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Julia
¡Despierta!, oyó Julia que le decían con toda claridad.
Y abrió los ojos de par en par aunque sin saber bien al principio dónde estaba hasta que poco a poco fue reconociendo la tapicería color crema y lo que había por allí, una gamuza, un bolígrafo del hotel donde trabajaba, un spray para los cristales, unos calcetines de Tito. Estaba dentro de su coche. Había dormido allí. Continuaba doliéndole la cabeza y notaba la frente tirante. También le dolía el hombro y un poco el cuello, seguramente por la postura, pero al mismo tiempo aún conservaba en el pie una sensación muy agradable, como si alguien en un sueño que no recordaba se lo hubiese acariciado. La voz juraría que era la de Félix y le había sonado al lado, igual que si Félix hubiese metido la cabeza por la ventanilla. Por supuesto la ventanilla permanecía cerrada, tal como la había dejado. Clareaba. Al abrirla entró un hermoso aroma a mar y flores, aunque de manera incomprensible le producía náuseas y ganas de vomitar. Seguramente era por tener el estómago vacío y por haberse bebido en La Felicidad aquella asquerosa ginebra, según recordaba, sin cenar. No es que tuviera hambre, pero para seguir buscando y no desmayarse en cualquier parte debía tomar algo. Notó en el bolsillo del pantalón el dinero de las vueltas de la farmacia.
Salió del coche y se dirigió andando a la playa. El mar ya no era negro sino verdoso, ya no era temible sino pacífico y estaba lleno de vida. Un sol aún débil iba cayendo sobre él. Julia se desvió hacia un toldo naranja en que se leía el nombre de El Yate. Desde la puerta se extendía una pequeña terraza con sillas y mesas de aluminio.
Por dentro resultó peor que por fuera, pero tenía lo que ella necesitaba, un teléfono público en una pared y un baño. Se pidió un café con leche de paso para el baño y nada más salir ya más aliviada y dueña de sí llamó al número de Félix. La línea estaba ocupada. Seguramente estaría tratando de localizarla en hospitales. Puede que hubiese llamado a la policía. Esto era lo que más nerviosa le ponía, el imaginarse la preocupación de Félix. En cambio ella en este sentido se encontraba tranquila porque sabía que estaban bien y que Félix se las iría arreglando como pudiese con Tito. Según se bebía el café con leche las náuseas iban desapareciendo y un poco el dolor de cabeza. Salió fuera. Haría tiempo en la playa para volver a llamar.
Se quitó las zapatillas que llevaba puestas desde que salió de Madrid y anduvo sobre la arena hasta la orilla. A continuación hizo el gesto de remangarse los pantalones, pero lo pensó mejor y se los quitó. Las olas eran de un verde claro que se deshacía entre los pies. Su frescor le recorrió todo el cuerpo y le hizo sentirse mucho mejor, a pesar de que no se consideraba digna de sentirse bien después de la situación que había creado por pura torpeza. Disfrutaba tanto de este momento mientras Félix se estaría torturando… Se adentró hasta que el agua, de un verde más concentrado que antes, le llegó a los muslos. Se lavó la cara y los brazos hasta las mangas de la blusa. Y esperó unos minutos de pie en la arena para secarse mirando hacia los edificios. Fue entonces cuando hizo el gran descubrimiento.
El sol empezaba a calentar y el aire se había llenado de pequeñas motas doradas. Entre ellas leyó el ansiado nombre de Las Adelfas. Las letras se abrían paso detrás de un buen montón de torres y hoteles, que bordeaban la playa y que por la noche eran invisibles. Ahora asomaban como las montañas del fondo, cercanas a la vista, pero en realidad, lejanas. Sin embargo, y de esto estaba segura, de su apartamento, del desaparecido apartamento, a la playa no habría más de cinco minutos andando. Volvió a entrar en El Yate.
De nuevo marcó el número de Félix. Lo primero era hablar con él y sentirse aliviados. Pero comunicaba, seguía comunicando. Félix siempre tan previsor, tan sabihondo y ahora no se daba cuenta de que lo mejor era dejar tranquilo el teléfono para que ella pudiera ponerse en contacto con él. Claro que tal vez estuviera hablando con los que a ella le habían robado el móvil, pero con eso no iba a sacar en claro dónde podía localizarla. ¡Mierda! ¡Y mierda mil veces! Habría tirado al suelo todas las tazas de desayuno colocadas en fila sobre la barra de El Yate. Habría destrozado este mundo de pesadilla. No era la primera vez que esta vida le parecía una farsa en que faltaba algo que uniese esto con aquello, en que faltaba un mínimo de lógica. Se encaró con el camarero para preguntarle, como si fuera el responsable de todo, si conocía el complejo residencial Las Adelfas. Qué más daba que no fuera el responsable de todo y que no tuviese por qué saber este dato. La vida funcionaba así de desastrosamente.
– ¿Las Adelfas? -preguntó el camarero mientras abría un cruasán y lo ponía sobre la plancha. Era uno de esos extranjeros que aprenden el idioma en cuatro días-. ¿Cuál de ellos?
– ¿Cuántos hay?
– Cuatro o cinco -dijo dirigiendo la mirada hacia algún lugar de su mente.
Así que esto era lo que ocurría, que había más complejos Las Adelfas.
– ¿Cuál es el que está más cerca de la playa, en segunda o tercera línea?
– En esta playa no creo, en Poniente, quizá.
Y lo que tenía que hacer era salir a la general y cruzar el pueblo para ir al otro lado.
– Le pasa a mucha gente -dijo quitándose el sudor de la frente con el dorso de la mano que sujetaba la espátula-. También pasa con Las Dunas, Los Girasoles, Los Remos, Pleamar y más.
Julia dio media vuelta antes de tener que ver cómo alguna de las gotas de sudor caía en el cruasán.
La brisa se había calentado un poco más y algunos madrugadores llegaban con toallas al hombro y gorras. Contempló de nuevo las lejanas letras redondeadas y rosas imitando grandes flores de Las Adelfas. Las Adelfas III. Vaya. Estaban en la ladera del monte, por donde trepaban chalés de color crema con columnas dóricas y buganvillas moradas, pero donde el sonido del mar apenas llegaría. Ni siquiera por la noche, en ese silencio en que se puede notar hasta la caída de una hoja, sería posible que llegase la furia del oleaje que Julia había escuchado en su breve estancia en el apartamento. Así que desistió de perder tiempo y gasolina yendo hasta allí.
Anduvo hacia el coche. Ahora comprobó que lo había aparcado cerca de Las Dunas y que si en lugar de Las Dunas fueran Las Adelfas todo estaría resuelto, pero las cosas cuando se ponen difíciles se ponen muy difíciles. Lo que no sabía era si es que debían ponerse difíciles por algo, si es que convenía que fueran así de complicadas. De ser así querría decir que el mundo se regía por leyes que aún no se habían descubierto. De lo contrario daría igual que se hiciese una cosa u otra, que se tomase un camino u otro, ni tampoco resolvería nada pensar mucho, porque el universo seguiría su marcha sin sentido. ¿Qué le parecía a ella, había leyes o no? No tenía ni idea, probablemente no había ninguna. Se había perdido sin ningún propósito y sólo existía y dirigía sus pasos el deseo de encontrar a su familia. De todos modos, cuando iba a meterse en el coche, lo pensó mejor y volvió a cerrarlo.
Aprovechó que salía una pareja de jubilados para entrar en Las Dunas, por probar ya que estaba allí. El problema era que tampoco recordaba el número del apartamento. Fue Félix quien hizo la reserva por Internet y ella se dejó llevar. Siempre era Félix quien se encargaba de todo lo que se pudiera reservar, comprar o consultar por Internet porque lo usaba mucho en su trabajo, ella estaba más vigilada en este sentido y además debía estar atenta a los clientes del bar y no disponía de tiempo ni tranquilidad para esto. Buscó la piscina, corazón de este tipo de construcciones de veraneo. En el fondo de su alma esperaba ver a Félix y Tito entre su resplandor. Pero en lo más superficial de su alma también presentía que no iba a ser así. El único bañista era un hombre, que nadaba a braza para desperezarse. Desde allí se veían las terrazas de algunos apartamentos con toallas y bañadores colgados en las barandillas. Miró en todas direcciones y a la desesperada se situó de pie sobre un banco de brillantes mosaicos para que Félix, si es que en ese momento estaba mirando, pudiera localizarla. Por el nombre no eran éstos los apartamentos, pero por la situación podrían serlo, así que debía intentarlo.
Toda el agua de la piscina se removió cuando el hombre se impulsó con las manos en el bordillo para salir. Era bastante grande, un viejo atleta de tendones gruesos y nudosos, unidos por cuerdas debajo de la piel tostada. Tenía el pelo blanco y amarillo. Sus miradas se cruzaron y Julia aprovechó para pedirle auxilio con los ojos. Si a su edad no era capaz de comprender que aquella persona necesitaba ayuda, significaría que no había aprendido nada en la vida. Aunque también sería probable que le bastara y sobrara con su propio ser.
Estadísticamente hablando podría ser alemán. Se habría comprado un apartamento aquí antes de que los precios de la construcción se dispararan y ahora lo que querría era absorber la mayor cantidad posible de vitamina D y a poder ser tener una aventura, aunque con mucha discreción porque su esposa alemana estaría arriba disfrutando de un rato de intimidad para ella sola. El enorme alemán fue hacia una toalla junto a la que había un libro de bolsillo, una novela de Patricia Highsmith, con las hojas dobladas por la brisa, la arena y el sol.
Julia se alejó hacia el pasadizo que más le recordaba al de la noche anterior. Dobló un recodo y se internó por otro pasadizo más. Ahora tenía que subir unas escaleras. Las subió deseando oír llorar a Tito de un momento a otro. Daba la impresión de que su llanto estaba retenido en el aire y que en cuanto las leyes de la naturaleza lo liberasen estallaría y la vida volvería a ser normal. En el segundo descansillo una niña de unos diez años bajó seguida de otra de siete u ocho. Iban atropellándose y riéndose y Julia les hizo detenerse. Tardaron unos segundos en reaccionar como si les costase distinguirla. A Julia sus rostros le resultaron vaga y nebulosamente familiares, igual que si los hubiese visto en sueños o en alguna fotografía.
– ¿Os suena que haya en alguno de estos apartamentos un hombre de unos cuarenta años con un niño pequeño?
– ¿Cómo de pequeño? -preguntó la mayor.
– Un niño que aún no anda, de pañales. ¿Habéis oído llorar a algún niño?
– Sólo a mi hermano -dijo.
La otra niña miraba fijamente a Julia, hasta que empezaron a empujarse otra vez escalera abajo.
En cada rellano había dos puertas pintadas en azul añil. Subió uno más. Tenía que llamar a un timbre y pulsó el de la derecha, en esto no había duda, ésa era la puerta a la que debía llamar.
Tal como se temía abrió un individuo que no era Félix, iba en bañador, sin afeitar, con el pelo revuelto y tenía cara de no estar dispuesto a hacer ningún esfuerzo por ser simpático en vacaciones.
– Perdone -dijo-. Me he confundido.
Él abrió la boca sólo para bostezar y dio un portazo. Julia se encontraba en el tercer y último piso. Descendió al segundo y al primero, sin que descubriera nada significativo en ellos. Podría internarse por otros pasadizos y llamar a otras puertas azules, lo que le llevaría todo el día o quizás dos. ¿Cuántos apartamentos habría allí? ¿Mil? Puede que más. Y además era muy improbable que fuera éste el complejo que buscaba. Podría ser que al ir a la farmacia hubiese cruzado el pueblo en dirección contraria y que las cosas no hubieran ocurrido como ella creía.
Pasó de nuevo por la piscina. La piel del alemán brillaba como el cuero bajo el sol. Tenía un color entre marrón y rojo. El libro yacía junto a la cabeza. Al verla, se medio incorporó pesadamente. Sonrió a Julia como si este segundo encuentro hubiera creado un vínculo entre ellos. Ella se la devolvió. El extranjero parecía dispuesto a hablar.
– Más tarde ya no se puede tomar el sol -dijo continuando alguna conversación que hubiesen mantenido en otra vida.
Julia asintió.
– A las doce ya no hay quien lo aguante.
Él mientras la escuchaba se retiró un mechón amarillo de la frente. El sol le hacía entrecerrar los ojos. Se apoyaba con los codos en el césped y tenía una pierna sobre otra. Por el acento, no parecía alemán, sino inglés.
– ¿Ha visto pasar por aquí a un hombre de unos cuarenta años con un niño de seis meses?
Negó con la cabeza después de traducir la frase mentalmente.
– Creo que no, pero he tenido los ojos cerrados un rato.
No importaba. Gracias de todos modos.
Julia echó un vistazo por si entre la hierba descubriese un móvil. Estaba segura de que este simpático turista no se lo negaría, pero no había ninguno, y no parecía necesitarlo, no parecía añorar a nadie, lo que le daba un aire de hombre con ganas de conocer gente y de vivir el presente. Tendría unos setenta años y su corpulencia casi obligaba a verlo vestido de militar. Podría ser un militar jubilado.
Al poner el coche en marcha sin rumbo fijo, una vez desestimado el lejano letrero de Las Adelfas III, se dio cuenta de la poca gasolina que le quedaba. Desde que salieron de Madrid no habían vuelto a llenar el depósito por su culpa. El caso es que habían parado en uno de esos complejos de carretera con gasolinera y restaurante, llenos hasta los topes. Cuando lograron tomarse el café, a codazos como quien dice, la gasolinera estaba imposible, en todos los surtidores había cola, y Julia convenció a Félix de seguir y llenar el depósito al día siguiente. Félix era tan previsor que incluso una tontería así le hacía mover la cabeza, pesaroso, como quien está arriesgando mucho. Y mira por dónde, como casi siempre, llevaba razón. Si le hubiese hecho caso ahora tendría un problema menos.
Sacó el dinero del bolsillo. Disponía de ocho euros. Así que por lo menos cinco debía reservarlos para gasolina, los otros tres para llamar por teléfono. En El Yate se había dejado alegremente dos euros. Cada movimiento que hacía le costaba dinero, por lo que había llegado el momento de centrarse y valorar la situación. Félix a estas horas ya estaría buscándola. A cambio de coche él tenía dinero y tarjetas de crédito. Podía coger taxis, alquilar otro coche y contratar a alguien que cuidara de Tito mientras iba de acá para allá, lo que Julia esperaba ardientemente que no hiciera porque le desagradaba la idea de que su hijo se quedara a cargo de desconocidos. Tito necesitaba que le masajearan la espalda después de tomar el biberón para expulsar los gases, si no se pondría muy irritable y lloraría sin parar. También estaba algo estreñido y había que darle una cucharadita de zumo de naranja. Y para que se durmiera había que pasarle el dedo un rato por el entrecejo. Así que confiaba en que Félix por muy preocupado que se encontrara por ella no dejara a su hijo en manos ajenas.
Trató de ponerse en la piel de su marido. Probablemente lo primero que habría hecho sería preguntar en el hospital y después en la comisaría. Ella en lugar de dar vueltas a lo loco quizá debería seguir sus pasos. Por muy embarazoso que resultara explicar que se había perdido, sería la forma más directa de acabar con esta situación. Se había levantado un poco de aire, pero venía tan caliente y salado que le escocían los ojos. Los pantalones a pesar de ser de lino fino se le pegaban mojados a los muslos y al culo.
En la carretera del puerto, tal como había sucedido a la llegada la noche anterior, el tráfico era denso. Parada ante un semáforo que cambiaba de verde a rojo sin avanzar, le empezó a desesperar cómo se iba gastando la gasolina tontamente y eso que no había encendido la refrigeración. Hasta que vio la puerta de la comisaría envuelta en el verde azulado del mar y pudo aparcar en un solar atestado de coches. Pensó que en medio de todo tenía suerte.
