volvió a ponerse de cara a la ventana.

Finalmente, con un dolor de vientre como si algo se estuviera retorciendo por dentro, abandonó la habitación. Encontró el lavabo en la planta de abajo. Graham pensó: seguro que la puerta estará abierta y en el cuarto no habrá nadie. Se ha marchado. Yo no significo nada para ella.

Intentó abrir la puerta. Estaba cerrada por dentro.

Seguro que está ocupado por un hombre. Le respondió la voz de una mujer.

—Lo siento; enseguida salgo.

—¿Sara? —dijo Graham inseguro, con voz temblorosa. Hubo un silencio, los ojos le escocieron. No es ella. No podría ser ella. Es imposible que sea ella.

—¿Graham? Mira, lo siento de veras. Saldré en un minuto. Oh Dios, cómo lo siento.

—No, no —dijo él, casi gritando; tenía que bajar un poco el tono de su voz—. No te preocupes. No hay prisa. Esperaré… en… la habitación, ¿de acuerdo?

—Sí. Sí, por favor. Cinco minutos más.

¡Estaba allí! Subió las escaleras a saltos, de tres a cuatro escalones por vez, rezando por que la habitación no hubiese sido ocupada en su ausencia por alguna pareja enamorada, echándose en cara el haber desconfiado de ella. Ahora pensaría que él no tenía confianza en ella.

La habitación estaba vacía, tal como la había dejado. Se sentó en la cama, las manos sobre su regazo, el corazón latiéndole fuertemente en el pecho. Fijó la vista en la base de la puerta. Entro en éxtasis porque una mujer está en el lavabo, pensó. Esto es suficiente para hacerme sentir que el mundo me pertenece. ¿Podré contárselo a alguien? ¿A Slater, por ejemplo? ¿A mi madre? ¿Habrán ella y papá sentido lo mismo?

Sara regresó. Se la veía más pálida que nunca. Respiraba con dificultad, de un modo irregular. Sin hablarle se acostó en la cama. Le hacía sentirse atemorizado, pero a medida que ella fue relajándose, tendida junto a él con los ojos cerrados y el rostro volteado hacia su lado, otra cosa que emanaba de ella, un frágil y expuesto erotismo hizo que se estremeciera de deseo. Oh Dios mío, me siento como un violador. Ella se encuentra mal.

—¿Te encuentras —Graham se atragantó con las palabras y comenzó de nuevo—. ¿Te encuentras muy indispuesta? ¿Quieres que llame a una ambulancia?

—Indispuesta —dijo ella sonriendo, con los ojos aún cerrados—. Es un término amable. —Abrió los ojos y los fijó, parpadeando a causa de la luz, en Graham—. Me encuentro bien, realmente. De veras que lo estoy. Son sólo los nervios; soy una mujer llorona y probablemente debiera estar tomando valium, pero sería un fastidio. Voy a salir por mis propios medios, ¿sabes? Tengo cosas por resolver. Siento ser para ti una molestia.

—Tú no me molestas —dijo Graham, sintiéndose satisfecho por el modo en que se había expresado; cálido, seguro, sin aire protector, pero con afecto. ¿Lo había percibido ella también así? Sara inclinó la cabeza y cerró nuevamente los ojos. Comenzó a oler su vestido por encima de sus pechos.

—Deberás disculparme —dijo repentinamente, con los ojos abiertos—. Huelo a un horrible aftershave. —Graham se dio cuenta de que en efecto ella despedía un fuerte olor a colonia. Sara le sonrió débilmente y se encogió de hombros—. Vomité. Esto es todo lo que pude encontrar para tapar el olor. También me lavé los dientes, pero todavía tengo el sabor… Dios mío, esto es detestable, Graham. Te estoy utilizando de niñera. No ha sido mi intención.

—No… tienes por qué atormentarte —dijo él sin fuerza.

Los ojos de Sara volvieron a cerrarse.

—¿Si te pido que apagues la luz no pensarás mal, no es cierto? —le preguntó—. Me molesta a la vista.

—Por supuesto que no —dijo él suavemente, dirigiéndose hacia la puerta.

A oscuras era posible apreciar unas franjas de luz amarillenta que entraban por la ventana. Sara era una mancha negra sobre la cama, un espacio en tinieblas. Graham se sentó junto a ella, que alzó uno de sus brazos; y allí permaneció, con los músculos en tensión. Con su brazo, ella gentilmente le hizo acostarse. Ambos rostros quedaron enfrentados; próximos y borrosos.

—Graham, esto es terrible —dijo ella, tan bajo que casi resultó inaudible—. Has sido tan gentil conmigo y yo me estoy aprovechando de ti, pero todavía no tengo fuerzas para marcharme. Creo que debes odiarme.

—Yo… —comenzó a decir Graham, pero se tragó aquella declaración demasiado precipitada, instintiva y sincera. Demasiado pronto—. No —insistió—, de ninguna manera. —Cogió entre sus manos las de ella. Estaban muy calientes—. En realidad esto es… —sacudió su cabeza, sin saber si ella podía verle, o sentir el ligero balanceo de la cama—…muy agradable —acentuó esta última palabra con una breve risa de autodesvalorización, dándose cuenta de que estaba fuera de lugar. Ella apretó sus manos.

—Gracias —le susurró ella.

Estuvieron así tendidos durante largo rato. Graham sentía una extraña y lejana confusión en sus pensamientos, como si ya no pertenecieran a su propia mente y el bullicio de la fiesta no fuera otra cosa que el rumor de su propia voz. Por último, desistió del intento de analizar sus sentimientos, o siquiera de comprenderlos, y optó por relajarse, esperando la pausada y regular respiración que llamaba al sueño, sin estar del todo seguro de poder detectarla. En cierto momento la puerta se abrió brevemente y una voz de hombre dijo «mierda», pero Graham no le prestó la menor atención; sabía que no se trataba de nada que pudiera perturbarles.

Graham la sujetó entre sus brazos, inmóvil y cálida, pero poco después sintió en aquella oscuridad como si no estuviera sujetando en realidad nada; tenía la misma sensación que después de haber mantenido un miembro en la misma posición durante demasiado tiempo, el cual de algún modo perdía toda referencia con el cuerpo, y a pesar de que en los primeros instantes uno se esforzaba por mover ese brazo o esa pierna no había forma de hacer propia aquella parte. Graham continuó sujetándola, pero no sintió nada; ella estaba allí, y él era capaz de distinguir las diferencias que les separaban, pero por alguna razón también la sentía como una parte relajada de su propio cuerpo; una silenciosa mezcla de identidades neutralizaba esta sensación, como la piel pálida, la cicatriz blanca, las ropas negras y el cabello obscuro que se combinaban mutuamente, y la unión resultante que era clara, invisible, nada.

Finalmente ella se removió, le besó rápidamente en la frente y se incorporó, sentándose al borde de la cama.

—Ahora me siento mejor —dijo. Luego giró la cabeza para observar a Graham en la obscuridad; él se quedó mirándola—. Es hora de que me vaya a casa —continuó diciendo—. ¿Podrías llamarme un taxi? Ven; bajaremos juntos.

—Por supuesto —dijo él sonriendo.

Al encender la luz ésta brilló con demasiada intensidad. Sara bostezó y se rascó la cabeza, despeinando aún más su cabello.

En el vestíbulo, Graham pidió un taxi para ella que fuera hasta Islington.

—¿Hacia dónde vas tú? —preguntó ella—. Si Islington no te cae muy lejos, tal vez quieras aprovechar el taxi. La fiesta se había calmado un poco, pero todavía quedaban muchos invitados. Un hombre y una mujer con atuendos punk dormían uno en brazos del otro sobre el sofá del vestíbulo. Graham se encogió de hombros.

—Creo que Islington me queda cerca —dijo. ¿Acaso le estaba invitando? Seguramente no. Se veía angustiada.

—Lo siento, pero no puedo invitarte. —Graham creyó que se le habían pasado las ansias, pero ahora pudo comprobar que no era así.

—No te preocupes —dijo vivamente—. Sí, Islington me queda bastante cerca. Yo pagaré la mitad.

Ella no le dejó pagar la mitad; él no opuso demasiada resistencia. Llegaron al sitio en donde vivía ella, un tranquilo callejón sin salida. Graham dejó que el taxi se fuera; no podía permitirse semejante lujo. Sara echó una mirada a una enorme moto BMW aparcada junto al canto de la acera y luego hacia arriba, a una oscura fila de casas altas. La luz amarillenta le otorgaba a su rostro el aspecto de un fantasma.

—Vuelvo a pedirte disculpas por lo de esta noche —dijo ella, acercándose. Graham alzó los hombres. ¿Se besarían? Le parecía imposible—. Ojalá pudiera invitarte a pasar.

