39427.fb2 Primera memoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

Primera memoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

EL DECLIVE

1

Mi abuela tenía el pelo blanco, en una ola encrespada sobre la frente, que le daba cierto aire colérico. Llevaba casi siempre un bastoncillo de bambú con puño de oro, que no le hacía ninguna falta, porque era firme como un caballo. Repasando antiguas fotografías creo descubrir en aquella cara espesa, maciza y blanca, en aquellos ojos grises bordeados por un círculo ahumado, un resplandor de Borja y aún de mí. Supongo que Borja heredó su gallardía, su falta absoluta de piedad. Yo, tal vez, esta gran tristeza.

Las manos de mi abuela, huesudas y de nudillos salientes, no carentes de belleza, estaban salpicadas de manchas color café. En el índice y anular de la derecha le bailaban dos enormes brillantes sucios. Después de las comidas arrastraba su mecedora hasta la ventana de su gabinete (la calígine, el viento abrasado y húmedo desgarrándose en las pitas, o empujando las hojas castañas bajo los almendros; las hinchadas nubes de plomo borrando el brillo verde del mar). Y desde allí, con sus viejos prismáticos de teatro incrustados de zafiros falsos, escudriñaba las casas blancas del declive, donde habitaban los colonos; o acechaba el mar, por donde no pasaba ningún barco, por donde no aparecía ningún rastro de aquel horror que oíamos de labios de Antonia, el ama de llaves. ("Dicen que en el otro lado están matando familias enteras, que fusilan a los frailes y les sacan los ojos… y que a otros los echan en una balsa de aceite hirviendo… ¡Dios tenga piedad de ellos!") Sin perder su aire inconmovido, con los ojos aún más juntos, como dos hermanos confiándose oscuros secretos, mi abuela oía las morbosas explicaciones. Y seguíamos los cuatro -ella, tía Emilia, mi primo Borja y yo-, empapados de calor, aburrimiento y soledad, ansiosos de unas noticias que no acababan de ser decisivas -la guerra empezó apenas hacía mes y medio-, en el silencio de aquel rincón de la isla, en el perdido punto en el mundo que era la casa de la abuela. La hora de la siesta era quizá la de más calma y a un tiempo más cargada del día. Oíamos el crujido de la mecedora en el gabinete de la abuela, la imaginábamos espiando el ir y venir de las mujeres del declive, con el parpadeo de un sol gris en los enormes solitarios de sus dedos. A menudo le oíamos decir que estaba arruinada, y al decirlo, metiéndose en la boca alguno de los infinitos comprimidos que se alineaban en frasquitos marrones sobre su cómoda, se marcaban más profundamente las sombras bajo sus ojos, y las pupilas se le cubrían de un gelatinoso cansancio. Parecía un Buda apaleado.

Recuerdo el maquinal movimiento de Borja, precipitándose cada vez que el bastoncillo de bambú resbalaba de la pared y se caía al suelo. Sus manos largas y morenas, con los nudillos más anchos -como la abuela- se tendían hacia él (única travesura, única protesta, en la exasperante quietud de la hora de la siesta sin siesta). Borja se precipitaba puntual, con rutina de niño bien educado, hacia el bastoncillo rebelde, y lo volvía a apoyar contra la pared, la mecedora o las rodillas de la abuela. En estas ocasiones en que permanecíamos los cuatro reunidos en el gabinete -la tía, mi primo y yo como en audiencia-, la única que hablaba, con tono monocorde, era la abuela. Creo que nadie escuchaba lo que decía, embebido cada uno en sí mismo o en el tedio. Yo espiaba la señal de Borja, que marcaba el momento oportuno para escapar. Con frecuencia, tía Emilia bostezaba, pero sus bostezos eran de boca cerrada: sólo se advertían en la fuerte contracción de sus anchas mandíbulas, de blancura lechosa, y en las súbitas lágrimas que invadían sus ojillos de párpados rosados. Las aletas de su nariz se dilataban, y casi se podía oír el crujido de sus dientes, fuertemente apretados para que no se le abriera la boca de par en par, como a las mujeres del declive. Decía, de cuando en cuando: "Sí, mamá. No, mamá. Como tú quieras, mamá". Esa era mi única distracción, mientras esperaba impaciente el gesto levísimo de las cejas de Borja, con que se iniciaba nuestra marcha.

Borja tenía quince años y yo catorce, y estábamos allí a la fuerza. Nos aburríamos y nos exasperábamos a partes iguales, en medio de la calma aceitosa, de la hipócrita paz de la isla. Nuestras vacaciones se vieron sorprendidas por una guerra que aparecía fantasmal: lejana y próxima a un tiempo, quizá más temida por invisible. No sé si Borja odiaba a la abuela, pero sabía fingir muy bien delante de ella. Supongo que desde muy niño alguien le inculcó el disimulo como una necesidad. Era dulce y suave en su presencia, y conocía muy bien el significado de las palabras herencia, dinero, tierras. Era dulce y suave, digo, cuando le convenía aparecer así ante determinadas personas mayores. Pero nunca vi redomado pillo, embustero, traidor, mayor que él; ni, tampoco, otra más triste criatura. Fingía inocencia y pureza, gallardía, delante de la abuela, cuando, en verdad -oh, Borja, tal vez ahora empiezo a quererte-, era un impío, débil y soberbio pedazo de hombre.

No creo que yo fuera mejor que él. Pero no desaprovechaba ocasión para demostrar a mi abuela que estaba allí contra mi voluntad. Y quien no haya sido, desde los nueve a los catorce años, traído y llevado de un lugar a otro, de unas a otras manos, como un objeto, no podrá entender mi desamor y rebeldía de aquel tiempo. Además, nunca esperé nada de mi abuela: soporté su trato helado, sus frases hechas, sus oraciones a un Dios de su exclusiva invención y pertenencia, y alguna caricia indiferente, como indiferentes fueron también sus castigos. Sus manos manchadas de rosa y marrón se posaban protectoras en mi cabeza, mientras hablaba entre suspiros, de mi corrompido padre (ideas infernales, hechos nefastos) y mi desventurada madre (Gracias a Dios, en Gloria está), con las dos viejas gatas de Son Lluch, las tardes en que éstas llegaban en su tartana a nuestra casa. (Grandes sombreros llenos de flores y frutas mustias, como desperdicios, donde sólo faltaba una nube de moscas zumbando.)

Fui entonces -decía ella- la díscola y mal aconsejada criatura, expulsada de Nuestra Señora de los Ángeles por haber dado una patada a la subdirectora; maleada por un desavenido y zozobrante clima familiar; víctima de un padre descastado que, al enviudar, me arrinconó en manos de una vieja sirviente. Fui -continuaba, ante la malévola atención de las de Son Lluch – embrutecida por los tres años que pasé con aquella pobre mujer en una finca de mi padre, hipotecada, con la casa medio caída a pedazos. Viví, pues, rodeada de montañas y bosques salvajes, de gentes ignorantes y sombrías, lejos de todo amor y protección. (Al llegar aquí, mi abuela, me acariciaba.)

– Te domaremos -me dijo, apenas llegué a la isla.

Tenía doce años, y por primera vez comprendí que me quedaría allí para siempre Mi madre murió cuatro años atrás y Mauricia -la vieja aya que me cuidaba- estaba impedida por una enfermedad. Mi abuela se hacía cargo definitivamente de mí, estaba visto.

El día que llegué a la isla, hacía mucho viento en la ciudad. Unos rótulos medio desprendidos tableteaban sobre las puertas de las tiendas. Me llevó la abuela a un hotel oscuro, que olía a humedad y lejía. Mi habitación daba a un pequeño patio, por un lado, y, por el otro, a un callejón, tras cuya embocadura se divisaba un paseo donde se mecían las palmeras sobre un pedazo de mar plomizo. La cama de hierro forjado, muy complicada, me amedrentó como un animal desconocido. La abuela dormía en la habitación contigua, y de madrugada me desperté sobresaltada -como me ocurría a menudo- y busqué, tanteando, con el brazo extendido, el interruptor de la luz de la mesilla. Recuerdo bien el frío de la pared estucada, y la pantalla rosa de la lámpara. Me estuve muy quieta, sentada en la cama, mirando recelosa alrededor, asombrada del retorcido mechón de mi propio cabello que resaltaba oscuramente contra mi hombro. Habituándome a la penumbra, localicé, uno a uno, los desconchados de la pared, las grandes manchas del techo, y sobre todo, las sombras enzarzadas de la cama, como serpientes, dragones, o misteriosas figuras que apenas me atrevía a mirar. Incliné el cuerpo cuanto pude hacia la mesilla, para coger el vaso de agua, y entonces, en el vértice de la pared, descubrí una hilera de hormigas que trepaba por el muro. Solté el vaso, que se rompió al caer, y me hundí de nuevo entre las sábanas, tapándome la cabeza. No me decidía a sacar ni una mano, y así estuve mucho rato, mordiéndome los labios y tratando de ahuyentar las despreciables lágrimas. Me parece que tuve miedo. Acaso pensé que estaba completamente sola, y como buscando algo que no sabía. Procuré trasladar mi pensamiento, hacer correr mi imaginación como un pequeño tren por bosques y lugares conocidos, llevarla hasta Mauricia y aferrarme a imágenes cotidianas (las manzanas que Mauri colocaba cuidadosamente sobre las maderas, en el sobrado de la casa, y su aroma que lo invadía todo, hasta el punto de que, tonta de mí, acerqué la nariz a las paredes por si se habían impregnado de aquel perfume). Y me dije, desolada: "Estarán ya amarillas y arrugadas, yo no he comido ninguna". Porque aquella misma noche Mauricia empezó a encontrarse mal, y ya no se pudo levantar de la cama, y mandó escribir a la abuela -oh, ¿por qué, por qué había pasado?-. Procuré llevar el pequeño carro de mis recuerdos hacia las varas de oro, en el huerto, o a las ramas de tonos verdes, resplandecientes en el fondo de las charcas. (A una charca, en particular, sobre la que brillaba un enjambre de mosquitos, verdes también, junto a la que oía como me buscaban, sin contestar a sus llamadas, porque aquel día fue la abuela a buscarme -vi el polvo que levantaba el coche en la lejana carretera-, para llevarme con ella a la isla.) Y recordé las manchas castañas de las islas sobre el azul pálido de mis mapas -queridísimo Atlas-. De pronto, la cama y sus retorcidas sombras en la pared, hacia las que caminaban las hormigas, de pronto -me dije-, la cama estaba enclavada en la isla amarilla y verde, rodeada por todas partes de un azul desvaído. Y la sombra forjada, detrás de mi cabeza -la cama estaba casi a un palmo del muro-, me daba una sensación de gran inseguridad. Menos mal que llevé conmigo, escondido entre el jersey y el pecho, mi Pequeño Negro de trapo -Gorogó, Deshollinador-, y lo tenía allí, debajo de la almohada. Entonces comprendí que había perdido algo: olvidé en las montañas, en la enorme y destartalada casa, mi teatrito de cartón. (Cerré los ojos y vi las decoraciones de papeles transparentes, con cielos y ventanas azules, amarillos, rosados, y aquellas letras negras en el dorso: El Teatro de los Niños, Seix y Barral, clave telegráfica: Arapil. Al primer telar, número 3… "La estrella de los Reyes Magos", "El alma de las ruinas", y el misterio enorme y menudo de las pequeñas ventanas trasparentes. Oh, cómo deseé de nuevo que fuera posible meterse allí, atravesar los pedacitos de papel, y huir a través de sus falsos cristales de caramelo. Ah, sí, y mis álbumes, y mis libros: "Kay y Gerda, en su jardín sobre el tejado", " La Joven Sirena abrazada a la estatua", "Los Once Príncipes Cisnes". Y sentí una rabia sorda contra mí misma. Y contra la abuela, porque nadie me recordó eso, y ya no lo tenía. Perdido, perdido, igual que los saltamontes verdes, que las manzanas de octubre, que el viento en la negra chimenea. Y, sobre todo, no recordaba siquiera en qué armario guardé el teatro; sólo Mauricia lo sabía.) No me dormí y vi amanecer, por vez primera en mi vida, a través de las rendijas de la persiana.

La abuela me llevó al pueblo, a su casa. Qué gran sorpresa cuando desperté con el sol y me fui, descalza, aún con un tibio sueño prendido en los párpados, hacia la ventana. Cortinas rayadas de azul y blanco, y allá abajo el declive. (Días de oro, nunca repetidos, el velo del sol prendido entre los troncos negros de los almendros, abajo, precipitadamente hacia el mar.) Gran sorpresa, el declive. No lo sospechaba, detrás de la casa, de los muros del jardín descuidado, con sus oscuros cerezos y su higuera de brazos plateados. Quizás no lo supe entonces, pero la sorpresa del declive fue punzante y unida al presentimiento de un gran bien y de un dolor unidos. Luego me llevaron otra vez a la ciudad, y me internaron en Nuestra Señora de los Ángeles. Sin saber por qué ni cómo, allí me sentí malévola y rebelde; como si se me hubiera clavado en el corazón el cristalito que también transformó, en una mañana, al pequeño Kay. Y sentía un gran placer en eso, y en esconder (junto con mis recuerdos y mi vago, confuso amor por un tiempo perdido) todo lo que pudiera mostrar debilidad, o al menos me lo pareciese. Nunca lloré.

Durante las primeras vacaciones jugué poco con Borja. Me tacharon de hosca y cerril, como venida de un mundo campesino, y aseguraron que cambiarían mi carácter. Año y medio más tarde, apenas amanecida la primavera -catorce años recién cumplidos-, me expulsaron, con gran escándalo y consternación, de Nuestra Señora de los Ángeles.

En casa de la abuela, hubo frialdad y promesas de grandes correcciones. Por primera vez, si no la simpatía, me gané la oculta admiración de Borja, que me admitió en su compañía y confidencias.

