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Félix
Hoy el doctor Romano tenía muy buen color de cara, que le hacía más afable de lo habitual aunque sin perder la seriedad que lo caracterizaba y en el fondo le daba tanta credibilidad. ¿Quién pondría su vida en manos de un doctor Romano alegre y desenfadado? Seguramente tenía tan pocas ocasiones de sonreír y alegrarse de algo en la clínica, que había optado por un gesto grave que no hiciera pensar a los pacientes que se los tomaba a la ligera. Pero ahora ese color ligeramente bronceado y saludable delataba otra vida aparte, una casa en la sierra o en la playa donde se olvidaría de todos ellos, donde por fin se reiría y bebería con los amigos, donde tal vez hubiese una mujer a quien besar y contarle cómo le había ido el día en el hospital. En realidad no era tan viejo como parecía. Tenía la piel tersa y bastante viveza en los ojos. Era el pelo blanco y la sombra también blanca pegada al mentón lo que le convertía en un falso viejo. La falta de relieve musculoso, las manos pequeñas y las muñecas delicadas y flexibles indicaban que no se había distraído haciendo deporte y que salvo estas escapadas de fin de semana se dedicaba a su profesión en cuerpo y alma.
– Creo que mi mujer me oye y que escucha lo que se le dice y que reacciona en su mundo de sueños, que lo que siente aquí la lleva a hacer algo allí. Tal vez pudiésemos ayudarla a encontrar esos pasillos de los que me habló el primer día, que la traigan hasta aquí.
El doctor cabeceó como animando a hablar, pero sin afirmar.
– ¿Quiere que le diga que sí, que yo también lo creo? -hizo una pausa. El cerco blanco de alrededor de la boca se inmovilizó-. En Tucson han realizado un experimento por el que se ha descubierto que un cerebro profundamente dormido continúa asimilando información, sobre todo, información que tenga especial importancia para el que duerme. En nuestro caso necesitaríamos evidencias de que es así, no creencias ni suposiciones de alguien tan implicado emocionalmente como usted. Y en caso afirmativo tampoco estamos preparados ni sabríamos cómo entrar en el mundo que se esté creando en su cabeza.
Félix no dijo nada, ¿qué iba a decir?, si estas palabras parecían salidas de sí mismo. Por un instante se quedó con la mente en blanco. El doctor Romano logró sacar de su gesto serio e impenetrable otro más serio aún, que le hizo a Félix sentirse completamente perdido en el despacho provisto de un ordenador, libros de consulta en estanterías chapadas en nogal, medicamentos en un armario con puerta de cristal. Las persianas de gradulux de las ventanas estaban más altas de un lado que de otro, lo que indicaba que en estos despachos importaba más el contenido que la forma. A veces lo recibía en este despacho y a veces en otro. No estaban personalizados, ni los sanitarios tenían ningún interés en dejar su huella, aunque fuese mínimamente como los empleados de la aseguradora, que enseguida ponían pegatinas en su ordenador y en la mesa recuerdos traídos de las vacaciones.
– Sin embargo -dijo, sacando a Félix de la confusión en que se había sumido-, tengo algo que preguntarle. ¿Solía quedarse dormida Julia con frecuencia, más de lo normal?
Félix, concentrado en la persiana, subida de la parte izquierda y bajada en la derecha y no muy limpia, tuvo que reconocer que ahora que el doctor lo decía, desde que Tito nació, Julia se encontraba permanentemente fatigada, siempre tenía sueño. Caía dormida en cuanto se ponía a leer o a ver la televisión, también en el cine, y en la consulta del médico. La mayoría del trayecto de Madrid a Las Marinas había venido dormitando.
– ¿A usted no le pareció extraño, no le preocupó? Por lo que dice su mujer podía estar sufriendo un episodio de narcolepsia, que quiere decir quedarse dormida involuntariamente.
El doctor no sabía a qué se dedicaba Félix. No sabía que su cerebro funcionaba fijándose en todo, pero que se había negado internamente a analizar a Julia. Y aunque se había dado cuenta de que su comportamiento había cambiado, lo achacó a debilidad y a la típica depresión posparto. El nacimiento de Tito la había agotado y además tenía que adaptarse a una nueva situación. De pronto, había venido al mundo un ser que dependía de ellos al cien por cien y Julia se encargaba de cuidarlo hasta que él llegaba del trabajo y ella se marchaba al suyo. Lo que ocurría hasta ese momento no podía saberlo, tal vez se quedase dormida y tal vez se pasara acostada más tiempo del que suponía. Decía que Tito daba mucho trabajo. Y, psicológicamente, si se pensaba en serio, esta responsabilidad podía llegar a desbordar. Tal vez todo unido había hecho que la situación superase las fuerzas de Julia.
– ¿Consideró alguna vez la posibilidad de que no fuera feliz, de que se sintiese desgraciada?
A Félix nunca se le habría ocurrido que una pregunta semejante fuera científica, pero Romano era un científico y eso le bastaba.
– El mundo ha cambiado en poco tiempo, también nuestra forma de estudiarnos. Antes se creía que el cerebro era un órgano que no cambiaba y ahora todo lo contrario. Tendemos -dijo, leyendo el pensamiento de Félix- a abordar el análisis del cerebro y la mente de modo interdisciplinar. El cerebro es el que manda en nosotros. Envía señales al resto del cuerpo para que haga esto o lo otro y al mismo tiempo su funcionamiento está determinado por nuestras creencias, deseos, miedos. Nos hace como somos y a la vez podemos influir en él y modificarlo. Por eso hay que considerar todos los aspectos de la vida.
Entraba dentro de lo posible que Julia hubiese aspirado a algo mejor. Él fue el primer sorprendido cuando aceptó casarse, incluso antes, cuando aceptó tener una relación con él. Si era sincero, nunca llegó a tener la certeza de que estuviera enamorada, aunque tampoco era necesario estarlo absoluta y completamente hasta la obnubilación, porque había comprobado a través de bastantes casos investigados en la aseguradora que la obnubilación pasa dejando un gran rastro de decepción. Estaba convencido de que era más duradero amar un poco que demasiado.
– ¿Tiene alguna explicación el amor? -preguntó Félix pensativo.
Romano no sonrió como sería de esperar porque detrás de la palabra amor y del romanticismo que entraña habría toda una operación neural de gran envergadura y no sólo un concepto poético y filosófico.
– El amor es una reacción química bastante curiosa. Sabemos que el esfuerzo de concentración que realiza el cerebro para desear a una persona, para singularizarla del resto de la humanidad y para enaltecerla no es comparable a nada. Prácticamente cuando se está bajo este efecto no se pueden poner los cinco sentidos en hacer otra cosa. Por eso cuando aparece, cuando hace acto de presencia, es reconocido inmediatamente. Es una de las pocas cosas de las que se tiene certeza, del amor.
A Romano le flojeó la voz porque Romano se había enamorado perdidamente alguna vez en su vida, y Félix hacía como que no le miraba para no incomodarle.
– El amor agota porque hace pasar al sujeto por emociones muy intensas en poco tiempo. Alegría, dolor, celos, éxtasis. Aunque es más doloroso no haberlo sentido nunca, ¿no le parece?
Félix asintió pensando con cierto orgullo que él sí había tenido ese sentimiento. Él sí se había enamorado de Julia y estaba seguro de que había sucedido porque Julia se metió en su cabeza y ya no salió. Desde entonces estaba allí, como el cerebelo, el hipotálamo o el lóbulo frontal. Y ahora le habían arrebatado a Julia y también ese sentimiento porque ya no la amaba de la misma forma que antes. Ahora la quería con impotencia y una gran pena.
Julia se conformó con compartir el piso de Félix hasta que ahorrasen para comprar uno más grande en el futuro. Lo bueno es que tenía bastante luz y Julia le dio un aire mucho más alegre al mandar pintarlo de colores suaves. Naranja para el salón, verde manzana para el cuarto de ellos dos y malva con unas grecas para el niño. Disfrutó decorando la casa a su manera, de eso no había duda. Pero probablemente se había quedado embarazada demasiado pronto. Pensó que como ya tenía veintiocho años no debía esperar más para no repetir la historia de su madre y que había llegado el momento de decidirse. Y puede que ahí radicara el problema, en que quizá tal momento no había venido de forma natural. Félix nada más aterrizar en casa se encargaba del niño, lo bañaba, hacía la cena y a veces llamaba a la vecina que les hacía de canguro y se iban al cine o salían con amigos, aunque era cierto que ella siempre se encontraba impaciente o ausente o somnolienta, no le interesaba nada de lo que se decía y quería regresar a casa lo antes posible. Había que pensar que era normal que le preocupara dejar a Tito en manos ajenas, ¿verdad, doctor?
El doctor meneó la cabeza dubitativo, la cuestión era complicada.
– Las evidencias apuntan a que se sentía más desgraciada que feliz y el ánimo afecta al estado general.
Ahora que Félix había comenzado, aunque fuese tímidamente, a analizar a Julia debía ser lo más objetivo posible aunque le doliese, de otra manera no podría ayudarla.
El doctor, entrelazando sobre el expediente sus pequeñas y ágiles manos, le dijo que nadie puede responsabilizarse al milímetro de la felicidad de otro.
– Son cosas que ocurren -dijo-. No se culpe. No podemos comportarnos con las personas que nos rodean como si se fuesen a morir dentro de cinco minutos porque entonces caeríamos en el paternalismo, la blandenguería, la concesión gratuita y no desarrollaríamos nuestra personalidad.
«Ciertas alteraciones profundas del sueño -continuó mientras Félix trataba de contemplar con nuevos ojos un posible nuevo escenario de su vida- pueden conducir a estados graves. El conocer qué produjo la alteración del sueño de Julia podría ayudar, aunque tampoco es seguro que saberlo pueda corregir el daño, sobre todo porque no sabríamos cómo. Se pudo tratar de un suceso traumático, de un desequilibrio nervioso, o simplemente de algo físico, hay veces en que las conexiones fallan sin que intervengan los estados de ánimo. Tenga en cuenta que aunque se ha avanzado mucho en las investigaciones sobre el cerebro aún estamos empezando. Puede que lleguemos a conocer su funcionamiento general, pero no lo que es capaz de hacer. La mente continúa siendo tan misteriosa como el universo que nos rodea.
El doctor se quedó un momento pensativo.
– Galaxias, cúmulos, nubes de hidrógeno, estrellas que colapsan -por primera vez le miró directamente a los ojos para tomar tierra-. Vamos poco a poco. Y el caso de su mujer es atípico. Atípico quiere decir que es algo nuevo para nosotros y que quizá el tratamiento que aplicamos no es el adecuado o es insuficiente. Le seré sincero, estamos haciendo lo básico en estos casos.
– ¿Cómo describiría el estado de Julia?
– Diría que está sumida en un sueño del que no puede despertar. Sus ondas electromagnéticas se comportan como en los sueños. Las hay lentas y las propias de la fase REM. La diferencia está en que tiene menos movilidad. No se da la vuelta en la cama, ni saca por propia voluntad los brazos fuera de la sábana ni tampoco los mete,
pero cada vez damos más crédito a la posibilidad de que existan esas respuestas a estímulos externos de que usted nos habla, como apretar la mano o mostrar gesto de enfado o de satisfacción, qué se le acelere el ritmo cardiaco si sueña que está corriendo o que incluso sude si está en pleno esfuerzo. Si nos olvidamos de lo que sabemos y de lo que no sabemos son posibles muchas cosas. Si no me engaño, usted sabe distinguir perfectamente entre la fantasía y la realidad, algo mucho más infrecuente de lo que pueda creer. En un principio los datos nos dieron un coma. Pero ha habido cambios. Le seré sincero, no estamos seguros de si ha evolucionado a mejor o si nos precipitamos al dar por hecho que estaba peor. El problema es que nos resulta difícil manejar este sueño persistente. De lo único que podemos dar fe es de que está dormida.