—No tiene importancia —dijo él, sonriendo. Su aliento formó entre ambos una nube de vapor.

—Te lo agradezco, Graham. Me refiero a que me hayas acompañado. He resultado una molestia; ¿podrás perdonármelo? No me comporto siempre así.

—No hay nada que perdonar. Ha sido magnífico. —Al oír esto, Sara se rio silenciosamente. Graham volvió a alzarse de hombros, sonriendo desesperanzadamente. Ella se le acercó, colocando su mano enguantada detrás de su cuello.

—Eres adorable —le dijo ella, y atrayendo su rostro le besó; tan sólo apoyó sus labios, suaves, cálidos y húmedos, contra los suyos, pero fue mejor que cualquier otro beso, mejor que su primer beso verdadero, y aquella sensación le aturdió. Apenas tenía noción de lo que estaba haciendo. Abrió ligeramente su boca, y la lengua de ella le tocó le labio superior para luego volver a desaparecer; besándole rápidamente en la mejilla, Sara dio medio vuelta y se encaminó hacia la puerta de entrada, buscando la llave en el fondo de un pequeño bolso que había extraído de su viejo abrigo de pieles.

—¿Podremos vernos otra vez? —profirió Graham con voz ronca.

—Naturalmente —le respondió ella, como si se tratara de una pregunta tonta. Introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta—. Todavía no he memorizado el número de teléfono de aquí. Slater lo tiene. Chao. —Le sopló un beso; sus últimas palabras, con la puerta abierta, las había susurrado. La puerta se cerró sigilosamente. Graham vio cómo arriba una luz se encendía; luego todo volvió a estar a oscuras.

Le llevó cinco horas regresar caminando hasta Leyton, el sitio en donde se alojaba. Hacía frío, y en cierto momento llovió ligeramente, tornándose luego en aguanieve, pero a él no le importó. ¡Aquel beso! ¡Aquel «naturalmente»!

La caminata fue épica. Algo que él jamás podría olvidar. Un día, o una noche, volvería a hacerla de nuevo, volvería sobre sus pasos por el puro placer de la nostalgia. Algún día, cuando ambos estuvieran juntos y él tuviese un buen trabajo, cuando fuera dueño de su propia casa y de su coche y no necesitara caminar o pudiera pagarse un taxi si así lo deseaba; por la memoria de los viejos tiempos tomaría la misma ruta, tratando de recuperar los cambiantes estados de éxtasis de aquella caminata en las opacas horas de la madrugada.

Casi medio año después, durante el calor del verano, todavía era capaz de recordar la sensación del aire frío sobre su piel, el modo en que se le habían congelado las orejas, mientras él se reía sin parar a carcajadas, estirando sus brazos hacia el nublado y obscuro cielo anaranjado.

Ahora era capaz de reírse de aquello. Había pasado el tiempo y podía hacerse a la idea de ese arrebato levemente absurdo. Ahora podía aceptarlo. Todavía le era imposible creérselo por completo, en el sentido de que no podía creer que eso le estuviera pasando a él, de que fuera tan vulnerable a un sentimiento tan vulgar, casi trillado. Pero existía; él no podía —de ninguna manera— negarlo.

Graham pasó junto a un taller abandonado de la Avenida Rosebery; los carteles anunciaban grupos de rock y sus discos. El tráfico bullía y el sol azotaba, pero Graham recordó el mes de enero, y un escalofrío le invadió el cuerpo ante la memoria de aquella larga caminata.

Calle de la Media Luna, se repitió a sí mismo incansablemente mientras caminaba aquella noche. Ella vivía en la calle de la Media Luna (antes de marcharse se había cuidado bien de memorizar su dirección, así que aunque Slater hubiera perdido su número, ella no se perdería para él). Para Graham se convirtió en una especie de canto, en un mantra; calle de la Media Luna, calle de la Media Luna, calledelamedialuna…

Un canto.

Una letanía.

El empleado Starke

¡Desocupado!

Se sentó en una silla de plástico de la Oficina de Empleo. En aquellos lugares las sillas eran todas iguales; lo comprobó en cada una de las oficinas de empleo y en las de la Seguridad Social que había estado. No es que fueran exactamente iguales; él había visto diferentes modelos, pero todas pertenecían a la misma clase. Se preguntó si alguna de esas sillas estaba provista de un dispositivo de seguridad contra las microondas.

Una mujer le había estado atendiendo, pero ahora ya no estaba. Al parecer no se vio capaz de arreglárselas con él. Probablemente ellos no se esperaban esto. No se habían preparado de un modo adecuado.

Decidió no regresar directamente a la pensión, ni dirigirse aún al pub. Eso era lo que ellos esperaban que hiciera. Despedido hacía escasas horas, o mejor dicho «renunciado», y con todo ese dinero; por supuesto, lo obvio hubiera sido irse a casa o a beberse un trago. Ellos no se esperaban que él iría a la Oficina de Empleo a solicitar trabajo. Por lo tanto, cuando vio el letrero en la calle justo delante suyo, no dudó en entrar, sentarse y exigir ser atendido.

—¿Señor…? —se dirigió a él un hombre. Traje ligero, cabello corto, cara cubierta de pecas, pero con expresión de responsabilidad. Se sentó frente a Grout aferrándose con ambas manos al inmenso papel secante blanco que casi recubría la superficie del pequeño escritorio.

—¿Qué? —dijo Grout receloso. No le había prestado atención.

—¿Su nombre es…? —dijo el joven.

—Steven —dijo Grout.

—Ah… ¿es su nombre de pila?

Inclinándose hacia adelante, Grout colocó un puño sobre el escritorio y miró al hombre fijamente a los ojos, entrecerrando los suyos, que brillaban de ira, mientras le decía:

—¿Cuántos más se cree que puedo tener?

El joven pareció confundido y preocupado. Steven se cruzó de brazos y sintiéndose triunfante se reclinó en su asiento. ¡Eso le había derrotado! Steven se echó hacia atrás el casco protector. Aquello iba realmente sobre ruedas. Por una vez sintió que era él quien llevaba la voz cantante, sin que ellos aún tuvieran oportunidad de utilizar su Pistola Microondas; se sintió tranquilo y relajado. De ellos dos, el que se veía más acalorado e inquieto era el joven empleado de la Oficina de Empleo.

—¿Podríamos empezar de nuevo? —dijo el joven, sacando una pluma y golpeando con una de sus puntas su dentadura inferior. Sonreía impacientemente.

—Oh, por supuesto —dijo graciosamente Steven—. Soy un experto en comienzos. Adelante.

—Muy bien —dijo el joven, inspirando.

—¿Cuál es su nombre? —dijo repentinamente Grout, volviendo a inclinarse sobre el escritorio.

El joven empleado le contempló durante unos instantes.

—Starke[11] —dijo.

—Está usted llamando la atención, o…

—Escuche, señor —dijo seriamente el joven llamado Starke, depositando la pluma sobre el escritorio—. Estoy intentando cumplir con mi trabajo; ahora bien… ¿enfocaremos este asunto de una forma sensata, o no? Porque si no, hay muchas personas que…

—Y usted escúcheme a mí, empleado Starke —dijo Grout, dando golpes con un dedo encima del escritorio. Starke miró el dedo, por lo que tuvo que retirarlo al recordar cuán sucias estaban sus uñas—. Soy un desocupado, sabe. Yo no tengo un bonito y seguro puesto de funcionario con jubilación y… y otras cosas. Soy una víctima de la recesión económica. A usted podrá parecerle una broma…

—Le aseguro que…

—… pero yo sé lo que sucede, y sé por qué estoy aquí y por qué lo está usted. Oh, sí. No soy un estúpido. No se crea que podrá engañarme como a un niño. Conozco la situación, como ellos suelen decir. Podré tener treinta y sie… treinta y ocho años, pero soy capaz de «conectar» muy bien, y sé que no todo funciona «a pedir de boca» como la gente se cree. A usted podrá parecerle una tarea fácil, y quizá lo sea, pero a mí no se me engaña así como así, oh no. —Grout se relajó en su silla, asintiendo enfáticamente con la cabeza. No siempre se expresaba correctamente, y él era el primero en admitirlo, pero no se trataba tanto de lo que uno decía, sino del modo en que lo hacía. Eso lo había dicho alguien famoso.

—Bien, señor, no seré capaz de ayudarle a menos que usted me permita hacerle ciertas preguntas.

—Vale, pues —dijo Grout, abriendo sus brazos de par en par y mirándole asombrado—, adelante. Ya comprendo; estoy preparado. Pregunte lo que quiera.

