39446.fb2 Purga - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

Purga - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

CUARTA PARTE

Liberado en el momento en que otro mundo nace.

PAUL-EERIK RUMMO

Octubre de 1949

¡Por una Estonia libre!

Releo las cartas de Ingel. Echo de menos a mis chicas. Me siento un poco más aliviado ahora que sé que les va bastante bien allá lejos. La verdad es que envían muchas cartas. La última vez que llevaron gente a Siberia, sólo llegaban una o dos cartas al año y no traían buenas nuevas.

Tendríamos que haber talado los árboles para hacer las barricas. Ahora habría sido el momento adecuado, dentro de poco empezará la luna creciente y después será tarde. ¿Cuándo podré hacer las barricas nuevas para mi casa? ¿Cuándo podré volver a cantar? Dentro de poco, mi garganta ya no será capaz de hacerlo.

Hay luna llena y no puedo dormir. Tengo que decirle a Liide que es el momento de preparar la leña. La leña cortada con la luna llena se seca bien. Total, ese marido suyo no entiende de esas cosas, sabe tanto sobre los trabajos de una casa de campo como Liide sobre trabajos manuales. Me remendó un calcetín agujereado que me había hecho Ingel. Ahora no puedo ni ponérmelo.

Si tan sólo tuviese el jugo de moras que preparaba Ingel…

Truman ya debería haber llegado.

Tengo ganas de dar patadas a la pared, pero no puedo.

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

1992, oeste de Estonia

¿Cómo pueden volar en la oscuridad?

Las cebollas ya estaban suficientemente cocidas. Aliide añadió a la olla azúcar, sal y vinagre. Con el rábano picante le habían llorado los ojos, y a Zara también, así que abrió la puerta para ventilar. La joven se decidió a preguntarle algo directamente. Tal vez sería bueno empezar por Martin, no por su abuela. Pero no pudo pensar más, porque un coche que se acercaba hizo palidecer a ambas.

– ¿Estás esperando una visita?

– No. Es un coche negro.

– Dios mío, son ellos.

Aliide cerró la puerta de un golpe y echó el cerrojo. Después se apresuró a pasar el pestillo de la puerta de la despensa y corrió las cortinas.

– Se marcharán en cuanto comprueben que aquí no hay nadie.

– No se irán.

– Claro que sí. ¿Para qué iban a esperar ahí fuera si ven que no hay nadie? Nadie te vio venir, ¿verdad?

– No.

– Bueno. Mañana tampoco saldrás fuera, por si acaso rondan por aquí, aunque no hay mucho que rondar en una aldea medio desierta.

Zara negaba enérgicamente con la cabeza. Ellos no tendrían duda de que se encontraba allí si veían que la casa estaba vacía. Imaginarían que estaba escondida, romperían la cerradura y rebuscarían hasta dar con ella.

– ¡Te harán daño!

– Tranquilízate, Zara, tranquilízate. Ahora, haz lo que te digo.

En contraste con su aspecto frágil, la anciana parecía muy resuelta, joven y vieja al mismo tiempo. Fue hasta el armario y agarró la esquina del mueble como si lo hiciera todos los días.

– A ver, ven a echarme una mano.

Arrastraron el armario que tapaba la puerta del escondite y Aliide tiró de ella poco a poco hasta abrirla.

Después de meter a la vacilante muchacha en el cuartucho, la anciana se llevó las manos al pecho. El corazón le latía con fuerza. No fue capaz de apurar un vaso de agua, pero consiguió beber un poco, se secó la cara con un pañuelo y se ató el pañuelo a la cabeza. Tenía el pelo tan sudado que resultaría sospechoso si no se lo tapaba: aquellos hombres podrían suponer que Aliide estaba sudando de miedo. Eso en caso de que buscaran a Zara. ¿Y si quienes venían en aquel coche eran los gamberros que tiraban piedras y entonaban canciones ante su ventana? ¿Habrían decidido hacer su último viaje hasta su casa y acabar con todo de una vez?

El coche se acercaba despacio, seguramente por los baches del camino.

Zara estiró los brazos dentro del cuartucho y tocó al mismo tiempo las paredes laterales con los dedos. De abajo subía un hedor a humedad. Las paredes estaban húmedas. El aire olía a cerrado, faltaba oxígeno, había una mezcla de moho y óxido. Y allí estaba ella. Si le hacían algo a Aliide, probablemente nunca pudiera salir. Gritaría para que alguien la oyese. No, no gritaría. Se quedaría allí y nunca podría contarle a su abuela cómo andaban las cosas por casa. ¿Por qué se le había acabado el tiempo tan pronto? Tendría que haber sido más dura, más parecida a Paša. Él seguro que conseguiría que Aliide se lo contase todo. Le pegaría y ella confesaría. Tal vez Zara tendría que haber usado esa clase de trucos para enterarse de por qué Aliide estaba tan enfadada con la abuela, y por qué su madre insistía en que no tenía ninguna tía. Si la anciana se hubiese mostrado menos amable con ella, si no le hubiese servido café aromático y no le hubiese preparado el baño, Zara podría haberse enfadado más. Había pasado tanto tiempo desde que alguien la había tratado con amabilidad… Eso la había ablandado, aunque tenía que haber sido dura, recordar el poco tiempo que le quedaba y obrar en consecuencia.

Pegó la oreja a la rendija de la puerta. Pronto llamarían. ¿Los dejaría entrar Aliide?

La anciana abrió las cortinas, extendió un periódico sobre la mesa y colocó al lado su taza de café, como si estuviese leyendo el Nelli Teataja y desayunando tranquilamente. ¿Habría quedado alguna huella de Zara en la cocina? No, nada. Aliide ni siquiera había tenido tiempo de poner la mesa para las dos. Que viniesen, que viniesen todos, los esbirros de los mafiosos, los soldados, los rojos y los blancos, los rusos, los alemanes y los estonios, que viniese cualquiera. Aliide se las arreglaría. Siempre lo había hecho.

Las manos no le temblaban. Aquel temblor que había empezado la noche del ayuntamiento cesó cuando su cuerpo envejeció lo suficiente para que a nadie le interesara hacerle lo que le habían hecho aquella vez. Y como Talvi estaba fuera, ya no había nadie por quien tener miedo. Sintió un tirón en la muñeca. Muy bien, ya tenía otra vez a alguien en el cuartucho, a alguien a quien cuidar. De carnes prietas y tez suave, alguien que olía a joven. Una criatura asustadiza. ¿Se habría parecido a ella alguna vez? ¿Se había tapado los pechos de la misma manera con las manos? ¿Se había sobresaltado por cualquier cosa? ¿Se le habría petrificado la mirada ante cada ruido inesperado? Cierto sentimiento de aversión hacia la muchacha le revolvió el estómago.

El coche pareció parar al lado del sembrado. Bajaron dos desconocidos; no eran los chicos de la aldea, desde luego. ¿Qué estaban haciendo? ¿Admirando el paisaje? Parecían estar midiendo el bosque y encendieron cigarrillos con gesto tranquilo, como todos. Los hombres que calzaban botas de cuero curtido al cromo siempre estaban tranquilos al principio. El hombro de Aliide se movió espasmódicamente. Se lo frotó con la otra mano. Tenía el pañuelo húmedo en las sienes.