Romano estaba contemplando las palmeras del jardín mientras hablaba de espaldas a Félix. No era un hombre a quien le gustase estar mirando a los ojos de su interlocutor. La presencia del otro le resultaba opresiva, pesada, excesiva y se buscaba sus artimañas para alejarle de sí lo más posible mientras hablaban. De vez en cuando giraba la cabeza hacia Félix para comprobar si todavía seguía ahí, hasta que se volvió del todo.
– Insisto en la conveniencia de trasladarla a Tucson. Seguramente ellos le darían un enfoque más apropiado.
Félix sin moverse de la silla rodante agachó la cabeza y la apoyó en las manos. ¿Dónde estaba Tucson? ¿Y qué clínica sería ésa? Una clínica blanca y silenciosa con médicos y enfermeras y enfermeros vestidos de blanco caminando entre sueños y pesadillas. Hasta hace un momento ésta habría sido una de esas historias que se ven en los documentales. Y, sin embargo, les estaba ocurriendo a ellos.
El doctor volvió a dirigirle una mirada que estaba en muchas partes a la vez.
– ¿Y bien? ¿Qué le parece? Dadas las circunstancias, sería lo más sensato.
En la aseguradora se daban cursos a los empleados de cómo envolver, convencer y en definitiva crearle al posible cliente la urgencia, con datos y calculadora en mano, de protegerse del futuro, de lo desconocido, de asegurar algo que aún no existía, y por tanto en la venta entraba en juego el miedo, no un miedo terrorífico, sino fino, suave como una sombra pasajera. Así que sabía perfectamente que las ofertas había que aceptarlas o rechazarlas con la cabeza fría, no dejarse llevar por el pánico al vacío, ni por ninguna angustiosa necesidad de solucionar un problema que aún no existía. Y aunque ahora no se trataba de hacer una póliza de seguros ni de explotar ningún miedo inconcreto sino de devolverle la vida a Julia, la experiencia y la práctica le hicieron esperar en silencio a que la sorpresa perdiera fuerza y su mente se calmara.
– Si le preocupa el precio, podemos recurrir a ayudas.
Félix consideró oportuno continuar en silencio. Ahora era su mirada, y no la de Romano, la que vagaba por las estanterías y la que descubrió dos enormes volúmenes sobre arte completamente fuera del tono general de este sitio. El doctor por su parte se sentó por fin en la mesa ante él y su errática mirada buscó la errática mirada de Félix hasta que ambas coincidieron.
– Bien, pues si está de acuerdo iniciaré los trámites -dijo y pulsó una tecla del ordenador como si pensara ponerse manos a la obra en ese mismo instante.
Era el momento oportuno para que Félix se levantara.
– Me gustaría esperar un poco más -dijo.
– Esperar… ¿por qué? No tenemos indicios serios de que vaya a mejorar y sobre todo no sabemos por dónde tirar.
Félix no cayó en la tentación de insistirle en que sí había indicios de cambio a mejor, cierto que leves y efímeros, pero tan reales como que ellos dos estaban hablando en aquel despacho. En términos de realidad lo poco perceptible no existe menos que lo muy visible, son dos maneras diferentes de existir. En su actividad profesional había visto muchas veces cómo en algo sin importancia aparente se encontraba la clave de los acontecimientos.
La mano del doctor se alejó del ordenador contrariada.
– Ocho días más y si continúa igual veremos lo de Tucson. Piense que tal vez estemos perdiendo un tiempo precioso.
– Tal vez -dijo Félix-. Pero no podemos asegurarlo. Asumo la responsabilidad.
Romano se levantó, miró el reloj en su delicada muñeca más de lo esperable.
– Bueno, no nos precipitemos. Piénselo con calma y mañana hablamos. Ahora tengo otra visita.
Félix salió. Ocho días de prórroga. Recorrió el camino hacia la habitación perdiendo la fe en la recuperación de Julia. Un camino demasiado largo en que podían tenerse excesivos pensamientos negros. Un problema añadido a lo que le ocurría a su mujer es que se tratara de una enfermedad extraña, no tipificada y por ese lado inexistente, aunque existieran los efectos. Y era de temer que si los efectos no fuesen tan dramáticos ni siquiera la habrían ingresado en un hospital. ¿Una narcolepsia prolongada? ¿Una narcolepsia sin retorno? Una vez vio un documental sobre el tema en la televisión sin prestarle mucha atención, la verdad. Podía ser tantas cosas, incluso alguna que aún no le hubiera ocurrido a otra persona. ¿Cómo se le había podido escapar que Julia iba cayendo poco a poco en este estado? En el fondo había cometido la ingenuidad de creer que lo raro, lo que se sale fuera de lo normal, les ocurre a los otros, a los clientes de pólizas millonadas, a los vividores, a los estrafalarios y a los que tientan la suerte, a quienes se dejan ver por el ojo que debe de existir en alguna parte del universo buscando siempre una presa donde posar la vista y su amor o su ira. Y de alguna mañera Julia con su pelo rojo y su alma había llamado la atención del ojo.
Cuando llegó a la 407 la luz de las once de la mañana entraba por la ventana aclarando el mundo real hasta los mínimos detalles. El suelo imitando mármol, el armario metálico bañado del azul del cielo y el tono ocre de las paredes. El deslumbrante pelo de Julia, que Angelita tanto cuidaba para que al despertar se lo encontrara como estaba acostumbrada a verlo, resultaba demasiado brillante y vivo, demasiado resplandeciente en torno a alguien inmóvil. Le habían quitado los puntos de la frente y en esa zona la carne estaba más rosa. Las costras de los arañazos de las manos se le iban cayendo. Parecía que una parte de Julia volvía a la normalidad mientras que la otra se quedaba atrás, paralizada.
Félix prefería la noche, las estrellas de la ventana y una cierta quietud más en armonía con el estado de Julia y con el suyo propio. Por el día, el ajetreo del pasillo, la entrada y salida constante de personal de la habitación, la claridad incitando a la actividad creaban un contraste tan fuerte con Julia siempre dormida que era difícil soportarlo. Entonces había momentos en que se producía la revelación de que no había nada que hacer. Uno se quedaba contemplando su figura estancada en el lago de luz y tenía la sensación de que sólo quedaba esperar que el sol colapsara y que todo acabara de una vez. ¿Y en Tucson? ¿Serían las cosas diferentes en la clínica blanca y silenciosa?
Pero las revelaciones nunca vienen solas. Caminó hacia la ventana bordeando la otra cama vacía con una capacidad sobrehumana para comprender las verdaderas intenciones del doctor Romano, que consistían ni más ni menos que en deshacerse de Julia. Para qué engañarse, era un caso perdido y Romano no sabía cómo quitárselo de encima. Félix comprendía la situación porque él mismo en su trabajo se encontraba en estos apuros, digamos que con más de una calle cortada. Pero incluso las calles cortadas ofrecen posibilidades. Puertas que se pueden forzar, ventanas a las que trepar por la fachada, tuberías por las que ascender al tejado. Era cuestión de no dejarse acobardar y fijarse bien en todo lo que hay, de no consentir que los nervios dejen pasar por alto algún detalle por insignificante que parezca.
Julia
Anduvieron de la puerta de la discoteca al parking observándose de reojo.
– ¿Dónde está el coche? -preguntó Óscar mirando el cielo hacia la Osa Mayor.
Julia caminó unos pasos y se apoyó en el capó.
– No es nada del otro mundo -lo revisó con movimientos de mecánico-. Por lo menos, tiene cinco años.
– Tiene dos -dijo Julia.
– Como si tiene uno. No creo que te dé más de los tres mil euros que te dije.
Puso la pesada mano del reloj y el anillo en la ventanilla del conductor.
– ¿Vamos?
– Hay un problema -contestó Julia-. No tiene apenas gasolina.
– Y no tienes dinero -añadió él-. Está bien. Iremos a la gasolinera y en cuanto el jefe te pague me lo devuelves.
– ¿Y si no lo compra?
– Entonces tendrás que devolverlo de todas formas.
Julia le dejó conducir hasta la gasolinera. Mientras él comprobaba que se llenaba el depósito hasta la mitad, ella consideró la posibilidad de llevarlo ella hasta la casa, pero también pensó que si tenía las manos ocupadas con el volante estaría en inferioridad de condiciones. Fue un pensamiento repentino que tenía que ver con el hecho de que se estaban alejando del pueblo y se dirigía con un extraño a algún sitio que no conocía, lo que suponía un riesgo.
Pasaron el faro y subieron por una carretera llena de curvas bordeando el abismo que la montaña iba dejando abajo. Al principio Julia se agarraba con miedo al asiento y luego se dejó llevar. Necesitaba descansar un momento de tanto estar alerta. Lo único que podría suceder era que se precipitaran abajo, y entonces todo terminaría. Incluso de día daba la impresión de que los árboles, los coches y los chalés con sus pérgolas y sus piscinas bajaban rodando desde los montes que circundan la costa y que hacen que el mar sea más profundo aún.
Atravesaban la nada en una nave con los motores en silencio. El brazo de Óscar no era musculoso ni tenía nada especial y no se entendía por qué le gustaba ir enseñándolo. A Julia le molestó oír su voz preguntándole si estaba casada. Sus movimientos iban dirigidos a ponerle la mano en el muslo y preferiría asegurarse de no ser rechazado. Julia le dijo de mala gana que ya le había contado en el súper que no encontraba a su marido y a su hijo.
– ¿Y eso es verdad? La gente que roba cuenta muchas mentiras para salirse con la suya.
De pronto se abrió un hueco de luz amarillenta en la oscuridad, que se iba agrandando según se acercaban a él. Óscar pulsó un pequeño mando a distancia, y unas verjas se abrieron. Los faros del coche trazaron una semicircunferencia sobre plantas olorosas. Abrió la puerta de entrada y pasaron a un enorme salón separado del universo por una larga pared de cristal.
– Vendrá ahora. Me dijo que le esperásemos. Tenía un asunto que atender en La Felicidad. ¿Quieres tomar algo?
– No creo que alguien con esta casa necesite mi coche.
– Es su negocio. Exportar, importar. Ya sabes. A veces hace cosas por capricho.
Óscar se sirvió una ginebra azul y se recostó en un sillón cuadrado de piel blanca con las piernas abiertas en plan cómodo, pero la realidad era que no pegaba con el salón. La casa debía de costar como mínimo treinta o cuarenta millones de euros y tenía la sensación de haberla visto antes. Desde luego no recordaba haber estado nunca en ésta o en otra igual, pero más o menos sabía dónde se encontraban los dormitorios. Se dirigió sin titubear al baño de invitados. Puede que fuera una de esas casas particulares que salen en las revistas. Las paredes estaban cubiertas con cerámica antigua y el lavabo era de cristal grueso, sobre el que había una planta verde. Se estaba bien allí.
Al salir, le dijo a Óscar que haría tiempo dando una vuelta por el jardín y le pidió un cigarrillo para filmárselo bajo la luna.
– No te pierdas por ahí -le dijo él alargándole el cigarrillo ya encendido-, y entierra la colilla.
Julia no fumó hasta que estuvo fuera, entonces absorbió una gran bocanada que le llenó la garganta, el pecho y la cabeza de humo, aunque le desagradó notar el filtro húmedo de la saliva de Óscar. Óscar lo había chupado demasiado pensando quizá que a ella le gustaría. No era lo que se dice fumadora, ni se acordaba de fumar por lo general, pero ahora le venía bien esta pequeña barrera entre el universo y ella, entre el jardín y ella, incluso se había mareado un poco probablemente por fumar con el estómago vacío. Había comprobado que tenía el estómago más sensible que el resto de la gente y que no podía seguir su ritmo, pero ahora le daba igual.