En plenas vacaciones estalló la guerra. Tía Emilia y Borja no podían regresar a la península, y el tío Álvaro, que era coronel, estaba en el frente. Borja y yo, sorprendidos, como víctimas de alguna extraña emboscada, comprendimos que debíamos permanecer en la isla no se sabía por cuánto tiempo. Nuestros respectivos colegios quedaban distantes, y flotaba en el ambiente -la abuela, tía Emilia, el párroco, el médico-, un algo excitante que influía en los mayores y que daba a sus vidas monótonas un aire de anormalidad. Se trastocaban las horas, se rompían costumbres largo tiempo respetadas. En cualquier momento y hora, podían llegar visitas y recados. Antonia traía y llevaba noticias. La radio, vieja y llena de ruidos, antes olvidada y despreciada por la abuela, pasó a ser algo mágico y feroz que durante las noches centraba la atención y unía en una rara complicidad a quienes antes sólo se trataron, ceremoniosamente. La abuela acercaba su gran cabeza al armatoste, y, si se alejaba la anhelada voz, lo sacudía frenética, como si así hubiera de volver la onda a su punto de escucha. Quizá fue todo esto lo que estrechó las relaciones, hasta entonces frías, entre Borja y yo.

La calma, el silencio y una espera larga y exasperante, en la que, de pronto, nos veíamos todos sumergidos, operaba también sobre nosotros. Nos aburríamos e inquietábamos alternativamente, como llenos de una lenta y acechante zozobra, presta a saltar en cualquier momento. Y empecé a conocer aquella casa, grande y extraña, con los muros de color ocre y el tejado de alfar, su larga logia con balaustrada de piedra y el techo de madera, donde Borja y yo, de bruces en el suelo, manteníamos conversaciones siseantes. (Nuestro siseo debía tener un eco escalofriante arriba, en las celdillas del artesonado, como si nuestra voz fuera robada y transportada por pequeños seres de viga a viga, de escondrijo en escondrijo.) Borja y yo, echados en el suelo, fingíamos una partida de ajedrez en el desgastado tablero de marfil que fue de nuestro abuelo. A veces Borja gritaba para disimular: Au roi! (porque a la abuela y a la tía Emilia les gustaba que practicáramos nuestro detestable francés con acento isleño). Así, los dos, en la logia -que a la abuela no le gustaba pisar, y que sólo veía a través de las ventanas abiertas- hallábamos el único refugio en la desesperante casa, siempre hollada por las pisadas macizas de la abuela, que olfateaba como un lebrel nuestras huidas al pueblo, al declive, a la ensenada de Santa Catalina, al Port… Para escapar y que no oyera nuestros pasos, teníamos que descalzarnos. Pero la maldita descubría, de repente, cruzando el suelo, nuestras sombras alargadas. Con su porcina vista baja, las veía huir (como vería, tal vez, huir su turbia vida piel adentro), y se le caía el bastón y la caja de rapé (todo su pechero manchado) y aullaba:

– ¡Borja!

Borja, hipócrita, se calzaba de prisa, con la pierna doblada como una grulla (aún lo veo sonreír hacia un lado, mordiéndose una comisura, los labios encendidos como una mujerzuela; eso parecía a veces, una mujerzuela, y no un muchachote de quince años, ya con pelusa debajo de la nariz).

– Ya nos vio la bestia…

(En cuanto nos quedábamos solos, nos poníamos a ver quien hablaba peor.) Borja salía despacio, con aire inocente, cuando ella llegaba golpeando aquí y allá los muebles con su bastoncillo, pesada como una rinoceronte en el agua, jadeando, con su cólera blanca encima de la frente, y decía:

– ¿A dónde ibais… sin Lauro?

– Íbamos un rato al declive…

(Aquí estoy ahora, delante de este vaso tan verde, y el corazón pesándome. ¿Será verdad que la vida arranca de escenas como aquella? ¿Será verdad que de niños vivimos la vida entera, de un sorbo, para repetirnos después estúpidamente, ciegamente, sin sentido alguno?)

Borja no me tenía cariño, pero me necesitaba y prefería tenerme dentro de su aro, como tenía a Lauro. Lauro era hijo de Antonia, el ama de llaves de la abuela. Antonia tenía la misma edad que la abuela, a quien servía desde niña. Al quedarse viuda, siendo Lauro muy pequeño -la abuela la casó cuando y con quién le pareció bien -, la abuela la volvió a tomar en la casa, y al niño lo enviaron primero al Monasterio, donde cantaba en el Coro y vestía sayal, y luego al Seminario. (Lauro el Chino. Lauro el Chino. Solía decir, a veces: "Ésta es una isla vieja y malvada. Una isla de fenicios y de mercaderes, de sanguijuelas y de farsantes. Oh, avaros comerciantes. En las casas de este pueblo, en sus muros y en sus secretas paredes, en todo lugar, hay monedas de oro enterradas". Imaginé líquidos tesoros, mezclados a los resplandecientes huesos de los muertos, debajo de la tierra, en las raíces de los bosques. Revueltas entre piedras y gusanos, en los monasterios, las monedas de oro, como luminosos carbones encendidos). Y si Lauro hablaba -como solía- en la noche del declive, unidos los tres por sus misteriosas palabras, imbuidos de aquella voz baja, yo a veces cerraba los ojos. Tal vez fueron aquéllos los únicos momentos buenos que tuvimos para él. En la oscuridad erraban mariposas de luz, como diminutos barcos flotantes, iguales a aquellos que pasaban sobre la Joven Sirena y que la estremecían de nostalgia. (Barcos de seda roja y bambú, donde navegó el extraño muchacho de los ojos negros que no pudo darle un alma.) El Chino se callaba de pronto y se pasaba el pañuelo por la frente. Parecía que al hablarnos de los mercaderes lo hiciera con la única furia permitida a su cintura doblada de sirviente. Borja se impacientaba: "Sigue, Chino". Él se limpiaba los lentes de cristal verde, y al quitárselos aparecían sus ojos mongólicos, de párpados anchos a medio entornar. "Estoy cansado, señorito Borja… la humedad me acentúa la afonía… yo…" "¡No te calles!" Y Borja le apoyaba la mano en el pecho, como para empujarle. El Chino se quedaba mirando la mano, con los dedos abiertos, como cinco puñalillos. "Déjenme subir a dormir… Estoy muy triste, déjenme… ¿Qué saben ustedes, de estas cosas? ¿Han perdido algo, acaso? ¡Ustedes no han perdido nunca nada!". Como no entendíamos, Borja se reía. Yo pensaba: "¿He perdido? No sé: sólo sé que no he encontrado nada". Y era como si alguien o algo me hubiera traicionado, en un tiempo desconocido.) No éramos buenos con él. "Señor Preceptor, mister Chino…" Le llamábamos Prespectiva, Cuervo Prespectiva, Judas Amarillo… y cualquier nombre estúpido que nos pasara por la cabeza, bajo el enramado de los cerezos del jardín o de la higuera a donde se subía el tozudo gallo de Son Major. (¿Cómo me acuerdo ahora del gallo de Son Major? Era un viril y valiente gallo blanco, de ojos coléricos, que resplandecían al sol. Se escapaba de Son Major para ir a subirse a la higuera de nuestro jardín.)

Lauro estuvo muchos años en el Seminario, pero al fin no pudo ser cura. La abuela, que pagó sus estudios, estaba disgustada. Momentáneamente se convirtió en nuestro profesor y acompañante. A veces, mirándole, pensé si le habría pasado en el Seminario algo parecido a lo que me ocurrió en Nuestra Señora de los Ángeles.

– Cura rebotado -le decíamos. Yo imitaba en todo a Borja.

Cura rebotado, de ojos tristes y mongólicos, de barba sedosa y negra, apenas nacida. Las niñas amarillas y redondas, eran difíciles de ver tras los cristales verdes de las gafas. El Chino.

– ¡Por Dios, por Dios, delante de su señora abuela no me llamen así! Guarden la compostura, por favor, o me echará a la calle…

El Chino miraba a Borja, con los labios temblorosos sobre los dientes salidos, separados.

Borja, con la navaja que le quitó a Guiem, cortaba trozos de vara. Se reía calladamente y tiraba al aire la madera verde y húmeda, con un hermoso perfume. Los trozos de la vara caían al suelo del jardín, por encima de la cabeza del Chino. Borja se llevaba una mano abierta a la oreja:

– ¿Qué dices, qué dices? No oigo bien: mírame dentro de las orejas, tengo algo que me zumba. No sé si será una abeja…

Los pómulos achatados del Chino se cubrían de un tono rosado. Delante de la abuela no. (Pero delante de la abuela Borja aparecía confiado, bueno.) Borja besaba las manos de la abuela y de su madre. Borja se persignaba, el rosario entre sus dedos dorados, como un frailecito. Eso parecía, con sus desnudos pies castaños dentro de las sandalias. Y decía:

– Misterios de Dolor…

(Borja, gran farsante. Y, sin embargo, qué limpios éramos, todavía.)

Recuerdo un viento caliente y bajo, un cielo hinchado como una infección gris, las chumberas pálidas apenas verdeantes, y la tierra toda que venía desde lo alto, desde las crestas de las montañas donde los bosques de robles y de hayas habitados por los carboneros, para abrirse en el valle, con el pueblo, y precipitándose por el declive, detrás de nuestra casa, hasta el mar. Y recuerdo la tierra cobriza del declive escalonado por los muros de contención: las piedras blanqueando como enormes dentaduras, una sobre otra, abiertas sobre el mar que allá abaja se rizaba.

De pronto cesaba el viento, y Borja, en el cuarto de estudio, conmigo y con el Chino, levantaba la cabeza y escuchaba, como si fuera a oírse algo grande y misterioso. (En el piso de arriba, en su gabinete, la abuela desgarraba con ansiosas zarpas la faja de los periódicos recién recibidos. El ávido temblor de sus dedos, con los brillantes hacia la palma de la mano. La abuela buscaba y buscaba en los periódicos huellas de la hidra roja y de sus desmanes, fotografías de nobles sacerdotes abiertos en canal.)

Recuerdo. Tal vez eran las cinco de la tarde, aquel día, y el viento cesó de repente. El perfil de Borja, delgado como el filo de una daga. Borja levantaba el labio superior de un modo especial, y los colmillos, largos y agudos, como blanquísimos piñones mondados, le daban un aire feroz.

– Cállate ya, grulla -dijo.

A media catilinaria el Chino parpadeó, confuso. Y suplicó, en seguida:

– Borja… – interrumpiéndose.

Miró sobre los cristales verdes, al través de la bruma amarilla de sus ojos, y otra vez, y otra, me pregunté por qué razón le temía tanto a un mocoso de quince años. A mí también me apresó, puede decirse, sin saber cómo. Aunque si alguna noche me despertaba con sed y, medio dormida, encendía la luz de la mesilla y buscaba el vaso cubierto por un tapetito almidonado (Antonia, ritual, los ponía de habitación en habitación todas las noches) mientras se hundían mis labios en el agua fresca sabía que estuve soñando que Borja me tenía sujeta con una cadena y me llevaba tras él, como un fantástico titiritero. Me rebelaba y deseaba gritar -como cuando era pequeña, en el campo-, pero Borja me sujetaba fuertemente. (¿Y por qué?, ¿por qué? si aún no cometí ninguna falta grave, para que me aprisionase con el secreto.)

Sentado a un extremo de la mesa le daba vueltas a un lápiz amarillo. Las hojas del balcón estaban abiertas y se veía un pedazo de cielo gris y muy brillante. Borja salió afuera y yo me levanté para seguirle. Lauro el Chino me miró, y vi que se traslucía el odio en sus ojos, un odio espeso, casi se podía tocar en el aire. Le sonreía como había aprendido de Borja:

– ¿Qué pasa, viejo mono?

No era viejo, apenas rebasaba los veinte años, pero parecía sin edad, sumido en sí mismo, como devorándose. (Borja decía que le había oído azotarse, de rodillas: miró por la cerradura de su horrible habitación, en la buhardilla de la casa, en cuyo muro tenía pegadas estampas y reproducciones de vidrieras de la Catedral de no sé dónde, alrededor de un santito moreno que se parecía a Borja, con el pelo rizado y los pies descalzos. Y también una fotografía de su madre y de él, cogidos de la mano: él con un sayal, y asomando por debajo los calcetines arrugados.) Pero a mí Lauro el Chino no me temía como a Borja:

– Señorita Matia, usted se queda aquí.

Borja volvió a entrar. Tenía la piel encendida y hacía rodar el lápiz entre los dedos. Entrecerró los ojos:

– Se acabó el latín, señor Prespectiva…

Lauro el Chino se llevó un dedo, largo y amarillo, a la sien. Algo murmuró por entre los labios gordezuelos, que mostraron la fila de sus dientes separados.

– ¿A dónde van a ir? Su señora abuela preguntará por ustedes…

Borja echó sobre la mesa el lápiz, que rodó con un tableteo menudo sobre sus planos de forma trapezoide.

– Su abuelita dirá: ¿dónde están los niños, Lauro? ¿Cómo les ha dejado solos? Y yo, ¿qué voy a responder? A ella no le gusta verlos vagabundear…

Borja echó atrás los brazos, los balanceó como péndulos, y, al fin, los alzó, colgándose del quicio del balcón. Encogió las piernas como un gazapo, las rodillas levantadas, brillando a la luz pálida. Se columpiaba como un mono. Bien mirado, había algo simiesco en Borja, como en toda mi familia materna. Se reía:

– Borja, Borja…

El viento, como dije, se había detenido. Antes de presentarse a la abuela, Borja vestía unos pantalones de dril azul, desgastados en los fondillos y arrollados sobre los muslos, y un viejo suéter marrón, dado de sí por todos lados. Su cuello emergía delgado y firme del escote redondo, y parecía aún más un frailecito apócrifo.

– Borja, señorito Borja: si un día viene su señor padre, el coronel…

Su Señor Padre, El Coronel. Me cubrí los labios con la mano, para fingir un ataque de risa. Su señor padre el coronel no venía, tal vez nunca vendría. (La tía Emilia, con sus anchas mandíbulas de terciopelo blanco y los ojillos sonrosados, quedaría esperando, esperando, esperando, abúlicamente, con sus pechos salientes y su gran vientre blando. Había algo obsceno en toda ella, en su espera, mirando hacia la ventana.)