Starke lanzó un suspiro.

—Perfecto —dijo—. ¿Cuál es su nombre?

—Grout —dijo Steven.

—¿Es ése su nombre de familia? —preguntó Starke.

Grout lo meditó cuidadosamente. Siempre se confundía con estas cosas. ¿Qué era nombre de familia y qué era nombre de pila? Era como peso neto y peso bruto; siempre los mezclaba. ¿Por qué la gente no decía simplemente primero y segundo? Tan sólo para confundirle, no cabía duda. Pero sin embargo, había una manera de determinarlo. Si uno recibía el tratamiento de «señor», entonces el nombre que venía después, el primero, debía de ser, por lógica, el nombre de familia[12]… y en cuanto al nombre de pila, es decir de bautismo, era fácil porque Bautista se había llamado Juan Bautista, y por lo tanto el nombre de pila era obviamente el segundo… y así era como podía deducirlo.

Este procedimiento le pareció razonable, pero ahora que lo pensaba no estaba seguro de si esta manera de recordarlo era la errónea o la acertada. Decidió optar por lo seguro.

—Mi nombre es Señor Steven Grout.

—Muy bien —dijo Starke, apuntándolo—. ¿Se escribe igual que ese material que se usa para unir ladrillos y cosas parecidas, no es así? —Starke levantó la vista.

Los ojos de Steven se entrecerraron.

—¿Qué está tratando de insinuar?

—Yo… yo no…

—No permitiré sus insinuaciones —dijo Steven, golpeando la parte delantera del escritorio—. Me gustaría saber con qué derecho usted se dirige a mí con esa clase de insinuaciones ¿eh? Contésteme.

—Yo…

—No, no puede, ¿no es cierto? Y yo le diré el porqué. Porque yo no estoy aquí por propia voluntad, ésa es la razón. Yo no soy uno de sus gorrones. Para su información, jamás he elegido la vía fácil. He pasado por momentos muy duros pero siempre manteniendo mi dignidad, y jamás permitiré que alguien me la quite. No dependo de nadie y con los tiempos que corren eso es algo muy valioso; incluso si no ha tenido los mismos problemas que yo, cosa que no creo, ya que resulta completamente obvio, usted es el que está sentado del otro lado haciendo las preguntas. Tiene que darse cuenta, empleado Starke…

—Yo no soy…

—… que estamos separados por un escritorio. —Palmeó la superficie del escritorio para que comprendiera de qué estaba hablando—. Esto es un símbolo, ¿lo sabía? —Grout se acomodó para dejar que sus palabras calaran hondo. Starke miró el escritorio.

—Esto es un escritorio, señor Grout.

—Es un escritorio simbólico —dijo Grout, golpeándolo con su dedo—. Es un escritorio simbólico porque establece entre usted y yo una separación, y así es como funcionan las cosas. Siempre así. No intente convencerme de lo contrario. Como ellos suelen decir, conozco la situación.

—Señor Grout —dijo Starke con un suspiro, dejando otra vez la pluma—. Me temo que esta entrevista no nos lleve en realidad a ninguna parte. Cuando usted llegó, habló con mi colega la señorita Phillips…

—No tuve tiempo de averiguar su nombre —dijo Grout, agitando desinteresadamente una mano.

—Que yo sepa, con ella tampoco llegó demasiado lejos, ¿no es cierto? Y ahora…

—¿Que no llegué demasiado lejos? —dijo Grout—. ¿Que yo no llegué demasiado lejos? No es mi trabajo llegar lejos, sino el de ustedes. Se supone que es usted quien tiene que llegar lejos conmigo. Ustedes están entrenados en esta clase de cosas, no yo —dijo Steven indignado, volviendo a golpear con su dedo la mesa a modo de énfasis—. ¿Se piensa que recurro a esto a menudo, eh? Contésteme. Usted piensa que tengo el hábito de venir a sitios como éste ¿no es eso? ¿Se atreve nuevamente a insinuarme cosas?

—No intento insinuar nada, señor Grout —dijo Starke, acomodándose en su silla. Meneó la cabeza—. Estoy tratando… trataba de llevar adelante una entrevista, y ahora trato de hacerle comprender que usted no hace nada para facilitar las cosas. Primero agotó a mi colega…

—Le aseguro que yo no le caía bien. Se comportó de un modo despectivo. Y eso es algo que no toleraré —explicó Grout. Starke se encogió de hombros.

—Lo que sea. Ahora usted ha hecho imposible que yo pudiese llevar adelante la entrevista a pesar del hecho de que he sido extremadamente paciente…

—Yo no estoy impidiéndole que lleve adelante su entrevista —dijo Grout, sacudiendo su cabeza—. No es así. Haga sus preguntas, y yo las responderé. Adelante. Pregunte lo que desee. Soy una persona muy cooperativa. Tan sólo que no toleraré que se me trate despectivamente o ser objeto de insinuaciones.

El joven se quedó mirándole unos instantes, luego alzó las cejas, y sentándose derecho en su silla volvió a coger nuevamente su pluma.

—Muy bien. Lo intentaremos una vez más. Su nombre es señor Steven Grout…

—Correcto —asintió Steven.

—Si no me equivoco, acaba de dejar su último empleo ¿no?

—Así es.

—Y desearía…

—No —dijo Steven, adelantándose en su asiento y palmeando el escritorio mientras el señor Starke se repantigaba con un suspiro en su silla, sacudiendo la cabeza y esbozando una leve sonrisa—, porque lo hubiera querido. Venían a por mí desde un principio. Querían deshacerse de mí todo el tiempo. Me perseguían. Me forzaron a irme. Pero lo hice por propia voluntad. Jamás les daría semejante satisfacción. Renuncié. Uno tiene su orgullo, sabe. No permití que me tratasen en forma desconsiderada.

—Ajá —dijo el señor Starke, sentándose derecho en su silla y pareciendo un poco más interesado—, ¿así que renunció?

—Ciertamente. No iba a permitir que ellos…

—En este caso, señor Grout, deberá comprender que al renunciar queda sin opción al beneficio del seguro contra desempleo por un periodo de…

—¿Qué? —dijo Steven, incorporándose en su asiento—. ¿De qué está hablando? Era la única cosa decente que podía hacer. Si usted se piensa que me iba a quedar allí…

—Lo siento, señor Grout, pero pensé que era necesario decírselo. Aún tiene que inscribirse como desocupado, pero por las primeras…

—Oh no —dijo Steven—, yo lo siento, eso no es suficientemente justo. He pagado mis timbres fiscales. He pagado de acuerdo a lo que he ganado. No soy ni un gorrón ni uno de esos inadaptados sociales. Soy un trabajador. Tal vez no en este preciso momento, pero lo soy, y tanto que lo soy. Lo que sucede es que no iba a dejar que me echaran. De ninguna manera —palmeó sobre el escritorio— iba a darles esa satisfacción, ¿me comprende?

—Aprecio el que usted haya dejado su empleo por propia voluntad, señor Grout, pero las reglas especifican que si lo hace entonces tendrá que…

—Pues, eso no está nada bien, lo siento —dijo Grout. Le habían descubierto. Estaba empezando a acalorarse. El cuello de la camisa le picaba y podía sentir el peculiar olor corporal que despedían sus axilas. El señor Starke sacudía su cabeza.

—No obstante…

—No me venga con sus «no obstante», joven —dijo Grout, elevando la voz. La gente le estaba mirando. Pudo comprobar que la luminosa Oficina de Empleo se hallaba casi atestada. El sol penetraba por los ventanales, calentando el lugar. Pero existía un calor corriente y un calor de microondas. A estas alturas él conocía bien la diferencia. El calor corriente no ocasionaba comezón como el de microondas. El calor corriente no provenía desde dentro como por lo visto lo hacía el de microondas, afectándole a uno al momento. Decidió tratar de ignorarlo, y dijo—: No me venga con sus «no obstante», oh no. Es algo que no le toleraré.

Starke lanzó una pequeña carcajada. ¡Una carcajada! ¡Así como así!

—Lo siento, señor Grout, pero usted no es elegible para el beneficio del seguro de desempleo. En cambio, recibirá un beneficio suplementario durante las primeras seis…

—¿Que lo siente? —dijo Grout—. Pues no se le ve muy apenado. Quiero saber por qué razón se me victimiza.

—Nadie le victimiza, señor Grout —dijo Starke—. Las reglas especifican que si alguien abandona voluntariamente su empleo deberá aguardar seis semanas antes de reclamar el beneficio del seguro de desempleo. Si es elegible, que sin duda usted lo será, durante el Ínterin podrá solicitar el beneficio suplementario.