No le impresionó entrar allí, quizá porque con los turistas pasando por la acera en pantalón corto, cuando no en bañador con la sombrilla bajo el brazo, parecía una imitación de comisaría. El guardia de la entrada la miró con tanta intensidad, que no necesitó preguntarle. Seguramente había desarrollado esta mirada para no tener que hablar tanto.
– Vengo a interesarme por una persona que ha desaparecido.
No dijo que esta persona era ella misma y que su marido podría haber venido preguntando por ella. No era el momento ni el lugar de una frase tan larga. El guardia le señaló el fondo, donde a pesar de ser de día estaban encendidos los fluorescentes del techo.
Allí una chica con camisa de uniforme de manga corta y pelo estirado en una cola de caballo que iba del rubio oscuro al rubio claro la escuchó con expresión seria y profesional. Consultó unos papeles que tenía al lado y luego el ordenador. Al girarse hacia la pantalla unas hebras doradas y brillantes como rayos de sol se escaparon del pasador. Los pabellones de las orejas estaban relucientes y toda ella desprendía un halo de aseo personal maravilloso.
A sus compañeros les debía de encantar estar a su lado. Así que automáticamente Julia se separó un poco del mostrador. No se había duchado ni cambiado de ropa desde el día anterior por la mañana temprano y no paraba de sudar con tanto calor y con tanto ir y venir.
Mientras la funcionaría se recogía el pelo de nuevo le informó de que en esta comisaría no tenían noticia de que alguien la buscase ni hubiera dejado un recado para ella. Julia estuvo a punto de decirle que era perfecta, que no tenía ni una arruga en la camisa y que ella desde su mundo de perfección era la persona ideal para ayudarla.
– Lo que me ha sucedido -dijo, sin embargo, Julia con voz emocionada, humilde y sincera- es extraño y absurdo. Perder a mi marido y a mi hijo a los demás puede sonarles ridículo, pero para mí es muy trágico.
Por primera vez la funcionaría la observaba abiertamente, intrigada, decidiendo si tenía que tomarla o no en serio.
– Tranquilícese, usted está bien y ellos también. A lo largo del día se encontrarán. No se preocupe -le dijo tecleando en el ordenador sin levantar apenas los dedos-. Hay cinco complejos Las Adelfas entre la playa de Levante y la de Poniente. Pregunte en todos ellos, deje recado en los bares y restaurantes cercanos. Es cuestión de paciencia. Y escriba aquí sus datos por si acaso viniera su marido.
En ningún momento le sonrió, no quería comprometerse personalmente. Y Julia fue incapaz de asaltar su intimidad contándole que no tenía dinero y que se estaba quedando sin gasolina.
El solar donde había aparcado estaba a unos metros de la comisaría, cerca de la lonja de pescado. Las gaviotas subían y bajaban igual que si estuvieran haciendo ejercicios de entrenamiento y cuando parecía que se iban a estrellar contra la luna del coche la esquivaban. Abrió el capó por si hubiese allí algo que le sirviera, pero Félix era tan ordenado que nada más había dejado un bidón vacío de gasolina y una manta. Ésas eran en este momento sus pertenencias junto con un paquete de leche en polvo para bebé y los ocho euros. Oyó decir a unos que acababan de aparcar que los días de mercadillo se ponía el tráfico imposible. Luego hoy era día de mercadillo. Trataría de mover el coche lo menos posible.
Llevaba en la mano las llaves del coche, los escasos euros en el bolsillo y se moría de sed. Pero la sed podía esperar, lo primero era dar con una sucursal de su banco y contarles de la manera más convincente posible la situación por la que atravesaba. Tuvo que caminar toda la calle principal adelante, que al menos estaba sombreada por palmeras. Eran palmeras doradas que arrojaban suaves sombras sobre los bancos de piedra. Y pensó que Tito y también Félix tendrían calor. No lo pensó, lo supo con la certeza con que se sabe que hay luna y sol. Sentía sus ojos en ella, como si la observasen desde algún lugar invisible, pero cercano. Según avanzaba y avanzaba por el paseo, empezó a divisar en el horizonte lo que debía de ser el mercadillo. Se extendía perpendicularmente a ella. El olor a fruta y a flores en agua llegaba hasta el escaparate de la sucursal, donde se anunciaban fondos de inversión y un juego de vasos que regalaban con esta operación.
Una puerta de cristal se abrió y luego se cerró. Julia quedó atrapada en una cabina en cuyo interior una voz le pedía que depositara todos sus efectos personales en una taquilla de la entrada. Al girarse hacia allí, vio a un chico metiendo a presión una mochila en una de las taquillas. Estaba claro que ella no tenía otra opción que salir y hacer lo mismo con las llaves del coche, su única posesión.
Una vez dentro de la entidad, en lugar de dirigirse a la caja, fue a una de las mesas, en que se suele atender de una manera más personal a los clientes, y se sentó en una silla con brazos tapizada en gris. A una empleada asombrada de nombre Rocío Ayuso según el letrero de la mesa, le contó que había perdido la cartera con toda su documentación, que necesitaba dinero urgentemente y que tal vez habría alguna manera de poder sacarlo de su cuenta. La empleada, que había ido pasando en estos breves instantes del asombro al recelo, le dijo que sin un documento que acreditase su identidad no podía hacer nada.
– No creo -dijo Julia- que sea la primera vez que sucede algo así. Seguro que es un caso que ustedes tienen previsto.
Rocío se levantó con unos papeles en la mano y salió de la mesa dando a entender que por su parte ya estaba todo dicho. Iba vestida con ropa nueva, pero pasada de moda. Y ella misma era joven pero de otra época. Una joven antigua por así decir.
– Esto es cosa del director y ahora no está. Vendrá a última hora de la mañana.
Julia permaneció sentada y hablaba a Rocío mirándola de abajo hacia arriba, lo que la empequeñecía y empobrecía mucho más aún, pero no quería levantarse hasta agotar las últimas posibilidades.
– Póngase en mi lugar, estoy muy angustiada. Me encuentro con lo puesto.
Julia se preguntó si acaso se ponía ella en el lugar de Rocío. ¿Se hacía cargo de lo que costaba soportar a clientes como Julia, que creían que no existía en el universo un problema más grande que el suyo? ¿Qué sabía Julia de la vida de Rocío?
Rocío no estaba dispuesta a ceder. Una cosa era el trabajo y otra los problemas personales.
– Ya le digo, el director vendrá sobre la una y media. Aunque si quiere un consejo, debería denunciar la pérdida en comisaría.
Julia se encontraba muy bien en la mullida silla, era muy agradable, sentía el cuerpo descansado y protegido, y también las mesas, el aire acondicionado, la bombona del agua y los vasos de papel encerado, que ella había contribuido a pagar con su cuenta corriente y los depósitos a largo plazo, le producían paz y seguridad.
– Aquí está guardado mi dinero y no pienso irme sin nada -replicó cargada de razón y con un tono de chillido que se le escapó sin querer, una fuga de la voz que le sonó horrible a la misma Julia y que alarmó seriamente a Rocío, que pensó que debía responderle hablando lentamente y separando las sílabas.
– Por favor, cálmese. Hay decisiones que no está en mi mano tomar, ¿comprende?
A estas alturas, tanto el resto de clientes como los empleados ya estaban al tanto de que por aquella mesa las cosas no iban bien. Rocío intercambió unas miradas con sus compañeros. Volvió a su sitio cuando se acercó a la mesa alguien que acababa de entrar de la calle. Parecía un cliente. Los dos, el cliente y Rocío, permanecieron mudos, de pie, presionando de esta forma a Julia para que se largara de una vez y los dejara en paz.
Julia no se movió, nunca le habían agradado las situaciones tensas, siempre había rehuido las discusiones y los enfrentamientos incluso a riesgo de parecer menos inteligente y sagaz de lo que era, pero aquí se encontraba mejor que fuera. Aquí se sentía protegida del calor y la soledad. En lugar de marcharse se acomodó más en el asiento, como si excavara un hoyo por el que desaparecer.
Rocío se aproximó a ella hasta casi rozarle.
– Tiene que dejarnos trabajar. Precisamente tenemos la responsabilidad de proteger su dinero. Supongamos que viniese alguien haciéndose pasar por usted, no querría que le dejásemos tocar su cuenta, ¿verdad?
Julia cruzó las piernas con fuerza.
– No me hable como si fuera idiota. Seguro que hay una forma de saber quién soy.
Esperaba en vano que el otro cliente se solidarizara con ella. Tenía aspecto de estar forrado de pasta y de mantener una relación bastante familiar con la sucursal según se desprendía del gesto que le hizo a Rocío para despedirse, limitándose a decir que volvería luego.
Rocío por fin se sentó. Se reanudaban las conversaciones. Julia se puso de espaldas a la bombona de agua, tenía mucha, mucha sed. E inesperadamente Rocío le sonrió. Su sonrisa daba por concluida una fase de las negociaciones y abría otra. Era como estar en el bar del hotel pero con los papeles cambiados, ahora Julia era el cliente.
– Voy a llamar al director para que hable personalmente con él -dijo levantando el teléfono que había sobre la mesa.
Julia accedió y cogió el teléfono que Rocío le tendía. La voz del director ofrecía credibilidad, autoridad, confianza y además daba la impresión de que la conocía, de que por lo menos sabía cómo era físicamente. Por su constante trato con la gente Julia tenía la experiencia de que eso es algo que se desprende del tono y de la forma de dirigirse a uno.
Cuando le contó lo que le ocurría, él se lo tomó con bastante naturalidad.
– No se preocupe lo más mínimo -le dijo-. En cuanto llegue al filo de las dos lo arreglamos. Estaría bueno.
Le costó trabajo despegarse de la silla, igual que si una mano la atrajese hacia abajo. Dudaba de si no estaría cediendo una vez más para aliviar la situación. Rocío la animaba con la sonrisa que tan buen resultado le estaba dando. Cuando por fin se liberó de la tapicería gris y los brazos de plástico duro, se fue derecha a la bombona de agua, cogió uno de los vasos de papel encerado y bebió repetidas veces hasta que no pudo más. Pero temiéndose que no fuese bastante, llenó otros dos vasos y salió. Haciendo equilibrios con ellos sacó las llaves de la taquilla y se las metió en el bolsillo. Notaba cómo Rocío detrás de las persianas de la entidad hacía como que no la observaba.
Fuera el resplandor le dio en toda la cara y echó de menos las gafas de sol. Negras, grandes, de patilla ancha, le quedaban muy bien y siempre las llevaba encima. Por lo que ahora, mientras esperaba en el semáforo, tuvo que entrecerrar los ojos.
El agua de los vasos empezaba a perder frescor. Y de pronto pasó algo sorprendente. Le hizo reaccionar y despejarse completamente el llanto de Tito. Duró varios segundos y se cortó. Miró alrededor, aunque de sobra sabía que el llanto no había partido de ningún lugar fuera de ella. Tampoco lo había escuchado sólo en el interior de su cabeza como cuando se sueña. El llanto de su hijo había sido claro y puro, un destello aislado del resto de ruidos de la calle. Lo había escuchado dentro y fuera de su cerebro y al mismo tiempo ni fuera ni dentro, sino en otro lugar que no se pudiera ver, pero que estuviera aquí, junto a ella.
Félix
Desde el capazo Tito gruñó e inmediatamente, como era de temer, arrancó con un llanto tan potente que podría haber roto todos los cristales del hospital y que, sin embargo, no logró despertar a Julia, aunque sí que cambiase de expresión, o mejor dicho, que se le formara un ligero y casi imperceptible gesto de perplejidad, como si hubiese reconocido el llanto de su hijo y se preguntara qué le ocurría. Puede que Tito tuviese frío. Así que quitó la funda de una almohada y le cubrió con ella y al ponerle el chupete poco a poco fue calmándose. Luego tiró de la fina colcha de algodón blanco con letras azules del hospital de la cama de al lado y se la puso a Julia encima de la otra. No sabía hasta qué punto era conveniente moverla puesto que ni siquiera le habían hecho el TAC, por lo que se limitó a descubrirle un pie como a ella le gustaba.
Por su parte trató de acomodarse en el sillón, estiró las piernas y cerró los ojos. No tenía más remedio que descansar y reponer fuerzas. No sabía lo que le esperaba mañana. Trataría de no pensar y no dejarse arrastrar por la oscuridad de la habitación y la noche. Sólo tendría que haber dicho, voy yo por la leche, quédate con el niño, y todo continuaría igual que antes, pero Julia salió disparada y casi no le dio tiempo de reaccionar. O bien, podría haber repasado el equipaje al llegar del trabajo para que no se olvidara algo tan importante, y entonces todo continuaría igual. La idea de que ahora podrían estar durmiendo tan tranquilamente en el apartamento le desesperaba.
Si estuvieran durmiendo en el apartamento no se les habría ocurrido pensar lo difícil que es que todo transcurra como uno tiene planeado, aunque lo que se planee sea algo sencillo. Empezaba a darle la impresión de que el azar o lo que sea que hace que el mundo funcione no distingue entre fácil o difícil. Apretó los párpados para que el sueño acudiera antes y luego rezó las pocas oraciones que se sabía varias veces porque aunque no era creyente tenía comprobado que rezar tranquilizaba y adormecía. Sin embargo, hoy el resultado se hacía esperar y el labio se le movía con un tic nervioso, así que se levantó, fue a la otra cama y se tendió junto al capazo con un enorme sentimiento de culpa por querer estar cómodo y por querer dormir y por sentir que el trance por el que estaba pasando Julia perturbaba su vida.
Aunque la entrada a la habitación hacía un quiebro que evitaba que desde fuera se vieran las camas y que llegaran la luz del pasillo y los ruidos, permanecía inalterable un sostenido mar de fondo de pisadas, suspiros y palabras sueltas. Y una pequeña claridad caía en la oscuridad como una gota de leche en el café. Aun así Félix logró hundirse en un estado que no sabría explicar, en que vio a Julia levantarse de la cama, vestirse con la ropa que llevaba cuando salió del apartamento y cruzar el cuarto buscando algo. El caso era que Félix tenía los ojos abiertos y la veía perfectamente como también veía con claridad las franjas azules de la sábana, pero no podía moverse ni hablar. Se notaba paralizado, angustiosamente paralizado, y trataba de respirar lo más fuerte posible para llamar la atención de Julia y que lo sacudiese y le ayudara a recobrar la movilidad y levantarse y hablar. ¿Se estaría muriendo sin que nadie se diese cuenta? Hacía esfuerzos desesperados por mover la cabeza y revivir y con cada esfuerzo se desanimaba más y más. Menos mal que de pronto, cuando ya se daba por perdido, una luz fuerte y ruidosa le ayudó a salir de sí mismo y pudo abrir los ojos de verdad.
¿Estaría Julia haciendo estos titánicos esfuerzos para volver a la vida? Tal vez nacer resultase la peor de las pesadillas y por eso la memoria había optado por eliminarla.
La enfermera no podía sospechar el infierno del que acababa de sacar a Félix al encender la luz.
Miró con recriminación la cama. Dejó claro que no le parecía bien que un no enfermo se tumbara en una cama del hospital. Félix se iba a disculpar, pero le pareció pueril que le preocupara lo que pudiese pensar esta enfermera mientras su mujer permanecía inconsciente, quizá grave. Miró el reloj. Eran las siete y Tito iba a empezar a llorar de un momento a otro. La enfermera le cambió hábilmente el gotero a Julia y le administró una inyección en una cánula que le habían puesto en el brazo.
– Tengo que bajar a la cafetería para hacerle un biberón al niño -dijo Félix resumiendo en esta frase un sinfín de problemas y matices.