Por mucho que se internase entre árboles y flores nunca llegaba a una valla, a un límite del jardín. Todo en esta casa era de dimensiones olímpicas. El mantenimiento de tanto terreno debía de costar otra fortuna. Sería muy bonito que Tito creciese en un jardín así, seguramente se le podría construir una casita en un árbol, por supuesto un árbol sólido y fuerte. Un niño debería tener todas las cosas que ya no se pueden disfrutar de mayores. Fue hacia la piscina, que parecía fundirse con el mar. Abajo sonaban las olas, en la oscuridad más absoluta. Sin embargo, debajo del agua iluminada y transparente había letras que no podía leer por mucho que lo intentase. Las letras ondeaban como peces. Se preguntó si pondría Marcus.
– Báñate si quieres -dijo una voz a su espalda que le resultaba conocida. Más aún, sabía de quién era. Se volvió-. Hola -dijo él con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta.
Era una chaqueta ligera de lino que se había puesto sobre la camisa que llevaba en la discoteca.
– No me digas que eres el dueño de La Felicidad… y de esta casa.
– Y que tú eres la que quiere vender un coche.
Parecía que de pronto todo encajaba. En medio de su jardín Marcus resultaba aún mejor que entre las sombras del local. Las ráfagas ondulantes que desprendía la piscina le aclararon los ojos. Era muy difícil saber qué pensaba este hombre, no porque fuera inexpresivo sino porque sus pensamientos eran completamente extraños para ella. Julia dirigió la vista hacia la casa.
– ¿No tienes familia?
Durante un interminable instante pareció que no iba a contestar, como si hubiese pensado, ¿a ti qué te importa?, pero luego, para alivio de Julia, cambió de opinión.
– Ahora estoy solo.
– Yo también estoy sola ahora -dijo Julia sin necesidad puesto que él no le había preguntado. Desde que vivía con Félix había comprendido la importancia de saber retener y controlar la información por banal que fuera. Por la boca muere el pez, se dijo.
Marcus le prestó más atención. Una atención que la intimidó. Lo más probable era que acabasen en la cama. Claro que… podría irse ahora mismo, poner alguna excusa y marcharse, pero ¿adonde? Al menos esto era algo.
Marcus echó a andar hacia las cristaleras. Óscar los miraba desde dentro con el vaso en la mano del anillo.
– Tendremos que ver ese coche -dijo Marcus con una voz inesperadamente cálida.
Queriendo o sin querer, transmitía la idea de que ella le interesaba. Julia sabía que no era una belleza que encajara en la imagen que uno se hacía de Marcus: un hombre de mundo, un hombre de la noche, dueño de una discoteca muy concurrida de la costa. Al lado de alguien así se esperaba ver a una modelo, a una mujer despampanante, aunque Julia tenía la ventaja de ser atípica, un poco extraña. Siempre que le había gustado a un chico le había dicho que le gustaba porque era diferente.
Al salón no se podía entrar directamente por las cristaleras. Había que bordearlas y hacerlo por una puerta lateral. Cuando llegaron, Óscar se había ido. Había dejado el vaso con dos dedos de líquido y la rodaja de limón en la barra del bar años sesenta, que ocupaba una esquina del salón.
– ¿Cuánto te ha dicho que pienso darte por el coche?
– Cinco mil -dijo Julia rápidamente subiendo la cifra que le había dado Óscar.
Marcus casi sonrió, tal vez sabía que le estaba engañando. Y Julia pensó que hay personas que es mejor que no se te crucen en el camino porque poseen demasiado poder natural sobre los demás. Marcus por lo menos lo tenía sobre Óscar y sobre ella. Óscar le obedecía y, de alguna manera que a ella se le había escapado, había recibido la orden de marcharse, de dejarles solos. Marcus se colocó detrás de la barra del bar, pero no recogió el vaso de Óscar. Sólo tuvo que meter la mano debajo para sacar una botella de cerveza helada. Julia se acercó con sus viejas zapatillas, que sobre el suelo de mármol blanco y negro parecían aún más viejas, y Marcus, sin preguntarle, sacó otra cerveza como la suya, que era exactamente lo que a Julia le apetecía beber.
– ¿Ese color de pelo es tuyo? -le preguntó tendiéndole la botella.
Julia asintió llevándosela a la boca. Los labios notaron el frescor.
Esta situación tan placentera, esta increíble aventura no debería producirse en un momento destinado a buscar a su marido y a su hijo porque lo más seguro es que fuese a tener remordimientos durante el resto de su vida por haberse sentido tan bien y por dejarse llevar.
Marcus sentado en un taburete con pie de acero la miraba por partes y no de una manera completamente frontal. Parecía estar decidiendo si Julia acababa de interesarle o no.
– Bueno, ¿qué me dices? ¿Te apetece darte un baño? Tienes la piscina para ti sola. En la caseta hay toallas.
– Llevo todo el día de acá para allá y me gustaría ducharme con gel, champú, ya sabes.
A Marcus le pareció bien la idea. Dijo que usara el primer cuarto de baño que encontrara y que mientras tanto él iría a probar el coche.
Julia no supo decidir con rapidez porque tenía muy pocas opciones a las que agarrarse. Podría decirle que irían los dos a verlo, o sacarse, como se sacó, las llaves del bolsillo y entregárselas sin más historias porque lo contrario habría sido ridículo por mucho que para ella significase tanto la única posesión que tenía. Así que le tendió las llaves y subió las escaleras también de mármol en busca de un cuarto de baño.
Fue abriendo puertas de dormitorios grandes y pequeños. Había dos cuartos para niños, uno pintado en malva y otro en azul. ¿Niños? Un pequeño pensamiento de extrañeza se quedó revoloteando. Pero no era momento de dudas. Debía actuar y seguir andando y ducharse tal como había proyectado. Él estaría examinando el coche y volvería pronto. Se metió en el baño del dormitorio más amplio y lujoso que encontró y que por tanto debía de ser el que usaba Marcus. Había un sistema de luces fantástico, pero el estilo era un tanto clásico, con cobertor y cortinas de raso color salmón y butacas a juego. En el cuarto de baño dominaba el mármol rosáceo y los remates y agarradores de bronce. Sobre una balda de cristal había frascos de Chanel n.° 5 como si, quienquiera que fuese, temiese que se le acabaran. Todo indicaba que se había metido en el cuarto de baño equivocado. Después de ducharse, se puso cremas que había dentro de los armarios de las marcas más caras. Y antes de vestirse, con el pelo enrollado en una toalla, haciendo tiempo para que la piel absorbiese las cremas, dio un lento paseo por la habitación, revisando los armarios.
La ropa de hombre correspondía a alguien más cuadrado literalmente hablando que Marcus aunque no mucho más alto. Las ropas de la mujer eran muy elegantes y muy clásicas. Uno se imaginaba con ellas a una mujer madura y rica, con mucha vida social. Quizá fuese una habitación destinada a los padres de Marcus, que pasarían aquí temporadas. Se frotó enérgicamente el pelo con la toalla y se lo peinó con los dedos. Entre el vaho del espejo del baño empezaron a aparecer los rizos rojos cada vez más brillantes según se iban secando. El que le gustasen a Marcus hacía que se volvieran deslumbrantes.
Oyó ruidos de coche, motor, puertas. Dio por hecho que Marcus había probado el Audi. También dio por hecho que Óscar podría haber regresado. Esperaba que no, esperaba estar a solas con Marcus. Los dos en aquella casa al borde de un acantilado una noche. ¿Qué era una noche en toda una vida? Su objetivo hacía un rato había consistido en ducharse. Ahora lo sería tener un romance con Marcus, o por lo menos dormir en una cama con sábanas limpias. Descansaría tan bien esta noche que mañana puede que encontrase por fin el apartamento. Los pantalones arrugados y la blusa esperaban estirados sobre la cama. No le apetecía volver a ponerse la misma ropa interior, así que se puso sólo los pantalones y frotó la blusa con el espumoso gel de la ducha, la aclaró, la estiró cuanto pudo, cogió una percha del armario y la colgó en la bañera. Luego buscó algo que le sirviera para la parte de arriba. Le gustaban más las camisas gigantes del supuesto padre de Marcus que los blusones caros de la madre, pero eran demasiado grandes, así que optó por un pañuelo de seda con grandes arabescos en blanco y negro y se lo enrolló alrededor del pecho. Le quedaba perfecto. Esperaba que no le importase a Marcus que lo hubiese cogido. Ya estaría abajo. ¿Qué haría? ¿Contemplando su hermoso jardín mientras pensaba?, ¿mirando sin pensar?, ¿hablando por teléfono?, ¿viendo la televisión?, ¿leyendo el periódico? ¿Qué hace la gente cuando está en su casa? ¿Qué hace entre sus cuatro paredes por majestuosas que sean? ¿Qué haría ella de vivir allí con él?
Anduvo descalza hacia la escalera sobre baldosas frías. La sensación era muy agradable. Había descansado con la ducha. Antes de llegar al hueco de la escalera, la detuvieron unas voces. Era algo inesperado que rompía el plan que había ido armando en la cabeza. Se asomó con precaución. Ninguna de las voces era la de Marcus y tuvo que bajar unos escalones para poder verlos junto a la chimenea. Eran un hombre y una mujer, a los que, de ser los padres de Marcus, no quería presentarse sola y de sopetón. Estaban diciendo que Óscar era un descuidado y que no volverían a dejarle la llave.
– No cuida bien el jardín y encima ha cerrado mal la puerta.
– Y la verja. La verja estaba abierta -dijo él.
– Tendremos que cambiar las cerraduras -dijo ella-. Ya no me fío. Ha podido hacer copia de las llaves.
– Tendré que mirar en la caja -dijo él-, aunque lo que hay de valor está a la vista, los muebles, los electrodomésticos, los cuadros. Y parece que está todo.
Julia no podía apartar los ojos del supuesto padre de Marcus, le resultaba conocido. Tenía rasgos campesinos, pelo oscuro y porte aristocrático. Juraría que lo había visto antes. El bronceado de su ancha cara y sus anchos brazos y manos resultaba más natural que el de su mujer. Parecía que el sol se le había pegado cazando o a base de fuertes sacudidas de viento marino. Llevaba unos vaqueros muy planchados y una de las camisas del armario, azul oscuro como el cielo del jardín.
– No creo que llegase a tanto. De todos modos, no me gusta que haya entrado en la casa. Todo lo que necesita está en la caseta del jardín, tendrá una explica…
– Desde luego -siguió él-. No vamos a hacer un mundo de esto.
– ¡Alberto! ¡Mira! -se indignó ella, oliendo el vaso del mostrador-. Se ha tomado un gin-tonic ¡y dos cervezas!
– Entonces ésa es la explicación. Ha entrado en casa porque tenía sed.
– O ha querido impresionar a alguna chica. Ha podido traerla aquí y hacerle creer que él vivía aquí.
Ella llevaba un elegante conjunto de lino blanco, y él la llamaba Sasa. Pantalones amplios y camisa de manga corta con aberturas a los lados. Era igual de alta que él, por lo que con tacones le sacaría la frente. De joven debió de tener un cuerpo estupendo. Los dos habían sido muy fuertes. Ella era rubia, aunque de un rubio machacado por unas infinitas vacaciones al sol.
El comentario de la supuesta madre de Marcus le hizo recordar a él algo grato.
– De joven se hacen muchas tonterías. Seguro que se trata de una chica. Lo pasaremos por esta vez… Yo también lo habría hecho.
Sasa se descalzó, luego se quitó los pantalones y al final se quedó desnuda. A ella sí que sabía dónde la había visto con un traje blanco parecido al que se acababa de quitar. Fue en el baño del restaurante Los Gavilanes cuando intentaba secar las bragas con el secador de manos. Tenía una gran desenvoltura andando desnuda y se pasaba las manos con satisfacción por los gruesos muslos y la barriga un poco caída. Julia reaccionó apartando la vista, pero enseguida la devolvió al salón. No le apetecía ver lo que estaba viendo. La intimidad de los demás por buena que fuera le incomodaba y le desagradaba, pero por su propia seguridad no tenía más remedio que saber.
– ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a darme un baño ahora mismo.
– Bien, puede que te haga compañía dentro de un rato, pero primero voy a seguir el ejemplo de Óscar y me serviré un whisky -dijo él junto al bar años sesenta.
– ¿Por qué no mencionaban a Marcus? ¿Por qué?, ¿por qué? Era incomprensible que no se les pasara por la cabeza que Marcus pudiera haber estado aquí. Hasta que no asomase por la puerta, Julia no se atrevía a bajar la escalera. Si lo hacía, podrían pensar que era una intrusa y nada de lo que dijera sonaría convincente mientras no estuviera presente Marcus. Puesto que no habían hablado de la presencia del Audi, era de suponer que Marcus estaría dando una vuelta con él. Anduvo sigilosamente hacia el dormitorio, porque en cuanto la dueña regresara de bañarse subiría a ducharse, a untarse sus excelentes cremas y a vestirse con las sedas del armario. De no haber estado descalza Julia, tendría que haberse descalzado para no hacer ningún ruido y temió que las puertas chirriaran al abrirlas, falsa alarma, porque allí todo funcionaba a la perfección. Recogió la ropa que había lavado y las zapatillas, colocó en el armario la percha en que había colgado a secar la blusa y se metió en la habitación más alejada de la grande, en la malva.
Estaban cerradas las contraventanas y no podía ver nada del jardín. Se tumbó en la cama a esperar. Estaba cansada y le gustaría tomar algo de fruta. De alguna parte venía olor a naranja, papaya, melón. Era raro que en una mansión como ésta no hubiera empleados atendiéndola. Habrían sido testigos de cómo había llegado Julia hasta allí, y todo sería más fácil. ¡Qué situación tan embarazosa! Sentía una tremenda irritación hacia Óscar, hacia Marcus y hacia sí misma. Esto le ocurría por desviarse de su verdadero propósito. Marcus no llegaba, la ninfa de la piscina no entraba, el marido estaría saboreando su whisky tumbado en el sofá sin hacer ningún ruido. Del techo comenzó a bajar un aire helado. Debían de haber encendido la refrigeración. Se envolvió en la fina colcha de algodón que cubría la cama y cerró los ojos.
Félix
Angelita con las zapatillas de cáñamo parecía mucho más ligera. Había logrado convencerla para que se las comprara la única vez que fueron los tres juntos al supermercado, y así desdramatizar su imagen subiendo y bajando los dieciocho peldaños del apartamento con Tito en brazos. Lo que son las cosas, cuando alquilaron el apartamento Julia y él pensaron que habían tenido una gran suerte por conseguir el último y que así nadie les molestara. Ahora suponía un obstáculo y estarían mejor en una planta baja, pero las plantas bajas a estas alturas estaban todas ocupadas. Las plantas bajas las alquilaban de un año para otro porque la gente, y él lo sabía de buena tinta, es más previsora de lo que se piensa y gracias a la necesidad de prever lo que se hará dentro de una semana o de un año y de protegerse de lo que pueda ocurrirle en el futuro, en un tiempo que aún no existe, prosperaban las compañías de seguros como la suya. Al menos se había vencido el otro gran obstáculo, los tacones de Angelita.
Diariamente Félix pasaba la noche en el hospital y se marchaba por la mañana después de la visita de los médicos a buscar a su suegra al apartamento para que lo sustituyera. Y a su regreso por la tarde le daba tiempo de hacer con sus frágiles muñecas una cantidad increíble de cosas y de pasear a su nieto por la urbanización hasta la hora de la cena. La situación era trágica por dentro, sin embargo por fuera el aire era azul y se oían los gritos de los niños y los pájaros. La tragedia ocurría en un mundo feliz. Y a no ser que se fuese clarividente nadie podía saber por lo que estaban pasando.
Angelita también se había puesto una falda amplia de aire hippie, que Félix supuso que habría encontrado en alguna tienda cercana a la playa, de esas en que además de periódicos y revistas se amontonan chanclas, grandes toallas con motivos playeros, bronceadores, camisetas y pantalones y faldas de algodón. Otro cambio que hizo fue cortarse el pelo y teñirlo de rubio, un rubio amarillento como la paja mojada. Ahora parecía una joven que hubiese envejecido de repente sin tiempo para adaptarse a su edad.
– Me han teñido a la fuerza -dijo Angelita ante la cara de sorpresa de Félix, que acababa de regresar del hospital después de pasar una noche de perros.
– Han hecho bien, porque lleves canas Julia no va a despertar.
– Mi hija ha tenido mucha suerte al encontrar un hombre como tú. Ojalá pueda enterarse -dijo contemplándole con una intensidad que le ruborizó.
Mientras esta nueva Angelita preparaba café en una cafetera que Félix no había visto antes, pensó que él estaba tan cansado y Angelita había rejuvenecido tanto que bien podría marcharse en un taxi en lugar de llevarla él al hospital. Así que llamó a la parada de taxis del pueblo y dio la dirección. Tenían que recoger a una señora.
– Perdone -dijo la voz del hombre que estaba tomando nota-. ¿Cómo está su esposa?
Se hizo un silencio. Félix se encontraba demasiado cansado para pensar con rapidez.
– He reconocido su número, soy el taxista que le llevó al hospital con el niño hace ya cuatro o cinco noches.
Eran cuatro noches. ¿Cuatro noches? De eso hacía mil años. Ahora el mundo era otro, la vida era otra y el taxista ya no podía ayudarle.
– Sigue en el hospital -dijo Félix-. Perdone, me ha sorprendido volver a hablar con usted.
– Bueno, hoy me ha tocado a mí centralizar las llamadas y distribuir los taxis. He pensado algunas veces en usted, en cómo le irían las cosas. Ahora mismo mando uno.
– No sé si entonces le di las gracias. Estaba desbordado -Félix notó que la voz empezaba a salirle a trompicones y se detuvo.
– Me las dio, no se preocupe.
– Aún estoy desbordado -dijo Félix mientras se hundía en un torrente de lástima hacia sí mismo.
– Ya, bueno, las cosas vienen cuando uno menos las espera. Pero ni lo malo dura eternamente. Voy a poner en marcha el taxi.
Se sabe que las situaciones no duran eternamente cuando ya han terminado, mientras tanto, duran eternamente. ¿Cómo podía saber Félix que ésta no iba a durar toda la vida?
– Sí, además con el problema siempre viene la solución -dijo Félix sin mucha convicción, una frase en la que antaño había creído bastante, pero que en la situación actual perdía fuerza.
Luego cerró la lengüeta del móvil y señaló con él hacia la puerta.
– Viene un taxi a buscarte.
Su suegra le puso el café y le preguntó si no iba a comer nada más. Félix se limitó a negar con la cabeza y ella, con una agilidad impensable unos días antes, cogió el bolso y salió.
Habría preferido dormir en la playa abrasándose bajo el sol, pero tenía miedo de embarcarse en un sueño profundo y dejar solo a Tito. No quería repetir la angustiosa experiencia con Sandra. Así que puso el despertador para la hora de comer. En el fondo nunca había dormido tanto, o mejor dicho, nunca había querido dormir tanto. Dormir era olvidar, vivir otra vida en que también se está a ratos. Colocó a Tito en la cama grande, se tumbó junto a él y lo abarcó con el brazo. Estaba seguro de que a pesar de que no fuese su hora de dormir le entraría sueño y dormiría un poco. Olía a colonia suave en exceso. A Angelita se le iba la mano con la colonia, con la sal y con el azúcar y aunque a veces había estado a punto de llamarle la atención sobre este punto, no iba a hacerlo porque no era momento de fijarse en pequeñeces frente al ritmo de trabajo que llevaba. Su comportamiento era admirable.
Cerró los ojos. Por la ventana entraba una ligera brisa. El sol llegaba hasta la caja de conchas, que algún niño había hecho y olvidado en la estantería. Ese hipotético niño o niña tal vez se acordase de la caja alguna vez o puede que no. Si Félix no había entendido mal al doctor Romano, hay muchos tipos de memoria y cada memoria depende de una parte diferente del cerebro y cada memoria se desarrolla en etapas distintas de la vida.
Era difícil saber por qué conexiones el niño se acordaría de la caja en un momento determinado. Se preguntó si el recuerdo se podría inducir. Todo dependería del afecto que uniera aquel niño al recuerdo. Y además, el sueño entre otras cosas influye en la manera en que se recuerda. Así que en el caso de Julia probablemente el sueño le haría fijar recuerdos con los que luego a su vez soñaría.
Tapó con la sábana a Tito y aunque no lloraba le puso el chupete para mayor seguridad, algo probablemente mal hecho y comprobó que había puesto el despertador. La mente necesita saber que tiene unas obligaciones que cumplir.
Se despertó a las dos horas. Vio cómo Tito abría los ojos lentamente, no tanto por la alarma del reloj como porque había cesado de sentir la profunda respiración de su padre dormido. Seguramente Félix había tenido un sueño tranquilo, acompasado, que lo había hundido tan intensamente en el mundo guardado dentro de él, que no lograba recordar nada. No se reparaba en ello, no se le daba importancia, pero ahora cada vez que caía dormido y se despertaba tenía presente que se trataba de una experiencia extraordinaria, en que se pasaba de una vida a otra. Y había un momento de transición mínimo en que se estaba en los dos mundos, aunque ese tiempo era considerado mínimo visto desde la vigilia porque en la ensoñación el tiempo no tenía la misma medida. Daba la impresión de que se podían vivir muchas cosas en menos tiempo que en el tiempo real.
Se detectaba por la respiración y el movimiento de los ojos que Julia pasaba por todas las etapas. Y se sabía que estaba en la fase REM porque los ojos se le movían rápidamente a derecha e izquierda y arriba y abajo. El doctor le había dicho que era la más apropiada para enviarle señales del mundo exterior, para hablarle, para tocarla y tratar de crear en su mente sensaciones que la llevasen a pensar en la vida real. Lo que ocurría era que al soñar no se sabe que lo que se sueña no es real, se descubre al despertar. Seguramente la necesidad de dormir lleva y trae a la humanidad por mundos en los que también se sigue viviendo, aunque al despertar mucho de lo soñado se olvida porque quizá no podríamos soportar vivir tantas vidas al mismo tiempo. Era reconfortante que todo el tiempo que Julia permaneciera en este estado no fuese tiempo perdido si continuaba existiendo en alguno de sus mundos.
Puede que la ciencia ya supiese cómo manipular los sueños, sin embargo, él tenía serias dudas de si no sería perverso tratar de jugar con los estados de ánimo de Julia y con sus visiones por más que sólo se desenvolviesen en la mente, pero es que en su mente estaba toda su realidad. La pregunta era si se podía entrar en su vida dormida. La pregunta era si no estaría también él dormido y fuera habría seres despiertos observándole.
Tito empezó a llorar de forma intermitente. Se aburría. Estaría harto de no hacer nada. Sólo mirar y mirar viendo a veces lo mismo durante horas, también moviendo brazos y piernas sin objeto, intentando atrapar algo invisible e ir hacia algún lado inalcanzable para él. Sería desesperante. Si se pensaba bien, Tito parecía desesperado por no poder hacer nada de lo que quería hacer, por no poder hablar ni salir corriendo. Todo le costaba un esfuerzo del que más valía no ser consciente. Y por mucho que lo intentaran los que lo rodeaban no podían comprender qué sentía cuando lloraba sin tener hambre ni dolerle nada porque ellos mismos no eran capaces de recordarlo. Cada uno vive a su manera, en el mundo que le ha tocado, también Julia estaba viviendo a su manera, sumida en un sueño que duraba más de lo normal. No había que perder de vista este hecho.
Félix sacó de un frasco de cristal, tal como recordaba vagamente que le había explicado Angelita, la cantidad que más o menos se comería Tito. La calentó en un cazo y cuando Tito ya no podía más de irritación y se estaba precipitando en un llanto sin freno, estaba lista la comida.