—¿Y qué hay de mi dignidad? —dijo Steven en voz alta—. ¿Qué hay de ella, le pregunto? ¿Eh? ¡Beneficio Suplementario, ya lo creo! He pagado mis timbres fiscales. He pagado mis impuestos. Esto no es para nada justo.

—Comprendo su postura, señor Grout, pero me temo que así es como está establecido. Probablemente sea elegible para el beneficio suplementario; primero tendrá que inscribirse…

—Pues, no es para nada justo —dijo Grout, enderezándose en su silla y clavando un ojo en Starke, intentando volver a voltear posiciones para así dejar de sentirse incómodo y hacer que Starke se pusiera nuevamente a la defensiva—. Lo único que sé es que estoy siendo victimizado. Como si no tuviera suficientes problemas que resolver. Pero ésta no será la última gota; no se librarán de mí tan fácilmente. No soy un simple…

—Mire, si cree que ha sido injustamente despedido —dijo Starke—, puede dirigirse a…

—¡Ja! —exclamó Grout—. Yo he sido injustamente todo. Empleado, desocupado, alojado, tratado; todo. Pero jamás oirá de mí una queja. He aprendido bien la lección. No le lleva a uno a ninguna parte. Es mejor conservar la dignidad. —Había tenido la intención de explicárselo, pero tuvo la impresión de que estaba derrotado. El empleado Starke llevaba la voz cantante. Era tan injusto. ¡Hay que ver qué tipos! En el almacén no le habían dicho nada; no le habían dicho nada acerca de la imposibilidad de cobrar el seguro de desempleo. Justo que estaban a punto de echarle, dejaron que él mismo renunciara. Tal vez por unos segundos más y ellos le hubieran despedido, ahorrándole pasar por esta situación. ¡Tan sólo por unos segundos! ¡Los muy cerdos!

—Bien —dijo Starke, y comenzó a explicarle a Steven los pasos a seguir para inscribirse como desocupado.

Grout no le prestaba atención. Observaba el rostro del joven, cuya expresión entre aburrida, experimentada y profesional había visto cientos de veces.

Oyó las palabras «P45» en el discurso de Starke, y el alma se le cayó al suelo. ¿No era eso acaso lo que se le había caído? ¿O se confundía? Cuando se alejaba corriendo del almacén, Ashton le había gritado algo que sonaba parecido. Oh, oh. Una salva de microondas se abatió sobre él; sintió por todo su cuerpo el embate de una desagradable calidez, y sintió que se le enrojecía el rostro. La piel le picaba. ¡Maldición! Después de haber abandonado el almacén estaba tan satisfecho, victorioso incluso, que se había olvidado por completo acerca del impreso caído. Pero naturalmente; Dan Ashton le había perseguido con la intención de dárselo.

O al menos, se le ocurrió repentinamente, eso era lo que ellos querían que él creyese. Él no se acordaba de haber recibido aquel impreso; lo más probable es que ellos ni siquiera se lo hubieran dado. Si era tan importante, casi seguro que no lo habían hecho. Lo mismo le sucedió con los talones del seguro de desempleo la última vez que estuvo sin trabajo; lo hacían para acabar con su resistencia. Podían decir todo lo que quisieran acerca de impresos mal rellenados, direcciones incorrectas y todo el rollo; él sabía lo que en realidad estaba sucediendo. Querían destruirle lentamente a toda costa.

Sin duda, ellos no tenían que consultar con sus superiores —esos misteriosos Controladores, fuesen humanos o no— para recibir instrucciones, ya que probablemente estaban provistos de planes bien dispuestos y preparados. Así que incluso si él conseguía despistarles, ellos siempre tendrían algún método para maltratarle. ¡Malditos bastardos!

Había veces, tenía que admitirlo, en las que deseaba que le dejaran sólo, permitiéndole vivir su mediocre, insignificante e inútil vida en paz. Las cosas no cambiarían mucho, pero podría resultar casi soportable si al menos dejasen de atormentarle. Era un pensamiento innoble y desmerecedor, lo sabía, pero él tan sólo era —por lo menos ahora— un humano, y por lo tanto víctima de las debilidades humanas, cualquiera que hubiese sido su condición sobrehumana durante la Guerra. Esto demostraba lo bien que ellos habían hecho su trabajo que hasta él se permitía considerar un aspecto tan detestable. Habían pisoteado de tal manera sus más altos pensamientos, su fe en sí mismo, que casi no dudaría en cambiar por un poco de paz la posibilidad de volver a su previa y gloriosa existencia.

¡Pero él no se rendiría! ¡Ellos jamás ganarían!

A pesar de todo, deseaba haber prestado un poco más de atención a los hechos que se sucedieron cuando abandonaba el almacén, y así poder descubrir en el momento su triquiñuela con respecto al asunto del impreso que se suponía él debía perder. Se preguntó si ellos tendrían alguna otra clase de rayo con el cual hacerle olvidar cosas, o lograr que su atención desvariara. El problema era, pensó, mientras Starke seguía hablando, que sería muy difícil notar cuando ellos estuvieran utilizando semejante dispositivo diabólico e imperceptible. Aquello requería ser analizado en profundidad. ¿Pero qué hacerahora?

Siempre podía echar mano a la Venganza. Regresar allí a la manera de una misión comando.

Desde que había terminado la escuela de segunda enseñanza hallaba algún placer y desahogo en desquitarse de ellos de maneras que obviamente no se esperaban. Había arrojado piedras contra las ventanas de las oficinas o trabajos de donde le despedían, mutiló edificios, raspó coches oficiales y estropeó sus capotas (si bien lo hacía mayormente por su propia seguridad), y se dedicó a las amenazas falsas de bomba por teléfono. No era gran cosa, y no cabía duda de que ellos sabían muy bien cómo contrarrestarlas, pero aparte del hecho de que esas venganzas indudablemente molestaban un poco a sus Atormentadores, haciendo que su existencia y sus crueles propósitos no les resultasen tan fáciles, el mayor efecto era sobre él. Aliviaba su frustración, daba rienda suelta a su cólera y a su odio. Si hubiera intentado guardárselo, de una manera u otra hace tiempo que habría explotado. Ellos hubiesen sido capaces de declararle alienado, o bien él habría hecho algo tan terrible y criminal por lo cual terminaría en prisión, siendo allí sodomizado y apuñalado; calladamente eliminado sin crear alboroto ya que ahí dentro las reglas del juego eran diferentes. Al menos aquí afuera tenían que amoldarse a cierta clase de normas, por más que se tratase de normas que ellos podían modificar de acuerdo a sus necesidades (como aumentar las tarifas de los autobuses justo cuando él acababa de encontrar aquel trabajo en la alejada Brentford), pero en la prisión, incluso más que en un manicomio, no existían límites para lo que ellos pudieran hacerle.

Starke aún continuaba hablando, sacando papeles de los cajones del escritorio y enseñándoselos a Grout, pero Steven ni estaba mirando ni escuchando. Sus ojos brillaban mientras pensaba en la forma de vengarse de los sujetos de Islington. Podría ir y remover durante la noche los trabajos de reparación que hubiesen hecho y rellenar los baches con cemento. ¡Sacar aquello les costaría un trabajo de narices! Y también podría hacer lo mismo con los baches que habían rellenado aquella mañana en la calle Mayor. Dejaría aquellos que él había reparado, así tendrían que tragarse sus palabras acerca de su inferioridad: ¡eso sería muy satisfactorio!

Steven se incorporó, ajustándose el casco firmemente sobre su cabeza. Starke le estaba contemplando.

—¿Señor Grout?

—¿Qué? —dijo Steven bajando la vista, viendo nuevamente al joven empleado. Frunció el entrecejo y sacudió su cabeza—. No se preocupe. Lo solucionaré más tarde. Ahora tengo cosas que hacer. —Dio media vuelta y salió caminando. Starke le estaba diciendo algo a sus espaldas.

Ya les mostraría. No se saldrían con la suya. Se dio de cara con algunas de las personas que se dirigían a hacer la cola para ser atendidas (ja ja; ¡sí que había llegado justo antes de la hora punta), y salió nuevamente a la calle y al luminoso sol.

Resolvería más tarde el asunto del seguro de desempleo. De todos modos, tendría que haberse dirigido a la Oficina de Empleo local en donde le conocían. No importaba. Al menos tenía algunas ideas para su Venganza. Iría a su habitación, se lavaría y cambiaría de ropas, después… después se bebería un trago y seguiría pensando la forma en que iba a desquitarse de todos ellos. Tal vez aquella misma noche organizaría una expedición punitiva, ya que «a hierro caliente batir de repente». Era arriesgado, especialmente considerando que la noche anterior había salido a poner azúcar en depósitos de combustible de coches y motos, aunque sin embargo no tenía que descartar la idea. Lo pensaría luego.