– Tiene tiempo, hasta las nueve no empiezan a pasar los médicos. Ahora voy a darle agua y un poco de alimento. Vamos a ver, ¿qué le gusta comer a… -consultó el parte- a Julia? ¿Cuáles son sus platos preferidos?
Félix, que no solía tener ningún problema para entender las frases más incoherentes, los titubeos y cualquier intento de dar gato por liebre, de resultar más brillante o ingenuo de lo que se era, ahora se había desconcertado.
– ¿Le gustan el chocolate, la leche, el marisco? -añadió ella mientras levantaba unos grados la cama.
Julia no era alguien que pensara en la comida, y los que no piensan en la comida comen lo necesario, por eso quizá estaba tan delgada. De todos modos, no le hacía ascos a una buena cerveza helada, a un batido de fresa, a unas sardinas asadas o a un pastel de chocolate.
– Le gusta todo, menos los plátanos. De todos modos no creo que eso importe ahora mucho -contestó Félix bordeándola con Tito en brazos.
– Todo importa -oyó a su espalda mientras salía al pasillo.
La luz eléctrica se mezclaba con la natural procedente de alguna cristalera y acentuaba el cansancio de los rostros del personal que estaba a punto de terminar el turno. La gente con la que se cruzó en el ascensor no sabía que en la 407 su mujer dormía profundamente sin saber dónde se encontraba, ni cómo, ni quién cuidaba su cuerpo. Ni mucho menos el alma. Que Félix recordara nunca le había dado por pensar demasiado en este asunto del alma porque el alma no se veía, ni se palpaba, ni se olía, ni se oía, ni tampoco tenía sabor, no se podía analizar en un laboratorio, así que del alma se podía pensar y decir lo que se quisiera porque nunca se iba a poder contrastar con la realidad. Decir alma era decir todo y en el fondo no decir nada. Y aun así el alma debía de ser lo mejor que tenía una persona. ¿Seguiría intacta y sana el alma de Julia? Se supone que el alma al ser invisible podría haberse mantenido a salvo. La pregunta era dónde. Probablemente en sus pensamientos si es que seguía pensando.
Y si seguía pensando estos pensamientos serían los sueños. Su alma se comunicaría con ella a través de los sueños. Pero puede que algo de su alma también hubiese quedado en el propio Félix, o que las almas se comuniquen entre sí en un código tan oculto como ellas. Porque en honor a la verdad Félix jamás había sentido su propia alma, ni nada le había hecho pensar que la tuviera.
La cafetería daba a un jardín con grava, plantas de la zona y un conjunto de tres palmeras en el centro. En el ambiente flotaba un vago olor a detergente, que desde luego no había sido usado para limpiar los restos de aliento y huellas de dedos impresionados en las cristaleras.
Tito tenía los ojos abiertos e inquietos. Hizo ruidos como si quisiera arrancar a hablar y al no poder no tuviera más remedio que llorar. Félix le puso el chupete y cogió el biberón y la leche de la bolsa de osos. Compró una botella de litro y medio de agua de mineralización baja y le pidió a un camarero nada servicial que le calentara un poco. A continuación le pidió un café con leche y una ensaimada. Se fue tomando el café mientras le daba el biberón a Tito, pero no le apetecía tocar la ensaimada. Le repugnaba tener hambre, ¿tendría hambre Julia? Se fijó en el camarero. Por muy hosco que fuese no resistiría que le pegasen un golpe fuerte en la cabeza. Si no llegaba a morir del golpe, al menos sangraría o se quedaría inconsciente como Julia. Nadie está hecho de piedra o de hierro por duro que parezca, nadie tiene la coraza de las tortugas. A la mínima nos matan o nos matamos o tenemos que estar en un hospital como éste.
Un rayo de sol salía del jardín y atravesaba el cristal y se estrellaba contra la mesa. Tras tomarse el biberón, Tito empezó a llorar, tendría gases. Y al camarero no pareció hacerle mucha gracia que comenzara tan temprano el jaleo. Así que Félix salió con él en brazos al vestíbulo y paseó arriba y abajo percatándose, por pura manía de fijarse en todo, de lo que tardaban los ascensores en subir y bajar. Fue entonces cuando un paciente en pijama y bata se acercó al niño.
– Chiquitín -dijo, levantando un dedo amarillento, que Félix no deseaba que cayera sobre la cabeza de su hijo.
– Voy a cambiarle -dijo Félix emprendiendo el camino de vuelta a la cafetería.
Pero al llegar a la mesa se dio cuenta de que el paciente le había seguido. Le preguntó a Félix si le importaba que se sentara allí y le pidió al camarero hosco o taciturno, según se mirase, un café con leche y churros. La mano le salía escuálida y algo temblorosa de la manga azul claro ribeteada de azul oscuro.
– Estamos en el mismo pasillo -dijo el paciente-. Le he visto al pasar.
Félix se limitó a mirarle. De pronto la imagen de Julia en la cama le angustiaba, porque Julia, ocurriera lo que ocurriera aquí y en el mundo entero, continuaba en la cama de la 407 y podría haber terremotos, maremotos y cualquier tipo de catástrofe y ella no se enteraría de nada. Tito se puso rojo y empezó a apestar, por tanto había que subir para lavarle bien en el baño. Mientras Félix guardaba el biberón en la bolsa de osos, aquel hombre le observaba hacer.
– ¿Es su mujer la que está…?
Félix asintió. Le pidió otro café al camarero y la cuenta.
– Yo he tenido cuatro infartos y he estado inconsciente varias veces y ahora aquí me tiene, desayunando. ¡Cuánta vida! -exclamó contemplando a Tito-. Mis hijos ya son hombres, son mayores que usted.
– Mi mujer es buena conductora, sobre todo es prudente. Así que no sé qué pudo ocurrir para que se diera con un árbol. Anoche salió a buscar una farmacia y ya no volvió -dijo lamentando que cada una de estas palabras fuera completamente inútil.
Tampoco aquel hombre podía decir nada, no podía decir que no se preocupara, ni que todo volvería a ser como antes, sólo podía ponerse a sí mismo como ejemplo viviente de que las cosas se arreglan.
– Cuando quiera hablar conmigo, estaré unos días más en la 403 -dijo, y dejó caer la mano transparente en la cabeza de Tito.
Dijo que se llamaba Abel. Abel a secas. Y, aunque Félix no estaba para trámites sociales, no tuvo más remedio que darle su nombre.
Ahora, durante el camino de vuelta, Félix sabía a lo que iba, lo que le esperaba al final cuando sortease el pequeño vestíbulo de entrada a la habitación. Oyó resonar sus propios pasos por el pasillo, de la misma forma en que a veces se oye el propio corazón mientras se está tumbado en la cama y la cama casi tiembla con los latidos. Sabía que el milagro no se había producido. Siempre se llama milagro no tanto a que ocurra lo imposible sino a que se cumpla el deseo, porque que se cumpla un deseo es bastante difícil.
Las horas fueron transcurriendo con altibajos. Al principio se llevaron a Julia para hacerle el TAC, y luego al cabo de dos horas llegó un doctor con el resultado. Primero se oyeron unos pasos cortos y rápidos y a continuación entró él. Era el doctor Romano, de unos sesenta y cinco años. Su recortada barba blanca y la voz grave y cuidada le daban una gran credibilidad. Era, por decirlo de alguna manera, la voz de la experiencia, que se limitó a decir que el resultado era el esperado y que tendrían que tener paciencia porque podría despertar en unos días o… en unos meses, en cualquier momento, no se podía precisar.
– Pero ¿cómo se llama lo que tiene? -preguntó Félix tratando de controlar su ansiedad.
Parecía un coma, aunque aún era pronto para determinar qué categoría de coma. Era mejor decir que estaba sumida en un profundo sueño.
Félix preguntó qué podía hacer él. Y el doctor se le quedó mirando bajo sus cejas, que también empezaban a blanquear.
– Cuantos más estímulos reciba del exterior, mejor. Será bueno tocarla, darle masajes suaves, hablarle. Pero tampoco querría infundirle falsas esperanzas, nuestra comprensión de las relaciones entre los procesos operados en el cerebro y la vivencia o pensamiento consciente resulta todavía muy pobre. De momento no tenemos más remedio que esperar, observar su evolución y confiar en que el propio cerebro se autorrepare y encuentre la forma de superar esta situación. Personalmente quiero confiar en que los cien mil millones de neuronas de Julia no se quedarán de brazos cruzados. Sabemos que el cerebro continúa activo durante el sueño. Y si Julia logra soñar todo ese engranaje, que hace que ella sea quien es, necesitará encontrar motivaciones para seguir funcionando, por lo que no es imposible que pudiera también encontrar alguna para despertar.
Aunque sabía que en cuanto el doctor se marchara se le ocurrirían mil cosas que preguntarle, ahora la presencia de Julia convertía en inútil cualquier respuesta y cualquier explicación que no sirviera para hacerle hablar y moverse. En este momento, él, que estaba acostumbrado a no perder de vista lo importante, sólo fue capaz de pensar que la refrigeración se había estropeado y que apenas salía algo de aire por las rejillas.
Todo el mundo, pacientes, médicos y familiares, sudaba, así que un operario tuvo que ir abriendo las ventanas herméticamente cerradas con un destornillador de estrella. Del pasillo llegaba el olor de los ramos de flores que habían sacado de alguna habitación y que habían alineado junto a la pared. Por una parte resultaba bonito, pero por otra era un intento imposible de endulzar la realidad. Félix le retiró la colcha a Julia y le bajó la sábana hasta la cintura. Tenía las mejillas sonrosadas como si hubiese estado corriendo por la playa. Se la quedó mirando, no estaba seguro de si todas las veces que le había parecido la mujer más guapa del mundo se lo había dicho o sólo lo había pensado. Bajo los párpados, los ojos se le movían de un lado a otro con rapidez igual que si se hubiera despertado dentro del sueño y estuviera en pleno trabajo llevando y trayendo bebidas en la cafetería del hotel.
La verdad era que ni el doctor Romano ni nadie podía saber qué ocurría en esta mente dormida y, de soñar, el grado de confusión de los sueños. Tampoco se podía asegurar que llegase a detectar las señales de fuera como caricias o determinadas frases con un significado especial para ella. Ni era esperable que al despertar fuese a recordar algo, y en caso de recordarlo, sería un recuerdo muy vago. A veces en la prensa era noticia el sorprendente caso de alguien que de pronto despertaba a los diez años o más de estar inconsciente y entonces era de suponer que esa persona acababa de abandonar un largo sueño en que había vivido una vida todos esos años, porque en ese tiempo su mente seguiría funcionando de alguna manera, tendría sensaciones y mientras las tenía esa persona no sabía que estaba soñando y que todo lo que estaba viviendo era irreal y que al despertar se desvanecería en su mayor parte. Pero ¿qué sabía nadie lo que ocurría detrás de la frente? El doctor dijo que había que procurar no convertir los intentos y buenas intenciones en ilusiones.
El sol avanzaba dentro de la habitación volviendo dorados el suelo, el techo, el armario metálico, una silla, media cama, parte del capazo de Tito. La onda expansiva también capturó al doctor Romano tiñendo ligeramente de rubio su pelo blanco. Lo tendría así desde los treinta años y por eso estaba absolutamente acostumbrado a él y no había sentido la tentación de cambiar el color. Pero donde el sol parecía cebarse de verdad era en la cara de Julia, por lo que Félix fue hasta la persiana para bajarla, pero el doctor lo detuvo con su extraordinaria voz.
– No, deje que sienta el calor del sol.
Y a Félix le pareció -puede que por ser lo que más deseaba en el mundo- que a Julia la frente se le relajaba y que casi sonreía.
– Le está gustando el sol -dijo Félix sin poder contener la emoción.
El doctor no dijo nada, parecía que ya tenía la cabeza en otro caso tal vez más terrible que el de Julia.
– Lo siento -dijo-, tengo que irme.
Le tendió la mano a Félix y Félix se sorprendió de lo pequeña que era, lo que seguramente sería una ventaja para operar. Manos pequeñas, delgadas y ágiles. Durante la conversación, no había parado de meterlas en los bolsillos de la bata moviéndolas como dos animalillos inquietos.
– No se desanime, tenga paciencia. Mañana pasaré de nuevo y para cualquier cambio que considere importante estoy en mi consulta.
Nada más salir volvió a entrar invirtiendo en ello una gran cantidad de pasos cortos y rápidos.
– Procure que su hijo cambie de aires.
Julia
Hasta la hora de volver al banco, ya tenía marcado un objetivo: ir a la playa de Poniente en busca de otro complejo Adelfas. Podría hacer tiempo en el mercadillo, porque en cuanto a las dos del mediodía hablase con el director de la sucursal y dispusiese de un móvil y la gasolina que quisiera para el coche todo resultaría más fácil, entonces podría recorrer el resto de complejos, tal como le habían sugerido en la comisaría, de un modo menos trabajoso. Y quizá lo habría esperado de no haber escuchado el extraño llanto de Tito. El querido llanto de Tito la empujaba a no detener la búsqueda. Mientras tuviese fuerzas debía intentarlo todo en cada minuto, absolutamente todo.
Tardó en llegar andando a Poniente más de media hora y a los cinco minutos de marcha ya se había bebido los dos pequeños vasos de agua. Las Adelfas II caía escalonadamente sobre la arena. Era muy grande y nuevo o por lo menos desde lejos lo parecía. Antes de llegar entró en el lavabo de uno de los restaurantes que extendían sus terrazas sombreadas por toldos casi hasta la orilla del mar. Los manteles verdes estaban sujetos a las mesas por pasadores metálicos para evitar que se los llevase el viento. Había bandera roja y las olas llegaban cargadas de espuma. El ambiente resultaba atronador.
Por fortuna, el baño aún estaba limpio y pudo sentarse tranquilamente en la taza. Este momento de recogimiento la reconfortó, como si dentro de su soledad aún se pudiera aislar un poco más. El esfuerzo que tuvo que hacer para descargar todo lo que tenía dentro la revitalizó y la despejó. Se lavó las manos, la cara y puso la boca bajo el chorro del grifo, pero no se tragó el agua porque sabía ligeramente salada. El típico problema de los pueblos turísticos de la zona, por eso Félix y ella habían comprado una garrafa de agua mineral por el camino, para no tener que salir corriendo a buscarla al llegar. Y mira por dónde se les había olvidado la leche. Le tranquilizó pensar que por lo menos durante la noche Tito no habría pasado sed. Y ahora ya todo eso sería historia, el abastecimiento estaría solucionado.
Se sentía mejor, incomparablemente mejor que hacía un rato. Fue hasta Las Adelfas II por un estrecho paseo que separaba los edificios de la arena. Caminaba con paso rápido. A su derecha se sucedían torres de apartamentos, hoteles, pizzerías, hamburgueserías, marisquerías y heladerías con cucuruchos gigantes de plástico adornando la puerta. El complejo según se acercaba se iba haciendo inabarcable a la vista. Buscó una calle por las inmediaciones semejante a la del verdadero Adelfas en que aparcaron el coche al llegar la noche anterior. Podría ser una situada en la parte posterior. Se detuvo en ella y se la imaginó de noche. Recordó que olía a azahar y a madreselva y a todas esas plantas mediterráneas que se mezclan como si alguien hubiese abierto un gran tarro de pomada, igual que ahora.
Pero, para no engañarse, ese olor estaba en todas partes. Buscó el sitio, a unos metros de la puerta de entrada, en que podrían haber aparcado. Aunque, a decir verdad, se sentía confusa porque había varias entradas y porque la memoria ya estaba contaminada con la visita hecha a Las Dunas esta misma mañana. Puede que sin darse cuenta lo que tenía en la cabeza fuese ese conjunto de apartamentos y no el verdadero. Lo cierto era que cada paso que daba la iba alejando más y más de los detalles que captó la noche anterior y los que percibió al subir al coche para marcharse a comprar la leche. Ahora se daba cuenta de que en general se fijaba mucho menos en las cosas de lo que creía, la realidad era que se fijaba muy poco. Si en este momento cerrase los ojos, no sabría cómo era de larga la calle, ni el color exacto de la verja de entrada. ¿Azul? No, no era azul, era gris tirando a negro.
