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Holly contempló el alto edificio de estilo georgiano y se estremeció de emoción. Era su primer día de trabajo y presentía que se avecinaban buenos tiempos en aquel edificio. Estaba situado en el centro de la ciudad y las ajetreadas oficinas de la revista X se encontraban en la segunda planta, encima de un pequeño café. Holly había dormido muy poco la noche anterior debido a una mezcla de nervios y excitación; sin embargo, no sentía el mismo horror que antaño se apoderaba de ella antes de comenzar un nuevo trabajo. Había devuelto la llamada del señor Feeney de inmediato (después de escuchar su mensaje grabado otras tres veces) y luego había comunicado la noticia a sus familiares y amigos. Todos se alegraron muchísimo al enterarse y, justo antes de salir de casa aquella mañana, había recibido un hermoso ramo de flores de parte de sus padres felicitándola y deseándole suerte en su primer día.
Se sentía como si fuese el primer día de colegio y hubiese ido a comprar bolígrafos nuevos, una libreta nueva, una carpeta y una cartera nueva que le dieran aspecto de ser supeinteligente. Pero si bien había rebosado entusiasmo cuando se sentó a desayunar también se había sentido triste. Triste porque Gerry no estuviera allí para compartir aquel comienzo. Solían realizar un pequeño ritual cada vez que Holly estrenaba empleo, cosa que sucedía con notable frecuencia. Gerry la despertaba llevándole el desayuno a la cama y luego preparaba su bolso con bocadillos de jamón y queso, una manzana, una bolsa de patatas fritas y una tableta de chocolate. Después la llevaba en coche al trabajo, la telefoneaba a la hora del almuerzo para ver si los demás niños de la oficina la trataban bien y pasaba a recogerla al final de la jornada para acompañarla a casa. Entonces se sentaban a cenar y Gerry escuchaba y reía mientras ella describía a los personajes de la nueva oficina y volvía a refunfuñar sobre lo mucho que detestaba tener que ir a trabajar. Ahora bien, sólo hacían eso el primer día de trabajo, los demás días saltaban de la cama tarde como de costumbre, hacían carreras para ver quién se duchaba antes y luego vagaban por la cocina medio dormidos, mientras tomaban presurosamente una taza de café que les ayudara a espabilarse. Se despedían con un beso y cada cual se iba por su lado a cumplir con sus obligaciones. Y al día siguiente tres cuartos de lo mismo. Si Holly hubiese sabido que les quedaba tan poco tiempo, no se habría molestado en seguir aquella tediosa rutina día tras día…
Aquella mañana, sin embargo, el panorama había sido bien distinto. Despertó en una cama vacía, dentro de una casa vacía sin que nadie le preparara el desayuno. No tuvo que competir para ser la primera en utilizar la ducha y la cocina estaba en silencio, sin el ruido de los ataques de estornudos matutinos de Gerry. Holly se había permitido imaginar que, cuando despertara, Gerry estaría allí por obra de un milagro para acompañarla tal como mandaba la tradición, puesto que un día tan especial no sería completo sin él. Pero con la muerte no había excepciones que valieran. Ido significaba ido.
Antes de entrar en la oficina, Holly se miró para comprobar que no llevaba la bragueta abierta, que la chaqueta no se le hubiese remetido en los pantalones y que los botones de la blusa estuvieran bien abrochados. Satisfecha al ver que iba presentable, subió por la escalera de madera hasta su nueva oficina. Entró a la sala de espera y la secretaria, a quien reconoció del día de la entrevista, se levantó de su escritorio para recibirla.
– Hola, Holly -la saludó alegremente, dándole la mano-. Bienvenida a nuestra humilde morada.
Levantó las manos para mostrarle la sala. A Holly le había caído bien aquella mujer desde el primer momento. Aproximadamente de la misma edad que ella, tenía el pelo rubio y largo y un rostro que al parecer siempre estaba alegre y sonriente.
– Por cierto, me llamo Alice, y trabajo aquí fuera, en recepción, como bien sabes. Bueno, ahora mismo te acompaño a ver al jefe. Te está esperando.