Así estábamos, desde hacía más de un mes, sin nada. "Cuando acabe la guerra". "La guerra será cosa de días", dijeron, pero resultaba algo rara allí en la isla. La abuela escudriñaba el mar con sus gemelos de teatro, que desempañaba con una punta de su pañuelo, y nada, nada. Un par de veces, muy altos, pasaron aviones enemigos. Sin embargo, algo había, como un gran mal, debajo de la tierra, de las piedras, de los tejados, de los cráneos. Cuando en el pueblo caía la hora de la siesta, o al resguardo de cualquier otra quietud, en esos momentos como de espera, resonaban en las callejuelas las pisadas de los hermanos Taronjí. Los Taronjí, con sus botas altas, sus guerreras a medio abotonar, rubios y pálidos, con sus redondos ojos azules, de bebés monstruosos y sus grandes narices judaicas. (Ah, los Taronjí. La isla, el pueblo, los sombríos carboneros, apenas se atrevían a mirarles un poco más arriba de los tobillos, cuando pasaban a su lado.) Los Taronjí llevaban los sospechosos a la cuneta de la carretera, junto al arranque del bosque, más allá de la plaza de los judíos. O a la vuelta del acantilado, tras rebasar Son Major.

– Borja, Borja…

Borja siguió balanceándose, mientras pudo. Luego se soltó y cayó al suelo, frotándose las muñecas y mirándonos de través bajo sus párpados anchos y dorados, como gajos de mandarina.

– Mono idiota -dijo-. Si papá viene se lo contaré todo, todo… Ya puedes rezar para que no venga, aunque tú no puedes rezar porque no crees en nada… Se lo contaré a papá y te entregará a los Taronjí… ¿Y sabes qué pasa con los monos viejos y pervertidos como tú?

El Chino se mordió los labios. Borja se acercó de nuevo a la mesa, rascándose un brazo:

– Hay calma chicha -dijo-,…¿vamos?

– Ella no ha terminado su traducción… ella no – maulló Lauro el Chino, pobre preceptor de los jóvenes Borja y Matia.

(Pobre, pobre mono con sus lamentos nocturnos y su húmeda mirada de protegido de la abuela, con su atado, retorcido, empaquetado odio, arrinconado debajo de la cama, como un lío de ropa sucia. Pobre Lauro el Chino, triste preceptor sin juventud, sin ordinariez compartida, con palabras aprendidas y corazón de topo. Sus manos de labrador frustrado, con los bordes de los dedos amarillentos y las uñas comidas.) Algo me hacía presentir el secreto de Borja y el Chino, pero, aunque Borja me hablara a veces de esas cosas, no las entendía aún. (Una vez el Chino nos llevó a su cubil de la buhardilla, donde se achicharraba en las horas de la siesta, bajo las tejas que ardían al sol como un horno. Y allí se desprendió por única vez de su chaquetilla negra y aparecieron los sobacos sudorosos. Se arremangó y tenía los brazos cubiertos de pelos negros y suaves. Y se quitó la corbata y se desabrochó el cuello. Borja saltó a su camastro, que empezó a gemir como alarmado de aquel peso, y del que salía el polvo por todas las rendijas (toda la casa estaba llena de polvo). En aquel cuarto de la buhardilla se veía el amor de Antonia, su madre. Antonia estaba en las flores que había al borde de la ventana, y que el sol parecía incendiar. Eran, bien las recuerdo, de un rojo encendido, con forma de cáliz, y tenían algo violento, como el odio cerrado de Lauro. Y allí, en el espejo, sujeta al marco, había una fotografía: él y su madre con el brazo alrededor de sus hombros. Él, niño feo con el pelo en remolinos y los calcetines arrugados por debajo del hábito. Su madre subía a la buhardilla todos los días y pasaba un paño por las mil fruslerías: reproducciones de cuadros, terracotas, flores, caracolas. Si la abuela hubiera sabido que subíamos a allí, habría lanzado un alarido. El Chino nos pasó los brazos por los hombros y nos acercó al espejo. Noté en la espalda desnuda -hacía tanto calor que no nos vestíamos como la abuela mandaba hasta la hora de comer, en que nos presentábamos por primera vez ante ella- su mano que iba de arriba a abajo, igual que las ratas por la cornisa del tejado, y aunque nada dije me llené de zozobra. Lauro nos acariciaba a Borja y a mí a la vez, y dijo:

– Dos seres así, Dios mío, como de otro mundo…

Al fin, como saliendo de un encantamiento, Borja desprendió sus manos de nosotros.

– Hace calma -repetía Borja, mirándome. Lauro el Chino decidió sonreír. Cerró el libro, del que salió una débil nube de polvo -el sol empezó a abrirse paso entre la húmeda y caliente niebla- y dijo, con falso optimismo:

– ¡Bien! Vayamos, pues…

– Tú no vienes.

Lauro el Chino sacó su pañuelo y se lo pasó por la frente, despacio. Luego se lo llevó un momento bajo la nariz y lo apretó sobre el labio superior, dándose unos débiles golpecitos. Después se secó el cuello, entre la camisa y la piel.

Borja y yo salimos al declive.

2

Salíamos siempre por la puerta de atrás Nos pegábamos al muro de la casa, hasta desaparecer del campo visual de la abuela, que nos creía dando clase. Desde la ventana de su gabinete, ella escudriñaba su fila de casitas blancas, cuadradas, donde vivían los colonos. Aquellas casitas, al atardecer, se encendían con luces amarillentas, y eran como peones de un mundo de juguete, y muñecos sus habitantes. Sentada en la mecedora o en el sillón de cuero negro con clavos dorados, la abuela enfilaba sus gemelos de raso amarillento con falsos zafiros, y jugaba a mirar. Entre los troncos oscuros de los almendros y las hojas de los olivos, se extendía el declive, hacia las rocas de la costa.

La barca de Borja se llamaba Leontina. Por unos escalones tallados en la roca se bajaba al pequeño embarcadero. Nosotros dos, solamente, íbamos allí. En la Leontina bordeábamos la costa rocosa, hasta la pequeña cala de Santa Catalina. No había otra en varios kilómetros, y la llamábamos el cementerio de las barcas, pues en ella los del Port abandonaban las suyas inservibles.

Hacía mucho calor y Borja brincaba delante de mí. Para ir a Santa Catalina, el mejor era el camino del mar. Desde tierra resultaba peligroso, las rocas altas y quebradas cortaban como cuchillos. A través de los últimos troncos, el mar brillaba verde pálido, tan quieto como una lámina de metal.

– ¿Y los otros?

– Bah, no vendrán.

Pensaba en los de Guiem, siempre contra Borja. Con Borja, formaban los del administrador y Juan Antonio, el hijo del médico. Era la guerra de siempre. Pero Santa Catalina era sólo de Borja y mía. Saltamos a la Leontina, que se bamboleó, crujiendo. En tiempos estuvo pintada de verde y blanco, pero ahora su color era incierto. Borja tomo los remos, y apoyando el pie contra la roca hizo presión. La barca se apartó suavemente y entró mar adentro.

Santa Catalina tenía una playa muy pequeña, con una franja de conchas como de oro, al borde del agua, que al saltar de la barca se partían bajo los pies, y parecía que machacáramos pedazos de loza. De la arena dura, en la que apenas se marcaban las pisadas, brotaban pitas y juncos verdes. Siempre me pareció que había en la cala algo irremediable, como si un viento de catástrofe la sacudiera. Allí estaban, despanzurradas, las corroídas costillas al aire, viejas amigas ya, la Joven Simón, la Margelida, con su nombre a medio borrar en el costado. Las otras nadie sabía ya cómo pudieron llamarse en algún tiempo. Del centro de la Joven Simón brotaba un manojo alto de juncos, como una extraña vela verde. Y aún giraba un cable en la polea, tiñendo las palmas de orín.

Dentro de la Joven Simón guardaba Borja la carabina y la caja de hierro con sus tesoros: el dinero que robábamos a la abuela y a tía Emilia, los naipes, los cigarrillos, la linterna y algún que otro paquete suyo misterioso, todo ello envuelto en un viejo impermeable negro. Y, en el fondo de la escotilla, las botellas de coñac que sacamos de la habitación del abuelo, y otra de un licor dulzón y pegajoso que en realidad no nos gustaba y que descubrió Borja olvidada en la cocina. Casi todo aquello fue desapareciendo poco a poco del armario negro del abuelo, gracias a la pequeña ganzúa que Guiem -hijo de herrero- fabricó para Borja en alguna de las treguas entre los dos bandos. Había temporadas en que contemporizaban los de Guiem y los de Borja, y en ellas se intercambiaban los bienes inapreciables de Borja -sólo él tenía la llavecita de hierro de la caja, colgada de la misma cadena que la medalla- y los oscuros utensilios -navajas, ganzúas-, de Guiem. Había también un dispositivo -dos ganchos de hierro enmohecido- para la carabina, envuelta amorosamente en trapos aceitados, vendada y cubierta de ungüento como una momia egipcia. Las balas las guardaba en su habitación. Todo procedía del mismo lugar: era un hurón, un verdadero buitre de las cosas del abuelo muerto. Las tres habitaciones que fueron del abuelo ejercían una gran atracción sobre Borja y sobre mí. Rara suite lujoso-monástica, como toda la casa de la abuela: mezcla extraña de objetos valiosos, mugre, toscos muebles de pesada madera, finas porcelanas y vajilla de oro -regalo del rey al bisabuelo-, armas, herrumbre, telas de araña, poca higiene (siempre recordaré la vieja bañera desportillada, llena de lacras negras, y Antonia, vuelta la cabeza y cerrados los ojos, ofreciéndonos la toalla para frotarnos y sacudirnos como si quisiera volvernos del revés). Borja pudo entrar en las habitaciones cerradas del abuelo -había en la casa una vaga y no confesada superstición, como si el alma de aquel hombre cruel flotase por sus tres habitaciones contiguas- trepando por un extremo de la balaustrada de la logia. Luego gateó por la cornisa hasta alcanzar la ventana, con su cristal roto que despedía resplandores al atardecer, como un anticipo del infierno, y por el agujero del cristal abrió el pestillo. Se hundió en la oscuridad verde y húmeda de tiempo y tiempo, con mariposas laminadas y el cadáver de un murciélago -sí, de aquel murciélago muerto y hecho ceniza detrás de la biblioteca-. En sus rebuscas encontró el libro de los judíos, aquel que describía cómo los quemaban en la plazuela de las afueras, junto al encinar, cuyas palabras me recorrían la espalda como una rata húmeda, cuando en la barca o en la penumbra del cuarto de estudio, sin luz casi, con el balcón abierto al declive (o también alguna noche en la logia, pues la logia era nuestro punto de reunión cuando ya estaban todos acostados y salíamos de nuestros cuartos y saltábamos por las ventanas descalzos y sigilosos), Borja lo leía, paladeándolo, para atemorizarme. Teníamos el día entero para nosotros dos, pero solamente en la noche, fumando un prohibido cigarrillo y sin vernos claramente los rostros, nos hacíamos confesiones que jamás habríamos escuchado ni dicho a la luz del día. Y lo que en la logia y de noche se decía no lo repetíamos al día siguiente, como si lo olvidáramos.

En la Joven Simón, envueltos en un impermeable viejo, permanecían los naipes y las botellas fruto del saqueo. (Pobre Lauro el Chino. También allí tenía Borja, de su puño y letra, la prueba débil y humillante de su culpa, el olor a pescado podrido aún pegado a los maderos de la Joven Simón.) Muchas veces se iba allí él solo, porque le gustaba tumbarse en la cubierta de la barca, panza arriba, debajo del sol. Decía que el sol le hacía bien, y así estaba él de oscuro: como de bronce o de oro, según le daba la luz o la sombra, muros adentro. Bien es verdad -Borja, Borja- que si no pudimos querernos como verdaderos hermanos, como manda la Santa Madre Iglesia, al menos nos hicimos compañía. (Tal vez, pienso ahora, con toda tu bravuconería, con tu soberbio y duro corazón, pobre hermano mío, ¿no eras acaso un animal solitario como yo, como casi todos los muchachos del mundo?) En aquel tiempo, bajo el silencio rojo del sol, detrás de los rostros de los criminales -los Taronjí, las fotografías que venían de más allá del mar- y los viejos egoístas o indiferentes, corroídos como las barcas de Santa Catalina, no nos atrevíamos a confesar nuestra tristeza. Y siempre la sombra presente del padre -El Coronel- y los periódicos de la abuela, con sus horrendas fotografías -¿pastiche? ¿realidad? ¡Qué más daba!- de hombres abiertos, colgando de ganchos, como reses, en los quicios de las puertas. (Y disparos en las afueras, carretera adelante, al borde del acantilado, más allá de Son Mayor. Un grito, acaso, temerosamente oído una tarde, escondidos entre los olivos del declive.) Borja nos enseñó a jugar a las cartas. Ni yo ni los hijos del administrador, ni Juan Antonio, el del médico -los serviles, los suyos- vimos nunca antes la reina de Pies ni la de Corazones, y perdíamos la asignación semanal, el dinero ahorrado y el que no era nuestro. Pero seguíamos en el juego. Hasta Guiem, tozudo y pesado, gran nariz rabina, torpe y cauteloso, logró entender una escalera de color: lo único que a Borja le enseñó su madre, la tía Emilia.

Aquella tarde la playita estaba como encendida. Había un latido de luz en el aire o dentro de nosotros. No se sabe.

Apenas pisamos la arena Borja se detuvo:

– Quieta -dijo.

Aun teníamos las piernas mojadas por el agua. A lo largo de los tobillos de Borja brillaban los granos de arena, como trocitos de estaño.

El hombre estaba boca abajo, con un brazo extendido en el suelo, arrimado a la panza de la barca como perro que busca refugio para dormir. Seguramente cayó rodando hacia el mar, hasta chocar con la Joven Simón. Cerca, detrás de las rocas, empezó a chillar una gaviota. Entre las barcas desfondadas, quemadas por el viento, las sombras se alargaban, sesgadas.