La verja estaba abierta. Alguien, harto de tener que usar la llave, la había encajado para que no se cerrase del todo. Sería muy molesto tener que ir a bañarse con dinero, llaves y móvil. Félix en cuanto aterrizaba en la playa no soportaba esas pequeñas servidumbres. Salía a la playa únicamente con el bañador. No quería toalla, ni gafas de sol, nada de lo que tuviera que estar pendiente. Ahora en cambio debería tener mucho cuidado con no olvidarse los biberones, los pañales, con ponerle a Tito la gorra y siempre una camiseta aunque estuviese en la sombra. Debía evitar pensar en Tito de esta manera porque la debilitaba. Estaba con su padre y estaba a salvo, eso era lo importante.
Félix era más fuerte de carácter que ella. Puede que al dedicarse a resolver los casos de fraude de la aseguradora estuviera familiarizado con la otra cara de la gente, la que no se enseña y que de este modo hubiera aprendido a no dejarse arrastrar por las emociones. Aunque también podría ser que por su carácter hubiese acabado en este oficio. Desde que se conocieron hacía dos años Julia dedujo que era muy bueno en su trabajo. Era abogado y enseguida comenzó a especializarse en los casos dudosos y turbios. Por lo visto la empresa se ahorraba mucho dinero con él y la seguridad había aumentado de manera ostensible. Precisamente Julia y él se conocieron cuando fue al hotel en que ella trabajaba a investigar el robo de la diadema de la novia.
Entró y comenzó a pisar grava. ¿Había grava en el Adelfas verdadero? Hizo un esfuerzo para recordar, pero el detalle de la grava había desaparecido en las arenas movedizas de la mente. Estaba llegando a la conclusión de que no había nada tan poco fiable como la mente. No había nada tan poco fiable como una persona, como unos ojos, unos oídos y una boca. En Las Dunas por la mañana había caminado sobre una línea de piedra caliza rosa igual que ésta, aunque también creía haber visto grava en torno a los arbustos y las plantas. Se podría pensar que la ornamentación de las áreas comunes de este tipo de zonas residenciales constaba de los mismos elementos, y que sólo cambiaba la distribución. Félix sabría inmediatamente qué detalles debería o no desechar, pero ella no tenía ni idea. Todo le parecía importante e inútil al mismo tiempo.
Se internó por un pasadizo para llegar a la piscina. Tenía el vago recuerdo de que la piscina en el Adelfas verdadero la había presentido más que visto. Ahora los niños jugaban felices en un agua de un azul tan intenso que se podía masticar mientras sus madres tomaban el sol. ¿En qué estarían pensando las madres? ¿En qué pensaría ella si estuviese aquí tumbada al sol con Tito a su lado? Y ¿en qué estaría pensando ahora su propia madre?
Su madre, su madre. ¿Para qué llamarla? El capital que llevaba en el bolsillo mermaría por lo menos en dos euros, y su madre no podría hacer nada desde su casa alejada del aeropuerto, de las estaciones de tren y de autobuses, alejada del mundo en las afueras de Madrid, además no lo entendería, tendría que explicarle una y otra vez que no sabía por qué no era capaz de encontrar el apartamento. Levantó los ojos a un azul más profundo que el de la piscina. El color azul conseguía que este mundo pareciera placentero y completamente irreal, una fantasía. Si alarmaba a su madre, saldría corriendo en su ayuda y podría caerse y romperse un hueso y entonces Julia tendría que cuidar de ella y no podría dedicarse en cuerpo y alma a buscar a Félix y Tito. Si lo pensaba bien, se recordaba estando siempre muy preocupada por su madre porque su madre era muy sensible y cualquier mala contestación o desaire o una mirada desabrida podían amargarle el día.
Como era mucho mayor que el resto de madres, en el colegio solían preguntarle si era su abuela o si ella era adoptada, lo que naturalmente nunca se había atrevido a preguntarle a su vez a su madre. Para sus adentros la pequeña Julia consideraba que su madre era especial, no sólo porque fuera distinta, sino porque tenía en su poder el anillo luminoso.
Era lo único de auténtico valor que poseían y ni en los momentos de mayor apuro económico a su madre se le pasó por la cabeza venderlo, por la sencilla razón de que se lo regaló su marido, el padre de Julia, antes de morir y sin él se sentía verdaderamente sin nada. Julia lo llamaba luminoso porque su gran piedra amarillenta brillaba un poco en la oscuridad y deslumbraba a la luz del sol. La piedra iba engarzada en una pieza maciza de oro que simulaba a los lados los picos de las coronas y que nada más había visto en los cuadros de ambientación medieval. A Julia le encantaba ponérselo con un pañuelo de seda blanco y negro de su madre, que como tenía los dedos más anchos que los suyos se lo debía ajustar con algodón incluso a día de hoy.
Hizo el recorrido hacia el apartamento que en cierta manera tenía grabado en alguna parte de la memoria. Subió los escalones que tenía que subir como si estuviera siguiendo los pasos de una vida anterior y cuando llegó el momento de pararse ante una puerta se paró y llamó. Entonces oyó una voz de hombre.
– ¡Voy! -dijo la voz con toda claridad.
Era la de Félix, estaba segura. Por fin había llegado, los brazos y las piernas se le aflojaron, igual que si hubiera corrido diez kilómetros sin parar. Oyó unas profundas pisadas aproximándose dentro del apartamento.
Cuando conoció a Félix mientras trabajaba en el robo de la diadema de la novia, no le pareció nada del otro mundo, ni siquiera daba la impresión de que su trabajo tuviera un interés especial. Para estar investigando, no hacía preguntas astutas, ni tomaba notas, ni tenía la mirada penetrante que se le supone a alguien que se dedica a descubrir la verdad entre mentiras y malas artes. Más bien las gafas arrinconaban la mirada a un segundo o tercer plano. Además, los ojos tenían el poco brillo de estar siempre encerrados. Y por eso lo que mejor se recordaba de él era la voz, suave y joven. Una voz que daba la impresión de haberse quedado estancada en los veinte años. No era guapo ni lo pretendía y era evidente que otro en su lugar se habría sacado más partido.
Pero lo que más aprendió a apreciar de él era su enorme capacidad de comprensión. Comprendía todas las situaciones, todos los puntos de vista, por qué alguien robaba o mataba. Tenía ese don, lo que no quiere decir que justificara nada, sino que al comprender las acciones humanas no se asustaba ni se asombraba y no se dejaba llevar por los nervios. Para Julia ese carácter le vendría de su padre o de su madre. Hasta que los conoció, claro, y descubrió que su padre y él no se parecían en nada en absoluto.
Su padre era un hombre anormalmente iracundo, que se ponía rojo y saltaba por nada. Daba la impresión de tener el sistema nervioso tan irritable que a la mínima podría echar chispas de todos los colores. Era más bajo que Félix y enjuto por tanto desgaste nervioso, con los ojos pequeños y rápidos, sagaces. A veces era simpático, pero algo le avisaba a uno de que no debía bajar la guardia porque al minuto siguiente podría cambiar.
Vivían en Toledo y eran propietarios de un taller de coches, bastante grande especializado en la marca Renault, con diez operarios y dos o tres empleados en la oficina. Julia y Félix llegaron allí un mediodía y ni siquiera se quedaron a dormir. Félix estaba deseando marcharse. Comieron todos juntos unos manjares que a la madre de Félix le habría llevado varios días preparar y por la tarde fueron a visitar el taller, que había sido el negocio del que había vivido la familia desde que Félix nació. En el fondo la más sorprendente era la madre de Félix. Una señora gruesa y saludable que no hacía ningún caso de los altibajos de su marido y sobre todo no la acobardaban. Varias veces en el transcurso de unas pocas horas se pegaron unas cuantas voces y se insultaron. Félix los miraba como debía de haberlos mirado millones de veces a lo largo de su vida, impotente, resignado y decepcionado porque sabía que nunca entrarían en razón y porque era imposible que fueran como él habría querido.
De poder elegir, él habría preferido que su padre fuese Iván, el encargado del taller. Un hombre de aspecto sensato y tranquilo, que incomprensiblemente llevaba treinta años trabajando con el padre de Félix, lo que hacía pensar que el padre de Félix no era tan peligroso como parecía. Félix e Iván se dieron un abrazo muy afectuoso y luego estuvieron charlando un rato de motores de una forma en que nunca hablaría Félix con su padre. Cuando Julia y Félix se subieron al coche para marcharse, él suspiró aliviado y durante el viaje le habló del viejo Iván como Félix llamaba a Iván de un modo en que jamás le oiría hablar de su padre.
Julia volvió a verlos brevemente y por última vez el día de la boda. Parecían fuera de lugar, apagados, callados y observando lo que ocurría como si se encontraran a varios kilómetros de allí.
Los pasos del otro lado de la puerta llegaron a su destino, y abrió una chica de unos dieciocho años, alta y corpulenta. Debía de pesar sus buenos ochenta kilos. Era muy rubia y muy blanca. Un tipo de mujer que gustaba en los tiempos de Rubens y que ahora en ese sentido estaba fuera de juego. Llevaba pantalón corto y la parte de arriba del bikini. Se quedó mirando a Julia directamente a los ojos. Se leía en ellos que era una chica difícil, por lo que Julia trató de trasmitirle la idea de que la vida en general era difícil, pero que aún no se hacía una idea de hasta qué punto. No parecieron entenderse.
– Perdona, creo que me he equivocado de piso.
La chica sin molestarse en hablar cerró la puerta tras ella. Apareció un balón en sus manos. Seguramente sería buena en deportes, en esto las muñecas no podrían competir con ella. Pero antes de que pudiera adelantarla escaleras abajo, saltando los escalones de cinco en cinco, Julia le dio el alto.
– Disculpa, quiero preguntarte algo muy, muy importante.
La chica se apoyó en la pared con un golpe seco y se abrazó al balón.
– ¿Has visto a un hombre de cuarenta años con un niño de seis meses? Se trata de mi marido y mi hijo y los estoy buscando.
A la chica esto le hizo gracia. Enseñó dos dientes delanteros bastante separados entre sí.
– ¿Los estás buscando? ¿Es que los has perdido?
Julia asintió con la cabeza. También se apoyó en la pared de enfrente.
– Anoche llegamos de viaje a estos apartamentos o a otros como éstos, pero se nos había olvidado la leche del niño y fui a comprarla a una farmacia por los alrededores del pueblo. A la vuelta no fui capaz de encontrar el apartamento y así estoy desde entonces.
– Vaya tonta -dijo la chica con toda razón.
Julia tenía ganas de llorar.
– Es ridículo, ¿verdad? Dicen que hay por lo menos cinco complejos Adelfas y no sé en cuál los dejé.
La chica pareció compadecerse un poco.
– He visto a varios hombres de cuarenta años con niños así. Este sitio es un zoo.
Julia la miró suplicante. Cada vez tenía más ganas de llorar. Tanto tiempo sola yendo de acá para allá y ahora estaba a punto de desmoronarse delante de esta criatura, como si la angustia o la impotencia siempre necesitaran testigos para salir afuera.
– ¿Podrías dejarme el móvil? El mío me lo han robado.
La chica se pasó las manos por los costados del pantalón para demostrar que no mentía.
– Nunca lo llevo cuando voy a jugar al voleibol.
Una vez abajo la chica echó a correr con sus potentes pisadas, y Julia permaneció un instante parada preguntándose de dónde había salido la voz de Félix. Sería una alucinación, deseaba tanto oírla que la había imaginado, no se le ocurría otra explicación, aunque siguiera sin entender nada.
Fue hasta la piscina central y abrió una ducha. Se refrescó los brazos y la cara con la boca abierta. Las gotas de agua entraban en la boca como si fuera lluvia, una lluvia algo áspera, pero fresca. Luego metió toda la cabeza debajo de la ducha. Las gotas que le caían del pelo le mojaron la camisa. Creía que estaba llorando. No quería, pero no lo podía remediar como si estuviera escrito en el libro de la vida que en Las Adelfas II al final debía llorar. Se metió por completo bajo la ducha. Cerró los ojos y los abrió cuando la ducha se cerró automáticamente.
Toda la gente de dentro y fuera del agua la miraba. Dejaron de nadar, de leer y de pensar en sus cosas para mirarla. Las zapatillas le chorreaban y le pesaban. Maullaron al pisar el césped. Vaya loca. Sentía una enorme vergüenza de cómo la observaban. Por lo menos había dos niños igual que Tito y dos madres igual que ella en el borde de la piscina. Los padres podían parecerse a Félix antes de verlos de cerca.
Fuera la gente pasaba cansinamente con toallas al hombro camino de la playa. No se podía mirar hacia ningún lado sin encontrarse con espectaculares rayos de sol. Caían sobre los hombros y se clavaban en los ojos. Sentía los pies completamente cocidos dentro de las Adidas. Después de esto y tras cinco años de servicio tendría que tirarlas y empezar con las rozaduras de otras nuevas. Julia tenía la piel muy sensible, sólo soportaba las fibras naturales, algodón, lino, pura lana virgen, y de metales, el oro, aunque no abusaba de él porque le resultaba demasiado llamativo.
Anduvo hasta la mitad de la arena por unas tablillas de madera extendidas hasta allí. En la orilla se quitó las zapatillas y hundió los pies en el agua. Era tan agradable que se daría un baño si no fuese porque debía llegar a tiempo al banco. Sacó las plantillas de las zapatillas y las estrujó con la mano. La chica de Rubens estaba jugando al voleibol. Una de las compañeras la llamó por su nombre, Rosana.
Rosana, Rosana, ¿de dónde venía ese nombre? ¿Por qué sabía que se llamaba Rosana Cortés? Tenía el pelo rubio y lacio y los hombros rojos, y de pronto, como atendiendo a una orden, se volvió hacia Julia, también parecía preguntarse dónde la había visto antes. A Julia le caía bien. Las dos, cada una a su modo, tenían que luchar contra la corriente. Se saludaron con las manos, las levantaron espontáneamente, puede que la chica un instante antes. Con toda seguridad se estaban despidiendo para siempre.
Pasó de nuevo por los manteles verdes, que ahora se movían mucho menos. El peso del sol lo inmovilizaba todo. Caminó por la arena con las zapatillas en la mano y los pantalones remangados hasta el saliente de rocas que dividía la playa y que la obligaba a seguir por el interior. Así que tuvo que volver a calzarse y empezar a andar deprisa. No estaba segura de cuánto tiempo se había entretenido en Las Adelfas II, pero todo indicaba que demasiado. Y no podía caminar más rápido porque no había dormido bien en el coche y le dolía un costado cuando forzaba la marcha y porque tenía sed. En ningún otro momento de su vida había reparado tanto en estas pequeñas y constantes necesidades.
El camino hacia el banco se hacía interminable. Además tenía miedo de perderse otra vez, de que el pueblo con su puerto y sus playas a derecha e izquierda volviera a darse la vuelta. Aunque poco, aún disponía de dinero para comprarse una botella de agua, pero no podía entretenerse, no era el momento de beber. Era mucho mejor llegar a tiempo a la sucursal para disponer de todo el dinero y el agua que quisiera. Un esfuerzo más. Cuando por fin se vio en el puerto, esquivó las redes extendidas al sol. De la lonja sacaban cajas de madera chorreantes. Lo veía todo con los ojos empañados por el calor. Por supuesto no le daría tiempo de echar un vistazo al coche aparcado en la explanada, así que sin intentarlo tiró hacia la calle principal. La recorría bajo las palmeras y gracias a sus sombras soportó este último tramo. Las piernas le flaqueaban y sentía la angustia típica de ir a desvanecerse. Le hacía resistir la idea de la sucursal y su aire acondicionado, empujar la puerta de cristal, dejar el llavero en la taquilla y entrar por fin en el paraíso.
