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Psicomagia. Esbozos de una terapia pánica (conversaciones con Gilles Farcet)

Nota preliminar

«No soy un borracho, pero tampoco soy un santo. Un hechicero no debería ser un "santo"… Debería poder descender tan bajo como un piojo y elevarse tan alto como un águila… Debes ser dios y diablo a la vez. Ser un buen hechicero significa estar en medio de la tormenta y no guarecerse. Quiere decir experimentar la vida en todas sus fases. Quiere decir hacer el loco de vez en cuando. Eso también es sagrado.»

Corzo Cojo

(brujo siux de la tribu Lakota)

Un día, tras muchas veladas en su biblioteca intentando desvelar el sentido profundo de la psicomagia, pregunté a Alejandro Jodorowsky si pensaba prescribirme un acto. Él me respondió que el mero hecho de confeccionar este libro en su compañía constituiría un acto suficientemente poderoso. ¿Porqué no?

En realidad, Jodorowsky es en sí un acto psicomágico ambulante, un personaje alta y definitivamente «pánico», cuyo trato introduce algunas fisuras en el orden de nuestro universo, tan previsible en apariencia.

Dramaturgo que, con sus cómplices Arrabal y Topor, ha marcado la historia del teatro con su tan bien denominado movimiento «pánico»; realizador de películas de culto, como El Topo o La montaña sagrada, a las cuales los norteamericanos -impagables- dedican tesis y sabios estudios; escritor, autor de historietas para cómic que se permite el lujo de trabajar con nuestros mejores dibujantes; padre atento de cinco niños con los cuales mantiene actualmente una relación tornasolada, Jodorowsky es hoy el tarólogo sin normas cuyas intuiciones han dejado a más de uno boquiabierto; es, además, el payaso convulsivo del Cabaret Místico [1] que, en un momento en el que el público parisino da la espalda a las conferencias, consigue abarrotar sus auditorios con el mejor poder publicitario del boca a boca; mago internacional -interestelar, podríamos decir, bajo la influencia de Moebius- al que han consultado estrellas de rock y artistas del mundo entero…

Este chileno de origen ruso, radicado durante muchos años en México y ahora enraizado en Francia, es un personaje que los novelistas de hoy, demasiado gélidos, no podrían crear, un ser que ha llevado la imaginación al poder en todos los recovecos de su existencia multidimensional.

Su casa, sabia alianza de orden y desorden, de organización y caos, es un fiel espejo de su huésped o, simplemente, de la vida. Constituye una experiencia en sí visitar esta cantera sembrada de libros, vídeos, juguetes infantiles, etc. Allí uno puede toparse con los dibujantes Moebius, Boucq o Besse, así como con un gato o una mujer venida de no se sabe dónde y que parece estar cuidando por un tiempo de la casa… Es un lugar de potencia poética, una concentración de energías sobreabundantes y, sin embargo, dominadas.

Sobra decir que trabajar con un personaje pánico no es una sinecura. Y esto, en primer lugar, porque Jodorowsky ignora los plannings, las agendas y otro tipo de apremios temporales que rigen la vida de los terrenales. Cuando me propuse poner en papel su aventura psicomágica, comprendí que tenía que dedicarme exclusivamente a tal empresa. Con él no hay previsiones, plazos fijados de antemano, citas debidamente anotadas: las cosas se hacen al instante. Todo en él tiene la cualidad del fulgor. No es que sea incapaz de someterse a una disciplina o plegarse a horarios, todo lo contrario; pero en fin, ahí hay un misterio: ¿cómo este hombre que, una vez concluidas nuestras citas psicomágicas, partía a realizar una película de nombre evocador -The Rainbow Thief (El ladrón del arco iris, 1990)-puede dirigir un rodaje de gran presupuesto, domar a monstruos sagrados como Peter O'Toole, Omar Sharif o Christopher Lee, imponer su sensibilidad a productores tan materialistas como inquietos y, por otra parte, no tomar nota de ninguno de sus compromisos futuros y aceptar en septiembre una conferencia para marzo sin apuntar el día en una libreta, razón por la cual, a medida que se acerca la fecha de su intervención, hay que localizarlo, por miedo a que se haya olvidado de su compromiso y desaparezca hacia cualquier punto del planeta?

Alejandro es un convencido del carácter convulso de la realidad, y de ahí ese aspecto fascinante y agotador que le hace ser desmesurado en todas sus manifestaciones. Cuando alguien le pone un público enfrente, rara vez resiste la tentación de llevarlo hasta el límite. Rasgo muy sudamericano el de este ser excepcional que, en privado, sabe mostrarse como la persona más dulce y humilde y que de pronto puede, en un abrir y cerrar de ojos, transformarse en una ópera barroca del mismo calibre que sus películas, donde lo grotesco compite con lo grave, lo obsceno con lo sagrado. Jodorowsky se mantiene siempre en el linde; baila sobre la sutil frontera que separa la creación de la provocación gratuita, la innovación del salvaje atentado contra el buen gusto, la audacia de la indecencia… Moebius, el genial dibujante de El Incal, familiarizado con estos métodos tras quince años de colaboración, ve en ello «la técnica empleada por Alejandro a fin de socavar la resistencia del universo…».

En cualquier caso, con Jodorowsky las cosas siempre acaban por arreglarse, pese a los traumas infligidos en los nervios de los organizadores. Este hombre no tiene parangón en la capacidad de hacer pivotar una situación que se presentaba bajo los peores auspicios y dar la vuelta a la realidad como si de un guante se tratara.

Mencionaré aquí una anécdota, que más adelante recordaremos [en pág. 53], que ilustra bien esta capacidad de dar la vuelta a la realidad, operación para la cual conviene estar preparado, si uno tiene la audacia de andar en compañía de él.

Habíamos acordado hacer una actuación conjunta con motivo de una feria en la que todos los años se dan cita herbolarios biológicos, vendedores de bañeras de burbujas, esotéricos de todo pelaje, poetas de la madre Naturaleza, editores y médicos alternativos… ¿Fue un error táctico? El caso fue que, cuando llegué a Vincennes en busca de mi héroe, lo hallé totalmente absorto en la elaboración de un guión de historieta que se negaba a abandonar para ir «a la Mejorana», como decía él, a dar una charla…

Yo insistí, alegando que nos esperaban y que no podíamos faltar a nuestra palabra, hasta que finalmente Jodorowsky aceptó a regañadientes subir a mi coche, no sin repetirme durante todo el trayecto: «Esto yo no lo siento, ¿comprendes…? No me parece que tengamos algo que hacer en la Mejorana…». Cuando llegamos al lugar en cuestión, encontramos lo peor: una sala abierta a los cuatro vientos, sin micrófono ni sillas, y un centenar de personas que habían venido a escuchar no a Jodorowsky, sino, a causa de un error de programación, al doctor Woestlandt, simpático autor de best-sellers médico-esotéricos…

Mientras yo me sulfuraba, mi genial cómplice, tras captar con una ojeada la magnitud de la catástrofe, me increpó en tono fatalista: «¿Lo ves? ¡Ya te lo decía yo!», y se dio media vuelta marchándose sin más…

Mi compañera corrió detrás de él y le suplicó que hablara de todas formas. Evidentemente sensible a las razones femeninas, Alejandro volvió sobre sus pasos y me dijo: «Está bien, esa gente quiere escuchar al doctor Westphaler; okay, ¿por qué no me presentas como si fuera él? Diles que soy el doctor Wiesen-Wiesen y que les voy a hablar…».

Tal vez hoy yo hubiera aceptado de buena gana el desafío; pero por entonces estaba todavía convencido de esa idea tradicional de que el doctor Woestlandt es el doctor Woestlandt, Gilles es Gilles y Jodorowsky es Jodorowsky… Ese concepto de lo real hacía imposible que me prestara a tamaña mascarada. En esas condiciones, improvisé unas sencillas palabras para presentar a mi peligroso amigo, el cual, plantándose ante su desconcertado público, comenzó a hablar en tono conciliador: «Miren, yo no soy el doctor Westphallus; pero eso es lo de menos, la persona no tiene importancia. Imaginen ustedes que soy el doctor Wiesen-Wiesen y háganme preguntas. Poco importa la persona, yo les contestaré como si fuera el doctor Wuf-Wuf…».

La gente, al comienzo, parecía atónita, pero muy rápidamente se entregó al sortilegio y entró en el juego de Jodorowsky, que, ante mi mirada incrédula, consiguió un rotundo éxito. A la hora del coloquio, invitó a sus improvisados oyentes, con entonación cantarina, a que le contaran sus problemas y aprovecharan así la suerte que el destino les había deparado: «Atención, hagan sus preguntas porque ésta es la última vez que vengo a la Mejorana…».

Después de visitar el stand de las ediciones Dervy para comprar el libro del doctor Woestlandt («hay que saber al menos quién es ese doctor Westphaler, ¿no?»), Alejandro entró en la cafetería, donde, en pocos segundos, se encontró rodeado de admiradores, y continuó regalando consejos y observaciones iluminadas, con una amabilidad extraordinaria.

Y así fue como una tarde que había empezado siendo un fiasco terminó en apoteosis.

Habría que hablar aquí también de su increíble intuición: no es raro que Alejandro, al ver por primera vez a una persona, le diga a bocajarro una verdad que ella creía tener perfectamente oculta, dejando en su interlocutor la tremenda impresión de estar frente a un mago omnisciente.

Un amigo -al que llamaremos Claude Salzmann- nunca podrá olvidar esa noche, a la salida de una conferencia que ya en sí había sido épica, en que nos sentamos en la terraza de un café de la Place Saint Sulpice y Alejandro, de golpe pero con delicadeza, se empeñó en hacerle una de esas revelaciones: «Escucha, Salzmann, ¿puedo hablarte? Eres amigo de mi amigo, y por eso voy a permitirme hablarte, ¿de acuerdo? Escucha, Salzmann, cuando te miro, veo a un hombre de naturaleza dividida: tu labio superior es muy diferente a tu labio inferior». (Miré a Claude y vi, por primera vez, ese rasgo notable de su fisonomía.) «Tu labio superior, muy delgado, es el de un hombre serio, espiritual, casi rígido, labio de asceta… Pero tu labio inferior, grueso, carnoso, es el labio de un hombre sensual, amante del placer… Sí, en ti coexisten esas dos naturalezas, Salzmann, y debes conciliarlas…» Aunque en sí parecía una obviedad, el comentario impresionó a mi amigo, quien precisamente en aquellos días parecía concentrado como nunca en armonizar esas dos inclinaciones, contradictorias para la lógica tradicional, pero complementarias para la profunda.

¿A cuántas personas habré escuchado decir que Alejandro, apoyado en una carta de su tarot o en su sola capacidad de observación, les había mostrado en una palabra el conflicto al que se enfrentaban en ese momento, sacando a la luz un misterioso secreto de su personalidad?

Un día lo visité con una amiga mía de la cual Alejandro nada sabía. Recuerdo haber quedado totalmente sorprendido al observar cómo, sin que ella hubiese preguntado aún, él concentraba en un par de frases, tras sacar ella las cartas, lo esencial de la situación en que se encontraba. No es extraño, entonces, que nuestro hombre suscite pasiones y devoción.

El rey Jodorowsky impera en su corte, rodeado de un enjambre de fieles para los cuales el Cabaret Místico representa una verdadera misa. Algunos, incluso, acuden desde hace años al oficio y siguen con devoción las más peregrinas ocurrencias del maestro…

Creo que huelga precisar que yo no formo parte de esa grey. Lo nuestro es, sobre todo, un diálogo entre amigos. De ahí esa sana perplejidad con que a veces recibo sus comentarios, y que también debido a esa amistad tiene el buen efecto de obligarle a precisar su pensamiento.

Porque su extraordinario brillo, que provoca siempre fascinación, puede también llevar a la duda e incluso a la irritación: por exactas que sean, muchas veces sus incisivas intuiciones pueden parecer apresuradas. Después de verlo entregado a sus terapias-relámpago en el marco del Cabaret, donde se enorgullece de liberar viejos nudos psicológicos en una sola noche, de un solo golpe de árbol genealógico salpimentado con una punta de «psicomagia», el espectador bien dispuesto, que a la vez conserva su buen sentido crítico, no podrá sino oscilar entre la admiración y el escepticismo, la estupefacción y la duda. Admiración y estupefacción, pues la actuación de este actor sin igual, su poder para sostener y guiar la energía de quinientas personas en una sala y la férrea pertinencia de sus observaciones cortan la respiración. Escepticismo y duda, por otra parte, pues esas veladas llenas de risas y emoción, en las cuales la miseria humana es colocada en escena con un enorme arrojo, donde complejos y traumas son sacados a la luz y tratados por el «maestro» con una sabia mezcla de perspicacia, exageración y benevolencia, son la primicia de un nuevo género, el del reality-show analítico-espiritual. De allí uno sale convencido e inquieto a la vez, preguntándose sobre el verdadero alcance y sobre los efectos a largo plazo de ese revoltijo artístico-terapéutico.

Hay algo de sacamuelas y de curandero de feria en este visionario que se autodenomina «tramposo sagrado». Pero, finalmente, esa faceta de «charlatán trascendente», que es parte importante del personaje Jodorowsky, está puesta al servicio de una rara energía compasiva. Podría decirse de Alejandro que es un bodhisattva a la salsa sudamericana, una salsa con mucha pimienta…

No se es tramposo sagrado con sólo empeñarse en serlo; bajo la desmesura y la aparente desenvoltura de este artista que se aparta de todos los cánones, hay mucho rigor -un rigor muy particular pero rigor al fin-, un potencial de creatividad inagotable, una profunda visión poética y, estoy convencido, mucha bondad.

Porque nuestro hombre tiene el corazón puro. Aun siendo rey, Jodorowsky no abusa del poder casi absoluto que le otorgan muchos de sus súbditos. Su Majestad es su propio bufón; nunca teme poner sus propias enseñanzas en tela de juicio con una buena dosis de humor. Aunque no desecha el homenaje de sus seguidores, tampoco muestra la menor intención de verse convertido en ídolo. Desinteresado por excelencia -como he podido comprobar en tantas ocasiones-, Jodorowsky sigue siendo, a mi modo de ver, crucialmente lúcido, consciente, tanto de sus poderes como de sus limitaciones. Él ha tenido la suerte de acercarse a verdaderos maestros -como el japonés Ejo Takata, que lo marcó con el hierro candente del zazén- y, sin embargo, no por eso se limita a ser gurú en el sentido estricto y noble de la palabra; él es más bien un genio benévolo e inquietante con el que cada cual puede andar un trecho del camino.

– Crece un poco – dijo un día Jodorowsky a su veinteañera hija Eugenia.

A lo que ésta replicó:

– ¡Y tú redúcete un poco!

Que el mismo Alejandro cite, no sin orgullo, esa aguda respuesta de su hija dice mucho del personaje.

Servidor de la verdad, aunque a veces con cierto aire de farsante, saltimbanqui descarado que no pide sino callar e inclinarse ante quien lo supera, Jodorowsky pertenece, a todas luces, a la raza de los locos sabios. Si bien el clown místico puede inspirar fascinación o aversión inmediatas -y a veces también ambas cosas a la vez-, es mucho lo que se gana conociendo a este hombre en toda su riqueza interior.

Aunque ha publicado varias novelas e infinidad de historietas, Jodorowsky esperó la edad de la jubilación para escribir sobre lo que más le importa. Al hilo de nuestras conversaciones, Alejandro me condujo por un viaje mágico con el arte de un Castaneda que hubiera hecho teatro. A este viaje se nos invita ahora. Este libro tiene tanto de autobiografía artístico-espiritual como de guía en una nueva terapia. Ventana abierta a un mundo en el cual la poesía se encarna en tumultos, en el que el teatro se vuelve sacrificio ritual y en el que una bruja real, armada de un cuchillo de cocina, cura cánceres, cambia corazones y alimenta los sueños de la noche, esta obra permanecerá, así lo espero, como la huella del paso entre nosotros de un ser de una dimensión poco común.

Gilles Farcet

París, 1989-1993

El acto poético

Supongo que el nacimiento de lo que usted llama psicomagia respondió a una necesidad…

Efectivamente, así fue. Durante una época de mi vida, en el marco de mi actividad como especialista en tarot, recibía al menos a dos personas al día para leerles las cartas…

¿Les predecía el futuro?

¡En absoluto! Yo no creo en la posibilidad real de predecir el futuro, en la medida en que, a partir del momento en que ves el futuro, lo modificas o lo creas. Al predecir un acontecimiento, uno lo provoca: es lo que en psicología social se denomina «realización automática de las predicciones». Aquí tengo un texto de Anne Ancelin Schutzberger, profesora de la Universidad de Niza, que evoca precisamente ese fenómeno: «Si se observa cuidadosamente el pasado de un cierto número de enfermos graves de cáncer, se advierte que se trata, muchas veces, de personas que durante su infancia hicieron una predicción sobre sí mismas, que han desarrollado un "guión de vida" inconsciente (de ellos mismos o de sus familias) relacionado con su vida y su muerte, a veces incluso con indicación de fecha, momento, día y edad, y que luego se ven efectivamente en esa situación de murientes. Por ejemplo a los 33 años -la edad de Jesucristo- o a los 45 -edad en que murió su padre o su madre, o cuando su hijo cumplió 7 años -porque a esa edad esa persona quedó huérfana-. Son ejemplos de una especie de realización automática de las predicciones personales o familiares». Asimismo, como señala Rosenthal, si un profesor prevé que un mal estudiante continuará igual, lo más seguro es que nada cambie. Por el contrario, cuando el profesor estima que el niño es inteligente, aunque tímido, y prevé que a pesar de ello hará progresos, el niño comienza a progresar… Es una constatación sorprendente pero que ha sido verificada en varias ocasiones, suficiente para inspirar la mayor desconfianza respecto de aquellos que, so pretexto de poseer dones sobrenaturales, se permiten predecir acontecimientos que el inconsciente del consultante traducirá en deseo personal, con el fin de someterse a las órdenes del vidente. Como resultado de esto, el consultante asumirá la tarea de realizar estas predicciones, con consecuencias muchas veces nefastas. Toda predicción es una toma de poder, mediante la cual el vidente se complace en prefigurar destinos, torciendo así el curso natural de una vida…

Pero ¿por qué ese fenómeno ha de tener necesariamente consecuencias nefastas? ¿Qué piensa entonces de los videntes que predicen acontecimientos felices, prosperidad, fertilidad u otros beneficios?

Igualmente ello implica poder y manipulación. Por lo demás, estoy absolutamente convencido de que tras la etiqueta de «vidente profesional» se esconden, con raras excepciones, individuos desequilibrados, deshonestos y delirantes. En el fondo, sólo serían dignas de confianza las predicciones de un verdadero santo… Eso explica por qué me niego a dedicarme a la videncia.

Volvamos a los orígenes de la psicomagia y a su actividad de tarólogo. ¿En qué consistía entonces su práctica?

Yo consideraba el tarot como un test proyectivo que permitía ubicar las necesidades de la persona y saber dónde residían sus problemas. Es bien sabido que la mera actualización de una dificultad inconsciente o poco conocida constituye ya un esbozo de solución. Al trabajar conmigo, las personas tomaban conciencia de su identidad, de sus dificultades, de lo que las llevaba a actuar. Yo les hacía pasearse a través de su árbol genealógico para mostrarles el origen antiguo de algunos de sus malestares. Sin embargo, me di cuenta enseguida de que no podía haber ninguna curación verdadera si no se llegaba a una acción concreta. Para que la consulta tuviera un efecto terapéutico, tenía que desembocar en una acción creativa llevada a cabo en el ámbito real. Para lograrlo, tuve que indicar a quienes venían a verme uno o dos actos a realizar. La persona y yo teníamos que, de común acuerdo y con plena conciencia, fijar un programa de acción muy preciso. Así es como llegué a practicar la psicomagia.

Usted practicó esta terapia durante una década y logró resultados totalmente convincentes. ¿Cómo la inventó?

Algo así no se inventa; uno lo ve nacer a través de uno mismo. Pero este nacimiento tiene raíces muy profundas.

Antes de entrar en detalles sobre la psicomagia, de examinar sus relaciones con el psicoanálisis, de referir actos precisos o de sumergirnos en las cartas que le han escrito sus consultantes, sería interesante remontarnos a las raíces.

La primera cosa que vino a ayudarme fue la poesía, mi contacto con poetas en los años cincuenta… Tuve la suerte de nacer en Chile, aunque podría perfectamente haber nacido en otro lugar. Si no hubiera sido por la guerra ruso-japonesa, mis abuelos no habrían emigrado y yo habría nacido seguramente en Rusia. Por otra parte, ¿por qué el barco en que se embarcaron los llevó hasta Chile? Me gusta imaginar que escogemos por adelantado nuestro destino y que nada de lo que nos sucede es fruto del azar. Ahora bien, si no hay azar, todo tiene sentido. Para mí, es mi encuentro con la poesía lo que justifica mi nacimiento en Chile.

Sin embargo, no puede decirse que Chile haya tenido la exclusividad de la poesía…

No, poetas hay en todas partes. Pero la vida poética, en cambio, es un bien más escaso. ¿En cuántos países existe una atmósfera realmente poética? Sin duda, la antigua China era una tierra de poesía. Pero pienso que, en los años cincuenta, en Chile se vivía poéticamente como en ningún otro país del mundo.

¿Podría explicarlo?

La poesía lo impregnaba todo: la enseñanza, la política, la vida cultural… El pueblo mismo vivía inmerso en la poesía. Eso era debido al temperamento propio de los chilenos y más particularmente a la influencia de cinco de nuestros poetas, que se transformaron para mí en una especie de arquetipos. Fueron ellos quienes moldearon mi existencia en un comienzo. El más conocido de ellos era nada menos que Pablo Neruda, un hombre políticamente muy activo, exuberante, muy prolífico en su escritura y que, sobre todo, vivía como un auténtico poeta.

¿Qué es vivir como un auténtico poeta?

En primer lugar no temer, atreverse a dar, tener la audacia de vivir con cierta desmesura. Neruda construyó una casa en forma de castillo, congregando en torno a él un pueblo entero, fue senador, y casi llegó a ser presidente de la república… Entregó su vida al Partido Comunista, por idealismo, porque deseaba realmente llevar a cabo una revolución social, construir un mundo más justo… Y su poesía marcó a toda la juventud chilena. En Chile, ¡incluso los borrachos en plena sesión alcohólica declamaban versos de Neruda! Su poesía era recitada tanto en los colegios como en la calle. Todo el mundo quería ser poeta, como él. ¡No hablo sólo de los estudiantes, sino de obreros e incluso borrachos que hablaban en verso! Supo captar en sus textos todo el ambiente loco del país.

Escucha este poema que me viene a la mente y que recitábamos a coro cuando, en calidad de estudiantes universitarios, nos embriagábamos con el vino patriótico de nuestra tierra chilena:

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas

y mi pelo y mi sombra.

Sucede que me canso de ser hombre.

Sin embargo sería delicioso

asustar a un notario con un lirio cortado

o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.

Sería bello

ir por las calles con un cuchillo verde

y dando gritos hasta morir de frío.

Aparte de Neruda, que gozaba de fama mundial, otros cuatro poetas fueron de una importancia capital. Vicente Huidobro provenía de un medio acomodado, en todo caso menos humilde que el de Neruda. Su madre conocía todos los salones literarios franceses y él recibió una educación artística muy profunda, por lo que su poesía, de una gran belleza formal, impregnó de elegancia a todo el país. Soñábamos todos con Europa, con la cultura… Huidobro nos dio una gran lección de estética. A modo de ejemplo, te leeré este fragmento de una conferencia dada por el poeta en Madrid, tres años antes de la aparición del manifiesto surrealista:

Aparte de la significación gramatical del lenguaje, hay otra, una significación mágica, que es la única que nos interesa… El poeta crea fuera del mundo que existe el que debiera existir… El valor del lenguaje de la poesía está en razón directa de su alejamiento del lenguaje que se habla… El lenguaje se convierte en un ceremonial de conjuro y se presenta en la luminosidad de su desnudez inicial, ajena a todo vestuario inicial convencional fijado de antemano… La poesía no es otra cosa que el último horizonte, que es, a su vez, la arista en donde los extremos se tocan, en donde no hay contradicción ni duda. Al llegar a ese lindero final, el encadenamiento habitual de los fenómenos rompe su lógica, y al otro lado, en donde empiezan las tierras del poeta, la cadena se rehace en una lógica nueva. El poeta os tiende la mano para conduciros más allá del último horizonte, más arriba de la punta de la pirámide, en ese campo que se extiende más allá de lo verdadero y lo falso, más allá de la vida y de la muerte, más allá del espacio y del tiempo, más allá de la razón y la fantasía, más allá del espíritu y la materia… Hay en su garganta un incendio inextinguible.

Había también una mujer, Gabriela Mistral. Su apariencia era la de una dama seca, austera, muy alejada de la poesía sensual. Ella enseñaba en las escuelas populares, y esta pequeña institutriz llegó a transformarse para nosotros en un símbolo de paz. Nos enseñó la exigencia moral respecto del dolor del mundo. Gabriela Mistral era para los chilenos una especie de gurú, muy mística, una figura de madre universal. Ella hablaba de Dios pero daba fe de un rigor tal… Escucha estos fragmentos de su «Oración de la Maestra» (la maestra en cuestión era, naturalmente, la institutriz):

¡Señor! Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que Tú llevaste por la Tierra… Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto. Arranca de mí este impuro deseo de justicia que aún me turba, la mezquina insinuación de protesta que sube de mí cuando me hieren… Hazme despreciadora de todo poder que no sea puro, de toda presión que no sea la de tu voluntad ardiente sobre mi vida… Dame sencillez y dame profundidad; líbrame de ser complicada o banal en mi lección cotidiana… Aligérame la mano en el castigo y suavízamela más en la caricia.

El cuarto se llamaba Pablo de Rokha. Él también era un ser exuberante, una especie de boxeador de la poesía a propósito del cual corrían los rumores más locos. Se le atribuían atentados anarquistas, estafas… En realidad era un dadaísta expresionista que aportó a Chile la provocación cultural. Era turbulento, capaz de insultar, y en los círculos literarios tenía un aura terrible y negra. Estas frases sueltas, que resuenan como salvas, deberían bastar para darte una idea de su ardor furibundo:

Incendiad el poema, decapitad el poema… Escoged un material cualquiera, como se escogen estrellas entre lombrices… Cuando Dios «aún era azul dentro del hombre… Tú, tú estás justo en el centro de Dios, como el sexo, justo en el centro… El cadáver de Dios, furioso, aúlla en mis entrañas… Voy a golpear la Eternidad con la culata de mi revólver.

Finalmente, el quinto se llamaba Nicanor Parra. Originario del pueblo, subió los escalones universitarios, se hizo profesor en una gran escuela y encarnó la figura del intelectual, del poeta inteligente. Nos dio a conocer a Wittgenstein, el círculo de Viena, el diario íntimo de Kafka. Tenía una vida sexual muy sudamericana…

¿Es decir?

Los sudamericanos se vuelven locos con las rubias. De vez en cuando, Parra iba a Suecia y regresaba con una sueca. Nos fascinaba verlo junto a una rubia despampanante… Luego, se divorciaba, volvía a Suecia y regresaba con una nueva criatura. Aparte de su influencia intelectual, trajo el humor a la poesía chilena; fue el primero en introducir un elemento cómico. Al crear la antipoesía, desdramatizó esta forma de arte. Aquí tengo un fragmento de «Advertencia al lector», de Parra:

Mi poesía puede perfectamente no conducir a ninguna parte:

«¡Las risas de este libro son falsas!», argumentarán mis detractores

«Sus lágrimas, ¡artificiales!»

«En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza»

«Se patalea como un niño de pecho»

«El autor se da a entender a estornudos»

Conforme: os invito a quemar vuestras naves,

Como los fenicios pretendo formarme mi propio alfabeto.

«¿A qué molestar al público entonces?», se preguntarán los amigos

lectores:

«Si el propio autor empieza por desprestigiar sus escritos,

¡Qué podrá esperarse de ellos!».

Cuidado, yo no desprestigio nada

O, mejor dicho, yo exalto mi punto de vista,

Me vanaglorio de mis limitaciones

Pongo por las nubes mis creaciones.

Los pájaros de Aristófanes

Enterraban en sus propias cabezas

Los cadáveres de sus padres.

(Cada pájaro era un verdadero cementerio volante)

A mi modo de ver

Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia

¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores lectores!

Esas cinco personalidades marcaron mucho, entiendo, al joven que usted era entonces…

Eran vivos, ¡vivos y peleadores! Eran los mejores enemigos del mundo, pasaban los días peleando, intercambiándose insultos… Pablo de Rokha, por ejemplo, publicó una carta abierta a Vicente Huidobro en la que exclamaba: «Comienzo a estar harto de esta historia, mi pequeño Vicentito. Por lo demás, no soy de esos cobardes que golpean a una gallina que cacarea porque dice haber puesto un huevo en Europa». ¿Sabes lo que decía de Neruda? «Pablo Neruda no es comunista, es nerudista -el último de los nerudistas, o el único, probablemente…»

Estas personas se exponían, no tenían miedo de vivir su pasión. En cuanto a nosotros, abrazábamos la causa de uno, luego la del otro… Estábamos inmersos en la poesía desde la mañana hasta la noche, ella estaba realmente en el centro de nuestras vidas. Estos cinco poetas formaban para nosotros un mandala alquímico: Neruda era el agua, Parra el aire, De Rokha el fuego, Gabriela Mistral la tierra y Huidobro, en el centro, la quintaesencia. Queríamos ir más allá de nuestros predecesores, los cuales, por lo demás, ya habían anticipado nuestras búsquedas.

¿Y eso cómo era?

Todos estos poetas realizaban actos. Huidobro decía: «Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas! Hacedla florecer en el poema»; Neruda sedujo a una mujer del pueblo prometiéndole un maravilloso regalo y luego mostrándole un limón del tamaño de una calabaza. Habían comenzado a salir de la literatura para participar en los actos de la vida cotidiana con la postura estética y rebelde propia de los poetas.

Sus amigos y usted quisieron entonces ir más lejos en esa dirección.

Tuve la suerte de tener la misma edad que el famoso poeta Enrique Lihn, hoy fallecido. Un día, con él y otros compañeros, encontramos en un libro sobre el futurismo italiano una frase iluminadora de Marinetti: «La poesía es un acto». A partir de ese momento, decidimos prestarle más atención al acto poético que a la escritura misma. Durante tres o cuatro años, nos dedicamos a realizar actos poéticos. Pensábamos en ellos durante todo el día.

¿En qué consistían esos actos?

Por ejemplo, Lihn y yo decidimos un día caminar en línea recta, sin desviarnos nunca. Caminábamos por una avenida y llegábamos frente a un árbol. En vez de rodearlo, nos subíamos al árbol para proseguir nuestra conversación; si un coche se cruzaba en nuestro camino, nos subíamos encima, caminábamos sobre su techo… Frente a una casa, tocábamos el timbre, entrábamos por la puerta y salíamos por donde pudiéramos, a veces por una ventana. Lo importante era mantener la línea recta y no prestar ninguna atención al obstáculo, hacer como si no existiera.

Esto debía de causarles más de un problema…

En absoluto, ¿por qué? Olvidas que Chile era un país poético. Recuerdo haber tocado el timbre de una casa y haber explicado a la señora que éramos poetas en plena acción y que, por lo tanto, teníamos que cruzar su casa en línea recta. Ella lo entendió perfectamente y nos hizo salir por la puerta trasera. Esta travesía de la ciudad en línea recta fue para nosotros una gran experiencia, en la medida en que logramos sortear todos los obstáculos. Poco a poco, fuimos derivando hacia actos más fuertes. Yo estudiaba en la facultad de Psicología. Un día estaba realmente harto y decidí realizar un acto para expresar mi hartazgo. Salí de la clase y fui tranquilamente a orinar frente a la puerta de la oficina del rector. Por supuesto, corría el riesgo de ser expulsado definitivamente de la universidad. Cosa mágica, nadie me vio. Hice mi acto y me retiré increíblemente aliviado, en todos los sentidos de la palabra. Otro día, pusimos una gran cantidad de monedas en un maletín agujereado y recorrimos con él el centro de la ciudad: ¡era extraordinario ver a todo el mundo agachándose detrás de nosotros, la calle repleta de cuerpos doblados! También decidimos crear nuestra propia ciudad imaginaria junto a la ciudad real. Para eso tuvimos que proceder a celebrar inauguraciones. Nos dirigíamos al pie de una estatua, de un monumento célebre e iniciábamos una ceremonia de inauguración, de acuerdo con nuestra fantasía. Es así como para nosotros la Biblioteca Nacional se transformó en una especie de café intelectual. Sin duda ése es el germen del Cabaret Místico. Lo importante era nombrar las cosas: al atribuirles nombres diferentes, nos parecía que las transformábamos.

También nos dedicábamos a actos muy inocentes y no menos poderosos, como poner en la mano del revisor que venía a reclamarnos nuestro billete de autobús una hermosa concha… El hombre se quedaba tan estupefacto que seguía de largo sin decir nada.

Usted apenas tenía veinte años. ¿Con qué ojos miraba su familia todas esas excentricidades?

Como sabes, provengo de una familia de inmigrantes que se pasaban ocho horas al día dentro de una tienda. Cuando la poesía entró de esta forma en mi vida, se quedaron con la boca abierta. Un día mis amigos y yo cogimos un maniquí y lo vestimos con ropa de mi madre. Luego lo recostamos como un cadáver, rodeado de candelabros, e iniciamos un velatorio en el salón familiar. Como hacíamos teatro, disponíamos del atrezzo necesario, y la impresión era sobrecogedora. ¡Cuando mi madre llegó, se vio siendo velada! Todos mis amigos comenzaron a presentar sus condolencias… Fue naturalmente un impacto enorme para mi familia. Otra vez, llenamos la cama de mis padres de gusanos.

Pero eso es muy cruel, resultaba usted un hijo odioso…

Yo los amaba, pero quería, con toda la locura de mi juventud, hacer estallar los límites. Estos actos los sacudían, los obligaban a abrirse. ¿Qué más podían hacer ante lo imprevisto? La vida es así, ¿comprendes?: totalmente impredecible. Crees que la jornada va a acontecer de tal o cual manera y, en realidad, puedes ser atropellado por un camión en la esquina, encontrarte con una antigua amante y llevarla al hotel a hacer el amor o caérsete el techo sobre la cabeza mientras trabajas. El teléfono puede sonar para anunciarte la mejor o la peor de las noticias. Nuestros actos de jóvenes poetas no hacían sino evidenciar esto, a contracorriente del mundo rígido de mis padres. Abrir la cama y encontrarse con un hervidero de gusanos es una situación que simboliza con fuerza lo que nos sucede a todos, todos los días.

Mi padre practicaba la psicomagia sin saberlo: estaba convencido de que cuantas más mercancías tuviera, más vendería. Había que dar a los clientes una imagen de sobreabundancia. Hubo un tiempo en el que él tenía detrás de sí una hilera de cajones supuestamente llenos de calcetines. Hacía sobresalir un calcetín de uno de los cajones para dar la sensación de que estaban atiborrados, cuando, en realidad, no había absolutamente nada dentro. Un día en que la tienda estaba llena de clientes, uno de mis amigos, borracho, se puso a abrir todos los cajones. Luego hizo un poema proclamando que mi padre era un hombre excepcional, comparable a los grandes místicos: ¡al igual que ellos vendía puro vacío!

Su padre debió de ponerse furioso…

En realidad, no. Cada vez que ocurría un acto así, mi familia sufría un gran impacto, seguido de un silencio y de una gran perplejidad. Estaban completamente sobrepasados, y eso resultaba tan extraordinario para ellos que creían estar viviendo un sueño despiertos, algo fuera de los límites de su existencia habitual. Todos estos actos estaban impregnados de una cualidad onírica, impregnados de locura. Recuerdo que Lihn y yo nos fijábamos objetivos extraños: cuando estábamos hartos de la universidad, partíamos a Valparaíso en tren, decididos a no regresar hasta que una señora de edad nos invitara a tomar una taza de té. Cumplido nuestro objetivo, regresábamos triunfantes a la capital.

Un día, acompañado de otro amigo, fui a un buen restaurante, íbamos ambos vestidos muy elegantemente y pedimos un bistec a la pimienta. Una vez servidos, nos frotamos todo el cuerpo con la carne, mancillando nuestra vestimenta. Y una vez concluida la operación, pedimos de nuevo lo mismo y repetimos el acto. Lo hicimos cinco o seis veces seguidas hasta que todo el restaurante fue presa del pánico. Un año más tarde volvimos al mismo establecimiento, pero el maître nos salió al paso: «Si piensan repetir lo que hicieron la otra vez, ni hablar, no permitiré que entren en el restaurante». El acto lo había impactado tanto que era como si el tiempo se hubiera detenido. Había transcurrido un año, pero para él era como si eso hubiera sucedido una semana antes.

Sus palabras me hacen recordar un episodio de cuando yo tenía quince o dieciséis años. Yo estaba en plena lectura de Dostoievski, y estos rusos exaltados que pasaban instantáneamente del abatimiento a la exaltación, que se encendían por una causa, que se revolcaban por el suelo, me fascinaban. Un día dije a mis amigos: ¿para qué seguir avanzando? ¿Qué sucedería si todo el mundo decidiera detener el movimiento?: ¿adonde vamos? Y decidimos tumbarnos en el suelo, en medio de la calle, sin movernos. Los peatones pasaban por encima de nosotros, algunos hacían comentarios. Si no me equivoco, se trataba de un acto poético…

¡Por supuesto! Y estoy seguro de que nuestros lectores, si se ponen a pensar, recordarán momentos similares de cuestionamiento de la realidad obligatoria. Nosotros también nos acostamos una vez frente a un banco, sucios y harapientos para dar la impresión a la gente de que una crisis económica es siempre posible, que la miseria puede surgir en cualquier instante. Pero, una vez más, todo esto sucedía en Chile, en ese país presa de una forma de locura colectiva. Seguramente no podríamos haber llegado tan lejos en otro contexto. La mayoría de los burócratas chilenos vivía correctamente hasta las seis de la tarde. Una vez fuera de la oficina, se emborrachaban y cambiaban de personalidad, casi de cuerpo. Abandonaban su personalidad burocrática para asumir su identidad mágica. La fiesta estaba por todas partes, el país entero era surrealista sin saberlo.

¿El temperamento chileno explicaría por sí solo esta atmósfera?

Las personas llamadas razonables, aquellas que creen en la solidez de este mundo, no plantean actos locos. ¡Pero en Chile la tierra temblaba cada seis días! El suelo mismo del país era, por decirlo así, convulsivo. Esto hacía que todo el mundo estuviera sujeto a un temblor, físico y existencial. No habitábamos un mundo macizo regido por un orden burgués supuestamente bien implantado, sino una realidad temblorosa. ¡Nada permanecía fijo, todo temblaba!… (Risas.) Todos vivían precariamente, tanto en el plano material como relacional. Nunca se sabía cómo terminaría una fiesta: la pareja casada a las seis de la tarde podía deshacerse a las seis de la mañana, los invitados podían tirar los muebles por la ventana… Naturalmente, la angustia habitaba en el corazón de toda esa locura. El país era pobre, las clases sociales muy diferenciadas…

Han transcurrido ya varias décadas… Con la distancia del tiempo, ¿cómo ve hoy esos actos? Más allá de lo pintoresco, ¿qué le enseñaron?

La audacia, el humor, una aptitud para cuestionar los postulados mediocres de la vida ordinaria y un amor por el acto gratuito. ¿Y cuál es la definición del acto poético? Debe ser bello, estético y prescindir de toda justificación. Puede también acarrear cierta violencia. El acto poético es una llamada a la realidad: hay que enfrentar a la propia muerte, a lo imprevisto, a nuestra sombra, a los gusanos que hormiguean dentro de nosotros. Esta vida que nosotros quisiéramos lógica es, en realidad, loca, chocante, maravillosa y cruel. Nuestro comportamiento, que pretendemos lógico y consciente, es, de hecho, irracional, loco, contradictorio. Si observáramos lúcidamente nuestra realidad, constataríamos que es poética, ilógica, exuberante. En aquellos tiempos yo era, sin duda, inmaduro, un joven descerebrado insolente; eso no quita que dicho período me enseñara igualmente a percibir la enloquecida creatividad de la existencia y a no identificarme con los límites dentro de los cuales la mayoría de la gente se encierra hasta que no aguanta más y revienta.

La poesía no respeta un ordenamiento estereotipado del mundo…

¡No, la poesía es convulsiva, está ligada al temblor de la tierra! Ella denuncia las apariencias, atraviesa con su espada la mentira y las convenciones. Recuerdo que una vez fuimos a la facultad de Medicina y, con la complicidad de un amigo, robamos el brazo de un cadáver. Lo escondimos dentro de la manga de nuestro abrigo y jugamos a darle la mano a la gente, a tocarla con esta mano muerta. Nadie se atrevía a comentar que estaba fría, sin vida, porque nadie quería reconocer la cruda realidad de que ese miembro estaba muerto. Al hablarte, me doy cuenta de que en cierta manera estoy confesándome. Sé que todo esto puede parecer fantasioso. Para nosotros, se trataba ciertamente de un juego, ¡pero también de un acto profundamente dramático! El acto creaba otra realidad en el seno mismo de la realidad ordinaria. Nos permitía acceder a otro nivel, y sigo convencido de que con actos nuevos se abre la puerta de una nueva dimensión.

