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La abuela se enteró.
– ¿Por qué fuisteis a Son Major?
Permanecía sentada en su mecedora y se metía en la boca los comprimidos para la tensión. Su voz sonó quieta y uniforme, como de costumbre, pero me parece que estaba colérica. Sus ojos grises nos miraban fijo. A tía Emilia, sentada junto al balcón, de espaldas a nosotros, no podíamos verle la cara. La noche era húmeda y llena de aroma. Borja y yo nos sentíamos mareados. Como en un sueño temía o creía ver la cabeza de la abuela desprenderse y ascender igual que un globo hacia el techo, haciendo raros gestos. Los ojos de la abuela, como dos peces tentaculares, nos observaban crudamente.
Su oscura boca engullía los comprimidos del frasquito marrón: uno, un sorbito de agua, dos, otro sorbito de agua.
Antonia aguardaba para servir la cena, con las manos cruzadas sobre el delantal, y Gondoliero, rabiosamente azul, voló hacia su cabeza.
– Contesta, Borja -insistió la abuela.
Borja intentó sonreír, pero se balanceaba demasiado sobre sus piernas:
– Abuela… -empezó a decir. Y se quedó callado, con su estúpida sonrisa.
– Ven aquí.
Borja se aproximó y la abuela acercó la nariz a su rostro, como hacía conmigo cuando sospechaba que había fumado.
– Os ha dado vino… Me lo figuraba. ¡Muy propio de él dar vino a unos niños! Se habrá estado riendo de vosotros, divirtiéndose a vuestra costa.
Me fijé en el temblor de las manos del Chino.
– Tú, Lauro, ¿estabas presente?
El Chino abrió dos veces la boca, y Borja se adelantó:
– Sí, abuela, vino con nosotros: ¡No tenía más remedio que venir!
Su risa sonó falsa. La abuela miraba al Chino, con ojos que parecían dos cangrejos patudos retrocediendo hacia alguna extraña playa.
– Señora… los niños…
La abuela levantó la mano derecha, indicando que la conversación había terminado.
Bajamos al comedor y cenamos en silencio. Yo tragaba apenas la comida, como una tortura. No sé lo que le ocurriría a Borja, pero me sentía enferma, trastornada. Me dolía mucho la cabeza y un gran sopor me invadió. No podía evitar ver extrañas cosas: de repente, la gran onda blanca de la abuela se levantaba sobre su frente y se deshacía en espuma: o su mano se desprendía, saltando sobre el mantel como el azul periquito de Antonia. No podía en cambio mirar hacia tía Emilia: algo me impedía alzar los ojos hacia ella.
Apenas terminada la cena, la abuela nos dio a besar su mano y mejilla. Cuando fui a despedirme de tía Emilia, me miró muy fijamente, con sus ojillos rosados.
– Matia -dijo, muy bajito-. Matia…
Se sentía llena de sueño, de sopor, y de una rara irritabilidad contra todos.
– Matia -continuaba tía Emilia. Tal vez decía algo más, pero no la entendía. Todo daba vueltas a mi alrededor. Me así fuertemente a los brazos del sillón. Ella se levantó.
Me parece que empezó a hablar, a decir su eterna cantinela: que yo estaba enferma, o algo parecido. Antonia quiso llevarme a la cama, pero tía Emilia lo impidió. Me pasó su brazo por la cintura, y me ayudó a subir la escalera.
Creo recordar con bastante confusión que me desnudó y me ayudó a meter en la cama. Recuerdo una sensación de gran alivio al entrar en la frescura de las sábanas, y cómo mi cabeza parecía dar vueltas y vueltas, y chocar contra las paredes de la habitación, mientras ella me miraba.
– Duerme -dijo con su voz suave.
Me parece que intenté levantarme un par de veces, y ella me lo impidió. Entonces crujió la puerta y oí las pisadas de la abuela. "La gran bestia", pensé recordando las expresiones de Borja. Miré, con los ojos entornados: la puerta lanzó al suelo un cuadro de luz amarilla. La sombra de mi abuela y su bastoncillo de bambú, se recortaron movedizamente en el suelo. Yo sentía un gran peso en los párpados. Tía Emilia se levantó deprisa, susurrándole algo:
– Está enferma, mamá… ya te lo dije. Esta niña tiene algo, no es una niña como las otras…
La abuela la apartó a un lado y se acercó a mi cama. Cerré los ojos con fuerza y apreté los párpados. La abuela dijo con su habitual dureza:
– No seas estúpida, Emilia. Es absolutamente igual que todas las niñas. Sólo que está borracha, eso es todo.
Tía Emilia intentó defendernos débilmente. De pronto, me pareció que se echaba a llorar. Fue el suyo un llanto bajito, como de niña. Daba pena y estupor oírla. La abuela dijo:
– Parece mentira, Emilia, parece mentira… ¿Aún no has olvidado? ¿No ves que es un ser grosero… arbitrario y amargado? ¿No te das cuenta que es un pobre hombre, enfermo y solo? ¡Deja ya esa historia, por favor! Abandona esas cosas, propias de muchacha. Eres una mujer, con tu marido en el frente y un hijo de quince años. ¡Emilia, Emilia…!
Repetía su nombre, pero no había ninguna piedad en su voz. Luego salió, y oí cómo se alejaba el tic-tac de su bastoncillo de bambú.
Cuando se fue tía Emilia y me quedé sola, a oscuras, se me había pasado el sueño y tenía mucha sed. El dolor de cabeza persistía, y un sudor frío me llenaba. Torpemente, me levanté y fui a abrir la ventana. Entró el aire de la noche, la brisa del mar que respiraba hondamente al fondo del declive. El aire me aturdió, y estuve a punto de caer al suelo. Cuando volví a la cama, un ruido peculiar me hizo incorporar de nuevo. La puerta se abrió despacio y reconocí la silueta de Borja. En cuanto la cerró a sus espaldas, corrió hacia mí como una tromba. Se sentó al borde de mi cama y encendió la lámpara de la mesilla: un globo de cristal rojo, que se iluminó como un ojo iracundo. Me cubrí la cara con las manos, pero él me las apartó, furioso:
– Pervertida -dijo (Y por el modo de decirlo me pareció que había estado mucho rato pensando aquella palabra, antes de venir a lanzármela). – ¡Enamorada a los catorce años de un hombre de cincuenta!
Con dedos temblorosos encendió un cigarrillo. La cajetilla le asomaba por el bolsillo del pijama. Lanzó un par de bocanadas de humo, con la actitud que solía emplear cuando quería intimidarme. Pero el cigarrillo temblaba en sus labios. El humo salía en dos columnas por los agujeros de su nariz como dos largos colmillos.
– Tú peor -contesté-. Tú más pervertido, puesto que eres un muchacho, y también…
Escupió al suelo el cigarrillo y lo aplastó contra la alfombra. ("Y mañana, maldito, creerán que fui yo".) Con los brazos enlazados caímos al suelo, y en el forcejeo me golpeé la cabeza contra la pata de la cama. La frente entre las manos, apretando los labios para no gemir, me senté. Todo daba vueltas a mi alrededor. El cabello desparramado (recuerdo que me llegaba cerca de la cintura), se enredaba entre mis dedos. Me sentía muy agitada, y, sin embargo, no me era posible ni llorar ni reírme de él.
– Sube a la cama, tonta -dijo él-. Sube de una vez.
Le obedecí. Me dolía la cabeza y me parece que tenía ganas de vomitar. Deseaba que me dejara en paz y poder dormir. Pero allí siguió, el pequeño canalla.
– Te vas a acordar de lo de esta tarde -dijo.
Volvió a encender un cigarrillo. De un manotazo, antes de que pudiera evitarlo, le quité el paquete y lo metí bajo mi almohada. Levantó la mano sobre mí, cerró el puño, y mordiéndose los labios con rabia, la dejó caer pesadamente sobre la colcha. Entonces me miró tan tristemente que me enternecí. Le acaricié el pelo, como si fuera aún un niño pequeño, y él encogió levemente los hombros y entrecerró los ojos. A su vez, cogió un mechón de mi cabello y lo enredó entre sus dedos, suavemente, como hacía a veces en la logia.