Para asegurarse, preguntó la hora. Gracias a Dios eran las dos menos seis minutos cuando vio ante ella el escaparate con la oferta del fondo de inversiones y las copas de cristal. La miró con reservas porque hacía unas dieciséis horas que desconfiaba de todo. Desde que salió a comprar la leche para Tito los hilos invisibles que la ataban a su vida normal se habían roto y estaba empezando a comprender que la manera de hacer las cosas antes ya no servía.
Una punzada agria le atravesó el estómago. La puerta del banco estaba cerrada. El peor de los presentimientos se había cumplido. ¿Es que no podía salirle algo al derecho? Era para volverse loca. Dentro se movían empleados. Pulsó el timbre. Tal como se temía no le hicieron caso, así es que volvió a llamar con un timbrazo largo y sostenido. Rocío le hizo el gesto de que estaba cerrado sin mostrar ningún síntoma de reconocerla. Julia le enseñó la muñeca donde normalmente llevaba un reloj y como si efectivamente lo llevara se dio un golpe con el dedo. En contestación, Rocío formó un dos romano con los dedos índice y corazón. A las dos cerraban. Julia hizo un gesto negativo con la mano indicando que aún no eran las dos y pronunció la palabra director todo lo remarcada y alto que pudo. Rocío se encogió de hombros y se dio media vuelta con su blusa de seda de hacía cinco temporadas.
Sintió un odio ciego hacia aquella mujer. Por ningún cliente ni compañero de trabajo había llegado Julia a sentir un odio semejante. Permaneció parada, sin saber qué hacer, la sucursal no abría por la tarde. Se había quedado apenas sin dinero, sin agua, y sin objetivo y necesitaba pensar en algo. Se sentó en un banco de piedra del paseo, en el más próximo. Apoyó los codos en las piernas y la cara en las manos sin quitarle ojo a la puerta. ¿Y si los esperase a la salida?, en algún momento tendrían que salir de allí y entonces abordaría al director, al que distinguiría por ser el nuevo del grupo. Había sido tan amable con ella por teléfono que seguramente no sabía que no la habían dejado entrar.
A las tres menos cuarto seguían pasando siluetas entre la cristalería del escaparate, entre las lamas de las persianas y las luces que habían encendido. Fue entonces cuando, quizá porque había dejado que trabajara el subconsciente mientras esperaba alelada verlos salir por la puerta, una sospecha se formó en su mente abrasada por el calor de mediodía: en su anterior visita no había hablado por teléfono con el director de la sucursal, sino con el cliente forrado de pasta que había abandonado antes que ella las oficinas. Ahora lo veía claro. El cliente y Rocío están de pie, lo suficiente para que él se haga cargo de la situación y quiera echar una mano a su amiga Rocío y así garantizarse las máximas atenciones de la sucursal. Por eso mira a Julia fríamente, porque está de parte de los otros. Entonces, para aparentemente no complicar más las cosas, dice que volverá luego y le hace a Rocío un gesto de despedida con la mano.
Julia entrecerró los ojos para centrarse más en este recuerdo, buscando detalles que se hubiesen quedado dentro del recuerdo. Y de hecho algo le llamaba ahora la atención, algo a lo que en aquel momento no le dio importancia: en la palma de la mano con la que él decía adiós a Rocío tenía un móvil, de lo que se podía deducir que no se estaba despidiendo, sino mostrándole el móvil, diciéndole: llámame al móvil que me haré pasar por el director de la sucursal y te despejaré el camino. ¿Cómo no se había dado cuenta? La voz del cliente y la del director eran la misma, no había diferencias entre ellas como para asegurar que eran distintas. Pero sobre todo le ponía en la pista el que la actitud de la hija de puta de Rocío hubiese cambiado nada más salir él por la puerta, ¿qué otras complicidades habrían establecido con las miradas y los sobreentendidos y mil matices que ella no había captado?
La sacó de estas consideraciones el ver a un motorista con dos pizzas en las manos llamando al timbre del banco y a Rocío salir precipitadamente a abrirle. Julia se levantó de un salto dispuesta a correr hacia la puerta, pero enseguida comprendió que era inútil. Actuaron tan deprisa que toda la operación de abrir la puerta, coger las pizzas, pagar y volver a cerrar duró medio minuto. Era evidente que el tiempo estaba de parte de ellos. Cerraron más las lamas de las persianas, querrían comerse las pizzas a gusto, sin testigos molestos, con agua fresca o con cerveza helada, con coca-colas y con el aire acondicionado tan fuerte que algunos llevaban jerséis.
Según estaban las cosas no se atrevía a tocar los ocho euros que le quedaban. Debía reservarlos para llamar por teléfono o para echar gasolina. A estas horas en el mercadillo estarían recogiendo los puestos. Sabía que siempre quedaba alguna naranja por el suelo, una sandía con un golpe, pero al levantarse para dirigirse hacia allí, vio algo más. Detrás del mercadillo flotaban en el aire unas grandes letras en que ponía supermarket. Era la primera vez que se fijaba en ellas. Parecía que las hubiesen puesto allí para crearle un nuevo objetivo hacia el que ir. Un buen supermercado era lo que necesitaba. Un supermercado lleno de cosas era lo único que ahora mismo podía animarla a volver a la carga e intentar atravesar un resplandor tan pesado.
Félix
A mediodía Félix ya había bajado un par de veces a la cafetería con Tito en brazos. Le llenó un biberón de zumo de pera y se tomó otro café. Buscaba cualquier excusa para no tener que ver minuto tras minuto el cuerpo durmiente de Julia. La enfermera de la noche anterior la lavó pasándole con rapidez, pero sin brusquedad, la esponja jabonosa por el cuerpo. La secó con suaves toques de toalla y le cambió aquella tela azul abierta por detrás que llamaban camisón. Se notaba que estaba acostumbrada a manejar con destreza todo tipo de cuerpos, luego le preguntó a Félix si tenía un cepillo para peinarla. Seguramente puso gesto de agobio por el tono tranquilizador que adoptó ella.
– Conviene que traiga una bolsa de aseo con sus cosas. Una esponja más natural que esta del hospital, alguna colonia fresca, las cremas que ella use para el cuerpo y el rostro. Dele ligeros masajes con la crema, refrésquele la cara. Háblele, cuéntele cosas. Tenga en cuenta que aunque no esté viva de la misma forma que nosotros continúa estando viva.
Félix la escuchaba desconsolado y, lo peor de todo, completamente bloqueado, sin poder reaccionar a lo que escuchaba. Sabía que debía preguntar algo, aprovechar la situación para pedir más detalles, pero ahora mismo le resultaba imposible pensar. Sólo se le ocurrió una cosa.
– Necesito marcharme unas horas para organizarlo todo.
Esperaba que esta mujer experimentada y fortalecida por las desgracias ajenas, y quién sabe si no también propias, le dijera que no se preocupara por nada y que se marchara tranquilo, pero no se lo dijo. Dejó la palangana en el pequeño cuarto de baño y la brazada de ropa sucia en un carrito que bloqueaba la entrada a la habitación y que era una señal clara de que en ese momento no se podía entrar.
Alguien la llamó por su nombre, Hortensia, y ella respondió en voz alta que no tenía cuatro manos. Luego se quitó las gafas, que quedaron colgando de una cadenilla sobre el pecho y se marchó. Llevaba el pelo muy corto y tenía el aspecto de ponerse por las mañanas bajo el fuerte chorro de la ducha, secarse con una toalla áspera, vestirse y sin más tonterías salir a convivir con las penas del mundo.
– Hortensia -dijo Félix, llamándola por su nombre, que era lo primero que había que retener de un cliente porque su propio nombre era algo que a todo el mundo le gustaba escuchar-, habrá visto de todo en este hospital. Habrá visto casos como el de mi mujer.
– ¡Ay! -exclamó asintiendo, como quien efectivamente ha visto demasiado-. Algunos encuentran el camino de vuelta y otros, no. Depende de lo que les espere fuera. Y la verdad es que algunos tienen más suerte. La suerte funciona en todas partes.
– ¿Cree que puedo ayudarla?
– Siempre se puede ayudar, lo que ocurre es que la mayoría de las veces no se sabe cómo.
Tuvo que andar hasta la parada de taxis con el sol abriéndole el cráneo. Había decidido dejar el capazo en el hospital y llevar a Tito en brazos y colgarse la bolsa de los osos al hombro. Luego se dio cuenta de que no había sido buena idea. Los dos sudaban a chorros. La mano libre pendía sobre la pequeña cabeza de su hijo a modo de sombrilla porque entre las muchas cosas terribles que le podrían ocurrir a un niño una era la deshidratación. Llevaba la última imagen de Julia tendida en la cama como si se la hubiesen implantado en el cerebro. Aunque pensara en otras cosas, siempre estaba ahí, traspasando cualquier otra visión. Solamente las urgencias de Tito eran tan ciegas y persistentes como esta imagen. Cuando Tito tenía hambre no se podía esperar, ni cuando tenía sed, ni calor, ni gases. Todo era urgente e ineludible para Tito, el mundo tenía que funcionar a su ritmo.
Julia estaba tendida en la cama y ni siquiera lo sabía. Probablemente ya tampoco sabría que tenía un hijo, ni podría imaginarse qué estaba haciendo su marido. Y no importaba porque ella en estos momentos no tenía nada que ver con lo que aquí ocurría porque a ella no le estaba ocurriendo. Las gafas se le escurrían con el sudor y separó la mano de la cabeza de su hijo para subírselas y llamar a un taxi. Le preguntó al taxista dónde podría alquilar un coche.
Era la primera vez que veía el apartamento de día. El mármol blanco del suelo lo hacía luminoso y fresco. Se quitó los náuticos y anduvo de acá para allá sin poder evitar tener una sensación bastante agradable. Puso a Tito en una de las dos camas con las almohadas a los lados por si se movía mucho. Dormitaba espatarrado, ajeno a lo problemático que era el mundo y a su propia existencia, más o menos como el mismo Félix también se sentía ajeno al funcionamiento del universo. Se fue a la cama grande, necesitaba estar solo un rato.
Se desnudó, primero se dejó puestos los calzoncillos y luego se los quitó. La brisa empujaba las cortinas hasta las piernas. Tuvo una erección, algo completamente involuntario, que no entrañaba placer, o en todo caso se trataba de un placer amargo. Le ocurría de niño cuando se sentía fuera de lugar o bajo la tensión de un examen o cuando su padre se enfurecía, y en la adolescencia alguna que otra vez cuando una situación le desbordaba y perdía el control. En esas ocasiones se sentía muy mal porque no era dueño de sus actos y porque no había nada erótico o sexual que lo provocase sino la angustia, el sentirse perdido, el necesitar liberarse de sí mismo. Le asqueaba que esas sensaciones vinieran solas, sin buscarlas. Hacía bastantes años que no le ocurría y sobre todo jamás le había ocurrido en su vida en común con Julia. Por lo que esto era un aviso y un claro retroceso. Descargó mecánicamente este impulso con la mayor rapidez que pudo, por quitárselo de encima y llorando por Julia. Y continuó llorando cuando terminó, y dejó que Julia con su pelo rizado y rojo extendido sobre la almohada de la cama del hospital, unida por gomas al gotero, se agrandara en su mente, que se hiciera tan inmensa que no cupiese en la habitación. Cerró los ojos y recitó, esponja, cepillo, camisón, cremas, gel de ducha, colonia suave, y se juró que esto no volvería a repetirse porque ya no era un niño y su mujer y su hijo lo necesitaban y sobre todo porque cuando ya se ha conquistado un territorio no se puede volver atrás ni ser el de antes. Y él se había conquistado a sí mismo, se había disciplinado y se había hecho fuerte. Así que este desafortunado episodio haría como que no había ocurrido o que había ocurrido en otro mundo y se quedó dormido.
Lo despertó el llanto de Tito. Había pasado más de una hora. Y puede que su hijo llevase mucho tiempo haciendo ruidos, pero él estaba tan dormido que a no ser por el llanto estridente hubiese seguido así cien años. Por supuesto ningún adulto sería capaz de una proeza semejante.
Ni siquiera recordaba lo que había soñado, algo de la playa, algo de olas espumosas. Le puso en la boca el biberón con lo que quedaba del zumo de pera. Tito lo sujetó con sus manos regordetas, y él se colocó las gafas y miró al reloj, eran las tres y media de la tarde, no le extrañaba que el pequeño se hubiese enfurecido así. Ahora le tocaba una papilla de cereales.
Metió unas cervezas en este pequeño frigorífico para gente de medio metro, y una en el congelador. Menos la leche de Tito habían traído desde Madrid papel higiénico, cervezas, arroz, dodotis, pan de molde y mermelada. Tras darle de comer al niño, puso una rebanada en un tostador muy antiguo made in England. Los armarios de la cocina al abrirlos despidieron olor a cañería. Y después de dudar si colocar aquellas cosas, las dejó como estaban porque tal vez tendrían que trasladar a Julia a otra clínica en Madrid. No podrían mantenerse en esta situación indefinidamente, por lo que no quería acomodarse a nada, quería que el equipaje estuviese por en medio como se dejó antes del accidente, quería sentir la provisionalidad de la situación de todas las formas posibles. El mismo olor de la tostada estaba fuera de lugar. La mordió sin ganas, por pura supervivencia.
Para ir de la cocina al salón sólo tenía que dar tres pasos. Cuatro hasta la mesa de comedor redonda, cinco hasta un arcón. Lo abrió con la mano libre de la tostada. Había edredones y mantas. En una vitrina colgada en la pared, un juego de café con escenas de caza y piezas sueltas que debían de dejar en recuerdo los distintos inquilinos del apartamento. En las estanterías novelas policiacas, que pertenecían a la dueña, Margaret Sherwood. En la terraza había dos tumbonas de aluminio, una mesa de teca y un tendedero plegable. En su cuarto, Tito se entretenía solo, daba patadas y se reía a ratos, como si estuviera comunicándose con un ser invisible. Probablemente le gustaba ver las florecillas azules del papel de la pared a juego con las colchas y las cortinas sólo que de tamaño más grande. Las cortinas llegaban hasta el suelo porque cubrían un pequeño balcón, que dejaba entrar el chapoteo de la piscina. Era una habitación alegre y llena de vida. Abrió los primeros cajones de un sifonier rojo, uno de los pocos muebles que no era azul en el apartamento.
Julia y Félix ya habían alquilado apartamentos de este tipo varios fines de semana, en Semana Santa y el verano anterior y en todos ellos los rastros personales de los dueños eran muy escasos. Sólo se podía apreciar cómo eran por el gusto en la decoración casi siempre muy elemental, con abundancia de mimbre y colores alegres. Sin embargo, en este apartamento se notaba que Tom y Margaret habían pasado largas temporadas y que habían usado mucho la tetera, la tostadora y el horno, piezas pesadas, con la marca grabada en metal grueso, piezas antiguas con aire de museo. La huella de esta pareja era tan profunda que se podía tener la sensación de estar allanando su morada.