Haciendo una profunda inspiración se encaminó hacia el coche aparcado más próximo.

Estratego Abierto

Llegar hasta las cocinas del castillo le tomó a Quiss más tiempo de lo esperado; habían modificado algunos de los corredores y escaleras que conducían desde el cuarto de los juegos hasta los niveles inferiores, y Quiss, encaminándose por el camino habitual, se encontró torciendo imprevistamente hacia la izquierda y entrando en un ventoso, desierto y resonante espacio desde el cual podía verse la nevada planicie y las altas torres de madera de las minas de pizarra. Rascándose la cabeza volvió sobre sus pasos, dejando que su olfato le guiara hasta las caóticas cocinas del Castillo Puertas.

—Tú —dijo, cogiendo a uno de los ayudantes de cocina que pasaba cargado con un pesado cubo lleno de cierto líquido humeante. El diminuto pinche de cocina lanzó un chillido y soltó el cubo que, cayendo estrepitosamente sobre el pavimento sin volcarse, derramó un poco de su pegajoso contenido. Quiss levantó al pequeño ayudante del cogote hasta que ambas caras estuvieron enfrentadas. Su inexpresivo rostro enmascarado le miró fijamente. El borde verde alrededor de su raída y manchada capucha parecía una gigante arandela, o un anillo alrededor de un planeta bastante mugriento.

—¡Suélteme! —El ayudante aulló y forcejeó, mientras alrededor de su cintura el cordón verde se agitaba de un lado a otro—. ¡Socorro! ¡Socorro!

Quiss le pegó un sacudión.

—Cállate… espiroqueta —dijo—. Dime en donde puedo hallar al senescal en toda esta confusión. —Sacudió repentinamente el cuerpo del ayudante e indicó con la cabeza el sitio que tenían delante de ellos.

Quiss estaba de pie junto al inicio de un tramo de escalera, justo en el límite exterior del pandemónium que eran las cocinas del castillo. Éstas se hallaban en lo más profundo de la estructura, alejadas de cualquier muro exterior. Eran gigantescas; poseían un techo muy alto abovedado con tejas de pizarra sobre pilares de hierro, y desde el lugar en donde permanecía Quiss, todas las paredes salvo la que tenía justo detrás suyo eran invisibles: estaban ocultas por los vahos ascendentes, humos y vapores provenientes de cientos de ollas, cacerolas, tinas, hornos, sartenes, teteras, parrillas, marmitas y calderas.

La luz provenía de unos prismas colgados del techo; grandes placas talladas de cristal reflejaban la luz desde el exterior a través de largos, claros y vacíos pasadizos que desembocaban en las tumultuosas cocinas. También atravesaban el enmarañado techo, obscureciendo secciones enteras de la cilíndrica estructura, conductos de humo retorcidos al igual que inmensas serpientes recubiertas de metal, sus enrejadas bocas absorbiendo los vahos de la cocina y expeliéndolos en las ventiladas alturas de alguna cementada torrecilla. El senescal le había explicado a Quiss que el sistema de circulación de aire era generado por algunos de los diminutos ayudantes del castillo de menor rango; movían molinos de disciplina que estaban conectados a ventiladores parecidos a molinos de agua. Quiss comenzó a sentir escozor en los ojos debido a la atmósfera cargada de vapores, y mientras intentaba ver algo por entre las nubes grises, amarillas y marrones producidas por los vahos ascendentes, pensó en sugerirle al senescal —si alguna vez le encontraba— que de algún modo persuadiese a los pinches de cocina encargados de aquellas ruedas ventiladoras que en vez de caminar debían correr. Allí también hacía demasiado calor. Quiss ya sentía que comenzaba a sudar, pese a haber dejado gran parte de sus pieles tendidas en lo alto de las escaleras por las cuales había descendido hace tan sólo unos instantes.

—¡Yo no sé cómo llegar hasta él! ¡No sé de qué me habla! —dijo retorciéndose el ayudante. Sus pequeños pies enfundados en botas verdes imitaban los movimientos de un corredor, si bien se encontraban a casi un metro de altura del suelo de pizarra de la cocina.

—¿Cómo dices? —rugió Quiss, salpicando de saliva la máscara que llevaba el pinche. Sacudió a la criatura rudamente—. ¿Qué dices, miserable excreción?

—¡No sé cómo llegar al despacho del senescal! ¡Ni siquiera sé de quién me habla!

—Entonces —dijo Quiss, atrayendo el inexpresivo y desconsolado rostro al suyo—, ¿cómo es que sabes que tiene un despacho?

—¡No lo sabía! —respondió el otro con un chillido—. ¡Usted me lo dijo!

—No es cierto.

—¡Sí que lo es!

—No —dijo Quiss, sacudiendo tan rudamente al ayudante que el ala de sombrero sin copa que llevaba encima de su cabeza se cayó—, es —volvió a sacudirle, haciendo que la capucha se deslizase de su cabeza y revelara la lisa continuación de la máscara por encima del cráneo de la criatura, que agitó los brazos tratando de volver a ponerse la capucha mientras Quiss terminaba de hablar—, cierto.

—¿Está usted seguro? —dijo el pinche atontado.

—Absolutamente.

—Oh, diablos.

—Por lo tanto, ¿en dónde se encuentra?

—No se lo puedo decir; no está permitido. Yo… ¡oh! ¡Por favor, no siga sacudiéndome!

—Entonces dime en dónde puedo hallar al senescal.

—¡Waaah! —exclamó el pequeño ayudante.

—¡Gusano escrofuloso! —vociferó Quiss; cogiendo al ayudante por los pies introdujo su cabeza en el cubo que había estado cargando. Las humeantes gachas de avena se derramaron sobre el suelo de la cocina. Dejó que el servidor forcejease y patease durante unos instantes, luego lo volvió a alzar, lo sacudió, y le cogió nuevamente del cogote. Como se estaba ensuciando las manos, se las limpió en las ropas de la criatura.

—¿Y bien? —dijo Quiss.

—¡Eso ha sido horrible! —lloriqueó el ayudante.

—Lo haré otra vez y te dejaré allí a menos que me digas en dónde puedo hallar al senescal.

—¿Quién? ¡No! ¡No lo haga! Yo…

—¡Muy bien! —dijo Quiss, y metió nuevamente la cabeza del pinche de cocina dentro del cubo ahora medio vacío. Al rato lo volvió a halar hacia arriba. La cabeza de la pequeña criatura colgaba indolentemente de sus hombros al igual que sus laxos brazos.

—Le diré una cosa —habló, respirando con cierta dificultad—. Por qué no buscamos entre los dos a alguien a quien podamos preguntarle…

—¡No! —gritó Quiss. Esta vez sostenía a la debilitada criatura por una de sus piernas. Reconsideró la situación: en las cocinas no podía existir una desorganización tan absoluta como para que los pinches ya no supieran a cargo de quién estaban, o en dónde se hallaba su despacho. ¿O acaso las cosas se habían deteriorado tanto? Sacudiendo la cabeza, Quiss pensó que aquello era un triste espectáculo. El ayudante ya no forcejeaba. Miró hacia abajo recordándose de lo que estaba haciendo y con una exclamación sacó al fláccido pinche del cubo, chorreante de gachas. Lo sacudió un poco hasta que la criatura produjo un gorgoteo y movió débilmente su cabeza—. ¿Estás dispuesto a hablar?

—Oh, mierda, de acuerdo —dijo sin fuerzas el ayudante.

—Bien. —Quiss se dirigió hasta una amplia zona de mesas de trabajo, hornillos, fregaderos y comederos; sentó al pinche sobre una superficie plana, sólo para que al cabo de unos instantes su trasero comenzara a humear; la criatura saltó abruptamente lanzando un chillido. Quiss se excusó por haberle puesto encima de un hornillo y le depositó sobre un escurridero, salpicándole el rostro enmascarado con un poco de agua.

—Sucede lo siguiente —dijo el pinche, secándose la máscara—. Aquí abajo hemos puesto en marcha un nuevo régimen para hacer las cosas un poco más interesantes. Cuando alguien nos hace preguntas hay entre nosotros unos que siempre dicen la verdad y otros que dicen lo contrario. Algunos de nosotros damos respuestas correctas y otros las damos falsas, ¿comprende?

—No, no comprendo —dijo Quiss, mirando fijamente a la máscara. Al estar sentado sobre una superficie elevada, sus cortas piernas sobresaliendo por fuera de la pulida barandilla de bronce que servía tanto de barrera protectora alrededor de los hornillos como de colgadero para los sucios trapos de la cocina, el pequeño rostro del ayudante se hallaba casi a la misma altura que el del hombre. Quiss aguardó a que el pinche recobrase el aliento, y mientras tanto se dedicó a examinar nuevamente las cocinas.