Primero la probó él con la punta de la lengua para comprobar que no quemase y a continuación se embarcó en una serie de acciones mecánicas en las que ya no tenía que pensar, y por tanto podía seguir dándole vueltas a la situación de Julia. En realidad, todo lo que sentía estaba relacionado con esto, incluso en la siesta había soñado con ella. La había visto en la playa, lo malo era que no lograba recordar el cuadro completo y todo porque al despertar se había dado la vuelta en la cama en lugar de quedarse quieto. Tenía comprobado que para que el sueño no se desvanezca es imprescindible no cambiar de postura al despertar. Había que repasarlo sin moverse, memorizarlo con todos los detalles posibles. Y tuviera o no sentido el sueño, por un tiempo ahí estaba, colgado como un cuadro raro en la memoria.
En el sueño de la siesta, la playa aparecía muy apagada y gris, y Julia y él corrían huyendo de algo o yendo a alguna parte, pero desde luego no corrían por placer y en un momento determinado él la cargaba sobre su espalda, y lo más raro era que aunque era él, no era él. El personaje del sueño llevaba una camisa de cuadros grandes de tonos tostados y era más moreno y más fuerte, un prototipo perfeccionado de sí mismo. En el sueño sabían exactamente lo que hacían. Conocían el peligro, sabían dónde iban, se desarrollaba una historia tensa y dramática de la que nada más quedaba una imagen. Y aunque no fuera real, él la había vivido como tal. Durante un minuto, una hora o mucho más del tiempo relativo de los sueños había vuelto a estar con Julia. Romano le había informado de que podemos soñar unas dos horas. Si era así, de ese sueño él sólo había retenido unos segundos o minutos y no quería olvidarlos porque en estas circunstancias era mucho.
Aún quedaba un rato hasta que llegase Angelita y necesitaba recargar las pilas en el mar. Por lo menos sentarse en la arena y que la brisa hiciera su trabajo.
Llevaba a Tito en la silla. Le había abierto la sombrilla y le había puesto la gorra. En la bolsa iban dos biberones con agua y zumo. Él llevaba el bañador hasta las rodillas y una camisa. Al pasar por la piscina vio a un grupo de chicas, y una se le quedó mirando. Era Sandra. Félix se detuvo y se puso la mano en plan visera para verla mejor. Ella permaneció indecisa un segundo hasta que se levantó y fue hacia él andando despacio, tomándose tiempo para sopesar la situación o simplemente con desgana. Piernas y brazos largos y lentos acostumbrados a no cambiar en mucho rato de posición. Era una chica fuerte y generosa a la que no hería fácilmente la vida porque comprendía a los demás, y ya no la odiaba por la angustia que le había hecho pasar.
– Hola, Sandra.
– Hola -contestó ella colocándole bien la gorra a Tito.
Tito rió contento.
– Siento lo de ayer -dijo Félix-. Exageré un poco.
Sandra no dijo nada, seguramente aún no comprendía bien qué había ocurrido, qué había hecho mal, pero tampoco sentía mucho interés en profundizar.
– ¿Quieres cuidar de Tito mientras me baño? En la bolsa están los biberones y procura que no le dé el sol.
– Descuida -dijo alzándolo de la silla.
Félix cruzó lo que le quedaba hasta la puerta de la urbanización y luego lo que quedaba hasta la playa y después la arena a paso muy ligero. No podía evitar la sensación de estar vivo y de poder correr si quería. Llegó a la orilla con las plantas de los pies abrasadas. Debía confiar en Sandra, en su suegra, en los médicos, en las enfermeras, era necesario confiar en la gente si uno no quería volverse loco. Los demás no tenían por qué equivocarse más que uno mismo. Su problema era que su trabajo le había adiestrado a desconfiar técnicamente de todo el mundo. Tenía comprobado que hasta el mejor hijo de vecino se callaba algo y no decía toda la verdad, otros mentían y tergiversaban los hechos descaradamente. Se engañaba, se robaba, se abusaba de los demás y se mataba, según el límite que uno se marcase.
Se metió en el agua esmeralda y buceó un rato con los ojos abiertos, viendo las culebras que formaba el sol en la arena del fondo. El calor desapareció de golpe. Las ideas también se refrescaron, se liberaron. Mientras él estuviera vivo y fuera capaz de pensar, Julia estaría en todos los sitios donde estuviera él porque la llevaba en su pensamiento, y si este pensamiento era agradable como ahora, la Julia de su pensamiento lo sentiría así. Si era posible la teoría de Romano de que el cerebro emitiese ondas que se expanden por el aire a una frecuencia que sólo otros cerebros pueden captar de manera inconsciente, también la Julia del hospital sentiría la sensación agradable que Félix estaba sintiendo, del mismo modo que él notaba cuándo las cosas no iban bien, como la noche en que desapareció Julia. En cambio, en este momento, percibía tranquilidad, una gran tranquilidad, por lo que era imposible que estuviese ocurriendo nada malo en su universo de frecuencias.
Salió del mar despacio y con los ojos más abiertos que al entrar, como si fuera un ser de las profundidades que se aventuraba a pisar la tierra por primera vez.
En esta ocasión se encontró la camisa y las chanclas en la arena, donde las había dejado.
Volvió a abrasarse los pies de regreso a la piscina. Aunque en la primera ojeada no vio ninguna silla con un niño dentro ni a ninguna Sandra, no se preocupó. De pie, en el borde, oteando los alrededores, calculó qué hora podría ser. No querría darle la impresión a Angelita de que se hacía el remolón, de que el capitán de este barco había perdido la fe en sí mismo. Y precisamente cuando pensaba en la palabra barco oyó la voz de su suegra a su espalda, ¡Félix!
Se giró y la vio.
Estaba bajo una palmera con Tito y Sandra. No se había equivocado, el mundo funcionaba según lo previsto casi todo el tiempo, menos algunos trágicos segundos. Angelita tenía las piernas recogidas debajo de la falda hippie de color naranja extendida sobre el césped. Tito estaba en su regazo agarrando con una fuerza desproporcionada a su tamaño una cadena que colgaba del cuello de su abuela, lo que la obligaba a echarse hacia delante y hablar de medio lado.
– He pensado que sería una tontería que hicieras dos viajes. El autobús me deja a doscientos metros.
– Entonces, me voy para allá -dijo Félix mientras se sentía observado por Sandra. ¿Conocería ya el drama en que su familia estaba hundida?
Avanzó un metro hacia el pasadizo que llevaba al apartamento y desde allí llamó a su suegra. Angelita alzó la vista y pareció comprender que quería decirle algo en privado. Le pasó el niño a Sandra y se levantó apoyándose en el tronco de la palmera. Viéndola ahora mismo andar hacia él, le pareció que había rejuvenecido diez años, tal vez veinte. Ya no tenía la voz fatigada de antes.
Se miraron con complicidad. A Angelita el sol le arrancaba pequeñas lágrimas.
– Ese hombre -como Angelita solía llamar a Abel- se ha quedado con ella, y no estoy tranquila.
Félix iba a decirle que no estaban en situación de andar desconfiando de la gente que se brindaba a ayudarles porque seguramente no existía nadie de quien uno pudiera fiarse al cien por cien. Y que en todo caso no tenían otra opción.
– Hoy se ha quejado. Ha hecho un ruido y ha contraído la cara y ha cerrado más los ojos, como si algo le doliera.
– ¿No habrá sido al lavarla o al peinarla?
Angelita se quedó pensativa.
– No, hacía ya mucho que la había peinado. En ese momento nadie la tocaba… ni se le hablaba a ella directamente. Ese hombre estuvo hablando de palacios y mansiones, de cuánto costaban los muebles, los cuadros, los jardines. Sabe mucho de eso.
Angelita tenía una gran tendencia a desviarse de lo importante. Desde la palmera Sandra no les quitaba ojo intrigada, como si supiera o sospechara algo, lo que le hacía sentirse incómodo.
– Ya, ¿nada más?
– Nada más. Ese hombre se marchó y me quedé al lado de Julia mirándola y pidiéndole a Dios que se despertase y que todo fuese como antes cuando dijo algo como ¡ay!, y arrugó la cara, ya sabes, igual que si se hubiera pinchado un dedo.
Angelita se pasó las manos por los empequeñecidos ojos. Le lloraban involuntariamente con frecuencia,
como si la válvula de las lágrimas se hubiese pasado de rosca.
Con la última mirada huidiza de Sandra tuvo claro que conocía la situación de Julia. Félix se acababa de convertir en alguien por quien se siente pena.
Julia
Cuando abrió los ojos, no sabía dónde estaba ni qué hora era. Fueron unos segundos de desconcierto. Todas las luces estaban apagadas y el silencio habría sido total a no ser por una respiración animal muy profunda que parecía venir de todos los lados de la casa. Sería la respiración de aquel hombre con pulmones agrandados por los deportes al aire libre. Era imperdonable que Julia se hubiese dormido en esta situación tan delicada puesto que podría ser que hubiese venido Marcus y que al no verla hubiese pensado que se había marchado. Y ahora debía hacer algo, desaparecer o seguir durmiendo. Si se iba, ¿adonde se iría? Sólo había un sitio, La Felicidad, pero estaría cerrada. O tal vez no. Calculó que se habría dormido sobre la una o una y media y aún no había amanecido, así que podrían ser las cuatro, quizá menos.
La habitación estaba fría, a pesar de que el aire había dejado de salir. Extendió la colcha en la cama lo mejor que pudo y cogió la ropa que había lavado ya casi seca y las zapatillas. Recorrió el pasillo hasta la escalera agachándose un poco como si así no pudieran verla y bajó lo más rápido que pudo. Al llegar al salón la respiración profunda se hizo más fuerte y eso la detuvo. ¿Y si había un perro que ella no había visto? No, el perro por sigilosa que Julia fuese ya la habría detectado. Los perros tenían un olfato y un oído sobrenaturales.
Era el dueño, tumbado en uno de los sofás. Seguramente se había bebido algo más de un whisky. El problema era que para abrir la puerta no tenía más remedio que hacer ruido. Los cerrojos harían ruido. Se escurrió hacia la cocina, cerca de la entrada. Por las ventanas se veía la luna, y la luna iluminaba vagamente muebles rojos de diseño. Buscó una puerta que diese a algún patio trasero donde acaso se tendería la ropa y habría un pequeño lavadero, una mesa vieja y todos esos trastos que gusta tener aunque no estén a la vista. Cuando dio con la puerta, buscó la llave en la cerradura, que es donde ella la dejaría y donde también ellos la dejaron. Puso los cinco sentidos para girarla. La puerta era de madera maciza y chirrió un poco. La dejó como había quedado al abrirla y salió a la noche.
Se veía poco y debía tener cuidado para no tropezar con ningún trasto. Esperaba encontrar alguna salida al jardín. En todo caso, la pared no era alta y podría subirse sobre algo y caer al otro lado, lo que por fortuna no hizo falta porque había una cancela con pestillo. Lo descorrió y se encontró fuera, en el jardín. Tenía que procurar no pasar por delante de las cristaleras. Buscó el coche con la vista, no estaba bajo el cobertizo en que lo habían aparcado al llegar. Ahora en su lugar había un Mercedes. El corazón le latía a trompicones. Podrían haberlo guardado en el garaje, o estaría aparcado en la calle. Podrían haber ocurrido muchas cosas, pero las evidencias eran las evidencias. Se apoyó en la pared que separaba el patio del jardín. No tenía coche ni llaves y andando tardaría más de una hora en llegar a La Felicidad. Se encontraba en un callejón sin salida. La ropa que había lavado no se acababa de secar y sentía frío. De todos modos se puso la blusa y se metió las prendas que quedaban en el bolsillo. Dadas las circunstancias lo más sensato sería volver arriba y dormir. Por la mañana en algún momento abrirían las puertas y las verjas y ella podría huir de esta cárcel. Éste era su primer objetivo, salir, huir. El segundo sería buscar a Marcus o a Óscar. Tendrían que explicarle por qué la habían abandonado aquí.