– Matia, Matia… -dijo muy bajito.
Bruscamente se apartó de mí y fue hacia la puerta. Parecía un duende. Tras un leve crujir de la madera desapareció. Alargando la mano hacia la mesilla apagué la luz. La oscuridad lo absorbió todo, y no recuerdo más.
Me desperté boca abajo, atravesada en la cama. Aún me dolía mucho la cabeza. La colcha, y parte de las sábanas -como casi todas las mañanas- aparecían en el suelo. Sentí en mis hombros las patitas del pequeño Gondoliero, que me picoteaba suavísimamente la oreja. Antonia, como de costumbre, ordenaba los desperfectos.
Noté el calor del sol en la nuca. "Hoy será un día brillante y terrible, andaré por ahí con los ojos cerrados, volviéndome loca cada vez que se cierre de golpe una puerta." Vinieron en seguida los fantasmas y cogí la almohada para refugiarme debajo, diciéndome: "Jorge. Es horrible. Jamás volveré a Son Major". Los fantasmas llegaban en tropel con la resaca del vino, a sentarse en el dosel de la cama, a meter sus dedos de pulpo bajo la almohada y hacer cosquillas en los recuerdos. Todo lo de la tarde anterior, hasta el recuerdo de las flores, dolía como una calumnia. "Oh, Jorge, oh, pobre tía Emilia." Histéricamente sentí pena por aquella mujer a la que no quise en toda mi vida.
– Señorita Matia, son las nueve dadas -oí decir a Antonia.
Sus pies afelpados apenas rozaban la alfombra, como topos: ("Son como el topo de la pobre Pulgarcilla, el horrible topo que se quería casar con ella"). Abrí el ojo derecho:
– Dile a tu asqueroso Gondoliero que se vaya -dije, roncamente.
Antonia silbó algo curruscante, como un cuchicheo, que dolía dentro y fuera de las orejas. Di un gemido, y Gondoliero huyó a su hombro, como una flor errante.
– El baño está preparado, señorita Matia…
Grité, gemí, protesté. Antonia callaba. Me deje caer sobre la alfombra, con un gesto idiota de niña mal criada, y abrí los ojos.
Hacía un brillante y horrible día gris, resplandeciente como aluminio. El sol atravesaba la piel transparente del cielo, como una hinchada quemazón. Todo brillaba, pero con un brillo metálico, inquietante.
– Va a llover -me quejé-. ¿Verdad Antonia, que va a llover?
Antonia echaba agua caliente en la rudimentaria bañera, y todo se llenaba de vapor. Mi voz quedó sofocada.
Cuando bajé a desayunar, la abuela me encontró pálida, ojerosa, y horriblemente mal peinada.
– Vas hacia los quince años. ¡Parece increíble, Matia, cómo te presentas!
A un lado aguardaban los periódicos con sus fajas azules. Leí de través: "Las tropas del general…". Borja terminaba su chocolate y el Chino aguardaba en la sala de estudios, tras los cuadernos ("¡Qué horror, ahora: declinaciones, verbos latinos!").
– ¿Cuándo iremos al colegio? -preguntó Borja.- Me gustará mucho. ¡Este pueblo está ya resultándome aburrido!
– Celebro que desees ir al colegio -contestó la abuela.- Iréis, los dos, después de Navidad. Ven aquí, Matia.
Me acerqué todo lo despacio que me era posible sin incurrir en su enfado.
– ¡Acércate!
Me cogió la cabeza entre sus manos huesudas y sentí clavarse en mi mejilla derecha su brillante! Usaba una horrible colonia que pretendía ser campestre y resultaba medicinal. Sentí sus ojos en los míos, físicamente, como dos hormigas recorriendo mis niñas, mi córnea dolorida.
– ¿Qué te pasa? -preguntó, como un mordisco.
No pude aguantar más, y vociferé:
– ¿Y a Borja, qué le pasa? ¿Siempre he de ser yo la peor?
– ¿Qué te pasa, digo? -insistió ella, fría.
Me zarandeó por un brazo.
– No me gustan las contemplaciones. No suelo malgastar mi tiempo.
"Tu tiempo", me dije. Y la miré, deseando que leyera en mis ojos lo que pensaba: "Tu tiempo inútil y malvado no puedes desperdiciarlo".
– Matia -continuó-, lo de ayer que no vuelva a pasar. Y tú, Borja, escucha bien: por una vez, estáis disculpados, porque quizá no sabíais… Pero, de ahora en adelante, queda terminantemente prohibido ir a Son Major. ¡Y que no sepa yo que habláis una palabra con ese degenerado Sanamo!
– No, abuela -mi primo inclinó la cabeza. Besó la mano de la abuela, y ella le rozó la mejilla con la yema de los dedos.
Salimos de la habitación, dejando la puerta abierta y parándonos tras ella, para oír lo que comentaban. (Borja me enseñó este truco, desde el primer día en que pisé aquella casa.)
La abuela dijo:
– Sabes, Emilia, con estos muchachos hay que ser algo indulgente. No han conocido buenos tiempos: esta ruina, la guerra… ¡Yo, a la edad de Matia, ya tenía cuatro o cinco pretendientes! Pero ellos viven tiempos tan desquiciados… ¡Todo se está volviendo raro a nuestro alrededor! Creo que necesitan rápidamente el colegio, y así será.
– Madre -la voz de tía Emilia parecía lejana-, Matia no es una niña como las otras… Acuérdate, madre: María Teresa empezó así. Antonia dice que gritaba por las noches…
– Estos niños beben -dijo la abuela-. Estoy segura de que beben. Hay alguien que les proporciona alcohol y cigarrillos: eso es todo. Están en una edad difícil, y estos son malos tiempos. Antonia, acércame las píldoras.
Borja y yo nos miramos a los ojos. Él estaba muy serio, y por primera vez pensé que ya no era ningún niño. (No era un hombre, no. Pero ya no era un niño.)
No sé cómo entró el invierno. O quizá no era aún invierno propiamente, pero recuerdo que llegó el frío. Del mar, por sobre el declive, trepaba el frío verdoso y húmedo. Los troncos negros de los árboles, contra la dorada neblina que se extendía desde el acantilado, parecían seres melancólicos y siniestros, clavados detrás de la casa, como una manifestación de muda protesta. La luz se volvía verde y plata sobre las hojas de los olivos Las palomas huían sobre los almendros, hacia Son Major o el huerto de Manuel. A veces me despertaba su zureo, bajo la ventana. Ya habían encendido la chimenea de la sala, y por las noches Antonia nos calentaba las sábanas con un pequeño brasero de cobre, lleno de ascuas. Desaparecieron las mariposas, las abejas y la mayoría de los pájaros, excepto las gaviotas, que como tendidos gallardetes formaban franjas blancas al borde del mar. Borja y yo sustituimos las sandalias por gruesos zapatos con suela de crepé, y Antonia sacó de las arcas la ropa de lana, aún impregnada de olor a naftalina. Al probarnos los sueters, la abuela observó que habíamos crecido demasiado aquel verano: nos apretaban bajo los brazos y las mangas apenas nos llegaban a la muñeca. Un día tía Emilia nos llevó a la ciudad y nos equipó de pies a cabeza. Borja, con su pantalón largo de franela gris, parecía un hombre. Me hacía muy raro no ver sus desnudas piernas doradas, casi sin vello, saliendo de su pantalón azul gastado en los fondillos, corto o arrollado encima de las rodillas. Mi odiada falda blanca tableada y las blusas sin mangas, fueron sustituidas por las no menos aborrecidas faldas plisadas de lana escocesa y los picantes sueters de manga larga y cuello cerrado. Me resistía a ponerme medias, y tía Emilia me compró unos largos calcetines de punto inglés -"¡Sport, preciosos!", dijo ella-, con horrorosos rombos verdes, grises y amarillos. Me cortaron las trenzas y me dejaron la melena lacia, rozándome apenas los hombros, echada hacia atrás mediante una cinta de terciopelo negro, que me convertía en una Alicia un tanto sospechosa. Cuando la abuela nos dio el visto bueno, volvió a quejarse de la veloz marcha del tiempo y a añorar las, según ella, inigualables marineras. Pero me parece que jamás le importaron ni la huida del tiempo ni, mucho menos, las tan cacareadas marineras que hacían de los retratos de Borja-Niño una parodia de los del último Zarevich, que conservaba en un álbum tía Emilia.
