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Siete millones de años
oyendo los discursos del Führer, los mismos
siete millones de años
viendo florecer el manzano.
Paul-Eerik Rummo
Junio de 1949
¡Por una Estonia libre!
Aquí tengo la taza de Ingel. Me hubiera gustado tener también su almohada, pero Liide no me la dio. Ha intentado seducirme otra vez, trata de peinarse como Ingel. A lo mejor sólo quiere que me alegre un poco, pero no me alegra en absoluto. Está igual de fea. Pero no puedo decirle nada, ya que incluso me prepara la comida. Y si se enfada, no me deja salir de aquí. Aunque no se enfade abiertamente, simplemente no me deja salir y tampoco me trae comida. La última vez pasé dos días sin comer. Supongo que se puso nerviosa porque le pedí el camisón de Ingel. Ya no queda pan.
Cuando me deja salir, intento hacerle la pelota, hablo de cosas agradables y la hago reír un poco, alabo sus comidas, eso le gusta. La semana pasada preparó un bizcocho de seis huevos. No le pregunté por qué había gastado semejante cantidad de huevos, pero ella quiso saber si el bizcocho era mejor que los que hacía Ingel. No contesté. Ahora intento inventar algo agradable que decirle.
Estoy aquí acostado con la Walther y un cuchillo a mi lado. Me pregunto por qué tardarán tanto los ingleses.
Hans Pekk,
hijo de Eerik,
campesino de Estonia
1936-1939, oeste de Estonia
Aliide se come una flor de lila de cinco pétalos y se enamora
Los domingos, después de misa Aliide e Ingel solían dar una vuelta por el cementerio para ver a algún conocido o intercambiar miradas con los chicos, y para coquetear tanto como lo permitía la decencia. En la iglesia, se sentaban al lado del sepulcro de la princesa Augusta de Koluveri y trazaban pequeños círculos con los pies, impacientes por ir al cementerio a exhibirse, a mostrar sus tobillos cubiertos con preciosas medias de seda negra de última moda, a pasear graciosamente luciendo sus mejores galas, guapas y preparadas para guiñarles un ojo a los pretendientes apropiados. Ingel se había trenzado el pelo y se había hecho una corona con las trenzas sobre la cabeza. Aliide, como era más joven, se dejaba la trenza suelta a la espalda. Aquella mañana había dicho que iba a cortarse el pelo. Adujo que las chicas de ciudad lucían elegantes rizos hechos con rulos eléctricos y que por dos coronas se podían conseguir unos iguales, pero Ingel, horrorizada, le advirtió que delante de su madre no se podía hablar de esas cosas.
Por algún motivo, aquella mañana era especialmente clara y las flores de lila especialmente embriagadoras. Aliide se sentía mayor y, mientras se pellizcaba las mejillas delante del espejo, había tenido la certeza de que ese verano a ella también le ocurriría algo maravilloso, de lo contrario no habría encontrado una flor de lila de cinco pétalos. Un hallazgo como ése tenía que ser un presagio, sobre todo después de haberse comido la flor del modo correcto.
Cuando por fin la gente salió de la iglesia, charlando animadamente, las chicas consiguieron dar su paseo por el cementerio bajo los abetos. Los helechos les acariciaban las piernas, las ardillas saltaban de rama en rama y la bomba del pozo del camposanto chirriaba de vez en cuando. A lo lejos graznaban las cornejas. ¿Qué estarían prediciendo sobre sus pretendientes? Ingel tarareaba «Craaa, craaa, ¿quiénes pareja serán?», el futuro resplandecía en el cielo y la vida era maravillosa. Sus ilusiones respecto a los años venideros reverberaban en sus corazones, como solía ocurrirles a las muchachas jóvenes.
Las hermanas acababan de dar una vuelta completa al cementerio cuchicheando y parando de vez en cuando para charlar con algún conocido, cuando de pronto el vestido de seda de Aliide se enganchó en la balaustrada de hierro de una tumba y se agachó para soltarlo. Entonces vio a un hombre junto a las tumbas de los alemanes, al lado del muro de piedra; los sauces, el musgo del muro iluminado por el sol, una risa límpida. El hombre estaba con alguien y se reía; se agachó para atarse el cordón de un zapato sin dejar de charlar y volviendo la cara hacia su amigo, y se incorporó con la misma soltura con que se había agachado. Aliide se olvidó del vestido y se levantó sin darse cuenta de que no había liberado el dobladillo. El sonido de la seda al rasgarse la hizo volver en sí y soltó la tela, sacudiéndose las partículas de óxido de las manos. Gracias a Dios, el desgarro era pequeño. Tal vez ni se notase. Tal vez aquel hombre no lo notase. Se alisó el pelo sin siquiera sentir la mano. Mírame. Se mordisqueó los labios para que se le enrojecieran. Podrían, dar la vuelta con naturalidad y volver a pasar por debilite del muro. Mira hacia aquí.
Mírame a mí. El hombre se volvió hacia ellas y dejó de hablar justo cuando Ingel se daba la vuelta para ver qué retenía a su hermana, y en ese instante el sol alcanzó la corona de su cabello y… ¡No, no!¡Mírame a mí!… Ingel irguió el cuello, lo hacía a menudo, y parecía un cisne, levantó la barbilla y se miraron el uno al otro, el hombre e Ingel. Aliide supo entonces que él nunca se fijaría en ella, al ver cómo se interrumpía, cómo inmovilizaba la mano que acababa de sacar una pitillera del bolsillo, cómo se quedaba mirando fijamente a Ingel sin continuar la frase, y cómo la tapa de la pitillera brillaba en su mano igual que un cuchillo. Ingel se acercó a Aliide, la mirada fija en el hombre, la piel resplandeciente desde los hombros hasta el hoyuelo de la clavícula, como una invitación. Sin siquiera mirar a su hermana, Ingel la agarró de la mano y la condujo hacia el muro donde el hombre permanecía inmóvil. Incluso su amigo se había percatado de que no estaba escuchándolo y de que la mano con la pitillera se había parado a la altura de la cintura. También vio que Ingel arrastraba a Aliide de la mano, aunque ésta intentaba resistirse a cada paso, buscando en las lápidas o en alguna raíz un apoyo al que agarrarse. Los tacones se le hundían en el mantillo una y otra vez, pero el terreno era resbaladizo, las raíces cedían, los abetos se apartaban, la hierba se deslizaba, las piedras rodaban ante sus pies e incluso una mosca voló hasta su boca, pero Aliide no fue capaz de espantarla tosiendo, porque Ingel no quería parar, tenía que seguir, tiraba y tiraba y el sendero estaba despejado y conducía directamente a aquel muro de piedra. Aliide reparó en la expresión ausente del hombre, una expresión que indicaba que ya no estaba en aquel momento ni en aquel lugar, y percibió los pasos ansiosos de su hermana y la fuerte presión de sus dedos. El pulso de Ingel latía contra su mano, al mismo tiempo que su rostro se desembarazaba de todas las expresiones viejas y familiares, que volaban hacia atrás para estrellarse contra la cara de Aliide; se pegaban a sus mejillas como jirones mojados y salados, algunas incluso la atravesaban como fantasmas del pasado. Los hoyuelos de las mejillas de Ingel al reírse aquella mañana con su hermana se ajaron y alejaron de su cara. Al llegar al muro, Ingel se había convertido en una extraña, una nueva Ingel, alguien que ya no le contaría sus secretos sólo a Aliide, que ya no iría al parque a beber agua Seltzer con ella, sino con otro. Una nueva Ingel que pertenecería a otra persona, sus pensamientos y su risa serían de otro, aquel a quien ella misma hubiese querido pertenecer. Aquel cuya piel habría querido oler, cuyo calor habría querido mezclar con el suyo. A aquel que debería haber mirado a Aliide, haberla visto, haberse quedado petrificado al verla mientras sacaba la pitillera del bolsillo. Pero fue a Ingel a quien el destello de aquella pitillera de latón separó de la vida de Aliide con su cuchillo de luz.
Aino, la vecina, se acercó presurosa al muro de piedra. Conocía al amigo de aquel hombre y presentó a las hermanas. Los sauces murmuraban. El hombre no miró a Aliide ni siquiera al saludarla.
Los tres leones de Estonia destellaban al sol y se reían en la tapa de la pitillera.
Otra vez Ingel. Siempre ella. Siempre lo había conseguido todo y seguiría haciéndolo, porque Dios continuaba burlándose de Aliide. No bastaba con que Ingel recordase todos los pequeños trucos aprendidos de su madre, como fregar la vajilla con el agua de cocer las patatas y dejarla brillante. No bastaba con que nunca se olvidase de aquellos consejos, como Aliide, a quien los platos siempre le quedaban grasientos. No, Ingel sabía hacerlo todo incluso antes de que se lo enseñaran. Desde la primera vez que había ordeñado las vacas, la espuma de la leche había llegado al borde del cubo, y en los campos que pisaba crecía mejor el grano. Eso tampoco bastaba. También tenía que conseguir al hombre a quien Aliide había visto primero. El único al que Aliide había querido.
Habría sido razonable que Aliide consiguiese al menos alguna de las cosas que deseaba, eso habría sido lo correcto, sólo por una vez, porque desde su nacimiento había observado cómo ni siquiera hacía falta colar la leche que Ingel ordeñaba, porque ella lo hacía todo de un modo limpio e incluso había ganado el concurso de ordeño de las Juventudes Campesinas sin ningún esfuerzo. Aliide había visto con sus propios ojos cómo las leyes del mundo no afectaban a su hermana, cómo en su cubo no caían pelos de vaca y cómo en su frente no había ni un solo grano. El sudor de Ingel olía a flores y con la menstruación no se le hinchaba su cintura de avispa. Las picaduras de los mosquitos no dejaban marcas en su piel casi transparente, ni las orugas atacaban las coles que plantaba. Las confituras que preparaba no se enmohecían, ni su repollo agridulce fermentaba. Los frutos de sus manos estaban siempre bendecidos, la insignia de las Juventudes Campesinas destellaba más en su pecho que en el de los demás, y su trébol de cuatro hojas nunca se rayaba, mientras que su hermana menor perdía el suyo una y otra vez, haciendo que su madre negase con la cabeza, pero sólo un momento, pues sabía que no mejoraría nada con ello.
Y ni siquiera era suficiente el hecho de que Ingel consiguiese al único hombre que había hecho detenerse el corazón de Aliide, a Hans. No, con eso tampoco bastaba, pues la tan admirada hermosura de Ingel y su sonrisa celestial habían empezado a resplandecer después de conocerlo con una fuerza que no era de este mundo, de un modo aún más cegador. Alumbraba todo el jardín de la casa incluso en las noches lluviosas y llenaba la alcoba donde dormían las hermanas, a tal punto que a Aliide le faltaba el aire y por las noches se despertaba jadeante y se precipitaba tambaleándose a abrir la puerta en busca de oxígeno. Y con eso tampoco bastaba, antes bien, las penurias de Aliide se multiplicaron aunque eso ya pareciese imposible. Se multiplicaron porque Ingel no era capaz de guardarse para sí misma sus pensamientos, así que tenía que estar susurrando sin parar cosas sobre Hans, que si Hans esto y Hans lo otro. Encima, obligaba a Aliide a observarlo, a fijarse en sus miradas y gestos, si eran lo suficientemente devotos, si miraba a otras, o si sus ojos sólo se fijaban en Ingel, y qué significaba esto y lo otro que Hans hubiera dicho, qué querría decir la flor de aciano que le había dado, si significaría amor, amor sólo por ella. ¡Y sí, era eso! Hans andaba tras la fragancia de Ingel como un animal en celo.
Los tonteos y arrumacos de los dos tortolitos se extendieron por la casa con tal rapidez que, un año después, apareció sobre la mesa una botella del licor rojizo que solía traer el pretendiente para pedir la mano de la novia. Después empezaron los preparativos de la boda y el baúl del ajuar. El baúl con el ajuar de Ingel engordaba como un cerdito, y ella correteaba de un lado a otro entusiasmada. Hubo divertidos bailes al atardecer y muchas risas, y después llegó la luna nueva, la que trae suerte y salud a los novios. Boda por aquí y boda por allá, y los novios a la iglesia y luego de vuelta. Los invitados esperaban, el velo corto de la novia ondeaba al viento y Aliide, con sus medias negras de seda, bailó y les contó a todos lo feliz y contenta que se sentía por su hermana y por el hecho de que al fin tenían un joven amo de la casa. Los guantes blancos de Hans resplandecían, y aunque bailó alguna pieza con Aliide estuvo mirando a Ingel todo el tiempo, volviendo la cabeza hacia allí donde resplandeciera el velo de la novia.
Hans e Ingel juntos en el campo. Ingel que corre a su encuentro. Hans que le quita la paja del cabello. Hans que la coge por la cintura y le da vueltas por el jardín. Ingel que corre hacia el establo de los caballos, Hans tras ella, risas tontas y nerviosas. Un día, una semana, un año, otro más. Hans que se quita la camisa y las manos de Ingel ya están acariciando su piel. Ingel que le echa agua en la espalda. Los dedos de los pies de Hans retorciéndose de gusto cuando Ingel le lava el pelo. Susurros, suspiros, el sordo roce de la ropa de cama por las noches. El crujido del colchón de paja y el chirrido de la cama de hierro. Murmullos para que el otro se calle y risitas tontas. Suspiros. Gemidos ahogados en la almohada y grititos atenuados con la mano. El calor sudoroso atravesaba la pared hasta la cama atormentada de Aliide. Después el silencio, y luego Hans abría la ventana a la noche de verano, se apoyaba con el torso desnudo contra el marco y fumaba un cigarrillo, cuya ascua brillaba en la oscuridad. Si Aliide se pegaba a su ventana podía ver el cigarrillo y aquella mano de venas abultadas y dedos largos, la mano que aguantaba el cigarrillo y que luego dejaba caer la colilla en el parterre de los claveles.
1939, oeste de Estonia
Las cornejas de la vieja Kreeli se callan
Aliide fue a la casucha de María Kreeli. Los poderes de la vieja Kreeli para echar un mal de ojo y parar las hemorragias ya eran famosos cuando Aliide había nacido, y ella no los ponía en duda.
Lo que hacía embarazosa aquella visita era que María Kreeli fuera vidente, ya que Aliide no quería que ni siquiera ella supiese de su tormento interior, pero, cuando una no sabía qué hacer, no quedaba más remedio que ir a casa de los Kreeli.
La anciana estaba en el patio, sentada en un banco y rodeada de sus gatos. Declaró que había estado esperándola.
– Maria Kreeli, ¿sabe de qué se trata?
– De un chico rubio, joven y guapo. -Con su boca desdentada chupaba un trozo de pan.
Aliide dejó un bote de miel en los escalones. Al lado de la puerta colgaban ramilletes de hierbas medicinales, y había una corneja que la miraba fijamente. Aliide se asustó; cuando era niña, le decían que las cornejas eran personas embrujadas. En el patio de Maria Kreeli había una bandada y todas graznaban. También estaban allí cuando la había visitado por primera vez, después de que su padre se dañara un pie con el hacha. La vieja había mandado salir a todo el mundo y se había quedando sola con el hombre. Aquella cocina no era un lugar idóneo para los niños, pues olía raro, y Aliide se había tapado la nariz. En la mesa había un bote grande de larvas de mosca para curar las heridas.
La corneja alzó el vuelo hacia los árboles que silbaban al viento detrás del banco, y la vieja movió la cabeza como saludando. El sol brillaba, pero en aquel patio siempre hacía frío. Por la puerta entreabierta se veía la cocina en penumbra. En el recibidor había una pila de almohadones con fundas blancas. Los bordes adornados con puntillas se curvaban en un juego de luces y sombras. Almohadones de difunto. Maria Kreeli los coleccionaba.
– ¿Ha tenido visitas?
– Aquí siempre hay visitas, la casa siempre está llena.
Aliide se apartó de la puerta.
– Puede que venga mal tiempo para la siega -continuó la vieja, y se metió otro trozo de pan en la boca-, pero parece que eso no importa. ¿Acaso has oído lo que dicen las cornejas, Aliide?
La joven se asustó. La vieja soltó una risita y dijo que las cornejas habían estado calladas varios días, y tenía razón. Aliide buscó más pájaros con la mirada; había bastantes por todas partes, pero no emitían sonido alguno. Detrás de la casucha se oía el maullido de una gata en celo. La vieja la llamó y al cabo de un momento la gata ya estaba al lado de su bastón, frotándose contra él. La anciana la empujó hacia Aliide.
– No se cansa -dijo clavando sus ojos legañosos en la joven. Ésta se ruborizó-. Es así, qué remedio. En un día como éste, incluso las cornejas callan, pero no hay quien pueda con el celo de la gata.
¿Qué querría decir la vieja con «un día como éste»? ¿Acaso se avecinaba mal tiempo? ¿Una mala cosecha y una hambruna, o acaso se refería a Rusia? ¿O a la vida de Aliide? ¿Iba pasarle algo a Hans? La gata se frotaba contra la pierna de la muchacha, que se agachó para acariciarla. El animal se frotó el trasero contra el dorso de la mano y Aliide la retiró. La anciana rió. Era una risa desagradable, una risa que sabía y callaba. A Aliide le picó la mano. Le picó todo el cuerpo, como si dentro tuviese pajas secas que intentaban atravesarle la piel, y su mente torturada le susurró cómo había sido capaz de ir a aquella casa, cuando Hans estaba a solas con Ingel en casa. Sus padres habían ido a visitar a un vecino y ella allí. Cuando regresase a casa, Hans olería a hombre incluso el doble que antes, e Ingel a mujer, como ocurría después de sus momentos íntimos, y sólo de pensarlo aumentaban los picores de Aliide.
La muchacha iba cambiando su peso de una pierna a otra. Maria Kreeli se levantó y entró en la casa, cerrando tras ella. Aliide no sabía si tenía que marcharse o esperar, pero la vieja regresó pronto con una botellita de cristal marrón y una sonrisa sarcástica dibujada en su boca contraída. Aliide cogió la botellita. Cerrando la puerta a sus espaldas, la vieja le susurró:
– Ese chico tiene el pecho negro.
– Yo puedo…
– A veces se puede, a veces no.
– ¿Usted no ve nada más?
– Mira, chiquilla, de la tierra de la desesperación brotan flores podridas.
Aliide echó a correr alejándose de aquella casucha, sus zapatillas de cuero volaban en grandes zancadas y la botellita que le había dado la vieja se calentaba en su mano, pero sus dedos seguían fríos. ¿Acaso no había ningún poder que pudiese detener aquel doloroso latir de su corazón?
En el patio, una risueña Ingel sacaba agua del pozo. La trenza se le había deshecho y tenía las mejillas enrojecidas; sólo llevaba puesta la enagua.
En la cama de Aliide esperaba un libro de Friedebert Tuglas, Toome helbed («Flores del cerezo aliso»); en la cama de Ingel esperaba un hombre. ¿Por qué era tan injusto todo?
Aliide no tuvo tiempo de probar la eficacia del brebaje de Kreeli. Tenía que haberlo mezclado con el café, pero a la mañana siguiente Ingel dejó su café a medias y se fue corriendo a vomitar. Ya había pasado aquello que la botellita de Kreeli debía impedir. Ingel estaba embarazada.
1939-1944, oeste de Estonia
El retumbar del frente se convierte en olor a sirope
Cuando los alemanes del Báltico fueron llamados a Alemania en el otoño de 1939, una amiga de las hermanas, compañera del colegio y catequesis y también alemana, fue a despedirse de ellas y prometió volver. Sólo iría de visita a aquel país que no conocía y después regresaría a contarles cómo era de verdad esa Alemania. Se despidieron agitando las manos, mientras Aliide miraba al mismo tiempo los brazos de Hans, que abrazaban a Ingel por la cintura, y que al poco rato la transportaron detrás del establo de los caballos. Las risitas tontas se podían oír hasta en la parte delantera de la casa. Aliide apretó los dientes contra la palma de su mano. La imagen de la cintura cada vez más abultada de Ingel la torturaba, tanto de día como de noche, dormida o despierta, y no le dejaba ver ni oír nada más. A ninguno de los tres les llamaba la atención el modo como se arrugaban de preocupación las frentes de los ancianos, unas arrugas que no desaparecían sino que, al contrario, se volvían más profundas, el modo como el padre de las muchachas contemplaba las puestas de sol, escudriñaba cada atardecer al lado del sembrado, fumaba su pipa y miraba el horizonte buscando señales, examinaba las hojas del arce, suspiraba cuando leía los periódicos o escuchaba la radio, y siempre volvía a intentar oír el canto de los pájaros.
En 1940, cuando nació la niña, Linda, Aliide creyó que la cabeza le estallaría. Hans andaba con su hija en brazos y en los ojos de Ingel brillaba la felicidad, en los de Aliide las lágrimas y los de su padre se hundían bajo las arrugas de su frente. Éste empezó a aprovisionarse de petróleo y cambió sus billetes por oro y plata. En la ciudad se veían colas, por primera vez había colas en todo el país, y en las tiendas se agotó el azúcar. Hans no se interesaba por Aliide, aunque ésta ya había conseguido en tres ocasiones añadir un poquito de su sangre a la comida de su cuñado, una vez incluso de la menstruación, durante la luna llena. La próxima vez lo intentaría con la orina. María Kreeli había asegurado que en ocasiones era más eficaz.