De todos modos, pensando, pensando, había llegado a la última frontera, a la puerta metálica que la separaba de la calle y no quería tirar la toalla tan pronto. Intentaría moverse entre las sombras para trepar el muro. Imaginó que estaba en una de esas películas en que siempre hay un modo de salvar la situación. Ahora ella era la actriz y ésta su película y debía encontrar algún apoyo en la pared para el pie y un asidero para la mano. Rozó con la punta de la zapatilla en una juntura y tuvo la impresión de que ella misma excavaba un pequeño hueco. Con las yemas de los dedos excavó otro para la mano. Era más fácil que en las películas. Sólo tenía que continuar así hasta llegar arriba. Entonces se daría la vuelta y seguiría el mismo procedimiento para descender por el otro lado.
Lo había logrado. Pocas veces en los últimos tiempos había sentido una seguridad en sí misma tan grande. Aún era joven y más fuerte de lo que creía, podía trepar muros y podría recuperar el coche y podría encontrar a Félix y a Tito. Pisaba terreno pedregoso y buscó la carretera que ascendía hasta allí. Por fortuna ahora se trataba de bajar. Comenzó a correr por el asfalto. Iba tan deprisa que casi volaba. Ojalá fuera capaz de volar de verdad, facilitaría mucho las cosas, claro que en ese caso ya no necesitaría el coche. En su descenso se iba encontrando con algún coche que otro y con chalés a los lados protegidos por muros y árboles. Ya nadie se dejaba ni una simple bicicleta fuera de las casas, que ella sin dudar habría cogido prestada. Únicamente tenía las propias piernas, que serían más lentas, pero que también eran muy baratas y sobre todo iban siempre con ella. Bajaba y bajaba la montaña y a veces las curvas eran tan cerradas que los conductores se asustaban al ver a aquella extravagante mujer corriendo a tales horas por aquel sitio y se preguntarían de dónde habría salido.
Por fin llegó a la carretera general con la lengua fuera y en una gasolinera preguntó si un taxi que estaba repostando se había quedado libre. Sudaba como un pollo. Se pasó las manos por la cara y notó que las piernas le flaqueaban. Entró en el coche sin esperar una respuesta. Entonces el taxista se asomó por la ventanilla con cara de pocos amigos.
– He terminado el servicio -dijo.
– Llevo una hora buscando taxi -repuso Julia poniéndose la mano en el corazón porque le costaba respirar-. Es cuestión de vida o muerte.
El taxista abrió la portezuela.
– No crea que es la primera vez que intentan engañarme dándome pena.
– Si quiere, salgo, pero necesito llegar a mi casa porque me estoy muriendo.
El taxista dudó un segundo.
– ¿Y dónde es eso?
– Cerca de La Felicidad.
Cuando vio que el taxista se dirigía a su asiento y que ponía el coche en marcha, Julia se recostó y cerró los ojos. Este hombre sólo tenía que librarse de ella, llegar a su hogar y descansar, no sabía lo afortunado que era. En cambio ella lo tenía todo por hacer. Debía recuperar el coche y seguir buscando. No podía relajarse, se desanudó el pañuelo de seda blanco y negro debajo de la blusa y lo dobló muy cuidadosamente, tratando de alisar lo mejor posible los picos del nudo. Era un pañuelo precioso, la mano resbalaba por la seda con enorme suavidad.
– Déjeme aquí -dijo a unos metros de la discoteca.
El taxista se volvió para decirle cuánto costaba la carrera. Julia le interrumpió.
– Tome -dijo-. Regálele este pañuelo a su mujer. Es de seda natural. Le gustará mucho.
– No tiene para pagarme, me lo imaginaba -dijo dando un golpe en el volante.
– Este pañuelo cuesta unos tres mil euros. Sale ganando, créame. Y vuelve a casa con un regalo.
Mientras el taxista lo examinaba, ella salió y se dirigió al parking de la discoteca. Oyó que el taxi arrancaba.
Se puso el sujetador detrás de una palmera para llevar menos cosas en las manos. Por algunas partes el firmamento ya no estaba tan negro y cuando esto ocurría era porque dentro de nada iba a amanecer. El fresco que corre entre la noche y el amanecer le había secado el sudor. Respiró hondo y se pasó los dedos por el pelo mientras examinaba la puerta del local.
Salieron dos parejas riéndose. Tal vez eran los últimos, ya apenas quedaban coches. El suyo tampoco estaba allí. Se dijo que si milagrosamente lo encontraba aparcado con las llaves puestas, se largaría en él sin pedirle explicaciones a Marcus. No quería perder más el tiempo porque había un objetivo que estaba por encima de todos los demás y que daba sentido a todo lo que hacía, porque si Félix y Tito no existieran nada de esto estaría ocurriendo. Así que no podía distraerse por el camino hacia ellos, no podía extraviarse en ninguna pequeña parada ni en ningún pequeño alto. No podía perder la perspectiva. Fue derecha a la puerta.
El portero le bloqueó el paso.
– Ya hemos cerrado.
– Es igual. Marcus me ha dicho que viniera a esta hora. Me está esperando.
El portero, que no era ni más ni menos que el clásico portero de discoteca ancho y con cara de saber pegar, empujar y lanzar a cualquiera a varios metros, compuso un gesto de recelo.
– Creo que ya se ha ido.
– Es imposible. Dile que Julia está aquí. Se trata de un negocio importante para él.
El portero empujó la puerta con desgana. Al andar, los pantalones se le pegaban a los musculosos muslos. Cuidaba mucho su cuerpo. Julia lo siguió, hasta que él se dio cuenta y se volvió enfadado.
– ¿Sabes una cosa? -dijo Julia adelantándose a la regañina-. Tienes un físico espectacular y perdona que te lo diga así, de sopetón.
– Bueno… -dijo él sin saber qué decir-. Marcus está en aquella mesa al final de la barra. Está hablando con el jefe.
– ¿Con el jefe? ¿No es Marcus el dueño de la discoteca?
– ¿El dueño? ¿Eso te ha dicho?
Julia asintió expectante.
– Hay una diferencia entre ser el dueño y ser el encargado, el relaciones públicas, el que lo lleva todo. Pero no le digas que te lo he dicho, no quiero líos con ése.
En realidad no había salido de la boca del propio Marcus que él era el jefe, se lo había dicho Óscar que para el caso era lo mismo. Mientras tanto, iba acercándose a aquella mesa donde había dos hombres. Ya se habían apagado las luces que hacían resplandecer las camisas blancas y los dientes. La seguridad de Julia empezaba a quebrarse. ¿Y si el gran objetivo de Marcus fuese más poderoso que el suyo?
Félix
Volvió a ducharse rápidamente y se vistió. A la media hora estaba en el hospital. Le alegró mucho ver a Hortensia. Le estaba dando a Julia lo que llamaba la cena. Y a Félix se le ocurrió pensar que tal vez se le podía alimentar de forma natural, pero tampoco podía saber si él sería capaz de tragar estando dormido aunque los músculos respondieran. Cuando se está dormido se está en otro sitio y no se come ni se bebe en éste. Nada más se sueña que se come y se bebe. Al mismo tiempo Hortensia le hablaba alto y alegremente como solía hacer con cualquier enfermo para animarle y espabilarle.
– Ya verás qué paella te vas a comer cuando despiertes. Un bañito en la playa y luego una paella con langosta, centollos y ostras, un zumo de naranja, papaya y de postre melón.
Abel la escuchaba con cara de asco balanceando con las piernas cruzadas una de las zapatillas de piel con iniciales grabadas.
– La paella no lleva ostras ni se acompaña con zumo -dijo.
Hortensia recogió las gomas y jeringas y se volvió hacia él.
– ¡Qué sabrás tú!
– Esta mujer hace que me ponga peor -dijo en cuanto ella salió-. Creo que si no la viese me recuperaría antes.
Félix no apartaba la vista de Julia. Era terrible estar acostumbrándose a verla así. Y también era terrible no haber querido darse cuenta de que a Julia las cosas no le iban bien, sobre todo cuando tras el parto empezó a deprimirse y a pasarse más tiempo en la cama dormida que levantada.
Recordaba con nostalgia cuando fuera del hotel en lugar del uniforme llevaba vaqueros, botas y jerséis negros y parecía actriz o estudiante de Bellas Artes. Y cuando se quedaba pensativa, como soñando, con la mirada perdida, entonces parecía más artista que nunca.
Seguramente él tampoco daba la imagen de un investigador de seguros, porque podía parecer cualquier cosa. Al ser tan del montón, nadie era capaz de clasificarle. Ni gordo ni delgado, ni rubio ni moreno, ni alto ni bajo, ni feo ni guapo. No se consideraba especialmente gracioso ni especialmente culto. Sí que era metódico en el trabajo y bastante observador. Seguros, qué aburrido, era lo primero que le venía a la cabeza a la gente, pero a él su trabajo le absorbía, le gustaba y había llegado a saber qué funcionaba y qué no para conseguir un equipo bastante eficaz. Se había dado cuenta de que, por ejemplo, había que desconfiar de las mentes creativas. Solían volar demasiado, imaginaban cosas, y en su trabajo no había que imaginar nada, no había que suponer nada, sólo saber ver y no distraerse. Los buenos mecánicos de coches con años y experiencia eran los ideales. Estaban acostumbrados a lo pequeño, a las tuercas, los tornillos, las arandelas, a los imperceptibles ruidos que se desviaban de los normales. Por eso a veces Félix cuando se enfrentaba a un nuevo caso, se metía en la piel del viejo Iván, que a lo largo de años y años había arreglado miles de trastos en el taller de su padre, sin pensar nada más que en lo que tenía ante las narices. Abría el capó y empezaba a mirar y a oler, con una escobilla quitaba algo de polvo y seguía mirando para a continuación ir tocando aquí y allá con la delicadeza de un cirujano. Luego iba a buscar las piezas que le hacían falta. Así que cuando la aseguradora tenía que pagar una póliza y el asunto no estaba claro y él debía actuar, intentaba que su mente razonase de la manera más sencilla y práctica. Imaginaba que él era Iván y que abría el capó del coche y que nada más tenía que dar con el fallo o la rotura que había allí y en ningún otro sitio. Y con este método había hecho mucho por la empresa. En el fondo le había enseñado más Iván sin saberlo que todos los cursos a los que había asistido. Únicamente falló en el robo de la diadema de la novia porque no fue capaz de sentirse por completo el viejo Iván en el taller. Se lo impedía Julia, que se fue haciendo fuerte en su cabeza y empezaba a ser como esas imágenes agrandadas anormalmente en el cristal y que se mezclan con todo lo que se ve a través de él. Y luego estuvo torpe en el incendio de los almacenes porque lo bloqueaba su preocupación por Julia. El no contaba con que la chica del pelo rojo se cruzase en su vida.
Por entonces tenía una novia con la que se sentía cómodo. Trabajaba también en la aseguradora y estaban pensando en vivir juntos. Pasaban los fines de semana en casas rurales, iban al cine una vez a la semana y se citaban para cenar con parejas parecidas a ellos. Lo normal. No se podía quejar. Pero cuando Julia irrumpió en su vida todo cambió. Se enamoró de ella y el hecho de trabajar en la aseguradora cobró un sentido añadido. El sentido se lo daba haber encontrado a Julia, a la que seguramente nunca habría conocido de no haber tenido que ir al hotel a investigar un robo.