¿El acto concebido así no tiene un valor purificador y terapéutico?

¡Claro que sí! Si uno lo piensa, nuestra historia individual está constituida de palabras y de actos. La mayor parte del tiempo la gente se contenta con pequeños actos inocuos, hasta que un día «revienta» y, sin control alguno, se pone furiosa, lo rompe todo, profiere insultos, se abandona a la violencia, llega incluso al crimen… Si un criminal en potencia conociera el acto poético, sublimaría su gesto homicida poniendo en escena un acto equivalente.

Pero eso podría llevar a ciertos extremos no exentos de peligro…

Efectivamente. La sociedad ha puesto barreras para que el miedo y su expresión, la violencia, no surjan a cada instante. Por ello, cuando se realiza un acto diferente de las acciones ordinarias y codificadas, es importante hacerlo conscientemente, medir y aceptar de antemano las consecuencias. Realizar un acto es un proceso consciente que apunta a introducir voluntariamente una fisura en el orden de la muerte que perpetúa la sociedad, y no la manifestación compulsiva de una rebelión ciega. Conviene no identificarse con el acto poético, no dejarse llevar por las energías que éste libera. Bretón, por ejemplo, cayó en la trampa cuando, llevado por su entusiasmo, declaró que el verdadero acto poético consistiría en salir a la calle armado de un revólver y disparar sobre la gente. Se arrepintió mucho, después. ¡Y eso que no hubo paso al acto! Pero esta declaración era en sí el signo de un arrebato. El acto poético permite expresar energías normalmente reprimidas o dormidas dentro de nosotros. El acto no consciente es una puerta abierta al vandalismo, a la violencia. Cuando las multitudes se enardecen, cuando las manifestaciones degeneran y la gente comienza a incendiar automóviles o a lanzar piedras, se trata también de una liberación de energías reprimidas. No por ello esas manifestaciones ameritan el calificativo de actos poéticos.

¿Eran conscientes de ello, usted y sus comparsas?

Terminamos siéndolo, después de observar algunos actos peligrosos perpetrados por seres arrebatados… Mis amigos y yo nos sentimos sacudidos por esas experiencias y eso nos hizo interrogarnos seriamente. Un haiku japonés nos proporcionó una clave: el alumno le lleva al maestro su poema, en el cual dice:

Una mariposa:

le quito las alas

¡y se vuelve pimiento!

La respuesta del maestro fue inmediata: «No, no; eso no es así, déjame corregir tu poema»:

Un pimiento:

le pongo unas alas

¡y se vuelve mariposa!

La lección es clara: el acto poético debe siempre ser positivo, ir en el sentido de la construcción y no de la destrucción…

Sin embargo, muchas veces es indispensable destruir para poder posteriormente construir…

¡Sí, pero cuidado con la destrucción como fin en sí! El acto es acción y no reacción vandálica.

En ese caso, ¿cómo calificaría algunos de los «actos» que ha comentado?

Muchos de ellos no eran, efectivamente, sino reacciones o, digamos, intentos más o menos torpes en dirección a un acto digno de ese nombre. Eso hizo que decidiese realizar un examen de conciencia. Comprendí claramente que, en vez de vaciar todos los cajones de mi padre, deberíamos haber llegado en procesión con un cargamento de calcetines y haberle llenado sus cajas para que su sueño se hiciera realidad. ¡En lugar de poner gusanos en la cama de mis padres, deberíamos haberla tapizado con monedas de chocolate envueltas en papel dorado. En vez de simular el velatorio de mi madre, podríamos haber representado una escena en la que ella se hubiera podido admirar en plena gloria, como la virgen durante la asunción. El choque causado por el acto debe ser positivo.

Tras esta toma de conciencia, ¿se sintieron ustedes culpables, experimentaron algún arrepentimiento?

No, y sigo diciendo que la culpabilidad es inútil. El error está permitido, siempre que se cometa una sola vez y dentro de una búsqueda sincera de conocimiento. Ésa es la condición humana: el hombre busca el conocimiento, ¿y qué es el hombre en busca de algo sino, por definición, un ser errático? El error es parte integrante del camino. Abandonamos esas experiencias negativas, pero sin arrepentimiento alguno. Nos habían abierto la puerta del verdadero acto poético. Para hacer una tortilla hay que romper los huevos.

El acto teatral

Hemos evocado la dimensión metafísica del acto, pero volvamos a su aspecto artístico. Si la poesía es ante todo acto, ¿qué lugar ocuparía la escritura? ¿Escribían usted y sus amigos, o bien se contentaban con realizar actos?

Lihn siguió escribiendo y llegó a ser uno de los grandes poetas del país, tanto que hoy ya nadie se acuerda de sus actos. Los chilenos se sorprenderían de saber a qué juegos se entregaba en su juventud su poeta nacional. Por lo que a mí concierne, abandoné la poesía propiamente dicha para dedicarme al teatro.

¿Cómo tuvo lugar esa transición?

El amor al acto me llevó a crear objetos. Entre otros, unos títeres de los que pronto me enamoré. Ante todo, veía en el títere una figura esencialmente metafísica. Me encantaba ver que un objeto que yo había fabricado con mis propias manos se me escapaba. Desde el momento en que metía la mano en el títere para animarlo, el personaje empezaba a vivir de una manera casi autónoma. Yo asistía al desarrollo de una personalidad desconocida, como si el muñeco se valiera de mi voz y de mis manos para tomar una identidad que ya le era propia. Me parecía realizar un oficio de servidor más que de creador.

¡Finalmente, tenía la impresión de estar siendo dirigido, manipulado por el muñeco! Esta relación tan profunda con los títeres hizo nacer en mí el deseo de convertirme en uno de ellos, es decir en actor de teatro.

¿De verdad cree que un actor se parece a un títere? Me parece discutible…

En cualquier caso, ésa era mi idea del teatro y del oficio de cómico. No me gustaba el teatro psicológico, dedicado a imitar la «realidad». Para mí, ese teatro llamado realista era una expresión vulgar en la que, pretendiendo mostrar algo de lo real, se recreaba la dimensión más aparente y también la más vacua y tosca del mundo tal como es percibido normalmente. Lo que se llama en general «realidad» no es sino una parte, un aspecto de un orden mucho más amplio. Me parecía -y me parece aún- que el teatro autodenominado realista se desentiende de la dimensión inconsciente, onírica y mágica de la realidad. Porque, insisto, la realidad no es racional, por más que así lo queramos creer para tranquilizarnos. En general, los comportamientos humanos están motivados por fuerzas inconscientes, cualesquiera que puedan ser las explicaciones racionales que les atribuyamos luego. El propio mundo no es homogéneo, sino una amalgama de fuerzas misteriosas. No retener de la realidad más que la apariencia inmediata es traicionarla y sucumbir ante la ilusión, aunque se disfrace de «realismo». Detestando como detestaba el teatro realista, empecé a sentir repulsión hacia la noción de autor. No quería ver a unos cómicos repetir un texto escrito previamente, prefería asistir a un acto teatral que no tuviera nada que ver con la literatura. Me dije: «¿Por qué apoyarse en un texto llamado teatral, en una obra? Todo puede interpretarse y escenificarse. Yo podría poner en escena el periódico del día, montar un drama maravilloso a partir de la primera plana de un diario». Así empecé a trabajar y a experimentar una libertad creciente. Como no pretendía imitar la realidad, podía moverme a mi antojo, hacer los ademanes más extravagantes, aullar… Pronto, el escenario en sí se me apareció como una limitación. Quise sacar al teatro del teatro. Por ejemplo, imaginé una obra dentro de un autobús. El público esperaba en las paradas y subía al autobús que recorría la ciudad. De repente había que apearse y entrar en un bar, una maternidad, un matadero; en suma, entrar donde estuviera ocurriendo algo y reanudar la marcha… Las experiencias que realicé fueron después retomadas por otros. Cuando estaba anunciado que mi espectáculo se desarrollaría en un teatro, a veces me llevaba a los espectadores a los sótanos, a los aseos o a la azotea. Más adelante, se me ocurrió la idea de que el teatro podía prescindir de los espectadores y no debía comportar más que actores. Entonces organicé grandes fiestas en las que todo el mundo podía interpretar. Finalmente, me pareció que interpretar un personaje era inútil. El actor, pensé entonces, debe intentar interpretar su propio misterio, exteriorizar lo que lleva dentro. Uno no va al teatro para escapar de sí, sino para restablecer el contacto con el misterio que somos todos. El teatro me interesaba menos como distracción que como instrumento de autoconocimiento. Por ello, sustituí la «representación» clásica por lo que llamé «lo efímero pánico».

¿Qué es exactamente «lo efímero pánico»?

Llegados a este punto, debería referirme a un texto que publiqué en 1973 en un libro concebido por Fernando Arrabal titulado Le Panique. En él formulé lo esencial de mi proceso y de mis concepciones teatrales: «Para llegar a la euforia pánica hay que, en primer lugar, liberarse del edificio teatro». Desde el punto de vista arquitectónico, sea cual sea la forma que tengan, los teatros están concebidos para actores y espectadores; obedecen a la ley primordial del juego, que consiste en delimitar un espacio, es decir, aislar la escena de la realidad, y por eso mismo imponen (principal factor antipánico) una concepción a priori de las relaciones del actor y del espacio. Antes que nada, el actor debe servir al arquitecto y después al autor. Los teatros imponen movimientos corporales, aunque, en general, sea el gesto humano el que determina la arquitectura. Al eliminar al espectador en la fiesta pánica, se elimina automáticamente la «butaca» y la «interpretación» ante una mirada inmóvil. El lugar donde acontece «lo efímero» es un espacio no delimitado, de tal manera que no se sabe dónde comienza la escena y dónde comienza la realidad. La «compañía pánica» escogerá el lugar que más le plazca: un terreno baldío, un bosque, una plaza pública, un quirófano, una piscina, una casa en ruinas o bien un teatro tradicional, pero empleando todo su volumen: manifestaciones eufóricas en el patio de butacas, en los camerinos o en los baños, desbordándose a lo largo de los pasillos, en el sótano, el tejado, etc. También puede hacerse un «efímero» bajo el mar, en un avión, en un tren rápido, un cementerio, una maternidad, un matadero, un asilo de ancianos, en una gruta prehistórica, en un bar de homosexuales, un convento o durante un velatorio. Puesto que lo «efímero» es una manifestación concreta, no se puede evocar en él problemas de espacio y de tiempo: el espacio tiene sus medidas reales y no puede simbolizar otro espacio: es lo que es en el instante mismo. Algo similar sucede con el tiempo: no se puede figurar la edad en él. El tiempo que pasa corresponde realmente a lo que duran las acciones realizadas en ese momento. En ese tiempo real y ese espacio objetivo se mueve el ex actor. El actor es un hombre que reparte su actividad entre una «persona» y un «personaje». Antes del pánico, podían contarse de una manera clara y precisa dos escuelas teatrales: en una, la persona-actor tenía que fundirse totalmente en el «personaje», mentirse a sí mismo y a los demás, con tal dominio que llegara a extraviar su «persona» para volverse otro, un personaje con límites más concisos, fabricado a golpe de definiciones. En la segunda escuela, se enseñaba a actuar de una manera ecléctica, de modo que el actor, a la vez que persona, era simultáneamente personaje. En ningún momento uno debía olvidar que estaba actuando, y la persona, durante la representación, podía criticar a su personaje.

El ex actor, hombre pánico, no actúa en una representación y ha eliminado totalmente el personaje. En lo «efímero», este hombre pánico intenta alcanzar a la persona que está siendo.

Que dentro de una obra de teatro se esté representando otra, les encanta a los dramaturgos. Sucede muchas veces que sobre una escena se monta otra escena en la que otros actores actúan ante los primeros actores.

El pánico piensa que en la vida cotidiana todos los «augustos» caminan disfrazados interpretando un personaje y que la misión del teatro es hacer que el hombre deje de interpretar un personaje frente a otros personajes, que acabe eliminándolo para acercarse poco a poco a la persona.

Es el camino inverso de las antiguas escuelas teatrales; en vez de ir de la persona al personaje -como creían hacer dichas escuelas-, el pánico intenta llegar desde el personaje que es (por la educación antipánica implantada por los «augustos») a la persona que lleva encerrada dentro de sí mismo. Este «otro» que despierta en la euforia pánica no es un fantoche hecho de definiciones y de mentiras, sino un ser con limitaciones menores. La euforia de lo «efímero» conduce a la totalidad, a la liberación de las fuerzas superiores, al estado de gracia.

En resumen: el hombre pánico no se esconde detrás de sus personajes, sino que intenta encontrar su modo de expresión real. En vez de ser un exhibicionista mentiroso, es un poeta en estado de trance. (Entendemos por poeta no al escritor de sobremesa, sino al atleta creador.)

¿Cómo concretó usted este programa-manifiesto?

Promoví en los espectadores-actores la práctica de un acto teatral radical que consistía en interpretar su propio drama, en explorar su propio enigma íntimo. Fue para mí el comienzo de un teatro sagrado y casi terapéutico. Luego me di cuenta de que si había logrado, en mi actividad teatral, hacer estallar las formas, el espacio, la relación actor-espectador, aún no había atacado al tiempo. Aún estaba preso en la idea según la cual el espectáculo debe ser ensayado e interpretado en múltiples ocasiones. En la época en que los happenings comenzaban a surgir en los Estados Unidos, yo inventé, pues, en México, lo que denominé «lo efímero pánico». Consistía en montar un espectáculo que sólo podía verse una vez. Había que introducir en él cosas perecederas: humo, frutas, gelatina, animales vivos… Se trataba de realizar actos que no podrían ser repetidos jamás. En suma, yo quería que el teatro, en lugar de tender hacia lo fijo, hacia la muerte, volviera a su especificidad misma: lo instantáneo, lo fugitivo, el momento único para siempre. En esa medida, el teatro está hecho a imagen de la vida, en la cual, según la cita de Heráclito, uno no se baña jamás en el mismo río. Concebir así el teatro era llevarlo al extremo, ir al paroxismo de esta forma de arte. A través del happening redescubrí el acto teatral y su potencial terapéutico.

¿Cómo lo llevaba a cabo? ¿Cuáles eran los ingredientes de esos happenings?

Bueno, yo elegía un lugar, podía ser cualquiera salvo un teatro: la escuela de Bellas Artes, un psiquiátrico, un sanatorio, una escuela para personas con síndrome de Down… Escogía lugares existentes y situaba en ellos la acción.

¿Le dejaban realmente instalar lo efímero pánico en semejantes lugares?

¡Sí, eso es lo maravilloso de México! La disciplina es inexistente, te permiten hacer ese tipo de cosas. Un día montamos un gran ballet en un cementerio: fue un acto fuerte, la danza de los vivos entre los muertos… Luego, una vez seleccionado el lugar, yo recurría a un grupo de personas deseosas de expresarse. En ningún caso me dirigía a actores, sino a personas dispuestas a realizar un acto público y gratuito. Ahí se reunían todas las condiciones para el advenimiento de lo efímero…

Lo efímero, tal como usted lo practicaba, tenía, si no me equivoco, algo de grandioso: tenía todos los ingredientes de una fiesta suntuosa. ¿Cómo conseguía los medios necesarios para financiar tales acontecimientos?

Siempre encontré el dinero. Para mí un efímero pánico tenía que ser precisamente una fiesta. Ahora bien, cuando uno hace una fiesta, no cobra a sus invitados por las bebidas o los alimentos que consumen. Yo me las arreglaba siempre: recibía dinero por derechos de autor, montaba piezas más clásicas, muchas veces bajo otro nombre… ¡El hecho es que, al igual que Gurdjieff, nunca tuve problemas financieros, lo que, viendo cómo funcioné siempre, es realmente milagroso! Por lo demás, creo en el milagro, o más bien en la existencia de una ley: si mis intenciones son puras y hago lo que debo hacer, el dinero llegará, de una manera u otra. Tal vez nunca seré lo que se llama una persona rica, pero dispondré siempre de los medios financieros que requiera cada momento. Cuando había dinero en mis arcas, lo invertía en un happening. Le preguntaba a algún conocido mío qué deseaba expresar y yo le proporcionaba los medios para hacerlo. Esta manera de abordar el happening tenía ya, por lo tanto, un valor terapéutico. Era también una manera de continuar en la línea de los actos poéticos de los que hemos hablado.

¿Qué enseñanzas extrajo de sus happenings?

Me di cuenta de que muchas personas llevan dentro un acto que las condiciones ordinarias no les permiten realizar. Pero en cuanto a alguien se le ofrece la posibilidad concreta de expresar públicamente y en circunstancias favorables el acto que duerme en él, es muy raro que la persona dude. Si yo te preguntara qué acto te gustaría realizar en público, estoy seguro de que se te ocurriría inmediatamente una respuesta, y si yo reuniera las condiciones propicias para la realización de ese gesto, tú estarías encantado de participar en el juego.

Bueno…

Voy a darte algunos ejemplos: en los años sesenta yo había fundado en México un grupo Pánico, no con actores y otros artistas, sino con personas entusiastas en búsqueda de una manera auténtica de expresarse, lejos de todo conformismo. Habiendo conseguido el patio central de la escuela San Carlos, propuse a mis amigos que imaginaran el acto que les gustaría realizar, y yo les procuraría los medios para llevarlo a cabo. El célebre pintor Manuel Felguérez se unió a la manifestación pánica y decidió ejecutar una gallina públicamente con el fin de confeccionar un cuadro abstracto con las tripas y la sangre del animal, mientras a su lado su esposa, vestida con un uniforme nazi, devoraba una docena de tacos de pollo.

Qué muestra de buen gusto… Realmente exquisito. ¿Hay algunomás?

¡Cientos! Una joven muchacha quiso bailar desnuda al son de un ritmo africano mientras un hombre barbudo le cubría el cuerpo de espuma de afeitar. Otra quiso aparecer como una bailarina clásica, con tutú pero sin bragas, y orinar mientras interpretaba la muerte del cisne. Un estudiante de arquitectura utilizó un maniquí de escaparate y lo golpeó violentamente con un hacha en el vientre y el sexo. Una vez destruido el maniquí, sacó de su interior varias ristras de chorizo y cientos de bolas de cristal. Otro estudiante apareció vestido de profesor de matemáticas con una gran bolsa llena de huevos. A medida que recitaba sus fórmulas algebraicas, se partía un huevo tras otro en la frente. Otro llegó con una tinaja de hierro blanco y varios litros de leche. De pie en la tinaja, se puso a recitar un clásico poema del Día de la Madre mientras vaciaba las botellas de leche sobre su cabeza. Una mujer de larga cabellera rubia, vestida con medias negras decoradas con perlas en los tobillos, apareció caminando con muletas y gritando a pleno pulmón: «¡Soy inocente! ¡Soy inocente!». Al mismo tiempo, sacaba de entre sus senos trozos de carne cruda que lanzaba sobre el público. Luego se sentó sobre una silla de niño y se hizo rapar completamente la cabeza por un peluquero. Frente a ella había un coche lleno de cabezas de muñecas de todos los tamaños, sin ojos ni pelo. Una vez rapada, la mujer comenzó a lanzar las cabezas sobre el público chillando: «¡Soy yo! ¡Soy yo!». Un muchacho vestido con esmoquin empujó hacia el centro del escenario una tina de baño cubierta con una toalla. Por el peso, podía adivinarse que estaba llena de líquido. Salió del escenario y regresó llevando en sus brazos a una mujer joven vestida de novia. Sin soltarla, retiró la toalla: la tina estaba llena de sangre. Sin dejar de sujetar a la novia, comenzó a acariciarle los senos, el pubis y las piernas para acabar, cada vez más excitado, por sumergirla en la sangre. Se puso inmediatamente a frotarla con una víbora viva mientras ella cantaba un aria de ópera. Una mujer sumamente atractiva, con aires de vampiresa hollywoodiense, con un vestido largo dorado que le moldeaba el cuerpo, apareció sobre el escenario con un par de tijeras grandes en la mano. Varios hombres morenos se arrastraban hacia ella, ofreciéndole cada uno un enorme plátano que ella cortaba con sus tijeras riéndose a carcajadas…

Son ejemplos suficientes. Algunos verían en estas descripciones barrocas una colección de fantasmas… Usted habla en primer lugar del valor terapéutico de esos actos; ¿pero acaso no corre uno el riesgo de caer lisa y llanamente en el exhibicionismo?

En México estaba prohibido realizar en público un acto que tuviera connotaciones abiertamente sexuales. Como no quería tener problemas con la justicia, ejercía algún tipo de control y descartaba a aquellas personas cuyos actos hubiesen podido ser vistos como atentados contra las buenas costumbres. Asimismo, siempre procuré mantenerme alejado de las historias de drogas. Pero, insisto, la censura sólo se ejercía en esos dos dominios: un chiflado se empeñó un día en comerse sobre el escenario una paloma viva. Su acto produjo un revuelo general, desmayos, artículos de protesta en los periódicos, pero no pudieron mandarme a la cárcel, lo cual habría ocurrido si se hubiese tratado de un escándalo sexual. Fuera del sexo, todo estaba permitido.

Habla usted de un límite impuesto desde el exterior por la ley del país. ¿Qué habría hecho de no existir esas restricciones?

En Estados Unidos era frecuente, en el marco de los happenings, entregarse a especies de orgías colectivas en las que los participantes procedían a acariciarse mientras fumaban marihuana. Fui invitado en múltiples ocasiones a ese tipo de festejos, en Nueva York o en otros lugares, pero siempre decliné la invitación porque me di cuenta rápidamente de que esa vía era un callejón sin salida. Todo eso finalmente se traducía en una forma solapada de pornografía. Ahora bien, la pornografía no es constructiva sino destructiva: bajo la apariencia de libertad, lo que en realidad nos propone es una nueva forma de esclavitud.

Volvamos a la historia del pimiento y de la mariposa… Si el acto es una acción y no una reacción, ¿dónde se sitúa el límite entre el hecho de soltar los monstruos que duermen en lo profundo de nosotros, con el consiguiente riesgo de que nos devoren, y la realización consciente de un acto liberador?

Se trata de una frontera muy sutil y ahí radica precisamente el peligro de ese tipo de prácticas. Pronto descubrí que se me acercaban personas para las cuales la pornografía o el vandalismo constituían actos. No los alenté a seguir porque la experiencia adquirida durante los actos poéticos me había enseñado a dirigir sólo cosas positivas. Sin embargo, lo «positivo» es muy difícil, es decir, aquello que va en el sentido de la vida y de su expansión; por lo «negativo» entiendo aquello que va en el sentido de la muerte y de la destrucción cuando los «actos» se llevan a escena. El acto en sí mismo implica conectarse con lo oscuro y violento, inconfesable y reprimido que uno lleva dentro. Por positivo que sea, todo acto arrastra consigo cierta «negatividad».

Lo importante es que esas energías destructivas, que de todas maneras cuando permanecen estancadas nos carcomen por dentro, puedan ventilarse en una expresión canalizada y transformadora. La alquimia del acto logrado transmuta las tinieblas en luz.

¡Su responsabilidad es, cuando menos, aplastante! ¿No corre el riesgo de jugar al aprendiz de brujo?

Ya no. No estoy a salvo de todo riesgo, porque el peligro es parte de la vida. ¡Si uno quiere permanecer doblado en su pequeño mundo sin cuestionar su funcionamiento, no vale la pena intentar un acto que implique exponerse! Mejor quedarse en casa mirando la televisión… Pero el trabajo que propongo actualmente está fundado en una larga experiencia, experiencia que yo no tenía en aquella época lejana de los happenings. Por lo demás, no me correspondía hacer de terapeuta: era en primer lugar en mi calidad de artista, hombre de teatro en busca de una expresión total, como yo exploraba esa forma de arte en la que veía, por añadidura, efectos terapéuticos. Hay que resituar esas experiencias en su contexto. Dicho esto, admito haber cometido en ese momento algunos fallos. Por ejemplo, la devoración pública de la paloma me parece hoy un error de recorrido, un acto puramente destructor. ¡Pero yo no me lo esperaba! No me imaginé que ese hombre pudiese realizar algo semejante, nunca me declaró que ésa era su intención. Cuando lo vi llegar con ese animal vivo, me impactó fuertemente y me sentí sobrepasado… Reconozco mi locura de esa época. Pero uno se vuelve sabio sólo en la medida en que atraviesa su propia locura.

¿Alguna vez sintió miedo de perder el control de una energía que usted había generado? ¿Hubo momentos en los que lo efímero pánico se transformó en pánico puro y simple?

(Risas.) Hubo instantes extremos, pero creo haber estado siempre misteriosamente protegido. Me impresionó mucho ver a Jerry Lee Lewis quemar su piano al final de sus conciertos; eso me llevó a prender fuego a un piano y generar un movimiento de pánico en la sala. En otra ocasión, en el Centro Americano de París, durante un efímero que hizo historia, tenía una canasta llena de víboras que yo me disponía a lanzar sobre el público. ¿Puedes imaginar el Apocalipsis al que habríamos asistido? Pero en el instante en que iba a pasar al acto, una especie de sexto sentido me advirtió sobre el peligro. Tuve súbitamente la visión de un pánico espantoso, ataques al corazón, personas pisoteadas o aplastadas en la estampida hacia la salida… Podría haber sido una verdadera catástrofe…

¿Podría darme un ejemplo de happening desmedido que tenga para usted un valor iniciático?

En aquel entonces yo era joven y bastante apuesto. Tenía, por tanto, algunas admiradoras. Cuatro de ellas quisieron poner en escena una extraña prestación: en México se acostumbra beber tequila acompañado de una especie de jugo de tomate picante llamado sangrita. Por ello, siempre hay dos botellas, una de tequila y otra de sangrita. Las señoritas subieron al escenario a ofrecerme una botella de tequila, pidiéndome que bebiera de ella. Una vez que lo hube hecho, vino un médico y le extrajo un poco de sangre a cada una. Esa sangre fue vertida en un vaso que me presentaron diciendo: «Ahora bebe la sangrita; bebe la sangrita de tus discípulas»… Supuso para mí un verdadero impacto. Me embarqué en un largo discurso sobre el pan, el vino, la cena, la última cena de Cristo, a la vez que me decía que puesto que había sido lo suficientemente osado como para organizar esos happenings, ahora tenía que enfrentarme a las consecuencias de mis propios actos. ¡Cuando finalmente me decidí a beber la sangre, estaba coagulada! En mi calidad de creador de lo efímero pánico, me era imposible escabullirme: por lo tanto, no bebí, sino que me comí la sangre de mis seguidoras…

Más allá del carácter desmedido o escandaloso de tales experiencias, éstas tienen un valor iniciático. Te obligan a ir, aunque sea por un instante, más allá de la atracción y de la repulsión, de los condicionamientos culturales, de los criterios de belleza y de fealdad…

Estas mujeres me pusieron contra el muro, y tuve que abandonar los discursos y la estética pura. Fue una enseñanza. Admito que todos esos actos no eran siempre realizados a conciencia y que se trataba de un período experimental, pero es introduciéndose en la jaula como se doma el tigre.

Desde el punto de vista artístico, esas prácticas le valieron una reputación más bien controvertida…

La polémica fue considerable. Recibía muchas cartas en las que el ditirambo se codeaba con el insulto, incluso la amenaza. El mundo del teatro mexicano se vio revolucionado. De México me vine a París, donde tuvo lugar ese extraordinario happening del Centro Americano.

Tal vez podría hablarnos de ello, en la medida en que fue para usted una especie de apoteosis, un acto convulsivo y purificador.

Sí, fue una fiesta grandiosa, una celebración donde las fuerzas de las tinieblas salieron de la trampa para luchar a plena luz con las fuerzas luminosas, un combate entre ángeles y bestias, un ritual saturado de sabiduría y de locura… Ese espectáculo pánico había sido minuciosamente preparado. Yo había adquirido cierta experiencia y ya no me movía a tientas: los riesgos eran asumidos con pleno conocimiento de causa. Al montar este acontecimiento, yo era consciente de estar encaminándome hacia una muerte, un rito de transición del cual sólo podría salir destruido o transformado… Para mí no se trataba de divertirme entregándome a una pequeña masturbación intelectual frente a un público escogido. ¡Yo no tenía nada que ver con las elucubraciones vanguardistas provenientes de cerebros desmedrados de algunos pseudoartistas autosuficientes! Me preocupaba tan poco de ello entonces como ahora del medio temeroso de la «espiritualidad», de la opinión de esas personas constantemente asustadas que buscan refugio en un nirvana de pacotilla para evitar tener que enfrentarse a las monstruosidades de la vida, la dimensión pánica de lo cotidiano… No se trataba de montar un pequeño espectáculo simpático cuya audacia fuera aplaudida por la crítica de moda, sino de cuestionarme por completo. Quería exponerme, poner en juego la vida, la muerte, la locura, la sabiduría, realizar una especie de sacrificio ritual.

¿Qué sucedió?

La primera parte estaba basada en unas creaciones de Topor, Arrabal y Alain-Yves Leyaouanc. Topor me pasó cuatro dibujos que yo puse en escena con la compañía de ballet de Graciela Martínez, con trajes de tela blanca sobre los cuales el artista en persona dibujó, y personajes recortados en madera. El público pudo así asistir al ballet de Topor, que transcurrió lentamente sobre un fondo negro. Figuraba las etapas de la iniciación de una muchacha muy joven: el primer par de medias, traído en una pequeña carretilla por una anciana sin piernas, el primer par de zapatos, el primer sostén (dos personajes tipo Chaplin se abalanzaban a patadas sobre un enorme seno hecho en yeso, levantando una nube de polvo), el primer lápiz de labios, las primeras joyas…

Arrabal me entregó una comedia de cuatro páginas: la historia de una princesa enamorada de un príncipe con cabeza de perro que acaba engañándolo con un príncipe con cabeza de toro. Para esta escena, yo había llenado el escenario de miles de pollitos que piaban produciendo un ruido infernal. La princesa masturbaba un cuerno del toro hasta que salía un chorro de leche condensada. Estas dos primeras partes constituían a mi entender el prólogo cómico-poético del «Melodrama sacramental». Algunos de los poetas norteamericanos más célebres de la generación beat, entre ellos Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti, asistieron al acontecimiento. Este último se mostró tan impresionado que me pidió para su City Lights Journal una descripción del melodrama sacramental, precedida de un breve prólogo explicativo. Voy a leerte ese documento, publicado en San Francisco en 1966. Redactado al calor de aquel evento, expresa mejor toda la locura y belleza de este efímero pánico de lo que podrían hacerlo mis recuerdos actuales.

La finalidad del teatro: provocar accidentes.

El teatro debería fundarse sobre aquello que hasta ahora hemos denominado «errores»: accidentes efímeros. Al aceptar su carácter efímero, el teatro descubrirá lo que lo distingue de las otras artes y, por ende, se abrirá a su propia esencia. Las otras artes dejan páginas escritas, grabaciones, telas, volúmenes: huellas objetivas que el tiempo borra sólo muy lentamente. El teatro, por su parte, no debería durar ni siquiera un solo día de la vida de un hombre. Apenas nacido, debería morir enseguida. Las únicas huellas que dejará estarán grabadas al interior de los seres humanos y se manifestarán en cambios psicológicos. Si la finalidad de las otras artes es crear obras, la finalidad del teatro es directamente cambiar a los hombres: si el teatro no es una ciencia de la vida, no puede ser un arte.

MELODRAMA SACRAMENTAL

Un efímero pánico presentado el 24 de mayo de 1965

en el Segundo Festival de Expresión Libre de París

Un espacio escénico del cual han sido retiradas todas las cuerdas, los decorados, etc. En otras palabras, un escenario desprovisto de todas sus futilidades: muros desnudos.

Todo está pintado de blanco, incluso el suelo.

Un automóvil negro (en buen estado); los vidrios están rotos de manera que se puedan guardar objetos dentro, utilizar ese espacio como vestuario, como lugar para descansar, etc.

Dos cajas blancas sobre las que están dispuestos objetos blancos.

Un mesón de carnicería, una pequeña hacha.

Un frasco con aceite hirviendo sobre una cocinilla eléctrica.

Antes de levantar el telón, se quema gran cantidad de incienso.

Todas las mujeres tienen los senos desnudos.

Dos de ellas, tendidas en el suelo, están completamente pintadas de blanco.

Otra mujer, pintada de negro, está sobre el techo del automóvil negro. Junto a ella, otra, pintada de rosado. Ambas tienen los pies inmersos en una pequeña tinaja de plata.

Una mujer, con un vestido largo plateado y el cabello peinado en forma de media luna, se apoya sobre dos muletas. Su rostro entero está enmascarado, incluso su nariz y su boca. Dos agujeros en el vestido revelan sus pezones, otro revela su vello púbico. Lleva consigo un gran par de tijeras de plata.

Otra mujer más, que usa una capucha de verdugo, grandes botas de cuero, un cinturón grueso. Tiene un látigo en la mano. Sus senos están recubiertos con un chal negro.

Grupo de rock'n'roll: seis muchachos con el pelo a la altura de los hombros.

Nadie debe haber ingerido drogas, excepto los músicos.

Una rampa une el escenario con el público. Los objetos y trajes utilizados durante el espectáculo serán lanzados a los espectadores.

Apertura súbita y estruendosa del telón. La calma antes de la tempestad.

Aparezco, vestido con un traje de plástico negro brillante, pantalones altos como los de un basurero, botas de caucho, guantes de cuero, lentes gruesos de plástico.

Sobre mi cabeza, un casco de moto, blanco, como un gran huevo.

Dos ocas blancas. Les corto la garganta. Estalla la música: cascada de guitarras eléctricas.

Los pájaros deambulan, agónicos. Las plumas vuelan. La sangre salpica sobre las dos mujeres blancas. Trance. Bailo con ellas. Las golpeo con los cadáveres. Ruido de muerte. Sangre.

(Había previsto degollar las aves sobre el mesón de carnicería. Pero en mi estado de trance, llevado por una fuerza extraña, les arranqué el cuello con mis manos con la misma facilidad con que le habría sacado el corcho a una botella.)

La mujer rosada, con los pies siempre en la tinaja, ondula las caderas mientras que la negra, como una esclava, comienza a cubrir su cuerpo con miel.

Destruyo las ocas sobre el mesón de carnicería.

La mujer plateada abre y cierra violentamente sus tijeras. ¡Ah, ese ruido metálico!

Les pasa las tijeras a las dos mujeres blancas, que comienzan a recortar el plástico negro.

Destruyen mi traje. Pierdo mis botas y mis guantes. Curiosamente poseídas también, las dos mujeres terminan desgarrando mi traje con sus puras manos.

Mi cuerpo es entonces revestido con 20 libras de bistec, cosidas como camisa.

Aullando, las mujeres se abalanzan sobre la carne roja y la despedazan en trozos pequeños. Le entregan los trozos a la mujer plateada. Con una enorme cuchara plateada, ésta introduce calmadamente los bistecs en el aceite hirviendo. (La proximidad de la cocinilla y de los cuerpos sudorosos de las mujeres produce golpes eléctricos.)

Cada trozo de carne frito es puesto sobre un plato blanco; las mujeres ofrecen los platos a la vista del público.

Yo sigo vestido con un pantalón de cuero negro. Un falo hecho con la misma materia está colgado perpendicularmente al suelo. Tengo brazaletes de cuero en las muñecas y en los tobillos: homenaje a Maciste, el Hércules del pueblo italiano. Concentración. Karate-kata.

Recojo el hacha y recorto en tajadas mi falo de cuero sobre la mesa de carnicería.

La mujer negra, consciente de su esqueleto, danza, mueve sus huesos como un títere, mientras que yo rompo los platos blancos a martillazos.

Las mujeres blancas danzan sin parar. Cuando se sienten cansadas, adoptan la postura de zazen.

Acerco un cuadro de metal. Lentamente, levanto el chal negro que cubre los senos del verdugo. Su piel no está pintada. Tiene unos pechos fuertes y sanos, un cuerpo poderoso.

Me paso el cuadro alrededor del cuello, dándole la espalda al público.

La mujer me propina un latigazo. Trazo una línea roja sobre su seno derecho con un lápiz labial.

Segundo latigazo. La línea comienza en su plexus solar y desciende hasta su vagina.

(El primer latigazo fue fuerte, pero no lo suficiente: necesitaba más. Buscaba un estado psicológico que me era desconocido hasta ese entonces. Necesitaba sangrar para trascenderme, para romper mi propia imagen. El segundo golpe me marcó instantáneamente. Luego el verdugo perdió el control, porque muchas veces había soñado con dar latigazos a un hombre. La tercera vez, completamente excitada, me dio latigazos con todas sus fuerzas. La herida tardó dos semanas en curar.)

La mujer quiere seguir golpeándome; me empuja con todas sus fuerzas. Con el aparato alrededor del cuello, doy vueltas y caigo al suelo. (Podría haberme roto las vértebras cervicales, pero en el extraño estado emocional en que me encuentro, el tiempo se vuelve lento, y, como si me encontrara dentro de una película a cámara lenta, pude levantarme sin la menor herida.) Le pincho el seno para sosegarla. Calma.

La mujer negra me trae limones. ¡Ah, ese color amarillo!

Los dispongo en círculo en el suelo. Me arrodillo al centro.

Un peluquero profesional, casi paralizado por el miedo, se acerca para cortarme el pelo.

La mujer cubierta de miel se baja del techo del automóvil. Bailo con ella.

Deseo sexual, con una fuerza onírica. Sus medias parecen resumir toda la hipocresía social. Las saco sin preámbulo. Resbalan por sus muslos llenos de miel. Abejas. El impacto de su pubis negro. La sumisión de la mujer. Sus ojos semicerrados. Su aceptación natural de la desnudez. Libertad. Pureza. Ella se arrodilla junto a mí. Sobre su cuerpo, y partiendo desde el vientre, pego los cabellos que me cortan.

Quiero dar la impresión de que sus vellos púbicos crecen como un bosque e invaden todo su cuerpo. Las manos del peluquero están paralizadas por la ansiedad. Es el verdugo quien tiene que terminar de afeitar mi cabeza.

Dos modelos de Catherine Harley, ajenas a todo lo que está sucediendo y llenas de pánico ante la idea de ensuciar sus vestidos de seda muy costosos (arrendados para la ocasión), van y vienen, trayendo al escenario 250 grandes panes.

En ese momento, mi cerebro está en llamas. Saco de un frasco de plata cuatro serpientes negras. En un principio, trato de pegármelas con tela adhesiva sobre mi cabeza a modo de cabellos, pero cedo a la tentación de disponerlas sobre mi pecho cual dos cruces vivas. Mi transpiración me lo impide.

Las serpientes ondulan alrededor de mis manos como agua viva. Bodas.

Persigo a la mujer rosada con las serpientes. Ella se esconde en el automóvil, como una tortuga en su caparazón. Baila en su interior. Me sugiere un pez en un acuario.

Asusto a una de las dos modelos. Ella deja caer su pan y salta hacia atrás.

Un espectador ríe. Le lanzo el pan a la cara. (Durante una recepción, algunos días después, esta mujer se me acercó y me dijo que al recibir ese pan en pleno rostro había sentido la sensación de comulgar, como si yo le hubiera introducido una gigantesca hostia a través del cráneo.)

De pronto, lucidez: veo al público sentado ahí en las butacas, personas paralizadas, histéricas, excitadas, pero inmóviles, sin participación corporal, aterradas por el caos que está a punto de devorarlos: tengo que lanzarles las serpientes o hacerlos explotar.

Me contengo. Rechazo el escándalo fácil de un pánico colectivo.

Calma. Violencia de la música. Los amplificadores a todo volumen.

Me visto con un pantalón, una camisa y unos zapatos naranja. El color de un budista quemado vivo.

Salgo y vuelvo con una pesada cruz hecha con dos vigas de madera. Sobre la cruz, un pollo crucificado cabeza abajo, el culo hacia arriba, con dos clavos en sus patas, como un cristo decapitado. Lo he dejado pudrirse durante una semana. Sobre la cruz, dos letreros del tránsito: abajo, un letrero con una flecha y la mención «Salida por arriba»; encima del pollo, un letrero con la mención: «Prohibido salir». Le entrego la cruz a la mujer plateada. Traigo otra. Dos letreros indicadores: siempre uno abajo que indica hacia arriba; siempre uno arriba que prohibe salir.

Le paso la cruz a una de las mujeres de blanco. Traigo una tercera cruz. Se la entrego a la otra mujer de blanco.

Las dos mujeres cabalgan sobre las cruces, transformándolas en gigantescos falos; luchan entre ellas; una de ellas introduce la punta de la cruz a través de la ventana del automóvil y simula los movimientos de un acto sexual con el automóvil.

Dispongo la tinaja frente a la cruz. El pollo crucificado es sacudido por encima de las cabezas de los espectadores. Dejamos caer las cruces.

Escojo entre los músicos a aquel que tiene los cabellos más largos. Lo levanto. Está más tieso que una momia. Lo visto con un traje de papa. Lo cubro de estola.

Las mujeres, de rodillas, abren la boca y sacan la lengua lo más lejos posible.