Se veían pocos ayudantes por los alrededores. Él estaba seguro de haber visto más cuando llegó; les había visto correr aprisa por el lugar, llevando utensilios, de pie sobre taburetes revolviendo mezclas humeantes, cortando cosas y arrojando trozos y pedazos dentro de las ollas. Algunos de ellos habían estado fregando los suelos; otros lavando platos y copas; otros cuantos tan sólo corriendo, sin carga alguna, pero igual de veloces y resueltos.

Ahora únicamente veía a unas cuantas figuras imprecisas, medio ocultas por los vapores de las cocciones. Aquellos olores le hicieron arrugar la nariz; supuso que los pequeños sinvergüenzas trataban de mantenerse alejados de su persona. Deseó que se les quemase la comida. El pinche sentado sobre el escurridero continuó hablando.

—Pues bien, quiere decir que debe encarar el problema desde un punto de vista lógico, ¿me sigue? Es otra clase de juego. Para descubrir lo que desea saber, primero tiene que elaborar las preguntas adecuadas: ¿comprende?

—Oh —dijo dulcemente Quiss, mostrando una agradable sonrisa—, sí, ya veo.

—¿De veras? —dijo el pinche animado, enderezándose en su sitio—. Qué bien.

Quiss cogió al pequeño ayudante por la parte delantera de su hábito y acercó el pálido rostro al suyo, haciendo que las botas verdes de la criatura se restregasen contra la superficie del escurridero con un sonido cascabeleante.

—Me dices cómo llegar al despacho del senescal —dijo suavemente Quiss—, o te herviré vivo, ¿comprendes?

—Estrictamente hablando, ésa no es una pregunta bien planteada —profirió en voz ronca el pinche de cocina, sofocado por sus propias ropas que el puño de Quiss apretaba cada vez con mayor fuerza.

—Estrictamente hablando, a menos que me des las instrucciones correctas muy pronto estarás muerto. —Asiendo al pinche y colocándoselo debajo del brazo, se alejó de la entrada para encaminarse hacia el mismo centro de la cocina.

A su alrededor los sonidos no dejaron de sonar, amortiguados tan sólo ligeramente por los vahos y los humos; podía oír gritar instrucciones e improperios, el ruido metálico de cucharones y espátulas gigantes, el siseo y chisporroteo de las frituras, el bullir del agua y de las sopas, el rechinar de enormes calderos arrastrados de un sitio a otro, el traqueteo semejante a una ametralladora proveniente de las cuchillas. Por encima, aparte del sonido susurrante de los conductos de aire, oía un ruido chirriante, entremezclado con un ligero tintineo. Quiss alzó la vista y vio por arriba de su cabeza una especie de sistema teleférico compuesto de tramos de cuerdas atadas y trozos de cadena, deslizándose a través de pequeñas ruedas de metal insertadas en el techo y transportando, mediante ganchos, copas, jarras, platos (ahora comprendía el porqué del agujero en los bordes), tenedores, cucharas y cuchillos de todas las clases. Navegaban y se balanceaban en las alturas con el leve movimiento errático que les imprimía el teleférico que los acarreaba, produciendo al chocar ocasionalmente unos con otros aquel sonido tintineante apenas audible en el estrépito.

Quiss oyó por entre la baraúnda unos rápidos pasos que se acercaban y delante suyo vio cómo surgían de la bruma dos diminutos pinches de cocina que venían corriendo en su dirección. El ayudante que iba último llevaba entre sus manos algo que se parecía a una larga barra de pan y la utilizaba para golpear al primero, que corría casi agachado, protegiéndose con sus pequeñas manos enguantadas aquella parte de la cabeza en donde el pinche perseguidor descargaba sus golpes con la barra de pan.

Al ver delante de ellos a la alta figura humana de Quiss, se pararon en seco al unísono a no más de tres metros de distancia. Le observaron resueltamente, luego se miraron entre ellos, para finalmente operar una hábil inversión de papeles; el pinche que portaba la barra de pan se la arrojó al otro, quien cogiéndola comenzó a golpearle con ella mientras volvían a adentrarse en los vapores por donde habían venido, siendo sus figuras —una casi doblada por la cintura, la otra blandiendo la barra de pan— y el sonido de sus veloces pasos rápidamente absorbidos por el oscilante velo.

Quiss sacudió la cabeza y siguió su marcha, con el ahora sosegado pinche bien arrebujado debajo del brazo. Avistó a unos cuantos más, los cuales al verle pusieron pies en polvorosa desapareciendo a través de los humos de la cocina. Quiss les llamó, pero ellos no regresaron. En aquel lugar, pensó Quiss, debían rondar miles de esos pequeños ayudantes, camareros, pinches, albañiles, mineros, mecánicos y peones; él entendía algo acerca de aprovisionamiento y logística, y creía que las cocinas del castillo eran capaces de proveer cada dos o tres horas diez comidas regulares para un ejército de cientos de miles. Todo se veía demasiado grande, excesivamente abastecido para alimentar tan sólo a ellos dos y a los atolondrados ayudantes, incluso si eran unos cuantos más de los que había visto hasta aquel momento (y de todos modos, siempre se estaban quejando de la escasez de personal).

Incluso las proporciones parecían desacertadas. A juzgar por la altura de las encimeras y del gran tamaño de los cucharones, ollas, sartenes y demás accesorios, las cocinas daban la impresión de haber sido construidas a escala humana. De aquí que los pinches tenían que subirse a pequeños taburetes cuando querían fregar los platos, revolver sopas o controlar el desarrollo de las tareas. Quiss había observado que cada uno poseía su propio taburete; los cargaban sobre sus espaldas a todas partes donde iban, y Quiss pudo presenciar peleas bastante violentas y amontonamientos a causa de disputas sobre la propiedad de una de aquellas pequeñas plataformas de tres patas.

Finalmente llegaron a una especie de encrucijada. Estaba fuera de vista desde el ancho tramo de las escaleras por donde Quiss había entrado en las cocinas, hasta el punto de que podría haber proseguido su marcha a través de los vapores, o haber girado tanto a la izquierda como a la derecha, más allá de los enormes hornillos sobre los cuales se apoyaban regordetes calderos repletos de algún bullente y espumoso líquido. El metal de las cocinas, negro y cubierto de hollín, estaba labrado con caras grotescas, de las cuales emanaba un intenso y sofocante calor. Las cuencas de los ojos de aquellas distorsionadas caras despedían un brillo rojo amarillento, como si se tratase de rayos luminosos resplandeciendo por el ojo de una cerradura. Jirones de humo se filtraban por los costados de las puertas de los hornos, añadiendo un aroma acre parecido a carbón quemado a la mezcolanza de olores producidos por las ollas altas como un hombre que bullían encima de las prominentes y aplanadas cocinas.

Quiss echó una ojeada a su alrededor. Alcanzó a ver no muy lejos a otros cuantos pinches, subidos sobre sus taburetes revolviendo ollas, limpiando cocinas o puliendo los frentes de los hornos. Todos evitaban intencionadamente encontrarse con su mirada, aunque Quiss percibía que le observaban con el rabillo del ojo. Alzando al ayudante que traía debajo del brazo hasta que ambos rostros estuvieron enfrentados, le preguntó:

—¿Por dónde? —La criatura examinó el lugar y señaló hacia la izquierda.

—Por allí.

Quiss volvió a ponérselo debajo del brazo, dirigiéndose hacia la izquierda más allá de las enormes cocinas negras, por entre su radiante calor. Los pinches que se encontraban delante de él bajaron de sus banquetas desapareciendo rápidamente en las brumas de la cocina.

—¿Está seguro de que no desea hacer preguntas más complicadas? —dijo con voz apagada el pequeño ayudante desde su costado. Quiss le ignoró—. Me refiero a que, «por dónde», resulta un poco básico, no le parece?

—¿Ahora por dónde? —Habían llegado a otra confluencia de vías, dejando a sus espaldas las calderas, y ahora a cada lado se alzaban del suelo unos inmensos artesones de piedra recubiertos de algo semejante al verdín. El ayudante, nuevamente en posición vertical, se encogió de hombros.

—Izquierda.

Quiss se encaminó en esa dirección con el pinche debajo del brazo, que dijo:

—No me refería exactamente a eso; añadir al comienzo un simple «ahora» no cambia mucho las cosas. Con todo respeto, me parece que usted aún no ha captado la idea de la clase de preguntas que tiene que formular. Es muy fácil cuando se coge práctica. Realmente, me sorprende; creía que estaba acostumbrado a resolver este tipo de enigmas. Piénselo con cuidado.