Pero el amor tenía un precio. No se puede querer a otra persona y seguir siendo el mismo de antes. Porque cuando alguien importa de verdad uno se deja invadir. A Félix le invadió Julia porque le abrió una puerta que ni siquiera él sabía que tenía. Era la puerta de la compasión más profunda, un tipo de compasión que no es pena ni piedad, sino hacer propios los sentimientos de otro sin llegar siquiera a comprenderlos. Y como no los entendía, los cambios de estado de ánimo y de humor de Julia le trastornaban. Julia con mucha frecuencia se ponía triste o parecía ausente como si se dejase arrastrar por una fuerte corriente del pasado y cuando volvía a la normalidad suponía un alivio tan intenso para Félix, tan grande, que nunca había experimentado una felicidad mayor, aunque sabía que no duraría para siempre. Él achacaba los altibajos emocionales de Julia a su infancia, al hecho de haber crecido sin padre y con estrecheces económicas.
Entre los compañeros quien más quien menos apreció esta trasformación interna de Félix, y una chica de la sección de Planes de Pensiones le dijo que se había vuelto más misterioso e interesante. Y él también se sentía distinto. Veía al Félix de hacía dos años como a un hermano pequeño. Un hermano pequeño muy centrado en sus cosas que podría haber llegado con facilidad a director general de la empresa, pero que un día conoció a Julia y empezó a sentir de otra manera y entonces a aquel Félix se le abrió una puerta que no sabía que estuviera cerrada porque ni siquiera sabía que existiera. Tal vez a Julia también se le abrió. Al año siguiente nació Tito y se abrió otra puerta más. A estas alturas ya intuía que podría haber muchas más puertas esperándole en el vacío. Lo que no podía prever era cuándo ni dónde se toparían con la siguiente.
No podía suponer que cuando decidieron pasar el mes de julio en la playa ya la estaban abriendo. Pensaron que a Tito le vendrían muy bien el sol y el agua, que le fortalecerían las defensas. Y a la vez Félix creía que a Julia y a él les vendría bien pasar más tiempo juntos. Ahora ya nada de eso importaba porque habían entrado en un mundo extraño e inseguro, se diría que con menos gravedad y menos atmósfera y menos anclajes en el suelo. Pero si alguien le preguntara si quería regresar a aquellos inocentes tiempos en que la vida era simple no sabría qué contestar porque cuando una puerta se abre se cierra otra.
Lo sacó de su ensimismamiento el sonido del móvil. Era Angelita, que le llamaba porque se había acordado de algo.
– Julia se quejó, poniendo ese gesto de molestia del que te hablé, después de que se oyera un gran estruendo en el pasillo. Creo que se cayeron al suelo unas bandejas del carro de las comidas y se asustó. Hasta ahora no he relacionado una cosa con otra. El caso es que se asustó, tuvo que ser eso.
– Se lo comentaré mañana al doctor Romano -dijo Félix.
Abel lo observaba con curiosidad. Félix sabía que iba a preguntarle qué ocurría y se adelantó.
– Cosas de mi suegra. Se empeña en que a Julia le ha asustado el ruido de unas bandejas que se han caído en el pasillo esta tarde.
– Ha sido muy desagradable. Yo estaba echando una cabezada en el sillón y he dado un bote. Los enfermos somos muy sensibles.
– Entonces… ¿cree que es posible? Usted pasa mucho tiempo aquí, ¿ha notado que ella responda a los estímulos del entorno?
La respuesta era tan previsible que se arrepintió enseguida de haber preguntado algo semejante a un hombre tan pragmático y realista, con los pies en la tierra, que se guiaba por los números.
– Si existe alguna posibilidad -dijo- de que se recupere, se recuperará. Parece fuerte.
Por el cielo negro se desplazaban jirones de azul oscuro que ocultaban parte de la luna. La que se veía caía sobre las palmeras del jardín como un foco de luz. Félix fue hacia el ventanal, ¿llovería? Nunca había vivido en el campo y no sabía estas cosas.
– ¿Cree que lloverá?
Abel echó un vistazo al firmamento.
– No, al amanecer despejará.
Tampoco Félix se consideraba precisamente un soñador ni había necesitado tener fe hasta ahora. No entraba en sus cálculos. Su trabajo le había enseñado a ver la vida sin florituras o. quizá por su forma de ver la vida había encajado bien en el oficio de investigar, de analizar la vida de otros profunda y fríamente. Abel no necesitaba tener fe en la recuperación de Julia porque no significaba nada para él y no tenía por qué alterar su sistema de creencias. No tenía por qué desear que fuese la de antes porque ni siquiera la había conocido antes. Sin embargo, desde lo de Julia a Félix le parecía que nunca había pisado sobre seguro tanto como creía. No había nada seguro, todo era tambaleante, oscilante, sólo que uno no se daba cuenta de que el suelo se podía abrir en cualquier momento. Así que estaba dispuesto a considerar todo posible matiz, propuesta o creencia.
A eso de las nueve, mientras Félix bajaba a la cafetería a tomarse un bocadillo y un café, Abel se quedó tumbado en la cama de al lado que nadie ocupaba porque para cualquier enfermo sería muy deprimente y negativo estar junto a un paciente permanentemente dormido, menos en el caso de Abel, al que todo el personal sanitario de la planta estaba harto de decirle que ésa no era su habitación y que debía descansar más.
En el fondo, era en la cafetería del hospital donde mejor se encontraba Félix porque allí hasta lo más grave era normal. Allí le comprendían. Allí a todo el mundo le ocurría algo, y no quería que trasladaran a Julia a ningún otro lugar porque allí estaba el principio de su largo sueño y allí aún había esperanza de que se abriera el círculo por decirlo de alguna manera, a pesar de que el doctor Romano le había dicho que en un caso como el suyo según pasaban los días el reloj iba en contra de su vuelta a la normalidad.
Debían intentarlo todo. Atender las señales que lanzaba la propia Julia por imperceptibles que fuesen y también las reacciones de quienes la rodeaban, porque esas mismas reacciones revelarían la intensidad de las señales. Si lo pensaba, el mismo Abel había cambiado algo desde que le hablaba a Julia. Tal vez le había contado un gran secreto o puede que una banalidad, el caso era que se le veía más pensativo, reflexivo como si hablando y hablando hubiera descubierto alguna verdad sobre sí mismo. Ahora Abel cuando estaba sentado en la cama vacía o en la silla se quedaba absorto en el suelo comprendido entre los pies, en un claro acto de reflexión. Félix podría haberle preguntado si le ocurría algo, si es que se había producido algún cambio en su evolución clínica, pero no era necesario llegar a ese grado de confianza, era evidente que la presencia de Julia y algo que emanaba de ella estaban influyendo en su manera de ver las cosas y de verse a sí mismo.
Félix se sentó en una mesa junto al jardín al que daba la cafetería. Estaba agradablemente iluminado por unas luces verdes ocultas entre piedras y plantas. Ahora Tito ya estaría acostado y Angelita vería la televisión limpiándose de vez en cuando la humedad perenne de los ojos. La rejuvenecida vejez de su suegra no eliminaría, sin embargo, la experiencia que dan los años. Se preguntó si lo que se llama experiencia no sería un cargamento de prejuicios, ilusiones y falsas ideas. Le gustaría saber en qué consistía la experiencia de Angelita, y la de Abel. No querría que le contaran sus vidas sino sólo la experiencia de esas vidas, que le dijeran qué se sabe cuando se llega a ese punto.
En este sentido Julia era sorprendente. A veces parecía tener mucha menos experiencia de la que le correspondía por la edad y su trabajo, que la obligaba a relacionarse con bastante gente. Y otras daba la impresión de haber llegado a una gran madurez. Sin embargo, a Félix no le dio por pensar en ello seriamente, ni seriamente ni de ninguna forma. No le gustaba observar ni analizar a Julia como si fuera un cliente, una sospechosa o una desconocida, Julia era parte de su vida, no de su trabajo. En el momento que le hiciera más pensar que sentir ya no sería la Julia de quien se había enamorado.
Aprovechó que a Julia le interesaba la investigación que él realizaba en su hotel sobre el robo de la diadema de la novia para citarse con ella fuera de allí. A Julia le gustaba ir como cliente a los bares de otros hoteles para comprobar cómo era el servicio y mejorar el suyo. Cuando su jefe, Óscar Laredo, se jubilara, ella pasaría a ser la encargada principal y quería introducir mejoras. Lo observaba todo con ojos expertos, los uniformes, la colocación de las botellas, la disposición de las mesas, el sabor del café, la rapidez con que cambiaban los ceniceros, el tipo de pequeñas bandejas en que traían las cuentas. Comentaba las reformas que haría, como pintar las paredes de la zona más alejada de las ventanas de amarillo intenso y colocar lamparitas de luz muy tenue aunque fuese de día. Decía que las casas necesitan mucha luz, que entre el sol a raudales, pero lo ideal para el bar de un hotel era la atmósfera de pub inglés. La semioscuridad donde todo el mundo tenga un aire misterioso y no resalten los defectos. La gente que se cita en el bar de un hotel quiere verse atractiva y hablar en voz baja y es un error que aunque sean las cuatro de la tarde entre claridad como si estuviera en medio de la calle porque se priva a los clientes de intimidad. Para ellos este tipo de bares tendría que ser como el salón de una casa que no fuera la suya. Tenía las ideas tan claras sobre lo que quería que Félix llegó a pensar que cuando ahorrase suficiente dinero compraría un local para que Julia montara un negocio a su gusto. Pero no hizo falta porque aquella ilusión duró hasta más o menos su cuarto mes de embarazo.
¿Qué le ocurrió a Julia en esa época? Por la manía de respetar la personalidad y privacidad de su mujer al máximo no se había enterado de pormenores que ahora la ayudarían, porque ahora podría ser que su supervivencia dependiera de lo que Félix supiera de ella y de lo que supiera que ella sabía. Si alguien le pidiera que describiese a Julia tendría que ponerse en el lugar de otro o recordarla como la primera vez que la vio.
La cafetería del hospital cerraba a las diez, y los camareros ya tenían caras de cansados. Un día tras otro había ido conociendo a los de los dos turnos. El de la mañana era hosco y el que ahora le había servido el bocadillo, la cerveza y el café se llamaba Rachid y era marroquí. Había empezado a barrer y a colocar las sillas sobre las mesas libres como una manera indirecta de meterles prisa, así que Félix le dejó una buena propina a Rachid y se levantó deseando que llegase de nuevo la mañana para tomarse un café en este mismo sitio.
Recorrió el camino de vuelta. Ascensores, pasillos, salas de espera con alguien viendo la televisión, más pasillos. Al llegar a la altura de la 407, oyó un murmullo. Era la voz de Abel que en cuanto vio a Félix se calló. Estaba sentado junto a la cama de Julia, y Félix lo miró intrigado durante unos segundos.
– ¿Ocurre algo? -preguntó.
Abel pareció turbarse un poco, lo que alarmó a Félix en algún intrincado lugar de su cabeza.
– No ha habido ningún cambio, ni para bien ni para mal -dijo mirando al suelo-. Bueno, tengo que irme, que pases buena noche.
Félix no dejó de observar a Abel mientras salía. Era la segunda vez que lo pillaba farfullándole en voz baja algo seguramente inconfesable puesto que se callaba en cuanto oía entrar a Félix. Serían secretos o pensamientos que no se atrevería a decirle a nadie que estuviera despierto. Se trataba sin lugar a dudas de un abuso de confianza y sintió ganas de ir a la habitación de aquel falso Quijote y preguntarle qué le había estado diciendo a su mujer en voz baja durante la hora que él se había ausentado y antes, durante el rato en que no habían estado en el cuarto ni su suegra ni él, y puede que siempre que no hubiera testigos, pero lo detuvo algo reconfortante que había en el fondo de este comportamiento, algo que le hacía pensar que iba en la línea correcta con Julia. Y era que si Abel no creía posible que Julia recibiera ningún estímulo externo ¿por qué le hablaba? Abel aparentaba observar con absoluto escepticismo los intentos de Félix, Angelita e incluso Hortensia por crear emociones en Julia y, sin embargo, le hablaba. Besó a Julia en la frente. Olía muy bien. Le pasó la mano por el pelo. Estaba suave, sedoso. No sabía cómo se las arreglaría Angelita para poder lavárselo, seguramente la ayudaba Hortensia. Hortensia era partidaria de cortárselo, más que por comodidad seguramente para que su hermosura no les crease melancolía, nostalgia y desesperación. Nunca hacía comentarios sobre su aspecto, sólo sobre su espíritu, un posible espíritu que había que llamar, alentar y espabilar para que a su vez espabilase el cuerpo material.