A veces Manuel arreglaba el huerto. Supe, por Antonia, que pidió trabajo en el pueblo y se lo negaron. En ocasiones le acompañaban sus hermanos pequeños: un muchacho de once años y una niña de nueve, pelirrojos como Malene, delgados y tristones, que no iban a la escuela. Algunos días vi a Manuel sentado en los peldaños de su porche, con uno a cada lado, enseñándoles un viejo Atlas parecido al mío. Recuerdo su voz explicándoles Geografía. Me asomaba sobre el muro de su huerto, y le oía pronunciar nombres: "Cáucaso", "Monte Athos", "Asia Menor". Me conmovía comprobar que seguía mis rutas ("igual que yo, dentro del armario"). Recuerdo muy bien sus palabras, en la mañana, con un sol frío: ellos tres allí sentados, en el porche o bajo los olivos. De pronto, el pequeño o la niña decían, con voz susurrante: "Ahí detrás está Matia". Entonces, Manuel volvía la cabeza y me miraba.
En más de una ocasión anduvimos juntos por las rocas, buscando lapas y hablando. Otras veces permanecíamos callados, tendidos bajo los árboles. "No encuentro trabajo", me decía, con aire pensativo, angustiado. Y yo, egoísta, no entendía aquellas palabras: "Nadie quiere darme trabajo. Me dicen: vuélvete con los frailes. Pero yo no puedo dejar sola a mi madre ni a mis hermanos".
Tenía más tiempo libre que durante el verano, pero se le veía serio, preocupado. Sentado en los escalones, jugueteaba distraídamente con una piedra azul, que siempre llevaba en el bolsillo. Antonia dijo: "Ese muchacho de Malene, el mayor, bien podía volver al convento. Está ahí, todo el día, recomiéndose… Harán de él un vago. Acabará muy mal".
Un día me dijo mi primo:
– Tú ya no eres de los nuestros.
Me encogí de hombros. Él añadió:
– Ya tienes tus amigos, ¿verdad?
– Sí.
– Y Jorge, ¿también es amigo tuyo?
– Muy amigo – contesté-. El más amigo de todos los amigos.
Me quitó la cinta de un zarpazo, y se quedó haciéndola girar en su dedo índice, mirándome con sus ojos verde pálido.
Era la hora de las Matemáticas. El Chino dijo:
– Dejen esas cuestiones para luego. Ahora estudien.
Pero yo mentía. Jorge seguía presentándose lejano, temido, y aunque me atraía, me avergonzaba la idea de volver a Son Major.
Un día de mercado me encontré a Sanamo, con una cesta al brazo. Desde la esquina de Santa María se oía el guirigay de los vendedores. Sanamo había comprado un espejito redondo, que me mostró sonriente, haciendo correr su reflejo por la pared de la iglesia y lanzándomelo contra los ojos.
– ¿No volveréis allá arriba, palomitas? ¿No queréis merendar otra vez con el señor?
– Puede ser -levanté la cabeza, para que no notara mi turbación.
– Puede ser, cualquier día.
Se fue riendo, y yo, herida en mi orgullo corrí a buscar a Manuel. Tardé mucho en encontrarle. Le estuve esperando más de una hora a la puerta de su huerto:
– Manuel, ¿por qué no volvemos a Son Major?
Miró hacia el suelo. Su actitud humilde me conmovía e irritaba a un tiempo:
– ¡No mires al suelo, hipócrita! Eso te lo enseñaron los frailes, ¿no?…¡Vamos otra vez a Son Major! ¡El viejo está provocándonos!
– No puedo ir, tú lo sabes. No me lo pidas.
Callé, porque realmente tenía miedo. Nos sentamos muy juntos en los peldaños de su porche. Teníamos la costumbre de cogernos de la mano, y de este modo permanecíamos mucho rato, sin hablar. Él ponía la piedrecilla azul, bruñida de tanto acariciarla, entre las dos manos, y así la manteníamos los dos, apretada en nuestra palma. Era como compartir un secreto. Nadie hubiera entendido esto más que él. Apenas nos movíamos, las manos muy pegadas una contra la otra, sintiendo el pequeño dolor de la piedrecilla. Él miraba hacia delante, sobre las copas de los árboles. Con la mano libre cogía una ramita y trazaba rayas en la tierra. De este modo podíamos pasar mucho rato, y manteníamos tanto calor en las manos como si las acercáramos al fuego. A veces, acercábamos la piedra azul a la mejilla, y parecía arder.
Estábamos así, sin hablar, con las manos enlazadas, cuando una piedra gris pasó sobre el muro y cayó a nuestro lado. Oímos risas sofocadas, y después, Guiem y el cojo cruzaron por delante de la puerta. Los vimos correr hacia las rocas. Sebastián, cojeando, llevaba una vara levantada sobre la cabeza, como si fuera una bandera.
Al día siguiente, después de la clase de las cinco, dijo mi primo, mientras deslizaba el suéter por sobre su cabeza:
– Tú no vienes conmigo.
– ¿No? -reí.
– No, ya te dije que no eres de los nuestros. Sin enfadarse, ¿sabes?… ¡podemos tener días de tregua!
– Ah, bien. ¿Tengo que ser de Guiem, ahora?
– Pues no… Guiem me parece que se va a pasar a los nuestros. Y el cojo también… ¡Las cosas que pasan!
– Haced lo que queráis. ¡Tampoco pensaba ir con vosotros! Sois demasiado aburridos.
– Ya me lo figuro. Una chica como tú se aburre con nuestras cosas… ¡Tienes otra clase de diversiones!
Torció la boca para decirlo y se alisó el pelo revuelto al ponerse el jersey.
No entendí lo que quería decir, pero sentí cierta inquietud.
– Son Major es muy bonito – dije, deseando despertar sus celos.
Se puso encarnado, y salió, encogiéndose de hombros. Pero adiviné que con la última frase le herí en lo más vivo. Me sentí extrañamente defraudada, no sabía por qué ni por quién. No sospechaba dónde andaría Manuel, ni tampoco deseaba verle. Seguí pues a Borja de lejos, entreteniéndome por el camino, para disimular. Él bajó a saltos el declive, hasta perderse hacia el embarcadero. "No, eso no", me dije. No podría soportar que llevase a los de Guiem a la Joven Simón : con nuestros secretos, con el libro de Andersen allí escondido, con los habanos del abuelo, en sus cajas de cedro, con nuestra carabina, con todo lo de Borja y mío sólo, ni siquiera permitido a Juan Antonio. No podía ser. Juan Antonio y los del administrador habían vuelto a sus colegios de la ciudad. Y yo estaba sola, completamente sola. Y Manuel… "Ah, pero Manuel -me dije, como despertando de un sueño que hasta entonces me adormeciera-, no es como nosotros. ¡Él no cuenta en estas cosas!". Tal vez era demasiado bueno. (Su tímida sonrisa y aquellas palabras en el frío de la mañana: "Cáucaso", "Ucrania", "Mar Jónico"… Y cuando yo le decía: "¿Por qué la Joven Sirena desearía tanto un alma inmortal?, él no contestaba, o, si acaso, me rozaba suavemente el cabello.) No era como nosotros, ni como los hombres. Era aparte. No podía ser. Y Jorge… ¡Me dolía tanto, pensar en él! Me apretaba el pecho con la mano, al pronunciar su nombre. Debajo del jersey estaba la medalla de oro. "Se la pondré al cuello y le diré: toma esto, es algo mío". (Pero no sabía si a Jorge, a Manuel, o acaso al mismo Borja.) "Y esos zafios hurgarán con sus manazas nuestros tesoros. ¿El compañero de viaje, leído por Guiem? ¡No es posible! Preguntaría: ¿Esto para qué sirve? O bien: Y esto, ¿qué quiere decir?". Y Borja se encogería de hombros. Acaso probarían la carabina, y… ¿Era envidia, egoísmo? Un dolor muy vivo me aceleraba el corazón. "No, esos no. Esos no."