Llamaron a la puerta. Golpes decididos. Golpes de alguien acostumbrado a mandar.

Sobre la cocina, la cacerola con tomate y cebolla empezó a hervir. El rallador estaba encima del plato. Aún quedaba medio tomate sin picar. Aliide metió el tomate y el cuchillo entre las legumbres picadas y agarró el rallador con la otra mano. Todo en la cocina daba a entender que se hallaba en plena preparación de las conservas, pero ella, presa del pánico, había intentado simular que estaba tomando café despreocupadamente. Llamaron otra vez. Aliide empujó el plato de rábano picante a un lado de la mesa, el del cajón donde descansaba la Walther de Hans. Se llenó los pulmones del aire impregnado de rábano picante; le ardía todo el cuerpo, los ojos empezaron a llorarle, pero se los enjugó y por fin abrió la puerta. Las bisagras chirriaron, las cortinas se agitaron, el viento hizo ondear su delantal, sintió el metal del picaporte bajo sus dedos. Fuera brillaba el sol. El hombre la saludó. Tras él había otro de más edad que asimismo saludó. Aliide percibió el olor a oficial del KGB mezclado con el del rábano picante. Ese olor fue como un bofetón, igual que un sótano que huele a cerrado, y enrareció el aire. Empezó a respirar por la boca. Conocía a aquella clase de hombres. Eran de los que saben castigar a una mujer, y precisamente habían venido para eso. Hombres de porte insolente, con una amplia sonrisa repleta de dientes de oro, de uniforme tieso y galones bien rectos; el porte de quienes saben que el otro no opondrá ninguna resistencia. El porte de quienes calzan botas capaces de pisotear cualquier cosa.

El más joven quería entrar. Aliide se apartó de la puerta y fue a sentarse a la mesa, delante del plato de rábanos picantes. Dejó el rallador encima del plato y mantuvo la mano izquierda encima del mantel de plástico y la derecha sobre el regazo, bien cerca del cajón.

El hombre se sentó sin que nadie lo invitase y pidió agua. El del KGB no entró, probablemente fue a dar una vuelta alrededor de la casa. Aliide le dijo que se sirviese del cubo, aunque en el jardín había agua fresca del pozo.

– Aquí tenemos muy buena agua y un pozo profundo -comentó.

El hombre se levantó y bebió un vaso de un trago. El rábano picante también le escocía en los ojos y lo hacía parpadear, la irritación se le notaba en los movimientos. Aliide empezó a inquietarse, el corazón en un puño, pero el hombre hablaba un poco de todo y caminaba por la cocina despreocupadamente. Se paró delante de la puerta de la habitación y la abrió de una patada. La puerta golpeó contra la pared, que vibró. El barro seco de su bota de infantería quedó esparcido por el suelo. No cruzó el umbral, sino que volvió a la cocina, fue a la nevera pisando con sus botas con aire chulesco y hojeó los papeles que había por allí. Se acercó despacio a la alacena, levantando objetos de las estanterías, las tapas de los botes, le dio vueltas en las manos a una taza, a un bote de champú finlandés y a la pastilla de jabón Imperial Leather. Después encendió un cigarrillo, un Marlboro, y dijo que era de la policía.

– Paša Alexandrovich Popov -se presentó, y le tendió su documentación.

– Hay muchos documentos falsificados en circulación -dijo ella, devolviéndole los papeles sin mirarlos.

– Suele ocurrir -sonrió Paša-. A veces es sano sospechar. Pero por su propia seguridad será mejor que preste atención.

– Aquí no hay nada que robar.

– ¿Ha visto a una chica desconocida?

Aliide lo negó y empezó a hablar de la tranquilidad del lugar. El hombre sorbió por la nariz y entornó los ojos para contener el lagrimeo. El rábano picante seguía extendiendo su aroma. Aliide le sostuvo la mirada, no la esquivaría, no. El hombre tenía los párpados inferiores enrojecidos y a ella se le había formado una legaña en el rabillo del ojo, que supuraba. Siguieron mirándose fijamente hasta que él se dirigió a la puerta y abrió. Entró una ráfaga de viento. El hombro de Aliide se contrajo en un espasmo. Por un instante, el hombre permaneció de pie ante la puerta abierta, mirando el jardín. Su cazadora de piel se hinchaba con el aire. Al volverse, su mirada era más serena y fría. Sacó del bolsillo unas fotografías y las extendió encima de la mesa.

– ¿Ha visto a esta mujer por aquí? Estamos buscándola.

Zara no se atrevía a moverse. Las voces se oían mal desde el cuartucho. Oyó a Aliide hablar ruso tras abrir la puerta, saludar y mostrarse amable. Paša le comentó que habían hecho un largo recorrido en coche y que tenían sed, y continuó charlando de todo un poco. Las voces se alejaron y se acercaron y la anciana le preguntó si a su amigo le gustaban los jardines. Paša no la entendió. Aliide dijo que por la ventana veía a su amigo merodeando por su jardín. Lavrenti andaría husmeando por allí. Tenía que ser él. ¿O Paša habría ido con otro? Improbable. Paša aseguró que su amigo era un poco simplón y que no valía la pena hacerle caso. Aliide manifestó su preocupación por si pisaba los parterres.

– No se preocupe, le gustan los jardines. -La voz de Paša sonó muy cerca de repente. Zara se quedó paralizada-. Entonces, ¿no ha visto por aquí a una chica desconocida?

Zara contuvo la respiración. El polvo se le metía en la garganta seca. No podía toser, no. Aliide contestó que era un sitio tranquilo y que si llegaba algún forastero enseguida se sabía. Paša repitió la pregunta. A Aliide le sorprendió la insistencia. ¿A una chica joven? ¿A una chica joven desconocida? ¿Y por qué? Las palabras de Paša le llegaban confusas. Mencionó el pelo rubio. La voz de Aliide se oía claramente. No, ella no había visto por allí a ninguna rubia. Paša tenía una fotografía de la chica. ¿Qué fotografía sería? ¿Andaría Paša por todo el país enseñando su fotografía? ¿Qué clase de foto? La voz de Paša volvió a acercarse y Zara temió que los latidos de su corazón se oyesen a través de la pared. Paša tenía un oído muy fino.

– ¿Hay alguna razón para suponer que la chica pueda andar por aquí?

Paša debió de apartarse un poco. La pared sólo filtraba sonidos dispersos.

– Mire…

¿Estaría enseñándole aquellas fotografías? Porque ¿qué otras fotos iba a mostrarle aparte de aquéllas? Y cuando Aliide las viese…

De repente, Zara tuvo una arcada. Le vino a la boca el sabor a esperma. La cerró con rapidez. ¿La habrían oído desde la cocina? No, la conversación seguía colándose como un murmullo continuo. Esperaba oír un grito de horror de Aliide, ya que la anciana no podría reaccionar de otra manera cuando viese aquellas instantáneas. ¿Las habría extendido Paša sobre la mesa poco a poco, una por una, o le habría pasado el montón directamente? No; las depositaría encima de la mesa una por una, como en un solitario, la obligaría a mirarlas. La anciana las contemplaría fijamente, en especial la de aquella expresión que Paša le había enseñado: con la boca abierta, la lengua fuera y todos aquellos vibradores alrededor. Y entonces Aliide se lo contaría todo, porque para entonces ya la odiaría. Vería su inmundicia y querría echarla de su casa. Iba pasar, seguro que sí, pronto Paša abriría la puerta y, allí, plantado a contraluz, reiría, y ése sería el fin.