Aparece un nuevo personaje: una mujer vestida con un traje tubular, como una lombriz de pie. A través de este traje, quiero sugerir la idea de una «forma papal» en descomposición. Un papa transformado en camembert.

El músico, imitando los gestos de un sacerdote, abre una lata de frutas en almíbar. Pone medio durazno amarillo dentro de la boca de cada una de las mujeres. Estas lo tragan de un solo bocado.

¡Hostia bañada en almíbar!

Una mujer encinta hace su aparición. Estómago de cartón. El papa se percata de que tiene una mano de yeso. Coge el hacha y la rompe en mil pedazos. Le abre el estómago valiéndose de una piocha (tengo que controlarlo para evitar que la hiera realmente).

Pone las manos dentro de su estómago, del cual extrae ampolletas eléctricas. La mujer grita como si estuviera pariendo. Se levanta, saca de su seno un bebé de caucho y golpea con él al papa en pleno pecho. La muñeca cae al suelo. La mujer se retira. Recojo el bebé. Abro su vientre con un escalpelo y extraigo de su interior un pez vivo en las convulsiones de la agonía. Fin de la música. Solo de batería brutal.

El pez sigue retorciéndose; el baterista sacude unas botellas de champán hasta que explotan.

Al ver cómo la espuma lo recubre todo, el papa tiene un ataque de epilepsia. El pez muere. La batería se calla. Lanzo el animal por encima de la rampa; cae en medio del público. Presencia de la muerte.

Todo el mundo sale del escenario, salvo yo.

Música judía. Himno atroz. Lentitud.

Dos manos blancas inmensas me lanzan una cabeza de vaca. Pesa ocho kilos. Su blancura, su humedad; sus ojos, su lengua…

Mis brazos sienten su gelidez. Yo mismo me vuelvo gélido. Por un segundo, me transformo en esa cabeza.

Siento mi cuerpo: un cadáver bajo la forma de una cabeza de vaca. Caigo de rodillas. Quiero aullar. Me es imposible hacerlo porque la boca de la vaca está cerrada. Introduzco mi índice en sus ojos. Mis dedos resbalan sobre las pupilas. No siento nada aparte de mi dedo -satélite sensible girando alrededor de un planeta muerto-. Me siento como la cabeza de la vaca: ciego. Deseo de ver.

Agujereo la lengua con un punzón; abro las mandíbulas. Tiro de la lengua. Dirijo la cabeza, con la boca abierta, hacia el cielo, al mismo tiempo que yo alzo la mía, con la boca abierta.

Un aullido sale, pero no de mí, sino del cadáver. Una vez más, veo al público. Inmóvil, gélido, hecho de piel de vaca muerta. Todos somos el cadáver. Lanzo la cabeza en medio de la sala. Esta se vuelve el centro de nuestro círculo.

Entra un rabino (las manos blancas inmensas eran las suyas).

Lleva puesto un abrigo negro, un sombrero negro, una barba blanca tipo Viejo Pascuero. Camina como Frankenstein. Está de pie sobre una tinaja de plata. Extrae tres botellas de leche de una maleta de cuero. Las vierte sobre su sombrero.

Froto mi mejilla contra la suya. Su rostro es blanco. Tomamos un baño de leche. Bautizo.

Me coge por las orejas y me da un beso apasionado en la boca. Sus manos agarran mis nalgas. El beso dura varios minutos. Temblamos, electrizados. Kaddish.

Con un lápiz negro, traza dos líneas desde los rincones de mi boca hasta mi mentón. Mi mandíbula parece ahora la de una muñeca ventrílocua. Él está sentado sobre el mesón de carnicería. Una de sus manos está apoyada sobre mi espalda como si él quisiera pasar a través de ella, cortar la columna vertebral, introducir sus dedos dentro de mi caja torácica y presionarme los pulmones para forzarlos a gritar o a rezar. Me obliga a moverme. Me siento como una máquina, como un robot. Angustia. Tengo que dejar de ser una máquina.

Deslizo mi mano entre sus piernas. Abro su bragueta. Introduzco mi mano y con una fuerza inusitada extraigo una pata de chancho, semejante a la imagen que yo tenía del falo de mi padre cuando yo tenía cinco años. Retiro mi otra mano empuñando un par de testículos de toro. Abro los brazos en forma de cruz. El rabino aúlla como si hubiera sido castrado. Parece muerto.

La música judía se vuelve más fuerte; cada vez se vuelve más melancólica.

Aparece un carnicero, vestido con un sombrero, un abrigo, tiene una barba negra, su delantal cubierto de sangre.

Tiende al rabino y comienza la autopsia: introduce sus manos en el abrigo y saca un enorme corazón de vaca. Olor de carne. Clavo el corazón en la cruz. Largo pedazo de tripas. Lo clavo.

Sale el carnicero. Aterrado, levanto el sombrero del rabino. Saco un cerebro de vaca. Lo reviento sobre mi cabeza.

Cojo la cruz y la pongo cerca del rabino. Saco de la maleta una cinta larga de plástico rojo y amarro al hombre a la cruz cubierta de tripas.

Levanto todo el armazón: madera, carne, ropas, cuerpo y lo dejo caer por la rampa que baja hasta el público. (El peso total es de 125 kilos: pero, pese a la violencia del golpe, el hombre no sintió nada ni sufrió el menor rasguño.)

Entran las mujeres blancas, negras, rosadas y plateada.

Se arrodillan.

Espera.

Entra un nuevo personaje: una mujer cubierta de satén negro cortado en triángulos. Una especie de telaraña. Un bote de neumático de tres metros de largo va amarrado a su traje y parece una enorme vulva. Plástico naranja inflado con aire. El fondo de la balsa es de plástico blanco.

Símbolo: el himen.

Danza. Ella me hace señas. Cuando me acerco, ella me rechaza. Cuando me alejo, ella me sigue. Se encarama sobre mí. La balsa me cubre completamente. Cojo el hacha. Rompo el fondo blanco. Aullido. Rajo la tela y me refugio en la vagina. Permanezco entre sus piernas, escondido en el satén negro. De un saco escondido junto a su vientre, extraigo cuarenta tortugas vivas que lanzo al público.

Parecen surgir de la enorme vagina. Como piedras vivas, diríase.

Comienzo a nacer. Gritos de una mujer que da a luz. Caigo al suelo en medio del vidrio de las ampolletas eléctricas, de los trozos de plato, de las plumas, de la sangre, de los estallidos de los fuegos artificiales (mientras me rapaban la cabeza, encendí 36 fuegos, uno por cada año de mi vida), charcos de miel, trozos de durazno, limones, pan, leche, carne, harapos, astillas de madera, clavos, sudor: renazco en este mundo. Mis gritos asemejan los de un bebé o un anciano. El viejo rabino, mediante enormes esfuerzos, ejecuta pequeños saltos a diestra y siniestra, amarrado a la cruz como un cerdo agónico. Se libera de la cinta de plástico. El sale.

La mujer-madre empuja hacia mí a la mujer negra. La levanto. La llevo hacia el centro del escenario, ella tiene los brazos abiertos en forma de cruz. Un cadáver-cruz: la pintura negra sugiere una cremación: mi propia muerte.

Al darme la vida, la mujer ha lanzado la muerte en mis brazos. Manchado con el maquillaje de mi pareja, comienzo a volverme completamente negro. Mi rostro parece el de un quemado.

Las mujeres nos amarran el uno al otro con vendas. Estoy ligado a ella por la cintura, los brazos, las piernas y el cuello. Este cadáver huesudo está incrustado en mí y yo estoy incrustado en ella. Parecemos dos siameses: como si fuéramos una sola persona. Lentamente, improvisamos una danza. Nos dejamos caer al suelo. Los movimientos no son ni los suyos ni los míos, sino los de ambos al mismo tiempo. Podemos controlarlos.

Las mujeres blancas y rosadas nos salpican con jarabes de menta, de casis y limón. El líquido viscoso, verde, rojo y amarillo nos recubre; mezclado con el polvo, forma una especie de barro.

Magma.

El telón comienza a bajar lentamente. Nuestros dos cuerpos se agarran el uno del otro, como dos columnas. Queremos levantarnos, caemos.

Se baja el telón.

(Todos los ingredientes empleados en el melodrama sacramental fueron lanzados al público: trajes, hachas, recipientes, animales, pan, piezas de automóvil, etc. Los asistentes se pelean como aves de rapiña las reliquias. No quedó nada.)

Me pregunto si lamento haberme perdido ese happening o si me felicito de haberme librado de él…

¡Espera, ahí no acaba la cosa! Mientras el público se disputaba las tortugas vivas, las vísceras, los bistecs, los cabellos, etcétera, volví a subir al escenario y me dirigí al público en los siguientes términos: «Generalmente uno paga caro su butaca en el teatro para recibir poco a cambio. Hoy la entrada fue gratuita, ustedes no pagaron nada pero recibieron mucho. Es medianoche. Para presentarles la última parte del poema, necesito un par de horas de preparación. Vayan a tomarse un café y vuelvan a las dos de la mañana».

Todo el mundo aplaudió y abandonó la sala. Dos horas más tarde, el teatro estaba nuevamente lleno. Entonces comencé el ceremonial que me había propuesto Alain-Yves Leyaouanc. Vestido con un traje de los años veinte, rasuré el pubis de su joven esposa al son de una música sagrada. Sobre su cuerpo, ella había pegado unos dominós. Era un acto muy emocionante, y el espíritu con que era realizado generaba inmediatamente una atmósfera religiosa. Había también una réplica del Pensador de Rodin en la cual hacíamos agujeros con un martillo. Chorros de tinta china salían de la cabeza del pensador, luego soltamos en la sala dos mil pajaritos. Al final del happening estaba tan limpio de mí mismo que los pájaros venían a posarse sobre mi cabeza sin que yo me percatara de ello.

¿Cuál era el sentido de esa manifestación pública?

Era como una ordenación, el sacrificio ritual de lo que durante tanto tiempo había conformado mi vida. Este happening, a la vez que pasó a la historia, cerró toda una etapa de mi vida. Salí agotado de él, exangüe, y pensé mucho en él. Veía siempre merodear a mi alrededor el espectro de la destrucción tenebrosa y sentía, más que nunca, que el teatro tenía que ir en el sentido de la luz. Sin embargo, me decía a mí mismo: «No olvides nunca que la flor de loto surge del cieno». Hay que explorar el fango, tocar la muerte y el barro para subir hacia los cielos límpidos. Desde ese momento, mi preocupación consistió en promover un teatro positivo, iluminador y liberador. Me di cuenta de que tenía que cambiar hacia una forma totalmente distinta y comencé a practicar el teatro-consejo: si alguien -cualquier persona- deseaba hacer teatro, yo le comunicaba la siguiente teoría: el teatro es una fuerza mágica, una experiencia personal e intransmisible. No pertenece a los actores, sino a todo el mundo. Basta con una decisión, un atisbo de resolución para que esa fuerza transforme la vida. Ya es hora de que el ser humano rompa con los reflejos condicionados, los círculos hipnóticos, las autoconcepciones erróneas. La literatura universal concede un lugar importante al tema del «doble» que, poco a poco, expulsa a un hombre de su propia vida, se apropia de sus lugares favoritos, de sus amistades, de su familia, de su trabajo, hasta transformarlo en un paria e incluso a veces asesinarlo, según algunas versiones de ese mito universal. En lo que a mí respecta, creo que somos el «doble» y no el original.

¿Quiere decir que nos identificamos con un personaje que no es sino una caricatura de nuestra identidad profunda?

Exactamente. Nuestra autoconcepción…

En otras palabras: la idea que nos hacemos de nosotros mismos…

Sí, nuestro ego -poco importa el nombre que le demos a ese factor de alienación- no es más que una copia pálida, una aproximación de nuestro ser esencial. Nos identificamos con ese doble tan irrisorio como ilusorio. Y de pronto aparece «el Original». El amo del lugar vuelve a tomar el sitio que le corresponde. En ese momento, el yo limitado se siente perseguido, en peligro de muerte, lo que es totalmente cierto. Porque el Original acabará por disolver el doble. En cuanto humanos identificados con nuestro doble, tenemos que comprender que el invasor no es sino uno mismo, nuestra naturaleza profunda. Nada nos pertenece, todo es del Original. Nuestra única posibilidad es que aparezca el Otro y nos elimine. No sufriremos de ese crimen, pero participaremos en él. Se trata de un sacrificio sagrado en el cual uno se entrega entero al amo, sin angustia…

¿En qué medida el teatro puede ayudar a una persona a volver al «Original»?, por usar la expresión que usted utiliza.

Puesto que vivimos encerrados en lo que yo llamo «nuestra autoconcepción», la idea que tenemos de nosotros mismos, ¿por qué no adoptar un punto de vista totalmente distinto? Por ejemplo, mañana tú serás Rimbaud. Te levantarás siendo Rimbaud, te cepillarás los dientes, te vestirás como él, pensarás como él, recorrerás la ciudad como él… Durante una semana, veinticuatro horas al día, y para ningún espectador salvo tú mismo, serás el poeta, actuando como otra persona con tus amigos y conocidos sin darles ninguna explicación. Lograrás ser un autor-actor-espectador, produciéndote, no en un teatro, sino en la vida.

Si entiendo bien, le explicaba esa teoría a sus consultantes y luego les fijaba un programa…

¡Efectivamente! Establecía un programa, un acto o una serie de actos para realizar en la vida en un tiempo dado: cinco horas, doce horas, veinticuatro horas… Un programa elaborado en función de su dificultad, destinado a romper el personaje con el cual se habían identificado para ayudarlos a restablecer los lazos con su naturaleza profunda. A un ateo, le hice adoptar durante semanas la personalidad de un santo. A una madre indiferente, le asigné el deber de imitar durante un siglo el amor maternal. A un juez, le di la tarea de disfrazarse de vagabundo para ir a mendigar frente a la terraza de un restaurante. De sus bolsillos, tenía que extraer puñados de ojos de cristal sacados de muñecas. Creaba de este modo un personaje destinado a implantarse en la vida cotidiana y a mejorarla. Es en ese estadio donde mi búsqueda teatral fue adquiriendo poco a poco una dimensión terapéutica. De director me transformé en consejero teatral, dándole instrucciones a las personas para tomar su lugar en cuanto personaje en la comedia de la existencia.

Confieso cierto escepticismo en cuanto a los efectos de esa terapia teatral, aunque la idea en sí sea muy interesante. ¿Cómo una madre indiferente podría decidir adoptar el personaje de una madre amante y, sobre todo, conseguirlo a lo largo de toda su existencia?

En primer lugar, no olvides que todos los consultantes sufrían de estar sometidos a su doble. Si se me acercaban, era precisamente porque se sentían mal en su función y presentían la naturaleza radicalmente distinta del Original en ellos. El proceso se fundaba, pues, en un deseo real de cambiar. La madre indiferente, por ejemplo, sufría de no poder transmitir mucho amor a su hijo. Por lo demás, creo en las virtudes de la imitación, en el buen sentido de la palabra. Un santo avanzará por la vía de la «imitación de Jesucristo». ¿Por qué un ateo harto de su incredulidad no podría comenzar a imitar a un santo?

¿Por qué no?, efectivamente. Ahora bien, toda imitación de ese tipo -que equivale a lo que se denomina una ascesis o práctica espiritual- realmente no es tan fácil de llevar a cabo día a día…

De acuerdo. Pero si la madre fuera un poco menos indiferente gracias a este proceso y el ateo diera un paso hacia la santidad, ¿acaso no sería algo de por sí maravilloso?

El acto onírico

La interpretación de los sueños ocupa un lugar preponderante en el quehacer del artista-chamán-director teatral-clown místico en la búsqueda de esa otra forma de locura que es la sabiduría.

Sí, aunque la interpretación de los sueños es una práctica tan vieja como el mundo. Con el tiempo, sólo han cambiado las formas de interpretación, desde el sistema simplista que consiste en atribuir sistemáticamente un significado simbólico concreto a tal o cual imagen hasta el concepto de Jung, según el cual no se trata de explicar el sueño, sino de seguir viviéndolo, mediante el análisis, en estado de vigilia, a fin de ver adonde nos conduce. La etapa siguiente, situada más allá de toda interpretación, consiste en entrar en el sueño lúcido, en el que sabes que estás soñando, conocimiento que te da la posibilidad de trabajar sobre el contenido del sueño.

Es la práctica que se ha dado a conocer gracias a Carlos Castaneda…

Él la popularizó, pero no la inventó. En realidad, el primer libro consagrado al sueño lúcido, que yo sepa, se publicó en Francia: Les rêves et les moyens de les diriger, de Hervey de Saint-Denis. Ya en 1867, este autor acertaba en lo esencial de la cuestión, como podrás apreciar en este fragmento que quiero leerte:

Ya que un sueño es como un reflejo de la vida real, los hechos que parecen ocurrir en él siguen generalmente, incluso en su incoherencia, ciertas leyes cronológicas coherentes con la secuencia normal de todo hecho verdadero. Quiero decir que si, por ejemplo, sueño que me he roto el brazo, me parecerá que lo llevo en cabestrillo o haré uso de él con precaución, o si sueño que se cierran los postigos de una habitación, me parecerá que se ha interceptado la luz y que alrededor de mí se hace la oscuridad. Por lo tanto, imaginé que, si en sueños hacía el ademán de ponerme la mano sobre los ojos, obtendría, en primer lugar, una ilusión semejante a lo que me ocurriría verdaderamente estando despierto si hacía el mismo ademán, es decir, que haría desaparecer las imágenes de los objetos que me parecía ver delante de mí. Luego me pregunté si, después de producir esta interrupción de la visión, no podría mi imaginación evocar más fácilmente los nuevos objetos en los que yo tratara de fijar el pensamiento. La experiencia demostró que el razonamiento era correcto. La colocación, en el sueño, de una mano delante de mis ojos borró en ese momento la visión de un campo que antes había tratado inútilmente de cambiar sólo mediante la fuerza de la imaginación. Estuve sin ver nada durante un instante, exactamente como me habría ocurrido en la vida real. Hice entonces un nuevo llamamiento enérgico al recuerdo de la famosa irrupción de los monstruos y, como por arte de magia, este recuerdo, nítidamente colocado ahora en el foco de mi pensamiento, se dibujó de pronto claro, brillante, tumultuoso, sin que, antes de despertarme, tuviera yo percepción de la manera en que se había operado la transición… Si conseguimos establecer de modo terminante que la voluntad puede conservar, durante el sueño, la fuerza suficiente para dirigir la trayectoria de la mente a través del mundo de las ilusiones y las reminiscencias (como durante el día dirige al cuerpo a través de los acontecimientos del mundo real), podremos deducir que cierto hábito de ejercer esta facultad, unido al de tomar conocimiento, en sueños, de su verdadero estado, llevarán poco a poco, al que persista en el esfuerzo, a resultados concluyentes. No sólo reconocerá, en primer lugar, la acción de su voluntad consciente en la dirección de los sueños lúcidos y tranquilos, sino que pronto descubrirá la influencia de esta misma voluntad en los sueños incoherentes y apasionados. Los sueños incoherentes se coordinarán notablemente bajo esta influencia; y en los sueños apasionados, llenos de deseos tumultuosos o pensamientos dolorosos, el resultado de este conocimiento y esta libertad de espíritu adquiridos será la facultad de ahuyentar las imágenes desagradables y favorecer las ilusiones felices. El temor a las visiones desagradables disminuirá en la medida en que se aprecie su iniquidad, y el deseo de ver aparecer imágenes gratas será más activo al reconocer la capacidad de evocarlas; el deseo será pronto más fuerte que el temor y, puesto que la idea dominante es la que hace aparecer las imágenes, el sueño agradable será el que prevalezca. Tal es, al menos, la manera en que me explico, teóricamente, un fenómeno experimentado por mí de forma constante.

Apasionante, ¿verdad? No sé si Castaneda se inspiraría en este libro, o sus descubrimientos coinciden con los del autor casualmente. Lo cierto es que este texto de finales del siglo XIX muestra con claridad el método que luego explicaría Carlos. Fue André Bretón quien me recomendó su lectura.

¿Comenzó a tener sueños lúcidos después de haberlo leído o ya le era familiar esa experiencia?

Yo tuve la gran suerte de tener mi primer sueño lúcido a los diecisiete años. En ese sueño yo estaba en un cine en el que se proyectaba una película de dibujos animados, digna de Dalí. De pronto me vi sentado en el centro de la sala y supe que estaba soñando. Miré hacia la salida, pero, como no era más que un adolescente carente de toda cultura espiritual o psicoanalítica, pensé: «Si cruzo esa puerta, entraré en otro mundo y moriré». ¡Y sentí pánico! Mi única solución era despertarme, por lo que hice enormes esfuerzos por salir del sueño, hasta el momento en que sentí que ascendía desde las profundidades hacia mi cuerpo, que parecía estar situado en la superficie. Me reintegré a mi envoltura y desperté. Así fue mi primera experiencia, y me pareció francamente aterradora. A partir de entonces, empecé a familiarizarme con el sueño lúcido.

¿Cómo se puede estar seguro de que se está soñando? Al fin y al cabo yo también podría decidir ahora, mientras hablamos, que estoy soñando…

Al comienzo yo hacía una comprobación. Me apoyaba con las dos manos en el aire, como en una tabla invisible, y me impulsaba. Si ascendía era porque estaba soñando. Luego hacía un looping, y me ponía a trabajar en mi sueño. Puedo leerte un sueño lúcido que anoté en mi cuaderno amarillo en 1970 y que fue especialmente importante para mí, ya que en él puse en práctica por primera vez la técnica que he descrito:

Estoy solo en una casa desconocida. Todo me parece completamente real pero, sin saber por qué ya que nada me lo indica, pienso: «Quizás esté soñando… Si estoy soñando, puedo volar…». Hago un esfuerzo, me apoyo en el aire con las palmas de las manos, y me lanzo hacia arriba. Floto en la habitación. «¡Es un sueño!», me digo. Decido aprovechar la oportunidad para perfeccionar mi vuelo, y no sólo verme volar sino sentirme volar. Doy una vuelta de campana, subo y bajo. Quedo satisfecho. Decido planear por toda la casa. Vuelo por un pasillo y llego a un salón oscuro. En un rincón veo a dos niños de unos cinco años. Avanzo hacia ellos para verlos más nítidamente: no son niños sino dos gnomos viejos, flacos y arrugados. Se ríen y se esconden. Son los espíritus de la casa. Tienen un aire inquietante. Me evitan. Desaparecen entre las sombras y se ríen de mí. No me atrevo a buscarlos. El sueño me absorbe, pierdo la lucidez… Viajo en un autobús sin conductor ni pasajeros. Miro por la ventanilla y veo un bosque petrificado. Me digo: «Probablemente es un sueño. Voy a comprobarlo». Vuelo, salgo del autobús atravesando el cristal y planeo en el bosque. Otra vez pierdo mi lucidez. Ahora me encuentro en un sótano, ante una ventana opaca. No tardo en darme cuenta de que sueño, y me digo: «Seguro, esto es un sueño». Intento salir volando por la ventana, pero no lo logro. Tengo la sensación de que las paredes tienen varios metros de espesor. Pero debo atravesarlas. Siento que es imposible. Me obligo a intentarlo. Atravieso la pared sin dificultad y salgo al espacio: afuera hay un cielo azul, floto entre las nubes. Mientras me dejo llevar por una brisa suave, pienso: «Debo aprovechar este sueño para ver a mi Dios interior…». De pronto, siento que me invade un profundo cansancio que, evidentemente, antecede a un gran miedo. Me doy explicaciones: «Es una prueba demasiado dura, aún no estoy preparado para ese encuentro, lo dejaré para otro día». Y despierto. Por una parte me siento contento de haber descubierto una técnica que me permite saber si sueño, pero, por otra, estoy irritado a causa de mi debilidad y mi falta de valor. En mi cuaderno de sueños escribo este comentario: «Creo que ha llegado el momento de ir más allá en el sueño lúcido. Correr riesgos. Pero todavía tengo miedo de morir, no me atrevo… Pude haber entrado en mi inconsciente hasta hallar al Dios interior; confiar en El… Debí perseguir a los gnomos, hacerles frente, hablarles sin turbarme por sus mofas, establecer contacto real con ellos, conocer sus secretos. Debí crear mundos, atravesar la muerte, llegar al centro de mi ser, vencer monstruos y terrores… Deseo ser más valiente la próxima vez y dominar mi miedo. También tengo que encontrar aliados y aceptarlos, no hacer siempre todo el trabajo yo solo».

Supongo que su práctica del sueño lúcido habrá pasado por distintas fases…

Comencé dirigiendo un juego. Me decía: «Quiero ver pasar elefantes en África». Y a los pocos segundos estaba en África, viendo pasar una manada de elefantes. Podía cambiar de decorado, desear ir al Polo Sur y luego ver miles de pingüinos… Esto me producía tanta felicidad que acababa por despertarme. Después he experimentado todo tipo de vivencias sobre mí mismo. Una vez quise saber qué era morir: me arrojé desde lo alto de un edificio y me estrellé contra el suelo. Inmediatamente, me encontré vivo en otro cuerpo, entre la multitud que miraba el cadáver del suicida. Así descubrí que el cerebro desconoce la muerte. Otra vez decidí dejarme poseer por un dios mítico.

¿Tuvo un orgasmo femenino?

La experiencia de esta penetración fue más completa que la de una relación sexual corriente. No olvides que yo trabajaba con imágenes oníricas que sobrepasan los límites de la realidad. Para que entiendas mejor mi práctica te puedo leer el sueño tal como lo anoté detalladamente en mi cuaderno, con fecha 9 de abril de 1978: «Estoy en un dormitorio, tendido en el suelo entre dos camas gemelas. Tengo la espalda apoyada en la pared. Delante de mis pies aparece un imbunche…».

¿Un imbunche?

Sí, te lo explico: la tarde anterior al sueño yo había estado en un café con un exiliado chileno al que pregunté sobre el folklore mapuche. Él me contó que, según la leyenda, los brujos de Chiloé robaban niños y los mutilaban para que, convertidos en monstruos, les sirvieran de ayudantes con el nombre de «imbunches». Continúo: «… un enano ciego, desnudo, con piel de pollo desplumado, pico de pájaro, muñones que hacen las veces de brazos, el torso contrahecho y las piernas arqueadas: una especie de feto grande, tan horrible como inquietante. Y entonces pienso: "Es un dios con el que tengo que entrar en relación. Su fealdad debe engendrar algo en mi espíritu". Ahora sé que estoy soñando y que tengo el poder de orientar mi sueño. Decido trabajar en ese monstruo con el objeto de transformarlo en divinidad positiva. Y lo consigo. El imbunche adquiere buena estatura, facciones regulares y se convierte en un ser bellísimo, indescriptible, como una estatua viva. Salgo de entre las camas y me tiendo boca arriba en el centro de la habitación. Sé que debo ser inseminado por el dios. Busco mi feminidad y por eso levanto mis piernas. Un tubo transparente, de unos cuarenta centímetros de largo, sale de entre las piernas del dios. Decido entregarme sin resistencia para que él me introduzca el tubo entre el sexo y el ano, ese lugar del perineo que el tantra llama chakra muladhara. Sé que no tengo vagina, y no pretendo experimentar una penetración anal. El dios se arrodilla entre mis piernas abiertas y empieza a penetrarme. Su órgano sube por mi columna vertebral hasta que lo siento entrar en mi cerebro. Mi conciencia estalla».

Impresionante…

Si llamas «orgasmo -femenino» a esta explosión cataclísmica, entonces sí, Gilles, lo he experimentado, y fue una sensación maravillosa. Me sentí muy emocionado dejándome poseer por este dios creado a partir de mi propia monstruosidad. Después me dediqué a realizar deseos no alcanzados en el estado de vigilia, especialmente deseos sexuales, por supuesto. En sueños me entregué a orgías fantásticas con mujeres semihumanas, semipanteras. Permíteme leerte otra de las anotaciones que hice después de uno de estos sueños. Aunque quisiera insistir en un punto: antes de lograr el sueño lúcido, en el que yo controlaba las imágenes, tenía que vencer una serie de obstáculos que aparecían como otras tantas pruebas de iniciación. Sólo una vez superados merecería el derecho de ser dueño y señor de mis sueños. Este pasaje, extraído de mi cuaderno, muestra bien este aspecto del proceso: «Estoy en un mundo industrial, sin naturaleza, únicamente compuesto por inmuebles. Es una frontera. No tengo documentos de identidad. Tres soldados me impiden el paso. Salto la barrera y echo a correr, perseguido por los militares. Tras abrir las puertas de un garaje, me encuentro frente a un pozo de miles de kilómetros de profundidad. Al borde de este abismo, me doy cuenta de que estoy soñando. Los perseguidores han dejado de existir. Decido arrojarme al fondo, sabiendo ya que nada puede ocurrirme. Salto y caigo a gran velocidad. No siento miedo. Siento el deseo de detener la caída. La caída cesa. En la pared aparece una puerta. Entro, y ahora estoy en el pórtico de una catedral. Comprendo que tengo el poder mágico de hacer surgir ante mis ojos lo que yo quiera. Entonces siento el deseo de realizar una experiencia erótica. Creo tres mujeres-bestia, mitad panteras mitad hembras humanas, que están en cuclillas o a cuatro patas. Beso a una en la boca, y sus labios largos parecen ninfas de vulva. Pruebo a introducirles mi dedo índice en el sexo, bajo la cola. Poseo a una mientras las otras me arañan de modo agradable y trato de llegar al orgasmo. Pero inevitablemente dejo de estar lúcido, y el sueño me absorbe y, finalmente, se transforma en pesadilla. Despierto con palpitaciones…».

¿Dónde reside en estas experiencias la dimensión iniciática?

En la particularidad de que, en el momento en que empezaba a hacer el amor con esas mujeres animales, el deseo se apoderaba de mí, haciendo que perdiera la lucidez y el sueño escapara a mi control. Olvidaba que estaba soñando. Me pasaba lo mismo con la riqueza. Cuando me dejaba fascinar por el dinero, mi sueño dejaba de ser lúcido. Cada vez que trataba de satisfacer mis pasiones humanas, el guión me absorbía y perdía la lucidez. Fue un gran aprendizaje: comprendí finalmente que, en la vida como en el sueño, para permanecer lúcido es necesario distanciarse, no identificarse con la acción. Es un viejo principio espiritual que el sueño lúcido me hizo recordar. El deseo y el miedo son las dos caras de nuestra identificación, así lo afirman todas las tradiciones.

El sueño me enseñó también a actuar frente a mis temores. Hubo un tiempo en el que frecuentemente tenía la misma pesadilla: estaba en un desierto y desde el horizonte surgía, como una nube inmensa de negatividad, un ente psíquico decidido a destruirme. Me despertaba gritando y empapado en sudor… Un día me cansé y decidí ofrecerme en sacrificio al ente. En el apogeo del sueño, en un estado de terror lúcido, me dije: «De acuerdo, voy a dejar de querer despertarme. No tienes más que venir a destruirme». El ente se acercó y, de repente, desapareció. Desperté unos segundos y volví a dormirme plácidamente. Entonces comprendí que somos nosotros mismos quienes alimentamos nuestros terrores. Aquello que nos atemoriza pierde toda su fuerza en el momento en que dejamos de combatirlo. Es una de las enseñanzas clásicas del sueño lúcido. Varias veces he logrado controlar el miedo al tránsito final atravesando mi propia muerte.

¿Podría añadir otros ejemplos de ese proceso?

Sólo tengo que buscar en mi cuaderno… Por ejemplo: «Tengo unas ganas enormes de orinar. Siento mi vejiga llena. En una bañera blanca, orino un grueso chorro de sangre. Me digo: "El líquido es rojo porque hago demasiado esfuerzo. No puedo parar de orinar; pero me relajo y, por mi voluntad, transformo el rojo en amarillo". En ningún momento me dejo dominar por la angustia. Poco a poco, transformo el color. Después, la pesadilla me domina nuevamente y otra vez orino sangre. Retomo el control del sueño, sin perder la serenidad, y el chorro adquiere definitivamente su color ámbar».

Otro sueño: «Me encuentro en un café, en una plaza pública, sentado en un rincón entre otros clientes. De pronto, en medio de la terraza, un muchacho barbudo, loco y agresivo, saca una pistola. Con una carcajada estremecedora, apoya el arma en la sien de un camarada. Furioso, me levanto y le grito que debería ser más delicado. Le recuerdo que, hace poco, su amigo ha intentado suicidarse disparándose a la cabeza y que, por esa razón, su pesada broma podría traumatizarlo. Me mira entonces y me apunta, murmurando en tono sádico: "Muy bien, ¿y ahora qué?". Él espera que yo comience a temblar, pero no siento miedo. Da una vuelta a mi alrededor pero yo no me inmuto. Sé que no disparará y se lo digo: "Sé que no lo harás." "¿Y por qué no?", me pregunta. "Porque soy muy pequeño para tus delirios de grandeza", le digo. Y efectivamente, sé que este loco, ofuscado, absorto en su propio espíritu, no podrá interesarse verdaderamente en mí lo bastante como para aniquilarme. Despierto feliz: lo que podría haber sido una pesadilla no me ha causado miedo».

Otro sueño en el que domestico a mi monstruo: «Camino por un descampado y llego a un agujero circular parecido a una inmensa boca de alcantarillado. De él surge un monstruo gigantesco, espantoso, de unos veinte metros de altura. Controlo rápidamente mi sentimiento de repugnancia porque entiendo que esa criatura horrible es una parte de mí, una oscura energía de mi espíritu. Decido no destruirla sino transformarla. Entonces, en ese mismo instante, se cubre de plumas blancas, se hace luminosa, abre seis alas y se eleva. Convertido en una bellísima entidad angélica, se ofrece a llevarme consigo al Cosmos. Pero controlo igualmente esa tentación. El ángel es una energía luminosa de mi espíritu que tengo que absorber. Hago que me cubra y lo aspiro por todos los poros de la piel. Ahora soy yo el que, convertido en un ser pleno de energía y luz, se eleva tranquilamente. Despierto, dichoso».

Ahora voy a leer un sueño muy poético en el que me veo entrando con los ojos abiertos en el reino de los muertos: «Estoy en la antesala de la muerte. Sentado en un banco, frente a mí, está el cantante Carlos Gardel, muerto hace cuarenta años. Lo saludo diciendo: "Vamos, ten valor; decídete a morir…". Entramos en otra sala en la que diviso una puerta por la que se va directamente a la muerte. Un tétrico portero nos palpa a todos los presentes y decide quiénes van a franquear o no la última puerta. Llegan antes que nosotros dos adolescentes. Después de cachearlos, el portero los rechaza y ellos se van, desolados por tener que seguir viviendo. Gardel es declarado muerto, ahora me toca a mí. El portero me palpa y me declara difunto. Carlos Gardel vacila, tiene miedo. Le digo: "¿Qué importa? ¡Mejor! ¡Ahora sabremos por fin qué hay detrás de esa puerta!". Con decisión y firmeza, lo empujo para que entre conmigo en esa otra dimensión. Al cruzar la puerta, el cantante desaparece en una explosión de luz. Apenas he cruzado la frontera de la muerte, me encuentro en un paisaje de colinas verdes. Estoy en compañía de personas muy agradables. Lanzo al aire sobres de papel vacíos que caen llenos de golosinas y objetos preciosos. Puedo hacer milagros, porque domino esta dimensión y sé que los sobres que lance al aire caerán siempre llenos. Hago regalos a las personas que me rodean y despierto muy feliz».

Y veamos un último sueño en el que, como en tantos otros, me encuentro una vez más frente al monstruo: «Tengo que cruzar un sótano lóbrego con suelo de tierra apisonada. Un desconocido me espera para dejarme entrar. Siento en la penumbra la presencia de un animal. Sé que se trata de una pantera negra y que el desconocido es su domador. Me indica con una seña que cruce en línea recta, sin temor. Le obedezco, pero la pantera salta sobre mí, me lanza al suelo… y, con las zarpas delanteras, me inmoviliza la cabeza. Me mordisquea el cráneo sin herirme, como un gato que juega con su ratón. Veo la cara descompuesta del domador, que al verme a merced de su fiera se siente impotente. Sin embargo, no me abandono al miedo en ningún momento. Sin moverme, dejo que la pantera me acaricie el pelo con sus fauces. Sé que tengo que entregarme, fundirme con ella, aceptar la situación con amor; disolverme en la pantera. Empiezo a vibrar de amor y me hago uno con ella. En ese instante, la pantera desaparece. Me levanto, cruzo el sótano y sigo mi camino. Me despierto lleno de gozo».

Si he comprendido bien, aplicó usted las enseñanzas recibidas en sueños a su vida diurna y, posteriormente, las incorporó a la práctica de la psicomagia…

Absolutamente. He hecho un gran esfuerzo por mantenerme fiel día a día a lo que me era permitido comprender en sueños. Porque ¿de qué sirve recibir enseñanzas si no las aplicas cuando te encuentras ante las dificultades cotidianas? Una enseñanza no se hace operante, no adquiere toda su fuerza transformadora, hasta el momento en que es aplicada.

¿Podría dar un ejemplo de aplicación a la vida diaria de un principio recibido en sueños?

Bueno, como decía, el sueño lúcido me enseñó a enfrentarme al monstruo. Está permitido huir mientras uno no sienta las fuerzas necesarias para hacerle frente; pero hay un momento en que debes mirarlo a los ojos. Entonces frecuentemente sucede que el monstruo así desafiado se convierte en aliado. Nuestro miedo alimenta la animosidad del adversario, mientras que nuestra voluntad de hacerle frente con amor lo desarma, es decir, le hace cambiar de orientación. Cuando estaba en México rodando La montaña sagrada, se produjeron rumores escandalosos: como rodábamos delante de una catedral, se comenzó a decir que había celebrado misas negras allí mismo. También se murmuraba que ridiculizaba al ejército y a la policía mexicanos… Un día se presentaron dos policías diciéndome: «El ministro tal quiere verlo». Me llevaron al despacho de ese ministro, el cual, poco más o menos, me dijo: «Escuche, Jodorowsky, el presidente le conoce bien y admira su trabajo; tiene usted en él a un amigo. Pero tenga cuidado: un gobierno puede ser un gran amigo, pero, si se le contraría, puede convertirse en un enemigo temible… No haga aparecer ningún uniforme en la película, suprima todos los símbolos religiosos y vivirá tranquilo».

En México, estas palabras, en boca de un ministro, equivalían a una amenaza de muerte. Aquella noche, al volver a casa, oí voces que gritaban en el jardín: «Jodorowsky, ten cuidado o te despellejamos…». Había en México un grupo paramilitar llamado Los Halcones que se encargaba de los trabajos sucios. Comprendí que aquello podía acabar mal y, al día siguiente, llevé a toda mi familia a Estados Unidos, decidido a terminar allí el rodaje. Sin embargo, me oponía a que ese ministro siguiera siendo para mí un enemigo y que en mi inconsciente permaneciera el recuerdo de una amenaza de muerte. Una vez terminada la película, reuní todas las buenas críticas de La montaña sagrada publicadas en Europa y Estados Unidos, regresé a México y pedí una audiencia con el ministro, que para entonces resultó estar enojado conmigo porque me había marchado con todo mi equipo. Y, tendiéndole los recortes de prensa, le dije: «Mire lo que mi película hace por México; en todo el mundo se habla de este país». Al ver que me había atrevido a meterme otra vez en la boca del lobo, sonrió y me dio una palmada en la espalda: «Muy bien, Jodorowsky, eres valiente, te felicito». ¡No sólo no me puso más dificultades, sino que hasta me hizo regalos! Es una anécdota verídica que muestra en qué medida es saludable a veces atreverse a desafiar al monstruo. El principio esencial es, en la medida que puedas, no dejar nunca una cuenta pendiente con un enemigo. Porque si quedan cosas larvadas, el odio se nutre de sí mismo, con peligro de proliferar. Una bomba con la mecha muy larga puede tardar años en explotar; pero el día en que se produce el descalabro los daños son cuantiosos. Por lo tanto, es mejor desarmar la bomba, no dejar amenazas de muerte sueltas a nuestro alrededor o en nuestro inconsciente. Pero no hay que matar al adversario: es mucho mejor convertirlo en un aliado.

Otro principio del sueño lúcido consiste en cambiar el contenido del sueño. ¿Cómo lo ha aplicado en el curso de su existencia diurna?

Ya te he contado cómo me gustaba cambiar de escenario en sueños, pasar de África a Estados Unidos, por ejemplo, transformar el entorno… También aprendí que en mi vida diaria no tenía por qué dejarme atrapar en un marco. La realidad cotidiana no es rígida, o no lo es más que en nuestra mente, en el concepto que tenemos de ella. Si nos sentimos atados, cansados de movernos siempre dentro del mismo entorno, ¡tenemos la facultad de cambiar! ¿Quién dice que es imposible? El sueño lúcido me enseñó a moverme por el interior de una realidad dúctil en la que siempre puede producirse cualquier mutación, cualquier transformación. Ello no depende sino de mi intención: en el sueño lúcido, el solo deseo de encontrarme en África, entre las manadas de elefantes, era suficiente para transportarme hasta allí. En este otro modo de sueño que es la «realidad», también es mi cerebro, la forma en que yo me represento el mundo, lo que determina lo real. La «realidad» no existe por sí misma; instante a instante, creamos nuestra realidad, alegre o funesta, monótona o apasionante.