La arena despedía un vaho dulzón que se pegaba a la piel. A través de las nubes hinchadas, color humo, se intensificaba por minutos, como una úlcera, el globo encarnado del sol. Borja murmuró:

– Está muerto…

Tras la barca surgió primero una sombra y luego un muchacho. Creo que le vi antes alguna vez, en el huerto de su casa, y ya en aquel momento pensé que no me era desconocido. Sería, supuse, uno de la familia de Sa Malene, que tenían su casita y su huerto en el declive. Entre sus muros, vivían como en una isla perdida en medio de la tierra de la abuela, ya muy cerca del mar. Unos pegujales que tenían más allá del declive, les fueron confiscados. Eran una gente segregada, marcada. Había en el pueblo alguna otra familia así, pero la de Malene era la más acosada, tal vez por ser los Taronjí primos suyos y existir entre ellos un odio antiguo y grande. Estas cosas las sabíamos por Antonia. El odio, recuerdo bien, alimentaba como una gran raíz el vivir del pueblo, y los hermanos Taronjí clamaban con él de una parte a la otra, desde los olivares hasta el espaldar de la montaña, y aún hasta los encinares altos donde vivían los carboneros. Los Taronjí y el marido de Malene tenían el mismo nombre, eran parientes, y sin embargo nadie se aborrecía más que ellos. El odio estallaba en medio del silencio, como el sol, como un ojo congestionado y sangriento a través de la bruma. Siempre, allí en la isla, me pareció siniestro el sol, que pulía las piedras de la plaza y las dejaba brillantes y resbaladizas como huesos o como un marfil maligno y extraño. Las mismas piedras donde resonaban las pisadas de los hermanos Taronjí, parientes de José Taronjí, padre de aquel muchacho que salía de tras la barca, y cuyo nombre, de pronto, me vino a la memoria: Manuel. Sin saber cómo, me dije: "Algo ha pasado, y los Taronjí tienen la culpa". (Ellos, siempre ellos. Sus pies, hollando con un eco especial el empedrado de las calles o las ruinas del pueblo viejo, que ardió hacía muchos años y del que sólo quedaba la plaza de los judíos, junto al bosque. Muros quemados, grandes huecos negruzcos y misteriosos, a los que aplicaron puertas y que servían para almacenar piensos y leña.) En la plazuela de los judíos nos encontrábamos a veces con los otros. Viendo a aquel muchacho pensé vivamente en ellos: los de Guiem. Guiem, Toni el de Abres, Antonio el de Son Lluch, Ramón y Sebastián. Guiem, por encima de todos: dieciséis años. Toni, quince; Antonio, quince; Ramón, trece -era el consentido, porque maliciaba más que nadie-. Y Sebastián el Cojo, catorce y ocho meses. (Decía siempre quince.) Pero éste, Manuel, no era de nadie. (De nuevo le recordé, me era familiar. De espaldas, inclinado a la tierra, allí, en el declive. La puerta del huerto, con la madera quemada por el aire del mar, abierta. Y él cara al suelo pedregoso, con flores y legumbres, sobre la pequeña, húmeda y arenosa tierrecilla. De pronto, las flores, como el estupor de la tierra, encarnadas y vivas, curvadas como una piel, como un temblor del sol, gritando en medio del silencio. Y había un pozo, entre las pitas, con un sol gris lamiendo la herrumbre de la cadena. Dentro de los muros se alzaba el verde exultante, las hojas frescas y tupidas de las verduras de que se alimentaban; que era, me dije yo, confusamente, como alimentarse de alguna ira escondida en el corazón de la tierra. Estaba él inclinado, y no era de nadie. Nadie quería ayudarles a recoger la aceituna, ni la almendra de sus pocos árboles. Los Taronjí se llevaron al padre, y el trabajo lo hacían la madre Malene, Manuel, y los dos menores, María y Bartolomé. Su casa era pequeña, cuadrada y sin tejado: un cubo blanco y simple, y en la puerta, tras las columnas encaladas del porche, una cortina rayada de azul que inflaba el viento. Tenían un perro que aullaba a la luna, al mar, a todo, y que enseñaba los dientes desde que los Taronjí se llevaron a José, el padre, de madrugada. Ellos eran como otra isla, sí, en la tierra de mi abuela; una isla con su casa, su pozo, la verdura con que alimentarse y las flores moradas, amarillas, negras, donde zumbaban los mosquitos y las abejas y la luz parecía de miel. Yo vi a Manuel inclinado al suelo, descalzo, pero Manuel no era un campesino. Su padre, José, fue el administrador del señor de Son Major, y luego se casó con Malene. Sa Malene estaba muy mal vista en el pueblo -lo decía Antonia- y el señor de Son Major les regaló la casa y la tierra.) Y otra vez sin comprender cómo, ni por qué, y tan rápidamente como en un soplo, recordé: "José Taronjí tenía las listas", dijo Antonia a la abuela. La abuela la escuchaba mientras dos mariposas de oro se pegaban ávidamente al tubo de la lámpara de cristal, se morían temblando y caían al suelo como un despojo de ceniza. Lauro lo explicó más detalladamente: "Lo tenían todo muy bien organizado: se repartieron Son Major y él lo distribuyó muy bien: quienes iban a vivir en la planta, quienes en el piso de arriba… Y ésta su casa también, doña Práxedes…" Era la misma voz de cuando decía: "En un pueblo de Extremadura han rociado con gasolina y han quemado vivos a dos seminaristas que se habían escondido en un pajar. Los han quemado vivos, malditos… malditos. Están matando a toda la gente decente, están llenando de Mártires y Mártires el país…" (El Chino y los Mártires, las vidrieras de Santa María con sus hermanos muertos allí arriba, y detrás el sol feroz y maligno empujando con su fulgor el rojo rubí, el esmeralda, el cálido amarillo de oro. Y el Chino continuaba como un sonámbulo: "Tendremos altares cubiertos de sangre y en nuevas vidrieras veremos los rostros de tantos y tantos hermanos nuestros…")

Era al padre de Manuel a quien se llevaron los Taronjí, los de altas botas de jinetes que no montaban jamás a caballo. Manuel dejó el convento donde vivía, y estaba allí en el huerto, trabajando para ellos porque nadie del pueblo les ayudaba. Y otra vez recordé la voz del Chino, que decía: "Pues como antes, que iban los leprosos con campanillas a la puerta de David; y se retiraban los hombres puros al oírlos, así debían ir por donde pasan con la peste de sus ideas…" Era Manuel el muchacho que salía detrás la barca; no cabía duda, era aquella la espalda inclinada al suelo, vista por nosotros al otro lado de la puerta corroída por el aire del mar; era su nuca de oscuro color moreno, del bronco color del sol sobre el sudor, no del dorado suave de Borja. Y, también, había sol en el color de su pelo quemado, seco por su fuego, en franjas como de cobre. "Pelirrojo como todos ellos -dijo Borja, entonces -. Pelirrojo. Chueta asqueroso."

3

No sé si lloraba, porque tenía la cara cubierta de sudor.

– Préstame la barca -dijo.

Creí que latiría en su voz la misma ira de las flores, pero era una voz opaca, sin matiz alguno. De frente me parece que no le había visto nunca. No tenía la cara tan quemada como la nuca. Apenas recuerdo sus facciones, sólo sus ojos, negros y brillantes, donde resaltaba la córnea casi azul. Unos ojos distintos a los de cualquier otro. Era alto y corpulento para su edad, y sólo al mirarlo me pareció que no necesitaba pedirle la barca a Borja: se la podía llevar con sólo adelantar un paso y darle a mi primo un empujón. Las piernas desnudas de Borja y sus pies de dedos largos, con una uña rota en el pulgar derecho, aquellas piernas aún húmedas, con la arena pegada, estaban en un desamparo total, junto a la maciza figura de Manuel. Y Manuel, de pronto, no era un muchacho. No, bien cierto era que (quizá desde el mismo instante en que pidió la barca, en la ensenada de Santa Catalina, con una gaviota chillando destemplada, inoportuna) parecía muy distante su infancia, su juventud, hasta la vida misma. Y no había cumplido, seguramente, los dieciséis años.

El cuerpo del hombre seguía pegado como un marisco a la quilla de la Joven Simón. No recuerdo si tuvimos miedo. Es ahora, quizá, cuando lo siento como un soplo, al acordarme de cómo nos habló. Aún veo los juncos, tan tiernos, brotando de la arena, y el azul violento de las pitas. Una estaba rota, con los bordes resecos como una cicatriz.

Primero creí que eran lágrimas lo que le brillaba en las mejillas. Pero estaba cubierto de sudor y no se podía precisar. Pensé: "¿Cómo habrá llegado aquí, sin barca?". Debió descolgarse por las rocas. A pesar del calor dulzón que parecía emanar del suelo y el cielo al mismo tiempo, sentí frío. "Han tirado al hombre, lo han despeñado rocas abajo". Algo empezó a brillar. Quizá era la tierra. Todo estaba lleno de un gran resplandor. Levanté la cabeza y vi cómo el sol, al fin, abría una brecha en las nubes. Se sentía su dominio rojo y furioso contra la arena y el agua. La gaviota se calló, y en aquel gran silencio (era de pronto como un trueno mudo rodando sobre nosotros) me dije: "Ese hombre está muerto, lo han matado. Ese hombre está muerto."

(Los Taronjí, Lauro el Chino, Antonia… Y también Lorenza, la cocinera, y Es Ton, su marido. Hacía unos días: "Los han metido en el corral a los cinco. Se subieron al muro los dos Taronjí y sus compañeros los apuntaron con las pistolas. Y ellos sin hablar, callados". A Lorenza no era sudor, eran lágrimas lo que le caían, oyendo a su marido decir aquello. No sabían que yo fui a buscar las sogas para llevarlas a donde Borja me esperaba. Me metí detrás de la cocina, por el patio. Hablaban en su idioma pero les entendía. Me subí a la escalera corta del cobertizo. Olía muy fuerte a las cenizas para hacer jabón y a las cáscaras de la almendra amontonadas al otro lado. Pasé un dedo por el vidrio roto, sin brillo, gris del polvo y la tierra pegada. Por el agujero la veía sentada, con el cuchillo entre las manos: lo único que flameaba. Tenía los ojos bajos y las gotas brillantes le caían hacia abajo. Yo contenía la respiración, oyendo la voz de su marido, Es Ton. Sólo veía su sombra, que se iba y se venía sobre los ladrillos encarnados del suelo, y el ruido de sus eses silbadas, pues hablaba en voz baja. "Y ha dicho la del administrador: ¿Y ése, leyendo todos los días "El Liberal"? Y nunca ponía los pies en la iglesia. Y Taronjí le dio con la culata. Entre tanto los otros querían empujar la puerta. Y mira, mujer, eran como animales; sí, igual que animales. A los tres carboneros les ataron las manos a la espalda y miraban hacia arriba que daba miedo. Entonces dijo el mayor Taronjí: abrid. Y los sacaron. Se montó el pequeño de Riera en el coche, ya sabes, ese coche negro que tienen del Ayuntamiento, y lo pusieron en marcha. Me miró es Taronjí mayor, y me dijo: mejor que te vayas a casa, Ton. Mejor que no mires ninguna de estas cosas. Sabe que ella me defendería, después de todo. ¿No crees que ella me defendería? Siempre le han hecho caso a ella. ¿No te parece?" Y, por el tono, yo entendí que ella era mi abuela, que le tendría que defender a Es Ton, de los Taronjí o de alguien. Pero -me dije- a la abuela no le importaba nada de nadie. Y entonces me vio Lorenza, porque crujió la escalera. Tuvo un gran susto, y dijo: "Por Dios, ¿qué hace ahí? ¿qué hace ahí?" Y me miraba de un modo raro y me pareció que tenía los labios muy descoloridos y que me llamaba de usted, a pesar de que, cuando no estaba delante la abuela, no lo hacía nunca. Y vi su cara como contraída y que tenía los ojos secos. Por eso me parecía muy raro que hubiera llorado. Su marido, Es Ton, desapareció en seguida: oí sus pasos hacia el patio, como huyendo. Bajé de la escalera y noté que me había metido en la boca alguna semilla que me amargaba mucho).

Era verdad: aquel hombre caído, pegado a la Joven Simón, estaba muerto.

– ¿Quién es? -preguntó Borja, con voz enronquecida. Y Manuel contestó:

– Mi padre.

Me volví de espaldas. Estaba sorprendida. Había oído muchas cosas y visto, de refilón, las fotografías de los periódicos, pero aquello era real. Estaba allí un hombre muerto, lanzado por el precipicio hasta la ensenada.

– Se quiso escapar cuando lo llevaban…

Parecía mentira, parecía algo raro, de pesadilla. Pero era Manuel, su hijo, quien lo contaba. Y estaba allí, delante de nosotros, con su sombra alargándose en el suelo, sesgada e irreal. Se veía el temblor de sus piernas, firmemente plantadas, pero hablaba despacio y mesuradamente, con una voz sin brillo. Y era sudor, sudor tan sólo, lo que caía por las mejillas. Una gota que rodaba al lado de su nariz, hasta el labio, brillando mucho, también era de sudor. Ni una, ni una sola lágrima. Y continuó con sus labios blancos, ladeando una mano, para indicar el trayecto del cuerpo, hasta caer allí, marcado aún en la arena.

– Déjame la barca -repitió. – Le quiero llevar a casa.

Borja se retiró hacia las rocas. La gaviota volvió a chillar. Nos sentamos muy juntos, tanto que nuestras rodillas se tocaban, detrás de una chumbera. Borja, que estaba muy pálido, se rodeó las rodillas con los brazos, y con la cabeza inclinada miró a través de las anchas palas de la planta. Le imité. Busqué su mano y él retuvo la mía un momento, apretándola mucho. Sus ojos de almendra estaban inundados de sol, como vaciados; y en ellos había un gran estupor, también. Dijo:

– Supongo que por dejarla no hacemos nada malo…

Manuel volvió cara arriba al hombre, y vimos parte de la arena manchada de rojo oscuro.

– ¿Desde cuándo estará ahí? -dijo mi primo, muy bajo.

Manuel lo arrastró hacia el borde del mar. El hombre no llevaba calcetines, y asomaban sus tobillos desnudos por el borde del pantalón. Sus zapatos estaban muy nuevos, como si se hubiera puesto la ropa del domingo.

– Sí que es verdad -añadió Borja, mirando como a su pesar, y de lado, por entre los huecos de la chumbera-, sí que es José, su padre. ¡Maldito sea, llevarse así mi barca…!

Y añadió:

– Oye tú: ni una palabra a nadie.

Negué con la cabeza. En aquel momento, Manuel iba por la franja de conchas, que brillaban al resplandor del sol como una inmóvil ola de fuego. El cuerpo las arrastraba y las hundía con su peso, entre un ahogado tintineo. Súbitamente Borja gritó:

– ¡Date prisa! ¿O es que quieres que se entere mi abuela?