Zara se retiró hacia el fondo del cuartucho, se pegó a la pared y esperó. La oscuridad quemaba, su pelo corto se había puesto de punta. Aliide había visto las fotos. La humillación la hacía encogerse y su piel la estrangulaba, como si estuviese cubierta de heridas que hubieran cicatrizado tirantes. Ahora la puerta se abriría de golpe. Tenía que cerrar los ojos para que se quedasen en el fondo de sus órbitas, concentrarse en abstraer su mente: ella era una estrella, la oreja de Lenin, un pelo en el bigote de Lenin, en el bigote de un cartel de cartón, era la esquina del marco del cartel, una floritura desprendida de su marco de yeso en el rincón de una habitación. Era polvo de tiza sobre una pizarra, a salvo dentro de un aula, era el extremo de un puntero para señalar los mapas…

Las fotografías estaban reveladas en papel fotográfico occidental, tenían ese brillo; el reluciente pintalabios de Zara destacaba sobre el opaco mantel de hule. Las pestañas duras como palillos parecían pétalos extendidos alrededor de los ojos, cuyos párpados se veían pintados descuidadamente con sombra azul pastel. Las espinillas destacaban rosadas, aunque la piel en sí parecía seca y fina. El elástico del cuello estaba destensado, como si alguien hubiese tirado de él.

– No la he visto nunca -dijo Aliide.

El hombre no dejó que eso lo perturbase. Siguió hablando y sus palabras pesaban como las botas de un gigante.

– Todo el mundo está buscándola en este momento.

– ¿Ah, sí? Yo no he oído nada, y eso que siempre tengo la radio encendida.

– Nuestra intención es arreglar el asunto discretamente. Hacer que salga de su escondite. Si no se imagina que están buscándola, tendrá menos cuidado.

– Oh.

– Esta mujer es una peligrosa criminal.

– ¿Peligrosa?

– Ha cometido graves delitos.

– ¿Cómo de graves?

– Mató a su amante en su propia cama, a sangre fría.

El del KGB volvió del jardín; se quedó de pie detrás del otro y sacó más fotografías de su cazadora de piel, que colocó encima de la mesa, encima de las anteriores.

– Este es el muerto. Por favor, mírelas y piense de nuevo si ha visto a esta mujer.

– No la he visto nunca.

– Haga el favor y mire las fotografías.

– No me hace falta. Ya he visto cadáveres muchas veces.

– La chica parece muy inocente, pero lo que le hizo a su amante… Él le tenía mucho cariño, y ella lo asfixió sin ninguna razón, con una almohada sobre la cara mientras dormía. Usted vive sola, ¿verdad? Imagínese que está durmiendo plácidamente, teniendo un sueño agradable, y que no vuelve a despertar nunca. Cualquier noche de éstas… Si uno no lo espera, no es capaz de defenderse.

La mano de Aliide se había abierto camino poco a poco bajo el mantel de hule. Los dedos rodearon el tirador del cajón preparándose para abrirlo lentamente. Debería haber sacado la pistola antes y haberla dejado encima de la silla para tenerla a mano. El rábano picante, blanco y troceado que tenía delante olía tan fuerte que se superpuso al olor a sudor del ruso. El hombre que se había presentado como Popov se apoyó contra la mesa y miró a Aliide fijamente.

– Vale -dijo ella-. Les llamaré si viene por aquí.

– Tenemos razones para creer que vendrá.

– ¿Y por qué iba a venir justo aquí?

– Porque es de su familia.

– Vaya cuentos que tenéis -rió Aliide, y su risa resonó contra el borde de su taza de café.

– La abuela de la chica vive en Vladivostok y se llama Ingel Pekk. Es su hermana. Y lo más importante es que la joven habla estonio, lo aprendió de ella.

¿Ingel? ¿Por qué la mencionaba aquel hombre?

– Yo no tengo ninguna hermana.

– Según estos documentos sí, tiene una.

– No sé por qué han venido aquí a inventarse estas historias, pero…

– Sucede que esta mujer, Zara Pekk, ha cometido un asesinato en este país, y, por lo que sabemos, carece de otro contacto aquí. Está claro que vendrá en busca de una tía a la que consideraba perdida. Cree que usted no sabe nada, pues no se ha dado la noticia del crimen ni en la radio ni en los periódicos, así que acudirá aquí.

¿Pekk? ¿El apellido de la chica era Pekk?

– Yo no tengo ninguna hermana -repitió Aliide.

Sus dedos se habían enderezado, su mano había vuelto a reposar en su regazo. Ingel estaba viva.

– ¿Dónde está la chica? -gritó Paša de pronto, tirando la silla al suelo de una patada.

– ¡No he visto a ninguna chica!

La menta, que se secaba encima de la cocina de leña, crujía ligeramente con la brisa. La corriente de aire movía las caléndulas, extendidas sobre los periódicos. Las cortinas oscilaban. El hombre se pasó una y otra vez la mano por la calva e intentó recuperar un tono amable.

– Estoy seguro de que usted entiende la gravedad del crimen cometido por Zara Pekk. Por su propio bien, llámenos en cuanto aparezca. Que tenga un buen día. -Se detuvo en la puerta-. Zara Pekk vivía con su abuela hasta que se fue a Occidente a trabajar. Se dejó el pasaporte en el lugar del crimen, junto con su cartera y su dinero. Necesita que alguien la ayude. Usted es su única salida.

La sensación de impotencia dejó a Zara postrada en el suelo del cuartucho.

Las paredes jadeaban, el suelo resollaba, las tablas rezumaban humedad. El empapelado rechinaba.

Notaba algo en la mejilla, tal vez las patas de una mosca. ¿Cómo podían volar en la oscuridad?

Ahora Aliide lo sabía.

1949, oeste de Estonia

Aliide escribe cartas con buenas noticias

No hubo noticias de Ingel y, para aplacar la intranquilidad de Hans, Aliide empezó a escribirle cartas en su nombre. No soportaba que él le preguntara a diario si había oído algo sobre Ingel, si había llegado alguna carta, y tampoco sus especulaciones sobre qué podría estar haciendo y dónde. Aliide se sabía de memoria las frases típicas de su hermana y su manera de contar las cosas, además de que imitar su letra era fácil. En la primera carta, escribió que había encontrado un mensajero de confianza y que les permitían recibir paquetes. Hans se alegró y Aliide le enseñó cuanto había conseguido juntar para mandárselo en paquetes bien abultados, gracias a los cuales Ingel se las arreglaría bien. Después, a Hans se le ocurrió que también podría mandarle su saludo junto con el paquete, mediante detalles que sólo podían provenir de él.

– Ve a buscar una rama de aquel sauce que crece al lado de la iglesia. La meteremos en el paquete. Nos vimos por primera vez debajo de él.