Me senté junto al pozo. Entonces vi llegar a Malene, con un pañuelo rosa y gris anudado a su cabeza. Su cuello largo y blanco emergía resplandeciente, y sus ojos azules tenían un brillo verdoso, como el mar. De allá abajo se levantaba una bruma tenue, que se extendía lentamente declive arriba.
Malene traía una cesta hecha de palma y parecía venir del pueblo. Desvié los ojos de los suyos y sentí una rara vergüenza. "Debajo del pañuelo tendrá el cabello apenas crecido… suave y leonado." Eso hacía reír a Guiem y a los del pueblo, que le silbaban de lejos, e incluso la insultaban. Malene entró en el huerto, y, cosa que nunca hizo antes, cerró la puerta, que chilló sobre sus goznes. Me empiné sobre los pies y asomé medio cuerpo sobre el muro. Malene subía los peldaños y entró en la casa. Creo que hasta aquel momento no vi nunca mujer más hermosa y llena de orgullo.
Dos días después -y lo recuerdo con extraña claridad- volví a ver a Manuel, que venía de la fragua. Como última esperanza, fue a pedir trabajo al padre de Guiem. (Antes fue al carrero, al zapatero y al panadero.) Caminaba hacia mí, por la calle de los artesanos, y el sol -un pálido y resplandeciente sol- le aureolaba de oro la cabeza. Llevaba la mano izquierda metida en el bolsillo, y con la derecha se subía las solapas sobre la garganta. Le dije:
– Ven conmigo.
– ¡No me obligues a ir allí, otra vez…!
– No, allí no: a la Joven Simón.
A veces, y muy confusamente, le hablé de la vieja barca, porque como no hacía nunca preguntas invitaba a la confidencia.
– ¿Ahora…?
Su tiempo no era como el mío, y tal vez no podría seguirme en aquel momento. Pero yo era egoísta e irreflexiva sobre todas las cosas. Y sabía que él, al fin, iría donde yo le pidiese. Incluso a Son Major.
Seguramente tenía otras ocupaciones, o, por lo menos, algo que le atormentaba y que le mantenía como ausente. Acaso le esperaban su madre, sus hermanos… ¡Cómo deseaba yo entonces, arrancarle todo afecto por los demás, apartarlo del mundo entero! Una tristeza sombría, tal vez malvada, me invadía sabiéndole tan apegado a sus familiares. Le hubiera querido ajeno al mundo entero -a mí, incluso-, antes de saberle ligado a alguien que no fuera yo. Sin embargo, me siguió sin decir nada. Creo que no he conocido a nadie menos hablador que aquel pobre muchacho. Es posible que la mayor parte de nuestros encuentros se redujeran casi siempre a un monólogo por mi parte, o a un largo, cálido e inexplicable silencio, que nos acercaba más que todas las palabras.
Remamos hasta Santa Catalina, con viento frío. Al desembarcar, bajo nuestros pies, crujieron las conchas de oro. Era ya entrado el mes de diciembre, con un cielo pálido.
Recuerdo que le dije, frotándome las rodillas:
– Me gustaría que nevase. ¿Has visto la nieve alguna vez?
– No. Nunca la he visto.
El agua golpeaba las rocas, y la Joven Simón aparecía negruzca, casi siniestra. Teníamos la cara enrojecida de frío y los ojos lacrimosos. El viento zarandeó mi cabello, como una bandera negra. Salté sobre la Joven Simón, golpeando la cubierta con los pies. Él se echó a reír, y pensé que nunca le había oído una risa como aquella. Abrí la escotilla y rebusqué en la panza. Allí estaban nuestros bienes. Envuelto todo, aún, en el viejo impermeable de Borja.
Pero Manuel no mostró demasiado interés por aquello. Al hablarle o mostrarle algo, sólo decía:
– Sí, sí -distraídamente.
Estuvimos un rato sentados en la borda de la Joven Simón, con las piernas colgando. Hacía frío y nos frotábamos las manos el uno al otro para calentarnos. Le pregunté:
– ¿Te gusta que te haya enseñado estas cosas? Y él, dijo, solamente:
– Sí.
– ¡Pero dilo de otra forma!
Se me quedó mirando serio y callado. Pensé: "Nunca habla de él, nunca me cuenta cosas suyas". Pero no quería preguntarle nada. Tal vez por si acaso decía algo que me desgarrase una esquina, aunque fuera, del velo que aún nos separaba del mundo. Mi cobardía era sólo comparable a mi egoísmo.
Entonces oímos la voz de Borja que nos llamaba haciendo bocina con las manos. Qué alto lo vi, de pronto, sobre la roca, con sus pantalones largos.
– ¡Borja!
Creo que palidecí. Acababa yo de traicionar nuestro secreto, y no estaba segura -ni mucho menos- de que él lo hubiera traicionado antes a Guiem. Salté de la barca. Manuel no se movió.
Borja empezó a descender por las rocas. Siempre decía que era muy peligroso hacerlo por aquella parte, por donde se despeñó José Taronjí, en su deseo de escapar. Y en aquel momento me di cuenta: "¡Torpe, zafia de mí! Aquí murió José Taronjí, y yo he obligado a Manuel…". Aún se podían ver los agujeros de las balas en la barca. Y yo le había obligado a sentarse encima. Pero Manuel continuaba, igual que siempre, sereno y silencioso: "Sí, es demasiado, es irritantemente bueno", pensé inquieta.
Borja llegó hasta nosotros. Esperaba verle colérico pero no dijo nada. Por el contrario, sonreía. (Y su sonrisa era igual a la que dedicaba todas las mañanas a la abuela.) Con aquella sonrisa, comprendí que me había colocado ya, definitivamente, al otro lado de la barrera. Por ello sentí una punzante melancolía. Dijo:
– ¿Traes aquí a tus amigos?… Me parece bien.
Luego se sentó y nos ofreció cigarrillos. Manuel no fumaba, y yo, hipócritamente, rehusé. Borja empezó a hablar de cosas tontas. Luego se quedó callado. Súbitamente, dijo:
– Hace frío.
Se fue hacia el borde del mar y estuvo mirándolo un momento. Era un día verdaderamente frío. El agua tenía un color gris oscuro. Había en las olas algo como una amenaza contenida. Borja se agachó, llenó sus manos de conchas doradas y volvió hacia nosotros, depositándolas con cuidado sobre la Joven Simón. Se entretuvo unos instantes ordenándolas por tamaños. Le mirábamos hacer, con el interés que despiertan a veces las cosas menudas y un poco tontas.
Inesperadamente levantó la cabeza, con tanta desolación en sus ojos que me asombró:
– Manuel -dijo-. Óyeme, Manuel, ¿quieres hacerme un favor?
Abrí la boca y la volví a cerrar. Deseando interponerme entre aquella súplica y mi amigo, pero no supe qué decir. Manuel se apoyaba contra la barca, justamente donde se clavaron las balas. Borja se le acercó más y le puso la mano en el brazo:
– Manuel -insistió-. ¿Sabes?… Todo lo malo que te haya dicho eran tonterías… Yo, en el fondo, soy tu amigo. ¿Sabes una cosa? Eres mejor que Juan Antonio. Siempre te preferí… Pero tú parecías no saberlo, y… bueno, ¿acaso no te lo he demostrado?
Manuel le miró de frente, con una expresión que no le conocía.