Hans empezó a conversar con su suegro de un modo discreto y grave. Tal vez no querían preocupar a las mujeres de la familia y por eso, cuando ellas andaban cerca, nunca hablaban sobre los malos augurios que se iban cumpliendo, o quizá lo hacían, pero las hermanas no prestaban atención. El ceño del padre no las inquietaba lo más mínimo, porque era un viejo, una persona del pasado que temía la guerra. Los que habían crecido en la Estonia libre no se preocupaban por la guerra. No habían cometido crímenes, así que ¿de qué podían inculparlos? Hasta que las tropas soviéticas se hubieron desplegado por todo el país no empezaron a temer un futuro amenazante. Arrullando a su bebé en brazos, Ingel le susurraba a Aliide que Hans había empezado a sujetarla más fuerte, que dormía a su lado aferrando su mano toda la noche, no la aflojaba ni siquiera cuando se quedaba dormido, lo que la extrañaba bastante. Hans la apretaba como si temiese que Ingel pudiera desaparecer en plena noche. Aliide escuchaba la preocupación de su hermana, aunque cada palabra suya era una puñalada en sus entrañas. Sin embargo, empezó a sentir que se iba librando un poco de su obsesión y que en su lugar aparecía otra cosa: el miedo por Hans.
Ninguna de las mujeres pudo eludir la realidad cuando llegaron a la ciudad ya semidesierta y oyeron a la banda del Ejército Rojo tocar marchas militares soviéticas. Hans no estaba con ellas, porque ya no se atrevía a ir a la ciudad, y tampoco habría querido que fuesen las hermanas. En un primer momento empezó a dormir en el trastero que había detrás de la cocina, después se pasaba allí también los días y al final acabó por irse al bosque, donde se quedó.
Una risa incrédula se propagó de pueblo en pueblo, de aldea en aldea. Proclamas como «¡Luchamos por la gran causa de Stalin!» y «Acabamos con el analfabetismo» levantaron gran hilaridad, ya que nadie podía afirmar en serio semejantes cosas. Las que parecían verdaderos chistes andantes eran las esposas de los oficiales, que se paseaban de un lado a otro como si fuesen la tonta del baile; iban por las calles de los pueblos vestidas con sus camisones llenos de flecos. ¿Y los soldados del Ejército Rojo? ¡Pues mondaban las patatas cocidas con las uñas porque no sabían usar el cuchillo! ¿Quién iba a tomar en serio a aquella gente? Pero después empezaron a desaparecer personas y la risa se tornó amarga. Cuando se puso en práctica la matanza y el traslado de hombres, mujeres y niños, algunas historias se repetían una y otra vez como si fuesen salmos. El padre de Aliide e Ingel fue detenido en la carretera que conducía a la ciudad. Su madre simplemente desapareció. Las hermanas se encontraron un día con una casa vacía y gritaron como animales. El perro no dejó de esperar a su amo, y aulló su pena junto a la puerta hasta que murió. Nadie se atrevía a salir. La tierra se retorcía bajo la marea del dolor y cada una de las tumbas cavadas en territorio estonio se hundía por alguna de sus esquinas, como prediciendo más muertos en la familia. El retumbar del frente corría a campo traviesa hasta cada rincón y en todas partes clamaban por Jesús, por Alemania y por los antiguos dioses.
Aliide e Ingel empezaron a dormir en la misma cama, con un hacha bajo la almohada. Pronto les tocaría a ellas. Aliide hubiese querido marcharse y esconderse, pero lo único que fue capaz de esconder fue la bicicleta Dollar de Ingel, que llevaba pintada la bandera americana. En cambio, su hermana decía que una mujer estonia no abandonaba ni su casa ni sus animales, pasara lo que pasase, aunque fuese a detenerlas un batallón entero. Ella sí les demostraría el orgullo de la mujer estonia. Así pues, una de las hermanas velaba mientras la otra dormía, mientras en la mesilla de noche velaban por ellas la Biblia y la imagen de Jesucristo. Durante aquellas largas noches, Aliide contemplaba a veces el resplandor rojizo del cielo y en ocasiones la claridad que irradiaba la cabeza de Ingel, y meditaba si tendría que escapar sola. Lo habría hecho de no haberle dado Hans un cometido antes de marcharse: «Protege a Ingel, tú sabes hacerlo.» Aliide no sería capaz de defraudar su confianza, tenía que demostrar que era merecedora de ella. Por eso empezó a seguir atentamente los partes de guerra de Finlandia, igual que había hecho Hans antes. Por su parte, Ingel se negaba a leer los periódicos, tenía fe en sus plegarias y en las estrofas de Juhan Liivi: «Madre patria, contigo estoy triste, sin ti lo estoy más.»
– ¿Y si nos vamos ahora que aún podemos? -sugirió un día Aliide con delicadeza.
– ¿Y adónde? Linda es demasiado pequeña.
– Quizá a Finlandia, pero Hans opina que Suecia seguramente sería lo mejor.
– ¿Y tú qué sabes de las opiniones de Hans?
– Quizá él pueda seguirnos.
– Yo de mi casa no me voy. Pronto cambiarán las cosas. Los países occidentales vendrán a ayudarnos. Hasta entonces aguantaremos. Tienes poca fe, Aliide.
Ingel no se equivocaba. Aguantaron, el país aguantó y el libertador llegó. Los alemanes entraron con sus tropas, limpiaron el cielo de los humos de las casas en llamas e hicieron que volviese a brillar azul; la tierra ennegreció y las nubes recuperaron su blancura. Hans pudo regresar. Y cuando su pesadilla terminó, empezó la de otros. Los comunistas palidecieron y, como los transportes quedaron paralizados, huyeron a pie, como liebres. Pero Hans ensilló su caballo y salió con andares orgullosos a recuperar la bandera de las Juventudes Campesinas, el trofeo itinerante del Sembrador, los libros de contabilidad y otros papeles que habían tenido que llevar a la ciudad cuando los rojos invadieron el país y prohibieron la organización. Volvió con una sonrisa de oreja a oreja. Todo había ido bien, los alemanes habían sido amables, el ambiente era maravilloso e incluso había sonado una armónica. Los zuecos de las mujeres resonaban por todas partes de un modo agradable y enérgico. También habían fundado la ERÜ, Eesti Rahva Ühisabi (Solidaridad del Pueblo Estonio), para alimentar y apoyar a aquella gente cuyo cabeza de familia hubiese sido alistado a la fuerza en el Ejército Rojo. ¡Todo se arreglaría! Todos volverían a casa: papá, mamá, los desaparecidos regresarían, el grano crecería en los campos igual que antes. Ingel ganaría otra vez los campeonatos de cultivo de legumbres que organizaban las Juventudes Campesinas, irían a las fiestas de otoño y, cuando las hermanas tuviesen unos años más, se afiliarían a la Asociación de Mujeres Campesinas. Cuando su suegro estuviese de vuelta en casa, Hans empezaría a hacer planes para ampliar y expandir sus campos. Hans participaría entonces en la campaña de cultivo del tabaco y la remolacha de azúcar, y después habría suficiente sirope de remolacha, y la hermosa boca de Ingel no se contraería en un mohín de disgusto a causa de la sacarina. Y la de Aliide tampoco, añadía Hans. Ingel ronroneaba contenta como una gata. Entonces comenzó a elaborar una receta de las mejores galletas de Estonia, hechas a base de sirope de remolacha, y junto a Hans cayó en aquella misma nube en que se habían sumido durante los tiempos de los primeros arrumacos, antes de comenzar la pesadilla, mientras que Aliide recayó en la vieja tortura de amor. Todos los obstáculos se derrumbaron ante el brillante futuro de Ingel. Y ni siquiera la escasez de ropa hizo que su armario decreciese, aunque tuvo que sustituir la hebilla de las ligas por una moneda envuelta en papel, pero ¡no pasaba nada! Hans le trajo seda de los paracaídas para que se hiciese una blusa e Ingel la tiñó de azul lavanda y cosió una blusa bien alegre, la adornó con lentejuelas, le colocó en la pechera un broche de cristal alemán y estuvo más guapa que nunca. Hans le trajo un broche igual a Aliide, un poco más pequeño, pero aun así muy fino, y por un momento la mente torturada de su cuñada se apaciguó: a pesar de todo, Hans se había acordado de ella aunque sólo fuera por un momento. ¿Quién iba a fijarse en su broche si encima la nueva blusa de Ingel llevaba unas grandes hombreras? Hans la llamaba «soldadito», con dulzura, con toda la dulzura del mundo.
A Aliide le dolía muchísimo la cabeza. Sospechó que podía tener un tumor. El dolor a veces le nublaba la vista y sólo oía zumbidos. Mientras Hans e Ingel seguían con sus arrumacos, ella cuidaba de Linda, a quien pellizcaba en secreto, a veces incluso la pinchaba con una aguja, pues su llanto le provocaba un placer inconfesable.
La cosecha de remolacha trajo abundantes tubérculos blancos y maduros, y los alemanes se quedaron. La cocina se llenó de cestas de remolacha e Ingel hacía sus tareas de ama de casa con renovadas energías. Ocupó con naturalidad el espacio dejado por la vieja matrona e incluso la superó. Las cosas marchaban estupendamente, Ingel lo sabía todo sin siquiera preguntar y le daba consejos a Aliide, quien limpiaba obedientemente las remolachas mientras su hermana las rallaba. Aliide no llegaría a hacer ese trabajo hasta más adelante, porque primero Ingel tenía que descubrir cuál era el mejor método para desmenuzarlas. Probó una vez con un molinillo de carne, pero volvió al rallador y encargó a su hermana que, además de limpiar las remolachas, tuviese cuidado de que las cacerolas de sirope que estaban a fuego lento no empezaran a hervir. A veces, mientras Ingel realizaba otras tareas, alargaba el cuello para espiar la cocina de leña, ya que no se fiaba de la habilidad de Aliide para preparar el sirope. Seguro que dejaba que la temperatura subiese demasiado y el sirope cogiese un gusto amargo, y al ofrecérselo a las visitas, éstas pensarían que había sido ella la tonta que lo había dejado hervir demasiado, «¡nunca a más de ochenta grados!». La nariz de Ingel no paraba de olisquear por si de la cocina salía un olor demasiado intenso, y si ocurría le gritaba a su hermana que lo corrigiese. Aliide no notaba en el olor ninguna diferencia de intensidad, pero claro, ella no era Ingel. ¿Cómo podría haberlo distinguido? Además, la propia dulzura que destilaba Ingel hacía que las fosas nasales quedaran impregnadas de su fragancia. Ella sólo era capaz de oler la saliva de Hans en los labios de su hermana, lo que hacía que sus propios labios agrietados latiesen de dolor.
Aliide seguía lavando las remolachas un día tras otro, les arrancaba las pequeñas raíces y quitaba los puntos negros. Ingel le dijo que ella misma se encargaría de rallarlas y revoloteaba por la cocina dándole órdenes, bien para que vigilase la remolacha rallada que estaba a remojo, bien para que le cambiase el agua, bien para que fuese por más al pozo. «¡Media hora, ya ha pasado media hora! ¡Hay que verter el agua sobre las rodajas nuevas!» En algún momento, Ingel se aburrió de rallar remolachas y empezó a cortarlas en rodajas finas. «¡Ya ha pasado media hora! ¡Vierte ya el agua limpia!» Aliide limpiaba, Ingel picaba, y de vez en cuando la primera colaba el líquido bajo la estricta mirada de la segunda; al mismo tiempo, esperaban a que sus padres volviesen a casa. Escurrían las remolachas y dejaban que el agua del sirope se evaporase a fuego lento, sin dejar de esperar. «¡Quita esa espuma de la superficie! ¡Quítala, que si no va a estropearse!» La hilera de tarros de sirope se alargaba sin cesar y ellas seguían esperando. De vez en cuando, Ingel derramaba una lagrimita en el cuello de la camisa de su marido.
Toda la aldea esperaba noticias de Narva. ¿Cuándo volverían a casa los hombres? Ingel preparaba sopa de zanahoria y remolacha dulce, Hans se relamía de gusto comentando lo bien que sabía y su mujer seguía atareada con el guiso de macarrones y remolacha, con el jugo de remolacha, y seguían esperando. Hans se daba auténticos festines de torta de remolacha, asentía aprobadoramente ante los bollos de remolacha, mientras con las cortezas de las castañas hacía flores y pájaros para Linda. El ambiente tan azucarado de la cocina le provocaba náuseas a Aliide. Envidiaba a las mujeres de la aldea que tenían un hombre a quien esperar, alguien por quien aprender a preparar bollos de remolacha dulce, pero ella, una chica adulta, sólo podía esperar a sus padres. Habría querido esperar a que Hans se reuniese con ella desde algún lugar lejano, no desde el otro lado de la mesa, pero intentaba ahuyentar ese pensamiento porque era vergonzoso, ingrato. Las mujeres de la aldea suspiraban diciendo que ojalá ellas tuviesen tanta suerte; tenía un hombre en la casa e Ingel era la más feliz de las mujeres, ante lo que a Aliide no le quedaba más que asentir apretando sus resecos labios.
Ingel no paraba de inventar recetas, incluso una para hacer bombones de remolacha dulce, con leche, sirope de remolacha, mantequilla y nueces. Apartó a Aliide de los fogones, ya que darle el punto exacto de cocción a la leche con el sirope era un trabajo difícil, y después había que mezclar las nueces con la mantequilla y darle otra cocción. Le permitió sentarse a la mesa y cuidar de Linda y de la bandeja donde vertía la mezcla. Tenía que observar con atención, aseguraba Ingel, pues le preocupaba cómo se las arreglaría Aliide más adelante, cuando tuviese su propia familia y sus propias remolachas, si ahora no practicaba. También podía aprender mejor cómo cuidar de un niño. Aliide estuvo a punto de preguntarle a qué familia se refería, pero calló y le dio la impresión de que Ingel temía que su hermana menor se quedase toda la vida holgazaneando por la casa. Ingel había empezado a dejar el periódico a la vista de Aliide, siempre abierto como por casualidad por la página de contactos. Pero ella no quería a un señor que buscase una dama menor de veinte años y tampoco a uno a quien le gustasen las señoritas no muy delgadas. No quería a nadie más que a Hans.
Ante la puerta de Maria Kreeli ya hacía tiempo que se formaban colas, pues las mujeres iban a preguntarle por sus maridos desaparecidos al otro lado de la frontera. Al final, la vieja tuvo que echar el pestillo y ya no recibía ni siquiera a Aliide, aunque ésta había sido su proveedora de miel durante años. Un día apareció en la aldea un gitano que leía el futuro en las cartas y la gente que se amontonaba delante de la casa de la vieja Kreeli acudió a él. Ingel y Aliide lo visitaron una vez y les predijo que sus padres ya estaban camino de vuelta. Hans se burló de ellas cuando volvieron entusiasmadas por la buena nueva y dijo que se fiaba más de las promesas de los alemanes que de las cartas de los gitanos. Los alemanes habían jurado que conseguirían traer de vuelta a cuantos habían sido conducidos al otro lado de la frontera. Ingel se puso a examinar su libreta de recetas, avergonzada, y Aliide no quiso contrariarlo diciéndole que creía más en las predicciones de los gitanos.
– He invitado a algunos alemanes a jugar a las cartas esta noche. Ingel puede ofrecerles sus deliciosos bombones y a cambio podréis refrescar vuestros conocimientos de alemán. ¿Qué os parece?
Aliide se sorprendió. Hans jamás había invitado a casa a ningún alemán. ¿Tan desesperada estaba su hermana por encontrarle marido? Si ni siquiera le gustaban los alemanes.
– Echan mucho de menos sus hogares y necesitan compañía. Son hombres jóvenes -explicó Hans a Aliide.
Ésta miró a Ingel, que sonrió.
Jugaron a las cartas hasta muy tarde. Los alemanes habían colgado sus armas nada más llegar. Ingel sonrió en agradecimiento y les ofreció bollos de remolacha y compota de bayas de serbal con remolacha. Los alemanes cantaban canciones de su país y hacían reír a Aliide, aunque ella no conseguía entenderlas del todo. El lenguaje de gestos y la mímica ayudaban, y aquellos hombres se sintieron entusiasmados incluso por los escasos conocimientos de alemán de las hermanas. Ingel se había retirado en plenos cánticos para lavar el centeno; Aliide oía verter la leche sobre los granos. «¿Recuerdas que siempre tiene que ser leche desnatada?» Ingel le había enseñado los trucos para preparar sucedáneo de café. El recipiente entró con estrépito en el horno, donde aún flotaba el olor a pan recién cocido, y Aliide hubiese preferido estar ayudando a su hermana en la cocina que sentada a la mesa con aquellos soldados, aunque eran unos muchachos divertidos. Acudieron de nuevo la tarde siguiente. Y una tercera. Aliide se sentía molesta, Ingel entusiasmada. Aliide no quería a nadie más que a Hans, pero su hermana exigió que esta vez fuese ella quien preparase el café.
– Primero echas la remolacha dulce muy, pero que muy picada, en el agua hirviendo. La cueces de veinte a treinta minutos, después la pasas por el colador y añades la achicoria y la leche. ¿Te acordarás? Así no tendré que aconsejarte en presencia de nuestros invitados. Demuéstrales que eres una buena ama de casa.
Durante su quinta visita, los soldados anunciaron que los trasladaban a Tallin. Aliide se sintió aliviada, pero Ingel frunció el cejo. Hans las consoló diciendo que seguramente vendrían más alemanes. Y sus padres también volverían. Todo iría bien. Antes de despedirse, uno de los soldados le dio su dirección a Aliide y pidió que le escribiese. Ella se lo prometió, aunque sabía que nunca lo haría. Notó el intercambio de miradas entre Ingel y Hans a su espalda.
Ni su padre ni su madre volvieron.
Hans le talló a Ingel unos bonitos zuecos, les puso unos lazos y anunció que iba a seguir a las tropas alemanas.
Las veladas de las hermanas se volvieron interminables. Una noche, desapareció de la aldea Joffe, el hijo de Armi, junto con sus hijos, su mujer y sus suegros. Corría el rumor de que se habían marchado a la Unión Soviética buscando refugio. Eran judíos.
1944, oeste de Estonia
Primero se hacen las cortinas
Los rusos ya se habían vuelto a desplegar por todo país cuando una noche Hans llamó a la ventana de la habitación de atrás. Aliide agarró un hacha, Ingel empezó a rezar en voz baja el padrenuestro y Linda se escondió bajo la cama. Pero pronto comprendieron. Dos toques largos, dos cortos. Hans había vuelto.
Mientras Ingel lloriqueaba de alegría, Aliide meditó sobre dónde podrían esconderlo. Les contó entre susurros que había escapado de las filas alemanas y cruzado el Báltico haciéndose pasar por finlandés. Sin dejar de llorar, Ingel le decía que al menos podía haber intentado mandar alguna carta, pero Aliide se alegraba de que no lo hubiese hecho. Cuanta menos información hubiese en papel sobre los movimientos de Hans, mejor. Debían olvidar la escapada de su cuñado al ejército, eso nunca había pasado, a ver si Ingel también lo entendía. ¿Volvería el trastero detrás de la cocina a utilizarse otra vez como escondite? Hans ya había estado allí antes, aquella vez que habían llegado los rusos. Era un buen sitio, sin ventanas, y allí lo escondieron. Pero ya después de la primera noche, su intranquilidad empezó a aumentar y se puso a preguntar sobre los movimientos de los partisanos, los Hermanos del Bosque. La inactividad hería su autoestima masculina y al menos quería participar en las tareas domésticas. Era tiempo de siega, por los campos había otros hombres disfrazados con faldas, pero Ingel no se atrevía a permitírselo. Nadie tenía que enterarse de su regreso, cosa que le dejaron bien clara también a Linda.
Un par de días después apareció Aino, la vecina, que había enviudado recientemente y estaba embarazada. Tras atravesar el campo a todo correr sujetándose el vientre, se detuvo exhausta delante de Ingel y contó que los chicos de Berg estaban camino de su casa, ya habían pasado por la suya desfilando con aire marcial, y el más joven enarbolaba la bandera azul, negra y blanca de la República estonia. Ingel y Aliide dejaron la siega de inmediato y se apresuraron hacia su hogar. Los chicos de Berg esperaban ante la puerta fumando pitillos de liar. Saludaron a las mujeres.
– ¿Habéis visto a Hans?
– ¿Y por qué lo preguntáis? No ha pasado por casa desde que se fue.
– Pero volverá, tarde o temprano.
– De eso no sabemos nada.
Los chicos de Berg dejaron un aviso de su parte. Dijeron que estaban reuniendo tropas y buscando a los mejores para que se uniesen a ellos. Ingel les dio pan y un cántaro de tres litros de leche y prometió transmitir el mensaje. Sin embargo, cuando desaparecieron tras los sauces blancos, Ingel murmuró que no se lo contaría a Hans. ¡Seguro que saldría corriendo tras ellos! Aliide pasó por alto los balbuceos de Ingel y aseguró que dentro de nada oirían por allí la ruidosa motocicleta de la Checa, la policía secreta, porque era difícil imaginarse un hecho más llamativo que una marcha de los chicos de Berg. ¿Lo comprendía Ingel?
Pusieron manos a la obra. Cuando el reloj anunció la siguiente hora, Hans ya había desaparecido en el lindero del bosque. Lipsi empezó a ladrar delante de la casa y la motocicleta se dejó oír. Las hermanas se miraron. Habían conseguido hacer desaparecer a Hans en el último momento, pero si se quedaban sentadas a la mesa de la cocina en horas de siega levantarían sospechas, pues parecería que había pasado algo y que simplemente estaban esperando a que las fusilasen. Así que vuelta a la faena. Desde la despensa al establo de las vacas, y del establo de las vacas al de los caballos, y desde éste hasta el prado a través de un susurrante sembrado de tabaco, justo cuando la moto con sidecar derrapaba delante de la casa.