– ¿Ingel se acordará?

– ¿Cómo no va acordarse?

Aliide cortó una rama del sauce más próximo.

– ¿Sirve ésta?

– ¿Es del que está al lado de la iglesia?

– Sí.

Hans se acercó las hojas a la cara.

– ¡Qué olor más maravilloso!

– El sauce no huele a nada.

– Pon también una rama de abeto.

Hans no quería decirle por qué era tan importante la rama de abeto y Aliide tampoco quiso saberlo.

– ¿Alguien más ha tenido noticias de Ingel? -inquirió él.

– No creo.

– ¿Has preguntado?

– ¿Estás loco? ¡No puedo andar por el pueblo haciendo preguntas sobre Ingel!

– A alguna persona de confianza. A lo mejor le ha escrito a alguien.

– ¡Ni lo sé ni voy a preguntarlo!

– Nadie se atreve a contarte nada si no preguntas. Eso es porque eres la mujer de ese cerdo comunista. Si preguntases, la gente no creería que…

– Hans, intenta comprender. Nunca pronuncio en voz alta el nombre de Ingel fuera de esta casa. Jamás.

Hans desapareció en el cuartucho. Hacía semanas que no se afeitaba.

Aliide empezó a escribir buenas noticias.

¿Cómo de buenas podían ser esas noticias?

Al principio escribió que Linda ya había empezado el colegio y que le iba muy bien. Que en la misma clase había más niños estonios.

Hans sonreía.

Después, que le había salido un trabajo de cocinera y siempre tenían comida.

Hans suspiró aliviado.

Aliide le contó entonces que gracias a su trabajo de cocinera le era fácil ayudar a otra gente. Que al koljós habían llegado personas a quienes empezaba a temblarles el labio inferior al enterarse de cuál era el trabajo de Ingel, y se les humedecían los ojos al pensar que estaba todo el día cerca del pan.

Hans frunció el cejo.

Aliide se había equivocado al escribir eso, pues hacía hincapié en que los alimentos escaseaban.

A continuación, escribió que el pan ya no estaba racionado y que las cuotas de comida habían desaparecido.

Hans se sintió aliviado. Aliviado por Ingel.

Aliide intentó no pensar en ello y encendió un cigarrillo de liar para disimular el olor a otro hombre en la cocina antes de que llegase Martin.

1992, oeste de Estonia

Aliide impide que el azucarero caiga al suelo

El coche se alejó. Aliide oyó golpes en la puerta del zulo. El armario temblaba y la vajilla que contenía tintineaba; el asa de la taza de café favorita de Ingel golpeó contra el azucarero de cristal de Aliide, que se sacudió, y el azúcar pegado a uno de los lados empezó a desprenderse. Aliide se quedó quieta ante el armario, oyendo las enérgicas e inútiles patadas de una persona joven. Encendió su radio VEF, que le devolvió un chasquido. Las patadas se intensificaron. La anciana subió el volumen.

– ¡Paša no es policía! ¡Y tampoco es mi marido! ¡No creas nada de lo que te ha contado! ¡Déjame salir!

Aliide se pasó los dedos por la garganta. Sentía la laringe como liberada, pero por lo demás no estaba segura de qué sentía. Parte de ella había regresado a décadas atrás, a aquel momento delante de la oficina del koljós, cuando toda su fuerza se le había escurrido por las piernas hasta la arena. Ahora, debajo, sólo tenía el suelo de cemento de la cocina. Rezumaba un frío que se le colaba por los pies y le penetraba hasta la médula, igual que lo que habrían experimentado en el campo de internamiento de Arkangel. Cuarenta grados bajo cero, una niebla espesa sobre el agua, la humedad metida en los huesos, las pestañas y los labios llenos de escarcha, en la piscina donde se clasificaba la madera para el aserradero, los troncos como cadáveres, los que trabajaban allí con el agua hasta la cintura, una niebla interminable, un frío interminable, todo aquello interminable. Alguien lo había contado en susurros en el mercado. No a ella, pero su oído se había agudizado con el paso de los años y era tan bueno como el de los animales. Había querido enterarse de más. Los ojos rodeados de profundas arrugas de quien hablaba eran tan oscuros que no se diferenciaba el iris de la pupila, unos ojos que la miraron fijamente, como si supieran que ella lo había oído todo. Había ocurrido en 1955, en pleno proceso de rehabilitación. Se había alejado corriendo, con el corazón desbocado.

La puerta del zulo estaba siendo golpeada con pies y manos.

La niebla se disipó del suelo de cemento.

¿Acaso Zara había ido allí para vengarse?

¿La había mandado Ingel?

Aliide fue a coger el azucarero, que estaba a punto de caer.

1950, oeste de Estonia

Hans nota el sabor de un mosquito

Aliide percibió el temblor cuando estaba limpiando la despensa: la vajilla empezó a tintinear, el bote de miel traqueteaba contra la madera, una taza resbaló por el borde de la estantería y se hizo añicos contra el suelo. Era de Martin, y por todas partes había esquirlas, que crujieron cuando Aliide pisó lo que quedaba del asa con uno de sus chanclos de goma. Hans gemía. Aliide trató de pensar. Si Hans había enloquecido, ¿sería demasiado peligroso subir al altillo y abrirle? ¿La atacaría? ¿Saldría corriendo hacia la aldea, lo llevarían preso y confesaría todo? ¿O acaso alguien había entrado en el establo de las vacas y había subido al escondite?

Escupió la saliva ennegrecida por el carbón y se enjuagó la boca con agua, se pasó la lengua por los labios y se encaminó al establo. El techo temblaba, la escalerilla se balanceaba, la linterna que colgaba parecía a punto de caer. Subió por la escalerilla. Las balas de heno se movían.

– ¿Hans?

Los gemidos se interrumpieron un momento.

– ¡Déjame salir!

– ¿Qué pasa?

– ¡Déjame salir! Sé que Martin no está en casa.

– No puedo abrir si primero no me cuentas qué te pasa.

Silencio.

– Liide, por favor.

Ella abrió. Hans salió tambaleándose. El sudor le chorreaba, tenía la ropa mojada y un pie descalzo y lleno de moratones.

– A Ingel le pasa algo.

– ¿Qué dices? ¿Cómo se te ocurre?

– He tenido un sueño.

– ¿Un sueño?

– Ingel tenía un cuenco en la mano, se lo llenaban de sopa y, antes de que la sopa hubiese caído en el cuenco, una nube de mosquitos lo cubría. He sentido en la boca su sabor, caliente y dulce, el sabor de la sangre. Y después estaba en otro lugar, en la habitación había mucho vapor e Ingel empezaba a quitarse la chaqueta, llena de piojos, tan llena que no se distinguía la tela.

– Hans, era una pesadilla.

– ¡No! ¡Ha sido una visión! ¡Ingel intentaba hablarme! Su boca se quedaba entreabierta y me miraba directamente a los ojos e intentaba abrirla más, mientras yo trataba de entender lo que decía. Pero me he despertado antes de conseguirlo. Aún tenía en la boca el sabor a mosquito y sentía en mi propia piel aquellos piojos.

– Hans, Ingel te escribió que todo iba bien, ¿recuerdas?