Manuel no respondió. Por entre las palas verdes cubiertas de púas, veía el temblor de sus piernas. Se había manchado de sangre los costados de la camisa, como si le hubiera querido cargar a hombros y no hubiera soportado el peso. Lo arrastraba como un saco, no podía hacer otra cosa.

Al fin se oyó el chapoteo del agua y el ruido del cuerpo al caer al fondo de la barca. Era un ruido sordo, como sofocado por trapos. Se notaba que era un cuerpo muerto el que caía en la barca. Me incorporé y miré sobre la chumbera. Manuel, con el remo, apartaba la barca de las rocas. Luego se quedó así, en proa, apuntándonos un instante con él como si fuera un arma, mientras la Leontina entraba dulcemente en el mar. El borde del agua se rizaba, blanco, lanzando hacia nosotros combas de espuma, como en un juego desconocido.

El viento comenzó a soplar. Manuel se sentó, y con un solo remo viró hacia la izquierda, hacia el declive.

– Vámonos de aquí -dijo mi primo.

– Suéltame, me haces daño…

Pero no me soltaba. Ya no estaba Manuel, ni nadie, ni la Leontina. Sólo nosotros dos y el viento, que de pronto nos lanzó sobre la cara una onda de arena, que sentimos crujir entre los dientes. Era todo como un sueño, como un gran embuste al estilo de Lauro el Chino. Casi no se podía creer.

Los dos a un tiempo nos acercamos a la Joven Simón, como si deseáramos una prueba de que aquello no era una mentira. Borja se agachó y su dedo recorrió el madero rugoso y quemado, gris por el tiempo. En él se veían la mancha negruzca y los agujeros de las dos balas. Estuvo un rato inmóvil, en cuclillas. Metió el dedo en un agujero, y luego en otro. Al verle hacer esto me acordé de lo que decían de Santo Tomás, que metió los dedos en las heridas de Jesús, para asegurarse de su verdad. Tan irreal parecía todo aquella tarde. Me agaché y le puse la mano en un hombro. Dijo:

– Bueno, supongo que la va a devolver.

– ¿Esperamos?

– Sí, ¿qué vamos a hacer, si no? Por nada del mundo debe enterarse la abuela ¡Y no vamos a subir hasta ahí arriba!

Miré hacia lo alto, donde las rocas se oscurecían hasta parecer negras y las pitas tenían un aire feroz, de alfanjes. Mucho más arriba, hacia el cielo, negreaban los árboles.

– Pero podemos volver saltando por las rocas.

– No -se obstinó-. Ha de traer la barca. Se lo he dicho. No se atreverá a desobedecer…

La gaviota pasó sobre nuestras cabezas y nos sobresaltó estúpidamente. Borja empezó a limpiarse la arena de las piernas. Subimos a la Joven Simón, y nos tendimos. El sol enrojecía en un cielo limpio, donde se oían zumbar las moscas y mil insectos. El mar tenía un rumor espeso, monótono.

– Lo peor van a ser las manchas -dijo mi primo.

– Se quitan. Además, ni la abuela ni tu madre vienen aquí, ni se acuerdan siquiera de la Leontina.

Borja estuvo un momento callado, y dijo:

– No es sólo… Bueno, ¿sabes?, nadie debe saber esto. Ni los chicos ni nadie. No se debe ayudar a esa gente. Nadie les ayuda. Hace ya muchos días que recogen ellos solos su cosecha… Todos tienen miedo de ayudarles, porque Malene y los suyos… pues eso, están muy significados, muy mal vistos.

Hizo una pausa, y añadió, siempre mirando a un punto remoto:

– A veces le he visto cavar en su huerto.

– Yo también -dije. Porque, sin nombrarlo, los dos pensábamos sólo en Manuel y no se me borraba su imagen, de pronto muy clara. Sin embargo, antes de aquel día no le di nunca importancia, ni siquiera pregunté a los chicos: "¿Y ese de la casa de al lado, quién es?".

– ¿Y quién es? ¿Y por qué?

– Eso -Borja hizo un gesto vago con la mano-, que son mala gente. Su padre, ese que han matado, era el administrador del de Son Major… Y dicen que el de Son Major lo casó con su querida, Sa Malene, ya sabes, la madre de Manuel. El de Son Major les dio la casa, los olivos, el huerto… ¡Todo se lo deben a él!

– ¿Jorge? -pregunté con malicia, porque sabía que tocaba el punto flaco de mi primo. Si había alguien a quien mi primo admiraba de lejos era a Jorge de Son Major. Deseaba imitarle, ser algún día como él. Que se contaran de él algún día cosas como las que oíamos de aquel misterioso pariente nuestro, que vivía al final del pueblo, en la esquina del acantilado, retirado y sin ver a nadie, con un viejo criado extranjero llamado Sanamo. Por lo que oí a Antonia y a Es Ton, Jorge de Son Major fue un tipo raro, un aventurero que dilapidó su fortuna de un modo absurdo -según la abuela- en extraños y pecadores viajes por las islas. Pero a los ojos de mi primo era únicamente un ser fantástico. La abuela y Jorge estaban distanciados hacía muchos años.

– Bueno, eso es -dijo mi primo.

– ¿Qué hacía José Taronjí?

– Ya te dije que era un mal nacido, un mal hombre. Era su administrador, pero se significó mucho, y supongo que últimamente andaría sin trabajo. Un desagradecido, después de todo lo que hizo por ellos Jorge. Le odiaba, le odiaba con toda su alma. ¡Y el Chino dijo que tenía las listas y que entre todos se repartieron Son Major! Luego, ya lo ves: lo llevarían a alguna parte y se ha querido escapar… Han tenido que matarlo.

De pronto, aquellas palabras cobraron un extraño relieve. Él mismo se debió dar cuenta, porque se calló en seco y su silencio se sentía sobre nosotros. El sol lucía plenamente, y dentro del silencio, durante un rato -de forma parecida a cuando se cierran los ojos y se continúa viendo el contorno luminoso de las cosas, cambiando de color, en el interior de los párpados- oí su voz, que decía: han tenido que matarlo, han tenido que matarlo. Todo el cielo parecía meterse dentro de los ojos, con su brillo de cristal esmerilado, dejando caer el gran calor sobre nuestros cuerpos. Sentí un raro vacío en el estómago, algo que no era solamente físico: quizá por haber visto a aquel hombre muerto, el primero que vi en la vida. Y me acordé de la noche en que llegué a la isla, de la cama de hierro y de su sombra en la pared, a mi espalda.

– Me va a dar una insolación…

Me senté sobre la barca. Borja continuaba tendido, callado e inmóvil. El resplandor me acompañaba aún. Lo tenía tan metido dentro, que todo: yo, las barcas muertas, la arena, las chumberas, parecíamos sumergidas en el fondo de una luz grande y doliente. Oía el mar como si las olas fueran algo abrasador que me inundara de sed. Supongo que así pasó mucho tiempo.

Salté al suelo y me fui hacia las conchas de oro. Entonces Borja me llamó:

– ¡Ven aquí, no seas estúpida! Te pueden ver, si alguien pasara por arriba, y es mejor que nadie sepa…

Volví. Él se había echado boca abajo, y metía la mano por la escotilla. Por lo visto, quería hacer como si nada hubiera pasado. Como si lo hubiéramos olvidado, por lo menos.

Sacó los naipes. Nos sentamos con las piernas cruzadas, como solíamos. Encendió la linterna y la colgó del cable. Aún no era de noche. Le gané dos veces, y oscureció. De todos modos, aún le debía dinero. ¡Nunca acabarían mis deudas con él! Borja sacó la botella, pero no teníamos ganas de beber. Dimos un trago, a la fuerza, y la volvió a guardar. Era el horrible licor dulce, empalagoso. No se veía ya. La linterna, amarilla, como una lengua luminosa, aparecía rodeada de insectos ansiosos, chocando unos con otros. Los mosquitos nos picaban, y de cuando en cuando se oían nuestros manotazos en brazos y piernas. De pronto, dije:

– ¿Desde cuándo son así?

– ¿Quiénes?

– Esos… ¿desde cuándo piensan de ese modo?

– Qué sé yo. Están llenos de rencor. El Chino dice… Tendrán envidia, porque nosotros vivimos decentemente. Están podridos de rencor y de envidia. Nos colgarían a todos, si pudieran.

Era un tema que siempre me llenaba de zozobra, porque mi padre, al parecer, estaba con ellos, en el otro lado. Borja me mortificó alguna vez con alusiones a mi padre y sus ideas. Pero Borja parecía haberlo olvidado en aquel momento. Continuó:

– Fíjate si son de mala especie: él les estuvo favoreciendo tanto – (y yo noté cómo, tozudamente, al hablar de ellos, sólo pensaba en José Taronjí y su familia) -. Y a Manuel le tenía en un convento, viviendo y estudiando. Todo pagado, todo… Bueno, no sé ni cómo tienen cara para salir de casa. Y aún, mi padre, jugándose el pellejo por culpa de gente así. Mi padre luchando en el frente contra esa gentuza… Y yo aquí, tan solo.

Dijo estas últimas palabras deprisa, casi en voz baja. Era la primera vez que le oía aquella frase: tan solo. Fue extraño. Claro que no nos veíamos las caras, apenas las manos, por culpa de la linterna. Y era así, en la penumbra o en la oscuridad -como cuando saltábamos a la logia por las noches, en pijama, para seguir una partida interrumpida o para hablar y hablar-, cuando él descomponía un tanto su aire perdonavidas y orgulloso. Me pareció que era verdad, que estaba muy solo, que yo también lo estaba y que, tal vez, si no hubiera sido por aquella soledad, nunca hubiéramos sido amigos. No sé qué diablo me picaba a veces -como cuando estaba en Nuestra Señora de los Ángeles-, que si algo me arañaba por dentro me empujaba a la maldad. Sentí ganas de mortificarle:

– No te quejes, tienes a Lauro el Chino.

No me contestó y sacó los cigarrillos. En la oscuridad brilló la llamita de la cerilla.

– Dame uno -pedí, a mi pesar, pues siempre me los regateaba.

Sin embargo, me lo dio. Era un tabaco negro y amargo, que compraba en el Café de Es Mariné.

– De los otros.

Con sorpresa, vi que rebuscaba en la caja y me dio uno de los codiciados Muratis de la tía Emilia. Fumamos en silencio, hasta que dijo:

– ¿Tú crees que es malo?

– ¿El qué?

– El dejarle la barca.

Lo pensé un momento:

– A la abuela no le gustaría. Ni a Lauro.

– ¡Bah, Lauro!

– Siempre dice que los odia. Siempre viene con las historias de sus crímenes, y todo eso.

– Eso dice, pero no lo creo. ¿Sabes? es como ellos. Igual. Igual que ellos. Está lleno de envidia… Yo sí les odio. Les odio de verdad.

Me di cuenta de que su voz temblaba ligeramente, como si estuviera asustado de algo. Aplastó su colilla contra el borde de la barca.

– Vámonos. Ése no vuelve… es muy tarde.

– ¿No vamos a esperarle un poco más? Ahora será peor subir ahí.

– Seguiremos las rocas de la costa… ¡Es un cerdo, ése! Ven, date prisa. Lauro estará medio muerto, escondiéndose de la abuela.

Dijo esto con una risita demasiado chillona. Y añadió, como para él:

– ¡Me las pagará ese chueta!

Guardó todas las cosas en el impermeable viejo, y prendió de nuevo la llave de la caja a la cadena de su medalla. (Teníamos medallas gemelas, de oro, redondas y con la fecha del día de nuestro nacimiento, regalo de la abuela. La suya representaba a la Virgen María, la mía a Jesús. No nos la quitábamos jamás del cuello, ni para dormir. "Es igual que la mía" dijo él, el primer día que las vimos el uno en el otro. «Con otro Santo…»". Estuvimos mirándolas, la mía en su mano, la suya en la mía. Era como si de verdad, por un momento, fuéramos hermanos.)

Borja cogió una vara del suelo y golpeó con rabia los juncos. Se oía el golpe seco, el ruido del mar, las olas estrellándose en el acantilado. Me ayudó a trepar a las rocas, y me arañé las piernas y los brazos. Pero con Borja era inútil quejarse. Insinué:

– Será más largo por aquí…

– Si quieres, vete -contestó, de mal tumor.

Pero él sabía que yo no tenía más remedio que seguirle. Me pregunté por qué razón nos dominaba a todos: hasta a los mismos de Guiem, que siempre aceptaban sus treguas. El cielo aparecía poblado de estrellas grandes, y nacía una luz violeta. Lentamente, del mar, subía un resplandor verdoso. De cuando en cuando, Borja me daba la mano. En un punto en que las rocas estaban mojadas, Borja resbaló. Le oí una maldición.

– Si supiera la abuela que hablas así -dije-. ¡Ni siquiera puede imaginárselo!

– La abuela no se imagina nada -contestó, misteriosamente.

Se paró y se volvió hacia mí. Me enfocó la cara con la linterna y volvió a reírse de aquella forma casi femenina que tanto me irritaba. Dijo:

– Bueno, estoy pensando una cosa: ¿qué va a ser de ti? ¡A los catorce años, fumando y bebiendo como un carretero, y andando por ahí, siempre con chicos! Tampoco lo sabe la abuela, ¿verdad? Procuré sonreír lo más parecido a él:

– Así es, así es.

Busqué algo con que pudiera sorprenderle, y súbitamente se me ocurrió.

– También mi padre se juega la vida por culpa vuestra.

A su pesar, se quedó cortado. Bajó la luz, y, deslumbrada, distinguí su silueta oscura, rodeada de una aureola.

– Ah, bien, bien. ¡Conque estás con ellos!

No contesté. Nunca me lo había preguntado. La verdad es que yo misma estaba sorprendida de lo que dije. Algo había que me impedía obrar, pensar por mí misma. Obedecer a Borja, desobedecer a la abuela: esa era mi única preocupación, por entonces. Y las confusas preguntas de siempre, que nadie satisfacía. Sin saber por qué, volvían de nuevo a mi recuerdo las sombras de los hierros forjados y las hormigas en la pared. En lo que me rodeaba había algo de prisión, de honda tristeza. Y todo se aglutinaba en aquella sensación de mi primera noche en la isla: alguien me preparaba una mala partida, para tiempo impreciso, que no sabía aún. A mi izquierda las rocas se alzaban, negras, hacia la vertiente de las montañas y los bosques. Abajo brillaba el mar. Volví a sentir, como tantas otras veces, un raro miedo. No podían dejarme así, en medio de la tierra, tan despojada e ignorante. No podía ser.