Borja continuó, precipitado e incoherente:
– Te pido un favor. Es muy importante para mí y también para Matia… Si no, no te habría buscado. Matia, ¿sabes?… la abuela ha descubierto esto de la Joven Simón. Alguien ha ido con el chivatazo. A lo mejor el mismo Chino, ¡como le van a despedir!… Bueno, qué sé yo, da lo mismo. Ya me las pagará quién sea, de todos modos. Ahora, Matia, ¡tú sabes lo importante que es para nosotros! ¿Verdad? ¡Qué la abuela no se entere, que no encuentre nada aquí…!
Me pareció que en los ojos de Manuel brillaban otra vez la tristeza casi colérica que un día le sorprendí, o tal vez un desprecio que iba más allá de nosotros, que pasaba, incluso, por encima de él mismo. En aquel momento se parecía extraordinariamente a Jorge de Son Major, y en su rostro, tan joven aún, casi había el mismo cansancio, la misma hartura de vivir. Muy pegado a él, mi primo parecía menudo, insignificante. Y una vez más pensé: "Si quisiera le tiraría al suelo de un bofetón".
– ¿Qué te pasa? -interrumpió Manuel, con brusquedad-. ¿Qué es lo que quieres?
Borja hizo un gesto extraño con las manos, que me recordó a la abuela.
– Bueno… no me pidas que te lo explique con detalle. Matia tampoco… ¿verdad, Matia…? Si la abuela lo descubre… y lo descubrirá, porque hará escudriñar esto… Te pido que cojas mi barca, y lleves al Port, a Es Mariné, lo que te voy a dar: ¿le conoces, verdad?
– Sí -contestó Manuel, secamente.
– Se lo das y le dices: "guárdame esto". Lo iremos a buscar cuando no haya peligro. Allí estará seguro, y nos libras a Matia y a mí de la furia de la abuela…
Estaba sorprendida, no acababa de entenderle. Borja saltó a la Joven Simón, extrajo el envoltorio del impermeable y apartó la caja con el dinero que había robado a la abuela y a tía Emilia. Sacó brillo de la caja, la frotó con aire pensativo y la tendió a Manuel:
– Llévasela a Es Mariné… y no le hables de mí, es algo charlatán. Dile: "guárdamela, ya vendré a por ella".
Manuel contempló la caja sin un gesto.
– No me digas ahora que no quieres… ¡Te lo ruego, Manuel! ¡Es tan importante para nosotros! Sólo en ti podría confiar. De esos otros no me fio nada… Además, ¿acaso no te acuerdas de que una vez aquí mismo… tú me pediste la barca y yo te la dejé?
Al oír esto, algo pareció sacudir a Manuel. Borja retrocedió levemente. Manuel le arrancó la caja de las manos, y sin decir nada se encaminó hacia la Leontina. Borja le siguió, sacudiéndose la arena del pantalón. Estaba muy agitado, como si hubiera corrido mucho:
– ¡Que la guarde! ¿Oyes? Sólo que la guarde…
– Cállate -le cortó Manuel.
Borja le obedeció. Le vimos desaparecer en silencio, como aquel día. También, como aquel día, miré a mi primo de reojo y tenía los labios descoloridos.
Igual que entonces, volvimos a casa por las rocas del acantilado.
No vi más a Manuel. Los días se sucedieron rápidos, y llegaron las fiestas de Navidad, con sorprendente precipitación. Tuvimos noticias más concretas del tío Álvaro y de la guerra. La abuela preparó paquetes para los pobres del pueblo. Era la primera Navidad que pasábamos en guerra, y la abuela dijo que debía señalarse por su sobriedad. Sin embargo, en la cocina, Lorenza y Antonia trabajaban con sofocante vigor. Y recuerdo como en un vaho de sopor las comidas interminables que por aquellas fechas hacía servir la abuela. Pasábamos la mitad de nuestro tiempo repartido entre la mesa y la iglesia. Íbamos a la iglesia con la cabeza llena de vapores, y allí se nos llenaba de cánticos, luces e incienso, para volver de nuevo a las cargas de la mesa. (Resultaba algo extraño, comparado con las Navidades que pasé antes con Mauricia, en el campo. Cogíamos ramas de acebo y montábamos un Nacimiento con figuras de barro que ella me compró en el mercado, pintadas de colores chillones.) Aquellos días Mossén Mayol aparecía en toda su majestad. La abuela tenía razón, cuando decía que tenía algo de príncipe. Para la cena de la Nochebuena se reunieron en casa Mossén Mayol, el vicario, el médico -que era viudo- y Juan Antonio (recién llegado del colegio para pasar con su padre las vacaciones). Vinieron también el administrador y su mujer, León, Carlos, y otro cura forastero, que vino para oficiar la Misa de la Medianoche.
Santa María resplandecía. Mossén Mayol, alto y hermosísimo, seguido de sus dos acólitos, vestía de rosa muy pálido, oro y perlas. Las chicas y los chicos de la cofradía cantaban en el coro. Todo brillaba tanto que dolían los ojos. Borja y yo, apoyábamos el hombro del uno en el del otro. Me parece que bebió demasiado, y se le cerraban los ojos. Mossén Mayol levantaba las manos con lentitud, tan solemne como un ángel, y su cabeza plateada brillaba.
El día de Navidad fue más bien triste. Antonia me dijo:
– ¿Rezaste ayer por tu madre?
– Eso es asunto mío -contesté.
Pero la verdad es que me remordía la conciencia, porque no me acordé de ella para nada. Sólo un momento, durante la cena, pensé en mi padre. "Qué raro que esté siempre tan lejos de él, y, en cambio, recuerde cosas suyas: el olor de sus cigarrillos, su carraspeo, alguna palabra". ¿Dónde andaría? ¿Qué haría?
La tarde del día de Navidad vinieron las viejas señoritas de Son Lluch con sus horrorosos sombreros, Mossén Mayol, el vicario y el otro cura. También el inevitable médico, Juan Antonio y los del administrador. "Siempre igual, siempre los mismos". Borja y Juan Antonio hablaron del colegio, el mismo a donde iría Borja, pasadas las fiestas. Ellos estarían juntos, por lo menos, en tanto que yo…
– ¿Cómo se llama mi colegio? -pregunté a la abuela, sin entusiasmo.
– Es un buen internado -respondió lacónica, para fastidiarme.
El día de San Esteban bajé un rato al declive, por si aparecía Manuel. No le vi y me senté junto al muro de su huerto, jugando con piedrecillas, hasta que Antonia me llamó.
La abuela nos reclamaba, a Borja y a mí, para decirnos:
– Lauro se incorporará al frente, el mismo día en que vosotros vayáis al colegio.
– Pero ¿no decíais que no era apto? -se sorprendió mi primo-. Tiene mal los ojos… por eso lo echaron del Seminario…
– Ahora eso no importa -dijo la abuela.
Y añadió:
– Quiero que vayáis a felicitarle.
Obedecimos de mala gana. Lauro estaba con su madre, en el cuarto de costura. Intimidados, nos detuvimos en la puerta. Sentada en una silla baja, Antonia marcaba en rojo montones de ropa de Borja y mía. Tras sus lentes verdes, el Chino la miraba. Gondoliero volaba de un lado a otro musitando: "Lauro, Lauro, Lauro… Periquito bonito". Bullía inquieto sobre la cabeza, sobre el hombro. Ni la madre ni el hijo decían nada. Lauro estaba sentado, rodeándose las rodillas con los brazos. Nadie me pareció nunca menos heroico que él. Mi primo habló primero:
– Lauro, dice la abuela que te vas al frente.
El Chino se levantó, despacio. Con el dedo índice empujó hacia arriba el caballete de sus lentes. Antonia seguía inmóvil, con la cabeza gacha. Tenía entre las manos una de aquellas horribles camisas de dormir que yo usaba en Nuestra Señora de los Ángeles. Con la punta de la tijera quitaba los números y letras bordados en un hombro, para sustituirlos por otros.
– A lo mejor ves a mi padre… -dijo mi primo.
El Chino seguía callado. No le miré. Sólo veía la punta de la tijera de Antonia, que brillaba cruelmente sobre la ropa blanca.
– Bueno, Lauro, dice la abuela que hay que felicitarte.