– He intentado conciliar el sueño de nuevo, para saber qué quería decirme Ingel, pero los piojos me picaban.

– ¡Si no tienes piojos! -Aliide advirtió en ese instante que el cuello, los brazos y la cara de Hans estaban llenos de arañazos sangrantes y que tenía rojas las yemas de los dedos-. Hans, escúchame bien. No puedes seguir teniendo ataques así, ¿me entiendes? Estás haciendo que todo peligre.

– ¡Era Ingel!

– Era una pesadilla.

– ¡Una visión!

– Era una pesadilla. Ahora tranquilízate.

– Hay que sacar a Ingel de allí.

– No le pasa nada. Volverá, pero entretanto tienes que mantenerte escondido y sereno. ¿Qué pensaría Ingel si te viese en este estado? Supongo que querrás que le devuelvan al mismo Hans Pekk con el que se casó. ¡Ella no querrá a un loco!

Aliide le cogió la mano y se la apretó. Los dedos de él estaban flácidos y helados. Tras un instante de vacilación, lo abrazó. Poco a poco, Hans fue relajando los músculos, su pulso se estabilizó y después sujetó a Aliide por los hombros.

– Perdóname.

– No pasa nada.

– Liide, esto no puede seguir así.

– Ya se me ocurrirá algo, te lo prometo.

Las manos de Hans la apretaban.

Su cuerpo era el adecuado; sus manos, las adecuadas.

Aliide lo habría dado todo si en ese momento hubiese podido llevarse a Hans a la habitación, a una cama de verdad, para quitarle la ropa empapada de sudor frío y limpiarle con la lengua el olor a terror que rezumaba su piel.

Siempre había confiado en que Hans sabría contenerse, pero ahora ya no estaba segura. ¿Y si volvía a tener visiones cuando Martin estuviese en casa? Aunque su marido trabajaba de día, cualquier vecino de la aldea podía ir de visita. ¿Y si a Hans no le daba la gana de subir al altillo y provocaba un alboroto, o si salía corriendo por la puerta, quizá directamente a los brazos de los hombres de la NKVD?

Aliide reunió algunos objetos en un hatillo y lo escondió en el recibidor, detrás de cosas que Martin no tocaría, como lino y otras cosas de mujeres. Si lo necesitaba, tendría tiempo de cogerlo cuando saliera por la puerta. Difícilmente la harían pasar por ningún otro lado. A menos que a Hans le diese un ataque justo cuando ella estuviese en la habitación y Martin en la cocina. Entonces Aliide se vería obligada a escapar por la ventana. Tal vez fuera una buena idea preparar otro hatillo y dejarlo allí. Pero aunque lograra llevárselo consigo, ¿adónde huiría? Hans podía matar a Martin de un disparo en cuanto éste abriese la puerta del cuartucho, pero ¿de qué serviría? ¿Y si hubiese alguien de visita en ese momento? Suponiendo que consiguiese escapar, tarde o temprano acabarían por cogerla y se la llevarían para interrogarla. Si Martin se enteraba, la entregaría a los chequistas sin vacilar, no le cabía la menor duda, y aquellos hombres creerían que Hans era su amante y querrían saber cómo y cuándo y dónde. Tal vez tendría que explicarlo todo con pelos y señales, incluso enseñárselo, desnudarse y enseñárselo. Les interesaría sobremanera el hecho de que la mujer de Martin tuviese un amante fascista, y Aliide debería contarles todo sobre su amante fascista y sobre ella misma, tendría que comparar lo que hacía con su amante fascista y lo que hacía con su marido, que era un buen camarada. ¿Cuál era mejor, cuál la tenía más dura? ¿Cómo follaba un cerdo fascista? Y todos la rodearían de pie y con las pollas tiesas, preparados para castigarla, para educarla, para arrancar de raíz toda semilla que el fascista hubiese dejado en sus entrañas.

Tal vez incluso el propio Martin querría interrogar a su esposa, demostrar a sus camaradas que no tenía nada que ver con aquel feo asunto. Lo haría con un interrogatorio brutal en que daría rienda suelta a toda la rabia de un hombre traicionado. Y aunque Aliide lo admitiera todo, no la creerían. Perseverarían y al final llamarían a Volli. ¿Qué había dicho la mujer de Volli? Que Volli era muy bueno en su trabajo, y estaba muy orgullosa de él. Cuando en los interrogatorios no lograban que un bandido confesase, siempre se requería la presencia de Volli. La confesión llegaba antes del amanecer. Volli era muy eficaz. Muy hábil. Nuestra gran patria no tenía mejor servidor que Volli.

– Estoy tan orgullosa de Volli… -había susurrado la mujer, con la misma devoción con que Aliide oía hablar de Dios en otra época. Las palabras habían salido de su boca como pequeñas auras, sus dientes de oro destellando. El oro que había conseguido Volli-. Es el mejor marido del mundo.

Aliide observaba a Hans, sus ojos, sus gestos. La barba tapaba mucho, pero seguía siendo el mismo Hans de siempre. Había sucedido de nuevo.

– Ingel se me apareció la noche pasada -dijo como si tal cosa.

– Entonces, ¿has vuelto a tener pesadillas?

– ¿Cómo puedes llamar pesadilla a Ingel? -inquirió con repentina dureza. Frunció el cejo, enderezó la espalda y puso las manos sobre la mesa, con los puños apretados.

– ¿Y qué te dijo?

Los puños se distendieron.

Aliide tendría que ir con cuidado con lo que decía.

– Me llamaba por mi nombre. Sólo eso. Estaba envuelta como en una neblina. Detrás había gente apiñada alrededor de una estufa, tan juntos y tan cerca de la estufa que la ropa de uno empezaba a arder. O tal vez tenían ropa puesta a secar cerca de la estufa y el fuego prendía en ella. No sé, no lo veía bien. Ingel estaba delante. No le hacía caso a la gente que gritaba a su espalda. Percibí el olor a quemado. Ella no le daba importancia, se limitaba a mirarme a los ojos y pronunciaba mi nombre. Después la neblina volvía a cubrirla, apenas se le veía la cabeza, pero seguía con la mirada fija. Luego la bruma se disipaba y la veía de pie en medio de unas literas dispuestas a lo largo de todas las paredes. En la litera que tenía al lado había un hombre acostado, tocándose, y en la del otro lado otro hombre encima de una mujer. Y ella estaba allí en medio y la gente pasaba por su lado. Pero seguía mirándome fijamente y susurraba mi nombre otra vez. Quiere decirme algo.

– ¿Y qué?

– No pareces muy interesada.

Aliide experimentó una sensación desagradable, como si su hermana estuviese presente en la habitación. Siguió la mirada de Hans, que se desvió a la pared de detrás de ella. Aliide se contuvo para no volver la cabeza.

– Ingel está perfectamente. ¿O no? Tú mismo has leído sus cartas.

Hans seguía con la mirada perdida más allá de Aliide.

– Tal vez no pueda contarlo todo en las cartas.

– Pero ¡por Dios, Hans!

– No te pongas nerviosa, Liide, querida. Tan sólo es nuestra Ingel. Solamente quiere vernos y hablarnos.