¿Por ejemplo?

El otro día, al entrar en mi casa, observaste que lo había cambiado todo. Estaba cansado de la vieja decoración. Compré muebles y dejé en la calle todo lo que tenía y ya no quería ver más. Aquella evacuación se convirtió en una especie de fiesta, la gente empezó a llevárselo todo… Días después, unos vecinos me gritaron: «¡Ya sabemos quién es usted!». «Vaya -respondí-, ¿y cómo lo saben? ¿Por mis historietas, por mis películas…?» «¡Por sus desperdicios! Recuperamos cosas increíbles frente a su casa.» Es decir, no sólo cambié mi decoración sino que, en cierta medida, transformé el ambiente del barrio.

De acuerdo, pero siempre es más fácil cambiar de muebles, si se dispone de dinero, que trasladarse a África junto a los elefantes…

No; el principio fundamental es el mismo, ello tiene lugar dentro de la mente, en nuestra concepción de la realidad. La realidad puede percibirse como una pesadilla, y bien sabe Dios que, en el orden de las fatalidades, cualquier cosa puede ocurrir. Pero es dentro de esa misma realidad donde uno puede agudizar su lucidez y realizar actos que transforman el campo negativo en contexto positivo.

Habrá quien piense que eso es un tema económico: si se tiene dinero, puedes tomar un avión y en unas horas estar en África o visitando Nueva York.

¡Sí, pero hay que atraer la vida! Tu vida corresponde a la idea que te haces de ella… Por ejemplo, yo nunca he sido millonario, ni siquiera muy rico, pero siempre he aplicado a mi vida diurna el principio del sueño lúcido: ¿por qué no transportarme a otro sitio? De modo que, cuando he experimentado una verdadera necesidad, he atraído las circunstancias favorables para que mi necesidad se realizara. Hace pocos días sentía el deseo de hacer una pequeña escapada. Me habían invitado a un festival de cine de Chicago y allá me fui, en secreto, tres días. Salí el viernes y regresé el domingo… Nadie se enteró. (Risas.)

Recuerdo que un día un amigo multimillonario me preguntó: «¿Qué haces este fin de semana?». «Nada», contesté. «¿Quieres ir a Acapulco?» Y ¡ya está!, su reactor privado nos llevó a Acapulco, a pasar el fin de semana.

Oyéndole parece muy sencillo, pero no todo el mundo tiene amigos multimillonarios…

Ya veo que quieres tirarme de la lengua, pero sabes tan bien como yo, por tu propia experiencia, que cada cual crea su realidad… Yo tenía verdaderamente la necesidad de irme a pasar el fin de semana al otro lado del mundo, estaba íntimamente convencido de la maleabilidad de la vida y ésta me envió a un multimillonario con avión privado, eso es todo.

En tu caso, por ejemplo: a ti lo que más te gustaba de la vida era conocer a sabios y escuchar rock'n'roll. Deseabas vivamente conciliar estos dos aspectos de tu existencia, aparentemente dispares. Y bueno, como no tenías una idea rígida de la realidad, favoreciste las circunstancias más propicias y, finalmente, las encontraste en Arizona cuando conociste a un verdadero sabio que, no satisfecho con haber fundado un ashram, además lideraba un grupo de rock'n'roll. Es muy probable que no haya otra persona en el planeta que combine estas dos actividades. Hasta entonces, ese hombre era muy poco conocido en Estados Unidos y desconocido por completo en Europa, pero a pesar de eso la magia de la vida te lo envió. También, de adolescente, ibas a ver todas mis películas y coleccionabas los artículos que hablaban de mí; y ahora somos amigos y disfrutamos haciendo libros juntos. Con inocencia y determinación, se pueden promover circunstancias estadísticamente poco probables.

De acuerdo…

Te contaré otra historia: en 1957, antes de teorizar sobre todas estas cosas, un día le pregunté a mi mujer:

– ¿Adonde te gustaría ir de vacaciones?

– Me gustaría mucho ir a Grecia -respondió.

– Muy bien -le dije-. ¡Iremos a Grecia!

– Pero ¿cómo? No tenemos ni un céntimo…

– ¡Iremos a Grecia!

En aquel momento, llamaron a la puerta de la buhardilla donde vivíamos. Era un amigo que formaba parte de un grupo de música sudamericana muy conocido en aquel entonces, Los Guaranís de Francisco Marín, y me dijo:

– Dentro de tres días nos vamos de gira a Grecia con un espectáculo folklórico, y uno de nuestros bailarines se ha puesto enfermo. ¿Quieres sustituirlo?

– Pero no conozco los bailes…

– No importa, mi mujer te los enseñará.

Aprendí inmediatamente dos, Bailecito y Carnavalito, y nos fuimos a Grecia. Después de vivir aquello, ¿cómo no considerar la realidad un sueño que vamos creando sobre la marcha?

Estoy de acuerdo por lo que respecta al principio, pero me parece que sus anécdotas y su planteamiento pueden prestarse a confusión. Después de todo, el mundo está lleno de personas que no piden sino realizar sus sueños sin esforzarse demasiado… La experiencia enseña que no basta con desear, hay que merecer.

Lo que acabas de señalar me parece muy importante. Pero estas cosas que explico me han sucedido realmente, y puedo afirmar que mi vida está en consonancia con mis sueños más fantásticos. Creo verdaderamente en la magia de la vida. Ahora bien, para que esta magia sea efectiva, cada cual debe cultivar en sí mismo cierta cantidad de virtudes que pueden parecer contradictorias en principio: inocencia, autodominio, fe, valentía… Poner en movimiento esta magia exige mucha audacia, también pureza y un profundo trabajo con uno mismo. Tengo que insistir en que yo he consagrado mi existencia a perfeccionarme, a conocerme, a hacerme accesible interiormente. Es imprescindible no abandonar en ningún momento la disciplina, sin la cual este enfoque de la realidad no sería más que una ilusión. ¡La vida no está ahí para satisfacer los deseos del primer perezoso que se presente! La vida no te corresponde sino en la medida en que te entregas a ella y te esfuerzas en superar tu egocentrismo.

¿Podría verse, entonces, este trabajo de ascesis como la aplicación de las enseñanzas recibidas del sueño lúcido? Lo digo porque la ascesis requiere esfuerzo, frente al sueño lúcido, en el que basta con formular un propósito para que éste se realice…

En realidad mantenerse consciente durante el sueño lúcido requiere un esfuerzo muy considerable. Por otra parte, las emociones que se experimentan durante el sueño son reales. Si estás aterrado, lo sientes de verdad, experimentas terror; y es difícil hacerle frente. En el fondo, la gran enseñanza del sueño lúcido está menos en el descubrimiento de la magia cotidiana que en esta exigencia de lucidez, porque no hay que olvidar que sin lucidez nada es posible. Como digo, desde el momento en que te dejas llevar por la experiencia que estás viviendo, el sueño te absorbe y pierdes la lucidez, que es lo único que sostiene la dimensión mágica. La magia que hemos evocado no opera sino gracias al distanciamiento. Lo que permite el juego es la lucidez del testigo, por el contrario, la identificación empequeñece la existencia, limita el campo de posibilidades. En el sueño rigen las mismas leyes que en la vida cotidiana: cuanto más te distancias, más puedes gozar de la existencia y sentirla como un gran patio de recreo. Si no consigues distanciarte, la vida puede convertirse en un callejón sin salida. Así pues, paradójicamente, el sueño me ha enseñado a velar, a mantener el hilo de la existencia, una corriente de lucidez, incluso a costa de grandes esfuerzos. ¡Porque bien sabe Dios lo maravillosa que puede ser la vida a veces, sobre todo si te abres un poco a su magia! Sin embargo, al mismo tiempo que te vas abriendo, aumenta la tentación de dejarte absorber, el peligro de identificarte. Por otro lado, la lucidez se refuerza también con la práctica.

Otra enseñanza del sueño lúcido a la que ya hemos aludido, otra faceta de la magia, es el descubrimiento de la flexibilidad de la realidad. No sólo no se concibe la vida como un proceso rígido, sino que uno mismo adquiere flexibilidad.

Así es. Intento no autodefinirme excesivamente, no encerrarme en una visión estrecha de mí mismo. En el sueño puedo percibirme como un hombre de sesenta años, pero también como un muchacho joven o un anciano, incluso como una mujer, ¿por qué no? En el sueño se expresan diversas facetas de mi ser. En la realidad, trato de dejar que estas facetas se expresen e intento responder a las exigencias de la situación sin aferrarme a una idea preconcebida de lo que soy o debería ser. Cuando viajo, mucha gente se interesa por mi nacionalidad. Si en un avión alguien me dice: «¿Es usted italiano?», contesto: «Sí». Si me toman por griego, francés, ruso, israelí, etcétera, siempre respondo afirmativamente. Mi interlocutor, encantado de haber acertado, me trata entonces como a un italiano, un ruso, un griego, un chileno, y esto no cambia nada… ¿Recuerdas lo que nos sucedió hace poco en la Mejorana?, pues eso constituye un buen ejemplo de esta actitud. Cuando llegamos, el público no me esperaba a mí sino que había ido a escuchar al doctor Westphaler.

Bueno, al doctor Woestlandt…

»Ellos se sitúan cada uno debajo de una de mis axilas, a modo de muletas humanas, para ayudarme a avanzar hacia una escalera de piedra negra de veintidós peldaños que se levanta en el centro del patio, como un pedestal. "Ya me siento capaz de afrontar solo a la Divinidad", les digo entonces a mis amigos. Y como sé que los dos son parte del sueño, los hago desaparecer de un empujón y empiezo a subir la escalera. Otra vez soy presa del terror: quizá vea surgir ante mí una imagen horrible… Los peldaños están mojados y tengo que hacer enormes esfuerzos para no resbalar. De pronto, aparece frente a mí una fotografía animada en la que un actor gigantesco hace muecas de payaso. Me cuesta creerlo: "¿Una foto, un actor, la Divinidad…? ¡No es posible!". El actor desaparece y en su lugar aparezco yo. Tengo sesenta años y aspecto de viejo profesor de universidad. Llevo americana de cachemir y unas gafas en la punta de la nariz. Pienso que esta imagen inmensa de mí mismo es una pantalla necesaria, la proyección de ideales antiguos, que me permitirá vivir sin angustia mi primer encuentro con la Divinidad. La foto se anima y empieza a hablarme con simpatía. Me comunica un mensaje, una lección. Retengo poco, apenas cinco o seis palabras: "El tesoro de la humanidad…". Me alegra mucho esta pequeña experiencia, que me permite dar un primer paso en la búsqueda del Dios interior, del guía, del maestro íntimo, del yo impersonal, poco importa el nombre que se le dé; y, además, sin sentir miedo. Reúno todas mis fuerzas, me apoyo en el aire y empiezo a flotar: con una embestida de carnero, atravieso la pantalla y me lanzo al firmamento, inmensidad cuajada de estrellas. Otra vez deseo contemplar mi Dios interior. Frente a mí aparecen dos pirámides imbricadas, tan grandes como la de Keops, similares a una estrella de David en relieve. Me digo que no debo conformarme con mirarlas -una es negra y la otra blanca- sino que debo fundirme con ellas. Penetro en su centro y estallo como un universo en llamas».

Éste es el sueño tal como lo anoté. Basándome en esta vivida experiencia, escribí el guión de El Incal.

Entonces, la práctica del sueño lúcido consiste en montar un acto dentro del contenido onírico. ¿Se puede ir más allá del sueño lúcido?

Sí. Es posible pasar a lo que yo llamo «el sueño terapéutico», dentro del cual la lucidez es utilizada para curar una herida o consolar de una carencia que se experimenta en el estado de vigilia. Citaré cuatro ejemplos sacados de mi cuaderno:

Me encuentro en compañía de Teresa, mi abuela paterna, a la que, por desavenencias familiares, no tuve ocasión de conocer. Es una mujercita algo gruesa y con la frente ancha. En el sueño, me doy cuenta de que, en realidad, no nos conocemos, que nunca nos hemos hablado, que no hemos paseado juntos ni una sola vez. Le digo: «¿Cómo es posible que tú, mi abuela, nunca me hayas tenido en brazos?». Comprendo que esto es una falta de delicadeza y rectifico: «Mejor dicho, ¿cómo es posible, abuela, que yo, tu nieto, nunca te haya dado un beso?». Le propongo dárselo ahora y ella acepta. Nos abrazamos y nos besamos. Despierto con un nítido recuerdo del sueño, contento de haber encontrado este arquetipo familiar.

Estoy en mi dormitorio, tal como es en realidad, de pie frente a mi padre. Le digo: «En toda mi vida, no me has besado como hace un padre. Hiciste que te temiera y nada más. Pero ahora que soy mayor voy a darte un abrazo». Y, sin temor, lo abrazo, lo beso y lo mezo. Y al mecerlo siento la fortaleza sorprendente de su espalda. Y exclamo, contento: «¡Tienes noventa años y aún eres tan fuerte!». Sigo meciéndolo, con audacia y ternura, y le digo: «Como tú nunca te comunicaste conmigo por el tacto, yo también le he negado todo contacto corporal a mi hijo Axel». Y aparece Axel, con la edad que tiene hoy, 26 años. Lo abrazo y le pido que me meza, como acabo de mecer yo a mi padre. Me despierto. Durante el día, charlo con Axel y le explico el sueño alegremente. Le pido que me abrace y que me meza. Al comienzo, él está tímido, lo hace de mala gana, pero poco a poco se conmueve y acabamos por establecer un contacto que nos ofrece una sensación de bienestar y de paz para ambos. De esta forma, en sueños, realicé algo que había faltado en mi relación con mi padre y, en la realidad, le permití a mi hijo subsanar esa falta en su relación conmigo.

Tengo problemas económicos y sueño que van a contratarme como actor en una compañía teatral. Me dirijo al empresario para hablar de mi sueldo. Le explico que tiene que pagarme muy bien porque, conociéndome como me conozco, no me contentaré con interpretar, sino que procuraré que el espectáculo en su conjunto marche a la perfección. Supervisaré las luces, la música, el vestuario, el trabajo de mis compañeros, etcétera. En suma, me ocuparé de todo. El empresario me comprende y me fija un buen sueldo, el que merezco. Me despierto tranquilo y habiendo recuperado la confianza en mí mismo. Sé que las dificultades económicas se resolverán.

Hace tres días que sufro de fuertes dolores de estómago, probablemente a causa de una infección intestinal. Duermo mal y no quiero tomar antibióticos. Me acuesto y sueño: estoy en mi cama, sufriendo los mismos dolores que tengo cuando estoy despierto. Llega Pachita, la curandera. Se acuesta encima de mí y chupa el lado derecho de mi cuello diciendo: «Voy a curarte, hermanito». Haciendo un esfuerzo supremo, desliza su mano izquierda entre nuestros cuerpos y la apoya en mi vientre. Después, se eleva en el aire sin separarse de mí. Levitamos un rato horizontalmente, y luego bajamos a la cama. Ella se desvanece lentamente. Me despierto curado, sin sentir dolor alguno. Me parece que, por decirlo de algún modo, he asumido a la curandera y por fin puedo acceder a un médico interior, una especie de Divinidad. Recuerdo que en México, antes de morir, Pachita hizo aparecer un anillo en la palma de su mano, lo puso en mi anular izquierdo y me dijo: «Vendré a visitarte en sueños».

Como podrás imaginar, este tipo de sueños resulta tremendamente positivo. Son sueños reparadores en todo el sentido de la palabra y en los que el inconsciente canaliza su fuerza para curar.

Si es posible utilizar ese conocimiento adquirido en la práctica delsueño lúcido para llegar al sueño terapéutico, ¿se podría llegar aún más lejos, alcanzar a través del sueño una dimensión de sabiduría?

Es lo que yo llamo «el sueño humilde». Un día dejé de proponerme actos, a fin de asistir al sueño en calidad de simple observador. En esos casos dejo que el sueño se desarrolle, que siga su curso, pero sin ser absorbido por él, permaneciendo lúcido. Soy espectador de mi sueño y me abstengo de toda intervención. Es más, creo que últimamente he alcanzado un nivel aún más sutil, que llamo «sueño sabio». El protagonista del sueño al que asisto en calidad de espectador es un sabio. Pronuncia frases que yo anoto al despertar: frases que, por lo demás, no tienen nada de original y podrían ser extraídas de cualquier texto sagrado. Pero surgen desde lo más hondo del inconsciente, tal como observo lúcidamente durante el sueño.

¿Puede contar alguno de esos sueños sabios?

Sí, pero con reticencias…

¿Por qué? ¿Se trata quizá de pudor?

¡No, no se trata de eso! Temo, sencillamente, que no se me crea, (Jodorowsky saca de su biblioteca un cuaderno enorme que parece un libro de oro.) En este otro cuaderno anoto mis sueños más positivos. Puedo abrirlo y leer un ejemplo de sueño sabio; pero ¿aceptarán nuestros lectores que un hombre pueda tener sueños semejantes? Quizá debería antes dar mi palabra de honor…

¿Por qué no? Sería casi surrealista: «Declaro por mi honor haber soñado sabiamente…».

¡De acuerdo, entonces certifico por mi honor haber tenido estos sueños! Cada cual es libre de creerme o no.

¿Tan inauditos son esos sueños?

No; en realidad son muy simples. Lo que tienen de inaudito es precisamente ese elemento que los hace sueños sabios. Todo está en el clima interior del sueño. (Jodorowsky lee de su gran cuaderno.) «Me encuentro en una clase de artes marciales. El maestro me dice: "Déjate caer en mis brazos relajado". Entonces me viene el pensamiento: "Vaya, voy a conseguir una relajación total", y me dejo caer sin reservas. El maestro me sostiene y me tiende en el suelo. Entonces intenta hacerme una llave. Es tal mi abandono que no lo consigue. Entonces dice a su ayudante: "Imposible luchar con él. Está como muerto, y contra un muerto no se puede hacer nada"». Éste es un ejemplo de sueño sabio en el que conseguí la relajación total.

Otro ejemplo: «Salgo a la calle con un traje muy estrecho que me da un aspecto enclenque. Entonces pienso: "Es bueno que la gente me vea débil, porque me sé y me siento muy fuerte por dentro"». O este otro sueño: «Asisto a la clase de un profesor de filosofía que declara: "El secreto es ser con el pensamiento". A lo que yo respondo: "Si no has aceptado que tienes que morir, no has conseguido nada. Sólo la aceptación del sepulcro nos libra del pensamiento de la muerte"».

Otros dos más: «Unos gitanos me llevan a su almacén, en el que guardan toda clase de muebles. Quieren consultarme y me enseñan, en una caja de cartón, una copa grande, parecida a la del as del tarot de Marsella. Piensan utilizarla en sus experimentos de alquimia para descubrir el disolvente universal, la sustancia capaz de disolver todas las demás materias. Yo les pregunto sonriendo: "¿Saben cuál es el disolvente universal?". Al ver que no conocen la respuesta, les digo: "Es la sangre de Cristo. Una gota de la sangre de Cristo en el corazón disuelve todos los demás sentimientos. Después de eso sólo queda el amor"». Y por último: «Un niño triste me dice: "Soy muy poca cosa. No valgo nada. Dios no me ve, está ocupado en cosas más importantes". Yo le contesto: "Imagina la superficie de una esfera compuesta por infinidad de puntos. Ahora imagina el centro de esa esfera: es un solo punto que se comunica con todos los demás"».

Esperaba unos sueños más delirantes, una proliferación de símbolos mágicos, como en sus películas o en sus historietas. Los sueños que relata son de una sobriedad inusual en usted…

Bueno, mis historietas y mis películas corresponden más al sueño lúcido. Como puedes apreciar, la mayoría de estos sueños son muy cortos. Lo especial en ellos está en su impacto y en cómo me veo en ellos: en el sueño, soy sabio, sereno y feliz, sensación que subsiste durante un tiempo al despertar.

Ahora me gustaría que diera ejemplos de «sueño humilde»…

Éste es otro tipo de sueño, en el que admiro el valor ajeno. Por ejemplo: «Estoy en casa de amigos. En la casa hay una mujer de pueblo pero de porte distinguido. No tiene más de 58 años. La considero muy educada, simpática y humana. Al cabo de un momento me pregunta: "¿Sabes quién soy?". Contesto negativamente. Me dice entonces: "Soy Cristina. Yo te cuidaba cuando eras pequeño". Entonces descubro que estoy en presencia de mi primera niñera. Digo a mis amigos: "¿Os dais cuenta? ¡Es la primera mujer a la que he amado en mi vida!". Saber que aún vive y comprobar el grado de refinamiento que ha conseguido me produce gran alegría. Cristina y yo nos besamos y luego ella se va. Mis amigos me dicen entonces, en tono de admiración: "¡Tiene 80 años y, a pesar de ello, qué joven se la ve!". Despierto lleno de alegría».

Otro más: «Una revuelta estudiantil me sorprende en plena calle. Los jóvenes queman coches y hay policías por todas partes. Suenan ráfagas de metralleta y yo me lanzo al suelo pero sin sentir miedo. Me detiene un policía y me lleva a la comisaría. Allí me interrogan. Conservo la sangre fría. Tengo los bolsillos llenos de panfletos antimilitaristas y de recortes de prensa con sucesos en los que policías y militares hacen un papel ridículo. Explico que soy profesor de tarot y me sueltan. Voy por la calle, tengo el traje hecho jirones y hasta he perdido los zapatos. Me calzo una funda de gafas a modo de chancleta. Entro en un café a preguntar por mi calle. Entre los clientes hay una mujer de pueblo gordita y con cara bondadosa que me mira con lástima, como si fuera un vagabundo. Y murmura: "Hay que ver cómo está ese pobre hombre, tenemos que hacer algo". Me toma por mendigo. Me parece tan buena y me conmueve tanto su compasión que decido no sacarla de su error y aceptar el papel que me atribuye, a fin de no decepcionarla y permitirle ejercitar tan buenos sentimientos. Abro mi maletín negro y busco un pequeño juego de tarot para regalárselo. Entre los tarots hay frascos de píldoras. Son vitaminas, pero la mujer está convencida de que transporto droga, lo que hace aumentar su compasión. Sin saber nada de tarot, echa una carta, el Mago. "Malo", dice. "No debería llevar esta carta. Mire, este hombre tiene una píldora entre los dedos…" Ella cree que el círculo amarillo que el mago tiene entre los dedos es alguna droga. Le doy las gracias por sus buenas intenciones, le prometo no volver a drogarme y salgo del café. En ningún momento he sentido la tentación de darme importancia. Al contrario, me he humillado gozoso».

¿Distingue aún más formas de sueños?

¡Por supuesto! Es posible lograr el «sueño generoso», en el que compartes con el resto de la humanidad lo que has aprendido. Por ejemplo: «Me encuentro en un espacio inmenso, sobrevolando una marcha por la paz a la que asisten miles de manifestantes. Al percibir que estoy soñando, comienzo a girar en el aire para llamar la atención. La gente, admirada, observa cómo levito. Entonces les pido que se den las manos y formen una cadena, a fin de volar conmigo. Al tocarlos, los hago elevarse y trato de hacerlos volar por la fuerza de mi pensamiento, pero ellos no se mueven. Tengo que tomarlos con ternura y no soltarlos. Entonces, ellos vuelan hacia mí y empezamos a evolucionar por el aire formando figuras, todos en cadena, hasta que despierto».

Aprender no solamente a dar sino también a recibir, aceptar el favor que pueda hacernos el otro es también una forma de generosidad, como comprendí en el siguiente sueño: «Estoy en París. Los periódicos tienen un problema con el gobierno, que no les suministra la materia prima para imprimir. France-Soir tiene que salir con la primera plana escrita a mano e impresa por un procedimiento primitivo, a base de azúcar. Al lado del quiosco de revistas, sentada a una mesa de madera, está Bernadette, la difunta madre de Brontis, mi hijo mayor. Me siento frente a ella y la veo bella y feliz como pocas veces en la vida. Ahora siento confianza, sé que puedo contar con ella. Dándome cuenta de que estoy soñando, me digo: "Bernadette murió, pero en el sueño vive. No me da miedo hablar con una muerta. Confío en ella. Es un arquetipo que puede servirme porque ella conoce bien los asuntos políticos que yo ignoro por completo, y siempre estará disponible cuando quiera consultarle sobre esto". Bernadette comienza a explicarme por qué la situación es tan tensa y por qué el presidente se equivoca al confiar en el ministro que acaba de nombrar. Después me habla del futuro: "Vivimos con la idea de que el futuro no nos pertenece -me dice-, que no es para nosotros… Y sin embargo, estamos ligados a él. En el futuro seremos muy activos". Pienso que se refiere al futuro en general, a los millones de años que aún ha de conocer el universo».

Después de este sueño, plenamente lúcido, me alegré de haberme reconciliado con la madre de mi hijo, especialmente después de todos los conflictos que vivimos. Bernadette se ha convertido en una aliada que se ofrece a colaborar con lo mejor de sí misma en el perfeccionamiento de mi espíritu. Así pues, gracias al sueño, acepté una nueva presencia suya en mi vida.

Sueño lúcido, sueño terapéutico, sueño sabio, sueño humilde, sueño generoso… ¿Qué es para usted lo último del sueño, el nec plus ultra onírico?

El sueño mágico, creativo. Durante todos estos años de exploración onírica no he conocido más que uno, a saber: «Estoy en mi dormitorio. Apoyándome en el aire con las palmas de las manos, alzo el vuelo. Entonces, decido sentir toda la potencia de mi voz. Dejando que el canto brote de mí, emito con una fuerza casi ilimitada unos sonidos que van mucho más allá de la ópera. No he de esforzarme en emitir la voz, la invoco y viene. Solamente debo dejar que me salga por la boca para descubrirla, viva y mágica… Profundamente emocionado, siento que me abro a una dimensión de mí desconocida hasta ahora. Con plena lucidez, abro los ojos y despierto. Siento mi corazón latir con fuerza. Sin moverme, rememoro todos los detalles del sueño. De pronto, llega a mis oídos un canto que no es cercano ni lejano. No es emitido por una voz humana, pero no por ello deja de tener sonoridad humana, es como si todo un barrio de la ciudad cantara. Me parece que el canto llega desde otra dimensión. Pienso que todavía estoy medio dormido y tengo que observar más lúcidamente lo que ocurre. El fenómeno se repite y me abandono a la escucha, a pesar de que el carácter totalmente nuevo de la experiencia modifica mi ritmo cardíaco. Por un lado, me siento víctima de una alucinación; por otro, me parece que se abre una puertecita hacia lo que podríamos llamar el tercer oído, no el tercer ojo, el oído de la "clariaudición". Me duermo profundamente y, en sueños, me veo en una calle de Montmartre. Camino murmurando: "Era una voz divina, la voz de una diosa. No salía de una garganta, sino que era exhalada por la realidad misma. Provenía de las calles, de las casas y del aire"».

Formidable. Pero ahora volvamos a ese sueño que se llama realidad. ¿Podemos, como afirman algunos sabios, ver nuestra vida como un sueño del que habría que despertarse?

Yo diría más bien que de este sueño inconsciente que suele ser nuestra vida hay que hacer un sueño lúcido. Hubo un tiempo en que, antes de dormir, tenía la costumbre de pasar revista a todos los sucesos del día. Visualizaba la película de mi jornada, primero de principio a fin y, después, a la inversa, según el consejo de un viejo libro de magia. Esta práctica de la «marcha atrás» tenía el efecto de permitir ubicarme a cierta distancia de los sucesos del día. Después de haber analizado, juzgado y tomado partido en el primer examen, volvía a repasar el día en sentido inverso y entonces me encontraba distanciado. La realidad así captada presentaba las mismas características que un sueño lúcido. ¡Entonces me di cuenta de que, al igual que todo el mundo, en buena medida yo soñaba mi vida! El acto de pasar revista a la jornada por la noche equivalía a la práctica de rememorar mis sueños por la mañana.

El solo hecho de acordarme de un sueño es ya como organizarlo. Yo no veo el sueño completo, sino aquello que he seleccionado de él. Análogamente, al repasar las últimas veinticuatro horas, no tengo acceso a todos los actos del día, sino a los que he retenido. Esta selección constituye ya una interpretación sobre la cual baso luego mis juicios y apreciaciones. Para hacernos más conscientes, podemos empezar por distinguir nuestra percepción subjetiva del día de aquello que constituye su realidad objetiva. Cuando ya hemos dejado de confundirlas, somos capaces de asistir como espectadores al desarrollo de la jornada, sin dejarnos influir por juicios y apreciaciones. Desde esta actitud de testigo se puede interpretar la vida como se interpreta un sueño. Por ejemplo: un día Guy Mauchamp, un alumno mío, me pidió consejo; no sabía qué hacer para que unos inquilinos jóvenes y desaprensivos desalojaran una casa que era de su propiedad. Después de expresar mi extrañeza porque no hubiera acudido a la policía, puesto que la ley estaba de su parte, le dije: «En cierto modo, esta situación te conviene. Gracias a ella, expresas una vieja angustia. Te propongo este planteamiento: considera esta situación como un sueño que hubieras tenido y trata de interpretarla como interpretarías un sueño de la noche anterior. ¿Tienes un hermano menor?». Me contestó que sí, y entonces le pregunté si, de niño, no se sentía postergado cuando ese nene captaba toda la atención de sus padres, y él respondió que así era, efectivamente. Después le interrogué sobre las relaciones que ahora mantenía con su hermano. Como yo imaginaba, Guy me confesó que no mantenían buenas relaciones ni se veían nunca. Entonces le expliqué que era él mismo quien propiciaba la invasión de los inquilinos, a fin de exteriorizar la angustia que en su niñez le causaba la presencia de su hermano. Añadí que, si quería que se resolviera la situación, era preciso que perdonara a su hermano, que lo tratara bien e hicieran las paces. Le di un consejo de psicomagia y, al cabo de una semana, recibí una postal de Estrasburgo («Fuegos artificiales en la catedral, explosión de sagrada alegría») con el siguiente mensaje: «En respuesta a mi consulta, me prescribió un acto de psicomagia y, para concluirlo, le doy el resultado. Tenía que ofrecer un ramo de flores a mi hermano y almorzar con él, a fin de establecer una relación fraternal y dejar a un lado el pasado en el que me sentía desplazado por su causa. El objetivo era conseguir la marcha de los inquilinos ilegales de mi casa. Envié las flores a mi hermano y hablé con él el viernes a mediodía. El viernes por la noche los dos inquilinos se marchaban… ¡llevándose mis muebles! Pero, en fin, se fueron, y pude recuperar mi casa. Gracias». Interesante, ¿no? Llevarse los muebles era como llevarse una parte de su pasado.

Es decir, usted indujo a ese joven a interpretar una situación real como si se tratara de un sueño lleno de símbolos que descifrar…

Exactamente. Puesto que soñamos nuestra vida, vamos a interpretarla y descubrir lo que trata de decirnos, los mensajes que quiere transmitirnos, hasta transformarla en sueño lúcido. Una vez conseguida la lucidez, tendremos libertad para actuar sobre la realidad, sabiendo que si sólo tratamos de satisfacer nuestros deseos egoístas seremos arrastrados, perderemos la ecuanimidad, el control y, por lo tanto, la posibilidad de hacer un acto verdadero. Para lograr divertirnos actuando, tanto en el sueño nocturno como en este sueño diurno que llamamos vida, hemos de estar cada vez menos implicados.

Ese distanciamiento que no impide ni la acción ni la compasión, pero no autoriza ni la codicia ni la sensiblería, se parece mucho a la sabiduría.

¡Desde luego! ¿De qué puede servirte vivir con tus sueños y hacer un esfuerzo para conseguir la lucidez sino para encontrar la sabiduría? La realidad es un sueño en el que debemos trabajar a fin de pasar progresivamente del sueño inconsciente, carente de toda lucidez, y que puede ser una pesadilla, a lo que yo llamo el sueño sabio.

¿Y el Despertar? Las tradiciones espirituales hablan de los que han despertado…

Despertar es dejar de soñar, desaparecer de ese universo onírico para convertirse en aquel que lo sueña.

El acto mágico

Para empezar, ¿qué es el acto mágico según Jodorowsky? ¿Cómo pasar del acto onírico al acto mágico?

Bueno, como ya he dicho, fue en México donde adquirí cierto dominio del acto onírico. Si Chile era un país poético, México es un país totalmente onírico en el que el inconsciente no cesa de aflorar. Cualquier persona un poco sensible percibirá allí esta dimensión, sentirá la presencia del sueño en la textura misma de la realidad mexicana. Aunque también se puede vivir diez años allí sin captar siquiera el México mágico. En la misma ciudad de México hay todo un mundo de brujos al que a los extranjeros desinformados les cuesta mucho entrar. Cuando la gente no se encuentra bien, o tiene dificultades en los negocios, acude a una bruja que realiza una especie de limpieza purificadora. Con ese fin, te frota todo el cuerpo con hierbas empapadas en agua bendita. Es una práctica muy corriente, y no solamente entre gentes del pueblo. Intelectuales y políticos no dudan en entregarse a ella, puesto que la brujería forma parte de la vida mexicana. Entre estos brujos pueden encontrarse, desde luego, curanderos expertos en hongos alucinógenos y plantas medicinales. Los hay que conocen hasta tres mil hierbas. Otros utilizan exclusivamente excrementos de animales. Existen también criaturas extrañas que provocan fenómenos tan peculiares que no se sabe si son magia o superchería. Por ejemplo, recuerdo a una mujer de un pueblecito remoto que se presenta siempre apenas cubierta con una camiseta, mostrando unas puntas de acero que brotan de todo su cuerpo. También se practica la magia negra y hay muchos brujos que hacen maleficios. Si quieres echar una maldición a tu enemigo, puedes recurrir a ellos. He sido testigo de cosas curiosas. Por ejemplo, en una función, me burlé de una mujer muy influyente a la que todos llamaban la Tigresa y que, según se afirmaba, era amante del presidente. Los artistas de mi compañía no querían salir a escena pues estaban convencidos de que la Tigresa había echado una maldición contra el teatro. Entonces me fui a buscar al ayudante de una bruja para que deshiciera el maleficio. Confieso que me reía al verle rociar todo el teatro con agua bendita. Pero, después, mientras tomábamos café, el hombre empezó a quejarse, porque le estaba saliendo un furúnculo inmenso en el ano. Aquella erupción repentina adquirió tales proporciones que el hombre tuvo que ir al hospital. Él no tenía la menor duda de que su cuerpo había absorbido el maleficio lanzado contra el teatro.

¿Puede haber sido una reacción psicosomática?

Es posible. Pero, de todos modos, a veces ocurren cosas extrañas… Un día, el director de una escuela de Bellas Artes con el que acababa de firmar un contrato me dijo: «Eres un ingenuo. Estás enamorado de México, todo te parece maravilloso. Pero si te atreves a mirar en este cajón descubrirás otro aspecto del país». Me acerqué al cajón, lo abrí e inmediatamente sentí un dolor de cabeza atroz.

¿Qué contenía ese cajón infernal?

Horribles figuritas de cera, utilizadas por las brujas para torturar a distancia a las víctimas indicadas por sus consultantes. Eran tan espantosas que sólo verlas me produjo malestar. Si las expusieran en el Centro Pompidou o en el Louvre, el público descubriría cuál puede ser el poder benéfico o maléfico de una obra de arte. Un objeto tan cargado de energía afecta directamente al organismo de quien lo contempla. Aunque en sí misma la experiencia fue desagradable, tuvo la virtud de hacerme reflexionar. Me preguntaba dónde estaría el artista bienhechor; el mago bueno cuyas obras estuvieran cargadas de una fuerza positiva tan grande que llevara al éxtasis al espectador. Es un principio del que me he servido después en psicomagia.

¿Podría citar un ejemplo?

Un día recibí la visita de una mujer que tenía un hijo homosexual. Aquella mujer no había podido superar el hecho de que su hijo fuera diferente. Aunque seguía manteniendo hacia él un gran cariño, al mismo tiempo sentía una profunda vergüenza. El hijo quería ser pianista, pero, cada vez que se presentaba a un examen o daba un concierto, su madre sentía pánico de que fracasara. El pobre muchacho lo notaba, y eso lo afectaba a tal punto que finalmente fracasaba. Enseguida comprendí que la carrera de pianista representaba para aquella mujer una actividad afeminada, de carácter homosexual. Entonces le indiqué un ejercicio. Los brujos que hacen maleficios confeccionan figuritas con la efigie de la víctima que después acribillan con alfileres. Pedí a aquella madre que utilizara el mismo procedimiento. Fabricó una figura a imagen de su hijo y le puso trocitos de uña, cabellos y retales de ropa del muchacho, a fin de que el objeto estuviera realmente impregnado de su energía. Siguiendo mis instrucciones, la mujer pegó un luis de oro debajo de cada pie y vertió una gotita de oro sobre cada uno de los siete chakras o centros vitales del cuerpo. Después roció la figura con agua bendita, la puso al lado de un piano que tenía las teclas untadas de miel -símbolo de dulzura y suavidad-, dejó en la habitación una vela encendida y rezó allí una hora cada día por el éxito de su hijo. El concierto siguiente fue un éxito, y las relaciones entre madre e hijo cambiaron positivamente.

¿Magia blanca?

¡No, psicomagia! Más adelante volveremos sobre los principios de la psicomagia; si he dado ahora este ejemplo es para mostrar que me he inspirado en las prácticas de magia negra tan comunes en México. Pero decidí invertir el proceso: si se puede hacer el mal a distancia, ¿por qué no se ha de poder hacer el bien?

Sí, pero no basta con tener buenas intenciones ni con invertir los maleficios populares. ¿Cómo es posible que semejantes prácticas resulten eficaces?

Madre e hijo están conectados psíquicamente. Si la madre da aunque tan sólo sea un paso encaminado a adoptar otra actitud interior, y el acto en sí en cierto modo denota el cambio, dicho acto cobra una solidez y una materialidad que de otra forma no tendría; el hijo, por su parte, tiene que percibirlo necesariamente, aunque en ese momento se encuentre muy lejos. Y tiene que reaccionar. Como la madre no podía aceptar racionalmente la homosexualidad de su hijo ni perdonársela, le di la posibilidad concreta de dar un paso en este sentido, ajustándose a un ceremonial minuciosamente prefijado de antemano. Éste es un lenguaje que el inconsciente comprende. En el análisis tradicional se trata de descifrar e interpretar en lenguaje corriente los mensajes enviados por el inconsciente. Yo actúo a la inversa: envío mensajes al inconsciente utilizando el lenguaje simbólico que le es propio. En psicomagia, corresponde al inconsciente descifrar la información transmitida por el consciente.

Si le he entendido bien, en psicomagia hay que aprender a hablar el lenguaje del inconsciente para luego, conscientemente, enviarle mensajes.

Exactamente. Y si te diriges al inconsciente en su propio lenguaje, en principio te responderá. Pero ya volveremos sobre esto. Por el momento, me gustaría explicar cómo el acto mágico ha contribuido al advenimiento de la psicomagia. Cuando, en México, descubrí el poder de la brujería maléfica, naturalmente, me planteé la posibilidad de la brujería benéfica. Si unas fuerzas semejantes pueden movilizarse al servicio del mal, ¿no podrían ser utilizadas al servicio del bien? Me puse a buscar a un brujo bienhechor. Un amigo me habló en esos días de la famosa Pachita, una anciana de 80 años a la que mucha gente venía a ver desde lejos, con la esperanza de encontrar curación. Me sentía muy inquieto ante la perspectiva de conocer a aquella bruja famosa, así que me preparé para ello.

¿Por qué se sentía «inquieto»?

Estaba receloso. Al fin y al cabo, nada me garantizaba que aquella mujer no fuera también maléfica. Porque en México hay brujos muy peligrosos que pueden entrar subrepticiamente en el inconsciente de un paciente sensible y echarle un maleficio de efecto retardado. Vas a verlos, al principio no sientes nada raro, pero al cabo de tres o de seis meses, empiezas a agonizar… De modo que me protegí bien antes de visitar a Pachita. Porque no era una bruja cualquiera: en los días de consulta podía atraer fácilmente a tres mil visitantes. Te diré que a veces había incluso que evacuarla en helicóptero… Por lo tanto, convenía tomar precauciones…

¿Qué hizo usted? ¿Cómo se protege uno de la influencia de una bruja?