Sobre la tijera, encima de mis desaparecidos números, cayó algo húmedo y brillante, como una gota. Di media vuelta y corrí hacia mi cuarto. Como si quisiera esconder alguna cosa, sin saber por qué razón buscaba mi casi olvidado Gorogó. Y no lo encontré.
El día de Reyes por la mañana la abuela nos entregó los regalos. Libros, un par de estilográficas, jerseys y cosas así. Se acabó para siempre la alegría de los juguetes, y empezaban a ser un problema, según decían ellas, los regalos. (Mauricia ponía mi zapato en el hueco de la chimenea. Como no me bastaba, tejió una media enorme, de lanas sueltas, que resultaba "de tantos colores como la túnica de José". Y todos los regalos que enviaba mi padre se convertían allí en el regalo de los Reyes Magos de Oriente. Días antes, si veía nubes alargadas, preguntaba: "Mauri, dime, ¿es aquel el camino de Oriente?". Un año me trajeron un payaso, tan grande como yo, y le abracé. Pero, ¿para qué recordarlo?)
Cogimos los regalos de la abuela, y la besamos. Tía Emilia me dio un frasco de perfume francés, que tenía sin abrir. "Ya eres una mujer", dijo. Y también me besó. (Todos se besaban mucho por aquellos días.)
Nadie en la casa se quedó sin regalo. Mossén Mayol, el vicario, Juan Antonio… A Carlos y León, en la suya, les trajeron una bicicleta para los dos. (Todo lo compartían.)
Cargados con nuestros libros, Borja y yo fuimos a la sala de estudio. Nos instalamos en las butacas, uno frente al otro, junto al balcón. El sol se sentía cálido, a través del cristal. Una mosca tardía, zumbaba torpemente de un lado a otro.
Borja se derrumbó en la butaca. Era muy grande y tapizada de cuero, con algún rasguño que otro, oscurecida en muchos puntos. Pasó una pierna sobre uno de los brazos, balanceándola.
Mis libros no valían gran cosa. Los había elegido tía Emilia.
Desde el encuentro en Santa Catalina, Borja me trataba casi como a la abuela. No nos volvimos a pelear.
Noté que me miraba por encima de su libro abierto. Las pupilas verde pálido parecían de cristal hueco. ("La mirada para la abuela".) Le hice una mueca. Rió, tras el libro y dijo:
– ¿Lo sabes?
– ¿Qué tengo que saber?
Tiró el libro al suelo y estiró los brazos, con un falso bostezo:
– Que estás en mis manos.
Procuré doblar los labios con desprecio, pero el corazón empezó a golpearme fuerte.
– No hagas gestos idiotas: estás en mis manos, igual que Lauro y que Juan Antonio. ¡Y que todos, en fin! Ya me conoces, yo lo sé todo. ¡Todo lo que se debe saber!
Fingí indiferencia y cogí de nuevo los libros. Añadió:
– Bueno, tú no tienes nada que temer, siendo buena chica.
– Seré como me dé la gana, mono idiota.
– No; no serás cómo te dé la gana. Porque…
Se calló, haciéndose el misterioso y mirándome con toda la malicia que cabía en sus ojos.
– Si yo hablase… ¿sabes lo qué te pasaría?
– ¿Y qué es lo que tienes que hablar, tonto? ¡Más cosas sé yo de ti!
– ¡Bah, cosas de chicos! ¡Lo tuyo es peor! A ti te meterían en un, correccional por pervertida. "La manzana podrida pudre a las sanas", y todas esas cosas. ¡Vaya, si te crees que no lo sabemos todo! Juan Antonio y hasta Guiem… Os hemos visto.
– ¿A quiénes?
– A ti y a tus amigos. Fue muy divertido espiaros. Guiem y Ramón… y Juan Antonio y yo… Bueno, ¿para qué te voy a decir? Tú ya lo sabes. ¡Una niña de catorce años, con dos amantes! Te meterán en un correccional…
– Yo no…
Cuidadosamente, Borja desenroscó el capuchón de su estilográfica y examinó la plumilla como si tuviera algo muy precioso. Me sentí sorprendida. Más sorprendida, quizá, que asustada.
– ¡No te hagas ahora la inocente! Tú misma dijiste muchas veces que yo era un niño a tu lado, que sabías muchas más cosas que yo… ¡Y vaya si era verdad! ¡La muy…!
Volvió a reírse con maldad.
– Sí, sí; los dos juntitos, allí, en el huerto y en el declive… ¡Y luego, a Son Major! Porque con el viejo también, ¿verdad?
– ¡Nunca hemos vuelto a Son Major! ¡Es mentira!
– No, ¿eh?… ¡Tú misma lo has dicho! Y también Sanamo…
– Sanamo es un viejo embustero…
– Bueno, no vamos a discutirlo. Tengo tantos testigos como quiera. ¿Sabes lo qué es un correccional? Te lo voy a contar. Siempre andas diciendo que te gustan los árboles, las flores, y todo eso… bien, pues nunca, nunca más verás ni los árboles ni las flores, ni casi, casi, el sol… Porque, encima tienes malos antecedentes: tu padre…
Me levanté y le zarandeé por un brazo. Le hubiera llenado de bofetadas, de golpes, de patadas, si no estuviera tan asustada. De un tirón se rasgó la sutil neblina, el velo, que aún me mantenía apartada del mundo. De un brutal tirón apareció todo aquello que me resistía a conocer.
– Embustero, malo… ¡No hables de mi padre!
Me apartó con suavidad.
– No te exaltes. No te conviene. Tu padre es un rojo asqueroso, que, tal vez a estas horas, esté disparando contra el mío. ¿Te acuerdas de lo que le pasó a José Taronjí?
Me senté. Tenía mucho frío y las rodillas me temblaban. (Oh qué cruel, qué impío, qué incauto, se puede ser a los catorce años.)
– Estás en mis manos. He leído muchas cosas sobre los correccionales. Hay celdas de castigo. Y me parece que a ti…
Siguió hablando, y cerré los ojos. El zumbido de la mosca continuaba. Una mosca de invierno que seguramente perdió a sus compañeras. A través de mis párpados el sol se volvía rojo. Noté en las palmas de las manos el cuero rugoso del sillón. ¡Cuántas cosas sabía Borja de los correccionales, nunca lo hubiera imaginado!
Balbuceé:
– ¡No es verdad! Estábamos allí, sí, en el suelo… pero sólo nos dábamos la mano, y nunca…
¿Cómo hablarle de la piedrecilla azul, cómo decirle que todo aquello de que me acusaba ni siquiera lo entendía?
– Claro que si eres buena chica no te pasará nada. Mira el Chino: no me acusó nunca, hizo lo que yo quería… y la abuela no se enteró de lo del Naranjal.
– No dices la verdad, Borja…
– Tengo testigos.
Vagamente recordé a Guiem y al cojo, tirándonos una piedra por encima del muro, y corriendo declive abajo con una vara en alto.
– Tú no harás eso…
Borja ganó y yo perdí. Yo, perdí, estúpida fanfarrona, ignorante criatura.
Entró tía Emilia.
– ¿Qué hacéis aquí tan quietos? ¿Por qué no salís un poco al jardín? Hace un sol de primavera. ¡Aprovechadlo! Cualquiera os entiende. Salís cuando sopla el viento y, en cambio, ahora os quedáis encerrados. ¡Vamos, aprovechad, que es el último día de vacaciones!
El último día, era verdad.
Después de comer, Borja me llamó con un gesto. Le seguí, estallando de cobardía, despreciándome.
– Matia, voy a confesarme. Ven conmigo a Santa María.
– Yo no tengo que confesarme.
– ¿Estás segura? Bueno, allá tú con tu conciencia. Pero ven conmigo.
Le seguí. Le seguiría en todo, desde aquel momento. Empezaba a comprender al Chino y algo parecido a un remordimiento me llenaba. "Si el Chino vivía aterrorizado por este lagarto, ¿cómo no lo voy a estar yo, tonta charlatana, necia de mí?"