Tenía que conseguirle un pasaporte cuanto antes. Tenía que lograr que Hans entrase en razón. Pero si él se marchaba, ¿qué haría ella? ¿Y si también se iba? Asumiría el riesgo y se marcharía. Su plan podía costarles la vida a ambos, pero ¿acaso quedaba otra opción?

Fuera, en el jardín, las cornejas graznaban como locas.

1992, oeste de Estonia

Zara encuentra flores secas en el cuartucho

Aunque mantenía la oreja pegada a la puerta, no llegaba sonido alguno de la cocina. La radio estaba muda, sólo oía el dolor que latía en sus sienes. En los últimos minutos se había provocado dolor de cabeza a base de dar cabezazos contra la puerta; una completa estupidez. Así no conseguiría que Aliide le abriese. Paša y Lavrenti volverían, estaba claro. Pero ¿entrarían? Obligarían a la anciana a hablar, o quizá ella confesaría voluntariamente. Tal vez les pediría dinero para hacer arar sus campos. Aliide se había quejado de que ahora que se podía comprar alcohol sin cartilla de racionamiento ya no tenía con qué pagar a los pocos hombres en condiciones de trabajar que aún quedaban. Zara no lograba adivinar cómo reaccionaría la anciana. En el bolsillo tenía una manzana y un par de bellotas que se había guardado para llevárselas como regalo a su abuela, semillas de Estonia. ¿Podría dárselas algún día?

Se puso en pie. Aunque el ambiente estaba viciado, notaba que por algún lado entraba aire. En una esquina había unas cestas y una manta, y bastante sitio para moverse. Como no se atrevía a andar a ciegas, primero tanteó con el pie, y al empujar las cestas algo tintineó. Tiró del objeto hacia sí con el pie. Era un plato. Al lado de las cestas había papeles, periódicos. Un florero con flores secas y, encima, un estante estrecho con una palmatoria que aún conservaba restos de una vela. Sobre el estante había una alcayata de la que colgaba un marco o un espejo. Pasó los dedos por la madera y el pulgar dio con un soporte, detrás del cual sobresalía un papel, la esquina de una libreta. ¿Para qué habrían usado aquel cuarto? ¿Por qué tenía un armario delante?

1992, oeste de Estonia

Aliide casi empieza a querer a la muchacha

Aliide se acercó al cuartucho y deslizó suavemente los dedos por el armario y por la pared de al lado. Luego, empezó a mover el mueble, muy despacio, centímetro a centímetro. Oía el crujir de su columna, el chasquido de sus articulaciones. Se notaba todo el esqueleto, como si el tacto se le hubiese trasladado a los huesos y la carne se le hubiese vuelto insensible.

Una familiar suya. Una muchacha rusa. Una muchacha que parecía rusa. En su familia había pues muchachas rusas. No sólo pequeñas pioneras como Talvi, no sólo las que llevaban lazos en el pelo más grandes que la propia cabeza y faldas cortas, sino rusas de verdad, rusas que venían en busca de una vida mejor, para enredar las cosas y para querer y exigir, rusas que eran exactamente iguales que el resto de los rusos. Linda no debería haber tenido hijos. Y ella tampoco. Nadie de su familia debería haber tenido descendencia. Bastaba con que se hubieran limitado a vivir su propia vida hasta el fin.

Aliide se enderezó, dejó el armario, vertió más vodka en el vaso, lo apuró de un trago y se limpió con la manga. Como los rusos. Todavía no tenía claro cómo comportarse ni qué hacer. Olfateó la fragancia del abedul, se acordó del olor del agua hervida con ramas de abedul que Ingel utilizaba para lavarse el cuerpo y el pelo, aquel olor empalagoso que flotaba en el aire cuando Ingel se deshacía las trenzas. Ni el segundo vaso de vodka consiguió que desapareciera el aroma. Sintió náuseas. Sus pensamientos se ensombrecieron de nuevo, empezaron a darle vueltas en el cráneo como si estuviesen en una cueva vacía; se aclaraban por un instante, pero enseguida empezaban a fluctuar de nuevo. Se percató de que estaba pensando en ella como en «la chica», pues inexplicablemente había olvidado su nombre, no lograba pronunciarlo. El miedo de aquella muchacha era auténtico. Su huida tenía que ser auténtica. Los mafiosos eran auténticos. No estaban interesados en ella, sino en la muchacha. Tal vez la historia que le habían contado fuera cierta, tal vez el destino la había llevado hasta Tallin y tal vez había matado a un cliente para huir después, sin conocer mejor lugar donde esconderse. Era una historia verosímil. Tal vez, a fin de cuentas, no quería nada. Sólo escapar. Quizá fuera así. Ah, Aliide sabía lo que se sentía cuando tu único deseo es escapar. Martin había querido dedicarse a la política, pero ella no, aunque siempre había desfilado al lado de su esposo. Tal vez la historia de la muchacha fuese igual de simple. Pero tenía que desembarazarse de ella, no quería que los mafiosos volviesen. ¿Qué podía hacer, pues? Tal vez nada.

Si nadie iba a echarla de menos, quizá pudiese limitarse a cerrar las tomas de aire del cuartucho.

Le iba a estallar la cabeza. Las cortinas flameaban con desesperación, los ganchos tintineaban, la tela se sacudía. El crepitar del fuego había cesado, el tictac del reloj había sido silenciado por el viento. Todo se repetía. Aunque el rublo se había convertido en corona, aunque los vuelos militares que la sobrevolaban habían ido a menos y las mujeres de los oficiales ya no hablaban tan alto, aunque desde los altavoces del Pitkä Hermann sonaba sin cesar el himno de la independencia, siempre había una nueva bota de cuero curtido al cromo, siempre llegaba una bota nueva, igual o diferente, pero que siempre pisaba la garganta del mismo modo. Las trincheras se habían cubierto de tierra y vegetación, los casquillos en los bosques se habían oscurecido, los refugios subterráneos se habían derrumbado, los caídos se habían descompuesto, pero ciertas cosas no cambiaban.

Aliide tenía ganas de descansar, de dejar caer su pesada cabeza sobre la almohada. La puerta del cuartucho quedaba a su derecha, la chica se había callado. Bajó la olla de tomate y cebolla al suelo, tenía que enlatar la conserva mientras estuviera caliente, pero le parecía imposible acometer una tarea tan grande, los pendientes le pesaban en las orejas, el graznar de unas cornejas que peleaban penetraba en la casa. Aún tuvo fuerzas de meter el rábano picante en un bote, vertió vinagre y enroscó la tapa. No tocó los tomates y ajos que aún tenía que trocear, se lavó las manos en agua ya usada, se las secó en los bajos del delantal, salió y fue a sentarse en el banco, bajo los abedules del jardín; delante había plantado gladiolos, las flores de los rusos. Las cornejas seguían peleando más allá, en los sauces blancos.

La muchacha sabía mentir mejor de lo que Aliide lo había hecho nunca. Era una verdadera experta.

Casi había empezado a quererla.

La nieta de Hans.

Tenía la nariz de él.

¿Qué habría querido Hans que hiciese? ¿Cuidar de ella como ya antes le pidió que cuidase de Ingel?