– Dios, no he llegado tarde, ¿verdad? -preguntó Holly, mirando con preocupación la hora. Había salido de casa temprano para evitar los atascos, dándose un buen margen de tiempo para no llegar tarde el primer día.
– No, ni mucho menos -dijo Alice, conduciéndola al despacho del señor Feeney-. No hagas caso de Chris ni del resto de la tropa, son un atajo de adictos al trabajo. Los pobres no tienen vida personal. Te aseguro que a mí no me verás por aquí después de las seis.
Holly rió, pensando que Alice le recordaba a su ser anterior.
– Y no te sientas obligada a entrar temprano y quedarte hasta tarde sólo porque ellos lo hagan. Creo que en realidad Chris vive en su despacho, así que es inútil que intentes competir con él. Este hombre no es normal -agregó en voz alta mientras llamaba a la puerta y la invitaba a pasar.
– ¿Quién no es normal? -preguntó el señor Feeney con brusquedad, levantándose del sillón y estirándose.
– Usted.
Alice sonrió y cerró la puerta a sus espaldas.
– ¿Has visto cómo me trata mi personal? -El señor Feeney sonrió y se acercó a Holly, tendiéndole la mano para saludarla. Su apretón volvió a ser afectuoso y cordial.
A Holly le gustó la atmósfera que reinaba entre los empleados.
– Gracias por contratarme, señor Feeney-dijo Holly sinceramente. -Puedes llamarme Chris, y no tienes que agradecerme nada. Bien, si me acompañas, te mostraré el lugar.
Chris pasó delante camino del vestíbulo. Las paredes estaban cubiertas por las portadas enmarcadas de todos los números de Xque se habían publicado durante los últimos veinte años.
– En realidad no hay gran cosa que mostrar. Aquí tenemos la oficina de nuestras hormiguitas. -Abrió la puerta y Holly echó un vistazo a la enorme oficina. Había unos diez escritorios y la habitación estaba llena de personas sentadas delante de sus ordenadores hablando por teléfono. Levantaron la vista y saludaron cortésmente con la mano. Holly les sonrió, recordando lo importantes que eran las primeras impresiones-. Éstos son los maravillosos periodistas que me ayudan a pagar las facturas -explicó Chris-. Éste es John Paul, el redactor jefe de moda; Mary, nuestra experta en gastronomía, y Brian, Steven, Gordon, Áishling y Tracey. No es preciso que sepas lo que hacen, son unos vagos.
Rió y uno de los hombres le hizo un gesto obsceno con el dedo sin dejar de hablar por teléfono. Holly supuso que era uno de los hombres acusados de ser un vago.
– ¡Atención todos, ésta es Holly! -gritó Chris, y todos sonrieron, volvieron a saludar con la mano y siguieron hablando por teléfono-. Los demás periodistas trabajan por cuenta propia, de modo que los verás poco por esta
oficina -explicó Chris mientras la conducía a la habitación siguiente-. Aquí es donde se esconden los gansos de la informática. Te presento a Dermot y Wayne, que están a cargo de la maquetación y el diseño, de modo que trabajarás codo con codo con ellos y los mantendrás informados sobre dónde va cada anuncio. Chicos, ésta es Holly.
– Hola, Holly.
Ambos se levantaron, le estrecharon la mano y siguieron trabajando con los ordenadores.
– Los tengo bien entrenados -bromeó Chris, y volvió a dirigirse al vestíbulo-. Allí al fondo está la sala de juntas. Nos reunimos cada mañana a las nueve menos cuarto.
Holly iba asintiendo a todo lo que le decía y procuró recordar los nombres de las personas que le presentaba.
– Bajando esta escalera están los lavabos, y ahora te mostraré tu despacho. Regresaron por donde habían venido y Holly le siguió, mirando entusiasmada las paredes. Aquello no se parecía a nada que hubiese vivido antes. -Aquí tienes tu despacho -dijo Chris, abriendo la puerta y dejándola entrar primero.