– Hemos dejado la olla al fuego. Se darán cuenta de que acabamos de estar allí -dijo Ingel sin aliento.
No habían cerrado la puerta con llave, pues habría sido sospechoso. Pronto los chequistas verían el agua de cocer los huevos para la merienda de Hans hirviendo en la cacerola y se percatarían de que la cocina había sido abandonada a toda prisa. Las mujeres se quedaron a espiar tras un montículo de piedras en medio del prado. Los hombres vestidos con cazadoras de piel entraron en la casa, pasaron un rato dentro, salieron, miraron alrededor y se fueron. A Ingel le extrañó que se marchasen tan rápido y empezó a arrepentirse por haber hecho que Hans fuese al bosque tan a la ligera. Quizá podrían habérselos quitado de encima hablando un rato con ellos. De haber estado allí, tal vez los hombres sólo se hubiesen quedado un momento. Hans podría haberse quedado en el trastero sin riesgo alguno. Ingel, la tonta. Aliide no lograba entender cómo Hans había podido escoger a una mujer así.
– Tenemos que hacer algo.
– ¿Como por ejemplo?
– Déjame a mí.
Por las noches, Ingel lloriqueaba y Aliide sopesaba sus alternativas. De Ingel no podía esperar que pensara de forma racional, ni siquiera se fijaba en si el pan que le daba a Linda estaba mohoso y apenas reconocía a sus amigos. Mientras Ingel tendía la ropa a secar bajo la lluvia y farfullaba oraciones, Aliide seguía reflexionando. Para que Hans pudiese conservar la vida, tendría que limpiar su reputación por haber pertenecido a los voluntarios de la defensa, a la organización Omakaitse y a los guardias de Riigikogu, además de haber participado en la guerra de Finlandia. No saldría de aquello a base de palabras, y huir ya no era posible.
Un compañero de catecismo de Hans, Theodor Kruus, había salido adelante incluso después de haber repartido folletos contra la Unión Soviética, pero Aliide conocía el precio. Ingel no lo sabía, y así era mejor.
Al jefe de la milicia de la aldea le gustaba tener carne joven y mejillas sonrosadas bajo su enorme barriga. Cuanto más joven, mejor. Cuanto mayor era el delito de los padres, más joven tenía que ser la muchacha o más noches hacían falta para purgar el delito, no bastaba una noche y tampoco un himen. Soltaron a Theodor Kruus porque su atractiva hija pagó la libertad de su padre acudiendo de noche al jefe de la milicia, ante el que se quitaba el vestido y las medias y se arrodillaba. El expediente sobre el agitador Theodor Kruus desapareció, sus panfletos y su actividad contra la Unión Soviética le fueron cargados a otro, a quien condenaron a diez años en las minas y a cinco de destierro. Los actos de Hans se penaban con la muerte, o, en el mejor de los casos, varios años en Siberia.
¿Sabría Theodor lo que había hecho su hija? Quizá el jefe de la milicia se lo había contado. Aliide podía imaginárselo perfectamente, con sus botas bien lustradas y las piernas separadas, susurrándolo al oído de Theodor.
Ingel no sería capaz de algo así, lo único que sabía hacer era lloriquear con la nariz pegada al tapiz de la pared. Tampoco era lo suficientemente joven para el jefe de la milicia. Ni siquiera Aliide lo era. Aquel hombre sólo quería muchachas que todavía no eran mujeres. Por lo demás, Aliide no se consideraba capaz de algo así. ¿O sí? Continuaba insomne por las noches, con aquellas ojeras oscuras y sin nadie a quien preguntar qué hacer.
Después de infinidad de horas despierta, Aliide pensó en las cortinas. Pasaba el tiempo mirando y mirando, mirando fijamente la noche oscura, la luna llena, la luna nueva, la creciente y la menguante. Echaba de menos a su madre, a quien podría haber pedido consejo, y a su padre, que habría sabido cómo actuar. Echaba de menos a cualquiera que hubiese sido capaz de aconsejarla. Deseaba que le devolviesen sus sueños, que Hans estuviese en casa y que desapareciera aquella molesta luna al otro lado de la ventana. Y mientras cavilaba todo eso, de repente se le ocurrió que la solución era coser unas cortinas. Ingel, entusiasmada, puso manos a la obra inmediatamente. ¡Hans podría estar a veces en la cocina si tenían cortinas! Era un plan así de simple y alocado. Y las tomaron por locas cuando Aliide empezó a tejer ruidosamente con la rueca e Ingel a bordar la tela, aunque el hilo les habría hecho falta para otra cosa. La gente de la aldea no daba importancia a las extravagancias de las hermanas, convencida de que la guerra las había trastornado, lo que les vino bien. Aliide mandó a Ingel a explicar que los trabajos manuales les aliviaban las penas, que gracias a la aguja y el hilo olvidaban su dolor. Según instrucciones de Aliide, contaba también por la aldea una historia sobre su prima de Tallin, que les había dicho que las cortinas largas estaban de moda en París y Londres. La prima les había enseñado unas revistas de decoración extranjeras, y en éstas no aparecían las cortinas de media ventana propias del campo, rematadamente anticuadas. A veces, a Aliide le parecía que, cuando hablaban de sus cortinas, la gente las miraba como se mira a quien miente pero se lo deja estar, simulando creer lo que cuenta, y eso hacía que se esforzara en explicar que, aunque se tratase de un lujo innecesario en aquellos tiempos, a pesar de lo mal que iban las cosas y aunque pareciese una tontería, en el campo también podían tomar ejemplo de la moda de la ciudad. Aliide se proclamaba mujer de una nueva era, y por tanto quería cortinas de una nueva era, las primeras cortinas largas de la aldea.
Se habituaron a correrlas casi todas las noches. A veces no lo hacían, para que quienes pasaban por allí viesen que en la casa la vida seguía igual y no tenían nada que ocultar.
También otros empezaron a preservar sus ventanas de las miradas ajenas, aunque con medias cortinas, asimismo eficaces a la hora de proteger la intimidad. Sin duda, muchos entendían por qué las hermanas habían preferido poner cortinas largas, pero se lo callaban.
Después de abrir y cerrar las cortinas una y otra vez durante un par de meses, decidieron que la mejor opción sería tener a Hans en casa todo el tiempo. Podrían cavar un escondite en el suelo de la habitación, o construir un cuartucho entre el trastero de detrás de la cocina y la cocina misma. ¿Quedaría bien? Él tendría suficiente calor y estaría cerca de ellas, que a su vez podrían recibir visitas en las otras habitaciones. El trastero siempre se había usado como almacén o cuarto de invitados. Muy pocos habían entrado en él, incluso entre los vecinos, y siempre habían mantenido la puerta cerrada. Ni siquiera tenía picaporte o asa, solamente un pestillo. ¿Y quién se acordaría de su tamaño? El cuarto no tenía ventana, así que siempre estaba en penumbra. Era hora de ir a buscar a Hans al bosque, porque lo iban a necesitar para hacer la obra.
En el establo de los caballos había tablas, que llevaron con sigilo al interior a través del establo adyacente y la despensa. Fueron construyendo la pared sólo durante los días más tormentosos y lluviosos, cuando el ruido exterior amortiguaba los martillazos, y sólo cuando Linda estaba con su madre o su tía en el establo de las vacas o en otra parte, porque la lengua de un niño es siempre la lengua de un niño. A Linda no iban a contarle nada sobre los trabajos, tan sólo oiría historias sobre los fantasmas que habitaban aquel trastero. Cuando estuviera terminado y Hans se hubiera instalado en él, saldría a la cocina o el baño sólo cuando Linda estuviese en otra parte o durmiendo. Si Linda se despertaba por la noche, iba a la cocina y se encontraba con Hans, le explicarían que su padre había venido a visitarlas desde el bosque.
Tabla tras tabla, el escondite quedó como debía. Ingel reía, Aliide sonreía y tarareaba de buen humor. Las viejas molduras del suelo y el techo fueron arrancadas y clavadas en la nueva pared. Para la ventilación, instalaron un tubo en el techo que hacía circular el aire desde el altillo. Ingel encontró en el desván un rollo de papel de pared usado y empapeló el trastero pegándolo con engrudo. Nadie habría adivinado que detrás había otro cuarto. Hans movió el armario que había delante de la pared vieja para colocarlo contra la pared nueva, y el papel recién puesto quedó tan sutilmente tapado que no se notaba que era más liso y de tono más claro. La puerta del cuartucho quedó tras el armario. Al principio, pusieron un cubo en el rincón para sus necesidades, pero después decidieron cavar un agujero en el suelo, colocar allí el cubo y taparlo. También barajaron la posibilidad de practicar un agujero en el tabique que separaba el establo adyacente, donde quizá podrían instalar alguna clase de váter que, llegado el caso, se pudiese usar como salida de emergencia.
Aquella noche, Hans tomó un baño y comió copiosamente. Ingel le preparó la mochila y a Linda le dijeron que su padre tenía que irse otra vez, pero que volvería pronto. Muy pronto. La niña empezó a llorar y Hans la consoló. Ahora tenía que ser una chica muy valiente, para que él pudiese estar muy orgulloso de su hija estonia.
Las tres lo acompañaron hasta la puerta del establo de las vacas y se quedaron mirando cómo desaparecía en el lindero del bosque. A la noche siguiente, Hans volvió y tomó posesión del cuartucho.
En un par de días, se extendió por la aldea la noticia del horrible fin de Hans Pekk en un sendero del bosque.
1946, oeste de Estonia
¿Está usted segura, camarada Aliide?
Cuando se llevaron a Ingel y Aliide por primera vez al ayuntamiento para interrogarlas, el hombre que las recibió les pidió perdón por si sus subalternos se habían portado de una manera irrespetuosa al acompañarlas hasta allí.
– Mis camaradas no saben comportarse.
Condujeron a cada hermana a una habitación. El hombre le abrió la puerta a Aliide, le ofreció una silla y le pidió que se sentase.
– Primero debo verificar algunas cosas en mis documentos. Después empezaremos -dijo, y empezó a hojear los papeles.
Se oía el tictac de un reloj y por el pasillo caminaban unos hombres. Aliide percibía sus pasos decididos en la planta de los pies. El suelo vibraba. Se concentró en mirar fijamente los marcos de las puertas. Le parecía que se movían. Las grietas de las baldosas del suelo oscilaban como patas de araña. Las manecillas del reloj engulleron una nueva hora y el hombre seguía hojeando los papeles, sin inmutarse. Empezó la hora siguiente. El hombre echó un vistazo a Aliide sonriendo con amabilidad. Después se levantó, dijo que lo lamentaba pero que tenía que atender otro asunto, aunque volvería lo antes posible. Desapareció por el pasillo. Empezó la tercera hora. Y la cuarta. Aliide se levantó de la silla y fue hasta la puerta. La abrió. Al otro lado había un hombre de pie, así que cerró y volvió a la silla. Linda estaba jugando en casa de Aino cuando habían llegado aquellos hombres. ¿Se estaría preguntando la vecina dónde se habían metido?
El hombre volvió.
– Ya podemos empezar. En primer lugar, querría que me aclarase adónde pensaba ir, camarada Aliide.
– Estaba buscando el aseo.
– ¿Y por qué no lo ha dicho? ¿Quiere ir ahora?
– No, no, gracias.
– ¿Está segura?
Aliide asintió con la cabeza. El hombre encendió un cigarrillo de liar y preguntó por el paradero de Hans Pekk. Aliide le explicó que Hans había muerto hacía tiempo, víctima de un robo y asesinato. Su interrogador formuló algunas preguntas sobre la muerte de Hans y después dijo:
– Bien, dejémonos de juegos. ¿Está usted segura, camarada Aliide, de que Hans Pekk no nos revelaría su paradero, el de usted, si estuviese sentado aquí en su lugar?
– Hans Pekk está muerto.
– ¿Está usted segura, camarada Aliide, de que su hermana no está en este momento confesando que ustedes han simulado la muerte de Hans Pekk y que cuanto usted está declarando aquí es una gran mentira?
– Hans Pekk está muerto.
– Su hermana, camarada Aliide, no quiere ser sentenciada y no quiere ir a la cárcel, espero que lo entienda.
– Mi hermana no contaría esa clase de mentiras.
– ¿Está usted segura, camarada Aliide?
– Lo estoy, sí.
– ¿Está usted segura de que Hans Pekk no nos va a revelar los nombres de quienes colaboraron en su engaño y sus delitos? ¿Está segura de que Hans Pekk no va a mencionar su nombre? Sólo deseo lo mejor para usted, camarada Aliide. No me gustaría que una señorita tan guapa se metiese en problemas sólo por haber sido engañada para ayudar a un criminal. Que ese criminal haya sido tan hábil con sus mentiras como para conseguir que su mente ignorante se sumiese en la confusión. Camarada Aliide, sea razonable. Sálvese a sí misma, por favor.
– Hans Pekk está muerto.
– ¡Pues enséñenos el cadáver de Hans Pekk y todo se aclarará! Camarada Aliide, usted será la única culpable de los problemas que Hans Pekk pueda ocasionarle. O la mujer de Hans Pekk. Yo ya he hecho cuanto está en mi mano para que una belleza como usted pueda seguir su vida normal, no puedo hacer nada más. Ayúdeme para que pueda ayudarla. -El hombre le cogió la mano y se la apretó-. Sólo quiero lo mejor para usted. Tiene toda la vida por delante.
– ¡Hans Pekk está muerto! -exclamó Aliide, soltándose de un tirón.
– Creo que ya basta por hoy. Volveremos a vernos, camarada Aliide.
El hombre le abrió la puerta y le dio las buenas noches.
Ingel la esperaba fuera. Echaron a andar sin mediar palabra. Ingel ni siquiera carraspeó hasta que la casa de Aino empezó a perfilarse en la lejanía.
– ¿Qué te han preguntado?
– Sobre Hans. No les he contado nada.
– Yo tampoco.
– ¿Qué más te han dicho?
– Nada más.
– A mí tampoco.
– ¿Qué le vamos a decir a Hans? ¿Y a Aino?
– Que preguntaban por algún otro, y que nosotras no hemos contado nada sobre nadie.
– ¿Y qué ocurrirá si Hendrik Ristla habla?
– No hablará.
– ¿Podemos estar seguras?
– Hans dijo que Hendrik Ristla era el único en quien confiaba lo suficiente para ayudarnos con esta farsa.
– ¿Y qué pasa si Linda habla?
– Linda sabe que entonces su padre morirá de verdad, y no sólo de broma.
– Pero van a volver a interrogarnos.
– Esta vez lo hemos hecho bien, ¿verdad? Pues volveremos a hacerlo igual de bien.
1947, oeste de Estonia
Aliide pronto va a necesitar un cigarrillo
Las golondrinas ya se habían marchado, pero las grullas cruzaban el cielo en formación y con los cuellos estirados. Su graznar resonaba por los campos y hacía que a Aliide le doliese la cabeza. Al contrario que ella, las aves eran libres de marcharse, podían ir a donde quisieran. Ella sólo tenía libertad para adentrarse en el bosque a buscar setas. La cesta estaba llena de níscalos y cantarelas. Ingel, que se había quedado en casa, se alegraría al ver cuántas había recogido. Aliide las limpiaría e Ingel a lo mejor le dejaría darles un hervor, aunque estaría todo el tiempo vigilando a su lado, y después las pondría en tarros, exigiéndole que prestase mucha atención, porque nunca podría ser una buena ama de casa si no le salían bien las setas marinadas. A lo mejor era capaz de salarlas, pero un buen marinado requería cierta habilidad. Pronto ya habría varios tarros nuevos preparados por Ingel en la estantería de la despensa, un par más de ellos suponían menos hambre para el invierno.
Aliide se tapó un oído con la mano libre. ¡Cuántas grullas! ¡Y cómo gritaban! Sentía el otoño a través de sus zapatillas de cuero. La sed le rascaba la garganta. De repente, apareció una motocicleta conducida por un hombre con cazadora de piel, que se paró a su lado.
– ¿Qué llevas en la cesta?
– Setas. Vengo de recogerlas.
El hombre le arrebató la cesta, miró en su interior y la tiró a un lado. Las setas cayeron al suelo con un tamborileo. Aliide clavó la vista en ellas, sin atreverse a mirar al hombre. Ya estaba, algo iba a pasar. Tenía que mantener la calma. No podía mostrarse nerviosa, presa del pánico. Un sudor frío se deslizaba por sus corvas hasta sus tobillos, mientras el agarrotamiento empezaba a adueñarse de todo su cuerpo y la sangre escapaba de sus extremidades. A lo mejor no iba a pasar nada, a lo mejor se había asustado sin motivo.
– Ya nos hemos visto antes, ¿verdad? Con tu hermana. Eres la hermana de la mujer de aquel bandido.
Aliide miraba fijamente las setas. De reojo veía la cazadora de piel, que crujía cuando el hombre se movía. Tenía orejas grandes. Sus botas de cuero curtido al cromo relucían, aunque la carretera estaba polvorienta y él no era alemán. ¿Tendría que haber echado a correr y rogar que no le disparase por la espalda, o que no acertase el tiro? Pero entonces seguro que iría directamente a la casa y cogería a Ingel y Linda y se quedaría a esperarla. ¿Acaso el que escapa no es siempre culpable?
En el ayuntamiento, el hombre de las orejas grandes declaró que Aliide llevaba comida a los bandidos. La luz hacía que las orejas le transparentasen. Empujó a Aliide hasta el centro de la habitación, la dejó allí de pie y se marchó.
– Camarada Aliide, me ha decepcionado usted.
La voz era la misma que la primera vez. El hombre era el mismo. «¿Está usted segura, camarada Aliide?» Se levantó de su mesa oculta en la penumbra, miró a Aliide, negó con la cabeza, suspiró hondo y fingió entristecerse.
– He hecho cuanto he podido por usted. Ya no puedo hacer más.
A una seña del hombre, los soldados que estaban tras él se acercaron a Aliide. El hombre salió de la habitación.
Le ataron las manos a la espalda y le pusieron una bolsa en la cabeza. Luego la dejaron sola. A través de la tela no veía nada. En algún sitio goteaba agua en el suelo. Percibía olor a sótano. La puerta se abrió. Botas. Le rasgaron la camisa y los botones salieron disparados hacia el suelo y las paredes, botones de cristal alemanes. Después, Aliide se convirtió en un ratón en el rincón de aquel cuarto, en una mosca en la lámpara, salió volando. En un clavo de la pared acartonada, en una chincheta oxidada. Aliide era una chincheta oxidada en la pared. Era una mosca y se movía por el pecho desnudo de una mujer que yacía en medio de aquella habitación con una bolsa en la cabeza, y la mosca atravesaba un moratón reciente, la sangre agolpada debajo de la piel del pecho, una huella larga y estrecha, del ancho justo para avanzar sobre ella. Iba atravesando los moratones, los derrames de los pezones hinchados como islas volcánicas. Cuando la mujer desnuda cayó sobre las losetas del suelo, ya no se movió. La mujer con la bolsa en la cabeza que yacía en medio de aquel cuarto era una extraña y Aliide ya no estaba allí; su corazón corría con sus patas de insecto hacia las rendijas, se fundía con las raíces que crecían en la tierra debajo de aquel cuarto. «¿La usamos para hacer jabón?» La mujer no se movía, no oía. Se había convertido en una mancha de saliva en la pata de la mesa, al lado de un agujero de polilla, dentro de un agujero redondo en la madera, en la madera de aliso, en un árbol crecido en la tierra de Estonia, en la madera donde aún se podía sentir el bosque, donde todavía se sentía el agua y las raíces y los topos. Buceó hasta muy lejos, era un topo que empujaba un montón de tierra y emergía en el jardín, podía notar la lluvia y el viento, la tierra mojada respiraba y latía. Metieron la cabeza de la mujer dentro de un cubo de excrementos. Aliide estaba fuera, en la tierra mojada, con la tierra metida en sus fosas nasales, con tierra en el pelo, dentro de los oídos, y los perros pasaban corriendo sobre ella, las patas hollaban la tierra, que respiraba y se lamentaba, y la lluvia se mezclaba con ella y las cunetas se llenaban y el agua caía a chorros y formaba sus propios surcos y en algún lugar estaban aquellas botas de cuero curtido al cromo, en algún lugar la cazadora de piel, en algún lugar el olor del alcohol frío, en algún lugar el ruso y el estonio se mezclaban y las lenguas muertas cobraban vida.
La mujer que había en el centro de la habitación no se movía.
Aunque el cuerpo de Aliide se esforzaba, aunque la tierra intentaba engullirla y acariciaba suavemente sus carnes oscurecidas, lamía la sangre de sus labios, limpiaba con besos su cabello arrancado, aunque la tierra hacía cuanto podía, no consiguió evitarlo y Aliide fue arrastrada de vuelta a la realidad. Se oyó la hebilla del cinturón y la mujer que yacía en el centro de la habitación se movió ligeramente. La puerta batía y el vaso de vodka tintineaba, la silla arañaba el suelo, la bombilla se balanceaba en el techo y ella intentaba encontrar la salida. Era la mosca en la bombilla atrapada por el hilo de volframio. Pero el cinturón la arrastraba de vuelta a la fuerza, un cinturón con los agujeros tan bien hechos que no lo oía cuando caía como un matamoscas. Ella seguía intentándolo, era una mosca, escapaba volando, voló al techo alejándose de la luz de aquella lámpara, alas transparentes, cien ojos, pero la mujer que yacía en el suelo de piedra resollaba y se retorcía. Tenía una bolsa en la cabeza que olía a vómito, y en la tela no había ni un solo agujero por donde la mosca pudiese pasar. La mosca no encontró el camino hasta la boca de la mujer. Podría haber intentado ahogarla, hacer que vomitase otra vez y se ahogase. La bolsa olía a orina, estaba empapada de orina y vómito. La puerta batía, las botas resonaban, por encima de las botas alguien mascullaba, chasqueaba la lengua, migajas de pan caían al suelo como rocas. El mascullar se acabó. -Apesta. Sacadla de aquí.