En cierta forma puede decirse que ése fue mi primer acto psicomágico. Al principio sentí que lo más urgente era borrar mi identidad. Ir a su encuentro con mi vieja identidad era exponerme a lo peor. Así pues, empecé por vestirme y calzarme con prendas nuevas. Era importante que aquellas prendas no las hubiera elegido yo, de modo que pedí a un amigo que me comprara toda la ropa variada que quisiera, para extremar la despersonalización y que el atuendo obtenido no reflejara el gusto de un individuo en particular. Calcetines, ropa interior, todo tenía que ser absolutamente nuevo. No me puse mi ropa nueva hasta el momento de salir hacia la casa de Pachita. Además, yo mismo me hice un documento de identidad falso: otro nombre, otra fecha de nacimiento, otra foto… Compré una chuleta de cerdo, la envolví en papel de plata y me la puse en el bolsillo a modo de recordatorio. Así, cada vez que metiera la mano en el bolsillo, el contacto insólito de la carne me recordaría que me hallaba ante una situación especial y que no debía dejarme atrapar de ninguna manera. Cuando llegué al piso en el que Pachita operaba ese día, me encontré en presencia de unas treinta personas, algunas de buena posición social. Debo decir que las circunstancias en las que iba a producirse mi encuentro con Pachita eran un verdadero privilegio, lejos de las multitudes que se agolpaban a su alrededor cuando operaba en un lugar público. Porque yo formaba parte de la intelectualidad. Aunque Pachita no iba al cine, sabía que yo era director y que había hecho una película de la que se había hablado mucho, El Topo. Me acerqué finalmente y vi a una viejecita enjuta y con una nube en un ojo. La frente abombada, la nariz ganchuda acababan de darle un aspecto de monstruo. Apenas atravesé el umbral, ella me taladró con la mirada y me llamó: «¡Muchacho, tú, muchacho!». Me pareció raro oír que me llamaran «muchacho» teniendo yo más de 40 años. «¿De qué tienes miedo?», dijo. «¡Acércate a esta pobre vieja!» Lentamente, fui hacia ella, estupefacto. Aquella mujer había encontrado la palabra justa para dirigirse a mí pues yo no había madurado aún. Aunque no era un niño, mi grado de madurez no era el que corresponde a un hombre de mi edad. Interiormente seguía siendo un adolescente.

«¿Qué quieres de mí? ¿Qué quieres de esta pobre vieja?», me preguntó. «Eres sanadora, ¿verdad?», le pregunté. «Me gustaría verte las manos.» Ante el estupor de todos, que se preguntaban por qué me concedía aquella preferencia, ella puso su mano en la mía. Y aquella mano de vieja tenía una suavidad, una pureza… ¡Parecía la de una niña de 15 años! No podía creer a mis sentidos. «¡Oh, tienes mano de muchacha, de muchacha bonita!» En ese momento, me invadió una sensación difícil de describir. Frente a esa anciana deforme, creía encontrarme ante la adolescente ideal que el hombre joven que aún habitaba dentro mí había buscado siempre. Ella tenía la mano levantada, con la palma hacia mí, y yo comprendía claramente que iba a recibir alguna cosa. Me sentía desorientado, no sabía qué hacer. Un murmullo se elevó de entre los asistentes: me decían que aceptara el don. Yo pensé rápidamente que el don de Pachita era de naturaleza inefable, pero yo quería hacer un gesto que denotara que aceptaba el regalo invisible. Así que hice ademán de tomar algo de su mano. Al acercarme vi que algo brillaba entre su anular y su dedo corazón. Tomé el objeto metálico, era un ojo dentro de un triángulo, precisamente el símbolo de El Topo… Empecé a hacer deducciones de aquella experiencia inaudita: «Esta mujer es una prestidigitadora extraordinaria. Al poner su mano sobre la mía yo no había notado que escondiera ningún objeto. El golpe estaría preparado de antemano, pero ¿cómo se las había ingeniado para hacer salir ese ojo de la nada? ¿Y cómo sabía ella que ése era el símbolo de mi película?». Entonces le pregunté si podía servirle de ayudante y ella aceptó inmediatamente. «Sí», me dijo, «hoy me leerás tú la poesía que me hará entrar en trance». Empecé a recitarle un poema consagrado a Cuauhtémoc, héroe mexicano divinizado. En ese instante, aquella vieja arrugada emitió un grito tremendo, como un rugido de león, y comenzó a hablar con voz de hombre: «¡Amigos, me alegro de estar entre vosotros! ¡Traedme al primer enfermo!». Empezaron a desfilar los pacientes, cada uno con un huevo en la mano. Después de frotarles con él todo el cuerpo, la bruja lo rompía y examinaba yema y clara, para descubrir el mal… Si no hallaba nada grave, recomendaba infusiones o, a veces, cosas más extrañas como lavativas de café con leche. También aconsejaba comer huevos de termita o aplicar cataplasmas de patata cocida y excrementos humanos. Cuando el problema le parecía grave, proponía una «operación quirúrgica». Yo fui testigo de estas intervenciones y vi cosas irrepetibles; comparadas con ellas, las operaciones de los curanderos filipinos parecen manipulaciones anodinas.

¿Por ejemplo?

Podría relatar cientos de operaciones, pues seguí ejerciendo de ayudante durante algún tiempo. Quería estar en primera fila, para estudiar lo que allí sucedía, y fui testigo de cosas increíbles. Por ejemplo el ambiente: casi siempre, Pachita operaba en su casa, una o dos veces por semana. El piso estaba impregnado de un olor pestilente, debido a que Pachita acogía a todos los animales enfermos del barrio, que vivían con ella temporalmente y hacían sus necesidades por todas partes. Era un suplicio esperarla oliendo caca de perro, de gato, de loro… A pesar de todo, en cuanto ella entraba en la sala para operar, el olor parecía esfumarse por efecto de su sola presencia. Sin duda, era su prestancia increíble, su porte de reina, lo que nos hacía olvidar aquellos vapores nauseabundos. Aquella viejecita tenía el aura de un gran lama reencarnado.

¿Qué cree que la hacía tan impresionante?

Muchas veces me he hecho esa misma pregunta. ¡Y es que Pachita impresionaba tanto a sus seguidores como a los incrédulos! Lo cierto es que disponía de una energía superior a la normal. Un día, la esposa del presidente de la República de México la invitó a una recepción que se daba en el patio del Palacio del Gobierno, en el que había numerosas jaulas con pájaros de distintas especies. Cuando Pachita llegó, aquellos pájaros que dormitaban hasta entonces despertaron y se pusieron a trinar como si saludaran al alba. Muchos testigos confirmaron el incidente. Pero ella no sólo utilizaba su carisma, sabía crear a su alrededor el ambiente adecuado para cautivar tanto al visitante como al enfermo. Su casa estaba en penumbra, unas gruesas cortinas impedían que se filtrara la luz, de modo que, al llegar de la calle, tenías la sensación de entrar en un mundo de tinieblas. Varios ayudantes, todos convencidos de la existencia real del Hermano, como llamaba Pachita al espíritu con el que al parecer contactaba y que, según ella, realizaba las curaciones, conducían al recién llegado por un itinerario que éste tenía que hacer a ciegas. Creo que aquellos ayudantes desempeñaban un papel clave en el desarrollo de las «operaciones».

¿Quiere decir que ayudaban a la bruja a hacer juegos de manos?

Es posible que Pachita fuera una genial prestidigitadora. En realidad, eso nunca se sabrá. Lo cierto es que los ayudantes, cualquiera que fuera el papel que desempeñaran, no eran cómplices de una superchería; todos tenían una fe enorme en la existencia del Hermano. A los ojos de aquellas buenas gentes, esto era lo que importaba. Pachita no era sino una excelente sanadora, un «canal», como diríamos hoy en día, un instrumento de Dios. Ellos respetaban a la anciana, pero cuando no estaba en trance no la veneraban. Para ellos, el ser desencarnado era más real que la persona de carne y hueso a través de la cual se manifestaba. Esta fe que envolvía a Pachita generaba una atmósfera mágica que contribuía a convencer al enfermo de sus posibilidades de sanarse.

¿Cómo se desarrollaba una consulta «normal» en casa de Pachita?

La gente, sentada en una sala en penumbra, esperaba su turno para entrar en la habitación en la que operaba la bruja. Todos los ayudantes hablaban en voz baja, como si estuvieran en un templo. A veces, uno de ellos salía de la «sala de operaciones» escondiendo en las manos un paquete misterioso. Entraba en el baño y, a través de la puerta semiabierta, se percibía el fulgor del objeto que se quemaba en el fuego. El ayudante salía y nos advertía en un murmullo: «No entren hasta que el daño se haya consumido. Es peligroso acercarse a él mientras está activo. Podrían pillarlo…». ¿Qué era realmente ese «daño»? No lo sabíamos, pero el mero hecho de tener que abstenerse de orinar mientras se producía una de aquellas inmolaciones con fuego provocaba una impresión extraña. Poco a poco, uno abandonaba la realidad habitual para dejarse arrastrar hacia un mundo paralelo totalmente irracional. Después, de pronto, salían de la sala de operaciones cuatro ayudantes portando un cuerpo inerte envuelto en un lienzo ensangrentado y lo depositaban en el suelo, como si fuera un cadáver. Porque, una vez terminada la operación y colocados los vendajes, Pachita exigía del paciente inmovilidad absoluta durante media hora, so pena de muerte instantánea. Los operados, temerosos de ser aniquilados por fuerzas superiores, no hacían ni el menor gesto. Inmóviles, petrificados, parecían realmente muertos. No es necesario agregar el efecto que ejercía esa escenografía sobre el candidato. Cuando Pachita lo llamaba en voz baja, utilizando siempre la misma fórmula, «Ahora te toca a ti, hijito de mi alma», el paciente se echaba a temblar de pies a cabeza y regresaba a la infancia. Por eso tal vez se puede decir que esta bruja no atendía a adultos sino a niños, porque así los trataba, cualquiera que fuera su edad. Recuerdo haberla visto dar un caramelo a un ministro mientras le preguntaba con su voz grave y cariñosa: «¿Qué te duele, mi niño?». La gente se abandonaba a ella en cuerpo y alma, tomándola como antídoto de su terror.

Acaba de describir el ambiente, los preliminares, muy importantes, sin duda. Pero me gustaría saber cómo se desarrollaba en general la operación misma… Como «ayudante», usted tuvo que ser un testigo privilegiado.

¡No sé hasta qué punto, porque al igual que todos estaba bajo el poder de la magia del ambiente! Pachita hacía tenderse al paciente en un catre, siempre a la luz de una vela, ya que, según ella, la luz eléctrica podía dañar los órganos internos. Luego, señalaba el lugar del cuerpo que iba a «operar», lo rodeaba de algodón y derramaba un litro de alcohol encima. El olor del producto se extendía por la habitación, creando un ambiente de sala de operaciones. Ella siempre estaba acompañada por dos ayudantes -con frecuencia, yo era uno de ellos-y media docena de discípulos que tenían terminantemente prohibido cruzar las piernas, los brazos o los dedos, para facilitar la libre circulación de la energía. De pie, a su lado, yo mismo vi cómo hundía el dedo casi por completo en el ojo de un ciego, o cómo «cambiaba el corazón» a un paciente, al que parecía abrirle el pecho con las manos, haciendo correr la sangre… Pachita me obligaba a meter la mano en la herida, yo palpaba la carne desgarrada y retiraba ensangrentados los dedos. De un tarro de cristal que tenía al lado, le pasaba un corazón llegado no se sabía de dónde -del depósito o del hospital-, que ella procedía a «implantar» en el cuerpo del enfermo de forma mágica: nada más ser colocado sobre el pecho, el corazón desaparecía bruscamente, como aspirado por el cuerpo del paciente. Este fenómeno de «aspiración» era común a todos sus «implantes»: por ejemplo, Pachita tomaba un trozo de intestino, lo colocaba sobre el «operado» y en ese mismo instante desaparecía en su interior. La vi abrir una cabeza y meter las manos. Podías sentir el olor de los huesos chamuscados, oías ruido de líquido… La operación no estaba exenta de violencia y constituía un espectáculo bastante crudo, a la mexicana, pero al mismo tiempo Pachita mostraba una dulzura extraordinaria.

¿Qué papel desempeñaban los adeptos presentes?

La bruja contaba mucho con ellos. A veces, parecía que la operación se complicaba, entonces Pachita y el propio enfermo pedían la ayuda activa de todos los presentes.

¿Podría dar un ejemplo?

Recuerdo operaciones durante las cuales el Hermano exclamaba de pronto por boca de Pachita: «El niño se enfría, pronto, calentad el aire o lo perderemos…». Todos corríamos inmediatamente, histéricos, en busca de un radiador eléctrico… Al conectarlo, ¡comprobábamos que habían cortado la electricidad! «¡Hagan algo o el niño entrará en la agonía!», bramaba el Hermano mientras el enfermo, al borde de la crisis cardíaca, viéndose sin duda con el vientre abierto y las tripas al aire, gemía, helado de terror: «¡Hermanos, os lo suplico, ayudadme!». Y todos arrimábamos la boca a su cuerpo y soplábamos con todas nuestras fuerzas, angustiados, olvidándonos de nosotros mismos, tratando desesperadamente de calentarlo con nuestro aliento. «Muy bien, queridos hijos», decía de pronto la voz del Hermano, «ya sube la temperatura, ya pasó el peligro, ahora puedo continuar».

¿Nunca se les murió alguien?

No. Que yo sepa, nadie murió debido a las intervenciones de Pachita, a pesar de que muchas de ellas implicaban momentos críticos. En cierto modo, eso parecía formar parte del proceso.

¿Quienes eran operados sufrían?

Yo diría que sí. La operación podía ser bastante dolorosa. Cuando murió Pachita, el don pasó a su hijo Enrique, que empezó a operar como su madre. Asistí a una de sus operaciones y observé que el Hermano hablaba con más dulzura y que el cuchillo ya no hacía daño. Así lo hice observar a uno de los ayudantes, que me respondió: «De encarnación en encarnación, el Hermano va progresando. Últimamente ha aprendido a no hacer sufrir a los pacientes».

Dice que Pachita mostraba mucha dulzura, a pesar de su gran cuchillo. Usted fue atendido por ella, ¿verdad?

Sí, me dolía el hígado y sentía curiosidad por experimentar en mí mismo la operación. Pachita me dijo que tenía un tumor en el hígado y aceptó atenderme. Yo me presté al juego, diciéndome que no podía matarme. Porque, con toda la gente a la que había operado, si hubiera ocurrido un percance a alguno de sus pacientes, ya haría tiempo que habría estado en la cárcel.

¿No tenía miedo a sufrir, al dolor?

No, porque, para mí, aquello era teatro. Yo quería someterme a la operación para ver qué ocurría, y así lo hice. Pero cuando me vi en la cama, frente a Pachita, que tenía en la mano un gran cuchillo y estaba rodeada de fieles que rezaban, empecé a sentir miedo. Me hubiera gustado marcharme pero ya era tarde. Noté que me cortaba con sus tijeras…

¡Sentí el dolor que siente una persona a la que le cortan la carne con unas tijeras! Corría la sangre y pensé que me moría. Después, me dio una cuchillada en el vientre y tuve la sensación de que me abrían las tripas… En mi vida me había sentido tan mal. Durante unos ocho minutos sufrí atrozmente y me quedé blanco. Pachita me hizo una infusión y sentí cómo la sangre volvía a correrme por el cuerpo. Después ella hizo como si me arrancara el hígado… Finalmente, me pasó las manos por el vientre para cerrar la herida ¡y al momento desapareció el dolor! Si fue prestidigitación, la ilusión era perfecta: no sólo los presentes vieron correr la sangre y abrirse el vientre sino que el mismo paciente sintió el dolor. Desde entonces, el hígado no ha vuelto a molestarme. Dejando aparte la curación, aquélla fue una de las grandes experiencias de mi vida. Aquella mujer era una montaña, tan impresionante como un mítico lama tibetano. Nunca sentí tanto pánico, ni tanta gratitud, como en el momento en que ella me dijo que estaba curado y que podía marcharme. En aquel instante, vi en ella a la Madre universal. ¡Qué shock psicológico! Pachita era una gran psicóloga, conocía el alma humana.

¿Llegó a sentir miedo con Pachita?

¡Oh, sí! Ella sabía muy bien cómo utilizar una terapia del terror. A este respecto, me gustaría citar un testimonio redactado por Valérie Trumblay, mi ex esposa, que fue ayudante de la curandera en ese mismo tiempo:

Después de sufrir un aborto -había perdido a la criatura por bailar demasiado durante un ensayo teatral-, tenía dolores de ovarios. Los médicos no hallaban la causa y veían en los síntomas los efectos psicosomáticos de un sentimiento de culpa. Fuera lo que fuere, el dolor era real, insoportable, y hacía meses que duraba… Decidí consultar a Pachita. Ella me tocó el vientre, sin hacerme desnudar siquiera, y me dijo: «Estabas embarazada de gemelos. Aún llevas dentro un feto muerto. Tendré que operarte. Ven el viernes por la tarde en ayunas con un paquete de algodón, una venda y un litro de alcohol. Toma esta infusión durante los tres días que precedan a la operación». El viernes, Pachita, en trance, me hizo asistir a una operación antes de intervenirme. El Hermano abre un cuerpo, saca el corazón que palpita, mete otro que dice haber comprado en un hospital, me hace tocar las vísceras, cierra la herida con una sola imposición de la mano y ordena a los ayudantes que lleven al operado a la sala de recuperación. «Ahora tú», me dice entonces la bruja. Yo me pongo a temblar de pies a cabeza, me castañetean los dientes, sudo. Cuando la veo levantar el cuchillo ensangrentado, me caigo al suelo y me quedo sentada, aterrada. Entonces el Hermano me dijo severamente por boca de Pachita, que de repente adquirió una voz ronca de hombre: «Cálmate y échate aquí, si no, no podré hacer nada y se te gangrenarán los ovarios». Me levanté con la boca seca, con mucha dificultad, y me tendí en el catre. Mientras un ayudante me bajaba la falda para descubrir el vientre, los otros se pusieron a rezar bajo el retrato de Cuauhtémoc, el emperador venerado que, según ellos, no era otro que el espíritu que poseía a la bruja. Ésta empapó en alcohol unos algodones y me los puso sobre el vientre alrededor de la zona que se disponía a cortar. Después, muy rápidamente, con un golpe frío de cirujano, me abrió el vientre. Sentí un vivo dolor, oí ruidos de líquidos, percibí el olor de la sangre y me creí muerta. Los tres minutos de la operación me parecieron interminables; mi corazón latía a mil por hora, tenía las tripas al aire y todo el cuerpo helado. Pero ella, o mejor dicho el Hermano, estaba imperturbable: ni una palabra, ni un gesto inútil, una precisión impresionante. De pronto sentí un dolor agudo, como si me arrancaran un trozo de víscera, y Pachita me enseñó una cosa negra y viscosa parecida a un pequeño pulpo. «Esto es el feto, está podrido.» El olor era insoportable. «Traedme una bolsa», ordenó. Los ayudantes corrieron a la cocina y volvieron con una bolsa de plástico de supermercado. Pachita hizo un paquete con cuidado, lo ató con una cinta roja y lo dio a su hijo diciendo: «Esta noche lo tirarás al canal, a las aguas oscuras, dándole la espalda, y te irás sin volver la cara. Las cosas malignas se prenden de la mirada…». Luego cerró la herida con sus manos, y el dolor desapareció en un instante, al mismo tiempo que el miedo. Me vendó el vientre y me ordenó que guardara reposo durante tres días y que tomara un agua preparada especialmente para mí. Como yo era la última paciente del día, a esa hora Pachita debía recuperar su propio cuerpo y hacer que el Hermano volviera a su reino. Yo me puse a llorar, tan fuerte que mis sollozos parecían sobrepasar la pequeña habitación. Mientras los ayudantes rezaban para que Pachita volviera a ser mujer, escuché una vocecita que gritaba llorando en el pasillo: «Mamá, mamá…». Me parecía que únicamente podía oírla yo, y exclamé: «Ahí fuera hay un niño que llama a su madre». Me ordenaron severamente callar y dejar irse al vampiro. Después de un mes pude caminar normalmente. Un dolor muy agudo me perforaba el vientre al menor movimiento brusco. Pero el resultado de la operación fue tajante: nunca más volví a padecer dolor de ovarios, después de tanto sufrir. Desde entonces, me convertí en una incondicional de Pachita, y, en compañía de Alejandro, he asistido a muchas operaciones. No podría afirmar categóricamente si lo que vi era real o ilusión, pero sin embargo vi que esa mujer curaba a los que tenían fe en ella y, sobre todo, en el Hermano. Pachita consagró su vida entera a los que sufrían. Si aquello era trampa, tenía que ser una «trampa sagrada», como diría Alejandro.

Ahora me gustaría relatar un fracaso que, me parece, se debió a la falta de fe o a la mala fe del paciente. Yo conocía a una mujer norteamericana, rica y divorciada, que sufría manía persecutoria. Ella estaba convencida de que la muerte la perseguía, que circulaba a través de ella utilizándola a modo de canal. Su asistenta se había ahogado en la piscina, su madre había muerto en un accidente aéreo cuando iba a visitarla, un amigo suyo se había suicidado, etcétera. La llevé a casa de Pachita, después de haber avisado a ésta de que iba a presentarle a una posesa. La norteamericana llegó a casa de la bruja en un estado de ánimo ambiguo. Yo intentaba persuadirla para que creyera, pero ella se cerraba en la desconfianza de la mujer blanca que visita un poblado indio. Entró en la sala de operaciones con aire de repugnancia y desprecio. Al verla entrar, el Hermano encarnado en Pachita enrojeció y, echando espuma por la boca y blandiendo el cuchillo con expresión asesina, se lanzó sobre ella, decidido a matarla. Entre los ocho que estábamos allí presentes sujetamos a la bruja, que luchaba con una fuerza tan grande que parecía casi imposible reducirla. Entonamos un encantamiento y, al cabo de varios minutos de completo pánico y crisis de cólera rayana en la epilepsia, el Hermano se calmó. Se puso a acariciar la cabeza de la norteamericana, que de pronto estaba muy sumisa, como una niña amedrentada. «Ya lo ves, hijita», murmuraba el Hermano por boca de Pachita, «estás poseída por un demonio criminal. Sin saberlo, tú das la muerte. Tú deseas matar. No te engañes, sé sincera y date cuenta de que, por miedo al mundo y por rencor, estás llena de una sed de destrucción. Si quieres liberarte, debes seguir mis instrucciones al pie de la letra». El Hermano le ordenó que fuera al mercado de hierbas medicinales y mágicas y comprara siete cintas de colores diferentes y un trozo de coral. Durante veintiún días, al acostarse, debía envolverse el cuerpo con las siete cintas y dormir cubierta como una momia, con el coral en el pecho, como un medallón. Para mí, el mensaje estaba claro: debía dormir cada noche envuelta en el arco iris, símbolo de la alianza con Dios, y purificada por la belleza humilde del coral. Pero la paciente no lo veía así. Terminada la consulta, volvió a asumir su antigua personalidad y creó todos los obstáculos imaginables para no seguir las instrucciones de ir al mercado. Primero se rompió un dedo del pie, después propuso comprar las cintas en una tienda del centro, ya que el mercado le parecía un lugar sucio, lleno de indios piojosos… Al cabo de dos o tres semanas, la convencí para que me acompañara al mercado. Una vez allí, demostró una cicatería absurda, regateó en el precio del coral y de las cintas hasta llegar a enojarse por unos cuantos céntimos. Finalmente dejamos el mercado llevando el paquete en la mano, pero estuvo a punto de olvidarlo en el taxi sin demostrar el más mínimo interés por recuperarlo. Ya hastiada, decidí cortar nuestro vínculo y nunca más volví a verla, la dejé en su mundo sin fe ni amor, víctima de sí misma… Años más tarde me enteré por la prensa de que había asesinado a su amante. Tenía razón Pachita: aquella mujer era una asesina. El Hermano, al tratar de abalanzarse sobre ella para matarla, actuaba como un espejo. Ella se aferraba a sus sufrimientos, no quería cambiar, por lo que no pudo beneficiarse de la sabiduría transmitida por Pachita, a la que fue a consultar únicamente porque yo se lo pedí, sin tener fe verdadera en su poder. Con todo esto quiero decir que era necesario colaborar con la hechicera. El Hermano no podía curar a quien no lo deseara profundamente y se negara a colaborar.

Podía ocurrir que una persona tuviera fe pero no deseara recobrar la salud. Recuerdo, por ejemplo, a una mujer llamada Henriette, paciente de un médico amigo nuestro a la que no le daban más de dos años de vida. Henriette estaba enferma de cáncer y ya le habían extirpado los dos pechos. A instancias de su médico, que era partidario de intentarlo todo, me acompañó a México. Aunque muy deprimida, se declaró dispuesta a dejarse operar por Pachita. Ésta le propuso purificarle la sangre inyectándole dos litros de plasma procedentes de otra dimensión, materializados por el Hermano. Llegó el día y, tras el consiguiente ceremonial, Henriette se encontró tendida en la cama. El Hermano le clavó el cuchillo en el brazo y oímos caer la sangre en un cubo metálico, era un chorro espeso y maloliente. Después, el Hermano introdujo en la herida el extremo de un tubo de plástico de un metro de largo, levantando en el aire el otro extremo para conectarlo con lo invisible. Pudimos oír el sonido de un líquido que manaba suavemente desde un lugar incierto, y en ese momento el Hermano dijo: «Recibe el plasma santo, hijita, no lo rechaces». Al día siguiente de la operación, Henriette estaba triste. No creía en los efectos de la «transfusión» y se sentía abatida. Intenté hacerla reaccionar, pero fue imposible. Estaba petulante como una niña, arisca y egoísta. Me culpaba de querer sustraerla de su calvario. Dos días después, le salió en el brazo un gran absceso purulento. Muy asustada, llamé a Enrique, el hijo de Pachita, quien, después de consultar a su madre, me dijo: «Tu amiga tiene fe en la medicina, pero la rechaza. Quiere deshacerse del plasma santo. Que esta noche haga sus necesidades en un orinal y mañana por la mañana se aplique el excremento en el brazo, para que explote el foco de la infección». Transmití el mensaje a Henriette, que se encerró en su habitación. No sé si siguió el consejo o no, pero la verdad es que el absceso reventó dejando un agujero muy grande, tan profundo que se veía el hueso. Inmediatamente la llevé a casa de Pachita, que, convertida en el Hermano, dijo a la enferma con su voz de hombre: «Te esperaba, hijita, voy a darte lo que deseas. Ven…». La curandera la tomó de la mano como a una niña, la llevó a la cama y, sorprendentemente, se puso a tararear una vieja canción francesa, mientras balanceaba el cuchillo ante los ojos muy abiertos de la enferma. Tuve la impresión de que la hipnotizaba. Entonces le preguntó:

– Dime, ¿por qué quisiste que te cortaran los pechos?

A lo que Henriette, con su voz de niña, contestó:

– Para no ser madre.

– Y ahora, mi querida niña, ¿qué quieres que te corten?

– Los ganglios que se me hinchan en el cuello.

– ¿Por qué?

– Para no tener que hablar con la gente.

– ¿Y después, hijita?

– Me cortarán los ganglios que se me hinchan debajo de los brazos.

– ¿Por qué?

– Para no tener que trabajar.

– ¿Y después?

– Me cortarán los que se me hinchan cerca del sexo, para que pueda estar sola conmigo misma.

– ¿Y después?

– Los ganglios de las piernas, para que no puedan obligarme a ir a ningún sitio.

– ¿Y qué quieres después?

– Morirme…

– Muy bien, hijita, ahora ya conoces el camino que seguirá tu enfermedad. Elige: o seguir ese camino o curarte.

Pachita le puso un emplasto en el brazo, y a los tres días la herida había cicatrizado. Henriette decidió regresar a París, y murió dos semanas después. Cuando di la triste noticia a Pachita, me respondió: «El Hermano no viene sólo a curar. También ayuda a morir a quienes lo desean. El cáncer y las otras enfermedades graves se presentan como guerreros, siguiendo un plan de conquista preciso. Cuando le muestras a un enfermo que busca aniquilarse a sí mismo el camino que lleva su enfermedad, se apresura a seguirlo. Por esta razón, la francesa, en lugar de estar dos años sufriendo, dejó de luchar. Se rindió a su enfermedad y la ayudó a realizar su plan en dos semanas». Aprendí la lección: antes yo creía que, para salvar a una persona, bastaba con hacerla consciente de su impulso de autodestrucción. Este caso me hizo comprender que ese descubrimiento también podía acelerar su muerte.

En efecto, el testimonio de Valérie es muy interesante, en concreto por lo que se refiere a la relación entre la curación y la fe, y a la importancia del deseo de vivir. ¿Qué opina usted? ¿Había que tener fe para curarse?

No necesariamente. Todo lo que cuenta Valérie es rigurosamente cierto, pero no se puede extraer de ello un principio general. Sin duda, era preferible tener fe, pero no era una condición sine qua non. Por otra parte, Pachita parecía saber bien cómo convencer a los escépticos, tal como hizo cuando me puso en la mano el emblema de mi película. Un día le llevé a Jean-Pierre Vignau, un especialista de cine. Era un coloso, campeón de karate, no creía en estas cosas y no pretendía dejarse embaucar por una vieja mexicana. Tenía una lesión en una pierna y le aconsejé que fuera con mi mujer a casa de Pachita. Él se mostraba reacio pero, como yo lo acusaba de tener miedo, finalmente aceptó, aunque jurando que no se dejaría tomar el pelo.

¿Y cuál fue el resultado del enfrentamiento entre la anciana hechicera y este héroe de película?

Resulta que Vignau quedó tan impresionado con la historia que él mismo la cuenta en sus memorias Corps d'acier, publicadas en 1984 por Robert Laffont. Leeré el pasaje. Este testimonio de un escéptico confirma lo que he dicho sobre Pachita:

Durante aquella estancia en México, en casa de Alejandro, conocí a la persona más insólita de toda mi existencia. La más insólita y, al mismo tiempo, la más real. Hacía meses que yo padecía un desgarro en el muslo. Y no era pequeño sino un bulto como de dos puños, con un orificio en el centro. En París, había estado semanas visitando médicos y especialistas para que me lo arreglaran. Pero no había forma. Lisa y llanamente me decían que dejara el karate, porque aquello no tenía remedio. Una noche, Jodorowsky dijo a Valérie, su esposa, que tal vez podrían llevarme a visitar a Pachita, una vieja curandera de México. Aquí la llamaríamos bruja. Y una mañana temprano salgo rumbo a casa de Pachita con Valérie, que lleva en la mano un huevo crudo, imprescindible para el tratamiento.

Llegamos a una callecita no muy ancha. Un portalón de madera. Valérie llama. La puerta se entreabre y se asoma un buen hombre al que mi amiga explica el motivo de nuestra visita. El hombre nos deja entrar. El patio está lleno. Hombres, mujeres y niños de todas las clases sociales, sobre todo pobres, indios, mestizos, mexicanos típicos con capazos, comida y críos colgados a la espalda, gente que conversa, discute, vocifera. Al fondo del patio, sobre un montón de leña, un aguilucho contempla la escena con mirada penetrante y tranquila.

Esperamos. Pasados unos veinte minutos, se abre una puerta de la casa que rodea el patio. Sale una viejita, una señora anciana. Se parece a muchas de las mujeres que están en el patio. Es muy bajita, gruesa, encorvada, tiene una nube en un ojo, con el que parece ver mejor que con el otro, ver lo que no ve con el bueno. Imposible calcular su edad. Podrían ser cien años o cincuenta. Mira a los que estamos en el patio, elige a un hombre, le tiende la mano. Tú… El hombre se levanta y la sigue a la casa. Después de un rato, un buen rato, sale. Ella vuelve a mirar a los reunidos y me señala con el dedo. Tú… Es a mí. Noto que adopto una actitud mental de apertura frente a esta persona insólita. Me digo: «No conozco nada ni sé nada. Por lo tanto, me abro. De todos modos, peor no va a quedar mi pierna».

Algo sorprendido por pasar antes que otros -Alejandro luego me explicó que Pachita considera que los hombres deben pasar antes que las mujeres, porque soportan peor el dolor y las mujeres pueden esperar-, fui tras ella, acompañado de Valérie, que le explicaba mi caso en español.

De pronto, la viejita se vuelve hacia mí y me hace dos o tres movimientos de karate muy rápidos, mirándome con su ojo blanco. En aquel momento, si me hubiesen preguntado su edad, yo habría dicho veinte años. Luego, toma el huevo crudo que ha traído Valérie, lo casca y me lo frota por todo el cuerpo: la cara, las mangas, la camisa, el pantalón. A continuación, hace lo mismo con un líquido blanco que saca de una botella enorme que tiene detrás. Estoy embadurnado de pies a cabeza. Me toca la pierna, los bultos del desgarro. Luego se vuelve, se acerca a una especie de altarcito, como un pequeño nacimiento, con figuritas y velas, y se pone a rezar en voz baja. Yo escucho; no comprendo nada, pero escucho. La habitación está en penumbra, iluminada por tres o cuatro velas. Una mesa en la que los pacientes se acuestan para ser operados, dos o tres ayudantes que están allí para aprender o para que ella les transmita su don. Y Pachita que reza. Luego deja de rezar, se vuelve hacia sus ayudantes y les dicta una lista de productos, hierbas, plantas. Dan la lista para mí a Valérie. Yo la miro.

– Y a todo esto, ¿cuánto tengo que darle?

– Dale lo que quieras, un peso, dos…

Metí la mano en mi bolsillo y saqué lo primero que encontré, un billete que equivalía a no sé cuántos pesos, lo he olvidado, y volvimos a salir al patio. Nos fuimos a uno de esos grandes mercados mexicanos en los que todo es color, griterío y movimiento, y donde al ver la vitalidad de la gente uno piensa, al igual que en África, que no sienten el calor. En aquel mercado un poco demencial, compramos lo que necesitábamos. Cuando volvimos a casa de Alejandro, Valérie cocinó un potaje con todo e hizo una cataplasma que me puso en el muslo. La llevé puesta durante tres semanas. Con ella hacía mi vida normal e incluso entrenaba. Después de tres semanas, me la quité. ¡Había desaparecido completamente! No sentí más dolor que el tirón al quitar la cataplasma, que me arrancó el vello. El desgarro estaba curado. Y nunca más he vuelto a sentirlo. Evidentemente, aquellos que no han vivido una situación similar pueden cuestionar la veracidad de la minoría que sí lo ha hecho. Pero yo afirmo que Pachita me había curado realmente.

Éste es el testimonio de Jean-Pierre. Interesante, ¿no te parece?

¡Por supuesto! ¿Y qué puede deducirse de todo ello?

Yo nunca diría que las manipulaciones de Pachita fueran verdaderas operaciones; pero tampoco diría lo contrario. Y finalmente, saqué la conclusión de que eso no era importante. En realidad, lo que hace que estas cosas nos intranquilicen es nuestra creencia en un mundo «objetivo», nuestra mentalidad moderna autodenominada racional. Siempre pretendemos situarnos como observadores distantes de un fenómeno supuestamente externo cuyos mecanismos deben ser nítidamente delineados. En la mentalidad «chamánica», por el contrario, este problema ni se plantea. No hay ni sujeto observador ni objeto observado, sólo está el mundo, sueño hormigueante de signos y símbolos, campo de interacción en el que confluyen fuerzas e influencias múltiples. En ese contexto, saber si las operaciones de Pachita son «reales» o no resulta incongruente. ¿Qué realidad? Desde el momento en que entras en el campo energético de la bruja, te integras en su realidad y ella a su vez entra en la tuya, ambos evolucionan en una realidad donde las prácticas de curación son operantes. ¡Y el hecho es que muchas personas se han curado realmente! Por otro lado, ateniéndome al punto de vista llamado «objetivo», nunca pude descubrir el «truco», a pesar de haber estado a su lado semana tras semana durante horas… En cualquier caso, no se puede sino reconocer el genio de Pachita. ¡Si lo suyo era teatro, qué gran actriz! ¡Si era ilusionismo, esta buena mujer fue la ilusionista más grande de todos los tiempos! Y qué psicóloga…

¿Qué le enseñó? ¿Qué ha rescatado de todo ello para integrarlo luego en la práctica de la psicomagia?

En primer lugar aprendí a tratar a las personas. Gracias a ella, comprendí que todos -o casi todos- somos niños, a veces adolescentes. Lo primero que hacía Pachita era tocar con sus manos a todo el que acudía a ella, con lo que establecía una relación sensorial e infundía confianza a las personas. Se producía un fenómeno extraño: desde el momento en que sentías en ti sus manos, se transformaba para ti en una especie de madre universal y no podías resistirte. Así me sucedió también a mí, a pesar de que, por entonces, yo rechazaba a los maestros y me negaba a someterme. Sin embargo, al tocarla mi resistencia se derretía como la nieve al sol. Pachita sabía encontrar en el adulto, incluso en el más seguro, un niño dormido, ansioso de amor, y el contacto era más eficaz que las palabras para establecer confianza y abrir su estado receptivo. Este contacto también parecía permitirle hacer el diagnóstico. Recuerdo, por ejemplo, la ocasión en que le llevé a un amigo francés. Hacía tiempo que sentía dolores, y los médicos franceses habían necesitado seis meses para diagnosticarle un pólipo en el intestino. Pachita le pasó las manos por el cuerpo e inmediatamente detectó la presencia de un bulto en el intestino. ¡Mi amigo se quedó atónito!

Pero, aparte de manifestar estas facultades casi adivinatorias, aquella bruja practicaba a veces lo que hoy me parecen actos psicomágicos maravillosos: un día recibió a un hombre que estaba al borde del suicidio porque no soportaba la idea de quedarse calvo a los 30 años. Había probado todos los tratamientos posibles sin éxito. El Hermano le preguntó por boca de la anciana: «¿Crees en mí?». El hombre respondió afirmativamente, y de hecho, tenía fe en Pachita. El espíritu le dio entonces estas instrucciones: «Consigue un kilo de excrementos de rata, orina encima y mézclalo bien hasta obtener una pasta que te aplicarás en la cabeza. Este remedio te hará crecer el pelo». El hombre se quejó suavemente pero Pachita insistió, diciendo que, si quería evitar la calvicie no había más remedio. Él decidió entonces someterse a este insólito tratamiento. Tres meses más tarde volvió a visitarla y le dijo: «Es muy difícil encontrar excrementos de rata, pero al fin localicé un laboratorio en el que crían ratas blancas. Convencí a un empleado para que me guardara los excrementos. Cuando reuní el kilo, oriné encima, hice la pasta y entonces me di cuenta de que me daba lo mismo no tener pelo. Por lo tanto, no usé el ungüento y decidí aceptar mi suerte».

Yo vi en aquello un acto de psicomagia elemental. Pachita le pidió un precio que él no estaba dispuesto a pagar. Cuando se encontró ante la acción misma, comprendió que podía perfectamente aceptar su destino. Ante la exigencia real, prefirió seguir siendo calvo. Salió de su mundo imaginario para mirar de frente al mundo real. Estas instrucciones, absurdas a primera vista, le dieron ocasión de madurar, le hicieron pasar por todo un proceso al final del cual le fue posible aceptarse tal como era. Así concibo yo la psicomagia. Muchas veces, Pachita inducía a las personas a realizar un acto insólito que, a fin de cuentas, se orientaba a reconciliarlos con un aspecto de ellos mismos. Recuerdo a una persona para quien el dinero representaba un gran problema, una persona incapaz de ganarse la vida. La vieja le impuso un extraño ceremonial: el «paciente» debía orinar todas las noches en un orinal, hasta que estuviera lleno. Después, tenía que dejar el orinal debajo de la cama y dormir treinta días encima de su orina. Yo fui testigo de la consulta y, por supuesto, me pregunté cuál sería su significado. Poco a poco fui encontrando su sentido: si una persona que no sufre ninguna disminución física ni intelectual no consigue ganarse la vida es porque no lo quiere. Una parte de sí misma se opone a ello y se encuentra en conflicto con el dinero. Ahora bien, seguir las instrucciones de Pachita podía implicar exponerse a un verdadero suplicio: no hace falta mucho tiempo para que la orina conservada día tras día bajo la cama apeste. El paciente que es obligado a dormir encima del orinal queda impregnado de sus propios efluvios, descansa junto a la maceración de sus desperdicios. Por otra parte, este ejercicio requiere un espíritu de sacrificio y desarrolla la fuerza de voluntad. Porque es necesario tenerlos para soportar todas las noches el encuentro con la propia orina…

Sin duda, pero ¿qué relación tiene eso con el dinero?

En primer lugar una relación simbólica: la orina es de color amarillo, como el oro. Pero, al mismo tiempo, es un desecho… Producir desechos es una necesidad fisiológica, y la necesidad de orinar o defecar es en sí misma producto de otra necesidad, la de comer y beber. Ahora bien, para atender a esas necesidades, hay que ganar dinero. El dinero, en la medida en que representa energía, tiene que circular…, y aquella persona no se ganaba la vida porque sentía repulsión por el dinero, que consideraba sucio, vil… En esa persona, el concepto del dinero como energía estaba bloqueado. Lo necesitaba, pero no quería verse activa en su manipulación. Una parte de ella se negaba a intervenir en el movimiento que hace que el dinero entre y salga, se transforme en alimentos… Le asqueaba reconocer el legítimo lugar del «oro» en esta red que constituye toda existencia. Pachita le obligó a dominar ese miedo. Al encontrarse cada noche solo con su orina estancada, el paciente tuvo la visión de que el oro-excremento no es «sucio» si circula. Si uno se niega a verlo y lo mete debajo de la cama, empiezan los problemas… El «oro» hedía porque esa persona le había asignado un lugar vergonzoso. Finalmente, como te decía, el solo hecho de practicar el ejercicio hasta el fin le obligó a ejercer su voluntad, cualidad imprescindible para ganarse la vida normalmente.

A propósito, ¿Pachita requería algún pago a sus pacientes?

No; no exigía honorarios, pero la gente le hacía donativos. Cuando operaba, siempre tenía cerca de ella un cesto con una gran bolsa en donde los pacientes ponían lo que querían. No se podía acusar a Pachita de estar al frente de un business. Aunque, por supuesto, los que tenían dinero le pagaban bien; porque, sin duda, era una experiencia impagable hacerse atender por esa mujer… Ella no curaba para ganar dinero, ganaba dinero porque curaba.