– Evidente -dije.

(Era una palabra que oía mucho a Lauro el Chino, cuando hablaba con la abuela.) Borja trazó un círculo de luz. Luego me pasó la mano por la cara, con un gesto irritante. Sentí el roce de su mano en la mejilla y en la frente. Sabía que lo hizo así con Guiem, para humillarle, cierta vez en que pelearon y pudo atraparlo contra el muro.

Le insulté con una palabra cuyo significado desconocía. Su mano se detuvo en seco.

– Tu papá te enseñaría estas cosas, ¿verdad?

Sentí deseos de mentir. De inventar historias e historias malvadas de mi padre (tan desconocido, tan ignorado; ni siquiera sabía si luchaba en el frente, si colaboraba con los enemigos, o si huyó al extranjero). Tenía que inventarme un padre, como un arma, contra algo o alguien. Sí, lo sabía. Y comprendí de pronto que lo estuve inventando sin saberlo durante noches y noches, días y días. Sonreí con suficiencia:

– ¡Qué sabrás tú! Te crees muy listo, y… ¡Bah, si supieras la pena que me das! Eres muy inocente. ¡Lo que yo te podría contar!

Me iba acostumbrando otra vez a la oscuridad, y vi el brillo de los ojos de Borja. Me cogió por un brazo y me zarandeó.

En aquel momento no le odiaba, ni sentía por él el menor rencor. Pero una vez lanzada me era muy difícil detener la lengua. Dije:

– Eres un infeliz.

– Infeliz y todo -contestó- tú me obedeces. Y pobre, pobre de ti, como no lo hagas.

Acercó su rostro al mío. Noté que se empinaba sobre las puntas de los pies, porque si algo había que le mortificara era mi estatura. Demasiado alta para mi edad, le rebasaba a él y a todos los muchachos de ambos bandos. (Creo que esto no me lo perdonó nunca.)

– ¿Qué hace Lauro el Chino? -dijo burlonamente-. ¿Qué hace conmigo, mi profesor y preceptor?

– Te vales de cosas feas como la del pobre Lauro… ¡Le tienes cogido!

– ¿Tú qué sabes de esa historia?

Procuré reír con aire de misterio, como hacía él a menudo, porque realmente no sabía nada. Y fanfarroneé:

– Me iré pronto de aquí. Más pronto de lo que os imagináis todos.

A su pesar, estaba intrigado.

– ¿Cuándo?

– No te lo pienso decir. Hay muchas cosas que tú no sabes.

– ¡Bah!

Se volvió de espaldas y echó a andar de nuevo, fingiendo desinteresarse de mis palabras. La luz amarilla de la linterna lamía despaciosamente los hoyos y las quebraduras de la roca. Con gran cuidado seguía la silueta de sus tobillos finos y de sus pies, para poner los míos en el mismo sitio.

Cuando llegamos al fondo del declive era ya de noche. Bajamos de un salto al embarcadero, y Borja se apresuró a iluminarlo con su linterna. Atada, en su lugar, estaba la Leontina.

– La ha traído… ¡Mírala, Borja, ahí está!

– ¿Por qué no la llevó a Santa Catalina, como le mandé?

Y dando media vuelta subió precipitadamente las escalerillas.

El declive tenía algo solemne en la noche. Las piedras de los muros de contención blanqueaban como hileras de siniestras cabezas en acecho. Había algo humano en los troncos de los olivos, y los almendros, a punto de ser vareados, proyectaban una sombra plena. Más allá de los árboles, se adivinaba el resplandor de los habitáculos de los colonos. Al final del declive la silueta de la casa de la abuela era una sombra más densa. El cielo tenía un tinte verdoso y malva.

Se oía el ruido del agua contra los costados de la Leontina. Apenas trepamos unos metros, Borja enfocó hacia el primer olivo. Sentado, amarillo bajo el foco de la luz, esperaba pacientemente el Chino.

– ¡Ah! -dijo mi primo- ¡Está usted ahí! Cuando se le descubría de improviso, había en el Chino algo oscuro y concentrado que atemorizaba.

– Diremos a su señora abuela que estuvimos paseando… Era una hermosa tarde para dar clase al aire libre. ¿Están conformes?

Borja se encogió de hombros. Subimos en silencio, y miré con un vago temor hacia la derecha del declive, donde el huerto de Manuel y el bloque blanco de su casa rodeada de un muro bajo. Manuel Taronjí, Sa Malene, los pequeños María y Bartolomé. Estaría el muerto con ellos… Me estremecí, y me paré entre los árboles. Habíamos entrado en la zona de los almendros. Un olor penetrante subía de la tierra, y allá lejos, a la derecha, como una estrella opaca, brillaba la luz de un candil o de un farol. "La casa de Manuel", me repetí.

– Vamos, deprisa, por favor – insistió el Chino, con voz ahogada.

Las ventanas de las casas de los colonos estaban encendidas, y seguramente la abuela espiaría desde su gabinete con sus gemelos de teatro. Sentí una sorda irritación contra ella. Allí estaría, como un dios panzudo y descascarillado, como un enorme y glotón muñecazo, moviendo los hilos de sus marionetas. Desde su gabinete, las casitas de los colonos con sus luces amarillas, con sus mujeres cocinando y sus niños gritones, eran como un teatro diminuto. Ella los envolvía en su mirada dura y gris, impávida. Sus ojos, como largos tentáculos, entraban en las casas y lamían, barrían, dentro de las habitaciones, debajo de las camas y las mesas. Eran unos ojos que adivinaban, que levantaban los techos blancos y azotaban cosas: intimidad, sueño, fatiga.

Llegamos al nivel de las casas de los colonos. A través de una puerta con la cortina medio descorrida se filtraba la luz, y me dije: "Éstos lo saben todo lo de José Taronjí". Había algo que flotaba en el calor, en los mosquitos brillantes, hasta en el estrépito de un cacharro que se rompió en la casa sin que le siguiera ninguna voz malhumorada, en el chorro de agua cayendo contra la tierra. Todos los ruidos me afirmaban en la misma idea, "Lo saben, lo saben lo de José Taronjí". Miré otra vez hacia la derecha. Desde aquella altura ya no se distinguía la lucecilla de la casa de Malene, a quien recordé vivamente, en un momento. Es decir, más que a ella misma, a su cabello. (Un día, junto al muro de su casa, mientras ella sacaba agua del pozo, la contemplé de espaldas, inclinada. El cabello se le había soltado. Era una mata de cabello espeso, de un rojo intenso, llameante; un rojo que podía quemar, si se tocase. Más fuerte, más encendido que el de su hijo Manuel. Era un hermoso cabello liso, cegador bajo el sol.)

4

Algo había ocurrido. La abuela no estaba sentada en su mecedora del gabinete, junto a la ventana abierta, y la mecedora, al impulso de la brisa, se balanceaba blandamente.

Todos estaban abajo, en la sala grande, junto a la logia. Cuando entramos, la abuela nos miró a los tres con dureza: primero a Lauro el Chino, luego a Borja, por último a mí.

– ¿Dónde estuvieron ustedes hasta tan tarde? ¿Cómo no dijeron que salían de casa?

Antes de que el Chino pudiera contestar, ella solía reprenderle de una manera fría, sin mirarle a la cara, como si se dirigiera a otra persona. Dijo que no debíamos llegar a horas tan avanzadas, ni salir de la casa sin su permiso. El Chino escuchaba y asentía con la cabeza débilmente. Junto a la puerta, Antonia permanecía quieta, inexpresiva, con los ojos fijos y los labios apretados. Llevaba delantal negro, de raso, en anchos pliegues, y un cuello de encajes que se hacía ella misma. Imaginaba su corazón golpeando fuerte bajo el vestido negro, cada vez que la abuela reprendía a su hijo, pero estaba tan quieta e impávida que parecía no oír nada, ni ver la cabeza inclinada de Lauro. Mi abuela, sentada en su sillón, hablando con dureza, masticaba una de sus innumerables grajeas medicinales. El escote de su vestido enmarcaba pliegues y frunces en torno a su garganta, ceñida por una cinta de terciopelo. Desbordando la cinta, en su cuello se formaban también pliegues y frunces hacia la barbilla. Parecía hecha con un apretado nudo alrededor del cuello: de un lado la cabeza, de otro el cuerpo, como dos bolsas; de una materia la cabeza, de otra el tronco. Tenía aún en la mano uno de sus frasquitos de color ambarino, de donde tomó la pastilla. A su lado, majestuoso como siempre, se sentaba Mossén Mayol, el párroco de la Colegiata. Mossén Mayol jugueteaba distraídamente con una copa de cristal azulado con iniciales opacas, como de luz de lluvia, hermosamente perlada. Las noches transparentes bebía licor de naranja, lúcido como agua, y Pernod los días nublosos, porque decía que las bebidas tenían gran relación con la atmósfera o el color del cielo. (Amontillado para el gran sol, prístinos o melancólicos licores al atardecer.) Cuando lo decía, yo notaba violentos perfumes en el paladar y casi un ligero mareo. Encima de mi abuela y de Mossén Mayol, en su gran cuadro, estaba el abuelo, con su uniforme de algo importante -nunca lo supe de fijo, aunque supongo me fue repetido muchas veces- y la banda azul o encarnada (no recuerdo exactamente). Sobre la mesita, en su marco de plata, la fotografía de tío Álvaro. Se parecía a Borja, a pesar de su dura fealdad. (Ellos: el abuelo y tío Álvaro, estaban en la sala casi físicamente: no se podía prescindir de sus ojos, de sus mandíbulas -ancha y fofa, una; aguda y cruel la otra-, siempre que nos reuníamos en aquella estancia. Participaban de nuestras reuniones siempre, se diría, el rostro del padre de Borja, largo, enjuto, con su gran boina de carlista y la cicatriz en la comisura derecha, y todos los demás retratitos de ex príncipes, aspirantes a reyes o ex infantes, dedicados al tío Álvaro.) La tía Emilia, sentada un poco aparte, cerca de la logia, levantaba con una mano la cortina. Afuera, estaba oscuro. Sólo en el jardín brillaban las lucecillas de las luciérnagas. La tía Emilia estaba siempre así: como esperando algo. Como acechando. Como si estuviera empapada de alguna sustancia misteriosa y desconocida. "Como un gran bizcocho borracho -pensé, en alguna ocasión- que parece vacuo e inocente, y sin embargo está empapado de vino." La tía Emilia hablaba muy poco. Borja decía a veces: "Mamá está triste, está preocupada por papá." Ella y su marido eran para mí, entonces, como un misterio que no podía comprender. Excepto tocar malamente en el piano, casi siempre las mismas piezas, nunca la vi hacer nada. Ni siquiera leía los periódicos y revistas de que se rodeaba amontonadamente: los ojeaba, distraída, y bien se notaba, si permanecía rato y rato con los ojos sobre una fotografía, que su pensamiento estaba lejos. Tenía los ojillos azules, con la córnea rosada, y no cesaba de espiar por las ventanas o de mirar hacia el patio por el hueco de la escalera. En alguna ocasión, yo pensé: "No está triste." A veces iba a la ciudad por la mañana y volvía por la noche. Solía traerme algún regalo, y recuerdo que en uno de estos viajes me compró unos pijamas de seda, muy bonitos, gracias a los cuales pude desterrar los horribles camisones del Colegio. Trataba a la abuela con la misma suavidad que Borja. Se hacía raro pensar que amaba al tío Álvaro. Él parecía estar allí, en su fotografía, con las condecoraciones, pero sabíamos que estaba en el frente, "Matando enemigos y fusilando soldados, si se desmandan." (Borja lo decía: "Mi padre es coronel y puede mandar fusilar a quien le parezca".) Pero era como un muerto, realmente. Tan muerto como el mismo abuelo. Desde hacía dos meses apenas sabíamos de él: telegramas, vagas noticias, sólo.

Mossén Mayol abrió el periódico y señaló los titulares. Se acababa de conquistar otra ciudad. Lauro el Chino se ruborizó:

– Ha caído… ha caído… -dijo.

Empezaron a hablar todos a un tiempo. La abuela sonreía, enseñando los dientes caninos, cosa poco frecuente, ya que cuando sonreía, de tarde en tarde, solía hacerlo con la boca cerrada. Así, con el labio encogido sobre los afilados dientes, tenía el mismo aire de Borja, en su segunda vida, muros afuera de la casa. "Acaso también la abuela esconda otra vida, lejos de nosotros." Pero no me la imaginaba compadreando canallamente con los del pueblo.

De afuera llegó algo como un rumor, bajo y caluroso, y se alzó la cortina. Sobre la mesita, los periódicos adquirieron vida súbita, volaron sus extrañas alas y se debatieron bajo la mano del párroco, que cayó plana y pesada sobre ellos.

– Viento -dijo la abuela-. ¡Se levanta el viento otra vez! Me lo temía.

La abuela conocía el cielo, y casi siempre adivinaba sus signos. A la tía Emilia le fue la cortina hacia la cara, y las dos lucharon torpemente. La cortina parecía algo vivo, y se enzarzaron en una singular batalla. Borja corrió a su lado, y la libró del engorro. Estaba muy pálida y sus labios temblaban. Miré al jardín. Allá abajo corrían dos papeles arrugados, persiguiéndose como animales. La abuela seguía hablando, a mi espalda:

– Mañana, a las once, Mossén Mayol oficiará un Te Deum. Todos en esta casa acudiremos a Santa María a dar gracias a Dios por esta victoria de nuestras tropas…

La lámpara empezó a oscilar, y la abuela dijo:

– Cerrad ese balcón.

Lauro el Chino se acercó al balcón. Su perfil amarillento se alzaba hacia el cielo, más allá de los arcos de la logia. Luego, extendió los brazos en cruz hacia los batientes. La tía Emilia fue a sentarse junto al vicario.

Borja me ofreció una silla y se quedó a mi lado, en pie, como un soldadito. Su pelo aún estaba húmedo, recién peinado. Quieto, erguido y fino, mirando hacia la abuela con sus enormes ojos verde-pálido. El bastoncillo de bambú resbaló y cayó al suelo. Borja se precipitó a recogerlo. La luz brilló en el puño y su reflejo recorrió la pared, raudo, como un insecto de oro.