Despertó en una zanja. Era de noche. ¿La noche de qué día? ¿Había pasado un día o dos o sólo una noche? Un búho ululaba. Unas nubes negras cruzaban el cielo iluminadas por la luna. Tenía el pelo mojado. Se incorporó y se sentó, se arrastró hasta la carretera, tenía que conseguir llegar a casa. La camiseta interior, la enagua, el vestido y las ligas que le sujetaban las medias estaban en su sitio. El pañuelo no. Y le faltaban las medias. No podía ir a casa sin ellas, de verdad que no, porque Ingel… ¿Estaría su hermana siquiera en casa? ¿Estaría bien? ¿Y Linda? Aliide quiso correr, pero las piernas no la sostenían, se arrastraba, gateaba, se incorporaba, se tambaleaba, cojeaba, zigzagueaba, avanzando poco a poco. Seguramente Ingel estaría en casa, esta vez sólo habían ido por ella, su hermana estaría en casa. Pero ¿cómo iba a explicarle la desaparición de las medias? Respecto al pañuelo, podía decirle que lo había olvidado en la aldea. Había charcos en la carretera, había llovido. Bien. Se había quitado el pañuelo mojado y lo había olvidado en algún sitio. Pero las medias… No, sin las medias no podía volver. Una mujer decente no andaría ni por su propio jardín con las piernas desnudas. El cobertizo. En el cobertizo había medias. Tendría que ir al cobertizo. Pero la puerta estaba cerrada y la llave la guardaba Ingel. No había forma de entrar, sólo si alguien hubiera dejado la puerta abierta.
Durante todo el camino a casa se concentró en pensar en las medias, no en Ingel, ni en Linda, ni en lo ocurrido. Fue nombrando en voz alta los distintos tipos de medias: de seda, de algodón, marrón oscuro, negras, marrón claro, grises, de lana, medio caídas… Ya se divisaba el cobertizo, amanecía, medias de niña, había rodeado la casa por el prado para entrar por detrás, medias bordadas, medias de fábrica, medias que se canjeaban por dos kilos de mantequilla, medias por dos tarros de miel, por el salario de dos jornadas. Ella e Ingel habían trabajado un par de días para otras casas y les habían pagado con sendos pares de medias, medias de seda negra con puntera de algodón. Los sauces blancos susurraban en el sendero de la casa, se veía ya una parte de ésta tras los abedules del jardín, las luces estaban encendidas. ¡Ingel estaba en casa! No se oía al perro, medias de lana sin tintar, medias de espuma, llegó al cobertizo, probó la puerta. Cerrada con llave. Tendría que entrar sin medias, mantenerse alejada de la luz, sentarse cuanto antes a la mesa y esconder las piernas debajo. A lo mejor no se daban cuenta. No habría estado mal tener un espejo. Se pellizcó las mejillas, se alisó el pelo, se tocó la cabeza, pero la sentía pegajosa, medias de seda, medias de algodón, medias de lana, medias de nailon… Sacó un cubo de agua del pozo, se lavó las manos y se las frotó enérgicamente con una piedra, puesto que no tenía cepillo, medias marrones, medias negras, medias grises, medias sin tintar, medias bordadas, ahora tendría que entrar. ¿Lo conseguiría? ¿Cruzarían sus pies el umbral, sería capaz de hablar con alguien? Con suerte, Ingel tendría tanto sueño que no podría ni hablar. A lo mejor Linda todavía dormía, era muy temprano.
Aliide llevó su cuerpo hasta el jardín; podía observarse andar desde atrás, ver cómo adelantaba una pierna y la otra, agarraba el picaporte, cómo le salía la voz: «Hola, soy yo.» La puerta se abrió e Ingel se apartó para dejarla pasar. Menos mal que Hans estaba en el cuartucho. Aliide suspiró. Ingel la miraba fijamente. Aliide levantó la mano indicándole a su hermana que no dijese nada. Los ojos de Ingel bajaron hasta sus piernas desnudas, y ella volvió la cabeza y se agachó para acariciar a Lipsi. Linda entró en la cocina desde la habitación, pero se detuvo en seco al ver la mueca torcida de su madre. Ésta le ordenó que fuese a lavarse, mas la niña no se movió.
– ¡Obedece!
Linda lo hizo. La jofaina esmaltada traqueteaba, el agua salpicaba, Aliide seguía de pie en el mismo sitio y apestaba. ¿Estaría Linda mirando a hurtadillas sus piernas desnudas? Tumbó su dolorido cuerpo en el colchón de paja y se tranquilizó. Ingel se asomó a la puerta para decirle que le iba a preparar un baño en cuanto Linda se marchase al colegio.
– Quema la ropa.
– ¿Toda?
– Toda. No les he contado nada.
– Lo sé.
– Vendrán a por nosotras otra vez.
– Tenemos que mandar fuera a Linda.
– Eso despertaría sospechas en Hans, y él nunca debe sospechar nada. No podemos contárselo.
– No podemos contárselo -repitió Ingel.
– Tendríamos que marcharnos.
– ¿Adónde? ¿Y Hans?
1947, oeste de Estonia
Entraron como si fuesen los amos
Aquella noche de otoño estaban preparando jabón. Linda jugaba con sus pájaros hechos con corteza de castaña y con el broche alemán de Ingel, sacando brillo a sus piedras de cristal azules; hacía cualquier cosa menos deletrear el abecedario, como siempre. Los tarros de confitura de manzana preparada el día anterior estaban sobre la mesa a la espera de ser guardados en la despensa, y al lado había una jarra de zumo de manzana sobrante. El resto del zumo ya lo habían embotellado. Había sido una buena jornada, la primera después de la noche que Aliide pasó en el sótano del ayuntamiento, la primera en que se había despertado y no había pensado en ello, sino que, antes de recordarlo, le había dado tiempo a contemplar un momento el sol matinal, que entraba a raudales por la ventana. Aunque nadie había ido en busca de las hermanas después de que Aliide volviese a casa, aún se sobresaltaban cada vez que alguien llamaba a la puerta, pero eso le pasaba a cualquiera en aquellos tiempos difíciles. Sin embargo, la mañana de aquel día Aliide vio un rayo de esperanza. Quizá se olvidasen de ellas si al fin se habían convencido de que no sabían nada. Quizá por fin las dejasen trabajar en paz, preparar sus confituras y conservas, quizá las dejasen tranquilas.
Aino había ido de visita y estaba sentada a la mesa, charlando. Como le habían robado el barril de carne destinada para hacer jabón, ellas le habían prometido darle parte del que prepararan. Era agradable oír charlar a Aino, las palabras de una persona de fuera aliviaban el silencio lacerante que reinaba en la cocina. Las palabras cotidianas de Aino tenían un eco tierno e incluso la historia sobre el destino de su cerda, que pesaba cien kilos y había contraído la peste porcina, resultaba familiar, porque en aquel ambiente cada palabra sonaba agradable. La peste porcina había hecho presa en la cerda de Aino, que había tenido que hacer una matanza de urgencia, desangrarla y salar su carne. Pero el barril había desaparecido del sótano mientras estaba de visita en casa de su madre.
– ¡Imagínate! ¡Ahora alguien va a comérsela! ¡Y era para hacer jabón! -Aino negó con la cabeza.
– Tiene que haber sido alguien de fuera, porque toda la gente de la aldea sabe de qué murió tu cerda.
– Menos mal que no había nada más en aquel viejo sótano.
Los ingredientes del jabón habían estado a remojo varios días y ahora ya los habían enjuagado, y esa tarde estaban por fin cociéndose en una olla grande a fuego lento, así que Ingel se dispuso a añadir la sosa. Era trabajo de Ingel, porque Aliide carecía de paciencia para ello, en cambio, su hermana era muy mañosa para cocer el jabón, como para todas las tareas domésticas. Las pastillas de jabón de Ingel siempre habían sido las más gruesas y las de mejor calidad, como para estar orgullosa de ellas, pero esa tarde ni siquiera eso irritaba a Aliide, porque aquél era el primer día en que todo parecía un poco normal. Por la mañana había pasado el tintorero Joosep para tratar de venderles sus tintes para tela. Alguien se los traía a escondidas de la fábrica de Orto, eran colores puros, sin añadidos. De paso, habían podido enterarse de los chismorreos de las aldeas colindantes, y ahora la olla de jabón echaba espuma e Ingel la removía con un cucharón de madera. Aino seguía charlando y negando con la cabeza expresando sus dudas sobre los koljós. ¿Cómo podría pagar aquellas cuotas cada vez más altas? Las hermanas compartían la misma preocupación, pero la noche anterior Aliide había decidido no preocuparse demasiado por ese asunto, ya tendría tiempo más adelante para afligirse. La charla de las mujeres fue interrumpida por un chillido proveniente del otro extremo de la mesa: Linda se había pinchado con la aguja del broche de Ingel. Ésta agarró el broche, lo prendió en la blusa de su hija y le prohibió jugar con él. Linda se fue lloriqueando al rincón de la cocina al que se había escapado con sus pájaros de castaña cuando Ingel la había asustado diciéndole que las salpicaduras de sosa podrían abrasarle las manos. Ese ajetreo familiar hizo sonreír a Aliide, que convenció a Linda para que se despidiese con la mano de Aino cuando más tarde ésta se marchó a ordeñar sus vacas. Volvería al día siguiente. Entonces, el jabón ya estaría listo para cortar y Aino se llevaría unos trozos a su casa para secar. Aliide se desperezó. Pronto iría al establo con Linda para dar de comer a los animales y Hans podría entrar en la cocina para bajar la pesada olla del jabón al suelo a fin de que se enfriase.
Eran cuatro hombres.
No llamaron a la puerta, entraron como si fuesen los amos.
Ingel estaba a punto de echar la sosa en la olla.
Aliide dijo que no sabía nada de Hans.
Ingel vertió todo el contenido de la botella de cristal en la olla. El jabón se desbordó.
No desveló el paradero de Hans.
Linda no pronunció ni una sola palabra.
De la cocina de leña se elevaba un humo maloliente que inundaba el aire, el fuego se apagó, la olla seguía echando espuma.
Al llegar al ayuntamiento, separaron a Linda de las dos mujeres y se la llevaron a otro lugar.
Del techo del sótano colgaban dos bombillas desnudas. Entre los hombres había dos jóvenes de su aldea, el hijo del viejo Leemetti y Armin Joffe, que se había pasado a la Unión Soviética antes de la llegada de los alemanes. Ninguno de ellos las miró.
En el ayuntamiento, los soldados estaban fumando mahorka y bebiendo vodka. Se limpiaban la boca con la manga, como solían hacer los rusos, aunque ésos hablaban estonio. Les ofrecieron a ellas también, pero las hermanas lo rechazaron.
– Sabemos que conocéis el paradero de Hans Pekk -dijo uno de los hombres.
Y añadió que alguien lo había visto en el bosque. Alguien a quien habían interrogado había dicho que Hans había estado en el mismo grupo y el mismo refugio subterráneo que él.
– Os dejaremos ir a casa en cuanto nos contéis dónde está Hans Pekk.
– Tiene una hija muy atractiva -terció otro.
Ingel dijo que Hans había muerto. Atraco y asesinato en 1945.
– ¿Cómo se llama su hija?
Aliide les contó que el amigo de Hans, Hendrik Ristla, había visto lo ocurrido. Hans y Hendrik Ristla iban por la carretera en un carro cuando los habían atacado de repente y matado a Hans sin más. Ingel empezó a ponerse nerviosa. Aliide lo notaba aunque aparentemente su hermana pareciera tranquila. Ingel seguía en pie, orgullosa y erguida. Uno de los hombres daba vueltas por la habitación a sus espaldas. No paraba de moverse, mientras que otro caminaba por el pasillo. El sonido de aquellas botas…
– Qué nombre tan bonito tiene su bonita hija.
Linda acababa de cumplir siete años.
– Dentro de un rato le preguntaremos lo mismo a ella.
Se callaron y después entró otro hombre.
– Ve a hablar con la niña -le dijo el que las había interrogado al recién llegado-. Es una niña estúpida, que de todas maneras no va a decir nada. No pierdas el tiempo. Desenrosca la bombilla del techo con cuidado, no te vayas a quemar. O mejor aún, tráela aquí. Después me bajas esa bombilla y aquel cable hasta que llegue hasta la mesa. Primero pondremos a la niña encima de la mesa y el resto ya lo haremos después.
El hombre acababa de comer algo y aún seguía masticando. Las manos y la boca le brillaban grasientas. Las puertas se abrían y cerraban, las botas desfilaban, las cazadoras de cuero crujían. Movieron la mesa. Trajeron a Linda. Su blusa ya no tenía botones, se la mantenía cerrada con una mano.
– La niña encima de la mesa.
Linda estaba tan callada, aquellos ojos…
– Separadle las piernas. Sujetadla bien.
Ingel sollozaba en un rincón.
– Que lo haga Aliide Tamm. Traedla aquí, a la mesa.
No dijeron nada, no dijeron nada.
– Que coja la bombilla.
No dijeron nada, no dijeron nada, nada, nada.
– ¡Puta, coge esa bombilla!
1948, oeste de Estonia
La cama de Aliide empieza a oler a cebolla
Aliide eligió a Martin cuando éste aún no sabía nada sobre ella. Lo vio por casualidad delante de la lechería. Ella acababa de bajar los escalones a saltitos después de admirar las muestras de guata colocadas en la pared para demostrar lo pura que era la leche de sus vacas. La guata de otra gente siempre quedaba más amarillenta tras filtrar la leche, pero la de Aliide seguía igual de blanca. En realidad, era gracias a Ingel, pues ella cuidaba más de las vacas, pero qué importaba, al fin y al cabo, eran vacas de su casa. Aliide sacó pecho y, con gesto orgulloso, se disponía a marcharse de allí cuando oyó aquella voz, la voz desconocida de un hombre. Sonaba apasionada y decidida, totalmente distinta de las voces de los otros hombres de la aldea, que o estaban gastadas por la vejez o debilitadas a causa del alcohol, porque ¿qué otra cosa podía hacer un campesino en los tiempos que corrían más que beber?
Aliide se dirigió a la carretera y buscó con la mirada al hombre al que pertenecía la voz. Caminaba hacia la lechería con andares de líder, seguido de tres o cuatro hombres. La parte baja de su chaqueta ondeaba como si el viento naciese en su interior y sus compañeros volvían la cabeza hacia él al hablarle, aunque él no hacía lo mismo al responderles.
Miraba al frente con la cabeza bien alta, miraba hacia el futuro. Y, en aquel preciso instante, Aliide supo que ése era el hombre adecuado para salvarla, el hombre que aseguraría su vida: Martin, Martin Truu. Paladeaba cuidadosamente el nombre, que corría por la aldea de boca en boca, y tenía buen sabor. Aliide Truu era aún mejor, se derretía sobre su lengua, fresco como la primera nieve. Aliide sí sabía dónde encontrar a Martin Truu, o más bien dónde Martin la encontraría a ella: en el rincón de los rojos, situado en el segundo piso de la mansión convertida en Casa de Cultura. Empezó a espiarlo escondida entre el busto de Lenin y el tablón de anuncios. Examinaba los libros de tapas rojas a la sombra de una enorme bandera roja, y entre lectura y lectura contemplaba la chimenea, cuyos impropios relieves habían sido destruidos. Los fantasmas de las dueñas alemanas de las mansiones se lamentaban bajo sus pies, sus suspiros húmedos oscurecían el papel de la pared y, a veces, cuando Aliide se quedaba sola, la ventana chirriaba como si alguien intentara abrirla, el marco crujía y una corriente de aire soplaba aunque la ventana siguiese cerrada. No dejó que eso la molestase a pesar de que se sentía como en casa ajena, en un sitio equivocado, en la habitación de los señoritos. Era una sensación parecida a la que había experimentado en aquella iglesia ortodoxa reconvertida en almacén de grano. Esa vez había esperado que un relámpago divino cayese sobre ella, por no haberse alzado contra los hombres que habían convertido los iconos en cajas de madera. Aliide había intentado recordarse que aquélla no era su iglesia, que no se podía esperar nada de ella y, de todas formas, ¿qué hubiera podido hacer? Ahora sólo tenía que repetir para sus adentros que la mansión pertenecía al pueblo, la usaba el pueblo. Así que contemplaba ilusionada el busto sonriente de Lenin con la barbilla apoyada en la mano, y de vez en cuando se levantaba para examinar los gráficos sobre las normas de trabajo y volvía a hojearlas publicaciones Cinco puntas y El comunista estonio. Una vez, un libro se le cayó al suelo y al agacharse para recuperarlo de debajo de la mesa vio los nombres grabados bajo el tablero: Agnes, un corazón y William. Un nudo de la madera, igual que una pupila, la miraba fijamente desde el centro del corazón grabado. El año, 1938. Allí nadie se llamaba ni Agnes ni William. Aquella elegante mesa de palo de rosa había sido robada de algún lugar y le habían arrancado los relieves a hachazos. ¿Se habrían salvado Agnes y William, vivirían felices y enamorados en Occidente? Aliide se incorporó y memorizó rápidamente la letra de la canción del tractorista:
¡Corre, mi tractor de hierro! ¡Corre, camarada!
El campo ante nosotros es como el mar, sin límites.
Ambos cruzamos terrenos espaciosos.
Por los campos y los bosques resuena
nuestro himno victorioso.
No bastaba con aprendérsela de memoria, tenía que notarse que creía en ella, lograr que sonase igual de sincera que el credo. ¿Sería capaz? Debía hacerlo. Estaba pensando en aprenderse las obras de Marx y Lenin, pero ¿no sería mejor dejar que Martin le enseñase? La canción del tractorista resultaba apropiadamente sencilla. Martin no debía pensar que era demasiado lista.
Alguien la vio en el rincón de los rojos y se lo contó a Ingel. Y ésta se lo contó a Hans, de modo que su cuñado no le dirigió la palabra durante una semana. Pero a Aliide no le importó. ¿Qué sabía Hans sobre su vida? ¿Qué sabía sobre su vida fuera de casa? ¿Qué sabía sobre lo que era estar tirada en el sótano del ayuntamiento mientras la orina de los chaquetas azules te corría por la espalda? En realidad, la opinión de Hans le importaba un poco, tal vez algo más que poco, pero necesitaba a alguien como Martin, y éste ya empezaba a fijarse en aquella espabilada muchacha asidua al rincón de los rojos. Un día, cuando Martin había terminado uno de sus discursos, Aliide se le acercó, esperó a que no hubiese nadie alrededor y le dijo:
– Enséñame.
La noche anterior, Aliide se había enjuagado el pelo con vinagre y ahora le brillaba incluso en la oscuridad. Intentó dirigirle una mirada de ternero recién nacido, de una criatura que no ve nada, que no se vale por sí misma y carece de objetivo; una mirada que hiciese que a Martin le entrasen ganas de enseñarle a ver, que se diese cuenta de que era un diamante en bruto que sólo necesitaba ser pulido por sus discursos.
Martin Truu quedó fácilmente atrapado en las húmedas pestañas de aquel ternero, le posó su gran mano de dirigente sobre el lomo y se le echó encima. Apestaba.
1948, oeste de Estonia
Cómo el paso de Aliide se volvió ligero
Cuando Aliide salió del registro civil, sus pasos eran más ligeros que cuando entró y su espalda estaba más recta, porque su mano descansaba sobre el brazo del Martin, que era su marido, su marido legal, y ella era Aliide Truu, la esposa legal de Martin. ¡Qué nombre tan bonito! Al casarse con él conseguía ciertas garantías de seguridad, y también lograba algo más: convertirse en una mujer normal y corriente como otra cualquiera. Las mujeres normales y corrientes se casaban y tenían hijos, y ahora Aliide era una de ellas.
Si se hubiese quedado soltera, todo el mundo habría pensado que tenía algún defecto. La gente pensaba así, aunque hubiera pocos hombres disponibles. Los rojos habrían sospechado que tenía un amante en el bosque. Otros habrían hecho conjeturas de por qué nadie la quería: tal vez había alguna razón que la hacía menos mujer, una mujer inútil para los hombres o incapaz de estar con ellos; algo que la había convertido en un estorbo. Y quizá alguien habría descubierto el porqué. Ahora nadie podría decir que había pasado algo en los interrogatorios, dado que se había casado con un hombre como Martin. Nadie podría creer que una mujer viviese semejante experiencia y luego se casara con un comunista. Nadie se atrevería a decir que con ella se podía llegar lejos, o que había que probarla. Nadie se atrevería porque era la esposa de Martin Truu y, por tanto, una mujer respetable.
Y eso era lo importante. Que nadie supiera nada jamás.