Volvamos a su experiencia y a lo que supuso para usted ese encuentro con ella, en cuanto a la psicomagia.

Su contribución a la psicomagia es tan simple como esencial: observándola, descubrí que, cuando se simula una operación, el cuerpo humano reacciona como si sufriera una verdadera intervención. Si yo te comunico que abriré tu vientre para extirparte un trozo de hígado, si te obligo a tenderte en una mesa y reproduzco exactamente todos los sonidos, todos los olores y las manipulaciones, si sientes el cuchillo en la piel, si ves saltar la sangre, si tienes la sensación de que mis manos te revuelven las entrañas y extraen algo de ellas, estarás «operado». El cuerpo humano acepta directa e ingenuamente el lenguaje simbólico, al modo de los niños. Pachita lo sabía y era una maestra suprema en el arte de utilizar ese lenguaje de manera operativa, nunca mejor dicho.

Así pues, ¿Pachita era ante todo una especialista en comunicación simbólica?

Absolutamente. Además, observaba con mucha atención los objetos, las joyas que llevabas. Recuerdo a una mujer con una pulsera ovalada, en la cual, en un orificio también ovalado, estaba incrustado un reloj. Aquello tenía que ser, sin duda, un regalo de su madre, y Pachita descubrió inmediatamente que esa mujer no resolvería sus problemas hasta que se librara de la influencia de su madre. Era evidente además que aquel orificio simbolizaba a la madre, en el seno de la cual se mantenía aún la hija-reloj. Intuitivamente, Pachita descifró el mensaje simbólico y recomendó todo un ritual para deshacerse del objeto. Para ella nada era insignificante, el mundo era como un bosque de símbolos en relación permanente. Estando en contacto con ella me abrí al lenguaje de los objetos, al significado que encierran, por ejemplo, los regalos: todo obsequio tiene un sentido, se inscribe en una dinámica de posesión y comunicación. Olvidar una cosa en casa de un amigo, por ejemplo, o en un sitio público no tiene nada de gratuito. La brujería primitiva conoce el mecanismo de estas interacciones y las domina más o menos. Pero se trata, desde luego, de un conocimiento intuitivo, no intelectual ni científico. El brujo o chamán probablemente sería incapaz de describir rigurosamente su propia práctica; para ello tendría que situarse en el exterior, verse actuar y descifrar su funcionamiento. Ahora bien, su poder está precisamente en el hecho de mantener con el mundo una relación interna.

Él no es espectador de un mundo «objetivo» inanimado, sino parte integrante de un universo subjetivo en el que todo está vivo. La misma Pachita entendía las enfermedades como seres animados: el tumor era una criatura maléfica que merecía ser quemada viva, y de pronto oías como trinos de pájaros. A veces extirpaba del cuerpo enfermo una forma en movimiento que veías agitarse en la penumbra como un títere. Ella materializaba la enfermedad, que así perdía su poder como enemigo invisible -y por ello tanto más amenazador-, y la encarnaba en una figura vagamente grotesca, que merecía recibir la muerte. Del vientre de un homosexual vi cómo sacaba un falo negro que resoplaba como un sapo…

Algo digno de uno de sus happenings… Lo que usted describe son realmente escenas «pánicas».

¡Digno de Goya! No sé cómo lo hacía para llevarnos a ese mundo barroco… ¿Trance, alucinación colectiva, prestidigitación genial? De todos modos, si había trampa, era una trampa sagrada. Quiero decir que sus actos mágicos resultaban eficaces. Pachita aliviaba a la mayoría de los que iban a verla, por eso quise observarla y aprender de ella…

Pero situándose en una lógica un poco diferente: a diferencia de un Castaneda, que después de recibir el mensaje de don Juan se convierte él mismo en chamán, usted no pretende ser brujo. Usted se contenta con asimilar ciertos principios universales para transportarlos a una actuación no mágica, sino «psicomágica».

Es cierto, porque yo no provengo de una cultura «primitiva». En mi opinión, salvo excepciones -no me pronuncio sobre el caso de Castaneda, a quien conocí en México en aquella época-, no puedes convertirte en chamán o brujo si no has nacido en un contexto primitivo. Con la mejor voluntad y la mayor amplitud de criterio del mundo, no se libera uno tan fácilmente de todo su bagaje occidental y racional.

Castaneda es un personaje inaprensible al que pocos pueden ufanarse de haber visto. ¿En qué circunstancias lo conoció?

En aquel entonces, en los años setenta, yo era muy conocido en ciertos medios, gracias a mi película El Topo, que para muchos era una especie de referencia en materia de cine mágico. Castaneda había visto El Topo dos veces, y le había gustado. Yo me encontraba en México en un restaurante en el que sirven unos filetes espléndidos y se bebe buen vino. Iba acompañado de una actriz mexicana que reconoció en el local a una amiga que estaba con un señor. Castaneda -que no era otro el señor-, al enterarse de quién era yo, envió a su amiga a nuestra mesa. La mujer me preguntó si quería conocer a Castaneda. «Desde luego», respondí. «¡Soy un gran admirador suyo!» Ella dijo que él vendría a sentarse a mi mesa, pero yo insistí en ir a la suya.

Una coincidencia novelesca…

¡La vida es novelesca! Propuse a Castaneda ir a su casa, pero él quiso venir a mi hotel. Éramos como dos chinos, rivalizando en cumplidos. Él no paraba de darme la preferencia, y yo hacía otro tanto, por supuesto…

¿Y no dudó de si realmente estaba en presencia de Castaneda?

Ni un instante. Más adelante, en Estados Unidos se publicó un libro en el que aparece un retrato suyo, un dibujo. Y es el retrato del hombre al que conocí.

¿Cuál fue su primera impresión?

En México, es fácil determinar la clase social a la que pertenece un hombre sólo con verle el físico. Castaneda tiene aspecto de camarero.

¡Cómo!

Sí, tiene aspecto de hombre del pueblo; no es grueso, pero sí fornido, con el pelo crespo y la nariz un poco achatada: un mexicano de las clases populares. Pero, en cuanto abre la boca, se transforma en príncipe; detrás de cada palabra suya se percibe una gran cultura.

¿Da impresión de sabiduría?

Más que de sabiduría, de simpatía. Enseguida nos hicimos amigos. Vestía con sencillez y estaba despachando un buen filete, regado con Beaujolais… No se parecía a don Juan sino al Castaneda que se manifiesta en los libros. Yo volvía a encontrarme con su tono, con su voz, por así decirlo…

Según usted, ¿sus libros narran hechos reales o son ficción?

Me es difícil pronunciarme. Mi impresión es que se funda sobre una experiencia real a partir de la cual elabora e introduce conceptos extraídos de la literatura esotérica universal. En sus libros encuentras el zen, las Upanishads, los tarots, el trabajo sobre los sueños… Una cosa es segura: que recorre realmente México para hacer sus investigaciones.

¿Cree en la existencia de don Juan?

No; creo que este personaje es un invento genial de Castaneda, que desde luego ha conocido a varios brujos yaquis.

¿Cómo se desarrolló su conversación en la habitación del hotel?

En primer lugar, llamó para avisarme de que llegaría con cinco minutos de adelanto. Me conmovió tanta delicadeza. Luego, cuando llegó, le dije: «No sé si eres un loco, un genio, un granuja o si dices la verdad». Él me aseguró que no decía más que la verdad, y a renglón seguido me contó una historia increíble, de cómo don Juan, con una simple palmada en la espalda, lo había proyectado a cuarenta kilómetros de distancia… porque se había dejado distraer por una mujer que pasaba por allí… También me habló de la vida sexual de don Juan, que era capaz de eyacular quince veces seguidas. Por otra parte, me parece que al propio Castaneda le gustan mucho las mujeres. Me preguntó si no podríamos hacer una película los dos juntos. Hollywood le había ofrecido mucho dinero, pero él no quería que don Juan fuera Anthony Quinn… Entonces empezó a tener diarrea, con mucho dolor en el vientre, algo que, me dijo, no le ocurría nunca. También yo sentía fuertes dolores, en el hígado y en la pierna derecha. Era extraño que nos vinieran aquellos dolores cuando empezábamos a plantearnos un proyecto. El dolor hacía que nos arrastráramos por la habitación. Llamé a un taxi y lo acompañé al hotel. Después, fui a hacerme operar por Pachita. Había instado a Castaneda a que fuera a conocer a aquella mujer excepcional, pero no compareció. Tuve que guardar cama durante tres días. Una vez restablecido, lo llamé al hotel, pero ya se había marchado. No he vuelto a verlo, la vida nos separó. Un guerrero no deja huella.

Es decir, que le parece a la vez un tramposo y una persona muy interesante…

Me contó sus historias de don Juan con tanta convicción… Yo estoy acostumbrado al teatro, a los actores, y no me pareció que mintiera. ¿Quizá esté loco y sea un genio?

Según usted, ¿cuál ha sido la aportación de Castaneda?

Su aportación ha sido inmensa: él creó una fuente de conocimiento diferente, la fuente sudamericana. Hizo revivir el concepto del guerrero espiritual… Volvió a poner de actualidad el trabajo sobre el sueño despierto. Sin duda, ha publicado demasiado, pero los editores norteamericanos hacen firmar contratos por una decena de libros. Y siempre, a pesar de todo, tiene algo nuevo que decir, sus libros revelan muchas cosas olvidadas. De manera que, verdad o mentira, poco importa. Si es trampa, es una trampa sagrada…

En tanto que chileno de origen ruso con largos años de vida en México, ciertamente no es usted el prototipo del occidental adorador de la diosa Razón…

Es verdad, soy un poco loco, como tú sabes… Pero mi locura, mi desmesura, permanecen enraizadas en una cultura, pese a todo, moderna. Queriéndolo o no, soy el producto de una sociedad materialista que pretende mantener con el mundo una relación objetiva. Mis audacias más extremas se sitúan siempre dentro de ese contexto del que no podemos salir. Tal vez lo expanden, hacen salir a flote sus contradicciones y callejones sin salida, pero no los anulan. Para ser brujo o chamán, hay que habitar un mundo chamánico. En lo que a mí respecta no creo lo suficiente en la magia primitiva como para hacerme mago yo mismo. Por eso si bien quise aprender de Pachita, nunca aspiré a recibir su don para convertirme en sanador a mi vez. Es más, diría que siempre me resistí a ello.

Será que no cree en la magia lo suficiente como para hacerse mago, pero cree en ella a pesar de todo…

Lo cierto es que no puedo decir que sea verdad ni que sea mentira. Pero enseguida comprendí que, si quería aprender de Pachita, tenía que adoptar una actitud inequívoca y hacer como si no creyera en absoluto.

¿Por qué?

Si hubiera partido del principio de que todo aquello podía ser verdad, de que la magia como tal podía ser una realidad, pronto habría llegado a un callejón sin salida. Me habría esforzado en seguirla por su vereda mágica, en convertirme yo mismo en mago para conseguir unos resultados sólo parciales o mediocres, ya que, repito, uno no puede cambiar de piel y convertirse en chamán porque se diga que todo esto podría ser verdad. De modo que me obligué a hacer como si no pudiera ser más que falso. Por «falso» no quiero decir inexistente -había que reconocer las curaciones y los fenómenos extraños que se producían en torno a ella-, sino más bien que pueda ser explicado por un conjunto de leyes psicofisiológicas. De este modo, me encontraba en disposición de aprender de esta mujer algo que después yo podría utilizar en mi propio contexto.

¿Como por ejemplo el qué?

La forma de manejar el lenguaje de los objetos y el vocabulario simbólico, a fin de producir ciertos efectos en la gente; en síntesis, el modo de dirigirse directamente al inconsciente en su propio lenguaje, ya fuera a través de palabras, de objetos o de actos. Eso aprendí de Pachita.

Pachita era excepcional, sin duda, pero se inscribía en una tradición…

Desde luego. Por ello, después de conocerla, descubrí el lugar que ocupa la magia en todas las culturas primitivas. Leí centenares de libros sobre el tema, para intentar extraer los elementos universales dignos de ser utilizados de manera consciente en mi propia práctica. No voy a extenderme sobre eso, pero daré algunos ejemplos. En todas las culturas se encuentra la idea del poder de la palabra, la certeza de que el deseo expresado en la forma adecuada provoca su realización. Pero con frecuencia el nombre de Dios o del espíritu se refuerza por su asociación a una imagen. Los antiguos sabían intuitivamente que el inconsciente no sólo es receptivo al lenguaje oral, sino también a las formas, a las imágenes, a los objetos. Por otra parte, los egipcios concedían importancia capital a la palabra escrita. Más que decir había que escribir. En psicomagia, yo acostumbro pedir a la gente que escriba cartas, no tanto por lo que digan en ellas cuanto porque el solo hecho de escribir y enviar la misiva posee efectos terapéuticos. Otra práctica universal es la de la purificación, las abluciones rituales.

En Babilonia, durante las ceremonias de curación, los exorcistas ordenaban al paciente que se desnudara, que tirara todas sus ropas viejas, símbolos del yo antiguo, y se pusiera vestiduras nuevas. Los egipcios consideraban la purificación requisito preliminar para recitar las fórmulas mágicas, tal como atestigua este texto antiguo, del que he olvidado su procedencia, pero que me ha servido de inspiración: «Si un hombre pronuncia esta fórmula para uso propio, debe untarse de óleos y ungüentos y tener en la mano el incensario lleno; debe tener natrón de cierta calidad detrás de las orejas y una calidad diferente de natrón en la boca; debe vestir dos prendas nuevas después de haberse lavado en las aguas de la crecida, calzar sandalias blancas y haberse pintado la imagen de la diosa Maat en la lengua con tinta fresca». También yo pido a muchos de los que vienen a consultarme que tomen baños y procedan a ciertos lavatorios, porque sé que este acto, ingenuo en apariencia, influirá notablemente en su psicología, los situará en una disposición distinta. Si alguien teme ir a hablar con su madre, le recomiendo que antes de la entrevista se enjuague la boca siete veces y que se llene los bolsillos de lavanda. Bastarán esos detalles para que aborde la entrevista de diferente manera. Los antiguos atribuían también un papel benefactor a numerosos objetos simbólicos: los textos mágicos se recitaban sobre un insecto, un animal pequeño o, incluso, un collar. También se utilizaban bandas de lino, figuritas de cera, plumas, cabellos… Después de encontrar en los textos antiguos referencias a estas prácticas, me entregué a una reflexión acerca de las proyecciones que las personas hacen sobre los objetos y me pregunté cómo usarlas de modo positivo. Los magos grababan el nombre de sus enemigos en vasijas que luego rompían y enterraban, destrucción y desaparición que debían acarrear las de tales adversarios… En las suelas de las sandalias reales se pintaban las efigies de los «malvados», para que el rey pisoteara a diario a los posibles invasores. En psicomagia, yo recurro a los mismos principios «primitivos», pero con fines exclusivamente positivos. Aconsejo a la gente que «cargue» un objeto, que inscriba un nombre… En este mismo orden de cosas, los brujos hititas me hicieron descubrir los conceptos de sustitución e identificación: en realidad, el mago no destruye el mal, sino que se apodera de él descubriendo sus orígenes y lo extirpa del cuerpo o del espíritu de la víctima para devolverlo a los infiernos. Según un antiguo texto, «se atará un objeto a la mano derecha y al pie derecho del oferente, después se desatará y se atará a un ratón, mientras el oficiante dice: 'Yo te he extirpado el mal y lo he atado a este ratón"; y entonces se liberará al ratón». Así extirpaba Pachita el mal para instilarlo en una planta, un árbol o un cactus, eso hacía que la planta muriera ante nuestros ojos. También se puede sustituir a la víctima por un cordero o una cabra: es el viejo método del sacrificio de sustitución, en el que el animal ocupa el lugar del enfermo: se amarra el turbante de éste a la cabeza de la cabra, a la que se le corta el cuello con un cuchillo que antes habrá tocado el cuello del enfermo. Según la magia judía es posible engañar, burlar e inducir a error a las fuerzas del mal. Para ello se disfraza a la persona en la que éstas se ensañan, se le cambia el nombre… Yo mismo he tenido ocasión de comprobar los benéficos resultados que se obtienen con la modificación del nombre, aunque sólo sea la ortografía. Aplico la misma idea a una carta del tarot: la Torre («la Casa de Dios» /La Maison Dieu/ en francés) en principio indica una catástrofe, pero ¿por qué no ver en ella «el Alma y su Dios» /L'Âme et son Dieu/ (que suena igual en francés) y darle así una carga positiva? Estos viejos rituales me han enseñado también a sugerir sepultar algo en la tierra cuando se quiere purificarlo.

Estos no son sino ejemplos de principios universales del acto mágico que he recuperado para utilizarlos en el acto psicomágico o, en otras palabras, en una acción terapéutica.

El acto psicomágico

¿En el contexto mágico que rodea a una bruja como Pachita, la fe juega un papel esencial?

Bueno, en vez de hablar de «fe» utilicemos la palabra «obediencia». Quiero decir sencillamente que, aunque no se crea en el poder de la bruja, es conveniente permanecer imparcial y darle todas las posibilidades de actuar. Dicho de otra manera, tengas o no tengas fe, debes ser lo bastante honesto como para seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas. Si acudes a un médico y al salir de su consulta no te molestas en comprar ni tomar los medicamentos que te ha recetado, ¿cómo podrás pronunciarte después sobre la eficacia de su tratamiento? Si Pachita recomienda un acto, la persona cree en él y lo cumple sin tratar de comprender. Obedece, eso es todo, por misteriosa que pueda ser la práctica recomendada. Como ya hemos indicado, todo esto forma parte de una cultura radicalmente distinta de la nuestra. El director de una importante revista mensual parisiense, afectado por un cáncer, me preguntó en aquellos años si podía presentarle a Pachita. Lo llevé a su casa, ella lo operó y le dijo: «Estás curado, pero cuidado: no se lo digas a nadie hasta que hayan transcurrido seis meses». Él no obedeció. Apenas regresó a Francia, se hizo examinar por una serie de médicos, con la esperanza de que le confirmaran el veredicto de la bruja. Éstos le dijeron que no estaba curado, y murió tres meses después. Por el contrario, un amigo francés, secretario de prensa de una gran compañía cinematográfica, que había tenido varios infartos, a instancias mías fue a ver a Pachita para que le «cambiara el corazón». Terminada la operación, la bruja le pidió que esperara tres meses, y él así lo hizo. Al cabo de ese período, se sometió a varios exámenes, y el electrocardiograma reveló una gran mejoría. Han transcurrido años y él sigue vivo… También podría citarte el caso de la asistente del cineasta François Reichenbach. A consecuencia de un accidente de tráfico, parecía condenada a la parálisis. Pachita la operó y volvió a andar. Hace un tiempo vino a verme para darme las gracias por haberle presentado a la bruja. Aproveché la ocasión para pedirle que testificara en una conferencia que yo daría en la Sorbona ante un auditorio de unas quinientas personas. Permíteme que te lea parte de su testimonio, tal como fue grabado y transcrito:

– (Jodorowsky:) Así pues, voy a interrogarte. ¿Cómo te llamas?

– Claudie.

– ¿De qué director francés eras asistente?

– Era asistente de Reichenbach.

– ¿Tuviste un accidente?

– Sí, en Belice. Tenía la columna vertebral hecha migas, nervios seccionados en la espalda y nueve vértebras rotas. Estuve tres meses en coma. Cuando recobré el conocimiento, me dijeron que estaba paralítica y que no podría volver a andar. Entonces me llamó Reichenbach y me dijo: «Estoy con Alejandro Jodorowsky, te lo paso». Para mí, en aquel entonces, Jodorowsky era una persona que había hecho una película completamente delirante. Me pregunta: «¿Qué te pasa?», y yo le contesto: «Estoy paralítica». «No es grave», me dice entonces. «Tienes que ir a México a ver a la bruja Pachita.» Fui a operarme, a pesar de que no creía. No creía en su cuchillo, ni creía en nada. Me hizo un daño de mil demonios. Aquello dolía mucho. Me abrió desde la nuca hasta el cóccix. Yo le había dado cien francos de la época para que comprara vértebras.

– (Alguien del público:) ¿Cómo?

– (Jodorowsky:) Sí, deben saber que Pachita compraba vértebras en el hospital o en el depósito de cadáveres, no sé muy bien… A veces, aparecía con un corazón en un frasco…

– ¡Sí, así fue! Pero he de decirles algo: yo estaba segura de que un día me levantaría y volvería a andar. No creía en Pachita y me parecía que Alejandro estaba loco, pero estaba segura de que volvería a andar, y lo conseguí a través de ella. Pero ante todo creía en mí misma.

– ¡Cuenta tu operación!

– Bien, con el cuchillo me abrió de arriba abajo la columna vertebral. Lo sentí perfectamente. Después, sentí como si golpeara con un martillo. Luego, me dio la vuelta… Ah, no, antes me puso alcohol de noventa grados. Había un olor inmundo a sangre caliente. El alcohol me escocía de un modo horrible. ¡La mordí! ¡Sí, la mordí! Me pasó por delante un brazo y, desde luego, no desperdicié la ocasión. En aquel momento estaba a punto de desmayarme. En realidad, no era tanto por el dolor como por el olor a sangre, no lo soportaba. Me puso boca arriba. Yo me dije: «Pero ¿qué hace?», y dejé de verle las manos. Ya no había manos. Estaban dentro de mi vientre, y yo no sentía nada.

– Esto es lo que vio…

– Eso es lo que vi.

– ¡Eso es! A veces, amigos, esto es como la transferencia. No sé si han visto ustedes una emisión sobre aikido <strong>[2]</strong>: llega el maestro y, con el ki, parece invencible. No lo es porque ante una persona que no sea discípulo suyo no puede hacer nada. Es necesario que haya una transferencia. Es decir, que transferimos a ciertos arquetipos fuerzas que llevamos dentro y, en virtud de esta transferencia, hacemos de esa persona un maestro, un gurú, alguien que posee una fuerza inmensa. Alguien invencible. Ello se debe a nuestra transferencia. Es completamente útil y necesario, pero se trata de una transferencia. Con Pachita lo curioso era que todo el que iba a verla hacía esa transferencia.

Interesante… Claudie no creía, pero se sometió plenamente, a diferencia del director de la revista, que hizo lo que se le antojó.

Sí. Para que la práctica funcionara, ante todo había que prestarse al juego sin tratar de comprender. No obstante, por lo que a mí respecta, me esforcé en descubrir algunos de los mecanismos que actuaban en el proceso de curación, a fin de poder reutilizarlos después. Recuerdo, por ejemplo, a un amigo que se sentía muy débil. Pachita le dijo que no tomara más vitaminas. Le ordenó que entrara en una carnicería, robara un trozo de carne y se lo comiera.

Debía proceder a este ritual una vez a la semana. Por supuesto, el hombre recuperó toda su energía y, a mi modo de ver, por una razón muy simple: cometer un robo semanal era para aquel pobre hombre tímido un acto de una audacia inaudita. Tenía que movilizar todas sus energías. Entonces descubrió que era más fuerte y decidido de lo que creía y, desde el momento en que tuvo otra percepción de sí mismo, su vida cambió. Al menos, así es como yo me lo explico.

Entre captar algunos de los sutiles mecanismos psicológicos presentes en la brujería practicada por Pachita y recomendar actos uno mismo, media una gran distancia. ¿Cómo salvó usted esa distancia? ¿Cómo pasó de una reflexión sobre el acto mágico a la práctica de la psicomagia?

Como sabes, he estudiado a fondo el tarot y gozo de cierta reputación como tarotista. Pero yo soy autor de historietas para cómic y director de teatro y de cine, por lo que nunca he tratado de ganarme la vida con las cartas. Sin embargo, en un momento determinado, quise profundizar en mi estudio del tarot. Para ello tenía que comunicarme con los demás, practicar la lectura de las cartas. Me fui entonces a una librería de la rué des Lombards que se llama Arcane 22 y que está especializada en tarot. Como los dueños me respetaban, les propuse que me acondicionaran un cuartito en la trastienda, comprometiéndome, a cambio, a recibir a dos personas al día durante seis meses, para echarles las cartas de forma profesional. Los dueños de la librería pusieron un cartelito y empezaron a llegar consultantes. No voy a extenderme aquí sobre mi concepto del tarot. Sólo diré que yo no leo el futuro, sino que me conformo con el presente y centro la lectura en el conocimiento de uno mismo, partiendo del principio de que es inútil conocer el futuro cuando se ignora quién es uno aquí y ahora. En suma, aquellas sesiones suscitaron en mí ciertas reflexiones. Cuanto más avanzaba, constataba con más fuerza que todos los problemas desembocaban en el árbol genealógico.

¿Qué quiere decir con eso?

Acceder a las dificultades de una persona es acceder a su familia, penetrar en la atmósfera psicológica de su medio familiar. Todos estamos marcados, por no decir contaminados, por el universo psicomental de los nuestros. Así, muchas personas asumen una personalidad que no es la suya, sino que proviene de uno o de varios miembros de su entorno afectivo. Nacer en una familia es, por decirlo así, estar poseído.

Esta posesión suele ser transmitida de generación en generación: el embrujado se convierte en embrujador, proyectando sobre sus hijos lo que fue proyectado sobre él… a no ser que una toma de conciencia logre romper el círculo vicioso. Al cabo de una consulta de dos horas, muchos exclamaban: «¡No había descubierto tantas cosas ni en dos años de psicoanálisis!». Esto me dejaba muy satisfecho y convencido de que bastaba con ser consciente de una situación problemática para resolverla. Sin embargo, no era verdad. Para superar una dificultad no basta con identificarla claramente. Una toma de conciencia que no es seguida de un acto resulta completamente estéril. Poco a poco, fui dándome cuenta de eso y llegué a la conclusión de que tenía que aconsejar a la gente. Pero me resistía a hacerlo. ¿Con qué derecho podía entrometerme en la vida de los demás, ejercer una influencia en su comportamiento? ¡Yo no quería convertirme a mi vez en embrujador! Era una posición difícil, ya que las personas que venían a consultarme no pedían otra cosa: habría tenido que convertirme en padre, madre, hijo, marido, esposa… Pero no estaba dispuesto a convertirme en director espiritual de nadie, a inmiscuirme en la existencia de los demás. Entonces se me ocurrió una idea: para que las tomas de conciencia fueran eficaces, yo debía hacer actuar al otro, inducirle a cometer un acto muy preciso, sin por ello asumir la tutela ni el papel de guía respecto a la totalidad de la vida de esa persona. Así nació el acto psicomágico, en el que se conjugan todas las influencias asimiladas en el transcurso de los años y de las que hemos hablado en nuestras charlas.

¿Cómo procedía usted?

Ante todo, estudiaba a la persona, exigía que me lo contara absolutamente todo. En lugar de tratar de adivinar por el tarot lo que pudiera ocultarme, simplemente la sometía a un interrogatorio. Preguntaba a mi consultante por su nacimiento, sus padres, sus abuelos, sus hermanos, su vida sexual, su relación con el dinero, su vida sentimental, su vida intelectual, su salud…

En suma, una verdadera confesión.

¡Absolutamente! Y pronto fui depositario de unos secretos terribles: robos, violaciones, incestos… Un hombre me confesó que, siendo niño, al finalizar el año escolar, esperó encima de un muro a un profesor al que detestaba para arrojarle una gran piedra sobre la cabeza. Quizá el profesor se murió, pero el chico no se quedó allí para comprobarlo… Un día recibí a un padre de familia belga, y enseguida noté que era homosexual. «Sí», me confiesa, «y tengo relaciones sexuales con diez personas al día en las saunas, cada vez que vengo a París. ¿Sabe cuál es mi problema? Que me gustaría hacerlo con catorce, como mi amigo…». Empezaron a salir los trapos sucios. Recibía las confidencias más oscuras y extravagantes. El incesto estaba a la orden del día: una mujer me confesó que el padre de su hija no era otro que su propio padre; un chico seducido por su madre me contó todos los detalles… Sadomasoquismo, fijaciones homosexuales, obsesión por el placer solitario… ¡Por allí aparecía de todo! La gente se desahogaba porque sentía confianza y me juzgaba capaz de proponerles una terapia adaptada a su herencia social y cultural.

¿Por qué era importante para usted que fuera tan detallada la confesión?

Porque, antes de emprender cualquier cosa, es imprescindible conocer el terreno. Aprendí ese principio de Miyamoto Musashi, el autor del Libro de los cinco anillos. Antes del combate, dice, hay que ir al terreno muy temprano y adquirir de él un perfecto conocimiento. También hay médicos que aplican este método. La familiarización con el terreno psicoafectivo de la persona me parecía un requisito previo para la recomendación de cualquier acto psicomágico.

¿Y qué función cumple el tarot en todo esto? Si una persona se confiesa, ya no es necesario adivinar nada.

Las personas suelen hacer sólo medias confesiones. Se guardan lo mejor para después, por decirlo así… El tarot me ayudaba a sacar a la luz secretos inconfesables en un primer momento. De ese modo, disponiendo de todos los elementos, estabas en condiciones de proponer un acto a la vez irracional y racional: irracional en apariencia, pero racional en la medida en que la persona sabía por qué tenía que realizarlo. Por otra parte, todo acto psicomágico tiene efectos perversos, es decir, incontrolados, que constituyen precisamente su riqueza.

Explíquelo, por favor.

Daré un ejemplo: un día recibí la visita de una señora suiza cuyo padre había muerto en Perú cuando ella tenía 8 años. Su madre hizo desaparecer todo rastro de aquel hombre, quemando cartas y fotos, por lo que mi consultante seguía siendo, en el plano emocional, una niña de 8 años. Con más de cuarenta de vida, hablaba como una niña y tenía graves problemas. Le prescribí un acto: debía ir a Perú, a los sitios en que había vivido su padre, y traerse algo, un recuerdo, una prueba palpable de su existencia. Cuando regresara a Europa, debía colocar el o los recuerdos en su habitación, encender una vela y después ir a la casa de su madre y darle una bofetada. Es preciso decir que su madre la maltrataba e insultaba. Como puedes ver, el cumplimiento de este acto exigía un compromiso. La mujer se fue a Perú, encontró la pensión en que había vivido su padre y, por una de esas sincronías que emanan de lo que yo llamo «danza de la realidad», encontró cartas y fotos. El padre las había entregado a la dueña de la pensión, confiando en que un día su hija iría a buscarlas. Varios decenios después, mi paciente encontró unos recuerdos en virtud de los cuales su progenitor, por así decirlo resucitaba. Al leer aquellas cartas y contemplar aquellas fotografías, la mujer dejó de ver en su padre una especie de fantasma y sintió por fin que había sido un ser de carne y hueso. Cuando regresó a su casa, puso las cartas y las fotos en su habitación, encendió una vela y se fue a ver a su madre, con intención de darle una buena bofetada. Madre e hija tenían una relación muy difícil. Pero mi paciente se llevó una sorpresa al comprobar que su madre -a la que había anunciado su visita- estaba esperándola y, por una vez, le había preparado una comida. Asombrada al verla tan amable, se sintió muy turbada por tener que abofetearla, ya que por una vez su madre no le daba motivo para hacerlo. Pero el acto psicomágico constituye un contrato ineludible que ella sabía que debía respetar. Durante el postre, mi paciente abofeteó a su madre por sorpresa y sin razón aparente, temiendo una reacción violenta de la madre, a quien siempre había temido. En cambio, ésta se limitó a preguntarle: «¿Por qué lo has hecho?». Ante tanta ecuanimidad, la hija por fin encontró palabras para expresar todas las quejas que tenía de ella. Y ésta fue la sorprendente respuesta de su madre: «Me has dado una bofetada… ¡Pues deberías haberme dado otra más!». Por fin, entre las dos mujeres nació la amistad.

Parece casi un milagro…

Podría darte pruebas de la veracidad de esta historia. La he contado para que se vea que el acto sigue su propia lógica. No se puede prever cómo va a desarrollarse ni cuáles serán sus efectos. Pero si está prescrito sobre la base de un buen conocimiento del terreno, sus efectos, cualesquiera que sean, no pueden ser sino positivos.

Así que pasó de leer el tarot a prescribir actos psicomágicos…

Enseguida tuve que hacer frente a una fuerte demanda: estaban mis consultantes del tarot, los que habían seguido mis cursos de masaje, los que asistían a mis conferencias semanales en el Cabaret Místico… Una multitud. Eso me impulsó a adoptar tres fórmulas de trabajo: una individual, otra en grupos de treinta a cuarenta, y otra en el marco del Cabaret, donde somos unas cuatrocientas o quinientas personas. De todos modos, el procedimiento esencial no varía: alguien me expone una dificultad y yo le recomiendo un acto. Ahora bien, la mayoría de los actos han sido prescritos en el curso de conversaciones privadas.

Al recomendar un acto establece un contrato con la persona…

Sí, y este acuerdo mutuo tiene mucha importancia. En primer lugar, la persona se compromete a realizar el acto tal y como yo se lo prescribo, sin cambiar nada en absoluto. Siempre en esa línea, y para evitar deformaciones debidas a fallos de la memoria, la persona debe tomar nota inmediatamente del acto y del procedimiento a seguir. Una vez realizado el acto, debe enviarme una carta en la que, en primer lugar, transcribe las instrucciones recibidas de mí; en segundo lugar, me cuenta con todo detalle la forma en que las ha ejecutado y las circunstancias e incidentes ocurridos durante el proceso; y en tercer lugar, describe los resultados obtenidos. El envío de esta carta constituye mis únicos honorarios por la prescripción del acto.

¿Eso significa que no percibe dinero en calidad de psicomago?

Siempre he querido dispensar los actos gratuitamente por lo menos desde el punto de vista estrictamente financiero, ya que la escritura y el envío de la carta son también una forma de retribución. Al realizar el esfuerzo de escribirme extensamente, la persona paga un precio, que yo percibo.

¿Cómo reaccionan sus consultantes a estas particulares exigencias?

Hay tantas reacciones como consultantes, desde luego, pero es posible distinguir ciertos tipos de actitud. Hay personas que tardan un año en enviarme la carta; otras discuten, no quieren hacer exactamente lo que les digo y regatean…, encuentran toda clase de excusas para no seguir las instrucciones al pie de la letra. Ahora bien, cuando se cambia algo, por mínimo que sea, ya no se respetan las condiciones indispensables para el logro del acto, y los efectos pueden ser incluso negativos. Hay que decir que hablar de forma tan directa al inconsciente supone ejercer en él una presión: uno trata de hacerle obedecer. Ahora bien, sólo tenemos los problemas que queremos tener. Estamos amarrados a nuestras dificultades. No tiene nada de asombroso, pues, que algunos traten de tergiversar y sabotear el acto: en realidad, no quieren curarse. Salir de nuestras dificultades implica modificar en profundidad nuestra relación con nosotros mismos y con todo nuestro pasado. En estas condiciones, ¿quién está realmente dispuesto a cambiar? La gente quiere dejar de sufrir, pero no está dispuesta a pagar el precio, o sea a cambiar, a no seguir definiéndose en función de sus preciados sufrimientos. En mi calidad de consejero, cuanto menos acepto el regateo más beneficio obtienen los demás. A ellos corresponde aceptar o rechazar mis condiciones.

Que el sí sea sí, que el no sea no…

¡Exactamente!

Es sabido que el psicoterapeuta se autoriza a sí mismo a tomar pacientes. ¿Qué sucede con el psicomago? ¿Cómo puede autorizarse a sí mismo a prescribir actos que atañen directamente al inconsciente?

Daré una respuesta irracional: en el momento en que prescribo el acto, si no dudo, soy justo.

Sin duda usted actúa con justicia, pero ¿cómo puede estar seguro de ello? Al fin y al cabo, es mucho lo que está en juego…

A ese respecto sólo cabe una pregunta: ¿quién prescribe el acto? He trabajado tanto para dejar de identificarme con mi yo que, cuando dispenso un consejo psicomágico, no soy yo el que habla sino mi inconsciente.

¡Todo el mundo es así! Unos y otros reaccionan como títeres, movidos por impulsos inconscientes…

Cierto, pero el hombre que es movido por sus automatismos nunca deja de identificarse consigo mismo. Yo no pretendo haber alcanzado la sabiduría, porque no estoy «desidentificado» las veinticuatro horas del día; pero cuando prescribo un acto, cuando desempeño mi papel de psicomago y me encuentro en trance o en autohipnosis, o como quieras llamarlo, el que habla no es mi pequeño yo. Siento que lo que hay que decir brota de las profundidades. Considero que he trabajado en mí mismo lo suficiente como para ser capaz de conseguir esta puntual disociación de mí mismo. Por supuesto, nos movemos en un medio sutil y subjetivo que no tiene relación con el razonamiento sino con la fe. Un santo sabe que hace el bien; en lo más profundo de sí, se sabe sincero y animado de una fuerza positiva, aunque algunos lo critiquen y vean en él a un ser con malos instintos. Cada vez que doy un consejo psicomágico, estoy convencido de que se trata de la respuesta apropiada para el problema de esa persona. Es sólo en una segunda fase cuando ya se lo expongo y explico de manera racional. El consejo brota sin mediación de mi inconsciente, en conexión directa con el inconsciente de aquel o aquella que me consulta.

Esta aptitud para hablar desde la profundidad no ha sido dada a todo el mundo.

¡En mi caso, es fruto del trabajo de toda una vida! He pasado buena parte de mi existencia meditando y estudiando las enseñanzas tradicionales para encontrar en mí, poco a poco, un espacio impersonal. No hablemos de santidad, sino más bien de impersonalidad, de un estado situado más allá o más acá del pequeño yo. Por lo tanto, el acto no lo prescribe Alejandro sino la no-persona que hay en mí. Entonces me siento animado de un sentimiento totalmente positivo y desinteresado: en mi calidad de «psicomago», no busco sino hacer el bien. No pido dinero a mis pacientes, sino esfuerzo. Su voluntad de cambiar constituye mi retribución, y por ello la psicomagia no se ha convertido en un negocio. Créeme: es tan fuerte la demanda que me habría sido muy fácil vivir holgadamente con mis consultas. La gente prefiere pagar, sacar el monedero, antes que dar un poco de sí misma. Pero yo puedo mantener a mi familia con el cine y las historietas de cómic, y prefiero que por mis servicios de psicomago no se me retribuya en francos ni en dólares, sino de otro modo.

¿No es gratificante esta actividad? Por lo menos, hace que se sienta reconocido.

¡No utilizo la psicomagia para obtener reconocimiento!

Entonces, ¿por qué ha querido que se publique un libro consagrado a esta disciplina?

Mi motivación es muy diferente: aunque escriba novelas y guiones de películas e historietas, no me parece que deba redactar yo mismo un tratado de psicomagia; por otra parte, sería una lástima que esta particular disciplina desapareciera después de mi muerte, que no quedara huella. Además, me parece que ha llegado el momento de fijar las cosas por escrito y difundir esta actividad. Son cada vez más las personas que hablan de Pachita, que escriben, con más o menos talento y sensibilidad, libros y artículos relacionados con lo que fue mi inspiración, esas energías con las que me encontré en contacto directo. Y he sentido la necesidad de puntualizar, de explicar cómo llegué a la psicomagia pasando por el acto poético, el acto teatral, el acto onírico y el acto mágico -en primer lugar, para dar testimonio de cierto enfoque de la realidad del que se deriva la práctica psicomágica y, en segundo lugar, para proporcionar a las personas interesadas unas coordenadas, un texto que les sirva de referencia. Al concebir este libro contigo no me mueve sino un espíritu de servicio.

En suma, la psicomagia es un ejercicio puramente espiritual…

Así es. Me concentro en la acción, en el mero hecho de dar, de aliviar el dolor prescribiendo un acto, no me preocupo de lo que pueda conseguir a título personal. Por esta razón, la psicomagia no podría limitarse a parámetros médicos o paramédicos. Reposa sobre todo en el desprendimiento del que la practica.

¿Le será posible mantener siempre ese desprendimiento? Son muchos los terapeutas que caen en la trampa: cuando ya logran vivir de su consultorio, la necesidad material los induce a tomar más y más pacientes, sin mostrar siempre prueba de discernimiento…

Aunque la demanda me impulsara a hacer de la psicomagia una práctica profesional, nunca me encontraría en una situación de dependencia económica de ella, por la simple razón de que las historietas y el cine me permiten vivir bien. ¡Además, no tengo la menor intención de abandonar la creación artística! Desde el punto de vista material, el desprendimiento consiste en ejercer sabiendo que uno puede dejarlo en cualquier momento sin por ello encontrarse sin recursos.

¿Podría precisar qué entiende por «desprendimiento», no sólo desde el punto de vista material, sino en la práctica de la psicomagia en sí?