Le cambió el pañal a Tito, lo vistió con colores alegres y también se vistió él. Se puso la misma ropa que se había quitado un rato antes y que había dejado en la silla, unos vaqueros y un polo vino burdeos. Casi todos los pantalones y camisas y suéteres que usaba eran muy parecidos. Y sólo él y Julia apreciaban la diferencia. Por lo menos sabía lo que tenía que hacer. Estaba claro, no había posibilidad de elección. Le parecía haber visto un gran supermercado cuando condujo del hospital aquí. Compraría las cosas que necesitaba Julia y algo para él y tarros de comida preparada para niños. Una vez de vuelta le haría una papilla de frutas a Tito y le daría un buen baño. El también se ducharía, y con ropa limpia se marcharían al hospital a pasar la noche.
Una hora después bordeaba la piscina con Tito en un brazo y cuatro bolsas colgando de la otra mano. Las gafas le resbalaban por el sudor nariz abajo, pero no podía hacer nada. Eran las seis y media de la tarde. Los niños gritaban entre burbujas azules. Los padres se dejaban tostar por el sol con una quietud desesperante. Detrás del muro que rodeaba la urbanización se oía el estallar de las olas. Sin querer, le venía la imagen de la espuma jabonosa deshaciéndose en la arena. Pero no quería dejarse tentar, ese mundo estaba bien ahí fuera, lejos de sus ojos hasta que Julia pudiese verlo también.
Cuando tanto Tito como él estuvieron perfectamente aseados, colocó sobre la mesa del comedor las cosas que había comprado para Julia. Luego buscó en su bolsa de aseo las cremas a las que se había referido la enfermera, de nombre Hortensia, no debía olvidarlo, una loción para el cuerpo y otra para la cara y revolvió en la maleta para dar con uno de sus camisones. Encontró dos tal vez demasiado transparentes y demasiado bonitos y sedosos al tacto para un hospital. Uno era blanco y otro de color melocotón. Normalmente a Julia le gustaba dormir con camisetas gastadas por el uso y estos camisones estaban más que nada de adorno en los cajones de la cómoda y en la maleta cuando salían de viaje, y mira por dónde, ahora los necesitaba. El resto de la ropa de momento no le servía para nada. Cogió el de color melocotón.
Nunca habría imaginado que los bikinis de Julia o una de sus blusas o las chanclas con que pensaba ir hasta la playa pudieran conmoverle tanto. Eran como los trozos de su normalidad.
Antes de salir, comprobó si había echado en la bolsa de osos los tarros de comida y los dos biberones ya preparados y que sólo habría que calentar. De todos modos, se llevaría el paquete de leche por si acaso y llenó otro biberón con agua fresca. Chupete, sonajero, un muñeco de goma. En el armario metálico del hospital había dejado tres pañales y ahora había decidido llevarse otros cuatro, pero le pareció exagerado y dejó uno. Un par de camisetas y pantalones de felpa. El mundo microscópico de su hijo le ataba a lo más mundano aunque no quisiera. Una cosa eran las ideas, las preocupaciones, las teorías y todo lo que ocurría en la cabeza, y otra, los biberones, los pañales y vigilar que bebiera suficiente agua y que el chupete no se cayera al suelo. Aunque estaba acostumbrado a cambiarle y a darle de comer y llevarle al médico, hasta ahora no había tenido una visión de conjunto de todas sus necesidades que eran tantas que se preguntó cómo podría haberse hecho tan numerosa una especie de seres tan débiles e indefensos.
Julia
Un poco más, se dijo. Paradójicamente según andaba hacia el supermercado éste se alejaba más y más de ella, a años luz de distancia. Cruzó calles más anchas y más estrechas. De algún bar salía olor a pavos rellenos con uvas, paellas con ostras y montañas de merengue. Hasta que se topó con los carros metálicos y los coches entrando y saliendo del parking. Al llegar ante unas puertas de cristal, éstas se abrieron del mismo modo que alguna vez uno espera que se le abran las puertas del mundo o del cielo. Cogió una cesta de mano. Puso en ella unas servilletas de papel y un paquete de galletas y se dirigió a la zona del agua embotellada, la leche, el aceite. Abrió una botella de Solán de Cabras de medio litro y se la bebió, luego la puso en la cesta por si las cámaras de seguridad la estaban grabando. Saciada la sed, deambuló por los pasillos y en el área del papel higiénico, las servilletas de tisú y los paquetes de clínex ocultó la botella vacía detrás de los rollos de papel absorbente para la cocina. Era casi imposible que alguien advirtiera la maniobra. Cualquiera podría dejar allí una botella sin darse cuenta, distraídamente, pensando en otra cosa.
El aire acondicionado convertía aquel sitio en un oasis. De la sección de jardinería llegaba un reconfortante olor a humedad y sintió un agradable escalofrío. Y aún sería mejor si en lugar de cargar con el peso de la cesta empujara un carro. Se alzó de puntillas para otear el horizonte. A la altura de Menaje para el hogar descubrió un carro semivacío. Fue hasta allí. Dentro únicamente había un juego de sartenes y nadie a la vista. Dejó la cesta sobre un microondas y comenzó a deslizar el carro hasta los expositores de Textil. Allí, a los pies de unos pijamas, depositó las sartenes que alguien había elegido un rato antes, y ya libre de cacharros comprometedores en el carro se internó en Alimentación.
Nadie podría pedirle explicaciones, nadie podría probar que aquél no era su carro, del mismo modo que ella no podía probar que era la titular de su cuenta corriente. De pronto Julia se encontraba en la acera de los que roban en los supermercados y hacen estas cosas y ya era casi imposible cruzar de nuevo al otro lado. En la charcutería compró doscientos gramos del mejor jamón de york y se lo fue comiendo mientras examinaba las latas de conservas. Dejó algo en el paquete para que en caso de haber sido observada no sospecharan que no iba a pagar. Siguiendo la misma táctica, se tomó unas cerezas y un yogur líquido natural descremado a la altura de los estantes dedicados al aceite y el vinagre. Mientras se bebía el yogur, cerró los ojos un momento e imaginó que estaba en la terraza del apartamento acariciada por el frescor de la brisa y que oía junto a ella una conversación de Félix con alguien que Julia no conocía y los ruidos típicos de Tito con el chupete. Habría jurado que por un instante su espíritu se había separado del cuerpo y había llegado por sí solo a la vida verdadera, pero que como tal separación no podría prolongarse porque entonces ella moriría, no había tenido más remedio que regresar y fundirse con los huesos, la piel, la vista y el tacto.
Podría seguir comiendo, pero ya no por hambre, sino por la inseguridad de poder hacerlo en el futuro, así que decidió quedarse con el sabor del yogur. Sin embargo, recordaba haber visto de pasada bragas en Textil, que ahora necesitaba casi tanto como comer. Por trágica que fuese la situación no podía estar más tiempo sin cambiarse. No se molestó en esconder el envase del yogur, le pareció más natural dejarlo en el carro.
Había ofertas de tres camisas de caballero al precio de una, y cogió una de cuadros tostados, una azul claro y otra roja, que Félix sólo se pondría para ir a la playa porque en el asunto del vestir sus gustos eran muy precisos aunque fuesen sobrios y normales hasta el aburrimiento. Levis 501 azul noche con camisas anchas por el codo o polos, de colores azul oscuro, granate o de pequeños cuadros negros, el pelo ni muy corto ni largo, pero siempre sin patillas, gafas con una ligera montura metalizada. En los pies, náuticos en verano y zapatos marrones o negros con cordones en invierno. Abrigo de paño beige, bufanda marrón y trajes oscuros de lana fría. Calcetines de canalé de seda, pañuelos de algodón egipcio. Los calzoncillos tenían que ser blancos y las zapatillas de andar por casa no podían estar abiertas por el talón. En cuanto a colonias no soportaba las típicas fuertes masculinas, prefería una sencilla de lavanda de las que venden en frascos de litro. Por no hablar del cinturón, reloj, cartera. No le gustaba llamar la atención, ni destacar, ni que se acordaran de él en los restaurantes o las tiendas, lo que facilitaba mucho su trabajo. Según él, había que aprender más de la naturaleza, cómo los animales tienden a revestirse con trajes de camuflaje para sobrevivir. En definitiva, que Julia nunca había podido regalarle nada.
Buscó un pack de bragas de algodón con forma de bikini, que le sirvieran también para bañarse en el mar. Fue un pensamiento involuntario, si hubiese podido controlarlo jamás lo habría tenido. ¿Cómo podía pensar en bañarse cuando aún no había encontrado a su marido y su hijo?
Echó el pack en el carro sobre las camisas. Debía actuar deprisa. Abrió el paquete de bragas y poniendo como pantalla una camisa cogió unas blancas, y mientras se agachaba a abrocharse las zapatillas se las metió dentro del pantalón. Se levantó y empujó el carro hacia la zona de jardinería. Empezó a mirar plantas. Una orquídea por aquí, una flor de pascua por allá, unos bonsáis. Se alejó hasta los libros y de allí hasta las cajas, ante las cuales se habían formado colas considerables. Abandonó el carro en la zona de paso entre las cajas y las conservas fingiendo que iba a coger algo que se le había olvidado.
Salió por la entrada sin que con el barullo nadie reparase en ello. Y por fin ya estaba en la calle, después de darse un festín y con ropa interior nueva. Volvió a echar de menos las gafas de sol. Los edificios parecían de goma blanca en medio de un silencio aplastante. El sitio hacia el que ahora se dirigiría sería de nuevo la sucursal bancaria.
Claro, por esto se había hecho imprescindible para el ser humano tener un hogar, un techo, para no tener que estar buscando constantemente destinos a los que ir. No se puede estar en la calle todo el santo día sin ir a ninguna parte. Ahora entendía por qué los hombres prehistóricos no paraban de andar, de avanzar, para no quedarse quietos en medio de la nada. Ella en este momento era una mujer desplazada del clan y debía buscarse la vida como pudiera y debía buscar señales que la condujesen a su familia.
Tal como se temía, las persianas de la sucursal continuaban cerradas y no se apreciaba ningún movimiento en el interior. Por tanto, nada la retenía allí y debía seguir hacia algún otro lado, que sería el puerto.
Los locales por los que pasaba ya le eran familiares. La ferretería Santo Domingo, la terminal de autobuses, la peluquería Espejos, la cafetería Bellamar y el restaurante Los Gavilanes. Entró en el restaurante, donde hacía más frío que en el supermarket, de hecho los pocos clientes que quedaban llevaban puestos chaquetas de lino y jerséis finos de perlé. Estaban eternizándose con los licores y los puros y las risotadas. Los camareros muy atareados recogían las mesas. En algunas habían dejado suculentas propinas.
Era el lugar perfecto para usar el baño. Se dirigía hacia allí cuando el encargado se materializó ante ella. Lo mal vestida que iba le sorprendió menos de lo normal, una licencia de los lugares junto al mar, en que el viento, el sol y las ganas de comodidad parece que igualan a la gente. No obstante este encargado que sí llevaba traje oscuro le cerró el paso.
– Quería hacer una reserva para… el domingo que viene a mediodía -dijo Julia, improvisando algo nuevo.
– ¿Cuántos serán? -preguntó él dirigiéndose a un pequeño escritorio donde había un cuaderno abierto abarrotado de nombres.
– Ocho -dijo-. No, mejor nueve. Sí, nueve para mayor seguridad. Me gustaría aquella mesa de allí, junto a la ventana.
– Lo siento -dijo el maître-. Aquélla está reservada.
– Vaya, ¡qué pena! -dijo Julia, sintiéndolo casi de verdad, porque era el mejor sitio de todo el restaurante.
– Podemos prepararles dos mesas en este otro lado. Estarán cómodos, créame.
– Perfecto -dijo Julia-. Tomaremos salmón relleno de higos y una paella con ostras y uvas para las dos y media.
Dio su propio nombre y el número de móvil de Félix porque cuando a las tres de la tarde no se hubiese presentado nadie, antes de ocupar las mesas, llamarían a ese móvil y, de contestar Félix, él a su vez dejaría un mensaje para ella o se presentaría corriendo en el restaurante y todo se arreglaría. Había elegido el nueve por ser el número del piso de Madrid.
De acuerdo, se dijeron, a las dos y media, y Julia por fin pudo entrar en el baño.
Las paredes eran de piedra o la imitaban, el caso es que tenía el frescor de una gruta. Orinó y se cambió de bragas. Dudó si tirar las usadas o lavarlas y optó por lo segundo. Los senos de los lavabos sí que eran de piedra auténtica. Del grifo de latón dorado caía un chorro que se estrellaba contra la piedra, a la que sólo le faltaba algo de musgo. Echó jabón en las bragas y las frotó, apenas se veían entre la espuma. También había toallas individuales de verdad, no de papel, que una vez usadas debían arrojarse en un cesto y se metió una en cada bolsillo. A continuación sujetó por los bordes las bragas lavadas bajo el secador de manos. El aire las balanceaba alegremente cuando entró una señora vestida de blanco de arriba abajo y al ver la escena abrió la boca a punto de decir algo, pero se contuvo. Y Julia decidió irse antes de que saliera. Al pasar junto a la mesa recién abandonada por los de los puros cogió un billete de veinte euros de una propina incalculable y prefirió no mirar a los lados ni atrás por si alguien la había visto. Era rica.
Félix
Según recorría los pasillos del hospital, le iba invadiendo una oleada de miedo, de sombras, de destino marcado. Hacía tantas horas que no veía a Julia. La verdad era que podría haberlo comprado todo mucho más deprisa y no detenerse por ejemplo a mirar los precios en el supermercado. Pero se dejó llevar por la sensación de que allí no había ocurrido lo de Julia, de que en aquel mundo con un olor superficial que no olía a nada en concreto, sino a todo un poco, no existían las tragedias. Por un segundo en la sección de droguería, tras revisar la variedad de esponjas del fondo del mar, de champús de todos los aromas y cepillos del pelo redondos, planos, de púas, los tipos de geles y de desodorantes con alcohol y sin alcohol, en crema y en spray, la mente se le quedó en blanco de la misma forma que una pizarra que se borra. Tito se había dormido en el carro sobre un montón de toallas, que iba a comprar para ir tirándolas según se ensuciaran. Circulaba despacio, contemplando las ofertas de Nescafé, sartenes y bañadores que iban surgiendo a su paso. No quería salir de allí. Se habría quedado en este blando regazo hasta que la pesadilla terminara.
Andaba por el pasillo con dos bolsas de plástico del supermercado colgando de la mano derecha, mientras que el lado izquierdo estaba ocupado por la bolsa de los osos, que pendía del hombro y por Tito, que le acababa de manchar la camisa que se había puesto limpia al regreso de la compra con un pequeño vómito. También Tito parecía percibir de algún modo que se acercaban al desastre, a aquello que no se arregla por el mero hecho de que uno desee con toda su fuerza que se arregle.
Algunos de los que esperaban en las puertas de las habitaciones que su vida volviera a ser como antes le saludaron con la cabeza, otros lo observaron de refilón. Las enfermeras y sanitarios en general del punto de control no le prestaron atención porque estaban distribuyendo en bandejas metálicas pastillas que luego los enfermos se tomaban confiadamente, así que Félix pensó que sería mejor para todos no distraerles preguntando por Julia, abandonada tantas horas sin ella saberlo.
Aún le quedaba el pequeño vestíbulo, que suponía el último trámite para llegar a la verdad. Y mientras lo recorría le dio tiempo de considerar la maravillosa posibilidad de que ya hubiese despertado y la encontrase con los ojos abiertos. Pero fue cuestión de dos segundos toparse con la amarga realidad. El tiempo no había pasado para Julia. La misma postura, los ojos cerrados, la respiración de repente agitada como si estuviera corriendo dentro del sueño, y luego tranquila como si ya hubiese parado de correr. Julia soñaba, estaba seguro. Aun así, una sacudida de impotencia y decepción le desanimó profundamente. Por eso, aunque notó la presencia de otra persona en la habitación no se volvió para saludarla. Dejó las bolsas del súper en el suelo y se quitó del hombro la bolsa con las cosas del niño.