Antonia abrió de par en par las puertas del comedor. La cena estaba ya servida. Nos acompañaban el médico -que era viudo-, el párroco, el vicario y Juan Antonio. Juan Antonio era algo mayor que nosotros, pero nadie lo hubiera dicho por su estatura. Muy delgado y de piel verdosa, tenía los ojos muy juntos. Sobre su labio negreaba una repugnante pelusa, y sus manos, chatas y gordezuelas, estaban siempre húmedas. Se confesaba tres o cuatro veces por semana, y luego meditaba largo rato con la cabeza entre las manos, cara al altar. (Un día le vi llorar en la iglesia. Borja me dijo: "Cuando le da así es que ha pecado mucho. Ese es un gran pecador". Y aclaró luego: "Peca mucho contra el sexto mandamiento, ¿sabes? Es muy deshonesto y seguramente se condenará. Va y se confiesa, pero él sabe muy bien que volverá a pecar, porque no tiene más remedio. El demonio le tiene bien atrapado." "¿Cómo sabes tú todo eso?" le dije. "Hablamos a veces… Pero yo -aclaró- estoy a salvo de todas esas cosas." Se puso a reír con malicia, y yo también reí, procurando entrecerrar los ojos como él.) Y allí estaba Juan Antonio, serio y taciturno, como siempre acechado por su Amigo-Enemigo el Diablo. Era glotón y comía muy mal. Se manchaba el borde de los labios y daba náuseas mirar hacia él, pero no se podía dejar de mirar. Y era el compañero y mejor amigo de Borja. Porque Borja decía que era muy inteligente, más que Carlos y Salvador, los hijos del administrador.

A causa del viento, cerraron las ventanas y hacía mucho calor. La frente de Mossén Mayol aparecía rodeada de gotitas brillantes, como una corona. El párroco era alto y muy hermoso. Tendría unos cincuenta años, el pelo blanco y grandes ojos pardos. El Chino se ruborizaba cada vez que le dirigía la palabra. Mossén Mayol se llevaba la servilleta a los labios con mucha delicadeza, y daba en ellos un golpecito suave. Mossén Mayol poseía un gran sentido de la dignidad, y a mí me parecía el hombre más guapo y elegante que vi jamás. "Es muy hermoso -decía la abuela-. Oficia con la dignidad y majestad de un Príncipe. ¡Nada hay comparable a la Liturgia Católica!" Y al decirlo parecía augurarle un futuro de grandes posibilidades: cuando menos un cardenalato. Mossén Mayol vestía hábitos de tela gruesa, que descendían en pliegues generosos y producían, al andar, un frufrú inconfundible. No era hijo de la isla, y caminaba con lentitud y cierto abandono. Todos decían que era un hombre muy culto. Cuando venía a comer -lo que sucedía con frecuencia- se paseaba después largo rato por la logia, leyendo su breviario, con Borja a su lado, quisiéralo o no. A mí, casi nunca me dirigía la palabra, pero a menudo sentí la desaprobadora mirada de sus ojos dorados, fríos y relucientes como dos monedas. En las contadas ocasiones en que me dijo algo, lo hizo a través de la abuela o de Borja. Sentía un gran respeto en su presencia, casi temor, y creo que nunca le vi sonreír. La abuela decía que era un gran amante de la música, y la tía Emilia hablaba con él, a veces, de raras y antiguas partituras y otras cosas así, que nosotros no comprendíamos. Casi llegué a compadecer a Mossén Mayol las veces que la madre de Borja se decidió a aporrear el piano en su presencia. Bien se adivinaba entonces una luz de martirio en su mirada. Mossén Mayol tenía la voz muy bien timbrada, y su fuerte, según decía el Chino, era el canto gregoriano: "Oírle es asomarse a las puertas de la Gloria. "

Aquella noche paró el viento, y cuando me asomé al declive, a punto ya de meterme en la cama, subía de la tierra un fuerte olor. Abajo el mar relucía. De pronto una luz lechosa salió de tras las nubes, y vi acercarse hacia nosotros una cortina de lluvia.

Llovió toda la noche, hasta el amanecer.

5

Cuando desperté, aún sin abrir los ojos, noté que no estaba sola. Sentía un roce, un murmullo como de alas. Lentamente abrí los párpados, con la cabeza vuelta hacia la pared, inundada de un resplandor amarillo. El sol entraba a franjas por aquellas persianas que me angustiaban, porque no se podían cerrar. (La primera mañana que desperté en aquella habitación, al entrar la luz perlada del alba por las rendijas, me levanté, fui a cerrarlas, y no pude; sentí un gran ahogo, y, desde entonces, me costó mucho acostumbrarme al amanecer.)

Antonia estaba junto a la ventana, con el periquito Gondoliero, dándole mijo de su mano. Me volví despacio a mirarla. Ella me miró también, en silencio, y me incorporé. Me vi en el espejo del armario, partida por la blancura de las sábanas, con el cabello suelto y el sol arrancándole un rojo resplandor. Antonia dijo:

– Vamos, niña, es tarde… Me eché hacia atrás. Añadió:

– Antes miraba cómo dormías, y me acordaba de tu madre.

Me molestaba que alguien me viera dormir, como si fuera a descubrir mis sueños estando prendida en ellos, tan terriblemente indefensa. Me irritó oírle decir:

– No te pareces a tu madre, pero cuando duermes sí. Cuando duermes, Matia, creo estar viéndola.

Gondoliero empezó a musitar cosas, con vocecilla curruscante, y Antonia le pasaba el dedo, con inmensa delicadeza, por la cabecita rayada.

– Estás delgada, niña, tengo miedo de que estés enferma.

– ¡No lo estoy!

– Pero te he oído gritar -seguía, machacona, con su voz baja y humilde-. Has estado gritando…

– Bueno, ¿y qué? Siempre he gritado por la noche, Mauricia ya lo sabía, y no hacía caso.

Gondoliero huyó de su mano, dio dos vueltas en un vuelo bajo, torpe, y se posó sobre el dosel de la cama. Parecía una flor viva y angustiosa. Levanté un brazo, para alejarlo de allí, y también mi brazo brilló, atravesado por una faja de sol. En la habitación, que fue antes de mi madre, todos los muebles eran de caoba rojiza, muy brillante, con un resplandor como de cerezo.

– ¿Sabes? -continuó ella-. Tu madre también gritaba.

"Mi madre, siempre ese cuento. ¡Mi madre era una desconocida! ¿A qué vienen siempre a hablarme de ella?". Salté al suelo, y extendí los pies al sol que manchaba el entarimado. Estaba caliente.

Oí cómo se abría la puerta suavemente, y entró tía Emilia.

– Date prisa, Matia -dijo.

Fue hacia el espejo, y Antonia empezó a recoger mis vestidos, esparcidos por el suelo. Pero yo sabía que escuchaba atentamente: casi se advertía en su oreja, como un caracol de cera, mientras tía Emilia se miraba al espejo, pasándose las manos por las mejillas, como si buscara ávidamente sus primeras arrugas. Entonces me parecía una mujer madura, pero debía tener, a lo sumo, treinta y cinco años. Su cabello era rubio, liso y muy brillante. Tenía las caderas anchas, como las mandíbulas. No era bonita pero sí muy suave, y solía estar distraída o ensimismada, como si siempre se preguntase alguna cosa que la mantenía en su continuo asombro.

El Santo desfallecía en la hornacina, entre nardos y lirios de cera, los ojos de cristal implorante. Las velas, medio derretidas, se retorcían en los pequeños candelabros, y una araña se deslizó, parda y cautelosa, pared arriba.

– Date prisa -repitió, distraída-. La abuela te regañaría si supiese que aún estás en la cama.

Salió de la habitación. Siempre hacía cosas así: entraba, salía, hablaba sin mirar a la cara, con aire de sonámbula. "Es como un fantasma".

Antonia entró en la pieza contigua, que era el cuarto de baño. Nunca vi un cuarto de baño como el de la casa de la abuela: una grande y destartalada sala con extraños muebles de madera oscura y de mármol. El enorme lavabo, con su gran espejo inclinado, donde me retrataba en declive, como en un raro sueño, mirándome yo misma de arriba a abajo, más parecía un armario ropero. Tenía estantes de cristal verdoso, cubiertos de botellas y frascos vacíos. Un ruido lúgubre barboteaba en las deficientes cañerías de agua, tibia en verano, helada en invierno. El mármol rojizo del lavabo, veteado de venas sangrientas, y el negro de la madera con entrelazados dragones de talla que me llenaban de estupor, es uno de los recuerdos más vivos de aquel tiempo. Los primeros días de mi estancia pasaba mucho rato en aquel extraño cuarto de aseo -como siempre le llamaba Antonia-, pasando el dedo por entre los resquicios de maderas y mármoles horriblemente combinados, en los que siempre había polvo. La bañera era vieja y desportillada, con patas de león barnizadas de blanco amarillento, y tenía grandes lacras negras, como estigmas de una mala raza. En las paredes resaltaban manchas de herrumbre y humedad formando raros continentes, lágrimas de vejez y abandono. El agua verdaderamente caliente tenía que subirla Antonia en jarras de porcelana, desde la cocina. Oí cómo trajinaba y la imaginé, como siempre, entre nubes de vapor que empañaban el espejo y le daban un aire aún más irreal y misterioso. "Alicia en el mundo del espejo", pensé, más de una vez, contemplándome en él, desnuda y desolada, con un gran deseo de atravesar su superficie, que parecía gelatinosa. Tristísima imagen aquella -la mía-, de ojos asustados, que era, tal vez, la imagen misma de la soledad.

Antonia volvió arrebolada, con Gondoliero, desesperadamente azul, sobre su hombro derecho.

Sentada al borde de la cama, balanceé las piernas. La cama alta, como colgada del techo, me producía vértigo. En la hora del duermevela la imaginaba como una barca flotando en un mar de niebla, en ruta hacia algún lugar al que no deseaba ir. Llevaba aún el camisón áspero, blanco, del Colegio de Nuestra Señora de los Ángeles, con sus números bordados en rojo sobre el hombro derecho: 354, 3.° A. Parecía un piso. Las sombras de Antonia y Gondoliero entraron en la zona de la pared.

– ¿A dónde vais Borja y tú? -dijo Antonia, mirando mis piernas quemadas por el sol y llenas de arañazos, con un esparadrapo en la rodilla derecha.

– Por ahí -contesté, bostezando.

Se acercó, hundió sus manos en mi cabello y empezó a pasarlo entre sus dedos, como si fuera un chorro de agua.

– Ni un rizo, ni una onda… -comentó.

Gondoliero se posó sobre la colcha y luego correteó por el dosel. Antonia puso sus manos sobre mis hombros:

– ¡Qué delgada! Estás enferma, pobre niña. Deberían cuidarte. Sí, sí, Dios mío, deberían cuidarte.

¿Quiénes, pensé, eran los misteriosos personajes que deberían cuidarme? No se debía referir a la abuela, con seguridad.

– ¡No estoy enferma! ¡Qué pesada!

A las diez y media salimos hacia Santa María. El sol brillaba fieramente y el jardín apenas estaba mojado. Sólo una charca, en la que picoteaban unos pájaros, denunciaba la tormenta de la noche. La abuela señalaba con su bastón los arbustos y las flores, comentándolos con tía Emilia. Llevaban las dos mantillas de blonda, y la abuela el collar de perlas de dos vueltas. La tía Emilia vestía un traje chaqueta, de brillante seda negra, que acentuaba la anchura de sus caderas. La abuela, mirando a Borja, dijo:

– Es lástima que los muchachos crezcan. A esta edad no se visten ni de hombres ni de niños. ¡Nada se puede comparar a las marineras! ¿Verdad, Emilia? ¿Te acuerdas de Borja, que encanto con su marinerita blanca? ¡Parece que fue ayer!

Sonreí de reojo a Borja, y él dedicó a su abuela una de sus miradas más dulces, mientras decía entre dientes: "Tú, dentro de tu corsé, atrapada como una ballena".

El jardín estaba muy descuidado, y la abuela se lamentaba de ello.

– Pero -dijo- corren malos tiempos para ocuparse de estas cosas. Vivimos días de recogimiento y austeridad.

La verja estaba abierta y Es Ton, con el sombrero de paja en la mano, nos miraba. Tenía un ojo tapado por una nube y le faltaban dos dientes. Mirándole me acordé: "Ella me defendería, ella me defendería". La abuela pasó solemnemente ante él, haciendo crujir el suelo. Tenía los pies inverosímilmente pequeños pero sus huellas se marcaban en la tierra, aún blanda por la lluvia. El sol hacía brillar las hojas de la higuera. Me acerqué hacia ella, despacio, fijos los ojos en su copa. (Sí, allí estaba el gallo, quieto y blanco.) La higuera aún húmeda, con racimos diminutos de gotas, brillaba en el envés de sus hojas más escondidas. Sentí sobre mí la sombra amarilla de la casa. En aquel momento la sombra de oro entraba en la higuera y la conservaba fresca. Y allí estaba el misterioso gallo escapado de Son Major, blanco y reluciente. Sus ojos coléricos, levantados sobre las ramas, nos miraban desafiadoramente. La abuela llamó:

– ¡Matia! ¡Matia!

Me volví despacio. Me invadía una sensación rara de deslumbramiento, de miedo. La abuela se volvía hacia mí, como una mole redonda y negra, como una piedra a punto de rodar.

– ¡Matia, Matia!

Siguió llamando, o a mí me lo parecía: no podía saberlo. El sol, muy cerca de mí, levantaba un fuego extraño del árbol, de las hojas, de las redondas pupilas del gallo. Alcé los ojos y el cielo no era rojo, como parecía, sino, más bien como un techo de hojalata mojado por la lluvia.

– ¡Matia!

La abuela me miraba con sus ojos bordeados de humo, bajo la onda blanca que resplandecía al sol. (Antonia decía: "Qué hermoso cabello tiene la señora".) En aquel momento, Antonia (con su velo casi tapándole los ojos y la peca, como una araña, encima del labio) decía:

– No se encuentra bien. Ya la vi pálida anoche. No está bien esta niña.

El Chino se me acercó. En los cristales verdes de sus gafas el sol se hacía pequeño:

– Señorita Matia, se lo ruego. Su señora abuela le aguarda. El Te Deum está anunciado para las once.