Holly no pudo evitar sonreír al ver la pequeña habitación. Era la primera vez que tenía despacho propio. Había el espacio justo para que cupieran un escritorio y un archivador. Encima del escritorio había un ordenador y montones de carpetas y, frente al mismo, una librería abarrotada con más libros, carpetas y pilas de números atrasados. La enorme ventana georgiana cubría prácticamente toda la pared de detrás del escritorio y, pese a que fuera hacía frío y viento, la habitación se veía espaciosa y aireada.
– Es perfecto -le dijo a Chris, dejando el maletín encima del escritorio y mirando alrededor.
– Bien -dijo Chris-. El último tipo que trabajó aquí era extremadamente organizado y en todas esas carpetas encontrarás exactamente lo que tienes que hacer. Si tienes algún problema o alguna pregunta sobre lo que sea, no dudes en preguntarme. Estoy en la puerta de al lado. -Golpeó con los nudillos el tabique que separaba sus respectivos despachos-. No espero ningún milagro de ti, ya sé que eres nueva en esto, por eso cuento con que me hagas montones de preguntas. Nuestro próximo número sale la semana que viene, ya que lo sacamos el primer día de cada mes.
Holly abrió los ojos desorbitadamente. Tenía una semana para llenar una revista entera.
– No te preocupes. -Chris sonrió otra vez-. Quiero que te concentres en el número de noviembre. Familiarízate con la maqueta de la revista, seguimos la misma pauta todos los meses, de este modo sabrás qué tipo de anuncios van en cada clase de páginas. Es un montón de trabajo, pero si eres organizada y trabajas bien con el resto del equipo todo irá como una seda. Insisto, te pido que hables con Dermot y Wayne, ellos te pondrán al corriente de cómo es la maqueta estándar, y si necesitas que te hagan algo, pídeselo a Alice. Está ahí para ayudar a todo el mundo. -Hizo una pausa y miró alrededor-. Esto es lo que hay. ¿Alguna pregunta?
Holly negó con la cabeza.
– De momento no, creo que me lo ha contado todo.
– Muy bien, pues te dejo con lo tuyo.
Cerró la puerta al salir y Holly se sentó a su nuevo escritorio en su nuevo despacho. Se sentía un tanto intimidada ante su nueva vida. Aquél era el empleo más importante que jamás había tenido y a juzgar por lo que había visto tendría mucho que hacer, pero eso la alegraba. Necesitaba mantener la mente ocupada. Sin embargo, le había resultado imposible memorizar los nombres de todo el mundo, de modo que sacó su libreta y el bolígrafo y anotó los que recordaba. Abrió la primera carpeta y se puso manos a la obra.
Se enfrascó tanto en la lectura que al cabo de un buen rato se dio cuenta de que había olvidado por completo la pausa para almorzar. Al parecer nadie en la oficina había abandonado su puesto. En otros empleos, Holly solía dejar de trabajar al menos media hora antes del almuerzo para pensar qué iba a comer. Luego se marchaba con un cuarto de hora de antelación y regresaba con quince minutos de retraso debido al «tráfico», aunque en realidad fuese a almorzar a la vuelta de la esquina. Pasaba la mayor parte de la jornada soñando despierta, haciendo llamadas personales, sobre todo al extranjero, ya que no tenía que pagarlas, y siempre era la primera en la cola para recoger el cheque del salario mensual, que por lo general gastaba en cuestión de dos semanas.
Sí, aquél era muy distinto de sus empleos anteriores, pero lo cierto era que lo disfrutaba minuto a minuto.
– Vamos a ver, Ciara, ¿seguro que llevas el pasaporte? -preguntó la madre de Holly a su hija menor por tercera vez desde que habían salido de casa.
– Sí, mamá -respondió Ciara-. Te lo he dicho un millón de veces, lo llevo aquí.
– Enséñamelo -ordenó Elizabeth, volviéndose en el asiento del pasajero.
– ¡No! No pienso enseñártelo. Tendrías que aceptar mi palabra, ya no soy una niña, ¿sabes?
Declan soltó un bufido y Ciara le arreó un codazo en las costillas. -Tú cállate.
– Ciara, enséñale el pasaporte a mamá para que se quede tranquila -dijo Holly cansinamente.