En la calle, reconocía el miedo de algunas mujeres a quienes les había ocurrido algo similar. Por cada mano temblorosa deducía que a aquélla también. Por cada sobresalto causado por el grito de un soldado ruso o por cada susto provocado por el resonar de las botas. ¿Ésa también? Todas las que no podían evitar cambiar de acera cuando venían de frente milicianos o soldados. Todas aquellas a quienes se les notaba que llevaban varias bragas debajo del vestido. Todas las que no eran capaces de mirar a los ojos. A ésas también se lo habían dicho: «Cada vez que te acuestes con tu marido, te acordarás de mí.»
Si coincidía en algún lugar con una de ellas, intentaba mantener las distancias para que nadie notase la similitud de los comportamientos, para no repetir los gestos y la actitud nerviosa de la otra y se viese todo por duplicado. En las veladas sociales de la aldea intentaba evitarlas, porque en cualquier momento podía aparecer alguno de aquellos hombres de los que se acordarían eternamente, y tal vez alguno era el mismo al que alguna de aquellas mujeres temía. No podían evitar mirar con inquietud el lugar del que podría surgir ese hombre. Y tampoco sobresaltarse si a la vez oían una voz familiar. No serían capaces de levantar en ese momento un vaso sin derramarlo. Se delatarían. Alguien se daría cuenta. Entonces, alguno de aquellos hombres se acordaría de que Aliide era una de las que habían estado en el sótano del ayuntamiento. Que Aliide era una de ellas. Y en ese caso, cuanto Aliide había conseguido al casarse con Martin Truu de nada serviría. Quizá pensarían que Martin no lo sabía y se lo contarían. Naturalmente, éste lo consideraría una calumnia y se enfadaría. Y entonces, ¿qué pasaría? No, nada de eso podría ocurrir. Nadie se enteraría nunca.
Siempre que tenía ocasión, se inventaba alguna calumnia sobre esas mujeres, las difamaba y criticaba con dureza para diferenciarse de ellas aún más.
«¿Está usted segura, camarada Aliide?»
Se mudaron a una de las habitaciones del piso comunitario de los Roosipuu. Éstos no demostraban abiertamente su odio hacia Martin, pues le temían, pero Aliide tenía que andar con cuidado en todo momento a causa de las zancadillas y los objetos que le caían encima. Los niños metían sal en su azucarero, tiraban al suelo su ropa puesta a secar en el tendedero, metían gusanos a escondidas en su tarro de harina y le pegaban mocos en las asas. Luego, al lado de su madre, que estaba hilando en la rueca, espiaban cómo Aliide bebía su té salado y cogía las asas del tarro de harina sin que se le moviese un músculo de la cara, aunque sentía los mocos resecos bajo sus dedos y sabía el enjambre de gusanos que se encontraría. No pensaba darles el gusto de que notasen que sus maldades la afectaban lo más mínimo, su menosprecio, nada. Ella era la mujer de Martin, estaba orgullosa de serlo e intentaba recordarlo a cada paso que daba, trataba de conseguir el mismo porte altivo de su marido, entrar y salir por las puertas de modo que fuesen los demás y no ella quienes se apartasen. Pero, por alguna razón, siempre resultaba ser Aliide a la que los Roosipuu cerraban la puerta en las narices, para a continuación tener que volver a abrir ella. Los soldados del Ejército Rojo que habían pasado algunas noches en aquella casa les habían enseñado a los Roosipuu a dar los buenos días y las buenas tardes en ruso. A Aliide la saludaban con esas palabras recién aprendidas.
A Martin siempre le quedaban restos de cebolla entre los dientes. Era un hombre corpulento y de músculos pesados, con brazos de piel flácida y poros muy abiertos, desde las axilas hasta casi los hombros. El largo vello de sus axilas estaba amarillento de sudor y a pesar de su grosor parecía quebradizo, igual que alambres oxidados. Su ombligo era como una caverna y los testículos le colgaban casi hasta las rodillas. Era difícil imaginar que alguna vez los hubiese tenido bien puestos, como los de un hombre joven. Los poros de su piel estaban llenos de sebo, cuyo olor cambiaba según lo que hubiese comido. O quizá sólo eran imaginaciones de Aliide. No obstante, ella intentaba cocinar sin cebolla. Con el paso del tiempo, se esforzó por aprender a mirar a Martin como una mujer mira a un hombre, por aprender a ser una buena esposa, y poco a poco lo fue consiguiendo observando cómo lo escuchaban los otros cuando pronunciaba un discurso. En Martin había fuerza y ardor. La gente lo escuchaba y creía en él casi tanto como en Stalin. Las palabras de Martin cortaban como una hoz y golpeaban como un martillo. Su brazo se alzaba en el aire cuando hablaba, su puño se cerraba y auguraba condena a los fascistas, a los saboteadores, a los bandidos, y aquel puño era grande, el pulgar enorme, la palma como una cabeza de buey, y bajo su protección cualquiera se sentía seguro. Sus orejas eran grandes y los lóbulos le colgaban; sabía moverlas. Daban la impresión de poder oírlo todo. Y si lo oían todo también podrían detectar cualquier indicio de peligro. Martin sabría ponerse a salvo a tiempo.
Por las mañanas, el olor de las axilas de Martin se le quedaba impregnado a Aliide en el pelo y la piel, y seguía presente todo el día en su nariz. El quería que durmiesen estrechamente abrazados, con su palomita bien acurrucada en su regazo. A Aliide le gustaba, la hacía sentirse segura. No había dormido tan bien en muchos años, conciliaba el sueño con facilidad y ansia, como queriendo compensar todas las noches de insomnio anteriores, porque ya no tenía nada que temer, ya no tenía miedo de que alguien llamase a la puerta en plena noche. Nadie la sacaría del regazo de su marido. No existía en todo el país un dirigente del Partido con un comportamiento más impecable que Martin.
Él se alegraba al comprobar que desde que dormía a su lado Aliide estaba más guapa cada día. Al principio le había extrañado su apariencia asustadiza. Pero su presencia logró que ella se sobresaltase menos durante el día, su mirada furtiva se fuera sosegando y sus ojos ya no estuvieran inyectados en sangre a causa del insomnio, y todo eso lo convertía en un hombre feliz. Ese hombre feliz también buscó un trabajo de inspectora para su mujer, que consistía en recaudar los pagos y entregar los recibos directamente en mano. La tarea era fácil, aunque algo molesta. Los Roosipuu no eran los únicos que cerraban de un portazo cuando veían acercarse a sus casas la bicicleta de Aliide. Martin le prometió que le encontraría una tarea más agradable en cuanto fuese avanzando en su carrera.
Pero aquel olor… Al principio, Aliide intentaba respirar todo el día por la boca. Al final se acostumbró. Ingel había comentado que su hermana empezaba a oler a ruso. Igual que las personas que iban apareciendo en la estación de ferrocarril, sentadas sobre sus petates, que eran tan grandes como ellos. Los trenes seguían trayendo más y más gente, que las nuevas fábricas engullían.
1949, oeste de Estonia
Las tribulaciones de Aliide Truu
Martin no le había dicho por qué quería que fuese al ayuntamiento aquella tarde, y por eso le resultaba difícil. «¿Está usted segura, camarada Aliide?» La voz de aquel hombre le rondaba la cabeza. Ella sólo estaba segura de que tenía que aferrarse a Martin. En el portal de la casa, al palparse la ropa en busca de cigarrillos, comprobó que su pitillera estaba casi vacía, así que volvió a entrar, aunque sabía que le traería mala suerte. Intentó liar los cigarrillos, pero no fue capaz, le temblaban las manos, tenía ganas de llorar y la blusa empapada en sudor, y sentía frío, mucho frío. Logró contener el hipo y liar unos cigarrillos, y después salió a la calle con paso inseguro. El niño de los Roosipuu le lanzó una piedra y corrió a esconderse detrás de un arbusto. Aliide oyó su risa nerviosa pero no se volvió. Afortunadamente, los demás Roosipuu estaban ocupados con sus tareas domésticas, nadie aparte del crío podía ver su torpeza y el sudor que perlaba su labio superior; incluso la cocina de los Roosipuu le resultaba más atractiva que el ayuntamiento. Ya en la calle principal, se arrepintió un par de veces y desanduvo el camino, para luego encaminarse de nuevo hacia el ayuntamiento. Cuando un gato negro cruzó la calle, escupió tres veces por encima del hombro. «¿Está usted segura, camarada Aliide?» A medio camino, encendió un cigarrillo y se detuvo para fumarlo. Unos pájaros la asustaron y reanudó su trayecto, mordisqueándose las palmas de las manos, que le picaban. Al rascárselas sólo consiguió enrojecerlas, así que intentó calmar la piel mordiéndose las zonas que le hormigueaban. «¿Está usted segura, camarada Aliide?» Antes de llegar se fumó otro cigarrillo; los dientes le castañeteaban, tiritaba de frío y la lengua se le agrietaba por la sequedad, pero debía seguir adelante, hasta el ayuntamiento. Por allí pululaba mucha gente. El tubo escape de un coche emitió un leve estallido que la sobresaltó. Las rodillas no la sostenían, así que se agachó fingiendo limpiarse el bajo de la falda. Sus chanclos de goma de antes de la anexión estaban manchados de barro, pisó un charco y se metió las manos temblorosas en los bolsillos, pero allí tocó los papeles del canon que se cobraba por no tener hijos, así que volvió a sacarlas. Al mediodía había llamado a la puerta de dos familias que no tenían hijos y de tres que tenían pocos. Nadie la había dejado entrar. En el ayuntamiento había un trasiego de hombres que acarreaban sacos de arena al interior; el montón ya tapaba una de las ventanas hasta la mitad. Por los murmullos de los que salían y entraban podía deducirse que esperaban un ataque de los bandidos.
El edificio estaba lleno de gente, aunque ya eran más de las siete. Se oía el repicar de una máquina de escribir. La gente iba y venía con pasos apresurados y ansiosos. Furtivamente, miró pasar una cazadora negra. Las puertas se abrían y cerraban. Carcajadas de borracho. La risa tonta de una chiquilla. Una mujer mayor se quitaba los chanclos de goma para dejar a la vista unos delicados zapatos de tacón; sacudía la cabeza arreglándose los rizos y sus pendientes destellaban como una espada desenvainada en la penumbra del pasillo.
«¿Está usted segura, camarada Aliide?»
En el pasillo olía a armas.
– ¡Lenin, Lenin y siempre Lenin! -gritó alguien.
Las grietas de las paredes claras se veían difuminadas, como si se movieran. En el umbral del despacho de Martin olfateó un frío tufo a alcohol. Dentro había tanto humo que estaba oscuro y no se veía bien.
– Siéntate.
Aliide localizó a Martin por la dirección de su voz; estaba de pie en una esquina secándose las manos con una toalla, como si acabara de lavárselas. Aliide se sentó en la silla que le ofreció su marido, el sudor le humedecía las axilas y se pasó la mano por el labio superior para enjugárselo. Martin se inclinó para besarla en la frente y apretarle un pecho con suavidad. La lana de la chaqueta de él le rozó la oreja. En su frente quedó una huella húmeda.
– Mi palomita tiene que ver una cosa.
Aliide volvió a enjugarse el labio superior y trabó los tobillos tras las patas de la silla.
Martin la soltó, apartó la boca de su oreja y fue a buscar unos papeles a la mesa. Le entregó uno; las manos de Aliide casi no aguantaron el peso. Miraba fijamente al frente. Martin estaba de pie a su lado. El papel se le cayó de las manos al regazo, sintió calor en los muslos, aunque el frío le había entumecido la piel y blanqueado los dedos. La respiración de su marido sonaba como una ventisca allí dentro. La boca se le llenó de saliva, pero no se atrevió a tragarla. Tragar era una señal de nerviosismo.
– Léelo.
Aliide fijó la mirada en el papel.
Era una lista. Una lista de nombres.
– Repásalos.
Aliide empezó a ordenar las letras para formar palabras y él la observó con suma atención.
En una línea vio los nombres de Ingel y Linda.
Los ojos de Aliide se detuvieron. Martin lo advirtió.
– Toda esa gente se va.
– ¿Cuándo?
– La fecha está en la esquina superior del papel.
– ¿Y por qué me lo enseñas?
– Porque no tengo secretos para mi palomita.
Martin esbozó una amplia sonrisa, sus ojos brillaban. Adelantó una mano y acarició el cuello de su esposa.
– Mi palomita tiene un cuello tan bonito, tan delicado y delgado…
A la salida del ayuntamiento, Aliide se paró a saludar a un hombre que estaba fumando ante la puerta. Éste comentó asombrado lo especial que era aquella primavera.
– Muy adelantada viene. ¿Será un presagio?
Ella asintió con la cabeza y se alejó para fumar un cigarrillo detrás de los árboles sin llamar la atención. Una primavera especial. Siempre habían temido a las primaveras y los inviernos especiales. El de 1941 había sido un invierno especial, muy frío. Y los años 1939 y 1940. Años especiales, estaciones especiales. La cabeza le daba vueltas. Y allí estaban otra vez. Una estación especial. Los años especiales se repetían. Su padre tenía razón, las estaciones especiales presagiaban circunstancias especiales. Debería haberlo sabido. Aliide sacudía la cabeza como si así pudiera aclararse las ideas. En aquellos momentos no tenía tiempo para predicciones de viejos, porque nunca te decían nada sobre cómo había que actuar cuando llegaba una estación especial, aparte de preparar las maletas y esperar lo peor.
Resultaba evidente que Martin quería ponerla a prueba, ver si era digna de confianza. Si Ingel y Linda se escapaban o no estaban en casa la noche fijada, él sabría quién era la responsable. Su dolor de muelas se recrudeció y se le extendió hasta el mentón.
Se llevarían a Ingel y a Linda, pero no a ella, y tampoco a Hans. Tenía que pensar en él. Tendría que insistir para que Martin arreglase el papeleo a fin de mudarse a casa de Ingel después de que la hubiesen deportado; ninguna otra casa sería lo suficientemente buena para Aliide, ni una más elegante, ni una más grande ni más pequeña, ninguna otra. Durante los días siguientes, tendría que ponerse guapísima y trabajarse a su marido en la cama por la noche para que arreglase el asunto. ¡Y los animales se quedarían, claro! Ella no iba a criar bichos de otra gente. ¡Maasi era su vaca! Si se encontraba con un establo vacío, Martin debería dar caza a los ladrones y mandarlos a Siberia. Se asustó de la cólera que la invadió al pensar que alguien pudiese tocar sus animales. Porque ahora eran suyos, Ingel sólo ordeñaría las vacas unos días más. Podrían llevar una vaca al establo del nuevo koljós que estaban fundando y, de ese modo, cumplir las normas. Pero, más tarde, Martin tendría que hacer un apaño para conseguir que se la devolviesen. En cualquier caso, nadie iba a ir a contar los animales del establo de un dirigente del Partido.
Estaba claro que Aliide no había querido pensar primero en lo esencial: ¿cómo conseguiría esconder a Hans cuando Martin durmiese bajo el mismo techo? Hans no roncaba, pero ¿y si empezaba a hacerlo? ¿Y si estornudaba de noche o le entraba tos? Cuando había visitas, era capaz de permanecer sin hacer ningún ruido, pero ¿qué ocurriría cuando Martin viviese en la misma casa? Con éste no funcionarían las historias sobre el fantasma de la bisabuela. Aliide se tocó la frente y las mejillas. ¿Cuánto tiempo había pasado allí de pie? Se encaminó hacia su casa. Tenía en la boca el sabor de la sangre. Se había mordido una mejilla. El altillo. Tenía que llevar a Hans al altillo, o al sótano. Habría que construir un sótano debajo de la despensa o el trastero. O acondicionar la parte del altillo que quedaba encima del establo. Estaba lleno de paja y las balas de heno impedían ver lo que había. Si se construyera un cuartucho allí, nadie lo notaría. Se podría hacer detrás de las balas. Y puesto que era ella quien daría de comer a las vacas, tendría que ir asiduamente a echarles heno por la trampilla. Era probable incluso que Martin nunca fuese al establo: no sabía ordeñar y los animales no le gustaban; de niño, una gallina casi le había sacado un ojo de un picotazo y una vaca le había dañado un pie de un pisotón. No era extraño que no se llevase bien con los animales. Además, éstos también hacían ruido: Hans podría toser y estornudar en paz. Y allí las vigas eran más gruesas, y entre los tablones había treinta centímetros de arena. No se oiría nada.
Aliide construiría el cuartucho sin ayuda de nadie en cuanto se hubiesen llevado a Ingel y a Linda. En la parte del altillo que utilizaban como trastero ya había unas tablas preparadas. Después, solamente tendría que colocar un tabique de paja delante. Lo mejor sería preparar balas que fueran fáciles de mover y no llamasen la atención de nadie que subiera allí.
Cuando Aliide iba a visitar a Ingel, a veces la miraba con fijeza, pero a veces no podía sostenerle la mirada. Después de aquella primera noche en el ayuntamiento, había intentado evitar su mirada, igual que su hermana había empezado a evitar la suya; pero tras haber visto las listas sentía una necesidad imperiosa de visitarla sólo para verla. Algunas veces acudió sin permiso en plena jornada laboral; tenía que mirar a su hermana de modo que su imagen se quedase grabada en su memoria, ya que quizá no volvería a verla. Aliide la espiaba a escondidas, mientras Ingel se ocupaba de los animales, les llevaba trébol a las vacas lecheras o estaba absorta en sus tareas.
Lo mismo pasaba con Linda. Después de aquella noche en el ayuntamiento, se había quedado casi muda. Tan sólo decía sí y no, y únicamente cuando le preguntaban algo, pero si la pregunta la formulaba un desconocido, ni siquiera eso. Ingel había tenido que explicar a la gente de la aldea que la niña había estado a punto de ser arrollada por un caballo desbocado y que a causa del terrible susto había dejado de hablar. Seguramente con el tiempo se le pasaría. En la cocina, Ingel charlaba y reía por las dos, para que a Hans no le extrañase el silencio de Linda.
Una vez, Aliide sorprendió a la niña pinchándose la mano con un tenedor. Parecía ausente y al mismo tiempo concentrada; las tirantes trenzas le apretaban las sienes y no había visto a su tía. Apuntaba al centro de la palma y, con la mirada fija, su expresión no cambiaba cuando el tenedor le pinchaba, sólo abría la boca.
En el interior de Aliide una voz alentaba a Linda a pincharse otra vez, cada vez más fuerte, con todas sus fuerzas, pero en cuanto fue consciente de ello, el remordimiento la acalló. Aquello no se podía pensar, eran malos pensamientos, y el que tenía malos pensamientos era alguien malo. Debería acercarse a Linda, estrecharla entre sus brazos y acariciarla, pero era incapaz. No quería tocar a aquella criatura, le daba asco, le daba asco su propio cuerpo y el de su sobrina y aquella fina película cerosa que le cubría la piel. La niña seguía pinchándose con el tenedor y Aliide miraba cómo la palma se le enrojecía. Apretó los puños. Lipsi ladró en el jardín. El ladrido sacó a Aliide de su estupor. Linda, con la mirada vidriosa, no se movió; aunque todavía aferraba el tenedor, ya no se laceraba. Su tía se lo quitó de la mano cuando Ingel entraba en la cocina. La niña salió corriendo.
– ¿Qué ha pasado?
– Nada.
Ingel no siguió preguntando, sólo dijo que aquélla sí era una primavera excepcional.
– Dentro de nada, podremos salir al campo en mangas de camisa.
Se acercaba el día. Dos semanas, trece días, doce, once, diez noches, nueve, ocho, siete tardes. Al cabo de una semana ya no estarían allí. La casa ya no sería de Ingel, que no volvería a fregar aquellos platos ni a dar de comer a aquellas gallinas. No prepararía la comida en aquella cocina ni tintaría hilos. No removería la salsa para Hans, no lavaría el pelo de Linda con agua y cenizas de abedul. No volvería a dormir en aquella cama. Sería Aliide quien dormiría allí.
Aliide resoplaba sin parar, respirando por la boca, porque sus fosas nasales no tenían bastante fuerza para aspirar. ¿Y si los que decidían esas cosas cambiaban de opinión? ¿Y por qué? ¿Y si alguien más se enteraba y alertaba a Ingel? ¿Quién? ¿Quién querría ayudarla? Nadie. ¿Por qué estaba tan intranquila? ¿Qué le estaba pasando? Todo estaba decidido. A ella la dejarían en paz. Sólo tendría que esperar una semana más y después se mudaría.
Martin le susurraba por las noches que pronto irían a la casa nueva, y su mano descansaba sobre el cuello de Aliide, sus labios sobre sus pechos, mientras yacían en su pequeña habitación y los niños de los Roosipuu armaban jaleo. El taconeo de gente desconocida, el tiempo que corría sin tregua, seis días, cinco noches, las agujas del reloj que giraban como las aspas del molino y convertían en polvo quince años de velas en el árbol de Navidad y adornos navideños hechos con cáscaras de huevo, tartas de cumpleaños, salmos que Ingel había cantado en el coro y canciones infantiles que había repetido desde niña y después le había enseñado a Linda: Meie kiisul kriimud silmad… («Nuestro gato de ojos astutos…») Aliide tenía polvo en los ojos y los globos oculares surcados por venillas de hielo. Ya nunca más se sentaría a la misma mesa con Ingel y Linda. Nunca más habría una mañana como aquella en que juntas volvieron caminando del ayuntamiento. Había amanecido, el aire matinal estaba fresco y sereno. Un kilómetro antes de llegar a casa, Ingel había hecho parar a Linda para trenzarle de nuevo el pelo: tras peinárselo con los dedos, se lo había alisado y había empezado a hacerle unas apretadas trenzas. Estaban en pie en medio de la carretera que llevaba a la aldea. El sol ya había salido y en alguna parte habían cerrado una puerta de golpe. Mientras Ingel trenzaba el pelo de su hija, Aliide se agachó y apoyó las manos en la carretera, tocando las pequeñas piedras calizas, sin mirar a las otras dos. De repente, notó que la sed le cerraba la garganta y corrió hasta la acequia para beber a dos manos. Sintió el sabor de la tierra y el agua. Ingel y Linda ya se habían alejado cogidas de la mano, sin esperarla. Aliide las siguió hasta la puerta de la casa. En el umbral, su hermana se volvió hacia ella y le dijo:
– Lávate la cara.