Nos abrigamos y salimos de casa. Me cogió de la mano, como en nuestros mejores días. Atravesamos el jardín. La higuera estaba desnuda, con sus ramas plateadas hacia el cielo. Algo había en aquel sol invernal, que repetía: "el último día" o "la última vez". Al final de la calle, como en un grabado de mi libro de Andersen, brillaba la cúpula verde-oro de Santa María.
Entramos en la iglesia. Borja mojó los dedos en el agua bendita, y, tendiéndome la mano, humedeció los míos. San Jorge resaltaba en la oscuridad, con su lanza apoyada en el dragón. Alrededor de su yelmo brillaba un círculo de oro. Pequeños rombos de color rubí, bordeaban la vidriera, que recordaban el vino de las copas. La lámpara parecía balancearse suavemente. Algo se posó en mi corazón, clavándome sus pequeñas garras como un negro Gondoliero. Junto a la reja del altar había un hombre arrodillado, con la cara entre las manos. Era el Chino.
– ¿Está llorando? -pregunté a Borja.
Mi primo se arrodilló junto a mí, con los brazos cruzados sobre el pecho. Susurró:
– ¡No cree en nada, mujer!
Pero allí estaba el Chino, afligido, bajo las vidrieras que tanto le gustaban. Contemplé sus estrechos hombros enfundados en la chaqueta negra. Y me dije: "Acaso le matarán en el frente, quizá una bala le atravesará así, tal como ahora está, por la espalda".
(Y así fue, pues, un mes más tarde, lo mataron. Y su madre, que no lo sabía, se levantó aquel día más temprano, y cuando fue a poner la comida a Gondoliero vio que el pájaro no quería comer. Al servirle el desayuno dijo a la abuela: "Señora, Lauro va a venir, estoy segura. Me dice el corazón que va a venir". Pero le mataron a aquella misma hora, y Antonia continuó sirviendo el desayuno, dando de comer a Gondoliero, azul y brillante, que repetía: "Periquito bonito, periquito bonito". Me lo contó Lorenza, años más tarde, cuando todo era ya tan diferente.)
Borja se santiguó y bajó la cabeza. Miré hacia todos lados, entrecerrando los ojos. A través de mis pestañas las vidrieras hacían guiños, despedían luces.
Borja entró en la sacristía, y al poco rato volvió a salir. Tenía las manos juntas, gacha la cabeza. Me pareció misterioso, y mi inquietud crecía, mirándole. A poco, el propio Mossén Mayol salió, poniéndose la estola sobre el cuello. Entró en el confesionario, y Borja fue hacia él. Metió la cabeza entre las cortinas moradas, y el brazo de Mossén Mayol le rodeó los hombros amorosamente. Estuvieron así mucho rato. Se me clavaba en las rodillas la dura tabla del banco. El Niño Jesús llevaba una túnica de terciopelo verde, con bordados y encajes de oro. Tenía partido un dedo de la mano derecha, y sus grandes ojos de esmalte miraban fijos. El Santito de la vidriera, con su sayal castaño y sus largos pies dorados, acaparaba todo el sol. San Jorge, en cambio, había palidecido. Allí fuera empezó a soplar el viento, y, de pronto, una nube lo cegó todo. Algo cruzó la nave volando torpemente. "Es un murciélago", me dije. Rebotó en las paredes, y cayó en un rincón, lacio, como un trapo negro. Olía a moho. Las grandes costillas de la nave, como un barco sumergido en el mar, cubierto de musgo, oro y sombras, despedían algo fascinante y opresor. Me sentí cansada: "Ojalá no saliera nunca de allí", pensé. No tenía ningún deseo de vivir. La vida me pareció larga y vana. Sentía tal desamor, tal despego a todo, que me resultaban ajenos hasta el aire, la luz del sol y las flores.
Borja volvió:
– ¿No te confiesas?
– No tengo pecados.
Me miró de un modo extraño.
– Ven.
Me levanté. Borja dobló una rodilla ante el Sagrario, y Mossén Mayol nos indicó que le aguardáramos. Salimos y nos sentamos en las escaleras de piedra a esperarle.
– ¿Para qué viene con nosotros Mossén Mayol?
– Se lo he pedido yo.
El viento arreciaba y las nubes tapaban el sol que tan hermoso apareció por la mañana. Al fin Mossén Mayol salió y regresamos a casa.
– Abuela, ¿podemos hablar contigo?
La abuela, pálida y fofa, estaba en su mecedora del gabinete. Miró con estupor a Borja y a Mossén Mayol. Luego, con gesto cansado señaló la butaca de enfrente.
Quise echar a correr, escapar a algún sitio donde no me aprisionara el miedo. Pero Borja me cogió de la mano:
– Quédate, Matia.
Sus labios temblaban.
– No… -protesté, débilmente.
– ¡Quédate si Borja lo desea! -decidió la voz helada del párroco.
Me quedé en pie, tras la butaca de Mossén Mayol. Borja avanzó hasta la abuela y se arrodilló. Yo veía sólo la cara de la abuela, sus redondos ojos de lechuza rodeados de un círculo oscuro, y su boca que masticaba algo. El anillo brillaba en su mano como un ojo perverso que sobreviviría a nuestra podredumbre. Mossén Mayol dijo:
– Doña Práxedes, Borja desea hacerle una confesión.
La abuela permaneció callada unos minutos. Luego se oyó cómo partía entre los dientes la píldora. Y dijo fríamente:
– Levántate, niño.
Pero Borja no se levantó. Tenía la cabeza inclinada, y sobre su cabello brillante emergía el medio cuerpo de la abuela: en la diestra los destronados gemelos de teatro, acostumbrados, ya, a buen seguro, a muchas farsas.
El niño dijo:
– Abuelita, vengo a pedirte perdón. Me he confesado ya, pero quiero que tú también me perdones. No podría vivir sin confesarte a ti… Yo, abuela…
Y empezó a llorar. Era el suyo un llanto extraño. Con la cara entre las manos, lloraba silencioso. Como aquella tarde en el jardín de Son Major, cuando no sabíamos si era un pesar o simple dolor de cabeza lo que le dominaba.
– Vamos -dijo la abuela, dejando de masticar-. ¡Vamos!
Borja descubrió su cara. Una cara que yo no vi, pero sabía sin lágrimas. Y dijo, de un tirón:
– He abusado de ti, te he engañado… Te estuve robando. Te he robado dinero, mucho dinero, y…
La abuela levantó las cejas. Me pareció que su pecho se inflamaba como una ola.
– Ah -dijo, serena-. ¿Conque eras tú, eh?
Siempre hubiera jurado que no se enteraba, pero por lo visto lo sabía.
– Sí, era yo… Y quisiera recuperarlo y devolvértelo. ¡Pero no puedo, ya no lo tengo!
– ¿A quién se lo diste? -dijo la abuela, limpiando con el pañuelo los gemelos.
Borja bajó la cabeza.
En aquel momento me hirió el saberlo todo. (El saber la oscura vida de las personas mayores, a las que, sin duda alguna, pertenecía ya. Me hirió y sentí un dolor físico.)
– No lo pude evitar, abuela… perdón. La primera vez, fue culpa mía: me lo aposté con él… Pero las otras… ¡Perdóname, abuela, he sufrido tanto! ¡Dios mío, lo he pagado tan caro! Me tenía en sus manos, me amenazaba con venir a decírtelo si no le entregaba más y más… Yo no quería, pero él decía que si no continuábamos me delataría… Era horrible. No podía vivir. Y es que él tenía que reunir dinero, decía que para comprarse una barca y marcharse a las islas griegas. ¡Está loco, sí, loco! "Nunca podrás", le decía yo. "Están muy lejos". Pero él contestaba que eran pretextos para no darle más dinero… Es un diablo, igual que un diablo… Me pegaba si no le obedecía… ¡Es mucho más fuerte que yo!
Se arremangó la manga del jersey y sollozando como una despreciable mujerzuela, enseñó la herida del gancho de la carnicería. La abuela levantó la mano con frialdad y le cortó con un seco:
– ¿Quién?