– ¡Muy bien! -vociferó Ciara, poniéndose el bolso en el regazo-. Aquí está. Mira, mamá… No, espera, en realidad no está aquí… No, en realidad puede que lo metiera aquí… ¡Oh, mierda!
– Cielo santo, Clara -gruñó el padre de Holly, frenando en seco para dar media vuelta.
– ¿Qué pasa? -replicó Ciara a la defensiva-. Lo metí aquí, papá, alguien tiene que haberlo cogido -refunfuñó vaciando el contenido del bolso. Joder, Ciara -se quejó Holly al caerle unas bragas en la cara. -Bah, cállate de una vez -le espetó Clara- No vas a tener que aguantarme durante mucho tiempo.
Todos los ocupantes del coche guardaron silencio al darse cuenta de que era verdad. Sólo Dios sabía cuánto tiempo estaría Ciara en Australia y sin duda iban a echarla de menos, por más escandalosa e irritante que fuera.
Holly iba apretujada contra la ventanilla del asiento trasero junto con Declan y Ciara. Richard llevaba a Mathew y a Jack (haciendo caso omiso de las protestas de éste) y probablemente ya habían llegado al aeropuerto a aquellas alturas. Era la segunda vez que regresaban a casa, dado que Clara había olvidado el aro de la suerte que se colgaba en la nariz y había exigido a su padre que diera media vuelta.
Finalmente llegaron al aeropuerto una hora después de haber salido cuando el trayecto no solía llevar más de veinte minutos.
– Por Dios, ¿qué os ha retrasado tanto? -se quejó Jack a Holly cuando por fin entraron en el aeropuerto con cara de pocos amigos-. He pasado todo este rato a solas con Dick.
– Corta el rollo, Jack -dijo Holly-, tampoco hay para tanto.
– Vaya, veo que has cambiado de onda -bromeó Jack, fingiéndose sorprendido.
– En absoluto, es sólo que cantas la canción que no toca-replicó Holly, y fue a reunirse con Richard que estaba solo viendo la vida pasar.
– Cielo, ponte en contacto más a menudo esta vez, ¿de acuerdo? -pidió Elizabeth a su hija, abrazándola llorosa.
– Claro que sí, mamá. No llores, por favor, que no quiero llorar yo también.
A Holly se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que esforzarse para contener las lágrimas. Ciara le había hecho mucha compañía durante los últimos meses y siempre había conseguido animarla cuando pensaba que su vida no podía ir peor. Añoraría a su hermana, pero comprendía que Ciara tenía que estar con Mathew. Era un buen tipo y se alegraba de que se hubiesen encontrado.
– Cuida de mi hermana-dijo Holly, poniéndose de puntillas para abrazar al imponente Mathew.
– No te preocupes, está en buenas manos-contestó Mathew, sonriendo.
– Te ocuparás de ella, ¿verdad? -Frank le dio una palmada en el hombro y sonrió. Mathew era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que aquello era más una advertencia que una pregunta y le contestó de forma muy convincente.
– Adiós, Richard -dijo Ciara, dándole un fuerte abrazo-. Mantente alejado de la bruja de Meredith. Eres demasiado bueno para ella. -Clara se volvió hacia Declan-. Ven a vernos cuando quieras, Dec. Podrás hacer una película o lo que sea sobre mí -dijo muy seria al benjamín de la familia, y le dio un fuerte abrazo.
– Jack, cuida de mi hermana mayor-dijo sonriendo a Holly-. Uuuuy, cuánto voy a echarte de menos. -Apenada estrechó a Holly con fuerza.
– Yo también -respondió Holly con voz temblorosa.
– Bueno, me largo antes de que me contagiéis la depresión y me eche a llorar -dijo tratando de parecer contenta.
– No sigas haciendo esos saltos con cuerda, Ciara. Son muy peligrosos -dijo Frank con aire preocupado.
– ¡Se llama puenting, papá! -Ciara rió y besó a sus padres en la mejilla una vez más-. Descuida, seguro que descubro algo nuevo para probar -bromeó.
Holly guardó silencio junto a su familia, observando a Ciara y Mathew mientras éstos se alejaban cogidos de la mano. Incluso Declan tenía los ojos llorosos, aunque fingió que se debía a un estornudo.