1950, oeste de Estonia

¿Por qué Hans no puede querer a Aliide?

La mirada de Hans se replegó hacia su interior. Los días en que podía quedarse más tiempo en la cocina porque Martin pasaba fuera toda la noche, se dedicaba a leer los periódicos o a jugar con Pelmi. De vez en cuando, miraba de reojo a Aliide, después apretaba la barbilla contra el pecho y se abrazaba, como intentando proteger algo que llevara dentro. De la barba le colgaban briznas de paja seca, pues ya no se preocupaba de arreglársela. Aliide hacía ruido con sus tarros, observaba el estado de sus ungüentos, e intentaba que Hans bebiese infusiones que le sentarían bien. Dejaba las hierbas dentro del tazón con agua caliente durante horas, pero él no las quería. Aliide intentaba mantener la calma, limpiaba aquí y allá con un trapo, avivaba el fuego de la cocina, se entretenía haciendo un poco de todo, lavaba la ropa y preparaba tanta comida para las gallinas, que éstas, tras vaciar su recipiente, se quedaban medio adormiladas el resto del día.

Hans ya no le mencionaba sus visiones. Quizá el comportamiento de Aliide lo había irritado o tal vez tuviera miedo de que a ella le pareciesen una amenaza, a saber. Aliide intentaba dilucidar cómo preguntarle sobre el asunto, pero no descubría el modo. ¿Qué tal Ingel? ¿Has visto a Ingel últimamente? ¿Sigues teniendo aquellas pesadillas? No, no, eso no. ¿Y cómo iba a predecir la reacción de él ante una pregunta mal formulada?

Tenía que sacar a Hans de allí antes del invierno, pues entonces ella no podría saltar por la ventana de su habitación y escapar, ya que las huellas quedarían impresas en la nieve. Podría robarle un pasaporte en blanco a un miliciano, pero ¿sería capaz de rellenarlo de forma que pareciese auténtico? Tenía que buscar a alguien que supiese hacerlo, mas ¿dónde? Menuda noticia, cuando detuvieran en el bosque a la esposa de un dirigente del Partido, que buscaba en el refugio de los bandidos a un falsificador. O que empezasen a correr habladurías sobre cómo iba de aquí para allá por la aldea preguntando por un buen falsificador de documentos. No, el pasaporte tenía que conseguirlo de alguien vivo. O lograr que alguien perdiese el suyo.

– Hans, si me hago con un pasaporte…

– ¿Y ese «si» a qué viene? Ya me lo habías prometido.

– ¿Harás lo que te diga, e irás a donde te mande?

– ¡Sí!

– En Tallin necesitan obreros. Y las fábricas tienen sus propios albergues. No creo que pueda conseguirte una vivienda, hay mucha escasez, pero una plaza en un albergue sí que podría. El ferrocarril, la construcción naval… hay distintas alternativas. Y si les llevo al encargado y al director del albergue un cerdo del koljós, ni siquiera te preguntarán quién eres ni de dónde vienes. E iría a visitarte. ¡Piénsalo, podríamos ir a pasear al parque o a la playa y muchas más cosas! ¡Como ir al cine! ¡Imagínatelo, podrías pasear igual que cualquier hombre libre! Estar fuera, ver gente…

– Pero podría tropezarme con alguien conocido.

– Nadie te reconocerá con esa barba.

– Se puede reconocer a la gente por cosas tan sorprendentes como la postura del cuello o la manera de andar.

– Hans, hace años que nadie te ve. Nadie se acuerda de ti. Dime, ¿no es una idea estupenda?

– Una idea estupenda, sí -contestó él con la mirada clavada en la silla de Ingel.

Fue como si le hubiese guiñado un ojo.

Aliide descolgó su chaqueta de trabajo con brusquedad y se encaminó al establo de las vacas. Tenía la mirada fija en el mango de la horquilla cuando Hans entró tras ella y subió al altillo. Un sudor salado le corría por las pestañas, la boca le sabía a paja. Llenó la carretilla del estiércol y después subió a empujar las balas de heno a su sitio delante de la puerta del cuartucho del altillo. Mientras lo hacía, su columna crujió otra vez. ¿Qué había hecho Leida Haameri cuando su hijo había empezado a aparecérsele en sueños? A su hijo lo habían rodeado en el refugio mientras intentaba escapar y había salido corriendo sin botas. Lo habían enterrado así, descalzo. Leida había soñado lo mismo todas las noches. Su hijo se le aparecía y se quejaba de que tenía frío en los pies. Maria Kreeli le había aconsejado que comprase unas botas que hubiesen servido al hijo, y que la siguiente vez que se celebrase un entierro en la aldea las metiese dentro del ataúd con una etiqueta que llevase el nombre de su hijo. Las pesadillas se acabaron en cuanto Leida logró meter las botas con su etiqueta en una tumba. Pero Ingel estaba viva. ¿Cómo había que proceder con los vivos? ¿O aquellas apariciones significaban que Ingel había muerto?

Por la noche, metió en la chimenea el pedazo de la colcha nupcial de Ingel que había guardado, esperando que se ahumase lo suficiente.

1992, oeste de Estonia

¿Qué le había contado Ingel a la muchacha sobre Aliide?

La tarde avanzaba y la cocina se quedaba en penumbra. Aliide seguía sentada en su silla. ¿Ingel se lo había contado a la muchacha? Claro que no. ¿Y Linda? No. Por supuesto que no. Eso aún sería más improbable. Pero la chica le había mentido. ¿Qué tipo de ayuda se esperaba de una familiar que no sabía de tal parentesco? ¿O acaso al principio había pensado contárselo y después había cambiado de opinión? ¿Sabía Ingel que su nieta estaba allí? Y la fotografía, ¿había mentido también sobre eso y en realidad la había traído consigo, se la había dado Ingel?

El gallo cacareaba. El reloj hacía tictac. El hongo del té ácido parecía mirarla desde dentro del tarro, aunque no tenía nada de animal, sino más bien de seta metida en agua turbia. Del suelo de la habitación le llegó un rasgueo, casi como las uñas de Hiisu. Los mafiosos podrían volver. Si no les abría la puerta, entrarían a la fuerza. Quemarían la casa. ¿Cómo iba a saberlo? Tal vez estaban interesados en sus bosques. Quizá la muchacha se había dado cuenta de que su familiar pronto iba ser propietaria de un buen pedazo de tierra e intentaba vendérselo a Finlandia. Tal vez había mandado a los mafiosos a tratar el asunto, pero el negocio se había torcido de alguna manera. ¿Había enviado Ingel a su nieta para tratar los asuntos de las tierras? Quizá ésta había sido demasiado crédula e imaginado que recibiría su parte de los mafiosos, pero al final había comprendido que los hombres se quedarían con todo. Cualquier cosa era posible. En aquel país todo estaba ahora por repartir.

Debía mantener la calma. Debía levantarse de la silla, encender la luz de la cocina, correr las cortinas, cerrar la puerta de entrada con llave e ir a abrir el cuartucho para dejar salir a la chica. No sería tan difícil. Aliide estaba más tranquila de lo que habría creído en una situación como aquélla. No se le había parado el corazón, sus pensamientos eran algo erráticos pero no estaba fuera de sí. Estaba cuerda, aunque acababa de enterarse de que Ingel seguía viva. Si es que los mafiosos decían la verdad.