—¿Aquí por dónde?

—Por allí. —El pinche indicó con su brazo lanzando un suspiro—. Probablemente le estoy diciendo más de lo que debiera, pero considerando que le transmito información sin que usted me la pida, no creo que pueda incluirse dentro de las reglas. Lo único que le quiero decir es que tiene que hacer preguntas que si bien aparentemente se refieren a cosas que desea hacer… o a sitios adonde llegar, debieran en realidad revelarle la clase de persona que…

—¿Ahora dónde?

—Otra vez a la izquierda. ¿Comprende lo que quiero decir? Lo que en realidad descubrirá es la verdadera condición de la persona que le facilita la información, de modo que —Quiss escuchaba todo esto a medias mientras observaba, suspicazmente, el traqueteante teleférico que por encima de su cabeza seguía transportando copas y cubiertos—, es posible deducir dos cosas… no, un momento, ahora que lo pienso lo que se deduce es… a ver… Déjeme reflexionar.

Quiss echó una mirada a las negras cocinas, a las curiosas caras fundidas en el caliente metal, las ollas gigantes repletas de líquido. Emitiendo un temible gruñido desde el fondo de su garganta, Quiss cogió al pinche de debajo de su brazo y volvió a enfrentar el rostro enmascarado con el suyo.

—¡Enano con cerebro de piojo, hemos vuelto al punto de partida!

—Bueno, yo se lo advertí.

—¡Cretino! —le espetó Quiss al rostro. A un costado vio un caldero cuya tapa se hallaba colgada de una polea, y alzando a la criatura la lanzó dentro del enorme recipiente. Los chillidos del pinche desaparecieron con una serie de pesados chapoteos originados en la superficie del espeso líquido. Quiss se sacudió ambas manos y dio media vuelta. Casi de inmediato se encontró rodeado por lo que parecían ser centenares de pequeños ayudantes. Fluían desde todos los puntos de la cocina en su dirección; era una marea de sucias y grises figuras encapuchadas, cuyas botas de colores, cintos y alas de sombrero revoloteaban por entre los vapores. Quiss experimentó una leve sensación de temor, luego una furia salvaje, y estaba a punto de lanzarse a pelear —si tenía que morir lo haría acompañado de tantos pequeños bastardos como pudiera llevarse por delante— cuando se dio cuenta de que estos agitaban frenéticamente sus manos y emitían sonidos llenos de disculpas y no de gritos amenazadores. Se relajó.

—¡Yo le diré la verdad! ¡Yo le diré la verdad, se lo prometo! —gritó uno de ellos, mientras halaba junto con otros ayudantes de los bordes inferiores de las pocas pieles que aún llevaba puestas y de las perneras de sus calzones que sobresalían por arriba de sus botas. Dejó que le guiaran en línea recta por entre las hileras de calderos. Otros pinches corrían de un lado a otro con escaleras y trozos de cuerda, trepando a la inmensa cocina y amontonándose en el salpicado borde del caldero en donde, a juzgar por la cantidad de chapoteo y chillidos, el pequeño ayudante aún continuaba con vida.

Quiss fue conducido por los diminutos pinches de cocina a través de hornillos amontonados, tinas centelleantes, calderos en ebullición, fogones y parrillas al descubierto, filas de inmensas ollas a presión protegidas por mamparas blindadas, por debajo de enormes tuberías gorgoteantes, con escapes de vapor y en forma de «n» y por encima de las pulidas y abocardadas vías de un ferrocarril de vía estrecha, hasta que finalmente avistó enfrente suyo una pared y le hicieron subir una desvencijada escalera de madera que comunicaba con una estrecha estructura transversal deteniéndose frente a una pequeña puerta de madera empotrada en la pared. Uno de los ayudantes llamó a la puerta y a continuación se escaparon todos, originando un llamativo despliegue de botas multicolores por las estructuras de madera hasta que se desvanecieron en la bruma. La puerta se hallaba abierta de par en par. El senescal del castillo miraba a Quiss con ira.

Era un hombre alto, delgado, de edad indeterminada, calvo y con la piel grisácea, que vestía una larga túnica negra sin ornamentos a no ser por el pequeño tenedor de plata con los dientes torcidos que colgaba de un trozo de bramante alrededor de su cuello sobre la negra pechera de la túnica. Los ojos del senescal eran alargados, aparentemente estirados hacia los costados como si sus globos oculares fueran de la magnitud de unos puños apretados. En el ojo derecho había dos pupilas, una en cada extremo de la córnea gris.

—¿Qué sucede? —vociferó al ver allí a Quiss.

—Adivínelo —dijo Quiss, colocando las manos en la cintura e inclinándose hacia adelante, lanzándole una mirada feroz al senescal que bloqueaba con su cuerpo la entrada al despacho—. Arriba aún no tenemos calefacción; nos estamos muriendo de frío y no podemos dedicarnos a jugar este absurdo juego. Si no puede hacer que suba un poco de calor, al menos déjenos que mudemos el cuarto de juegos unas plantas más abajo.

—No es posible. Las calderas están siendo reparadas. Muy pronto habrá máxima potencia. Sea paciente.

—Es difícil tener paciencia cuando uno se está muriendo de hipotermia.

—Los operarios trabajan sin descanso.

—¿Para recalentar nuestros cadáveres?

—Haré que les lleven más abrigos.

—Apenas si podemos caminar con los que ya llevamos puestos; ¿de qué servirían? ¿No tiene ropa interior térmica, o tal vez estufas? ¿No podría mandar construir un hogar? Podríamos alimentarlo con libros. Allí arriba hay de sobra.

—No deben hacer eso —dijo el senescal sacudiendo la cabeza—. No hay dos iguales. Son todos originales. No tenemos dos ejemplares de ninguno de ellos.

—Pues sin embargo arden… podrían sin embargo arder bien. —Tenía que ser cauteloso. Ya había quemado unas cuantas secciones de pared, y si se dignó bajar, a regañadientes, fue tan sólo para contentar a Ajayi. Ella había protestado por aquella destrucción, alegando que no debían quemar libros para calentarse porque era detestable. Además, había añadido, si ellos se daban cuenta de que podían conseguir mantenerse calientes tardarían mucho más tiempo en reparar el sistema de calefacción. Eso crearía un mal precedente. Quiss había asentido entre gruñidos.

—No tardará mucho. Ordenaré que les lleven unos ladrillos calientes —dijo el senescal.

—¿Qué?

—Grandes ladrillos calientes; calentados al rojo en los hornos; ordenaré que se los lleven con cada comida; debieran mantenerse hasta la siguiente entrega; con ellos podrán calentarse las manos. Irradian una sorprendente cantidad de calor. Cuando se entibian un poco se los puede poner en la cama; hará que estén muy calentitos.

—¿Ladrillos calientes? ¿Eso es todo lo que puede ofrecer? ¿Cuánto tardarán exactamente en reparar las calderas?

El senescal se alzó de hombros, estudió las tallas del borde de la puerta que estaba sujetando y luego dijo:

—No mucho. Ahora es mejor que vuelva a su juego. —A continuación, el senescal salió de su habitación y cerrando rápidamente la puerta asió a Quiss por el antebrazo. Le condujo nuevamente hasta las escaleras de madera—. Le mostraré cómo salir.

—Encantado —dijo Quiss—, y así de paso me aclara ciertas dudas. En primer lugar: ¿a dónde va a parar toda esa comida? Aquí se la debe preparar en cantidades mucho mayores de las necesitadas. ¿Qué es lo que hacen con ella?

—Reciclarla —dijo el senescal mientras bajaban por las escaleras.

—Entonces, ¿para qué tomarse el trabajo de prepararla?

—Nunca se sabe quién puede venir —dijo el senescal. Quiss le miró para ver si realmente hablaba en serio. Una de las dos pupilas del ojo derecho del senescal parecía estar observándole—. De cualquier modo, los mantiene bien entrenados —continuó diciendo, dirigiéndole al alto y viejo hombre una sonrisa mientras atravesaban las hileras de hornos, cocinas y fogones. Los pinches corrían de un lado a otro, llevando escobas, cubos y cestas tapadas repletas de ingredientes. No importaba cuán rápido iban o cuán urgente parecía ser su tarea: todos ponían mucho cuidado en no estorbar el paso de Quiss o del senescal—. Sí. Les mantiene ocupados. Evita que se metan en líos —terminó diciendo el hombre de piel parda.