– Levanta la vista a las luces, Declan. -Jack cogió a su hermano por los hombros-. Dicen que eso ayuda a estornudar.
Declan levantó la vista al techo y así evitó ver cómo se marchaba su hermana. Frank cogió a su mujer por la cintura mientras ésta se despedía con la mano sin cesar, las mejillas bañadas en lágrimas.
Todos rompieron a reír al dispararse la alarma cuando Ciara pasó el control de seguridad y le ordenaron que vaciara los bolsillos antes de cachearla.
– Cada puñetera vez -bromeó Jack-. Es asombroso que le permitieran entrar en el país.
Volvieron a despedirse con la mano mientras Ciara y Mathew se alejaban hasta que el pelo rosa se perdió de vista entre la multitud.
– Muy bien -dijo Elizabeth, enjugándose las lágrimas-. ¿Por qué el resto de mis hijos no se viene a casa y almorzamos todos juntos?
Todos aceptaron al ver lo alterada que estaba su madre.
– Esta vez te dejo ir con Richard -dijo Jack con picardía a Holly y se marchó con el resto de la familia, dejándolos allí, un tanto desconcertados.
– ¿Qué tal tu primera semana en el trabajo, cariño? -preguntó Elizabeth a Holly mientras todos almorzaban en la casa familiar.
– Me encanta, mamá -dijo Holly y sus ojos se iluminaron-. Es mucho más interesante y motivador que cualquiera de los otros empleos que he tenido, y todo el personal es muy simpático. Hay muy buen ambiente -agregó llena de felicidad.
– A la larga eso es lo más importante, ¿verdad? -dijo Frank, complacido-. ¿Cómo es tu jefe?
– Un encanto. Me recuerda mucho a ti, papá. Cada vez que lo veo me vienen ganas de darle un abrazo y un beso.
– Eso suena a acoso sexual en el trabajo -bromeó Declan, y Jack se rió por lo bajo.
Holly puso los ojos en blanco.
– Vas a hacer otro documental este año, Declan? -preguntó Jack.
– Sí, sobre la falta de vivienda-contestó él con la boca llena. -Declan -reconvino Elizabeth, arrugando la nariz-, no hables con la boca llena.
– Perdón -dijo Declan y escupió la comida al plato.
Jack rompió a reír y por poco se atraganta con la comida mientras el resto de la familia apartó la vista de Declan con asco.
– ¿Qué has dicho que estabas haciendo, hijo? -preguntó Frank para evitar una discusión familiar.
– Estoy haciendo un documental sobre las personas sin techo para la facultad.
– Ah, muy bien -respondió antes de retirarse a su universo particular. -¿A qué miembro de la familia vas a usar como sujeto esta vez? A Richard? -inquirió Jack maliciosamente.
Holly golpeó el plato con los cubiertos.
– Eso no tiene gracia, tío -dijo Declan con tono muy serio, sorprendiendo a Holly.
– ¿Por qué estáis todos tan susceptibles últimamente? -preguntó Jack, mirando alrededor-. Sólo ha sido una broma.
– Muy poco graciosa, Jack-dijo Elizabeth severamente.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Frank a su esposa tras salir de su trance. Elizabeth negó con la cabeza y Frank comprendió que más valía no volver a preguntar.
Holly observó a Richard, que estaba sentado a la cabecera de la finesa comiendo en silencio. Se le partió el corazón. No se merecía aquello, y o bien Jack estaba siendo más cruel que de costumbre o, por el contrario, aquello era la norma y ella había sido una estúpida por encontrarlo divertido hasta entonces.
– Perdona, Richard. Sólo era una broma -se excusó Jack.
– No pasa nada, Jack.
– ¿Ya has encontrado trabajo?
– No, todavía no.
– Es una lástima -dijo Jack secamente y Holly lo fulminó con la mirada. ¿Qué demonios le pasaba?
Elizabeth recogió con calma sus cubiertos y el plato y se fue en silencio a la sala de estar, donde encendió el televisor y terminó de comer en paz. Sus «dos geniecillos» ya no conseguían hacerla reír.