Aliide se llevó las manos a las mejillas y se frotó, al principio sin sentir nada, pero después notó que tenía la parte baja de la cara cubierta de mocos y el cuello mojado. Se limpió la nariz, la barbilla y el cuello con la manga. Cuando Ingel por fin abrió la puerta y entraron en su familiar cocina, se sintieron unas extrañas.
Su hermana empezó a preparar unas tortitas.
Linda dejó un bote de confitura de frambuesa en la mesa.
Las oscuras frambuesas parecían sangre coagulada.
Aliide echó a Lipsi. Se sentaron a la mesa con sus platos de tortitas. Le dieron miel a Linda para que las untase y el bote de confitura fue pasando de mano en mano, los platos brillaban como claras de huevo, los cuchillos cortaban, los tenedores repiqueteaban. Tomaron las tortitas con labios gomosos, los ojos brillantes y secos, la piel cerosa, tirante y seca.
Faltaban cinco días. Aliide se despertó por la mañana. En su cabeza aún resonaba la canción «Nuestro gato de ojos astutos, sentado en un tocón en el bosque…», en la voz de Ingel. Se incorporó y se sentó en el borde de la cama: aquella canción no desaparecía, la voz no cesaba. Estaba segura de que su hermana y su sobrina volverían.
Se quitó el camisón de franela, piip oli suus ja kepp oli käes («con la pipa en la boca y el bastón en la mano»), haciéndose un lío con la enagua y las gomas del liguero. Una vez puestos el vestido y la chaqueta, atravesó la cocina con el pañuelo en la mano, salió y cogió su bicicleta, pero la dejó: cruzaría los campos por el camino más corto hasta el ayuntamiento, hacia donde Martin ya se había ido antes. Echó a andar mientras se arreglaba el pelo de cualquier manera; sin detenerse, se ató el pañuelo en la cabeza y apretó el paso; los chanclos chacoloteaban porque le iban grandes, su chaqueta ondeaba al viento. Cruzó los campos de primavera y las carreteras, salvó las zanjas donde el agua corría rumorosa, por el camino más corto, mientras Ingel cantaba en sus oídos kes ei möistnud lugeda, see sai tukast sugeda («el que no sabía leer recibía un tirón de pelo»). Cantaba sobre la tierra escarchada y las primeras aves migratorias volaban en formación de uve al son de su hermana, impulsando a Aliide, que corría sin parar. No se detuvo hasta que encontró a Martin, que estaba hablando con un hombre de cazadora de piel oscura. Los ojos de su marido acallaron la voz de Ingel. Le dijo al hombre que seguirían más tarde y cogió a Aliide por el hombro pidiéndole que se tranquilizase.
– ¿Qué ha pasado?
– Volverán.
Martin sacó del bolsillo su petaca, desenroscó el tapón y se la ofreció. Ella bebió un sorbo y tosió. Martin se la llevó a un lado y la hizo beber otro sorbo.
– ¿Has hablado con alguien?
– No.
– Sí has hablado.
– ¡No!
– Y entonces, ¿qué ocurre?
– ¡Que volverán!
– Stalin no permite que esas cosas ocurran. -Martin la arropó con su chaqueta y las piernas de Aliide dejaron de temblar tras el largo recorrido-. Y yo no las dejaré volver para que asusten a mi dulce palomita.
Aliide fue andando hasta casa de Ingel. En el sendero que llevaba al jardín, debajo de los sauces blancos, se detuvo. Oyó a los perros y los gorriones, el murmullo de una primavera excepcionalmente temprana, y aspiró el olor de la tierra húmeda. ¿Cómo se podía abandonar un sitio como aquél? Imposible. Aquella tierra era su tierra, había salido de ella y allí se quedaría, no se iría de allí, no la abandonaría, eso no, ni a Hans ni a su tierra. ¿Había querido escapar realmente cuando había tenido la oportunidad? ¿O sólo se había quedado porque Hans le había pedido que cuidase de Ingel?
Le dio una patada a un montículo de tierra al lado del sembrado. El montículo cedió. Su montículo.
Pasó junto a la cerca del jardín, las ramas desnudas de los abedules colgaban hacia el suelo. En el jardín, Linda jugaba y cantaba:
Viejecito, viejecito de sesenta y seis,
un diente y medio tiene en la boca.
Tiene miedo de un ratón, tiene miedo de una rata,
tiene miedo de un saco de harina en el rincón.
Vio a su tía, que se detuvo. La canción se interrumpió. Los ojos de la niña la miraron con rechazo, unos ojos grandes y fríos, como pozos oscuros. Aliide volvió a la carretera.
«Tiene miedo de un ratón, tiene miedo de una rata…»
Por la noche, Martin no quiso desvelarle sus planes, se limitó a decir que al día siguiente arreglarían el asunto. Faltaban tres días. Martin le ordenó que se calmase. Ella no era capaz de dormir.
Antes del alba, el urogallo ya daba sus gritos de reclamo.
El trayecto hasta el ayuntamiento fue como andar sobre el filo de un hacha. Cuando Aliide agarró el picaporte, recordó de repente cómo una vez la lengua se le había quedado pegada al metal helado. No se acordaba de la situación en sí, únicamente de la sensación de la lengua contra el acero congelado; a lo mejor había sido con un hacha, no recordaba cómo se había soltado, qué le había pasado, simplemente volvió a experimentar la misma sensación al entrar. Fue directa a los brazos de Martin, que la estaba esperando. Le dieron lápiz y papel. Enseguida comprendió. Tendría que firmar con su nombre testimonios tan contundentes que el retorno sería imposible.
Olía a alcohol frío, el dibujo de espiguilla de la chaqueta de Martin se difuminó ante sus ojos. Un perro ladraba en algún lugar, una corneja graznaba detrás de la ventana, una araña rondaba la pata de una mesa. Martin la aplastó y la frotó contra las losetas.
Aliide Truu firmó.
Martin le dio unas palmaditas en la espalda.
Él tenía que quedarse a arreglar algunos asuntos después de la firma de los testimonios. Aliide se marchó sola a casa, aunque su marido le había dicho que podía quedarse hasta que él terminara. Ella no quería, aunque tampoco quería ir a casa, cruzar el jardín de los Roosipuu, entrar en su cocina, donde la conversación se interrumpiría en seco en cuanto ella abriese la puerta. Le dirigirían alguna palabra en ruso, y aunque fuese amable sonaría a insulto. El hijo de los Roosipuu le sacaría la lengua desde el umbral y al sacudir su bote de té oiría la sal que los Roosipuu le echaban.
Se paró a un lado de la carretera y contempló el paisaje sereno. Ingel iría a ordeñar las vacas antes del anochecer. Tal vez Hans estuviese leyendo los periódicos en el cuartucho. No le temblaban las manos. Una alegría repentina y cargada de vergüenza le subió hasta el pecho. Estaba viva. Había sobrevivido. Su nombre no estaba en las listas. No podrían prestar testimonio falso contra ella, no contra la mujer de Martin, pero ella sí podía enviar a los Roosipuu a un lugar donde Estonia sólo fuese un recuerdo lejano. Reanudó su camino con paso más firme, hollando la tierra con seguridad, apresurándose hacia casa de los Roosipuu. Al llegar, estuvo a punto de derribar a la abuela, que se hallaba en los escalones, y le cerró la puerta en las narices. Se preparó un té con el té de los Roosipuu y cogió azúcar del azucarero de los Roosipuu, así como la mitad de su pan para llevárselo a su habitación. Ante la puerta de su cuarto, se volvió y les dijo que iba a darles un consejo de amiga, porque era una persona amable y sólo deseaba lo mejor para sus camaradas: les convenía quitar la imagen de Jesucristo de la pared de su dormitorio. Al camarada Stalin no le gustaría que los miembros del nuevo mundo de trabajadores le agradeciesen su buena obra con semejante cosa en la pared.
Al día siguiente, la imagen del Hijo de Dios había desaparecido.
Cuatro días. Después sólo tres. Cada mañana, Aliide se prometía ir a visitar a Ingel, pero no fue.
Nuestro gato de ojos astutos
sentado en un tocón en el bosque,
con la pipa en la boca y el bastón en la mano…
Dos días. Tres noches.
…llamó a los niños para leer.
El que no sabía leer recibía un tirón de pelo.
El que leía, entendía,
y a ése el gato lo mimaba.
Ni un día. Ni una noche.
1949, oeste de Estonia
Hans no le pega a Aliide aunque puede
El viento soplaba entre los abedules, en los que no había ningún pajarillo. La cabeza de Aliide zumbaba como tras diez noches sin dormir. Cerró la puerta a sus espaldas y se precipitó hacia el trastero. A ciegas, tanteó el picaporte, derribó sin querer la sierra colgada en la pared, y entró. Abrió los ojos en la penumbra.
El armario delante del cuartucho de Hans seguía en su sitio.
El pecho no le empezó a palpitar hasta ese momento, su seco labio inferior se le agrietó, notó la sangre en la boca, sus dedos sudorosos resbalaron por los lados del armario y le pareció percibir vagos ruidos que habían pertenecido a aquella cocina: los pasos de Ingel, la tos de Linda, el golpecito de un tazón, las patas de Lipsi. El armario se resistía a moverse, así que tuvo que empujarlo con los hombros y la cadera; chirrió, un lamento que resonó en la casa vacía. Se paró a escuchar: el silencio crepitaba. Las voces imaginarias de la cocina enmudecían en cuanto paraba de moverse. El continuo desplazamiento del armario había dejado marcas en el parquet. Tendría que taparlas. Había algo debajo de las patas. Se agachó a examinarlo. Una cuña. Dos. Hacían que el armario se balancease un poco. ¿Cuándo las habría metido allí Ingel? Las sacó. El armario se deslizó con facilidad.
– Hans, soy yo. -Intentó abrir la puerta del cuartucho, pero su mano sudada resbalaba en las ranuras del zócalo que servían para que fuese más fácil tirar de ella-. Hans, ¿me oyes? -Silencio-. Hans, ayúdame. Empuja, no soy capaz de abrir esto. -Aliide golpeó la puerta y después le dio un puñetazo-. ¡Hans, dime algo!
En algún lugar cantó un gallo. Aliide se sobresaltó, pero siguió golpeando la puerta. El dolor de los nudillos le bajó hasta los pies. La pared fue cediendo, pero en aquel zulo seguía reinando el silencio. Finalmente, se dirigió a la cocina a coger un cuchillo, lo metió por la rendija de la puerta y al fin consiguió aferraría por las ranuras del zócalo. Tiró de ella con fuerza y la abrió. Hans estaba inmóvil, agachado en un rincón, con la cabeza metida entre las rodillas. No la levantó hasta que Aliide lo tocó. No entró en la cocina tambaleándose con pasos inseguros hasta que Aliide le rogó por tercera vez que saliese. Y sólo contestó cuando ella le preguntó qué había pasado.
– Se las llevaron -murmuró.
Aquel silencio resultaba impropio de una casa de campo al mediodía. Solamente se oía el leve rascar de un ratón en alguna parte. Estaban de pie en medio de la cocina y notaban una especie de zumbido interior, en aquel silencio podían oír su propia respiración. Aliide se vio obligada a sentarse e inclinar la cabeza hacia el suelo, porque no soportaba ver la cara de Hans, marcada por el llanto de una noche entera.
El silencio y el zumbido fueron en aumento y después, de repente, Hans agarró su mochila, que colgaba de la pared.
– Tengo que ir tras ellas.
– No digas tonterías.
– ¡Claro que tengo que ir!
Abrió la puerta de abajo de la alacena a fin de coger algo de comida para el viaje, pero estaba casi vacía. Se precipitó a la despensa.
– Se llevaron la comida.
– Hans, tal vez fueron los soldados quienes la robaron. A lo mejor sólo las han llevado al ayuntamiento para interrogarlas. Hans, ¿te acuerdas? Ya lo han hecho antes con otros. A lo mejor vuelven pronto a casa.
Él corrió a la habitación de la entrada y abrió la puerta del armario.
– También cogieron ropa de abrigo. Al menos Ingel logró llevarse el oro.
– ¿El oro?
– Estaba cosido dentro del abrigo de piel.
– Volverán dentro de poco.
Pero Hans ya se iba. Ella corrió y lo agarró por el brazo. Él trató de zafarse sacudiéndose. La manga de su camisa se rajó, una silla cayó, la mesa se volcó. No podía dejar que Hans se fuese, no podía, no podía. Se aferró con todas sus fuerzas a la pierna de su cuñado y no cejó aunque éste, para librarse, le tiraba del pelo. No lo soltó, e incluso consiguió cansarlo. Y al fin, cuando ambos yacieron sudorosos, jadeantes y exhaustos sobre el frío suelo, a ella le entraron ganas de reír. Hans no le había pegado ni siquiera en una situación tan extrema. Podía haberlo hecho, era lo que Aliide esperaba, que cogiese una botella y le diese en la cabeza, o que la golpeara con la pala, pero Hans no lo había hecho. Así de bueno era, cuánto la quería a pesar de todo. Nunca habría obtenido prueba más contundente.
Nadie era tan bueno como Hans, el guapo Hans de Aliide, el más guapo de todos.
– ¿Por qué, Liide?
– Ellos no necesitan una razón.
– Pues ¡yo sí! -Y la miró como esperando una respuesta.
Ojalá su cuñado se resignara. Todo el mundo sabía que no necesitaban ninguna razón específica. Cuantas menos pruebas para acreditar las denuncias más despóticas e imaginarias, mejor.
– ¿No oíste nada? Algo dirían ellos cuando vinieron, digo yo.
ELLOS. La palabra se le había hinchado en la boca. De niña, la reñían si decía en voz alta palabras como Dios, Satán, tormenta, muerte. Una vez había probado a pronunciarlas a escondidas y repetirlas una vez tras otra. Un par de días después, una gallina había muerto.
– No lo oí todo. Hubo muchos gritos y ruidos. Intenté abrir la puerta del cuartucho, los habría sorprendido con mi Walther, pero no se abría, y después desaparecieron. Pasó demasiado rápido y yo estaba encerrado en el cuarto. Lipsi ladraba tan… -Se le quebró la voz.
– Quizá ha sido porque… -Las palabras se ahogaron en su garganta. Volvió la cabeza y pensó en la gallina muerta-. Porque Ingel era tu viuda. Y Linda tu hija. Enemigas del pueblo, pues.
En la cocina hacía frío. Aliide sentía punzadas en los dientes. Se pasó la mano por la barbilla, y se manchó de rojo, pues su labio inferior sangraba.
– Entonces, es por mí. Por mi culpa.
– Hans, Ingel puso unas cuñas en las patas del armario. Quería que siguieras escondido.
– Dame vodka.
– Te prepararé un escondite mejor.
– ¿Por qué mejor?
– No es bueno estar mucho tiempo seguido en el mismo sitio.
– ¿Insinúas que Ingel podría hablar? ¿Mi Ingel?
– No, ¡claro que no! -Aliide sacó del bolsillo una botella de vodka medio llena.
Hans ni siquiera preguntó por Lipsi.
– Ve a ordeñar las vacas -dijo con voz cansada.
Aliide se puso alerta. La petición de Hans podía ser sincera y era cierto que tenía que ir a ordeñar las vacas, pero en aquella situación no podía dejarlo solo en la cocina. Podría salir disparado hacia el ayuntamiento.
1949, oeste de Estonia
Aliide se guarda un trozo de la colcha nupcial de Ingel
Un par de semanas después de la deportación de Ingel y Linda, Martin, Aliide y el perro se mudaron a la casa. Lucía un sol radiante y el carro de la mudanza se balanceaba traqueteando. A lo largo de aquella mañana, Aliide lo había preparado todo para que nada pudiese salir mal. Había previsto cada movimiento para no confundirse en lo más mínimo: se había levantado de la cama poniendo el pie derecho en el suelo, había cruzado el umbral de la habitación con el mismo pie y también la puerta de entrada; había abierto las puertas con la mano derecha, apresurándose para que no se le adelantara Martin, que era zurdo, y malograse su suerte. Y en cuanto habían llegado a la casa, había corrido para ser la primera en abrir la verja con la mano derecha, lo mismo que la puerta, y entrar con el pie derecho. Todo había salido bien. La primera persona que se había cruzado con el carro de mudanzas había sido un hombre. Buena señal. Si se hubiese tratado de una mujer y la hubiese divisado desde lejos, le habría exigido a Martin que parase y se habría metido entre los arbustos, pretextando un dolor de barriga, hasta que la mujer pasase. No obstante, aunque así hubiera impedido que la mala suerte recayese sobre ella, el carro de la mudanza se habría encontrado primero con una mujer, y Martin también. ¿Y si se hubieran cruzado con otra mujer? Tendría que haberle pedido otra vez a Martin que parase y de nuevo haber corrido tras los arbustos, y entonces él habría empezado a preocuparse. Claro que no podía comentarle lo que traía buena suerte ni sobre el mal de ojo, pues él se habría burlado de que diese crédito a las tonterías de los viejos. Ellos se tenían el uno al otro, a Lenin y a Stalin. Pero, afortunadamente, durante el viaje todo había ido bien. Los dedos de los pies se le encogían de impaciencia y en su pelo brillaba la alegría. ¡Hans! ¡Aliide se había salvado a sí misma y a Hans! ¡Estaban juntos y a salvo!
De vez en cuando, se echaba un vistazo en el espejo de la habitación mientras Martin sacaba cosas del carro, coqueteando con su pletórico reflejo. ¡Lo que hubiese dado porque Martin se ausentase esa misma noche por cuestiones de trabajo o de otra índole! Habría dejado salir a Hans del altillo y pasado toda la velada sentada con él. Pero Martin no iba a ir a ninguna parte, quería inaugurar su nueva casa junto con su esposa, camarada y amante. Aliide dejó caer que tal vez lo necesitarían en el ayuntamiento y le dio a entender que no se enfadaría si tenía otras obligaciones, pero Martin se limitó a reírse de semejante tontería. ¡El Partido podía arreglárselas sin él por las noches, pero su esposa no!
La casa aún olía a Ingel y en la ventana se veían sus huellas, o probablemente las de Linda, porque estaban muy abajo. En el suelo bajo la ventana estaba el pájaro de castaña de la niña, con sus ojos de madera vacíos y las plumas de la cola bien ordenadas. No había nada que indicase una marcha repentina o que hubiesen hecho las maletas a toda prisa: los cajones no se habían quedado abiertos, los armarios no estaban revueltos. Sólo se hallaba de par en par la puerta del armario que Hans había abierto. Aliide la cerró.
Ingel había dejado todo en perfecto orden, limitándose a coger sus vestidos y los de Linda del armario blanco y después a cerrar bien puerta, aunque siempre había que empujarla despacio y con fuerza a un tiempo, para que no volviese a abrirse. Ingel había empujado la puerta como si no hubiese tenido ninguna prisa. Había vaciado la cómoda de ropa interior y calcetines, pero el mantel en lo alto estaba bien colocado, igual que las alfombras, excepto la que se había arrugado cuando Aliide había intentado impedir que Hans se marchase. Ella no se había fijado antes porque mientras construía el nuevo habitáculo de Hans no había entrado en las habitaciones, había subido directamente al altillo; tampoco se había quedado a merodear por la cocina ni le había preparado comida caliente. Él había insistido en ayudarla con la construcción, pero ella se había negado con rotundidad. Hans estaba emocionalmente inestable, de modo que era mejor que se quedase en el cuartucho lloriqueando y bebiendo el aguardiente que Aliide le llevaba.
Ahora se dio cuenta de que las únicas trazas de desorden se debían al forcejeo que Hans y ella habían mantenido en la cocina. No había señales de que los hombres de la Checa hubiesen buscado armas, pues incluso la despensa se hallaba en orden. A lo mejor, Martin les había advertido que en aquella casa tenían que comportarse, ya que él y su esposa planeaban mudarse allí. ¿Acaso los hombres le habían obedecido? Probablemente no, los chequistas no tenían por qué hacerle caso a nadie. Sólo en el suelo se adivinaba el rastro de su visita: trazas del barro de sus botas. Aliide limpió aquel barro ya reseco antes de empezar a colocar sus cosas en su sitio. Más tarde, tendría que examinar el jardín, seguramente le habrían pegado un tiro a Lipsi allí mismo.