Quiss murmuró algo para sus adentros. Sí, eso podía comprenderlo, pero no por ello dejaba de pensar que se trataba de un despilfarro mantener ocupados de esa manera a los subordinados, y además no concordaba con las continuas excusas del senescal y de sus ayudantes acerca de la falta de personal. Pero por ahora lo dejaría pasar. —¿Y de dónde proviene? Lo único que veo crecer en este sitio son malezas.

El senescal volvió a alzarse de hombros.

—¿De dónde proviene usted? —dijo sombríamente. Quiss entrecerró los ojos ante la pupila que sin duda parecía estar mirándole por el rabillo. Pensó que tampoco sería bueno insistir sobre aquel punto de vista.

Habían llegado al sitio en donde Quiss atravesó los rieles del ferrocarril de vía estrecha. Un pequeño tren, tirado de una diminuta máquina de vapor y que incluía vagones de plataforma doble que transportaban cada uno tres calderos cerrados herméticamente y siseantes, apareció rodando lentamente, sus ruedas chirriando y matraqueando de tanto en tanto. Quiss y el senescal se detuvieron, observando cómo el tren pasaba delante de ellos y desaparecía en los vapores de las cocinas con una cacofonía de traqueteos, siseos y tintineos, emitiendo tan sólo un único y sofocado pitido. Retomaron entonces la marcha, Quiss reprimiendo una pregunta concerniente al destino del tren.

De pronto, a su derecha, hubo en algún lugar una explosión sorda, y de entre la bruma surgió un resplandor anaranjado como los rayos de una puesta de sol. Se oyeron algunos gritos y lamentos. La nube anaranjada comenzó a desvanecerse pero no desapareció. El senescal le dirigió una breve mirada pero no pareció inquietarse demasiado, a pesar de que —al cabo de unos instantes— los pinches que pasaban corriendo delante de ellos iban cargados de cubos de agua y de arena, mantas, herramientas cortantes y camillas.

—Ése es otro asunto —dijo Quiss, mientras se acercaban al sitio en donde había arrojado al mentiroso ayudante dentro del caldero—. Con todo este equipo de transporte que poseen aquí— y señaló hacia arriba el cable móvil que transportaba los retintineantes cubiertos, curvándose por debajo de los entremezclados conductos y de los prismas giratorios que colgaban del techo de la cocina—, y no hablemos del mecanismo del reloj y del sistema de transmisión y de la complicada instalación sanitaria en techos y suelos…

—¿Entonces? —dijo el senescal.

Quiss le miró ceñudamente y dijo:

—¿Cómo es posible que no puedan traernos la comida caliente?

Justo pasaban delante del recipiente al cual Quiss había arrojado al pequeño pinche. Ése había sobrevivido a la penosa experiencia y se hallaba sentado, sucio y tembloroso, siendo limpiado por algunos de sus colegas. Un cocinero subalterno dirigía la limpieza de la cocina sobre la cual se asentaba el caldero y la preparación de un nuevo potaje para reemplazar al que se había derramado. El senescal se detuvo, observando con ojo crítico el desarrollo de la tarea. Los pinches trabajaron todavía con mayor presteza. Aquel a quien Quiss había arrojado dentro de las gachas al ver la enorme figura cubierta de pieles del humano se puso a temblar con tanta fuerza que comenzó a esparcir restos de sopa, al igual que un perro sacudiéndose agua.

—Pues —dijo el senescal—, desde aquí hasta allí hay un buen trecho.

—Podrían construir un montaplatos.

—Eso sería… —el senescal dejó de hablar, observando a uno de los aprendices de cocinero introducir un largo cucharón dentro del caldero del cual acababan de rescatar al infortunado ayudante. El aprendiz se llevó el cucharón a la boca, asintió apreciativamente y se dispuso a bajar por la escala mientras el senescal continuaba diciendo—…ir en contra de la tradición. Es un gran honor para nuestros camareros llevarles las comidas a nuestros invitados. De ningún modo puedo privarles de eso. Un montaplatos sería algo… —el aprendiz de cocinero del cucharón ahora hablaba con el cocinero subalterno, que también había probado el contenido del cucharón y asentía, al mismo tiempo que el senescal completaba su frase—…impersonal.

—¿Y a quién le importa que sea impersonal? Éstas no son precisamente la clase de… personas con las cuales me interesaría relacionarme de cualquier modo —dijo Quiss, señalando a los ayudantes, camareros y pinches que les rodeaban en tanto el cocinero subalterno se acercaba respetuosamente al senescal, saludándole con una reverencia. El senescal se agachó ligeramente mientras el cocinero subalterno trepaba a un taburete para susurrar algo en el oído de su amo. El senescal dirigió una rápida mirada al tembloroso ayudante atendido por sus compañeros, luego se alzó de hombros diciéndole algo al cocinero subalterno, quien rápidamente se bajó del taburete dirigiéndose hacia los demás.

El senescal miró a Quiss y dijo:

—Desgraciadamente no sólo cuentan sus sentimientos. También tengo que pensar en el bienestar de mi personal. Así es la vida. Ahora debo retirarme. —Dando media vuelta se marchó, ignorando los gritos del pequeño y mojado ayudante mientras, después de que el cocinero subalterno hubiera hablado con los otros pinches, señalado el caldero, el cucharón y su propio vientre antes de indicar con la cabeza al empapado ayudante, era cogido, entre pataleos, por los mismos pinches que habían estado atendiéndole, empujado hacia arriba por la escala que aún se hallaba apoyada sobre un costado del enorme caldero, y vuelto a ser arrojado dentro. La tapa sujeta a la polea se cerró con un ruido estrepitoso.

Quiss pateó el suelo con un gesto de frustración y luego se dirigió al lugar en donde había dejado el resto de sus pieles, para continuar subiendo hasta los niveles superiores del castillo.

Estratego Abierto resultó ser finalmente un juego que consistía en ubicar piedras blancas y negras en las cuadrículas de un gran mapa ocupando territorios. A él y a Ajayi les llevó doscientos días —de acuerdo a su manera de calcular el tiempo— aprender y poner en práctica las reglas de aquel juego. Nuevamente estaban a punto de finalizar y él todavía tratando de hacer que reparasen el sistema de calefacción. Desde el último juego había menguado tanto el calor como la iluminación.

—Y ahora supongo que tendré la culpa de que no hayan reparado inmediatamente la calefacción —murmuró para sus adentros mientras caminaba por el angosto pasillo. Ella le echaría la culpa. Pues bien, que lo hiciera; a él no le molestaba. Con tal de que pudieran terminar pronto ese estúpido juego y que le llegase el turno de responder a él. Ella podría quizás ser mejor jugando a aquellos estúpidos juegos (piezas infinitas que tan sólo eran infinitas en una dirección, desde un punto; ¡se las podía sostener de un extremo pero igual continuaban siendo infinitas! ¡Demencial!), pero él estaba seguro de tener la respuesta correcta, y una mucho más obvia y directa que la que había dado ella. Jamás debió dejar que le convenciese de responder primera cuando estaban decidiendo el modo de manejar toda esta situación. ¡Ella y su manera de hablar tan agradable, sus argumentos «lógicos»! ¡Qué tonto que había sido!

—Sin embargo esta vez lo conseguiremos —se dijo a sí mismo, mientras subía por el serpenteante interior del castillo y las luces comenzaban a difuminarse y el frío se hizo más intenso, obligándole a arroparse de nuevo con sus pieles—. Sí, esta vez lo conseguiremos —lo conseguiré. Definitivamente.

Hablando por lo bajo consigo mismo, el corpulento y viejo hombre cubierto con pelo moteado subió torpemente las mal iluminadas plantas del castillo, abrigado en sus pieles, esperanzas y temores.

La solución del problema, la respuesta de Quiss al acertijo: «¿Qué sucede cuando una fuerza imparable se encuentra con un objeto inmóvil?», fue:

—¡El objeto inmóvil es derrotado; la fuerza siempre gana!

(El cuervo rojo, apoyado sobre la balaustrada del balcón, cloqueó de risa. Ajayi lanzó un suspiro.)

El ayudante regresó al cabo de unos pocos minutos, enredándose con sus diminutas botas rojas en el dobladillo de su túnica.

—Por más que no me cause ningún placer ser el portador de malas noticias… —comenzó a decir.


  1. Monty Python: grupo de cómicos ingleses que se encargan de satirizarlo todo y a todos (N. del T.)

  2. Juego de palabras, ya que en inglés fitch quiere decir mofeta.

  3. Oxfam:. palabra compuesta que designaba una moda femenina entre elegante y excéntrica (N. del T.)

  4. Juego de palabras entre starke y stark, que en inglés significa tieso, estricto (N. del T.)

  5. Juego de palabras intraducible al castellano, en donde se alude al sir, de señor, y a surname, nombre de familia, o apellido (N. del T.)