Para estar en condiciones de ayudar a una persona, no hay que esperar nada de ella y se tiene que entrar en todos los aspectos de su intimidad sin sentirse uno involucrado ni desestabilizado. Un ejemplo: una participante en uno de mis cursos de masaje no soportaba que nadie le tocara el pecho. En cuanto un hombre, incluso aunque ella deseara mantener relaciones sexuales con él, hacía ademán de rozarle los senos, se ponía a gritar. Esta situación la hacía sufrir mucho, y ella ansiaba librarse de su pánico irracional. Le propuse que se descubriera el pecho, y así lo hizo, mostrando unos hermosos senos que no tenían nada de monstruoso o insólito. Luego le pregunté si confiaba en mí y me respondió que sí. Entonces le dije: «Me gustaría tocarte de un modo particular que en nada se parece ni a las caricias de un hombre deseoso de gozar de tu cuerpo ni al tacto de un médico que te examinara fríamente. Me gustaría tocarte con mi espíritu. ¿Crees que podría tocarte, establecer contigo un contacto íntimo que no tenga nada de sexual?». Me respondió que «quizá» y entonces puse mis manos a tres metros de sus senos y le dije suavemente: «Mira mis manos. Voy a acercarme lentamente, milímetro a milímetro. En cuanto te sientas agredida o incómoda, di que me detenga y dejaré de avanzar».

Acerqué mis manos con mucha lentitud. Cuando estaba a diez centímetros de sus senos me pidió que me detuviera. Obedecí y, al cabo de un largo rato, pasé muy cerca de la zona dolorosa, despacio, muy despacio, y volví a acercarme muy atento a su reacción. Ella, tranquilizada por la ternura de la atención que le dedicaba, percibiendo que actuaba con toda delicadeza, no emitió la menor protesta. Por fin, mis manos se posaron en sus senos, sin que ella sintiera dolor alguno, lo que le produjo un vivo asombro. Esta anécdota es un ejemplo de ese distanciamiento que, a mi modo de ver, es indispensable para quien desee realmente ayudar a los demás. Pude tocar, palpar los senos de aquella mujer situándome fuera de mi yo sexual, sin pensar ni un momento en obtener placer. En realidad, la toqué con el espíritu. En aquel momento yo no era un hombre, sino una entidad. Hay que ser capaz de tocar el cuerpo del otro, de entrar en contacto con su espíritu, sin que esta proximidad despierte en nosotros problemas aún no resueltos. He citado el caso de esta mujer hermosa, pero tal vez debería precisar que he tocado a toda clase de gente, viejos, jóvenes, guapos, feos, a veces deformes o enfermos… Lo importante es situarse en un estado interior que excluya toda tentación de aprovecharse del otro, de abusar del poder que uno tiene sobre él… Porque, a fin de cuentas, se trate de tarot, de masajes o de psicomagia nada adquiere sentido sino por una fuerza única: la energía desinteresada que a veces impulsa a un ser humano a acudir en ayuda de otro ser humano. Se trata de una energía pura, simple y sutil. Desde el momento en que interfiere la voluntad personal, el deseo o los temores, la relación de ayuda pierde su justificación y se convierte en una mascarada. No digo que en mí no puedan surgir estas manifestaciones del ego cuando actúo, pero las reconozco inmediatamente por lo que son y las dejo pasar, como se deja pasar a los sentimientos en la meditación zen, se desvanecen al instante y en nada influyen en mi relación con la persona que me ha dado la oportunidad de ayudarla. Soy consciente de la necesidad de una purificación interior, de esas abluciones rituales preconizadas por muchas tradiciones y que no sólo atañen al aseo corporal sino, ante todo, a la limpieza del corazón y del espíritu. Pero, por otra parte, ¿de qué me sirve romperme la cabeza preguntándome si estaré ya lo bastante purificado, lo bastante transparente? Recuerdo una historia zen acerca de esto: durante un paseo por un paisaje nevado un discípulo dice «Maestro, los tejados están blancos, ¿cuándo dejarán de estarlo?». El maestro tarda en contestar. Se concentra en su hara y al fin le dice con voz grave: «¡Cuando los tejados están blancos, están blancos. Cuando no están blancos, no están blancos!». ¡Es genial! Lo importante es aceptarse uno mismo. Si mi condición actual me produce malestar, es señal de que la rechazo. Entonces, más o menos conscientemente, trato de ser distinto del que soy; en definitiva, no soy yo. Si por el contrario acepto plenamente mi estado de este momento, estoy en paz. No me lamento por creer que debería ser más santo, más bello, más puro de lo que soy aquí y ahora. Cuando soy blanco, soy blanco; cuando soy oscuro, soy oscuro, y punto. Ello no impide que trabaje en mí, que trate de ser un instrumento mejor; esta aceptación de uno mismo no limita las aspiraciones sino que las sustenta. Porque sólo se puede avanzar a partir de lo que se es realmente.

Lo que dice nos conduce a contemplar posibles riesgos de tergiversación; si he entendido bien, sólo puede dispensar consejos psicomágicos una persona que haya trabajado mucho sobre si misma. Incluso diría que este tratamiento es, esencialmente, de usted y que por ser fruto de su trayectoria particular, difícilmente podría ser aplicado por otros, aunque sí que podría servirles de inspiración; de hecho usted tiene seguidores que pretenden emularlo. Sus veladas del Cabaret Místico atraen a toda clase de personas, algunas de las cuales, creyéndose mucho más preparadas de lo que están, utilizan sus palabras y sus enseñanzas por su cuenta…

Desgraciadamente, es verdad. Sólo citaré un caso: después de haberme oído hablar de psicomagia, cierto individuo se sintió autorizado para ponerse a practicarla inmediatamente. Organizó un cursillo y, con gran aplomo, prescribió a todas las mujeres asistentes el mismo acto: ¡cada una debía comprar unas tijeras grandes y enviarlas como regalo a su madre! ¡Catastrófico! Tiene que haber tantos consejos como personas, además los actos no se pueden prescribir «al por mayor». El supermercado psicomágico es una aberración. Cada acto se prescribe «a medida», después de una atenta escucha y, como he explicado, de un contacto espontáneo con el propio inconsciente, lo cual sólo es posible merced a una disociación del yo, que a su vez es fruto de un largo trabajo espiritual. Prescribir el mismo acto a todo un grupo, sin escuchar a la persona y sin un amor verdadero, me parece pernicioso. Imagina la reacción de las madres al recibir unas tijeras por correo… El efecto tuvo que ser negativo a la fuerza. Yo prescribo un acto aparentemente agresivo sólo cuando tengo la certeza de que las consecuencias serán positivas. Siempre se trata de actos esencialmente creativos. Por el contrario, este hombre ejerció una influencia destructiva.

El mismo individuo pidió a sus víctimas que se identificaran con una muñeca, que vertieran en ella todos sus dolores, toda su carga negativa y la depositaran en la casa de él, en un saco. Después vino a verme una mujer muy angustiada, presa de una psicosis, convencida de que ahora aquel hombre detentaba un poder sobre ella… Además, ni siquiera podía devolverle la muñeca para tranquilizarla porque, una vez que se marcharon sus consultantes, lo tiró todo a la basura. En resumen, se trataba de un comerciante que se dedicó a ganar dinero explotando mi trabajo y la credulidad de un grupo de mujeres. Se ha de denunciar públicamente a aquellos que se sirvan mal de mi nombre para practicar con otros la psicomagia.

Esto es un gran escollo. Pero ¿cómo evitar esa clase de adulteraciones?

La solución consiste en formar a unas cuantas personas en las que yo tenga verdadera confianza y a las que conozca desde hace tiempo, como ya hago en mis cursos de masaje, tarot o psicogenealogía, a los que suelen acudir psicólogos y psicoanalistas. Pero formar psicomagos es más delicado. Para ejercer esta disciplina es preciso haber realizado un profundo trabajo espiritual, haberse desprendido de las pasiones o, por lo menos, no ser ya presa de ellas… Vuelvo a insistir en que esto es el trabajo de toda una vida.

Algunos actos psicomágicos

Me gustaría que la última parte de nuestra conversación fuese más distendida y la dediquemos a la descripción de algunos actos psicomágicos.

No tengo inconveniente, pero debo hacer una advertencia: describir un acto psicomágico equivale a penetrar directamente en el lenguaje del inconsciente. Y no es éste un proceso anodino. Es posible que tú u otras personas os sintáis turbados al escucharlo o leerlo. No es que con estos actos yo trate de resolver enigmas extraordinarios, me conformo con atender pequeños problemas humanos, pues ¿qué hay más misterioso e irracional que los pequeños problemas de unos y otros? Nuestras dificultades cotidianas ocultan abismos, no son sino la punta de un enorme iceberg.

De acuerdo. Denos algunos ejemplos…

Por ejemplo, una bailarina amiga mía tuvo una hija con un hombre que tenía el mismo nombre de pila que el padre de ella. Esto es ya muy significativo. Pero es que, además, ¡la bailarina se llamaba igual que la madre de su amante!

Es como si cada uno buscara en el otro, respectivamente, a su padre y su madre…

Curioso, ¿no? En realidad, muchas veces la gente se enamora de un nombre o de una profesión que les recuerda a los del padre o la madre. Siendo aún niña, esta bailarina se quedó sola con su madre, totalmente apartada del padre. No sólo tuvo que encontrar posteriormente a un hombre que se llamara como su padre, sino que también se las ingenió para que éste la abandonara y desapareciera, a fin de que su hija tuviera una infancia parecida a la de ella. Por supuesto, todo esto no fue urdido conscientemente por ella; se trata de una estrategia inconsciente y, no obstante, de lo más burda. Cuando empezó a darse cuenta de los daños causados, vino a verme para pedirme que le prescribiera un acto que le permitiera perdonar a su padre y vencer así su odio a los hombres. Le rogué que me dijera en qué momento su padre había roto toda relación con ella. «Poco después de mi primera regla», me respondió. Es frecuente que un padre se aparte de su hija cuando ésta se hace mujer. Le parece haber perdido a la niña que sentaba en sus rodillas y le duele tener que renunciar a cierta forma de intimidad, de contacto. Después le pregunté dónde estaba enterrado su padre, le propuse que fuera a su tumba y le dije: «Allí, lo más cerca posible del cadáver, entierra un algodón empapado en tu sangre menstrual y un tarro de miel».

Sangre y miel…

Miel para instilar dulzura, para indicar que no se trata de un acto agresivo sino de una aproximación amorosa, de un intento de comunicación. Es un ejemplo de acto psicomágico muy sencillo que permite reactivar una relación cortada brutalmente y, al mismo tiempo, proseguir una evolución emotiva interrumpida traumáticamente. Aunque adulta, la mujer seguía en el estadio de la adolescente que tuvo que afrontar sus primeras reglas y la separación de su padre.

Otro ejemplo, por favor.

La joven Chantal se encontró a los 4 años interna en un colegio que dirigía la hermana de la madre de su madre…

Es decir, su tía-abuela…

Exactamente, una tía-abuela que tiranizaba sádicamente a esta niña. En su trabajo conmigo, Chantal descubrió todo el odio que sentía hacia aquella mujer. No podía perdonarla, pero tampoco podía vengarse, puesto que su tirana ya había dejado este mundo. Por lo tanto, le aconsejé que fuera a la tumba de aquella mujer y, una vez allí, diera rienda suelta a su odio: que pateara la tumba, que gritara, que orinara y defecara, pero con la condición de que analizara minuciosamente las reacciones que provocaba la ejecución de su venganza. Chantal siguió mi consejo y, después de desahogarse sobre la tumba, sintió desde el fondo de sí misma el deseo de limpiarla y cubrirla de flores. Y, poco a poco, tuvo que rendirse a la evidencia de que en realidad sentía amor por su tía-abuela.

¿Y eso usted lo había adivinado?

Claro, era evidente que todo aquel odio no era sino la cara deformada de un afecto no correspondido. Yo sabía que Chantal, una vez que hubiera expresado su pulsión de odio, sentiría la necesidad de dejar que se manifestara el amor que durante tanto tiempo había contenido por una mujer que, en aquel siniestro internado, representaba su único vínculo familiar.

Otro ejemplo, por favor.

Una señora padecía un mareo constante. Un simple charco de agua bastaba para hacerle sentir vértigo. Le aconsejé que pusiera los pies entre los muslos de una mujer y restregara la planta contra la vulva.

¿Y cuál fue el resultado de este tratamiento de choque?

Este acto le provocó una crisis de llanto, seguida de una revelación salvadora. Brevemente, el significado simbólico de sus vértigos era miedo a ser engullida por su madre, pavor ante el sexo materno, etcétera.

¿Cómo se le ocurren semejantes ideas?

Se me ocurren, no olvides mi trayectoria como artista ni las diversas etapas creativas de mi existencia, que me han formado y han desarrollado mi imaginación.

¿Alguna vez se ha encontrado con la mente en blanco frente a un paciente?

Hasta el momento, nunca. Siempre se me ha ocurrido una respuesta. Supongo que mis consejos varían en calidad y en eficacia, pero esto no puedo decirlo yo. Son las personas que vienen a consultarme quienes han de realizar el acto y juzgar por sí mismas. En realidad, no me imagino a mí mismo mudo frente a una persona. ¡Al fin y al cabo, se es mago o no se es! Si vienes a consultarme, forzosamente tendré algo que decirte. Mis palabras siempre serán bienintencionadas y no carecerán de eficacia. En cuanto a su grado de acierto, eso es algo que no puedo precisar. Una cosa debe quedar clara: yo no me sitúo en un terreno científico, sino en un plano artístico. La psicomagia no pretende ser una ciencia, sino una forma de arte que posee virtudes terapéuticas, lo que es totalmente diferente. Picasso realizó más de diez mil dibujos. Todos son más o menos buenos, ninguno está totalmente desprovisto de valor; pero no todos son obras maestras. Sin embargo, cada uno de ellos es Picasso, es decir, producto del talento de un artista completo. «Yo no busco, yo encuentro», decía precisamente Picasso. Encontrar es un hábito, una segunda naturaleza. Quien no ha adquirido el hábito de encontrar no sabe lo que es ese chorro espontáneo que brota de la profundidad, pero quien está conectado con su fuente creativa la deja fluir, simplemente. ¿Es posible imaginar a un maestro zen que no aceptara el desafío que encierra la pregunta de un discípulo? Esta seguridad no proviene de la ciencia ni de la megalomanía, sino de la fe, de la evidencia.

Continuemos con nuevos ejemplos…

Un muchacho se lamenta de «vivir en las nubes», me explica que no consigue «poner los pies en la realidad» ni «avanzar» en pos de la autonomía financiera. Tomo sus palabras al pie de la letra y le propongo que consiga dos monedas de oro y se las pegue a las suelas de los zapatos, de manera que esté todo el día pisando oro. A partir de ese momento, él baja de las nubes, pone los pies en la realidad y avanza… En este caso, incluso me sirvo de las palabras utilizadas por el consultante. Para finalizar, me gustaría hablar de un acto que concierne a mi hijo mayor, Brontis.

Le escucho.

Cuando Brontis tenía 7 años intervino en mi película El Topo. Es necesario precisar que Bernadette, su madre, nunca vivió realmente conmigo. Cuando lo concebimos, yo me creía estéril. Mi padre detestaba a su propio padre y jamás firmaba «Jodorowsky». Como no tenía el menor deseo de reproducir este apellido, había conseguido convencerme, de manera sutil, de que yo nunca tendría hijos y que, por lo tanto, era el último Jodorowsky.

Un día, una actriz con la que yo trabajaba me dijo que estaba convencida de mi fecundidad, a lo que respondí que en mi destino no estaba inscrita la procreación. Finalmente, tuvimos relaciones sexuales y, algún tiempo después, ella me anunció que estaba embarazada de mí. Como confiaba en ella, al saber que la criatura era mía, experimenté una especie de revolución personal, tanto interna como externa. La mujer con la que vivía se fue y me encontré solo frente a esta responsabilidad para la que no estaba en absoluto preparado. Acepté la llegada del niño -para mí estaba excluido el recurso del aborto-, pero me sentía desconcertado, en una disposición de ánimo muy distinta de la de un padre. Además, era pobre y no podía prestar ayuda económica a la madre y al niño, hasta el extremo de que cuando nació Brontis no pude regalarle más que un oso de peluche. Poco después, la actriz se fue a trabajar a Europa, llevándose al niño. Transcurridos seis o siete años experimenté una profunda crisis de conciencia y volví a ponerme en contacto con la madre de mi hijo para decirle que ahora sí tenía una mejor situación económica y que, si lo deseaba, podía enviarme a Brontis. El niño llegó con su oso de peluche y una foto de su madre. Entonces decidí hacerlo participar en El Topo. La película empieza así: yo llego tocando la flauta, acompañado del niño, y le digo solemnemente: «Ahora ya tienes 7 años, eres un hombre. Entierra tu primer juguete y el retrato de tu madre». El niño obedece, entierra el oso en la arena, mete la foto en el hoyo y luego ambos nos alejamos.

Pasaron los años, y me daba cuenta de que Brontis y yo teníamos dificultades de comunicación en el plano espiritual. Tuve que reconocer que había cometido errores y traté de repararlos. Brontis había hablado varias veces del juguete que yo le había pedido que enterrara cuando vino a vivir conmigo. Aquel oso había sido su primer juguete, yo se lo había regalado cuando nació, antes de que nos separáramos durante siete años. Cuando terminamos la película, no fuimos a recuperar el oso. Comprendí que lo había separado brutalmente de su infancia y de su madre: una vez que hubo enterrado el retrato al lado del juguete, no volvió a hablar de Bernadette y dejó de escribirle. Después me confesó: «No sufrí, porque imaginé que las hormigas irían a vivir dentro del oso, que él sería su casa». De este modo se había consolado el niño… Un día, mucho después, cuando Brontis tenía 24 años, imaginé un acto nuevo para reparar el anterior. El día de su cumpleaños, me dije: enterraré un oso de peluche en el jardín de nuestra casa, lo cubriré de arena y a su lado pondré una foto de la madre. Después me pondré un sombrero negro, parecido al que llevaba en El Topo, pediré a Brontis que se desvista y que venga al jardín -en la película, el niño aparecía desnudo- para desenterrar el oso y la foto. Le diré: «Hoy cumples 7 años y tienes derecho a ser niño. Ven a desenterrar tu primer juguete y el retrato de tu madre». Y decidí pasar a la acción, pero tropecé con algunos imponderables: pensaba comprar un oso lo más parecido posible al otro, un juguete duro, relleno de paja. Pero la industria había progresado y todos los osos de peluche eran blandos. Por lo tanto, el viejo oso rígido se convirtió en un oso suave y flexible. En cuanto a la foto, la que Brontis había enterrado a los 7 años era en blanco y negro; cuando busqué un retrato de su madre para realizar el acto -Bernadette había muerto en un accidente de aviación-, sólo encontré una en color, por lo que mi hijo, que había enterrado una foto gris, sacaría ahora una imagen en color. En realidad, estas modificaciones debidas al «azar» contribuyeron en gran medida al éxito del acto. Lo que me lleva a decir que los imponderables, los elementos que no podemos controlar, también desempeñan un papel importante en la psicomagia. Es preciso esforzarse en cumplir el acto según las instrucciones recibidas y en las mejores condiciones y, en esta disposición de ánimo, considerar los imprevistos y otros cambios ajenos a nuestra voluntad como si formaran parte del proceso. En El Topo, yo protegía a Brontis del sol abrasador del desierto con una sombrilla negra; pero el día en que realizamos el acto ya aquí en Francia, estaba lloviendo, y tuve que protegerlo con un paraguas negro. En realidad, él no sabía lo que yo iba a hacer, pero, al verme imitar el trote de un caballo como si cabalgara con él a la grupa, comprendió, se encaramó a mi espalda y fuimos, bajo la lluvia, al lugar en el que yo había enterrado el oso. Curiosamente, me dijo: «No he traído paraguas. Sabía que tú me esperarías y me cobijarías», como si presintiera lo que iba a ocurrir. Desenterró el oso y la foto en color de su mamá, nos abrazamos y lloró largamente, con la cabeza en mi hombro, lágrimas de gratitud, como un niño lleno de ternura. Ese día decidió enviarme por correo un poema cada día, y desde entonces recibo diariamente un texto suyo. Guardo sus poesías en una caja especial. Sobra decir que la comunicación entre nosotros ha mejorado mucho y ahora mantenemos una hermosa relación.

Es una historia muy bella. En ese acto usted reprodujo voluntariamente una situación ocurrida en la infancia…

Sí, pero haciéndola justa. Retomé los mismos elementos asociados a una carga sentimental negativa y les insuflé una carga positiva. De este modo pagué mi deuda psicológica.

Breve epistolario psicomágico

Una vez que la persona ha realizado el acto, dice que la única remuneración que le pide es que le envíen una carta relatándole los pasos de la ejecución. Me gustaría que explicara algunos detalles acerca de ese correo psicomágico que se establece.

Exijo la carta, por dos motivos: ya que un acto psicomágico presenta todas las características de un sueño, si no se anota de inmediato se olvida rápidamente. Por otra parte, lo que se recibe debe compartirse. La mejor manera de retribuir a un terapeuta es demostrarle cómo, gracias a su ayuda, uno ha recuperado la salud. Saber dar las gracias es una señal de salud espiritual. Estas cartas son, pues, parte integrante del acto psicomágico. Lo juzgan y lo completan, por decirlo de algún modo.

Esto aumenta mi curiosidad. ¿Podría mostrarme alguna?

Sí, claro. Como no es posible mostrar un acto, nos serviremos de las cartas. Para que se pueda entender bien el proceso, comentaré la primera carta frase por frase. Después, cuando lea otras, dejaré que cada cual adivine las razones que hay detrás de unos actos tan irracionales a primera vista.

¿Empezamos?

No hay que olvidar que en estas cartas no soy yo quien habla sino la persona a quien he prescrito un acto, acto del que él o ella me da cuenta por este medio. Ésta es la primera e iré comentándola sobre la marcha [3]:

Soy psicólogo y fui a verle porque no lograba trabajar en mi profesión. No ganaba ni un céntimo. Usted me impuso el siguiente acto de psicomagia: tomar un tiesto en forma de doble cuadrado… [Le dije que tomara un tiesto en forma de cuadrado doble, como el de las cartas del tarot: doble cuadrado mágico, es decir, espíritu y cuerpo. Tenía que trabajar con los dos.]…de un color significativo. [¿Qué color? La persona debía elegir un color que tuviera para ella una fuerza simbólica, a fin de que el objeto le sugiriese algo.] Dividirlo en dos partes y plantar trigo. [Aquí había un juego de palabras: en francés hay un refrán que sugiere la idea de que cuando plantas trigo, te crece trigo en el bolsillo, porque se llama blé, trigo, al dinero.] En uno de los lados, el trigo debía ser plantado en cuatro hileras, dos hileras pares y dos impares. [Para mí, hacer hileras pares e impares simboliza el reconocimiento del hombre y de la mujer que todos llevamos dentro: en todos los ritos de iniciación, los números impares son masculinos y los pares, femeninos. Prestar la misma atención al hombre y a la mujer es reconocer a la pareja que hay dentro de nosotros.]

En el otro lado, el trigo sería plantado desordenadamente. [Por lo tanto, hay un lado ordenado que simboliza la necesidad del intelecto de trabajar con método, y otro lado en desorden, que indica la confianza dada al inconsciente. Esta disposición espacial manifiesta que el orden perfecto sólo existe junto al desorden.]

El 7 de febrero, al volver a casa después de haber permanecido dos días fuera, me doy cuenta de que el trigo germina. Pero el lado izquierdo de los dos cuadrados está casi yermo, sólo con uno o dos brotes. [Sólo ha crecido el trigo en el lado derecho… ¡Qué misterio! ¿Por qué en el derecho sí y en el izquierdo no? Sabemos que, en nuestra sociedad patriarcal, el lado izquierdo es el femenino: el lado pasivo del cuerpo está simbolizado por la izquierda. En la India, la mano derecha es la mano de Dios y la izquierda, la de la tierra, la que se utiliza para limpiarse el trasero, mientras que con la derecha se come. Y cuando uno escupe, siempre ha de hacerlo hacia la izquierda, nunca hacia la derecha. En este caso, debemos comprender el mensaje que se transmite a la mujer interior: ella niega su feminidad. Y la psicomagia, que opera a través de la sincronía o, si se prefiere, de la poesía, se lo manifiesta a través de estos cuadros de trigo: «Vigila tu feminidad, no descuides tu intuición, ¡atiende a tu mujer interior!». Es como si el trigo le dijera: «No crezco porque tú no amas la tierra. Y no amas la tierra porque no te amas a ti mismo en tu dimensión femenina».] Me dijo que pusiera arcilla en las zonas estériles y que las regara con agua bendita por la noche… [Para mí, la arcilla es el cuerpo humano. Se dice que Dios hizo a Adán tomando arcilla de los cuatro puntos cardinales, y con esa arcilla procedente de los cuatro puntos de la tierra, hizo un hombre equilibrado. Estos cuatro lados están también en nosotros: si el ser humano no ha establecido un equilibrio entre sus necesidades corporales, sus deseos, sus emociones y su intelecto, no puede sentirse bien. En un ser humano bien desarrollado, estas cuatro energías están en equilibrio. En cuanto al agua bendita, se prescribe a fin de que el cuerpo esté bendito. Es lo primero que debe hacerse para reanudar el contacto con la dimensión femenina en uno mismo: al pedir a esta mujer interior que bendiga su cuerpo, la invito a que lo sacralice, a que deje de despreciarlo, a que vuelva a tomar posesión de él], y que hiciera pequeños corazones de alambre y los pusiera en las cuatro esquinas de la habitación; después me pidió que rezara a mis antepasados femeninos. Compro arcilla verde. La pongo en los lados izquierdos y, por la noche, la riego con agua bendita, que previamente había dejado en mi altar, cerca del Buda. También conseguí alambre para fabricar los corazones. [Le impuse un trabajo, ya que para encontrar trabajo era necesario que aprendiera a trabajar. De ahí esas pequeñas tareas que debía realizar y que le decían: «Aprende a amar el trabajo o no trabajarás jamás».]

El 20 de febrero hago los corazones y los pongo según me ordenó usted. Pongo más arcilla, agua bendita y rezo a las mujeres de mi árbol genealógico para que vengan en mi ayuda. El día 24 sigo poniendo arcilla, agua bendita y rezando. Aparece algún que otro brote, pero no como en el lado derecho. [Aquí él expresa su diferenciación entre izquierdo y derecho. Establece una competencia. Es como si dijera: «Una mujer no es como un hombre. Está disminuida, es inferior». Y cuando observa: «No es como el lado derecho», hay que contestarle: «¡Claro que no, puesto que es el lado izquierdo!».]

Hace un mes que no sucede nada… [En realidad ya ha sucedido todo.] Después de haber puesto arcilla y agua bendita de vez en cuando, vi que había crecido trigo. [Resulta curioso: dice que no pasa nada, pero en cambio ha crecido trigo.]

Los lados estériles están menos tupidos que los otros. [Siempre está la comparación… Pero aunque no hubiera crecido más que una sola planta minúscula, en un puñado de tierra robada de un cementerio, en pleno invierno, con unos granos comprados en una tienda de productos dietéticos, habría sido una maravilla. En su habitación crece trigo: ¡qué milagro!]

Tengo dos hileras de seis plantas y dos de cinco. [Eso suma 22… Recordemos que yo le dije que usara un tiesto que fuera un cuadrado doble, a fin de que formara una carta del tarot. Y en este cuadrado en forma de carta de tarot hay 22 plantas, tantas como arcanos mayores. ¡Milagro!]

Encontré trabajo el 2 de marzo y sigo trabajando. Gracias por su ayuda.

Consiguió su objetivo. Me gustaría conocer otra historia.

Ésta no voy a comentarla. Su autor, un escritor norteamericano llamado R. M. Koster, atravesaba una etapa de sequía creativa y se encaminaba hacia el alcoholismo. Su esposa conocía mi trabajo e intuyendo que yo podría ayudarle a recuperar su creatividad le indujo a hacer el viaje desde Panamá, donde residían, hasta París, para que yo le impusiera un acto de psicomagia. Debo precisar que este hombre llevaba unos diez años sin escribir un libro. Te leo la carta que me escribió después de liberarse del alcoholismo y empezar a escribir de nuevo, ambas cosas tras haber realizado el acto.

Muy interesante el caso.

Koster escribe con un desenfado que no oculta la dimensión trágica de su vivencia, como veremos ahora.

Situación en marzo de 1987: durante los años setenta escribí tres novelas, las tres muy buenas, estaban ambientadas en un país centroamericano imaginario, metáfora del Panamá. Sin que yo lo sospechara, estas novelas prefiguraban la historia de la República de Panamá, porque, una vez que las hube escrito, Dios decidió plagiarme: lo imaginado se convirtió en realidad. Un artista predice el futuro, porque a diferencia de los demás conoce el presente. Mientras trabajaba en la tercera novela, perdí el valor, angustiado por los militares. Decidí no escribir más sobre aquel país imaginario que se llamaba Tiniebla y, en las últimas páginas, lo destruí con un terremoto. Terminé aquella novela en septiembre de 1978 y no he vuelto a escribir desde entonces, he perdido confianza en mis aptitudes literarias y me he aficionado a la bebida. Cuando nos encontramos usted y yo, le dije: «Sin confianza no se puede trabajar. Escribir una novela es como arrojarse desde lo alto de un edificio. Escribes sin saber adonde irás a parar. Quizá te recojan los bomberos, quizá no. Pero, si buscas ante todo la seguridad, tienes que bajar por la escalera. Ahí estás seguro, pero no escribes una novela. Cuando uno pretende vivir la vida bajando por la escalera, no la vive. Llega un momento en el que hay que lanzarse».

Usted me contestó: «Estás poseído por un viejo yo. Cuando escribías ese libro, quien escribía era otro, los personajes que hablaban también eran otros. Pero esos personajes existen en tu inconsciente, son parte de ti. ¿Y qué has hecho tú? Has roto con ellos, los has asesinado. Por lo tanto, esos seres están enfadados contigo porque no llevaste tu novela a donde debía llegar. En la creatividad, hay que obedecerse. Cuando se crea, hay que entregarse, dejar que la creación crezca como un hongo. Hay que obedecer a lo que crece en nosotros, y tú no lo hiciste, y así cortaste tu creatividad».

Acepté su análisis, porque siempre estuve convencido de que es el libro el que busca al escritor, al igual que es la hembra la que busca al macho y no a la inversa. Me recomendó:

1. Quemar mis cuatro proyectos posteriores a la tercera novela, los que no pude terminar. La quema debía realizarse en la habitación en la cual trabajo.

2. Utilizar una bebida alcohólica para encender el fuego, con objeto de cortar mi consumo excesivo de alcohol.

3. Como la habitación está en el primer piso y, puesto que yo había utilizado la metáfora del escritor que se tira desde lo alto de un edificio, es decir, que se entrega por completo a su libro, me sugirió que, una vez terminado el rito, saliera por la ventana en lugar de bajar por la escalera.

Y precisó otros detalles que aparecerán a medida que describa mi acto. Reuní todo el material necesario y lo metí en un cubo de hierro: los cuatro manuscritos inacabados, un litro de vodka, el cordel verde para atar las hojas, un alfiler para pincharme en el dedo y derramar una gota de sangre sobre cada manuscrito… Le prendí fuego. Inmediatamente, una horrible humareda llenó la habitación. Cogí el cubo, a pesar de que ya estaba caliente, y lo llevé al baño para no tiznar la habitación. Por otra parte, no quería que alguien al ver el humo llamara a los bomberos. Cerré la puerta del baño, puse el cubo en la taza y empecé a toser de asfixia. Salí rápidamente, cerré la puerta y, durante los quince minutos siguientes, volví de vez en cuando para asegurarme de que no se apagaba el fuego. Mientras tanto, empecé a preparar mi salida por la ventana. Al igual que todas las ventanas de este país tropical, ésta tiene una persiana de láminas de vidrio y una mosquitera. En primer lugar desatornillé la mosquitera, y después desmonté parte de la persiana para poder pasar, operación delicada que exigió que retirara la pieza metálica que sostiene el vidrio. Una vez quemado el montón de manuscritos y abierta la puerta, me envolvió la humareda. No podía respirar y saqué el cubo por la ventana, puesto que me estaba prohibido utilizar la escalera. Lo dejé en un saliente que hay inmediatamente debajo de la ventana y corrí a cerrar la puerta del baño para evitar que el humo se esparciera por la casa. Por alguna misteriosa razón, encima de la tapa de la taza quedó una hoja. Salí por la ventana, crucé el tejado y bajé al patio. Tiré a la basura lo que quedaba de los manuscritos. Cuando al día siguiente entré en el baño, descubrí que todavía estaba lleno de humo y que las paredes, antes blancas, se habían puesto negras. Cuando levanté el papel que había quedado en la taza, vi que la parte que estaba debajo seguía blanca. Mandé limpiar el baño, pero aún hoy, al cabo de seis meses, persiste el olor a humo y se observa la diferencia entre el rectángulo blanco y el resto, que ahora es gris.

Resultados de la psicomagia:

1. Escribí un artículo sobre Panamá que fue publicado por Harpers´ Magazine en su número de junio de 1988.

2. Busqué un agente literario. Este agente vendió en setenta mil dólares un proyecto de libro escrito por mí a partir del material proporcionado por G. Sánchez-Borbón, un exiliado.

3. Entre enero y abril de 1988, escribí las treinta y cinco mil soberbias palabras de este libro.

Conclusiones: Hasta ahora, ningún libro de ficción ha tocado a mi puerta para pedirme que lo escriba, pero estoy escribiendo con mucho éxito sobre los acontecimientos panameños. Parece que a su magia le tiene sin cuidado el género y sólo se guía por el tema.

Ya ves… Escribí una postal a Koster para felicitarlo, haciéndole observar que no había quemado la hoja que había quedado en la tapa. También le decía que, si quería escribir ficción, podía proponerle otro acto psicomágico. A lo que él me contestó: «Por el momento, no deseo más actos, porque tengo mucho trabajo. Me bullen en la cabeza muchas ideas: cine, etcétera. Uno sabe cuándo está vacío. Ahora estoy lleno. Gracias».

Se tenga o no se tenga fe en la psicomagia, es cierto que usted expone hechos comprobables, lo cual es impresionante. ¿Todos sus consultantes le contestan con cartas tan prolijas como la de esta última persona?

En general, sí. Pero a veces me ocurre que, digamos por deformación profesional, en el curso de una conversación amistosa propongo un acto sin que me lo hayan pedido. En esos casos, prácticamente nunca recibo respuesta, sencillamente porque, en general, el acto no se realiza. La persona no lo ha solicitado, lo escucha con indiferencia, quizá entre divertida y curiosa, pero sin darle importancia.

De nuevo subraya la importancia que tiene la motivación, decisiva en toda terapia. Lo que importa es que la persona realmente desee cambiar…

Por supuesto. Si existe verdadero deseo y también confianza, todo es posible. Voy a leer una carta muy larga que ejemplifica ese principio: un acto de lo más simple puede adquirir una dimensión milagrosa si se realiza con fe:

Me llamo Jacqueline. Ya le conté que mi padre se suicidó cuando yo tenía 12 años tomando cincuenta tabletas de optalidón. También le dije que, con tantos problemas de dinero arrastrados desde hace años, muchas veces he adoptado actitudes suicidas. Me explicó que mi padre se había suicidado de un modo suave (con tabletas) y que yo misma estaba suicidándome poco a poco, que en eso imitaba a mi padre.

También le dije que mi madre había muerto tres semanas después que mi padre (padecía una degeneración cerebral desde hacía años). Yo necesitaba expresar con un acto algo que me asfixiaba desde hacía tiempo. Necesitaba una liberación y creo en los milagros.

Me propuso el siguiente acto: ir a una residencia de ancianos, comprar una docena de hermosas naranjas (grandes), regalárselas a 12 personas y hablar 12 minutos con cada una de ellas. Enseguida, llamarle para contarle lo experimentado. Puesto que mi padre había muerto un sábado, me dijo que realizara el acto en sábado.

Traté de comprender qué me proponía. Pensé que la residencia me situaba en la edad de mi padre (en un principio, no se me ocurrió asociar el acto a mi madre), que las naranjas eran símbolo de fecundidad y que, al ir a ver a personas que tenían aproximadamente la misma edad que mi padre, yo dejaría de rechazarlo. Si en esta ocasión le daba la vida, también yo misma me autorizaría a vivir y dejaría de sentirme impulsada a reproducir su acto. Además, 12 naranjas, 12 personas, eso era para mí un símbolo del arcano del Ahorcado del tarot. Por lo tanto, tenía que ir hasta un extremo de mi árbol, hasta un extremo de mi dolor, para lograr encontrar la alegría; quizá fuera necesario que muriese de una vez para renacer y ocupar mi verdadero lugar. Los días que precedieron al acto no fueron muy agradables; me encontraba mal, tenía palpitaciones y sensación de angustia y ahogo. Busqué una residencia pública, porque pensé que tal vez sus ocupantes fueran personas más necesitadas, peor provistas que los ancianos de una institución privada. Tuve que desplazarme a una población situada a 43 kilómetros de la ciudad donde resido, una población que tiene el mismo nombre que mi marido (!), donde se encuentra la residencia geriátrica comarcal. Por consejo de un amigo, antes llamé por teléfono a la directora y le expliqué que era psicóloga y que estaba haciendo un trabajo que trataba de la soledad de los ancianos, para lo que necesitaba cambiar impresiones con una docena de personas. Nada más llegar, descubrí que aquello era algo para lo que no me había preparado. Todas las personas presentes parecían tener un comportamiento curioso, anormal. La mayoría padecía trastornos mentales. Yo tenía razón en un punto, porque me reencontraba con un elemento de mi pasado que me había hecho sufrir mucho: mi madre también «se había visto trastornada» varios años antes de su muerte, algo que yo me había negado a reconocer siempre. Allí volví a enfrentarme con algo muy doloroso. No había elegido aquel lugar por casualidad. A pesar del dolor, no podía dar media vuelta, tenía que seguir adelante. El dolor me ahogaba, había tanto desvalimiento en aquellas personas… Tenía la impresión de que estaban pidiéndome ayuda. Sentí un gran amor por todos aquellos «viejos». Me resultaba difícil medir el tiempo que pasaba con cada persona. Sé que hay que respetar escrupulosamente hasta el menor detalle de un acto de psicomagia, para no «estropearlo». Usted me había indicado 12 minutos por persona; en mi consultorio paso unas cinco horas con la persona que viene a verme y nunca miro un reloj; allí tenía que concentrarme (lo mismo que un ahorcado), pero era bueno, sin duda, incluso imprescindible para mí. Esto me forzaba a situarme en un presente, a mantenerme vigilante, a darme cuenta de que el amor que uno da es percibido por el otro, que los mensajes transmitidos no tienen por qué ser más largos para ser más intensos.

Había personas sin dientes, por lo cual no podían comer la naranja y no querían aceptarla. Les decía entonces que la regalaran a quien quisieran. A otras no les gustaban las naranjas y también les decía que la regalasen. Esto debió de ocurrir cuatro o cinco veces. Hubo un momento en que sentí mucho miedo porque un hombre que estaba completamente trastornado se negó a tomar la naranja, incluso a regalarla. Como con aquel hombre había discutido, no sabía si podía contarlo como una de las 12 personas (puesto que me sobraba su naranja), lo cual complicaba mucho el acto y temía equivocarme. El hombre me siguió mientras yo hablaba con otras personas y por fin pude convencerle de que se quedara con la naranja. De pronto, el hombre se cayó. Tenía las piernas deformes y para andar se ayudaba con un aparato. Todo el mundo miraba, pero nadie se movía. Como buenamente pude, le ayudé a incorporarse, pero se negaba a quedarse sentado mientras yo iba en busca de una enfermera. Una vez erguido, se empeñaba en avanzar. Había personas que decían que quería ir a su habitación, que estaba en otro pabellón. Seguí sosteniéndolo mientras subía una escalera para ir a donde él quería. Yo me mantenía detrás de él, para que no cayera hacia atrás y se desnucara. Quizá parezca raro, pero yo no temía que su cuerpo me cayera encima y me hiciera rodar por las escaleras. Sentía en torno a nosotros la fuerza de ese amor que nos envuelve a todos. Por fin, el hombre consiguió llegar a donde quería.

Ya era mediodía, la hora del almuerzo, y todavía me quedaba una naranja, es decir, tenía que hablar con otra persona. Otra vez tuve miedo de que mi acto no fuera válido. Debía interrumpirlo durante una hora y luego volver para hablar con la última persona y regalarle la fruta. ¿Y si la interrupción lo echaba todo a perder?

Salí, me encontré con mi marido que me esperaba y hablamos de todo ello. Había dedicado 12 minutos a cada persona y tenía la impresión de haber repartido felicidad, de haber contribuido a aliviar sufrimientos. ¡Pero cuánto me habían dado también a mí aquellas once personas! Quizá parezca curioso, tratándose de personas disminuidas psíquicamente, pero todas me agradecieron que hubiese ido a verlas. Cada vez que decía «adiós» me contestaban con un «gracias». Creo que aunque el intelecto pierda todo o parte de lo que se llama «sentido de la realidad», el corazón percibe igualmente el amor que se le ofrece. Por lo menos, eso sentí en ese lugar.