– Hola -dijo esa otra persona a su espalda.
Era quien instintivamente había pensado que era, Abel, el paciente de la 403 que había conocido en la cafetería. Estaba sentado en la otra cama con la misma indumentaria hospitalaria de la vez anterior. Félix buscó el capazo con la mirada. Estaba sobre el sillón. Con toda seguridad lo había puesto allí este hombre metomentodo, cuyo armazón de huesos logró milagrosamente ponerse en pie y acercarse a Tito con un dedo alargado con exageración por la delgadez levantado, que habría dejado caer sobre su cabecita de no apartarle Félix rápidamente. Por lo menos parecía que ya habían arreglado la refrigeración y le pasó a su hijo la mano por la cabeza para quitarle cualquier resto de sudor y que no se acatarrase.
– He venido para hacerle compañía a Julia. Se llama Julia, ¿verdad? No tienes por qué preocuparte por dejarla sola. Mientras yo esté aquí puedes contar conmigo.
Félix tendría que haberle dado las gracias, pero no se las dio porque él no le había pedido que cuidara de su mujer. Era una atribución que se había tomado él solo. Más aún no le agradaba que un desconocido estuviese a solas con Julia, aunque tampoco quería echarle a patadas porque no sabía si le necesitaría en el futuro, ni estaba seguro de que no fuese mejor para Julia que alguien la observara por si de pronto sufría una crisis. Prefería disponer de más datos objetivos para tomar una decisión, mientras tanto, adoptó una posición neutra. Ni de rechazo, ni de entusiasmo.
– Tu situación no es fácil, tienes que atender a tu hijo, ¿cómo se llama?
– Tito, y si mañana Julia sigue igual no tendré más remedio que llamar a su madre.
– Sí, lamentablemente estas cosas no se pueden mantener en secreto -se dijo el hombre a sí mismo abriendo alguna enigmática puerta de su propia vida.
Su aspecto indicaba que había estado muy enfermo y que una corriente de aire podría matarlo. La delgadez le había compensado con una gran nobleza en el rostro. Cara alargada y nariz aguileña, ojos hundidos y despiertos a pesar de todo. En la nariz se veían las huellas de unas gafas, que no llevaba. Tenía aire quijotesco y de entrada inspiraba confianza. Todo se debía a la gran influencia de la fisonomía a la hora de hacer una valoración sobre gente que no conocemos. Según estos patrones en que se valora desde el tamaño de las orejas o si el labio inferior es más grueso que el superior hasta la forma de los párpados, su retrato descubría a un hombre de honor, digno y de una fuerte sexualidad contenida en sus labios flexibles y tirando a rojos, lo que combinado con dotes de mando y liderazgo y la ambición de poder que se desprendía de su forma de sentarse con la cabeza echada hacia delante y las piernas separadas era como para no tomárselo a broma. Aunque a decir verdad Félix nunca había llegado a confiar demasiado en estos análisis, sabía que por mucho que se intentara no se llegaba a conocer a la gente, incluso el mismo sujeto podía sorprenderse a veces de sus propias reacciones. Por eso los vecinos de los asesinos casi nunca sospechan de ellos por el simple hecho de que matar parece que no encaja con su cara y modales.
– La han lavado y le han dado de merendar, bueno… lo que ellos llaman en estas circunstancias merendar. Hortensia, la enfermera, le ha dicho para animarla que era salmón relleno de higos, ostras y uvas. Esperemos que sepa lo que hace. Para entretenerme, he puesto la televisión, pero había una película de crímenes y la he quitado.
– ¿De verdad cree que puede oír, que puede oírnos?
– Por si acaso no le he contado nada que pueda inquietarle. La armonía y las palabras favorables no le hacen mal a nadie.
Comenzó a sacar de las bolsas del supermercado todo lo que había traído para Julia. Luego alzó la mano hacia la rejilla del aire para comprobar que de verdad salía frío. Abel observaba la operación sentado en la cama vacía con los brazos escuálidos alrededor de una rodilla, dando a entender que en esta ocasión se recogía, que se protegía. El ruido de unos zuecos le hizo desviar la vista hacia la puerta, de donde surgió Hortensia, con aire resuelto y de poder entretenerse lo justo en cada habitación. Se puso las gafas que le colgaban sobre el pecho y dirigió la vista a la bolsa de suero de Julia. Fue hacia ella y la reguló, lo que le hizo sospechar a Félix que hasta ahora no hubiese estado tomando la dosis apropiada. A continuación Hortensia miró a Abel.
– ¡Llevo toda la tarde buscándote! ¡Vamos, tienen que hacerte un electro!
Probablemente hablaba así de alto mitad en plan sargento y mitad en plan desenfadado para darles vidilla a los enfermos. El caso es que cuando se marcharon, Félix se sintió más solo que nunca y tuvo que reconocer que prefería la compañía de este Abel metomentodo a quedarse en el silencio de Julia. La luz de estas horas de la tarde ponía reflejos plateados aquí y allá. Le dio el sonajero a Tito y le cogió una mano a Julia. La llamó por su nombre.
– Si me oyes -dijo- envíame una señal. Haz algún gesto. Apriétame la mano o respira más fuerte.
Para su gran sorpresa no la tenía inerte, sino que respondió oprimiendo ligeramente la suya ¿o había sido él mismo?, lo importante ocurre tan deprisa que siempre queda alguna duda. Lo que parecía cierto es que la respiración se le agitó y los ojos se le movieron más rápido. Entonces Félix dijo: «¿Estás aquí? Por favor, háblame. Di algo».
En este segundo comprimido como un átomo Félix sintió lo que iba a pasar, Julia reuniría fuerzas, su cerebro se reorganizaría y despertaría. Parecía que con este gesto Julia le había dicho, no te preocupes y ten paciencia, en cuanto pueda abriré los ojos. Fue un segundo eufórico, el segundo que necesitaba. Ahora podía mirarla sin miedo y pensar en ella abiertamente.
Tuvo la sensación de que todo su pasado anterior a ella, de niño, de joven, de estudiante, se guardaba en un lugar apagado de la memoria, una especie de cueva sin mucha luz. Sin saberlo, sin sospecharlo siquiera, había estado esperando que ella llegara a su vida para que se encendieran las luces y el mundo se pusiera en movimiento. Aunque en realidad sólo habían estado dos años juntos. Y echando la vista atrás parecía imposible, era milagroso que se dieran las combinaciones necesarias para que existiera una primera vez, que ocurriera algo para que él pudiese descubrirla en este mundo lleno de millones de personas casi todas iguales.
Fue en el hotel Plaza.
Era un día de invierno y en la aseguradora estaban preocupados por el robo de una joya cometido en una de las habitaciones. Así que Félix prefirió ir personalmente a echar un vistazo. Se trataba de unos clientes muy buenos en el sentido de ricos. Habían asegurado en su compañía casi todas sus propiedades, casas, joyas, coches, caballos, cuadros, un yate. Eran unos ricos a la antigua usanza, cuyas propiedades no eran sólo inversiones sino diversiones. Repartían el año entre sus distintas casas, montaban a caballo, viajaban en el yate cada dos por tres y lucían joyas y buen aspecto en numerosas fiestas. Félix no sabía de dónde sacaban el tiempo para disfrutar todo lo que tenían. En esta ocasión habían ocupado una planta del hotel para preparar la boda de su hija pequeña.
Se llamaba Rosana y era rubia y grande. Tenía unos ojos claros verdosos rasgados pero pequeños para la cara en que se encontraban encajados de piel rosácea y áspera. La frente estrecha, los labios finos y la nariz carnosa daban la impresión de que podría enfadarse enseguida. Tendría de dieciocho a veintidós años y los dientes superiores infantilmente separados le daban aire de niña grandota, descontenta con todo, y que probablemente los padres querrían quitarse de encima de la forma más natural posible, casándola. La misión de Félix era encontrar una diadema de oro blanco y brillantes que Rosana iba a lucir el día de la boda y que habrían robado de la caja fuerte de la suite. La diadema había pertenecido a su bisabuela y además del valor metálico poseía un valor sentimental y la aseguradora tenía un interés especial en que apareciera porque, como el padre de Rosana decía, ningún dinero podría sustituirla.
Se notaba que Alberto Cortés -a quien la gente del hotel llamaba don Alberto-, el padre de Rosana, quería mucho a su hija, pero que no sabía qué hacer con ella. La miraba tiernamente y con pena, lo que de alguna manera debía de irritar más a Rosana, en pie de guerra permanente. Cuando su padre la miraba así, ella cruzaba los brazos retraída y malhumorada, formando un claro cuadro de familia disfuncional. Había heredado la robustez del padre, cuyas grandes manos podrían haber construido catedrales y portado lanzas. Y el pelo rubio y los ojos claros de la madre, que se parecía lejanamente a Lauren Bacall en su madurez. Era evidente que la madre, que tenía uno de esos nombres salido de una intensa vida social, Sasa, no quería darse cuenta de nada que rompiera el ritmo de su vida. Llevaba tanto tiempo haciendo lo que hacía, fuera lo que fuere, que no estaba dispuesta a cambiar. Por supuesto la diadema la había robado alguien cuyos motivos a Félix no le importaban. Salvo para saciar la curiosidad, su objetivo era saber quién, no por qué.
Después de conocer a la familia Cortés, Félix fue sonsacando información a los empleados de la manera más informal que podía hasta que llegó a la cafetería y a Julia. Ahora pensaba que al ir al hotel a descubrir el paradero de la joya en el fondo había ido a conocer a Julia. Mientras se tomaba un café lo más lentamente que fue capaz hablaron de aquella gente forrada de dinero y de Rosana. A Julia le parecía una pobre chica y que iba a hacer una boda catastrófica porque resultaba bastante evidente que su novio se casaba con ella por dinero. La eterna historia. Y que esto era algo que no le comentaría a nadie más, sólo a él porque era policía.
Félix no pudo por menos que sonreír para aclararle que él no era policía. Era un abogado de la compañía que tenía aseguradas las propiedades de la familia, incluida la pieza robada o extraviada. Preferían no involucrar a la policía en esto todavía, tal vez aún tuviera arreglo. Para entonces la Julia del otro lado del mostrador ya se había grabado en la mente de Félix con su pelo enrojecido por el fluorescente de la barra, con sus ojos castaños si miraba en una dirección, verdes si miraba en otra, con su delgado cuello sonrosado y la fina cadena de oro que llevaba alrededor, con sus brazos pecosos, con su voz agradable y los labios finos a contracorriente de la moda, con sus orejas pequeñas, con los dos pendientes claveteados en el pabellón de la oreja izquierda (que le habían quitado al desnudarla en el hospital) y con un imperceptible agujero en la aleta de la nariz como si también allí se pusiera de vez en cuando algo.
Tuvo que volver al hotel al día siguiente para conocer al novio, algo más bajo que la novia y en conjunto bastante más menudo que ella. Un chico demasiado reservado y con cara de pocos amigos, entre guapo y feo, entre tímido y displicente, de los que solían gustar a las chicas cuando Félix iba al instituto. Ante su presencia, a Rosana se le ponía cara de no creerse que pudiera tener tanta suerte. Y estaba en lo cierto porque en realidad no la tenía. Algún día cuando se cansara de vivir bien a su costa la dejaría. Julia no había exagerado. No tenía oficio ni beneficio pero les caía bien a los padres porque era avispado y les seguía la corriente y porque seguramente habían pensado que si podían comprar la felicidad de su hija por qué no iban a hacerlo. Al fin y al cabo cuando se quiere a alguien se le quiere por algo, por guapo o por listo o por culto o por famoso o por tener poder o dinero o ambas cosas. Así que para qué iba a robar el novio la diadema cuando podía tener tanto.
Lo mejor del asunto fue que Julia y Félix empezaron a verse fuera del hotel para seguir hablando del posible paradero de la diadema. El caso se había convertido en un pretexto para verse a solas. Se veían en la cafetería Nebraska, y un día Félix dijo, ¿Te has dado cuenta?, ésta es nuestra cafetería, y le cogió la mano a Julia, y Julia no la retiró, sino que se la apretó un poco dándole la bienvenida a su vida, a su cuerpo y puede que a su alma. Era extraño que una persona pudiera ejercer tanto poder sobre otra, un poder completamente psicológico y por tanto bastante peligroso. Julia sin el uniforme parecía aún más joven, solía llevar vaqueros y un anorak negro sobre el que revoloteaba el pelo rojo como una zarza encendida. Félix no pensaba en otra cosa que en acostarse con ella. Había llegado ese momento en que la vida te recompensa.
Lo peor fue que no descubrió el paradero de la diadema, probablemente estaba tan ensimismado en las nuevas sensaciones del enamoramiento que algún detalle clave se le había escapado. Y aunque nadie le reprochó nada, estaba convencido de que había decepcionado a la aseguradora, que llegó a pensarse si darle el caso a una agencia de investigación externa. Al final la compañía optó por pagar y contentar a los clientes en lo posible. Pero Félix ya estaba tocado, lo sentía como si le hubiesen puesto en el pecho la punta de una espada. Menos mal que el romance con Julia arrinconó este fracaso e hizo que el trabajo no lo fuese todo en la vida. Se casaron y tuvieron a Tito y ahora sin venir a cuento, contra todo pronóstico, el puente por el que circulaban más o menos seguros se hundía y él no sabía qué hacer ni por dónde seguir. Habría que buscar otras alternativas y habría que no dejarse noquear por la sorpresa. La vida era imprevisible, eso era lo peor y lo mejor de la vida porque de la misma forma que había sucedido el desgraciado accidente de Julia era de suponer que ocurriría algo más, que las cosas no se quedarían así para siempre, por lo que debía tratar de no desesperarse hasta que se diera la vuelta la tortilla.
El amor le hacía a uno sentirse un elegido. Era una borrachera con resaca segura que a unos llegaba antes y a otros después, según había comprobado con sus propios ojos demasiadas veces. Pero ¿existe alguien en todo el planeta que prefiera estar sobrio todos los segundos de su vida?
Siempre había oído decir que el amor es un sentimiento de gran complejidad y que es el acto de mayor concentración mental de que somos capaces para lograr aislar, entre millones, a una persona y hacerla deseable de una forma casi sobrenatural. Él por su reciente experiencia podía decir que en ese estado el mundo se convertía en algo muy simple, en que sólo gustaba lo que tenía que ver con el ser amado mientras que el resto se volvía indiferente, quizá porque no somos capaces de abarcarlo todo con la misma intensidad. Se perdían los matices, los relieves y la profundidad de lo que estaba fuera del amor. Y era ahora, tras el accidente, cuando Félix se había pegado de bruces con el duro y frío suelo que nos sostiene y podía volver a ver hasta los mínimos guijarros de la calle y las más insignificantes grietas de la pared. Se diría que había recobrado la vista a un gran precio.
Julia
Con los veinte euros que acababa de coger de un plato con propina de Los Gavilanes su capital ascendía a veintiocho euros.
El puerto estaba adormilado y ya no había merluzas ni langostas, pero el olor se iba quemando y envejeciendo bajo el sol. Entró en un bar de pescadores lleno de turistas y sacó las monedas para llamar a Félix. Dio la señal cuatro veces y al final oyó su propio nombre.
¡Julia!, dijo su marido.
Su voz llegó clara, como una señal sin ruidos, una señal que venía del lejano planeta de la vida normal.
– ¡Félix! -gritó Julia dando por sentado que era ella quien llamaba y dando por sentado que él estaba esperando.
– Julia, ¿estás aquí? -preguntó.
– Sí -contestó ansiosa y emocionada-. Estoy aquí esperándote. Estoy en un bar del puerto.
– Por favor, ¡háblame! ¡Di algo! -gritó Félix.
¿Cómo es que no podía oírla? Julia también estaba gritando.