Entonces volví a verlos, en grupo ante la verja, esperándome. Miré a la izquierda, hacia el principio del pueblo y las primeras casas de la plaza. La cúpula de mosaicos verdes de Santa María relucía al sol, como dorada. Era un verde flamígero, cruel en la mañana. Como un grito.

– Ese gallo de Son Major siempre viene aquí -dije. Y empecé a andar hacia ellos.

– Cierto -asintió el Chino-. Siempre viene aquí a ese árbol.

– Es muy misterioso -dijo la abuela. Cruzamos la verja, y Ton, con su ojo blanco, me miraba con fijeza, cruelmente.

– La niña -iba diciéndole tía Emilia a la abuela-, pobrecita, está enferma. Hemos de vigilarla…

– Ah, sí -la abuela levantó de pronto las dos manos y sostuvo un momento la mantilla sobre su onda blanca-. A estos pobres niños no les ha tocado vivir una buena época… ¡Arruinados y en guerra! ¡Dios mío, Dios todopoderoso, qué congoja!

La campana de Santa María se lanzó, como un alud de gritos sobre el pueblo, sobresaltadamente. Como trizadas palabras, como mil lamentos esparcidos al aire, o destempladas quejas. (Despertaban el silencio, sólo hollado por las botas negras de los Taronjí.)

Pasamos por el barrio artesano, detrás de la plaza. Estaba silencioso, y en sus piedras pulidas Borja resbaló.

– Cuidado, ángel mío -dijo la abuela.

El Chino tomó a mi primo por el codo.

No era domingo pero había algo que lo parecía. La fragua estaba silenciosa. El portal del zapatero y la tienda de los Taronjí, tenían los maderos puestos en su ventana-escaparate. Delante de nosotros, una mujer de negro, echándose el velo sobre la cabeza, corría como si deseara atrapar las últimas notas de las campanas. Al final de la calle se abría la plazuela de la iglesia, con su fuente central en la que bebían los cerdos y a la que trepaban los niños para salpicar con la mano a las mujeres, en la que se posaban las palomas de mi abuela, recorriendo el pueblo, hacia Son Major, como relámpagos azules. Detrás de la fuente se alzaba Santa María, grande y dorada. Las puertas del templo estaban abiertas, y por las gradas de piedra subían los últimos fieles. De pronto calló la campana y hubo un estallido de silencio. Entre la tía Emilia y el Chino ayudaron a subir las gradas a la abuela, cogiéndola cada uno de un brazo, como si levantaran una gran tinaja por las asas, con infinito cuidado, para que no se derramara el aceite. (Y eso era la abuela: como una rica sustancia que todos apreciaran, aunque la tinaja fuera vieja y basta.)

A la puerta del templo varios hombres se descubrieron y algunas mujeres inclinaron la cabeza. Borja y yo, cogidos de la mano, les seguíamos. La tía Emilia llevaba la media derecha con la costura torcida.

Sobre el arco de la gran puerta dorada, que estaba abierta, había escudos de piedra y las cabezas de los cuatro evangelistas. Por encima de la cúpula de mosaicos verdes, arrancándoles un llamear dañino, estaba el sol, rojo y feroz en medio del cielo pálido. Y me dije: "Casi nunca es azul el cielo". Una cruel sensación de violencia, un irritado fuego ardía allá arriba: todo invadido, empapado, en aquella luz negra. En los batientes de la puerta relucían racimos de hierro. Dentro, la humedad negroverdosa, como de pozo, se pegaba al cuerpo. En el enorme paladar de Santa María había algo como un solemne batir de alas. Y me dije si acaso en la oscuridad de los rincones anidarían murciélagos, si habría ratas huyendo o persiguiéndose entre el oro de los retablos. También la casa de la abuela era sombría y sucia. (Se quejaba Antonia de que era demasiado grande para sólo dos mujeres y únicamente limpiaban las habitaciones habitadas.) Había telarañas y polvo en las porcelanas, la plata y la vajilla que regaló el rey al bisabuelo, cuando se casó. Y en la vitrina, en las resplandecientes estatuillas de jade, y arriba, en el enorme y misterioso cuarto de baño (con su espejo inclinado y nuboso, como la puerta de un complicado mundo, y su ruido de cañerías que siempre reventaban en invierno), y abajo, en el huerto, con las hormigas; y en la casa toda con sus goteras y el viento, allí, en los rincones de la nave, había el mismo viento mojado. Y en la casa de la abuela igual mezcla de olores: madera, verdín, sal. Y las flores. (En la escalerilla de piedra, donde yo solía sentarme, cuando Borja no me quería llevar con ellos, tras la pared amarilla de la casa cubierta de espesas madreselvas, se abrían los gladiolos rojos). Dentro de Santa María, las fascinantes vidrieras de colores, estallaban entre la negrura y el moho, altas y resplandecientes en la oscuridad, ávidamente lamidas por el sol. Especialmente aquella, con su delgado Santo de manos unidas y clavos en los pies. Un rayo de luminoso rojo caía al suelo, como una mancha de sangre. Y un destello del sol, igual que una mariposa de oro, voló de un lado a otro de la bóveda. Mossén Mayol cantaba:

– De-un Lau-da mus: te Dominum confi-te-mur…

La abuela me zarandeó, discretamente pero sin blandura. Sus dedos se clavaban en mi hombro derecho. Luego me quitó el libro de las manos. Era un grueso misal que me regalaron al ingresar en Nuestra Señora de los Ángeles, con sus cantos de oro, que solía repasar con la yema de los dedos, porque dejaba un polvillo como el de las alas de las mariposas, que yo frotaba contra los párpados y los dientes (pero en los dientes no conseguía adherirlo nunca). Abrió el misal por donde la cinta verde y dijo: "Lee". El sol lucía fuera como un rojo trueno de silencio, mucho más fuerte que cualquier estampido. Levanté los ojos a las vidrieras, sin poder leer. Allí estaba el Santito que se parecía a Borja, con sus rizos como racimos, y el poderoso San Jorge, grande y lleno de oro, sobre el apabullado dragón. El Chino y Borja leían devotamente en sus misales.

– … Ti-bi Che-ru-bin et Se-ra-phim in-ces-sá-bi-li vo-ce procla-mant: San-ctus: San-ctus San-ctus…

El Chino dijo una vez que la capa pluvial tenía trescientos años. Era blanca, con bordes y flecos de oro, y relucía en la oscuridad (como las alas abiertas y majestuosas del gallo de Son Major, empapadas aún de la tormenta, sobre las hojas aterciopeladas).

Se me durmió la pierna derecha y la froté con el tobillo izquierdo. La abuela me pasó el misal y me miró con dureza. Incliné la cabeza sobre el libro y cerré los ojos. Tenía hambre. Con las prisas no tuve tiempo de desayunar. Me dije que, cuando creciera, haría como tía Emilia, que fumaba lentamente, sentada en la cama, hasta las doce del mediodía, mirando las fotografías y los titulares de los periódicos. Todas las voces se levantaron. El sol reverberaba en los cristales de colores, como si quisiera entrar a través de las vidrieras. Sobre el paladar negro de la nave estaba el sol, y nosotros, pensé, como Jonás, dentro de la ballena, con sus enormes costillas. Imaginé la quemazón verde de la cúpula, como un gran puzzle de oro y arco iris:

– …Te Marty-rum candi-da-tus Laudat ex-er-ci-tus…

La guerra", me dije, "¿qué cosa será, verdaderamente, la guerra?". Estaba todo tan quieto. Y aquél pidiéndonos la barca. Y los Taronjí. Decían que eran primos: el chico se llamaba Manuel Taronjí. Y Malene, con su bonito pelo rojo, suave y largo, al sol. Siempre el sol, allá arriba. Y el tío Álvaro. ¿Y mi padre? ¿Y mi madre? "También gritaba por la noche". Bueno, ¿y qué? Nunca venían a verme. ("Tus padres estaban divorciados, ¿verdad?", me preguntó Juan Antonio, sentados ambos en la escalera de piedra, debajo de las madreselvas. "No es verdad". Pero él se reía con una malicia que yo no entendía del todo. Me puso la mano en la rodilla y empezó a acariciarla. La falda se levantó un poco, sólo un poco: vi mi rodilla tostada por el sol, redonda y suave -nunca pensé que pudiera ser tan bonita, hasta aquel momento-, y de pronto, no pude resistir su mano sudorosa. Decía: "Tu madre…". No le entendí bien. Estaba obsesionada por su mano, que me repelía como un sapo. ¡Y tenía los labios tan repugnantemente encarnados! Le di un empujón brutal, y fue contra la pared. Las flores, a nuestro lado, exhalaban un gran perfume. De abajo llegaba un chorro de luz verde, como si el mar estuviese allí mismo, al volver la esquina de la casa. Pero no era cierto.) Mi madre era una desconocida, sólo una desconocida. Y yo, después de su muerte, tan lejos, en la casa del campo que decía la abuela que se caía a pedazos, viviendo con el aya de mi padre. Llegaban paquetes con juguetes: el Teatro de los Niños y aquel payaso de trapo tan alto como yo; y aquel cuento: "¿Por qué no tenemos las sirenas un alma inmortal?" No la tuvo, no la tuvo, y se convirtió en espuma. "Y cada vez que con sus pies desnudos pisaba la tierra sentía como si se le clavasen cuchillas afiladas y agujas"…

– …quos pre-ti-o-so sanguine rede-mis-ti…

La Joven Sirena quería que la amasen, pero nunca la amó nadie. ¡Pobre sirena! ¿Para eso se tuvo que parecer a los humanos? Pero no era una mujer. Levanté los ojos y busqué alguna plegaria. "Mis amigos…", empecé a decir; y me corté. "¿Qué amigos, Dios de los Ejércitos, qué amigos son esos?"

(Acaso, sólo deseaba que alguien me amara alguna vez. No lo recuerdo bien.)

6

En casa del alcalde había "refresco". Así le llamaban, por lo menos.

Fuimos al salir de la iglesia. Estaban los dos hermanos Taronjí, aunque el pequeño -el Chino lo dijo- no tenía propiamente cargo oficial. Mossén Mayol, el alcalde, su mujer, otros mandones del pueblo y el vicario.

Mossén Mayol y la abuela reinaban, despreciaban y callaban. Llegamos a la casa del alcalde, cortejados por todos ellos, envueltos en sus voces y reverencias. Luego, en el patio, nos reunimos alrededor de una mesa donde brillaba el cristal de las copas. El Chino se mantuvo apartado, con su vaso en la mano, asediado por un par de moscas. Era un horrible vino dulce que nos dejó los labios pegajosos. Borja y yo nos miramos de reojo y él hizo una mueca, doblando los labios hacia abajo. La alcaldesa había puesto una parra en el patio y la abuela la señaló.

– ¿Quién pensó eso? -dijo, con una vaga envidia.

Y su dedo indicaba la pérgola donde los diminutos racimos, de un verde muy pálido, casi se confundían con las hojas. Alguien levantó la cabeza y empezó a hablar de cuando madurasen. Borja y yo nos sentamos en el banco, junto al muro de piedra encalada. La abuela hablaba con el alcalde, y por dos veces los Taronjí quisieron dirigirle la palabra. Pero ella fingía no verles.

El Chino seguía aparte, quieto. Al fin, una de las moscas cayó en su vaso. Alrededor de la mesa, la alcaldesa bullía igual que un moscardón zumbante. El sol caía en el patio, como en un pozo. La mesa estaba cubierta por un mantel de hilo blanco, con los dobleces muy marcados, como de estar guardado años sin desplegarse. Y las copas de cristal azul aparecían llenas hasta rebosar también, de aquel sol rabioso, mezclado al resplandor del vino, rojo como la caoba. Debajo del banco, a nuestros pies, se abría paso una hilera de hormigas. Borja las mataba una a una, despacito. La alcaldesa ofrecía una bandeja con pastas. Hablaban de la guerra, de la victoria. Sobre el balcón la bandera caía lacia, sin viento.

Tras la pared sonaron voces, pero los del patio no oían nada. Borja se puso de pie en el banco, y yo le imité. El borde del muro estaba erizado de pequeños cascotes afilados como dientes, prestos a desgarrar la carne. ("Iguales que las de Son Major", dijo el mayor de los Taronjí, mirando a la abuela e irguiéndose en su maloliente guerrera.)

Los vimos por entre los afilados cascotes de vidrio, que me llegaban justamente a los ojos. Iban los tres por el camino: Malene, Manuel y el muchacho pequeño. Pasaban en silencio, con los zapatos manchados de barro, como si vinieran de algún lugar sombrío, de escarbar bajo la corteza de la tierra, donde aún no se habría secado el aguacero de la tormenta. Desaparecieron detrás de las encinas y volvieron a asomar, más cerca ya. Iban con sus trajes de siempre, y no de luto. Uno al lado del otro entraron en la calle. Como esperándoles salieron a la calle la herrera -madre de Guiem- y otras dos mujeres, cuyas voces empezaron a levantarse, destempladas. Pero ellos -Malene, Manuel y el muchacho- no decían nada, y por donde pasaban renacía el silencio, de un modo extraño, casi mágico. No pude ver más por entre la hilera de agudos vidrios. En aquel momento pasaban al otro lado del muro, y sólo oímos sus pisadas en las piedras de la calle. Apenas se alejaron, renacieron las voces airadas de la herrera, y de las otras mujeres: "Es una vergüenza exhibirse así", decían. "Por supuesto, no lo habrán enterrado en cristiano…" "¡Cómo iban a atreverse!"

– Tienen los zapatos manchados de barro -dijo mi primo, con voz opaca-, pero no vienen del cementerio… ¿Dónde lo habrán enterrado?

El sol dañaba los ojos, entre el verde, el ópalo, el diamantino resplandor de los cascotes. Suavemente, pasé la yema del dedo por sus bordes afilados como navajas. Los ojos me dolían de tanta luz.

El Chino se acercó, por detrás:

– Bajen, por favor… por favor…

De un salto Borja volvió al suelo. El sol se hacía verde y rubí por entre aquella dentadura feroz.

– ¿Se darán bien las uvas aquí… como en Son Major? -preguntaba la alcaldesa, con voz algodonosa.

Con dos dedos, el Chino sacó de su vaso la mosca ahogada. La echó al aire, y se pegó contra la pared, rezumando una gota de oro.