No pude aguantar más. Di media vuelta y escapé. Abrí la puerta y bajé corriendo la escalera. Al extremo del pasillo estaba el reloj, con su tic-tac. "Que no lo encuentren -me dije-. Que no lo encuentren. Que escape, que se vaya…"
Salí al declive. El viento continuaba gimiendo y me apoyé en el muro. Por entre los almendros subía la neblina verdosa y blanca. Las pitas se alzaban igual que gritos, allá abajo.
Unos metros más allá estaba el huerto de Manuel, pero no me atrevía a acercarme. Algo me dolía tanto que no me podía mover. El viento se ensañaba con la tierra, con la hierba aún viva. Corrían dos papeles, persiguiéndose. Desde allí podían verse los olivos del huerto de Manuel como manchas de un verde lívido. Un blanco fulgor de perla, como humo limpio, ascendía del mar.
Una gran cobardía me clavaba al suelo. "Sabes, el sol y las flores, y todo eso que tanto te gusta, no lo verás más… Y tu padre"… (Oh, la bola de cristal que nevaba. ¿Me gustaban tanto, realmente, las flores, y el sol, y los árboles? Y el Chino, llorando en la iglesia…) Temblaba, pero era mayor el frío que tenía dentro.
Es Ton salió. Le mandaban a buscarlo. Yo sabía que le mandaban a buscarlo. Y ni siquiera tenía fuerza para decirle: "No vayas, Ton, di que no lo encuentras, avísale que se marche". (Porque sólo había una voz que me sacudía: "cobarde, traidora, cobarde").
Lo sacó de entre los olivos, parecía. De la plata verde de los olivos, lo traía: como de la bruma, entre los troncos, hacia mí. Sí, era hacia mí. Hacia nadie más iba el pobre muchacho. Es Ton lo llevaba cogido por un brazo.
Al pasar me miró. No tuve más remedio que seguirle, como un perro, respirando mi traición, sin atreverme siquiera a huir. Seguí sus pasos hacia el gabinete de la abuela. (El crujido de los peldaños, el tic-tac del reloj, allí en la esquina, como en aquella hora de la siesta, cuando le dije: "Me parece muy mal lo que hacen con vosotros". Y era peor que un perro muerto, lo que estábamos echando en su agua, era mil veces peor que un perro muerto, para mí.) Me paré tras la puerta entornada del gabinete, y Es Ton y Antonia -que nos habían seguido, intrigados- se quedaron conmigo, detrás de la cortina, escuchando. Oyéndole decir, sólo:
– No… no…
Y lo peor de todo: su silencio. Borja, en cambio, lloraba y gemía:
– ¡Para ir a las islas griegas, como su…!
La voz de Mossén Mayol le interrumpió, obligándole a callar.
A Es Ton le enviaron al Port con la barca. Volvió con la caja del dinero. Su ojo tapado de blanco brillaba como un fosforescente caracol.
No sé cómo llegué al embarcadero. Mi ropa estaba mojada por la espuma del mar. Es Ton me miró, al saltar de la barca.
– Buena la habéis hecho, buena. ¡Le llevarán a un reformatorio! ¡Buenos están los ánimos!
(Ni la luz, ni el sol, ni los árboles me importaban. ¿Cómo, pues, le dejaba a él sin la luz, los árboles y el sol?)
Se lo llevaron de allí, entre Mossén Mayol y el pequeño Taronjí, primo de su padre José. "Es demasiado joven -dijo Lorenza-, para que lo metan en la cárcel". Ya sabían, pues, dónde lo llevaban. "¿Dónde?", pregunté. Y nada nunca me dio tanto miedo como su silencio y su ignorancia. (La palabra reformatorio ¡qué extrañamente bien sabía pronunciarla Es Ton!)
No sé cómo acabó el día. No recuerdo cómo transcurrió la cena, ni de qué habló Borja, ni qué dije yo. No recuerdo, siquiera, cómo ni cuándo nos despedimos del Chino.
Sólo sé que al alba, me desperté. Que, como el primer día de mi llegada a la isla, la luz gris perlada del amanecer acuchillaba las persianas verdes de mi ventana. Tenía los ojos abiertos. Por primera vez, no había soñado nada. Algo había en la habitación como un aleteante huir de palomas. Entonces, supe que en algún momento de la tarde -con la luz muriendo- había vuelto allí, que quedé presa en aquel viento, junto a la verja pintada de verde, cerrada con llave, de Son Major. Llamé a Jorge, desesperadamente, pero sólo apareció Sanamo, con sus llaves tintineantes, diciendo: "Pasa, pasa, palomita". El viento levantaba su pelo gris, señalaba el balcón cerrado. Y decía: "Está ahí arriba". Le grité: "Van a castigar a Manuel, y es inocente". Pero el balcón seguía cerrado, y nadie contestaba, ni hablaba, ni se oía voz alguna. Y Sanamo riéndose. Era como si no hubiera nadie en aquella casa, como si ni siquiera hubiera existido, como si nos lo hubiéramos inventado. Desalentada regresé a casa, y busqué a tía Emilia, y le dije: "No es verdad lo que ha dicho Borja… Manuel es inocente". Pero tía Emilia miraba por la ventana, como siempre. Se volvió, con la sonrisa fofa, con sus grandes mandíbulas como de terciopelo blanco, y dijo: "Bueno, bueno, no te atormentes. Gracias a Dios vais a ir al colegio, y todo volverá a normalizarse." "Pero hemos sido malos, ruines, con Manuel…" Y ella contestó: "No lo tomes así, ya te darás cuenta algún día de que esto son chiquilladas, cosas de niños…" Y de pronto estaba allí el amanecer, como una realidad terrible, abominable. Y yo con los ojos abiertos, como un castigo. (No existió la Isla de Nunca Jamás y la Joven Sirena no consiguió un alma inmortal, porque los hombres y las mujeres no aman, y se quedó con un par de inútiles piernas, y se convirtió en espuma.) Eran horribles los cuentos. Además, había perdido a Gorogó -no sabía dónde estaba, bajo qué montón de pañuelos o calcetines. Ya estaba la maleta cerrada, con sus correas abrochadas, sin Gorogó. Y el Chino ya se habría levantado. Y acaso el imbécil Gondoliero le estaría picoteando la oreja, y ¿habría flores, irritadas y llameantes flores rojas, en el cuartito de allá arriba? ¿Y aquella fotografía de un niño con hábito de fraile y los calcetines arrugados, dónde andaría? Los globos rojos de las lámparas, como ojos muertos, brillarían en la casa, con sus ratones huidizos y sus escondidas arañas pardas hurgando en las rendijas. La abuela, su vajilla de oro, sus píldoras… ¿Acaso nunca podría cerrar los ojos? "Estas cosas, dicen, son la conciencia".
Como entonces, salté de la cama. En aquel desvelo crudo, tan real, tan gris, salí descalza, abrí el balcón y saltó a la logia. Allí estaba Borja, envuelto en el abrigo, pálido, mirándome. Se fumaba el último Murati.
Los arcos de la logia recortaban la bruma de un cielo apenas iluminado por la luz naciente tras las montañas, donde aún dormirían los carboneros. Borja tiró el cigarrillo al suelo y fuimos el uno hacia el otro, como empujados, y nos abrazamos. El empezó a llorar, a llorar ¿cómo se puede llorar de esa forma? Pero yo no podía (era un castigo, porque él siempre aborreció a Manuel. Pero yo ¿acaso no le amaba?). Estaba rígida, helada, apretándole contra mí. Sentí sus lágrimas cayéndome cuello abajo, metiéndose por el pijama. Miré al jardín y detrás de los cerezos descubrí la higuera, que, a aquella luz, parecía blanca. Allí estaba el gallo de Son Major, con sus coléricos ojos, como dos botones de fuego. Alzado y resplandeciente como un puñado de cal, y gritando -amanecía- su horrible y estridente canto, que clamaba, quizá -qué sé yo- por alguna misteriosa causa perdida.