Al cabo de una hora, volví para ver a la duodécima persona con mi duodécima naranja. Era un hombre al que le habían amputado una pierna y que estaba sentado en una silla de ruedas. Después me marché, sabiendo que aquel acto me había hecho consciente de que hay lugares en el mundo en los que habita un sufrimiento enorme que cada uno de nosotros podría contribuir a aliviar. En aquel asilo me encontré frente a mi padre y mi madre. Al fin y al cabo, mis padres murieron con tres semanas de intervalo cuando yo era todavía una niña y me sentí totalmente abandonada; tras mi visita a la residencia, tenía la impresión de haberles dado vida a los dos. Una vez realizado este acto, le llamé por teléfono a usted, tal como me había pedido, para decirle lo que había sentido. Después de escucharme, me propuso que hiciera lo siguiente: «Ve al sitio donde compraste las naranjas la primera vez, a mediodía -las 12, me puntualizó-, y compra una naranja, la más hermosa». Le pregunté qué día debía hacerlo y usted me dijo que qué día fui a la residencia. Era un sábado. Entonces me ordenó: «Hazlo un sábado. Siéntate a la puerta de una iglesia y cómete la naranja lentamente, durante 12 minutos. Eso es todo».

El sábado, 14 de julio, fui al mercado. La víspera había preguntado si habría venta a pesar de ser festivo. A las 12 en punto, elegí la naranja que me pareció más hermosa y la compré. Monté en mi bicicleta y, acompañada de mi marido, busqué una iglesia a cuya puerta pudiera sentarme. Había una iglesia, llamada Nuestra Señora de la Paz, en la que nunca había estado porque no me atraía su arquitectura moderna. Está en las afueras y yo no tenía más que una preocupación: la de que pudiera estar cerrada con llave, como suelen estar las iglesias cuando no hay oficios. De modo que dejé la bicicleta y, ¡oh, milagro!, al empujar la puerta descubrí que no estaba cerrada. En su interior la iglesia forma un cuarto de círculo, hay muchas vidrieras de colores -modernas, desde luego, pero me sentía a gusto-. Era una iglesia cálida. Me senté a rezar y a dar gracias antes de irme a comer la naranja. Entonces llegó el sacerdote, rezó y se puso a arreglar la iglesia. Yo deseaba que se marchara porque no me atrevía a comerme la naranja en la puerta. Cogí la bicicleta y, junto con mi marido, que me esperaba fuera, nos apartamos un poco. Al salir, había dejado abierta la puerta. Tenía la sensación de que ese acto tenía que hacerse con la puerta abierta; sentía que, si no, me estaría vedado el acceso a la felicidad.

Esperamos un poco y volvimos a la iglesia, donde vimos con alivio que ya no estaba el coche del sacerdote. Pero volví a sentir miedo de que la puerta estuviera cerrada con llave. No sólo no estaba cerrada con llave, sino que seguía abierta de par en par, tal como yo la había dejado. De modo que, con gran alivio y mucha alegría, me senté delante de la puerta abierta. A las 13:12 horas empecé a pelar la naranja. Durante la semana, me decía que 12 minutos era demasiado tiempo para comerse una naranja. Y es que yo no saboreo la comida, sino que la engullo.

A las 13:12 empezaba para mí una hermosa revolución, la forma de terminar con aquella parte de mí misma para ir hacia una transformación total. Empecé degustando la primera cuarta parte. Lo que sentí entonces nunca lo olvidaré. Ahora, mientras escribo estas líneas, experimento la misma emoción. Iba comiendo aquella cuarta parte, despacio, a pequeños bocados.

Estaba conmovida, tenía ganas de llorar, pero de alegría. Esta vez comprendía que hacía un bien y, quizá por primera vez, me autorizaba a vivir. Era la vida lo que estaba saboreando, lo que entraba por mí, se deslizaba dentro de mí. Sentía realmente que antes me había prohibido algo muy importante. La vida, sin duda… Allí comprendí que la puerta de Dios siempre había estado abierta para mí y que era yo quien la había cerrado. Me sentía en plena comunión con Dios. Fue una emoción intensa. Después de degustar la primera cuarta parte, miré el reloj: habían transcurrido cuatro minutos. El tiempo pasaba rápidamente, luego tuve que apurarme un poco. La emoción seguía siendo fuerte. Después de experimentar cierto dolor, seguía comiendo mi naranja con verdadero placer. Creo que hasta entonces no había descubierto el sabor de una naranja. Fue una revelación. En realidad, fue como si comiera por primera vez. Me hubiera gustado que el tiempo pasara más lento, para saborearla aún más. Pero el acto es el acto y, a las 13:24, terminé mi naranja. Entonces volví a entrar en la iglesia y me quedé unos minutos, sin pensar en nada. En mí se había hecho el vacío, pero era un vacío agradable, indispensable, desde luego, para que se asentara una fuerza nueva. Después me fui con mi marido, que me esperaba en un banco, muy cerca, porque necesitaba su compañía aquel día.

Y me doy cuenta de que, al pedirme que le escriba, sigue ayudándome. ¿Cómo lo diría? Cuando me comía la naranja, experimenté una sensación de aceptación de la vida en mí. Quizás correspondía al momento en que fui concebida, porque al escribirle -he redactado la carta varias veces-, he tenido la sensación de parirme a mí misma. Tengo el deseo de sanarme de mi pasado y debo decirle que, por el momento, es mi hija, que tiene 12 años, quien me ayuda a avanzar en esa dirección. Ella es lo que más quiero, y deseo que sea feliz, pero sé que no podrá encontrar la felicidad si no le ofrezco una buena imagen de alguien que desea vivir.

Es una carta conmovedora en muchos sentidos, sobre todo como testimonio de la fe de esa mujer en la psicomagia. El inconveniente que presenta la «dificultad de vivir» es que se trata de un mal muy difuso. Después de la lectura de esta larga misiva, me alegro de que esta persona pudiera sentirse renacer, pero me gustaría que encontrara una carta más breve donde se expusiera la resolución gracias a la psicomagia de una dificultad más concreta, más fácil de precisar.

Leeré la carta de Armelle, hija de una francesa y de un vietnamita. Muy acomplejada entre los franceses, vivía mal su feminidad porque no aceptaba sus rasgos orientales. Su padre, muy marcado por la guerra, rechazaba su país de origen. Aconsejé a esta joven que fuera a ese país en busca de sus raíces. Previamente, en Navidad, tenía que comerse un mango, guardar el hueso y hacerlo germinar en un vaso de agua para después plantarlo en un tiesto treinta y tres días. A continuación, tenía que llevarlo a Vietnam y plantarlo en un jardín de la familia paterna. Lo siguiente es lo que me escribió una vez realizado el acto:

Salí hacia Vietnam el 5 de agosto de 1986. El vuelo fue muy tranquilo, pero apenas empezamos a sobrevolar Vietnam entramos en una zona de turbulencias que sacudía el avión. Entonces me sentí enferma y mientras estábamos sobre Vietnam no hice más que vomitar en el baño. Tenía la sensación de que una parte de mí rechazaba ese país (quizá a causa de la aversión de mi padre hacia su propia raza).

Cuando aterrizamos, me parecía reconocer a mi padre en todos los niños con los que me cruzaba (mi padre salió de Vietnam a los 14 años). Luego, curiosamente, me sentí angustiada de tener la regla, experimentaba la misma sensación que en mis primeras menstruaciones. Creo que entonces restablecí el contacto con mi feminidad. También tuve ocasión de observar la feminidad de las vietnamitas, su naturalidad, su fragilidad, su encanto.

Me sorprendió que no me tomaran por vietnamita, y entonces, por primera vez, advertí con claridad mis raíces francesas.

El 13 de agosto llegué a la ciudad natal de mi padre. Estaba muy emocionada y lloré durante casi toda la noche, sintiendo una inmensa soledad y una fuerte indignación contra mi padre. Al día siguiente fui a ver la casa de mi bisabuela; fue maravilloso, porque hacía años, un 14 de agosto, había muerto mi tatarabuela y ahora toda la familia se había reunido allí para celebrar el culto a los antepasados. Quemamos incienso delante de los altares de todos los antepasados. Sentí una viva emoción ante la tumba de mi bisabuela, a la que por cierto no conocí. Después planté el mango en un jardín, con ayuda de toda la familia.

Fue un momento extraordinario: cavar la tierra amarilla de Vietnam para plantar aquel arbolito que tenía las raíces impregnadas de tierra negra de Francia… El contraste entre las dos tierras era un símbolo maravilloso. Además, qué coincidencia, el jardín estaba lleno de mangos.

Aquel viaje fue muy importante. Me permitió reconocer mi feminidad, analizar y valorar la herencia de esta cultura, descubrir que había fundado mi complejo racial en una quimera. Gracias.

¿Por qué tenía Armelle que comerse el mango en Navidad y luego enterrar el hueso precisamente 33 días después?

Aquella muchacha no sólo tenía un complejo a causa de su doble origen, sino que además se encontraba entre dos religiones. Por lo tanto, yo debía convencer a su inconsciente de que aceptara como un don sus dos culturas, uniéndolas en ella. Cristo nació en Navidad y murió a los 33 años para después resucitar. Y es este ciclo lo que transportó Armelle a Vietnam en forma de planta.

¿Ha tenido ocasión de «curar» otros complejos raciales?

Sí, por supuesto. Un día me visitó un hombre que era hijo de padre africano y madre francesa, y casi inmediatamente después recibí a una mujer que estaba en la misma situación. No se conocían, vinieron a consultarme cada cual por su lado. Ambos sentían una gran amargura a causa de su doble origen. Decidí unirlos en un acto psicomágico que realizarían juntos. Me dije que a través de aquel acto simultáneo, realizado por dos personas de distinto sexo, se encararían el hombre y la mujer interiores, animus y anima. No tenían la piel ni muy clara ni muy oscura. Les pedí que se maquillaran uno de negro y el otro de blanco; que fueran en automóvil al Arco del Triunfo y bajaran a pie por los Campos Elíseos; que regresaran al punto de partida; que volvieran al lugar en el que se habían maquillado e intercambiaran los papeles; que el negro se convirtiera en blanco y viceversa; y que finalmente hicieran el mismo recorrido. Leeré la carta del muchacho, que se llamaba Sylvain:

Sábado por la mañana: ante mis ojos hay dos tubos de maquillaje. Uno tiene la inscripción «carne», el otro, «negro». El cuarto de baño es pequeño y la muchacha que está a mi derecha me incomoda. Le falta energía, flexibilidad, da la impresión de que va a ponerse a llorar. Ha elegido maquillarse primero de mujer blanca. Por lo tanto, yo me maquillo de negro. Tengo retortijones, hasta que me digo: «No pasa nada, esto no es nada. Será divertido». En realidad, de divertido no tiene nada. Me acuerdo de lo que me ha impulsado a aceptar bajar por los Campos Elíseos disfrazado de negro y, después, de blanco. Me acuerdo de quince o veinte años de vida acomplejada por mi sensación de inferioridad racial, mi confusión, mi aversión a mí mismo, mi insatisfacción. Pienso en Laurence gritando de repugnancia en un pasillo del colegio, hará veinte años por lo menos, al saber que yo estaba enamorado de ella. Miro mi imagen en un espejo y me digo, finalmente, que me gusta la idea. El automóvil nos deja en la parte alta de los Campos. Llevo peluca y gorra de rasta. Mi acompañante es blanca y viste de negro. Avanzamos, al comienzo rápidamente, como con ganas de echarnos a correr, pero enseguida aflojamos el paso. Yo llamo la atención. Nadie parece fijarse en la mujer que va a mi lado. Muchos me miran sonriendo y me siento muy pequeño, encogido dentro de mí. Oigo comentar a la gente: «Hey, rasta man!». Sonrío. No siento el cuerpo, no siento el suelo que piso. Tengo la impresión de soñar, estoy incómodo. Me dan ganas de arrancarme la peluca y borrar el color de mi piel, de gritar: «¡Este no soy yo!». Entramos en una galería, hay poca luz y me calmo un poco. Cuando salimos, me siento mejor. El resto del recorrido me parece más fácil y compruebo una cosa: cualquiera que sea la imagen que la gente tenga de mí, no es más que una imagen. Nadie puede verme tal como soy si yo no decido mostrarme. E incluso así, ¿quién sería capaz de verme realmente? Llegamos al final de nuestro primer recorrido. Al regresar al coche, pienso nuevamente en esta idea de la imagen y me digo que sería interesante jugar un poco con la mía. Ya estamos otra vez en el cuarto de baño. Me froto la cara y el color negro se va, se escurre por el lavavo. Recuerdo que, durante toda mi infancia, me hubiera gustado ver escurrirse así el color de mi piel.

Ahora me toca hacer de blanco. El maquillaje me parece más difícil. Me cuesta trabajo imitar el aspecto de la piel blanca. Tengo una apariencia vulgar. La imagen que me he dado esta vez es la de una especie de fan de heavy metal con gorra rock. El maquillarme de blanco me hace sentir que cometo un sacrilegio. Es interesante, porque antes no sentí eso. Bajamos otra vez por los Campos, ahora nadie parece fijarse en mí, pero muchos miran a la muchacha que va a mi lado. Es muy negra y viste de blanco. Durante todo el recorrido me pregunto si la gente se sentiría tan incómoda como me siento yo en este momento, si supieran lo que estoy haciendo…

Sin embargo, a fin de cuentas, todo es muy impersonal. Nadie ve nada. La gente es indiferente, cada cual va a lo suyo. Una vuelta por Virgin Megastore y fin del viaje. Me siento muy liviano. Siento unas ganas locas de gastarme un dineral en ropa nueva. Es como si concluyera un sueño.

Muy interesante, pero la carta no menciona los efectos posteriores del acto.

Tanto Sylvain como Nathalie, la muchacha, tuvieron reacciones muy positivas. Algún tiempo después los dos encontraron pareja: Sylvain, una mujer blanca, y Nathalie, un hombre de color. Que yo sepa, las dos parejas funcionan bien.

Hasta aquí ha evocado complejos dolorosos, pero principalmente psicológicos: un hombre incapaz de ganarse la vida, un escritor que no escribe, personas que no se habían reconciliado con su origen racial. ¿Sería efectiva la psicomagia en personas que hubieran sufrido un trauma externo concreto…? Pienso, por ejemplo, en un aborto, una experiencia traumática muy corriente, por desgracia.

Pues leeré una carta relacionada con ese problema. Brigitte se sentía culpable por un aborto que había tenido en ausencia de Michel, su compañero. Estaba deprimida y no se resignaba. La relación de la pareja estaba en crisis, se alejaban cada vez más uno del otro. Le propuse un acto, pensando en que los dos juntos pudieran hacer ese funeral y enterrar por fin al feto. Brigitte y Michel debían fabricar entre los dos una caja de madera noble, que evidentemente simbolizaba el ataúd, y tapizarla con una tela de la mejor calidad. Por otra parte, de común acuerdo, debían elegir una fruta que simbolizaría el feto. Eligieron un mango. Brigitte, desnuda, debía colocarse la fruta sobre el vientre, sujetándola con un vendaje fuerte. Michel debía cortar las vendas con unas tijeras, como si fuera un cirujano, y tomar el mango. Brigitte debía revivir todos los sentimientos que había experimentado durante la operación y expresarlos en voz alta. Después de poner el «feto» en la caja, debían enterrarlo en un lugar muy hermoso. A continuación, Brigitte tenía que besar a Michel e introducirle en la boca, con la lengua, dos canicas de mármol, una negra y la otra roja. Michel debía escupir en primer lugar la canica negra. Éste era el acto prescrito. Y ésta es la carta de Brigitte:

La búsqueda de los materiales se hizo con un poco de precipitación, como la que hubo durante la hora que precedió a la interrupción voluntaria del embarazo. Elijo el mismo día en que ésta se realizó, un sábado a las 18:15. El acto tiene lugar en el quirófano, con las piernas levantadas, desnuda y con el mango encima del vientre, sujeto por una venda. Michel se acerca. Viste de blanco, igual que el cirujano. Procede rápidamente y yo grito, doy alaridos, siento el desgarro en el vientre, lloro mucho, lo odio, está mutilándome. Michel ha cortado las vendas y puesto el mango en la caja. De pronto, siento una duda: ¿había que cortar también el mango con las tijeras? Michel quiere hacerlo, pero se lo impido. Lloro mucho. Michel me dice: «De todos modos, el mango no puede vivir una vez arrancado». Después se sienta a mi lado y me acaricia la frente. Noto que me odia. Está a mil leguas de mí. Ahora hay que encontrar el lugar donde enterrar la caja. Llegamos en moto a St. Germain-en-Laye con una lluvia torrencial. Siento a la vez amargura y un gran alivio.

Finalmente, paramos en Marly le Roi, en el parque del castillo favorito de Luis XIV. Un sitio magnífico. Lloro desconsoladamente. Michel me sostiene, pero sigue estando distante. Hacemos el hoyo con las manos, donde nadie puede vernos. Casi ha anochecido. Nos besamos. Meto a Michel las dos canicas en la boca. El escupe una, la roja, que cae al suelo. Me pongo histérica. Michel reacciona, encuentra la canica roja y me la da. Yo vuelvo a metérsela en la boca. Según está prescrito, él escupe primero la canica negra, me besa y me devuelve la roja. Arrojo la negra al estanque del parque y me siento muy aliviada. Con la roja, me haré un anillo, como usted me aconsejó. Se reproducen reacciones psicosomáticas -rojez intensa en la mejilla izquierda- análogas a las que se presentaron después de la intervención. Me siento muy liberada de culpabilidad y con nuevas energías. Estoy tranquila y serena y acepto lo que pueda llegar. Recupero la confianza en mí y en Michel. Elijo la vida, pase lo que pase. Mis energías internas están como regeneradas, ya no siento pánico morboso.

¿Qué significado tiene el beso con las dos piedras de colores?

Utilizo los símbolos de la vida y de la muerte (rojo y negro), así como la casualidad. Al darle un beso, manifestación de amor, Brigitte proporciona a Michel la ocasión de dar la vida o la muerte. Si escupe primero la bola negra, Michel manifiesta su deseo de matar al feto, de no ser padre. Él mismo recoge la bola y, al metérsela de nuevo en la boca, busca otra oportunidad. Y esta vez opta por escupir la bola roja, la vida, que deposita en la boca de su compañera. De este modo manifiesta su aceptación de otro niño que pueda venir. Al arrojar la bola negra a un estanque, Brigitte devuelve a su inconsciente sus impulsos de muerte, recupera la confianza en Michel y se libera de sus temores y de su culpa. Ahora por su cuerpo circula la vida, no la muerte. En lo sucesivo, su sexo será centro de creación, no de destrucción.

Este acto ilustra la técnica consistente en «utilizar el lenguaje del inconsciente». Ése es, si he comprendido bien, el resorte esencial de la psicomagia.

Sí, pero también doy consejos sencillos y lógicos que puede comprender cualquier persona al instante.

¿Esos consejos, cómo operan?

Para que sean eficaces, tengo que aprovechar la oportunidad, o provocarla, encontrar el momento propicio para dispensarlos. Es una cuestión de ajuste, por así decirlo. El mismo consejo, dado en un mal momento, puede resultar ineficaz. El proceso puede compararse al fútbol: si lanzas a la portería sin que haya hueco suficiente, por preciso que sea el tiro, no pasará la barrera de la defensa. Por el contrario, si aprovechas un momento de vacilación, una debilidad del portero, la pelota entrará. Asimismo, cuando una persona baja un poco la guardia, yo trato de meterle un gol psicológico. Hay que tener presente que el que cae en un vicio se mantiene constantemente a la defensiva. El ego se niega a ceder. Por lo tanto, tengo que aprovechar o provocar un momento de distracción, a fin de hacer pasar una orden a través de las líneas de la defensa, hasta el inconsciente. Para que el consultante haga suyo el consejo, hay que perforar su yo obstinado y tocarlo en una zona de sí mismo mucho más impersonal.

¿Tiene alguna carta que ilustre ese principio?

Aunque no sea una carta propiamente dicha, servirá este testimonio redactado por el célebre dibujante Jean Giraud, alias Moebius.

Conocí a Alejandro a mediados de los años setenta. Trabajábamos en la película Dune. Hacía dos meses que cada día me daba una sorpresa con su manera totalmente surrealista de proponer, no ya la creación de una obra, sino también cualquier pensamiento o situación. En esos días, uno de los problemas que más me agobiaba era el del tabaco. ¿Cómo pasar largas horas con aquella apasionante persona sin puntuar mis reflexiones con grandes bocanadas de humo azul? Imposible cualquier transgresión: Alejandro, invocando supuestas crisis de asma mortal, había hecho del cigarrillo un tabú en el plato, y yo tenía que aislarme, como un colegial culpable, en el patio que colindaba con nuestro edificio.

Un día, conversando alegremente con varios compañeros del equipo de producción, mientras tomábamos un refresco en la terraza de un café, interpelé a Alejandro en tono festivo, pensando tal vez en ponerle en un aprieto, o quizá tan sólo por decir algo: «Alejandro, tú que has tratado a tantos magos y que incluso te las das de mago -en aquel entonces, yo tenía de la magia ideas confusas que aderezaba con ironía-, ¿no podrías, con un encantamiento o sortilegio, ayudarme a dejar el tabaco?».

¿Qué esperaba? Una respuesta-pirueta que provocara la risa y consignara mi pregunta a las brumas del olvido. Pero, para mi completo desconcierto, Alejandro, en lugar de escabullirse, me contestó que sí, que conocía una magia poderosa, infalible, que él me mostraría en aquel mismo momento, si yo quería. Pero antes tenía que estar seguro de que mi propósito de dejar de fumar era real porque el hechizo era fuerte, y tenía que hacerme a la idea de que, cuando la magia empezara a obrar, yo no volvería a fumar ni una sola vez en toda mi vida.

Alrededor de la mesa se hizo el silencio, la atención estaba concentrada en lo que yo acababa de promover. Alejandro me miraba con una hilaridad discreta y amistosa. Yo pensaba en el humo amigo, compañero impalpable, siempre disponible, discreto, eficaz y tranquilizador, en el chasquido alegre del encendedor, en el rasgueo del fósforo… ¿Estaba dispuesto a abandonar estos placeres, aparentemente indispensables? Pero también pensaba en el gris de la ceniza que parece invadirlo todo, en la respiración fatigosa, en la tos ronca y dolorosa de la mañana… Decidí dar el paso. Además, sentía curiosidad. No sólo vería a Alejandro proponer un acto mágico, sino que yo sería el objeto. Me incitaba otra cosa: los compañeros presentes esperaban mi decisión. ¿Iba a defraudarlos privándolos de ver la magia en acción?

– De acuerdo, estoy preparado.

– ¿Ahora?

– Ahora.

– Muy bien. Dame tu paquete de cigarrillos.

Saqué mi paquete de Gauloises, del que me había fumado la tercera parte. ¿Le echaría un sortilegio, lo transformaría en calabaza? Después de murmurar extraños encantamientos, Alejandro dijo muy serio:

– Mi magia es poderosa pero muy simple. Para dejar de fumar, basta con tomar la decisión y tú ya lo has hecho. La clave está en acordarse de esa decisión, y aquí interviene la magia. ¿Quién tiene un lápiz?

Le tendí el que tenía y contemplé, fascinado, los ademanes seguros con que mi amigo retiraba la envoltura de celofán. Tomó el lápiz… Ahora vería qué signo cabalístico, qué poderoso sortilegio transformaría mi paquete de cigarrillos empezado.

– Muy sencillo: en una cara escribo esta palabrita: «No», y en la otra, esta frasecita: «Yo puedo».

Alejandro volvió a poner el paquete en la bolsa de celofán y me lo devolvió como si fuera una bomba preparada para hacer explosión o nada menos que el Santo Grial envuelto en el vellocino de oro. Me dijo que guardara el paquete media docena de semanas, hasta que, liberado de todo deseo de fumar, se lo regalara a un necesitado (que debió de preguntarse qué significaba aquello de «No» y «Yo puedo»).

Y desde entonces no he vuelto a sentir el menor deseo de encender un cigarrillo.

Bueno, en este caso se puede decir que lo que salva es la fe. Sin embargo…

A veces, un acto en apariencia absurdo puede ayudar a curar una enfermedad, porque un acto «habla» al inconsciente, y éste toma los símbolos por realidades. La enfermedad es síntoma de una carencia. Si el inconsciente siente que esta falta se ha subsanado, deja de quejarse por medio de los síntomas. Por ejemplo escucha la carta de esta mujer, Sonia Silver:

Fui a verle al Cabaret Místico el 30 de octubre de 1992 y le hice una pregunta: «Hace dieciocho meses que siento un fuerte dolor en la nuca. ¿Este dolor puede ser efecto de una regresión desde un punto de vista espiritual?». Había consultado a médicos, acupuntores, masajistas, osteópatas, ensalmadores, curanderos y, desde luego, tomado antiinflamatorios, cortisona, infiltraciones, etcétera. Nada había hecho efecto. La noche del miércoles 30 de octubre, usted me indicó un acto psicomágico: debía sentarme en las rodillas de mi marido y él tenía que cantarme en la nuca una nana. Pero lo que usted no sabía es que mi marido es cantante de ópera. Me cantó una canción de Schubert. Estoy curada, ya no me duele y no me cansaría de darle las gracias…

¿Qué había pasado?

Muy sencillo: hice una ecuación entre la nuca, el pasado y el inconsciente. Intuí que la relación de Sonia con su padre no había podido desarrollarse adecuadamente. Al sentarla en sus rodillas, el marido, simbólicamente, desempeñaría el papel del padre y ella volvería a su infancia. Por otra parte, cantándole una nana a la altura del punto doloroso, realizaría un deseo de la niñez que no había sido satisfecho, es decir, que el padre la durmiera y se comunicara con ella en el plano afectivo.

Una síntesis impresionante… De todas formas, no sanó a Sonia de la carencia que experimentaba a causa de su relación frustrada con su padre.

No, ni lo pretendía. Pero la psicomagia la curó de uno de los síntomas engendrados por esa carencia. Ni más ni menos. Aunque alguna vez también he conseguido aliviar directamente el sufrimiento causado por la ausencia del padre, como se puede ver en la carta de este hombre llamado Patrick:

Desde niño, siempre había sentido cierto malestar en relación con mis padres. Tengo 45 años y, hace ocho, mi madre me reveló que era hijo ilegítimo. Ella no se lo había dicho a nadie. A la muerte de su marido -el hombre al que yo había considerado mi padre y que me educó- mi madre destruyó todas las fotos y se deshizo de todos los recuerdos de mi progenitor, muerto cuando yo tenía 3 años y del que no me acuerdo en absoluto. Experimenté una viva cólera al pensar que nunca vería su cara. Asistí a una de las conferencias que usted pronunció acerca del árbol genealógico y le pregunté qué se podía hacer cuando una persona no ha conocido a su padre ni tiene ninguna foto de él. Usted me contestó que, si yo no había sido reconocido por mi padre, pero sabía dónde estaba enterrado -esto sí me lo había dicho mi madre-, tenía que ir a su tumba para declararme hijo suyo introduciendo una foto dentro de la sepultura. Así lo hice después de ciertas vacilaciones.

Poco a poco mi rabia se fue atenuando. Acepté la idea de no ver nunca sus facciones. Hace quince días mi madre, que estaba convencida de haber destruido hasta el último recuerdo de aquel hombre, encontró una foto y me la dio. Este encuentro con mi padre fue y sigue siendo una gran alegría para mí. Por primera vez en mi vida tengo conocimiento de mi identidad. Ahora me siento reconciliado y lleno de amor hacia mis dos padres y también hacia mi madre. Su consejo fue providencial. Gracias de todo corazón.

Este ejemplo ilustra una de mis convicciones, a saber, que la realidad funciona como un sueño. En el mismo instante en que Patrick pone su foto en la sepultura de su padre, su inconsciente infunde realidad al símbolo y lo une a la figura paterna. Entonces ésta puede surgir en el sueño que es la vida. No habiendo podido impedir esta unión, es decir, la aparición de la verdad, la madre colabora, encuentra la foto y da a su hijo la imagen que hará que él se sienta completo. Para mí, todos los acontecimientos están íntimamente ligados entre sí. Un acto bien realizado repercute sobre el conjunto de la realidad.

La madre colaboró en el acto inconscientemente.

Por eso es preciso que las personas implicadas en un acto estén informadas de su objetivo, a fin de poder participar con fervor en su realización. Daré un ejemplo de una colaboración consciente y bien lograda. A Gérard, un hombre a quien su constante exigencia afectiva le provocaba un gran sufrimiento con respecto a su mujer, le aconsejé que comprara dos cirios grandes y un ovillo de lana roja para realizar un acto con ayuda de su madre. Esta es su carta:

El lunes de Pascua, después de desayunar juntos, mi madre y yo fuimos a Notre-Dame a comprar los dos cirios. Había mucha gente. Después, la invité a almorzar en un restaurante chino. Hablamos mucho, de Dios, de la vida, de la familia. Después volvimos a casa. Poco antes de la medianoche, fuimos a su habitación (ella y mi padre duermen en habitaciones separadas). Pusimos los cirios encendidos en la chimenea. Estaban orientados en sentido norte-sur. Yo los tenía detrás, uno a la izquierda y el otro a la derecha. Luego nos atamos firmemente el uno al otro con la lana roja. Nos atamos todo el cuerpo: pies, piernas, tronco, brazos, manos, cabeza… Quedamos unidos de modo que cuando uno se movía, el otro tenía que seguir su movimiento.

En ese instante reviví el vínculo que tuve con mi madre durante mi infancia y adolescencia. En aquella época, me creía obligado a seguir todo lo que ella indicaba, a ver las cosas como ella, a pensar como ella, a actuar como ella… Entonces sentí, a la altura del vientre, un calor que desapareció al poco rato. Permanecimos así atados hasta la medianoche. Los dos estábamos muy tranquilos. A medianoche, empecé a cortar la lana, primero por abajo, los pies, la infancia… Cada uno cortó la mitad de los nudos, de las ataduras, pero ella quiso que yo cortara alguno más. Cuando pudimos separarnos pensé: «Ahora, a partir de este instante, soy libre». Le di las gracias y un beso. Nos quedamos hablando un buen rato, pero ella estaba cansada. Soplé los cirios, tomé uno y me fui a mi casa. La última parte de mi acto consistía en hacerle un regalo que antes tenía que soñar. Un día tuve una idea: el único regalo que podía compensar la ruptura provocada por el acto era agradecerle todo lo que me había dado. El sábado 9 de mayo, a medianoche, le escribí con sangre: «Te doy las gracias por todo lo que me has dado. Te quiero. Que Dios te bendiga». Después sellé la carta con la cera del cirio de Notre-Dame que había encendido antes de escribir. Aquel acto transformó mi vida; a partir de aquel momento, dejé de agobiar a mi esposa como había hecho hasta entonces a causa de una exigencia afectiva que venía de mi infancia.

Ahora me gustaría mostrar otra carta que trata de un problema de identificación con la madre. La escribe una pintora, víctima de fuertes crisis de asma. Aquí me serví del elemento onírico que utiliza la artista en su propia pintura. Además, esta carta también es interesante porque presenta el caso de una persona que ya había recurrido a la psicomagia y se había sentido aparentemente curada hasta sufrir una recaída, que requirió un nuevo acto. A veces un acto puede hacer desaparecer una dificultad sin extirparla de raíz, y entonces es conveniente prescribir un nuevo acto:

…Le pregunté por qué, después de visitar un osario de apestados en Nápoles, sufrí una fuerte crisis de asma, al cabo de un año de no haber tenido recaídas. También le pregunté por qué, desde el día de la inauguración de mi exposición sobre los «ángeles», que tuvo lugar casualmente el 8 de junio, víspera del vigésimo aniversario de la muerte de mi madre, había vuelto a tener crisis de asma frecuentes y había vuelto a tomar diariamente medicamentos que había creído no necesitar más. Y es que, después de enterrar, por consejo suyo, todos los medicamentos bajo la tumba de mi madre, hacía exactamente un año, me consideraba definitivamente sanada. En verdad, no había tenido ni una sola crisis, hasta aquel día en Nápoles. Me contestó que probablemente no me autorizaba a mí misma a tener éxito en la profesión que amaba porque mi madre había muerto después de una larga enfermedad sin haber podido alcanzar su plenitud. Me aconsejó entonces que pintara un esqueleto y que encima dibujara un ángel, cuya túnica opaca tapara los huesos. Me proponía que, en cierto modo, sublimara en el ángel mi pena por mi madre. La idea me agradó. Seguí su consejo y, a pesar de mi actual incapacidad para pintar, hice un esfuerzo y fui a mi estudio para hacer el dibujo. Pinté el esqueleto, pero como no me gustaba dibujé otro encima y luego hice el ángel blanco. Días después tuve una fuerte crisis de asma con bronquitis que me costó mucho vencer. Estaba desesperada y tan fatigada que tuve que ir a descansar a la montaña. Me sentía confusa y dudaba de todo y de todos. ¿Por qué la psicomagia había fracasado esta vez, llegando incluso a provocar un resultado inverso al que esperaba? Misterio… Me sentía desconcertada hasta que reflexioné y recordé que, antes de dibujar el ángel, había hecho dos esqueletos, ¡dos esqueletos para un solo ángel! Comprendí que, inconscientemente, me sentía aún fuertemente atrapada por la pena, aquella pena que me hacía enfermar. A mi regreso, repetí la psicomagia. Esta vez dibujé un esqueleto y, después, un ángel. Al día siguiente, reduje las dosis de medicamentos a la mitad. Al otro día, los suprimí del todo. ¡Estaba curada!

Los actos de los que dan testimonio estas cartas ponen de manifiesto diferentes facetas de la psicomagia. ¿Podría seleccionar una última carta en la que, gracias a su asombrosa disciplina, haya neutralizado un mecanismo psicológico común? Pienso, por ejemplo, en el miedo. Es un hecho reconocido que, en muchos casos, el miedo enmascara un deseo reprimido. ¿Tiene en su archivo algún «caso» que revele y resuelva esta dinámica en sí muy banal?

Tengo muchas cartas de este tipo, pero elijo ésta porque es la prototípica:

Una noche de mayo, regresando de una de sus conferencias, en el portal de mi casa me atacó un hombre enmascarado que quería violarme. No lo consiguió, pero pasé mucho miedo y seguramente trasladé mi espanto al lado derecho del cuerpo, que a la mañana siguiente estaba como paralizado. Aquello me provocó una gran aversión hacia los hombres, no soportaba su contacto y, a veces, no podía ni estar sentada a su lado. El miedo se apoderó de mí y, si volvía tarde a casa, subía los seis pisos corriendo. Yo, que nunca antes cerraba la puerta con llave, me aislé del mundo exterior parapetándome detras de tres cerrojos. Pero el miedo no se quedaba al otro lado de la puerta, sino que me acompañaba siempre… Usted me prescribió un acto: «Ve a Pigalle y compórtate como una puta. Da una excusa para no irte con los hombres que se acerquen». Una coraza de plomo no me hubiera parecido más pesada… Elegí un 17 de julio porque el número 17 corresponde a la Estrella en el tarot y a Acuario, mi signo, con lo que me ponía bajo su protección.

No conocía bien aquel barrio, de modo que fui primero a reconocer el terreno. Por supuesto, me resultaba muy difícil interpretar ese papel, completamente nuevo para mí. El 17 por la noche, a las 9, vestida con minifalda, una blusa muy ceñida, zapatos de tacón y medias de malla, y muy maquillada me encaminé a Pigalle. Deseaba no encontrarme con ningún vecino por el camino.

En un andén del metro, un hombre se acercó para preguntarme, primero, si tenía fuego, después, la hora y, por último, por una estación del metro. Yo me sentía dentro de la piel del personaje y observaba lo que pasaba en mí. En Pigalle me esperaba un amigo y su presencia me tranquilizó.

Me senté en la terraza de un café elegido a propósito. Crucé las piernas con descaro y encendí voluptuosamente un cigarrillo rubio, mientras observaba mi entorno. Descubrí las miradas de los hombres, ávidas, despectivas, perversas, etcétera. Mientras afrontaba aquellas miradas, notaba que en mí, en mi vientre, surgía una nueva fuerza. Transcurrió una hora, se acercaron cinco o seis hombres que querían subir conmigo a casa. Me negué, pretextando una enfermedad benigna. Algunos debieron de pensar que tenía sida.

Después de cenar con mi amigo Hervé, volví a casa agotada, pero ya no tenía miedo y desde entonces he podido relacionarme con los hombres y subir mis seis pisos sin problemas. He dejado de esconderme y me siento en paz.

Este acto me ha permitido descubrir cómo en mí coexistían varios personajes, manifestarlos, vivir mi miedo y superarlo. Experimenté una gran liberación y la confianza de que en adelante podría avanzar, seguir mi camino. Sin este acto, qué duda cabe, lo hubiera reprimido todo. Ahora siento que me he abierto.

El miércoles pasado, al volver de la conferencia, vi que un hombre me seguía. Quería acostarse conmigo. Me vino a la memoria el acto y toda la fuerza que había extraído de él. Discutí con ese hombre y pude ver el miedo en sus ojos. Tomé conciencia de mi propia fuerza y él también la sintió. Salió del edificio y yo subí a mi apartamento tranquila, confiada.

Mucho amor, alegría y armonía para usted y su familia.

¡Que esta bella carta cierre este breve epistolario psicomágico!

La imaginación al poder

¿No será la psicomagia demasiado simple y un tanto efímera? Un psicoanálisis requiere años y hay terapias que se prolongan durante largos períodos.

Un laberinto no es sino una maraña de líneas rectas. Me pregunto si, a veces, análisis y terapias no tenderán a introducir sinuosidades en las rectas… Además, un acto tiene un carácter más concluyente que cualquier palabra. No obstante, debo precisar una cosa: rara vez prescribo un acto a una persona sin estudiar previamente lo que llamo su árbol genealógico: su familia, padres, abuelos, hermanos, etcétera.

O sea que cada uno de los actos que hemos examinado no es a fin de cuentas sino un episodio de un proceso más largo.

Sí, pero un episodio grave y decisivo. Si tengo un clavo en el zapato, todo mi mundo, mi sensibilidad, se verán afectados. Antes de pretender ir más allá, afinar mi visión, tengo que extraer el clavo. Del mismo modo, cuando sufrimos un trauma, toda nuestra existencia se resiente. Importa, pues, remediar este trauma.

Por otra parte, me parece que la psicomagia ayuda a resolver ciertos problemas concretos y específicos. La veo más como una intervención puntual que como una terapia, digamos, global…

Sólo hay una curación global: encontrar a Dios. No hay otra. Sólo el descubrimiento de nuestro Dios interior puede curarnos para siempre. Lo demás es andarse por las ramas. Una terapia no puede ser sino parcial.

¿Qué decir ya, a punto de dar término a estas conversaciones que hemos mantenido?

Es importante subrayar la importancia de la imaginación. En cierto modo, aquí me he entregado a un ejercicio de autobiografía imaginaria. No en un sentido de «ficticia», ya que todos los hechos consignados son ciertos, sino en el hecho de que la historia profunda de mi vida es la de un esfuerzo constante para expandir la imaginación, hacer retroceder sus límites, aprehenderla en su potencial terapéutico y transfigurador. Si algo enseño es imaginación.

Alejandro Jodorowsky, profesor de imaginación.

Exactamente. Enseño a la gente a imaginar. Durante la mayor parte del tiempo no tenemos idea de lo que puede ser la imaginación, no concebimos siquiera la amplitud de sus registros. Porque, aparte de la imaginación intelectual, existe la imaginación sentimental, la imaginación sexual, la imaginación corporal, la imaginación económica, la imaginación mística, la imaginación científica… La imaginación actúa en todos los terrenos, incluidos los que consideramos «racionales». En todas partes tiene su lugar. Importa, pues, desarrollarla para abordar la realidad, no a partir de una perspectiva única, sino desde múltiples ángulos. Normalmente, visualizamos todo según el estrecho paradigma de nuestras creencias y condicionamientos. De la realidad, misteriosa, tan vasta e imprevisible, no percibimos más que lo que se filtra a través de nuestro minúsculo punto de vista. La imaginación activa es la clave de una visión amplia, permite enfocar la vida desde puntos de vista que no son los nuestros, pensar y sentir a partir de diferentes ángulos. Ésa es la verdadera libertad: ser capaz de salir de uno mismo, atravesar los límites de nuestro pequeño mundo individual para abrirse al universo. Me gustaría que los lectores de nuestro libro aceptaran, por lo menos, la idea del poder terapéutico de la imaginación, de la que la psicomagia, a fin de cuentas, no es más que una modesta aplicación.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Desde hace muchos años, y sin ninguna publicidad, Jodorowsky anima cada miércoles en París una conferencia-happening donde aborda temas terapéuticos. La entrada es libre, quinientos espectadores asisten cada semana. Al final de la sesión del Cabaret Místico, unos voluntarios hacen una colecta, lo que permite pagar el alquiler de la sala. Tres días antes del comienzo de la conferencia, y siempre gratuitamente, Jodorowsky lee el tarot a unas treinta personas. Estas, una vez concluida la lectura, y a modo de pago, deben trazar con su índice la palabra «gracias» sobre las manos de Alejandro.

  2. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Arte marcial de origen japonés utilizado como defensa personal. Consiste en usar la energía del atacante para así vencerlo. (N. del E.)

  3. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Los comentarios de Alejandro Jodorowsky están intercalados en el texto entre corchetes. Para facilitar su lectura, se han hecho en las cartas pequeñas modificaciones gramaticales o de estilo. La mayoría de los originales están en poder de Jodorowsky, pudiéndose comprobar su autenticidad.