Guardó los vestidos en el armario con la mano derecha y recuperó el buen humor, aunque no hubiera logrado que Martin pasase la noche fuera de casa. Puso su cepillo encima de la mesita bajo el espejo, junto al de Ingel. Colocar sus propias cosas hacía que la casa pareciese suya y de Hans. Nuestra casa. Ella se sentaría allí, a la mesa de la cocina, Hans enfrente, y casi serían como marido y mujer. Liide le prepararía comida, le calentaría agua para el baño y le daría la toalla cuando se afeitase. Haría todas aquellas cosas que Ingel había hecho antes, todas las tareas de una esposa. Sería casi como su mujer. Hans acabaría por descubrir que ella preparaba mejores bizcochos, tricotaba calcetines que se ajustaban mejor y cocinaba platos más deliciosos. Por fin tendría la posibilidad de reparar en lo esbelta y lo dulce que era, ahora que las trenzas de Ingel no estaban para atraer su atención constante. Ahora se vería obligado a hablar con Aliide y no con Ingel. Ahora se vería obligado a verla. Y, sobre todo, ahora Hans tendría que reparar en la especialidad de Liide, lo bien que entendía los secretos y las propiedades curativas de las plantas. En eso siempre había tenido más talento que Ingel, pero nadie se había dado cuenta, porque en una buena ama de casa estonia se apreciaban otras habilidades, como saber amasar el pan o darse maña en el ordeño. ¿Quién se habría percatado de que, mientras Ingel usaba el rábano picante sólo para condimentar los pepinos, ella lo utilizaba también para curar el dolor de estómago? ¡Ahora Hans al fin se percataría! Aliide se mordió el labio. No debía alardear demasiado de sus dotes, el orgullo era el fin de todos los remedios y la humildad el comienzo de cada uno; el silencio, su fuerza.
Martin interrumpió sus pensamientos al agarrarla por las caderas desde atrás, susurrándole «palomita» al oído. Le dijo que estaba orgulloso de su esposa, más orgulloso que nunca, y, rodeándole la cintura, le dio vueltas por la habitación y después la echó sobre la cama y le preguntó si ése era el lecho del amo y qué se hacía allí.
Por la noche, la despertó lo que parecía la llamada de una garza. Martin roncaba a su lado. Apestaba a sudor. El chillido de la garza era el lamento de Hans. Martin siguió durmiendo. Aliide miró fijamente en la penumbra los adornos en forma de tijera del tapiz a rayas que colgaba de la pared; lo había hecho su madre, bordado con sus propias manos. ¿Cuánto oro se habría llevado Ingel? ¿Lo suficiente para comprar su libertad? No podía ser; como primogénita, había recibido de sus padres una cantidad de oro quizá por valor de diez rublos, a lo mejor ni eso. Quizá le llegase para comprar pan el resto de su vida.
Por la mañana, Aliide abrió el cajón inferior de la cómoda, el que tenía el tirador roto y únicamente se abría utilizando un cuchillo, para guardar el cepillo de Ingel, que sólo tocó con la mano izquierda.
En el cajón apareció la colcha nupcial de Ingel. Sobre el fondo rojo tenía bordada una iglesia y una casa de paredes redondeadas; también había un hombre y una mujer. Aliide recortó las estrellas de ocho puntas con la tijera, el zigzag que rodeaba el dibujo de la feliz composición se desprendió arrancándolo con los dedos, el hombre y la mujer desaparecieron. Y de ese modo la vaca se convirtió en tiras de hilo, la cruz de la iglesia en un montón de pelusa. En la colcha también había algo de Aliide bordado: su oveja favorita; su hermana le había enseñado el fruto de su destreza esperando despertar su admiración, pero Aliide no se había entusiasmado en absoluto al ver aquel motivo bordado. Ingel se dio cuenta y se fue a llorar detrás del establo. Aliide tuvo que ir a consolarla, diciéndole que sí, que era una oveja maravillosa, que estaba muy bien bordada, y que aunque ya casi nadie hacía colchas nupciales, que Ingel la hubiera hecho era digno de admiración. Otros podrían pensar que estaba anticuado, pero Aliide no lo creía. Arrulló a su hermana, que por fin se tranquilizó y continuó con el bordado de su colcha nupcial, trabajando en él tardes enteras. Su madre también había tenido una y nunca se había visto esposa más feliz que ella. ¿Acaso podía Aliide argumentar en contra de eso? No podía, pero ahora sí podía arrancar las pezuñas de hilo de su oveja favorita, después el abeto, y al cabo de un rato ya no había ninguna estampa feliz, sólo un fondo rojo y un montón de buena lana, de su propia oveja. Martin echó un vistazo desde el umbral y vio a su esposa de rodillas en medio de un revoltijo de hilos, tijera en mano y con un cuchillo al lado, la nariz enrojecida, el rostro iluminado. No le dijo nada y se alejó de la puerta. La respiración humeante de Aliide se elevó por la habitación como una neblina y pasó por el ojo de la cerradura para extenderse por toda la casa.
Martin fue a trabajar; se oyó la puerta cerrarse tras él. Desde la ventana, Aliide vigiló que llegase a la carretera principal y después bebió un vaso de agua, y también se mojó la cara para calmar el ardor de su respiración. Ahora aquélla era su casa, su cocina. La golondrina que había anidado en el establo de las vacas le traería suerte, suerte de verdad, suerte por todos aquellos hechizos y copas alzadas bajo el escudo de los tres leones de Estonia y por todos aquellos remedios de viejas que nunca le habían funcionado. Podría traerle suerte, y seguramente lo haría, porque los pájaros que traen suerte son justos. Había sido ella quien había salvado la casa de las botas de los rusos y también a su amo. No Ingel, sino ella. Sus tierras ya no le pertenecían, pero la casa sí. Gente desconocida cultivaría sus campos, pero quedaría su dueño, y Aliide, la nueva dueña. No todo estaba perdido.
Limpió los restos de la colcha nupcial y los metió en el armario, tiró los hilos recortados a la cocina de leña, pero se guardó un montoncito para ahumar. Tal vez hubiese bastado con quemarlos, sin embargo había que asegurarse, y siempre le habían dicho que era mejor ahumar. La ropa de los pretendientes rechazados había que ahumarla, y así se había hecho durante siglos en la aldea, para alejar a más de uno. Incluso habían visto a la condesa alemana de la mansión echando la camisa de un hombre al humo, pero Aliide no recordaba cómo había sido, a qué clase de humo la había echado, si al del horno de la casa o a los restos humeantes de la hoguera de San Juan. Cuando era joven tenía que haber prestado mayor atención a lo que contaban los viejos, para no tener que adivinar ahora a qué humo echar los restos de la colcha. Claro que se lo podría preguntar a María Kreeli, o incluso llevarle el montoncito, pues ella sabría qué hacer, pero entonces la anciana se enteraría de lo que se estaba ahumando, y lo esencial en esos casos era no hablar con nadie del asunto. Pero aún había algo más que podía lograrse con ese hechizo, aunque no se acordaba bien. Quizá funcionase igual un hechizo hecho a medias. Se metió el montoncito en el bolsillo del delantal y se quedó sentada en silencio, escuchando la casa, su propia casa, percibiendo su propio suelo bajo los pies. Pronto vería a Hans y por fin se sentaría a la mesa a solas con él.
Aliide se arregló el pelo, se pellizcó las mejillas, se limpió los dientes con el polvo del carbón y se enjuagó la boca a conciencia. Ése era un truco de Ingel, por eso los dientes de su hermana siempre estaban tan blancos. En el pasado, Aliide no había querido imitarla demasiado, así que no había usado el carbón, pero ahora era diferente. Corrió las cortinas de la cocina y cerró la puerta de la habitación para que desde sus ventanas no se pudiese atisbar la cocina. Pelmi corría por el jardín y ladraría si se acercaba alguna visita. Entonces a Hans le daría tiempo de volver al altillo. Habían adiestrado a Pelmi como perro guardián y eso era bueno.
Aliide quería crear un ambiente acogedor en la cocina, así que preparó el desayuno de Hans y lo puso en la mesa, que decoró con flores secas traídas de la habitación. Esa clase de detalles te ponen de buen humor, demuestran amor. Por último, se quitó los pendientes y los escondió en un cajón de la habitación. Eran un regalo de Martin y harían que Hans insinuase cosas fastidiosas. Cuando tuvo todo listo, fue por la despensa hasta el establo de las vacas, abrió la trampilla del altillo, subió y quitó las balas de heno que disimulaban el cuartucho secreto. El nuevo tabique era perfecto. Llamó a la puerta y abrió. Hans salió a gatas, sin mirarla, y se limitó a estirarse durante largo rato.
– Ven a desayunar. Martin se ha ido a trabajar.
– ¿Y si vuelve a casa sin avisar?
– No lo hará. Nunca lo ha hecho.
Él la siguió hasta la cocina. Aliide le ofreció una silla y le sirvió café caliente en el tazón, pero Hans no se sentó.
– Aquí huele a ruso -sentenció.
Antes de que Aliide tuviese tiempo de impedirlo, ya había escupido tres veces sobre el chaquetón de Martin, que colgaba del respaldo de una silla. Acto seguido, empezó a olisquear otras huellas de Martin: el plato, el cuchillo, el tenedor, y se paró delante de la jofaina que servía de lavamanos sobre una mesilla. Le dio un golpe a la pastilla de jabón, aún mojada por el aseo matutino de Martin; sopesó en la mano el trozo de alumbre que coagulaba los pequeños cortes del afeitado. Luego vació un cubo de agua jabonosa todavía caliente en el cubo del agua sucia, el alumbre voló detrás y la brocha y la navaja estuvieron a punto de volar también. Aliide lo agarró del brazo.
– No lo hagas.
La mano de Hans seguía levantada.
– Por favor. -Aliide le cogió la brocha de la mano y la colocó en su sitio; también la navaja-. Las cosas de afeitar de Martin están aún dentro del baúl. Lo voy a deshacer hoy y las pondré aquí, su espejo también. Por favor, siéntate a comer.
– ¿Hay alguna noticia de Ingel?
– He abierto una botella de zumo de mora.
– ¿Ha dormido sobre la almohada de Ingel?
Hans abrió la puerta de la habitación de golpe y, antes de que a ella pudiera reaccionar, entró y cogió la almohada de Ingel.
– Sal de ahí, Hans. Podría verte alguien por la ventana.
Pero él se sentó en el suelo abrazado a la almohada, se acurrucó alrededor de ella y la apretó contra su cara. Desde la cocina se oía cómo pretendía inhalar cada resto del olor de su esposa.
– Quiero llevarme a mi escondite la taza de Ingel -dijo, con la voz amortiguada por la almohada.
– ¡No podemos amontonar todas las cosas de Ingel en ese cuartucho!
– ¿Por qué no?
– No se puede. Sé razonable. ¿No te basta con la almohada? Esconderé la taza en la alacena detrás de otras cosas. Martin no la encontrará. ¿De acuerdo?
Hans volvió a la cocina, se sentó a la mesa, puso la almohada sobre una silla y se sirvió licor de rábano picante, en bastante más cantidad que una simple medicina. Tenía briznas de paja en el pelo. Aliide sintió el impulso de coger un cepillo y peinarlo. Después, de repente, Hans declaró que quería irse al bosque, donde estaban los demás patriotas.
– Pero ¿qué dices? -preguntó una Aliide atónita.
Aseguró que el juramento aún lo obligaba. ¡El juramento! ¡El juramento del ejército de Estonia! ¡Hablar del juramento de un país que ya no existía! Allí estaba sentado, a la mesa de Aliide, removiendo con una cuchara el tarro de miel, cosa que aún podía permitirse gracias únicamente a ella. Otros que decían las mismas locuras corrían por los bosques, perseguidos, hambrientos, vestidos con ropas tiesas por la suciedad, temerosos de recibir un balazo. Sin embargo, ¡aquel señorito podía remover con su cuchara el tarro de miel!
Dijo que no podría soportar el hedor de Martin en su propia casa.
– ¿Es que te has vuelto loco ahí en el escondrijo? ¿Te has parado a pensar qué pasaría si aquí hubiese venido a vivir otra persona? ¿Has visto cómo estropean las casas? ¿Habrías querido rusos aquí? ¿Habrías querido que el suelo de tu casa se llenase de cáscaras de pipa y que al andar por él te pareciese pisar escarabajos? ¿Y cómo piensas que llegarás a tu bonito bosque? Esta casa también está bajo vigilancia. Estamos tan cerca del bosque que los agentes de la NKVD están seguros de que algunos partisanos vienen aquí a buscar comida.
Hans paró de remover la miel, se metió la almohada y la botella del licor medicinal bajo el brazo y se levantó para volver al altillo.
– No hace falta que te vayas ya, Martin aún tardará.
Hans no hizo caso, sólo dio un puntapié al barril de cerveza que estaba junto a la puerta de la habitación pequeña; el barril se volcó y golpeó contra el suelo. Pasó de la despensa al establo de las vacas y de allí al altillo. Aliide recogió el barril de roble y fue tras Hans. Se apoyó al otro lado de la pared nueva. Tuvo ganas de contarle que casi ninguno de sus amigos seguía vivo, pero se limitó a decir en voz baja:
– Hans, no lo estropees todo con tu estupidez.
Aliide estornudó. Tenía algo dentro de la nariz. Al sonarse, vio una pelusilla roja en el pañuelo: la colcha nupcial de Ingel.
En ese instante se dio cuenta de que Hans no la había mirado a los ojos ni una sola vez, aunque era lo que ella había soñado durante años y pese a que había contemplado hasta la saciedad cómo las miradas de Hans e Ingel se cruzaban en medio de las tareas, cómo las pestañas de él se humedecían por la añoranza y cómo el deseo hacía que le latiese una vena en los párpados. Aliide había soñado con experimentar algo similar algún día, poder mirar a Hans sin riesgo de que Ingel advirtiese que su hermana menor miraba a su marido de ese modo, y lo que significaría que él respondiese a su mirada. Y ahora que era posible, no lo había hecho. Ahora que necesitaba la mirada de Hans para ser fuerte, para ser pura, para no desmoronarse, él ni siquiera lo había intentado. Ahora, la pelusilla de la colcha nupcial de Ingel le picaba en la nariz, el pájaro de castaña de Linda la miraba mudo desde la esquina del armario y Hans seguía pensando en su esposa y no reconocía a Aliide como su salvadora. Tan sólo repetía que si los ingleses acudían a salvarlos las cosas se arreglarían; irían los americanos, Truman, Inglaterra, la salvación llegaría en oleadas tan blancas que sólo existiría un blanco más blanco: el de la bandera de Estonia.
– ¡Vendrá Roosevelt!
– Roosevelt está muerto.
– ¡Occidente no nos olvida!
– Ya nos olvidó. Ganó y se olvidó.
– Eres una persona de poca fe.
Aliide no replicó. Algún día entendería que su salvador no llegaría del otro lado del océano, sino de allí, que estaba ante él, dispuesta a lo que fuese, a aguantar hasta el final sólo con la fuerza de una mirada. Aunque ahora Aliide era la única persona en la vida de Hans, aun así no la miraba. Pero eso cambiaría algún día. Sin duda. Porque sólo con Hans las cosas tenían sentido. Sólo a través de él ella existía.
Las paredes crujían, el fuego crepitaba en la cocina de leña, las cortinas corridas ante los ojos de cristal de la casa respiraban con pesadez, y Aliide aplastó sus esperanzas. Les ordenó quedarse quietas a la espera de un momento más propicio. Había estado demasiado ansiosa, demasiado impaciente. No debía apresurarse, porque una casa construida con prisas no se aguanta en pie. Paciencia, Liide, paciencia, trágate tu decepción, aparta esa vanidad que te hacía pensar que el amor llegaría en cuanto la gata estuviese fuera de casa. No seas estúpida. Ahora coge la bicicleta, ve a dar tu paseo diario y vuelve a ordeñar las vacas, todo va bien. Aliide se consolaba y comprendía lo infantiles que habían sido aquellas fantasías tejidas en tan pocos días. Claro que Hans necesitaba tiempo. Habían pasado demasiadas cosas en muy pocos días, tenía la cabeza en otra parte, pero Hans no era una persona desagradecida. Aliide disponía de todo el tiempo para esperar buenas palabras. Aun así, los ojos se le llenaron de lágrimas, igual que a un niño enrabietado, y el enojo le quemaba la boca. Los desayunos que preparaba Ingel siempre habían sido premiados con besos tiernos y arrumacos. ¿Cuánto tendría que esperar ella para que simplemente le diese las gracias?
El cadáver de Lipsi apareció cerca de la casa. En sus ojos ya revoloteaban insectos parecidos a moscas.
Aliide se había imaginado que después de haber reemplazado a Ingel ya no la torturaría el pensamiento de lo que estarían haciendo su hermana y Hans en casa en el mismo momento en que ella cenaba con Martin en cualquier lugar. Creía que ya no se torturaría imaginando a Ingel hilando con su rueca por la noche y Hans a su lado tallando madera, mientras ella intentaba entretener a Martin en casa de los Roosipuu.
Sin embargo, la angustia se presentó en la nueva casa con ropa nueva e hizo que Aliide no pudiera dejar de pensar en Hans. Si estaría despierto o quizá dormía. Tal vez estuviera leyendo un periódico, ese nuevo que ella le había llevado, o a lo mejor aquellos viejos que había trasladado al escondrijo. A decir verdad, no había otro lugar donde esconder la prensa de la época anterior a los rusos. O un libro, ¿estaría quizá leyendo un libro? Resultaba muy difícil conseguir libros que pudiesen interesarle a Hans. También se había querido llevar la Biblia, la de familia. Mejor, porque de lo contrario tendrían que haberla utilizado para prender la leña.
Las noches de Aliide y Martin en la casa nueva seguían el mismo patrón de siempre. Martin hojeaba el periódico, se limpiaba las uñas con un cuchillo y de vez en cuando leía en voz alta fragmentos de noticias, a los que añadía sus opiniones. ¡Los sueldos en el campo tendrían que subir! Sí, claro, asentía Aliide con la cabeza, claro que sí. ¡Aldeas con gestión colectiva! ¡Trabajar los domingos de verano! Aliide asentía sin el menor asomo de duda, pero en realidad estaba pensando en Hans, que se hallaba a apenas unos metros de distancia, y masticaba carbón para tener los dientes igual de blancos que Ingel. ¡Gente joven para implantar el comunismo en el campo! Sí, Aliide estaba totalmente de acuerdo, todos los que tenían piernas fuertes se habían largado a las ciudades.
– Aliide, estoy tan orgulloso de que no quieras abandonar del campo…
Ella asintió con la cabeza.
– ¿O habría deseado ir a Tallin mi palomita? Todos mis antiguos camaradas están allí, donde un hombre como yo sería útil.
Aliide negó con la cabeza. Pero ¿de qué estaba hablando? Ella no podía irse de allí.
– Sólo quiero estar seguro de que mi palomita está contenta.
– ¡Aquí se está bien!
Martin la abrazó bruscamente y la llevó en volandas por la cocina.
– No podría tener mejor testimonio de que mi querida palomita desea participar en la construcción de este país. El trabajo de base hay que hacerlo en el campo, ¿verdad? He pensado en proponer que el koljós compre un nuevo camión. Podríamos llevar gente a la Casa de Cultura para que vean películas sobre los logros de nuestra gran patria, y por supuesto para que también asistan a las clases nocturnas. Eso levanta la moral. ¿Qué te parece?
Martin volvió a sentarla en su silla y siguió haciendo planes con entusiasmo. Aliide asentía cuando convenía. Retiró de la mesa las briznas de paja caídas de la manga de Hans al mediodía y se las guardó en el bolsillo. ¿Tal vez a Martin le habían ofrecido algún puesto en Tallin? En caso de ser así, ¿no se lo diría directamente? Volvió a cardar el lino mientras el fuego crepitaba en la cocina y ella observaba a su marido de reojo, pero su comportamiento era el de siempre. Se había asustado sin motivo. Sólo había creído que su mujer deseaba vivir en Tallin. Y claro que lo haría si Hans no existiese. Hasta le costaba salir en bicicleta para recaudar los impuestos, aunque no era necesario que lo hiciese a diario. Aun así, pedaleaba de regreso a casa siempre con el miedo silbando en las ruedas: ¿habría estado alguien inspeccionando la casa en su ausencia? Sin embargo, nadie se atrevería a entrar a la fuerza en el hogar de un dirigente del Partido, ¿verdad que no? Martin podría arreglar las cosas para que ella pudiese repartir su turno con otra persona. Él entendería que su esposa quisiera cuidar mejor de su casa y su jardín.
Mientras tanto, el oro robado a los deportados a Siberia se convertía en dientes nuevos en nuevas bocas, las sonrisas doradas competían en brillo con el sol, y a su alrededor, en el país, crecían las miradas esquivas y las expresiones furtivas. En los mercados, en las carreteras y en los campos, era fácil toparse con una corriente interminable de ojos de iris negros ya grisáceos y el blanco enrojecido. Cuando las últimas fincas desaparecieron engullidas por los koljós, las palabras directas se volatizaron y se quedaron flotando entre líneas. A veces, Aliide pensaba que aquel ambiente se había filtrado en Hans a través de las paredes. Que él seguía el mismo código de conducta indefinido por el cual la gente evitaba mirarse, y que también Aliide observaba. Quizá Hans se lo había contagiado. O quizá ella se había contagiado fuera y se lo había pasado a él.
La única diferencia entre Hans y el resto de la gente de mirada esquiva era que él seguía hablando sin titubear. Su mente seguía creyendo en lo mismo, pero su cuerpo cambiaba a medida que lo hacía el mundo exterior, aunque no tuviese un contacto real con él.
1950, oeste de Estonia
Hasta la joven del chico de las películas tiene un futuro
– ¿Por qué tu madre nunca va al cine? Mamá dice que jamás lo hace.