– Soy yo, Félix -dijo-. Esta tarde he soñado contigo. He soñado que estábamos en la playa y que de repente huíamos de alguien o de algo y corríamos a refugiarnos, lo que no sé es hacia dónde corríamos.
Entonces Félix se interrumpió. Había logrado grabar el sueño en su mente como una fotografía por la que se movían Julia y él corriendo. Hasta ahora en lo que más había reparado era en ellos dos, en la palidez de Julia y su cara de susto, en la camisa de cuadros tostados de él y había pasado por alto el paisaje. La arena estaba un poco fría porque el sol ya se había puesto y el mar era una masa de agua completamente gris. En la parte opuesta al mar había alguna palmera, algunos árboles, creía que pinos, y matorrales y en un alto un edificio ensombrecido por la lejanía y la poca luz, una luz que más que de anochecer era de eclipse total.
El café le había despejado tanto que echó de menos tener a mano algún libro y se le ocurrió que tal vez Abel pudiera prestarle uno o alguna revista, aunque no se acordaba con certeza de cuál era su habitación y tendría que buscarla. Le pasó la mano por la frente a Julia, apagó la luz y entornó la puerta al salir.
Se preguntó si los días y las noches en la mente de Julia se corresponderían con la luz y oscuridad de la habitación y si los días y las horas durarían igual que para los despiertos. Fuera, los corredores y el pequeño mostrador de enfermería que en este hospital, y quizá también en otros, llamaban control, tenían un brillo mareante bajo la luz de los fluorescentes. Casi todas las puertas estaban como la de Julia, medio abiertas, dejando escapar suspiros, toses, penumbra y un ligero olor a antibiótico. Félix pasaba ante ellas despacio esperando descubrir algo que le sonara a Abel. Y lo encontró. Por la puerta entreabierta de la 403 se escapaban pequeños destellos de su voz, casi imperceptibles para otros, pero no para él, en cuyo oído la voz de Abel había logrado un puesto de primera línea.
Tratándose de cualquier otra persona Félix habría llamado a la puerta o habría carraspeado o dicho algo antes de entrar, pero Abel no se merecía tanto miramiento. Se lo encontró reclinado en el respaldo de la cama con un portafirmas abierto sobre las piernas y hablando por el móvil. Tras mirar muy sorprendido a Félix, terminó una frase con cierto aire de incomodidad y dejó caer la lengüeta del aparato con un chasquido.
– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó.
El otro paciente roncaba de espalda a ellos y de cara a las persianas bajadas de la ventana, lo que ayudaba a explicar por qué -aparte del aburrimiento- se pasaba la vida en la habitación de Julia. La habitación 407 en comparación con ésta era un lugar hermoso en que se esperaba un milagro. La luz de la cama de Abel sólo le alumbraba a él y dejaba al otro con su mesilla, su suero y su mundo en la oscuridad. No obstante, Félix forzó la voz para darle un tono lo más bajo posible.
– No, no ha ocurrido nada. He acertado de casualidad con la habitación.
Abel se ladeó para dejar el móvil en la mesilla. Era un último modelo plateado hasta la extenuación, que uno no esperaba encontrarse en unas manos moribundas. También cerró la carpeta. Era de piel de vacuno marrón mate con las mismas iniciales grabadas de las zapatillas. Sobre la butaca se medio resbalaba una bata de seda de rayas granates y negras, que bien se podría poner para ir a la habitación de Julia o para bajar al bar, pero que tal vez le parecía demasiado señorial para un hospital. ¿Quién era este individuo? No le importaba, fue una pregunta mecánica hecha por un cerebro acostumbrado a preguntarse cosas.
– No te preocupes por éste -dijo refiriéndose a su compañero de cuarto-. Lo tienen drogado para que no haga trabajar mucho al corazón. Si hablo en voz baja no es por él sino por las enfermeras, para que no entren pidiéndome que descanse y de paso armando jaleo.
Le resultaba curioso que Abel no le invitase a sentarse. Se diría que no le gustaba recibir visitas en sus aposentos como él decía. Sería una de esas personas que prefieren ir a casa de los demás y no al revés. Se cruzó de brazos en un intento clarísimo aunque inconsciente de interponer una barrera entre ellos, de proteger su intimidad y de expresar impaciencia.
– No he traído nada para leer y la noche es larga -dijo Félix mientras miraba a un hombre alto y con traje que entró sin hacer ruido.
¿Un médico?, ¿un hijo?, preguntas que se forman solas por la costumbre de relacionarlo todo sin que le importase nada de Abel ni nada de nadie aparte de Julia y Tito, que eran las únicas personas de este mundo que podían hacer que la tierra temblase bajo sus pies. El hombre volvió a salir a una señal de Abel con la cabeza.
– Ahí están los periódicos y unas cuantas revistas. Puedes llevártelos.
Al salir vio que el del traje permanecía apoyado en la pared del pasillo unos metros más allá y que le observaba de medio lado, con una media ojeada desde un ángulo difícil. Por el contrario Félix lo abarcó de frente. Pelo rapado según la corriente imperante, buena preparación física, unos treinta y cinco años, botas recias de cordones y suela de goma, por eso no se le oyó entrar. Podría ser un hijo de Abel que iba a pasar la noche con él, del mismo modo que Félix la pasaba con Julia. Pero no lo era. Un hijo se comportaría de otra manera, paseando arriba y abajo y no le habría mirado nada o le habría mirado abiertamente, incluso le habría enviado una señal de agrado por ser alguien que tenía relación con su padre en un lugar donde los lazos humanos adquieren una importancia extraordinaria. Era un guardaespaldas. Vigilaba la puerta. Estaba entrenado para pasar mucho tiempo en un mismo sitio mirando hacia un mismo lugar. Y además estaba allí como podría encontrarse en cualquier otra parte, no se le sentía involucrado en el ambiente de enfermedad y debilidad física reinantes. Estaba desempeñando el trabajo de proteger la vida de Abel de una agresión física, no de una agresión patógena si es que se podía decir así.
La presencia ausente de Julia era tan fuerte que hacía que el resto del mundo se desvaneciera a su alrededor. Incluso Tito se desvanecía un poco porque, por pequeño y desvalido que fuera, jugaba en el equipo de los despiertos. Así que en cuanto Félix entró en la 407 el mundo del pasillo perdió importancia, ya era pasado. En el fondo todo era pasado y puede que fuera excesivo el esfuerzo y la lucha que entablaba la humanidad por arañar unas décimas de presente. Una batalla casi fantástica que se daba en un margen tan estrecho que apenas existía, que era una ilusión. Qué poca cosa era el presente, era igual que verse en el filo de un cristal roto.
Puede que sólo Julia viviera el presente porque si se guiaba por sus propios sueños tendría la impresión de que lo que ocurría en un tiempo único, que no se podía decir que fuera inmóvil sino simultáneo e instantáneo.
Aunque el tiempo es relativo y cada uno lo gana o lo pierde a su manera, hay un lugar en que es completamente distinto y donde no parece que exista pasado ni futuro, sino un intenso e infinito presente llamado sueño, y uno sale de ese tiempo profundo, extrañado, con sensación de irrealidad y de lejanía. Claro que podría ser diferente si no se dormía sólo ocho o diez horas o un día entero, sino cinco días seguidos como era el caso de Julia hasta este momento. Entonces podría suceder que de la misma forma que un niño va creando su propio pasado también lo crease el sueño.
Nunca se le había ocurrido a Félix pensar tanto en los sueños, no les había dado importancia, consideraba que eran unas horas que el cerebro necesitaba para descansar, para fijar unos recuerdos y borrar otros y para autorrepararse. Ahora había algo más, había descubierto que al despertar tenía la fuerte impresión de acabar de salir de otro sitio en que rigen otras leyes físicas y donde uno puede verse a sí mismo haciendo algo. A veces ni siquiera se puede recordar ese lugar, pero se sabe que se ha estado ahí. No era raro que durante el sueño saltase varias veces de escenario en escenario con total naturalidad y que aceptase situaciones estrafalarias como lo más normal del mundo, quizá porque ahí eran normales, de la misma forma que aquí no se pueden modificar otras que nos parecen de pesadilla y que no hay más remedio que aceptar.
Lo que resultaba difícil era saber qué ocurría cuando ese sueño se prolongaba durante semanas. Debía de ser muy pesado y angustioso no poder salir nunca del lugar del sueño, no poder regresar aquí de vez en cuando. Su memoria tendría que ir rebuscando aquí y allá para tejer más y más sueño. Félix día a día se había ido convenciendo de que la cabeza de Julia seguía funcionando. Llevaba casi dos años durmiendo junto a ella, en la misma cama, y recordaba que a veces en un tramo del sueño parecía que no respirase y otras respiraba igual que si estuviera subiendo unas escaleras, y ahora observaba lo mismo. Echó agua de la botella en un vaso de plástico y estuvo a punto de darle de beber. Casi tenía la certeza de que al sentir el agua fresca en los labios bebería si tenía sed, pero no era médico ni pretendía pasarse de listo. Era un marido al que le aterraba que la vida no volviera a ser la misma. En su profesión Félix veía tantas cosas fuera de lo normal que consideraba que lo normal era tan difícil como lo raro y lo increíble.
Le cogió la mano. La tenía fría, así que la tapó hasta el cuello y frotó la mano. El anillo también estaba frío. Félix no había echado la persiana y el verse rodeados por las estrellas y la luna flotando como al fin y al cabo también flotaban ellos hacía más comprensible cualquier cosa y más incomprensible todo en general.
– Hoy estás muy guapa -le dijo-. Es de noche y por la ventana se ven las estrellas muy brillantes, la luna está en cuarto creciente. Tito está dormido.
Le ocultó el dato de que Tito y su abuela estaban en un sitio y Julia y Félix en otro distinto a varios kilómetros unos de otros. No quería confundirla con información innecesaria. Volvió a molestarle la incógnita de lo que Abel podría contarle cuando estaba a solas con ella. Vamos a ver, Julia tenía oídos, luego oiría algo. De hecho existían métodos de estudio y de lavado de cerebro consistentes en estar asimilando información dormido sin saber que se escucha. ¿Quién podía asegurarle que por sus oídos no entraba lo que se decía a su lado?
Encendió la luz y cogió una de las revistas que había traído del cuarto de Abel. Era de compra venta de inmuebles de lujo. Puede que Abel se dedicara a este tipo de inversiones y que por eso conociese tan bien el precio de las cosas. Seguro que a Julia le encantaría hojear la revista y fantasear con la idea de montar un hotel o una casa rural o hacerse con una vivienda que no pudiera recorrer en dos zancadas.
– Esta casa te gustaría -le dijo, tratando de ponerse en su lugar para escudriñarla-. Cuesta treinta millones de euros. Está construida al borde un acantilado y el mar parece la continuación de la piscina, aunque el agua de la piscina es de un azul más claro. La fachada es de piedra y tiene arcos y columnas en el porche también azules como si el agua hubiese pasado por allí tiñéndolas. Hay enormes maceteros que parecen de oro porque el sol les da de pleno. El salón es gigante con cristaleras plateadas a la hora en que está tomada esta foto. La cocina da a un patio con salida al jardín. El jardín tiene todo tipo de plantas y árboles y se escalona en algunas partes. Tiene tres pisos con escaleras, recovecos y varias terrazas.
La hoja estaba doblada, seguramente por Abel.