– Félix, ¿me oyes ahora? ¿Me oyes?
Siguió insistiendo por lo menos dos o tres veces más hasta que la comunicación se cortó. La gente del bar la miraba. Algunos desde la barra y otros desde las mesas, pero todos girados hacia ella, y ella les devolvió la mirada con una rabia que no iba dirigida a ellos sino a sí misma. ¡Qué estúpida era! A veces uno está en un país extraño y al doblar una esquina se tropieza con un vecino, y ella no era capaz de encontrar a su marido y a su hijo en unos pocos kilómetros cuadrados.
Metió otra moneda, pero esta vez oyó un pitido, como si ahora Félix no tuviera cobertura. Quizá se había ido desplazando por el apartamento o dondequiera que se encontrara buscando la manera de oírla a ella y resultaba que ya no daba ni señal. Colgó con fuerza y desesperación, y el dueño del bar le preguntó si ocurría algo. Sus ojos un poco saltones expresaban recelo, seguramente pensaba que se las estaba viendo con una yonqui. Julia era consciente de su aspecto sospechoso. Llevaba las bragas que había lavado dobladas en la mano, las toallas en los bolsillos, el pelo enredado y de tanto estar en la calle la piel se le iba acorchando y ennegreciendo como a los vagabundos.
Volvió a meter otra moneda y volvió a escuchar el mismo pitido chirriante. Le habría pegado un puñetazo al teléfono de no ser porque el dueño estaba vigilándola.
Salió lo más rápido que pudo de aquel bar asqueroso y se entregó a la contemplación del mar. Era tan azul y tan brillante y estaba tan cerca del cielo que parecía un sueño. La llenaba de un inmenso amor por Tito. El pensamiento de que Tito existía volvía el puerto resplandeciente. Daba paz y alegría ver los barcos grandes y pequeños balanceándose blandamente. Y Julia comprendió que Félix se habría puesto tan nervioso como ella o más porque mientras que ella podía tratar de comunicarse con él, él no podía. El móvil de Julia estaría sonando en el bolsillo de algún desaprensivo o tal vez en un basurero. Así que dentro de un rato, cuando se hubieran tranquilizado los dos, Julia volvería a intentarlo.
Tirando por la izquierda anduvo hasta la playa.
Las zapatillas se le hundían y nada más llegar a la orilla se las quitó. Olían a humedad rancia. Las abrió todo lo que pudo para que el sol entrara en ellas y las secase y las esterilizase lo más posible. Luego se quitó los pantalones y tras sacar las pequeñas toallas de manos, sustraídas en el baño de Los Gavilanes, de los bolsillos los dobló con cuidado. No había mucha gente y la que había estaba concentrada tomando el sol. Así que extendió las toallas y sobre ellas lo que había lavado para que terminara de secarse, lo demás lo guardó entre los pliegues del pantalón. Pensó que necesitaría una bolsa de plástico para llevar consigo sus escasas pertenencias. No recordaba haber visto ninguna en el coche. De ahora en adelante en el maletero siempre habría agua, más mantas, ropa, latas de conserva para cualquier emergencia y una bolsa de plástico. Se dejó caer en la arena. El ruido del mar se acercaba con cada ola y venía cargado de motas transparentes. La brisa era muy agradable y frágil, como si cualquier pequeño movimiento pudiera desviar los rayos del sol.
Y nada más sentir este pequeño placer, que en estas circunstancias era inmenso, se arrepintió. Seguro que a Félix no se le ocurriría tumbarse al sol en la playa mientras la buscaba. Debía olvidarse del sol, de la brisa y del mar y aplicarse en diseñar un plan. Para estos casos Félix solía decir una frase que necesitaría escuchar ahora, pero que tardaría años luz en llegar a su cabeza. Se encontraba más confusa de lo que creía. Era una frase sencilla, nada del otro mundo, algo parecido a una sentencia que hablaba de los problemas. ¡Mierda! ¿Cómo era? ¿Cómo era? Bueno, le vendría a la mente cuando se olvidase de querer recordarla.
Félix
Se dice que uno elige a las personas que le rodean, pero no es verdad, las eligen las circunstancias. A Félix las circunstancias le habían puesto a Julia delante, eso sí, en el momento oportuno. Y le habían adjudicado unos padres que no soportaba, compañeros de trabajo que toleraba más o menos y una suegra a la que veía a través de Julia. Las circunstancias habían traído a Julia a este hospital y le habían obligado a conocer a Abel.
Si Abel fuese un cliente, Félix diría que había que mirarle dos veces para sospechar que no era quien parecía, porque aunque pareciese un pariente bonachón, el tío simpático de la familia, el brillo de sus ojos apuntaba lejos, a un mundo muy distinto del que uno supondría. Tampoco podía disimular una autoridad interna que se desprendía de sus maneras y que denotaba que era alguien acostumbrado a mandar. Y el hecho de venir tanto a la 407 sin pedir permiso significaba que tenía por norma hacer lo que le daba la gana. Ahora aquí estaba, en la habitación sentado y con el esqueleto envuelto en el pijama azul e inclinado hacia delante.
– ¿A qué te dedicas? -le preguntó a Félix.
– A seguros.
– A seguros, vaya, ¿y Julia?
– Es camarera del hotel Plaza.
Abel la miró tratando de imaginársela en su trabajo. Félix también se quedó mirándola. Los puntos de la frente se habían secado y le daban aspecto de muñeca rota, sobre todo por el pelo, que iba perdiendo brillo.
– Yo estoy jubilado. Soy un viejo jubilado enfermo -dijo Abel estirando sus rojos labios en una sonrisa-. ¿Por qué no aprovechas para darte un paseo? Dentro de un rato no tendré más remedio que marcharme a mis aposentos.
Tito dormía en el capazo sobre la otra cama y dudó si llevárselo con él. Pero Abel le hizo cambiar de idea.
– No lo muevas, déjale descansar. Yo los vigilo. Te prometo que aguantaré media hora sin dormirme y sin que me dé un infarto.
Está bien, se dijo Félix, media hora es poco tiempo, y además Abel no podía ir a ninguna parte. Era un enfermo como Julia, uno de los suyos.
Había caído la noche y el pasillo resultaba más iluminado que nunca y la mayoría de pacientes y acompañantes se había recogido en las habitaciones. A la altura de la 403, la de Abel, montaba guardia una mujer corpulenta con un blusón floreado sobre unos vaqueros. Félix no llegó a bajar a la cafetería, deambuló por pasillos y salas de espera con la televisión puesta impregnados del olor del hospital y se tomó un descafeinado de máquina. De vez en cuando se topaba con unas cristaleras desde las que se veían las sombras y las luces de la noche. No fumaba, pero de buena gana se hubiese encendido un cigarrillo contemplando la luna y las estrellas. Había pocos momentos en que pudiese sentirse ligero y libre, sin peso, sin ataduras. Y aunque le repugnaba tener este sentimiento, le agradecía a Abel que hubiese comprendido que necesitaba un respiro.
A la vuelta, la mujer de la camisa floreada seguía en su sitio mirando en dirección contraria a Félix, por lo que no tuvo que saludarla. No estaba intranquilo, pero al llegar a la puerta se tranquilizó aún más al oír la ya familiar voz de Abel, que le decía a Julia que no debía temer nada porque no estaba sola, que él estaba con ella. Oyó que le decía: «Todos nosotros estamos contigo».
Julia
Había decidido dormir en el mismo lugar de la noche anterior, por los alrededores de donde el instinto siempre le decía que estaban los apartamentos, frente al mar. Allí se sentía más segura, simplemente porque era un sitio menos desconocido que el resto. No había ninguna razón objetiva, sólo la sensación de que al final del día regresaba a un lugar que la estaba esperando.
Antes de acostarse, fue hasta la orilla sin las zapatillas. La arena estaba fresca. Era muy agradable. Y el agua también. Se remangó los pantalones. Pequeñas olas negras le llegaban a las pantorrillas. Se lavó la cara, los brazos, pero no se aventuró más adentro, primero porque no sabía dónde dejar las llaves del coche, que ahora guardaba en el bolsillo, y segundo porque le daba miedo no poder distinguir qué clase de animalillos habría en el agua. De todos modos, alguien menos cobarde que ella estaba bañándose ahora mismo en aquella inmensidad entre seres resbaladizos que pasarían rozándole. Admiraba profundamente a los aventureros que encontraban placer donde ella sólo encontraba peligro.
Esta vez cogió la manta del maletero e hizo una almohada con las pequeñas toallas y los pantalones doblados cuidadosamente, lo que también serviría para plancharlos un poco. No se sentía cómoda con la blusa, que tarde o temprano tendría que lavar, y se la quitó. Se estiró lo que pudo en los asientos y se tapó, pero sacando de la manta, como acostumbraba, media pierna. Dejó las ventanillas dos o tres dedos abiertas de modo que se formara una suave corriente de aire pero que nadie pudiera meter tanto la mano como para intentar bajarlas.
Fue a eso de medianoche cuando sintió una mano acariciándole el pie que estaba al aire. No era la primera vez que ocurría, pero no quería desvelarse y continuó con los ojos cerrados. No había nada que temer, no había nadie más que ella en el coche, de eso no cabía duda, lo que no impedía que fuera una sensación demasiado rara, desagradable, así que resguardó el pie. Desde que se encontraba en esta extraña situación notaba con frecuencia respiraciones a su lado o que una mano le pasaba por la espalda. A veces como si le soplaran. Sentía de pronto algo fresco en la frente o algo húmedo en la mano. Daba la sensación de que hubiese gente invisible a su alrededor.
Estaba tan cansada que enseguida se fue quedando dormida mientras pensaba que todo eran aprensiones, una manera de no estar sola, quizá. Sin embargo, al rato -un rato que pudo consistir en dos o tres horas- oyó una voz.
– Julia, no estás sola. No debes temer absolutamente nada. Mi nombre es Abel y estoy contigo. Todos nosotros estamos contigo.
Entreabrió los ojos. La voz la había despertado. Sin embargo, no estaba soñando con ningún Abel. ¿Quién era ese Abel? Su voz había llegado en el mismo tono de fondo en que llegaban el ruido de las olas o el más lejano de los coches. Saltó a los asientos delanteros y encontró en la guantera un bolígrafo y una factura de la gasolinera, en cuyo reverso escribió la frase de Abel. «Todos nosotros estamos contigo», había dicho.
¿Quiénes eran todos nosotros? Ahora sí que se había desvelado. Volvió atrás y se tumbó con las manos en la nuca. El aire entraba más frío aún por las rendijas de las ventanillas y la manta no le molestaba.
«Todos nosotros» debían de ser esos seres que le tocaban el pie, la espalda, la cara, el pelo, que respiraban a veces a su lado. Podrían ser almas sin cuerpo, almas perdidas. Aunque mejor que almas, espíritus, porque los espíritus serían como las personas, pero invisibles, no estarían desgajados del cuerpo como el alma. Las almas sin cuerpo daban pena, pero no los espíritus. Los espíritus eran algo así como la esencia del ser humano. También podría ser que significasen lo mismo el alma, el espíritu y un ángel.
Los ángeles eran seres superiores porque ellos podían descender hasta los humanos, pero los humanos no podían ascender hacia ellos. Era muy reconfortante pensar en ángeles. Sería maravilloso que realmente fuesen ángeles quienes cuidasen de Julia, quienes le pasaran la mano por el pelo y le hicieran compañía. Aunque pensándolo bien, era más fácil creer en un espíritu que en un ángel. Un ángel estaba comprobado que era un ser imposible con su enorme esternón para sostener unas gigantescas alas, que no necesitaba porque al ser seres superiores se desplazarían de una manera inimaginable para los humanos, y por eso el ojo humano no podía captarlos. Y cuando de alguna manera se lograba verlos, no se sabía que eran ellos.
Un espíritu podría ser un ser que existiese en otra dimensión. Aunque alguien que se presentaba con su nombre tenía más pinta de ángel que de espíritu. Los nombres de los ángeles eran muy conocidos mientras que los espíritus eran anónimos. El ángel Abel. Abel también podría ser un arcángel, que sería más o menos un jefe de ángeles, y por eso le hablaba a Julia de «todos nosotros».
Pero ¿tan importante era Julia como para que se ocupara de ella un ejército de ángeles? ¿Qué había hecho de bueno en la vida? Prácticamente nada, tampoco malo. No había matado a nadie ni había salvado a nadie. No tenía grandes sentimientos ni grandes ideas, ¿por qué iba a fijarse en ella ningún ángel? No se tenía por especial o diferente. No se consideraba mejor que los demás. Claro que el ángel era Abel, no ella. El arcángel Abel con unas impresionantes alas de plumas blancas.
Quienquiera que fuese no había llegado hasta ella para hacerle daño. Incluso aunque fuese fruto de su mente, el propósito sería ayudarse a sí misma en esta difícil situación, así que volvió a cerrar los ojos y a quedarse dormida. Que me toquen, rocen y hablen todo lo que quieran, pensó, si lo hacen por algo será.
Félix
Estaba seguro de que Julia habría querido que esperase todo lo posible para llamar a Angelita, su madre. Pero este segundo día por la noche, a eso de las once, y cuando Abel se marchó definitivamente a los que él llamaba sus aposentos, pensó que ya no podía esperar más. Tampoco Julia habría querido que por teléfono le contase todos los detalles, sólo lo básico, que había ingresado en el hospital y que le estaban haciendo pruebas, callándose el hecho de que aún no había recobrado el conocimiento, ni siquiera que lo había perdido. Así que Félix habló lo más rápido que pudo con ella para no darle tiempo a preguntar. Angelita, tal como Félix se temía, insistió en venir a ver a su hija, y no pudo hacer nada por disuadirla. Le dijo que no podía responsabilizarse de ella, y ella le contestó que estaba acostumbrada a cuidarse sola y se la imaginó con la medalla que llevaba colgada del cuello en que se indicaba el grupo sanguíneo y los medicamentos a los que era alérgica por si se desvanecía en la calle, y el aparato de la cruz roja con un gran botón rojo en la mesa del salón de su casa para pulsarlo en caso de que se encontrase mal. También le habían colocado una cartulina al lado del teléfono con los números en grande de las urgencias y las ambulancias, y el móvil estaba preparado para que pulsando una tecla le llegara a Julia una alarma por si acaso no le daba tiempo de alcanzar el botón rojo o se resbalaba al ir a comprar el pan o sufría un mareo en cualquier momento. Vivía rodeada de tantas señales de socorro que parecía milagroso que sobreviviera.
Según lo esperado, tardó un rato largo en ir a buscar un bolígrafo para apuntar la dirección del hospital y luego para escribirla. La del apartamento era tan complicada que Félix desistió de dársela. Le dijo lo más lenta y claramente que pudo que le era imposible ir a buscarla al aeropuerto, por lo que tendría que tomar un taxi hasta el hospital, que le costaría unos cincuenta euros, y que una vez allí tendría que encontrar la habitación 407.
– No lo olvides -le dijo-. La 407. Si tienes algún problema llámame al móvil.
Angelita se despidió con un adiós titubeante, como si hubiese algo que no había quedado claro, pero que aún no sabía qué era.
La llegada de su suegra suponía un problema más y no podía evitar que la idea le inquietara. Ni siquiera sabía si su presencia le vendría bien a Julia, porque para Julia su madre significaba atadura, responsabilidad, preocupación y sentimiento de culpa si dejaba de preocuparse por ella.
Estaba seguro de que a la Julia despierta no le haría ninguna gracia que su madre viniese sola, pero ahora la que necesitaba ayuda era ella y su madre de setenta y nueve años tendría que arreglárselas. En cuanto a la Julia dormida era imposible aventurar qué vería dentro de su propia cabeza, que en definitiva según el doctor Romano era donde acababa todo lo que está fuera.