Era la voz de un niño en el patio de delante de la oficina del koljós. El hijo de la primera tractorista, Jaan, miraba fijamente al hijo del encargado del gallinero, que empezó a patear la arena. Aliide estuvo a punto de intervenir y decirles que no a todo el mundo tenía que gustarle necesariamente el cine, pero se dio cuenta de que era mejor callar. La esposa de Martin simplemente no podía decir esas cosas, no sobre aquellas películas, ahora que había conseguido un buen trabajo de media jornada, un trabajo fácil de contabilidad en la oficina.
El hijo del encargado del gallinero observaba los granos de arena en la punta de sus zapatos.
– ¿O tu madre es una fascista?
Jaan tomó impulso y le echó arena al otro niño.
Aliide volvió la cabeza y se apartó. Había llevado a los muchachos que traían las películas hasta allí, más tarde Martin llegaría con gente en el nuevo camión. Por la mañana le había contado muy orgulloso que había puesto unas ramas de abedul en las esquinas de la plataforma del vehículo. Así parecía más lujoso y al mismo tiempo protegía a la gente del viento. El espectáculo tendría lugar de noche. Primero el Noticiario General de la Estonia Soviética presentaría Los días felices de la época de Stalin y después proyectarían La batalla de Stalingrado, enésima parte, ¿o era Luces del koljós?
El proyeccionista enseñaba el proyector a los niños, que daban vueltas alrededor del coche del hombre igual que peonzas, con los ojos llenos de entusiasmo y sin apartar la vista del aparato ni por un momento. Alguno ya había dicho que de mayor quería ser proyeccionista, así viajaría en coche de un lado al otro y vería todas las películas. El contable estaba ordenando las sillas; las ventanas de la sala se habían tapado con mantas del ejército. Al día siguiente había una representación gratuita en colegio: Un hombre de verdad: historia de un héroe. La madre de Jaan se presentó con botas y mono de trabajo, se enjugó la frente y explicó algo sobre la brigada de mujeres tractoristas. Era una familia de estonios venidos de Rusia, que habían conservado el idioma, aunque por lo demás eran iguales que los rusos. Al llegar al koljós no traían ni un petate consigo, pero ahora en la sonrisa de la madre de Jaan brillaba el oro y su hijo cazaba fascistas. Habían convertido una habitación de la casa que les asignaron en una cuadra de ovejas. Cuando Aliide fue a visitarlos, vio a las bestias atadas a las patas de un viejo piano. Un bonito piano alemán.
Las muchachas habían acudido a la oficina con anticipación para esperar la llegada de los proyeccionistas. Entre ellas había una ordeñadora que el ayudante del proyeccionista ya conocía y con quien fue a hablar, intentando hacerla reír e insistiéndole para que se quedase al baile que se celebraría después de la función. El muchacho pondría el gramófono y las muchachas guapas bailarían tanto que al día siguiente no podrían moverse. «Ji, ji», reía la ordeñadora, tratando de imitar a una chica ingenua, pero ese sonido no le iba a sus mejillas de aldeana, rojas como la bandera. A Aliide la irritaba la mirada ansiosa y excitada de aquella muchacha de dieciséis años que tenía como objetivo a aquel chico que fumaba cigarrillos con la gorra ladeada. De vez en cuando, se remetía el pantalón de perneras estrechas en las botas, silbaba canciones de las películas y se pavoneaba delante de la muchacha como si fuese una estrella. Aquel día caluroso se podía oler a distancia el sudor de los pechos de la ordeñadora. Aliide tenía ganas de darle una zurra por estúpida y decirle que aquel chico hacía reír a las ordeñadoras de todas las aldeas del mismo modo, y también a todas las muchachas de dieciséis años, a todas las que tenían una mirada ansiosa por el futuro, la misma manera de sacar pecho y un canalillo igual de tentador, igual de tentador cada vez, en cada sitio, toma una palmadita, chiquilla, toma, a ver si me entiendes. Aliide se apoyó contra el coche y de reojo vio cómo el muchacho acariciaba furtivamente el rollizo brazo de la ordeñadora, y aunque estaba convencida de que ésta no sospechaba que el chico utilizaba los mismos trucos con todas las jóvenes pechugonas, aun así le pareció injusto que ésta se permitiese, siquiera por un momento, creer en un futuro en que ella y él bailarían y verían películas, en el que a lo mejor algún día ella le prepararía la cena en la casita que compartirían. No obstante, por muy mínima que fuese la probabilidad de un futuro común entre aquellos dos, siempre sería mayor que la de Aliide y Hans. Dios santo, incluso la pareja más improbable tenía mayores posibilidades.
El hijo del encargado del gallinero pasó corriendo junto a ella, seguido por Jaan, dejando tras de sí una nube de arena que hizo estornudar a Aliide. Oyó pasos familiares, una cadencia que conocía. El saludo resonó como un trombón y no le hizo falta levantar la cabeza para reconocer la voz: era la de aquel hombre que había llevado a Linda desde la habitación contigua en el sótano del ayuntamiento.
– ¡Bienvenido al trabajo! -gritaron desde la oficina-. Aquí está nuestro contable jefe.
Aliide tuvo que sentarse. Le fallaron las piernas y la fuerza se le escapaba. El proyeccionista se dio cuenta de que estaba mareada y, mientras su ayudante seguía haciendo reír a la ordeñadora, acompañó a Aliide hasta un banco y le preguntó qué le ocurría. El desgarrón de su pantalón militar colgaba justo delante de la nariz de Aliide, y una mirada curiosa la escrutaba desde lo alto. Contestó que había sido el calor, que le pasaba a veces. El proyeccionista fue por agua. Aliide apoyó la cabeza sobre las rodillas; las manos le temblaban y las rodillas se contagiaban. Las botas de cuero curtido al cromo de aquel hombre pasaron a un metro de distancia y levantaron una polvareda de arena que le penetró en los pulmones. Aliide se abrazó las piernas y apretó los muslos contra el banco para controlar el temblor. La arena le secó los pulmones, el sudor le corría desde las axilas hasta el banco, resolló al respirar hondo, su garganta sólo soltaba arena, aquellos granos secos se arremolinaban en su cavidad torácica. El proyeccionista le trajo un vaso de agua. La mano temblorosa de Aliide derramó la mitad, de modo que él tuvo que aguantárselo para que bebiera. El hombre comentó con alguien que no pasaba nada, que era sólo un mareo debido al calor. Aliide intentaba asentir con la cabeza, aunque su piel ardía tanto que parecía contraerse, y ella misma también se contraía en su interior. Entretanto, los pajarillos piaban en los árboles y desgarraban con sus picos ansiosos el cielo azul y las nubes blancas, desgarro, pío, desgarro, pío, desgarro, trago, escupitajo, sus ojillos negros se movían inquietos y la respiración arenosa de Aliide los hacía brincar.
Los chicos del cine la llevaron a casa en su coche. La ordeñadora los acompañó, asegurando que necesitarían a alguien que los guiase de vuelta a la oficina. Dentro de aquel coche sofocante el olor a sudor de la ordeñadora se volvió más penetrante. A Aliide se le quedó pegada la parte baja de la chaqueta. Con tanta excitación, la muchacha era incapaz de contener sus risitas y a veces aquel «ji ji» se convertía en un gruñido y su cabeza oscilaba hacia Aliide, y entonces sus orejas casi se rozaban. De las orejas de la ordeñadora salían pelos con bolitas de cera pegadas. Se movían al viento mientras la muchacha se preguntaba entre risitas tontas qué podría haberle ocurrido a la hija de Theodor Kruus para haberse ahorcado tan joven. Quizá echase de menos a sus padres; éstos habían tenido mala suerte al final, eran gente problemática, pese a que la muchacha era muy agradable y no la habían deportado como a ellos. Resultaba difícil creer que una chica tan agradable tuviese unos padres como aquéllos. Ji ji.
Cuando el coche se perdió de vista en la carretera general, Aliide, apoyada contra el establo de las vacas, sintió que se iba aligerando la opresión que sentía en el pecho. Primero tenía que ordeñar, si era capaz, y después pensaría qué hacer. El zarapito clamaba al cielo su soledad en el lindero del bosque, los árboles parecían observarla con curiosidad. Fue por su chaqueta de ordeñar, se la echó encima, se lavó las manos y entró en el establo con paso inseguro. Tenía que concentrarse en las cosas cotidianas, en el crujido de la paja, en las miradas compasivas de los animales, en lo agradable que resultaba sostener el cubo, ¡oh, qué madera más lisa! Hundió los pies en la paja. Maasi movió el rabo y ella la acarició entre los cuernos. Quizá aquel hombre no la había visto. A fin de cuentas, había agachado la cabeza y, por otra parte, los interrogatorios habían sido tantos que sería imposible que aquellos hombres se acordasen de todos los nombres y todas las caras. Se estaba bien en el establo, no tenía que esquivar las miradas de los animales y allí nunca le temblaban las manos. A Maasi no la inquietaban sus sobresaltos, y además le podía susurrar lo que fuese al oído, la vaca nunca podría revelar nada. Sentía la firmeza de la banqueta de enebro, Maasi resoplaba dentro de su cubo de pienso, la leche chorreaba en el cubo, la vida seguía, los animales la necesitaban. No se podía dar por vencida. Necesitaba buscar una salida.
Fuera del establo, los pulmones de Aliide volvían a aflojarse y le costaba dormir por las noches. ¿Y si, pese a todo, aquel hombre la había reconocido? Su respiración silbaba, como un ratón atrapado. Martin velaba a su lado. Aliide insistió en que se acostase, pero no, Martin seguía allí, vigilando la respiración dificultosa de su esposa. La noche no acababa nunca, el aire no entraba, sobre el pecho de Aliide descansaba una bota de cuero curtido al cromo que ella era incapaz de levantar.
No se atrevía a dormir porque temía hablar en sueños, gritar, delirar, descubrirse de algún modo, ahogarse como había estado a punto de hacerlo en el sótano del ayuntamiento, cuando le habían metido la cabeza en el cubo de excrementos. ¿Y si aquel hombre había oído su nombre en la oficina y la recordaba por eso? No, no podía ser, porque ahora se llamaba Aliide Truu, no Tamm.
Por la mañana, Martin miró a su mujer con preocupación y la llamó «palomita» varias veces desde el umbral. No quería dejarla sola. Aliide tuvo que echarlo, aduciendo que su proyecto para montar una centralita de emisiones radiofónicas para el koljós lo necesitaba más que ella. ¿Cómo iban a avisar a la gente sobre la bomba atómica si no eran capaces de organizar una radio de cable? Ella no tendría ningún problema en casa. Cuando hubo conseguido que Martin se fuese, se desprendió de aquella sonrisa falsa, se lavó las manos, se mojó la cara en una jofaina y se encaminó tambaleándose al establo de las vacas. Habría querido quedarse a ordeñar todo el día, pero sólo logró verter la leche dentro del recipiente de enfriado, salpicando por todos lados, e incluso se le olvidó colarla. No tenía fuerzas para llevarla a la lechería; tampoco para ir a trabajar a la oficina del koljós. Fue a la habitación, bebió media botella de vodka y se quedó allí toda la mañana, sintiéndose desgraciada. Después se preparó un baño y se lavó la cabeza con agua que calentó, aunque hacía calor y no era bueno encender la cocina de leña. Los poros de su piel supuraban, su respiración resollaba. Ya no podría ir a trabajar. Se haría pasar por loca o cualquier otra cosa si era necesario; Martin la ayudaría. ¿No conocería a su marido aquel hombre? Las moscas zumbaban e iba matándolas con el matamoscas, el sudor le corría como riachuelos por la piel. Aplastó con golpes certeros las moscas de la lámpara, de la silla, del barril de cerveza, de las tijeras de esquilar, de la tina de lavar y de la sierra colgada de la pared.
Jamás podría volver a la oficina.
Aquel día Hans no tuvo comida caliente.
Aparecieron huevos de mosca bajo el recipiente de carne de la despensa.
El certificado del consejo de sanidad libró a Aliide incluso de trabajos menores durante un año. Al finalizar ese plazo, podría prolongar la baja si las circunstancias lo requerían. Cuando consiguió la certificación de asmática, el aire entró con fuerza en sus pulmones, el oxígeno la mareaba, la fragancia embriagadora de las peonías, la hierba fresca e incluso de aquellas margaritas pequeñas que apenas huelen bullía en su pecho. El penetrante gorjeo de los pajarillos ya no la molestaba, y tampoco el graznar de las cornejas al lado del montón del estiércol. Daba vueltas y más vueltas en el jardín hasta que veía las estrellas y se acordaba de cómo era la vida antaño, hacía mucho tiempo, cómo era sentirse ligera; ojalá pudiera sentirse así siempre. Pelmi estaba sentado con las orejas enhiestas junto a su cuenco de comida a la puerta del establo, esperando a que después del ordeño le diesen los restos de leche que quedaban en el fondo del cubo y la espuma. El tiempo mejoraba. Con el mal tiempo, la leche de Pelmi siempre se cortaba.
Años ochenta, oeste de Estonia
La diagnosis
Cuando se aproximaba el desfile del Primero de Mayo de 1986, Aliide estaba segura de que la salud de Martin no iba a aguantar aquella marcha, pero él no estaba de acuerdo y participó eufóricamente en los festejos con su esposa agarrada del brazo. La apuesta imagen de Lenin flameaba sobre una tela de fondo rojo, con la mirada fija en el futuro, y Martin tenía la misma expresión firme, mirando siempre al porvenir. El optimismo ondeaba en las banderas y entre la gente, el aire estaba lleno de flores y tamborileos.
Al día siguiente, Talvi llamó desde Finlandia.
– Mamá, no salgas a la calle.
– ¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
– ¿Tienes yodo?
– No.
– En Ucrania ha explotado un generador nuclear.
– ¿Qué dices? ¡No puede ser!
– Es verdad. En Finlandia y Suecia ya se han registrado altos índices de radiación. El lugar se llama Chernóbil. Pero por supuesto no os habrán informado.
– Pues no.
– No dejes salir a papá y consigue yodo. No le cuentes nada, total, no se lo va a creer. Y no comáis frutos del bosque ni setas. Ni las recojáis, ¿vale?
– Aún no hay.
– En serio, mamá. Me refiero a que no lo hagas ni siquiera más tarde, en otoño. Ahora quedaos dentro de casa durante un par de días. Entonces ya habrá pasado lo peor de la lluvia radiactiva. En Finlandia no se pueden sacar las vacas a pastar para que no coman hierba contaminada. Quizá no puedan sacarse en todo el verano. Nosotros no usamos ni el extractor.
La llamada se cortó.
Aliide colgó. Talvi sonaba asustada, lo que no era habitual. Normalmente, su tono era neutro, como siempre desde que se había mudado a Finlandia con su marido. Tampoco llamaba mucho, cosa que era comprensible, porque la llamada había que solicitarla y no siempre se conseguía la conexión y, si se conseguía, había que esperar horas para que la línea quedase abierta y luego apenas se oía nada. Además, resultaba desagradable, porque se sabía que las llamadas estaban intervenidas.
– ¿Quién era? -gritó Martin desde la habitación.
– Talvi.
– ¿Y qué quería?
– Nada. Se ha cortado.
Aliide fue a ver las noticias. No dijeron nada sobre Chernóbil, aunque la explosión había sucedido hacía varios días. Martin perdió interés en la llamada de su hija o, si lo tenía, no lo traslucía. La relación entre Martin y Talvi se había deteriorado especialmente después de que ésta abandonara Estonia. Él había planeado una carrera espectacular dentro del Partido para su hija, sería una auténtica pionera. Nunca aceptó que hubiese huido a Occidente.
Al día siguiente, la tienda de la aldea recibió mercancía. Aliide fue a hacer cola con la bicicleta, pero también se acercó a la farmacia por yodo. Había otras muchas personas comprando lo mismo. Entonces era cierto. Cuando volvió a casa, Martin ya había oído mencionar el asunto en boca de sus amigos.
– Mentiras cochinas otra vez. Propaganda occidental.
Aliide cogió la botella de yodo y estaba a punto de añadirlo a la comida de Martin cuando de repente cambió de opinión.
El 9 de mayo, el Comisariado de Guerra empezó a llamar a filas a los hombres del koljós. Para hacer instrucción y maniobras, adujeron. Del koljós Primavera del Triunfo salieron cuatro chóferes, después un médico y los bomberos. Aún no hablaban oficialmente sobre Chernóbil. Corrían rumores de toda clase y alguna gente comentaba que mandaban allí a quienes estaban en prisión a causa de sus opiniones. Aliide tenía miedo.
– Han llamado a mucha gente -dijo Martin secamente; ya había dejado de mascullar sobre la propaganda de los fascistas.
Los ancianos estaban seguros de que las llamadas a filas eran una señal de guerra. El hijo de los Priks se rompió la pierna a propósito saltando desde el tejado para librarse de acudir. Y no fue el único. Pero siempre mandaban a algún otro en lugar del que se libraba.
Aliide no podía saber si todo aquello significaba realmente que había estallado la guerra. ¿La primavera había sido excepcional en algún sentido? ¿Y el invierno? Era cierto que la primavera se había adelantado un poco; ¿debía interpretarlo de alguna manera? Cuando estaba escogiendo patatas de siembra en el campo, ¿debería haber advertido que la tierra estaba más seca de lo normal en esa época? ¿Que la nieve se había derretido algo antes? Cuando la lluvia primaveral había caído insistentemente mientras ella se encontraba fuera vestida sólo con una camiseta de manga corta, ¿debería haber intuido que algo iba mal? ¿Por qué no había notado nada? ¿O acaso estaba ya tan vieja que le fallaban los sentidos?
Una vez, Aliide vio a Martin recoger la hoja de un árbol, estudiarla detenidamente, olisquearse las manos, oler la hoja, luego ir a examinar la caja de compostaje, recoger polen de la tina de agua de lluvia y observarlo.
– Martin, no se ve a simple vista.
El se sobresaltó, como si lo hubiesen pillado en falta.
– ¿Qué tonterías dices?
– En Finlandia no dejan salir a las vacas.
– Están locos.
El cemento se agotó en Estonia, porque Ucrania lo necesitaba, y desde Ucrania y Bielorrusia empezó a llegar más comida que antes. Talvi le dijo a su madre que no la comprase. Aliide se mostró de acuerdo. Pero ¿qué otra cosa podía comprar? La comida más limpia de Estonia se enviaba a Moscú y a los estonios les daban la mercancía que venía de lugares que por alguna razón no gustaban a los moscovitas.
Más tarde, Aliide oyó hablar de campos cubiertos de dolomita y trenes llenos de evacuados, de niños que lloraban y soldados que echaban a gente de sus casas, y también acerca de unas extrañas partículas brillantes que llenaban los jardines y que los niños intentaban cazar y las niñas pequeñas querían usar como adornos para el pelo. Pero las partículas desaparecieron, como más tarde también el pelo de aquellas niñas. Un día, en el mercado, la señora Priks agarró a Aliide por el brazo y le susurró al oído que gracias a Dios su hijo se había roto la pierna, gracias a Dios se había dado cuenta y lo había hecho. También le dijo que los amigos de su hijo que habían ido le habían contado lo que pasaba allí. Y que ni siquiera se sentían felices por el sobresueldo de los días de Chernóbil, porque su piel irradiaba miedo. Habían visto cómo algunos se hinchaban hasta quedar irreconocibles. Cómo la gente lloraba por sus casas y cómo los agricultores volvían a escondidas para trabajar en los campos de la zona prohibida. Cómo las casas, ya vacías, fueron saqueadas y cómo los enseres se vendían en los mercadillos; los televisores, magnetófonos y radios inundaron el país, así como las motocicletas y los abrigos de astracán. Habían matado a perros y gatos para echarlos en infinidad de fosas. Hedor de carne putrefacta, casas y árboles enterrados, tierra levantada. Repollos, cebollas y arbustos metidos en agujeros. Habían preguntado si aquello era el fin del mundo o la guerra o ambas cosas juntas. Y contra quién se estaba luchando, a quién había que derrotar. Infinidad de ancianas se persignaban. El vodka y el aguardiente corrían como ríos.
La señora Priks hacía hincapié en cómo un chaval les había dado un consejo importante a los que salieron vivos: «No le contéis nunca a nadie que habéis estado en Chernóbil, o todas las chicas os rechazarán. Jamás se lo contéis a nadie porque nadie querrá tener hijos con un contaminado.» También le contó a Aliide que la mujer de un amigo de su hijo lo había dejado llevándose a sus hijos consigo porque no quería que un hombre contaminado los tocase. Asimismo, sabía que otra mujer había abandonado a su marido, que había estado en Chernóbil, porque ella tenía pesadillas: a veces daba a luz a terneros con tres cabezas, a gatos con escamas en vez de pelo y a cerdos sin patas. Al final se le hicieron insoportables aquellos sueños y la presencia misma de su marido, así que se marchó en busca de un hombre sano.
Cuando oía hablar sobre mujeres cuyos hombres se habían convertido en desechos, Aliide se sobresaltaba, el sobresalto se convertía en un leve temblor y empezaba a mirar con nuevos ojos a los jóvenes con que se cruzaba por la calle, buscando entre ellos a los que habían vuelto de allí, reconociendo algo que ya le era familiar: su mirada, que era como esquiva. Y entonces sentía ganas de acariciarles la mejilla.
Al final, Martin Truu se desplomó en su propio jardín mientras observaba con una lupa la hoja de un abedul plateado. Cuando Aliide lo encontró y lo puso boca arriba, reparó en la expresión postrera de su marido. Nunca antes lo había visto sorprendido.