¿Qué le habría contado Ingel a la muchacha sobre ella?

Rusa o no, tenía la barbilla de Hans.

Y era rápida en trocear tomates y en limpiar los frutos del bosque.

1951, oeste de Estonia

El pasaporte se guarda en el bolsillo interior del abrigo

Cuando los chicos del cine volvieron a la aldea, Aliide le dijo a Martin que quería ir a ver una película con él. Su marido se sorprendió gratamente, ya que la vez anterior no había acudido con el pretexto del asma.

– ¿Bailarás conmigo después?

– ¡Claro que bailaré con mi palomita!

En la sala hacía calor. Aliide escogió un sitio debajo de una ventana entreabierta. De fuera llegaba el ruido del generador. Intentaba fijarse en quiénes estaban bebidos, y la verdad es que había muchos. ¿Cuál sería la presa más fácil que perdería el pasaporte con ayuda de Aliide? En el desfile del Primero de Mayo que se veía en pantalla, la gente marchaba feliz, los líderes del Kremlin se habían agrupado en la azotea del mausoleo para saludar con la mano al público, que les devolvía el saludo. ¿Tal vez Heino Koka? Un hombre simple, que tiempo atrás había conseguido el alta del psiquiátrico de Seevald y recibía una pequeña pensión por invalidez. Acabó el documental y dio comienzo la película La generación de los vencedores. ¿O tal vez Kalle Rumvolt? No, Kalle era miembro del koljós y en el pasaporte venía su domicilio. No lograba decidirse, y a fin de cuentas tampoco sabía qué tipo de control se ejercía sobre la gente y cómo eran las rondas de inspección de Tallin. Tal vez, a pesar de los jamones y la miel llamarían para confirmar qué clase de hombre era en realidad el que solicitaba un puesto de trabajo. Sin el sello que autentificara el nuevo domicilio no funcionaría, de ninguna manera, pero Hans no podía ir a buscar el sello de la milicia bajo ningún concepto. Era una idea totalmente descabellada. ¿Por qué te marchas? ¿Adónde vas a ir? Y más aún, ¿qué ocurriría si Hans reuniera documentos a nombre de Kalle Rumvolt y allí hubiese alguien que lo conocía? El plan estaba condenado al fracaso ya desde el principio, así que Aliide era igual de estúpida que aquella tonta ordeñadora que se comía con los ojos al ayudante del proyeccionista mientras flirteaba con él al fondo de la sala y se ahuecaba el pelo con las manos. La carne flácida de aquellos brazos regordetes palpitaba para el muchacho al son de su corazón, como si fuese un flan.

Necesitaban el pasaporte de alguien de Tallin.

La película terminó y empezó el baile. Ruidos y apretujones, a veces olor a alcohol. La ordeñadora soltaba sus risitas nerviosas rondando otra vez a los chicos de las películas. Aliide respiraba con dificultad, los planes estúpidos le daban ganas de llorar. Le dijo a Martin que quería volver a casa y se abrió paso entre la multitud hacia la puerta. Una vez fuera, se paró a tomar aliento y entonces ocurrió. El incendio. Martin gritaba órdenes, la gente salía de estampía. Era un caos. Martin intentaba poner orden en medio de la confusión. En ese momento, sacaron al ayudante del proyeccionista tosiendo y lo colocaron justo a los pies de Aliide.

El muchacho era de Tallin.

El muchacho sólo llevaba puesta la camisa.

El muchacho se había quitado el abrigo de lana antes de que empezase el primer acto, y luego se había remangado bajo la insistente mirada enamorada de la ordeñadora. ¿Dónde guardaría un hombre como aquél, que se movía constantemente de un lugar a otro, su pasaporte? ¿En qué otro sitio que no fuera el bolsillo interior de su abrigo?

Aliide se precipitó dentro del edificio.

1992, oeste de Estonia

La muchacha tiene la barbilla de Hans

El armario pesaba más que antes. La chica se había desmayado y tuvo que sacarla arrastrándola por las piernas. Tenía las uñas rotas y las yemas de los dedos ensangrentadas; en la frente le saldrían moratones.

«¿Por qué has venido aquí?» La pregunta le palpitaba en el pecho, pero era incapaz de expulsarla. En realidad, ni siquiera quería saberlo. Los hombres estarían de vuelta en cualquier momento, así que debía conseguir que la muchacha se recobrase. Su barbilla era idéntica a la de Hans. Le arrojó una taza de agua en la cara. Ella se acurrucó en posición fetal y de repente se incorporó y se quedó sentada.

– La abuela quería semillas, semillas de Estonia. Boca de dragón.

Merecía que le pegasen un tiro.

La pistola de Hans seguía en el cajón de la mesa.

– Fue por casualidad. ¡De verdad! Estaba en Estonia y me acordé de que aquí tenía familiares. La abuela había mencionado el nombre de la aldea, y cuando me acordé supe que tendría una posibilidad de escapar, ya que al menos había alguien que podría echarme una mano. El nombre de Aliide era lo único que sabía. Ni siquiera sabía si vivías aquí, pero fue lo único que se me ocurrió. Paša me trajo a Estonia.

Tal vez pudiese engañarla u obligarla a volver al cuartucho, y dejarla allí.

O entregarla a la mafia. Dar a los rusos lo que era de los rusos.

– ¡No tenía alternativa! Y lo que les hacía a las chicas… cómo las… si hubieses visto cómo las… Me grabaron y dijeron que mandarían esos vídeos a casa y a Sasa, a todo el mundo, si intentaba escapar. Ahora seguramente ya lo habrán hecho.

– ¿Quién es Sasa?

– Mi novio. O lo era. No debí matar al jefe. Ahora en casa todos lo sabrán y nunca podré volver…

– Nunca serías capaz de mirar a Sasa a los ojos.

– No.

– Tampoco a los demás.

– No.

– Y jamás podrás saber cuánta gente de la que se cruza contigo en la calle los ha visto. Se limitan a mirarte y no puedes saber si te han reconocido. Se ríen entre ellos y te miran, y no puedes saber si están hablando de ti.

Aliide se interrumpió. ¿Qué estaba diciendo? La joven la miraba con los ojos muy abiertos.

– Prepara café -dijo, y salió de la casa, cerrando tras de sí de un portazo.

1951, oeste de Estonia

Aliide se frota las manos con grasa de ganso

– Ants Makarov, hijo de Andres. -Hans le daba vueltas a su nuevo nombre-. ¿Y sólo tengo que inscribirme en el albergue e ir a trabajar?

– Eso mismo.

– Eres una mujer asombrosa.

– Fue cuestión de organizarse. Eso sí, me costó un cerdo y un par de tarros de miel. -Aliide le entregó unos folletos comunistas para que los leyera durante el viaje a Tallin-. Y tenlos siempre a la vista en tu habitación -le advirtió.

Él soltó los folletos y se limpió las manos en el pantalón.

– ¡Hans, tienes que resultar convincente! ¡Y debes ir a las reuniones y participar!

– No seré capaz.

– ¡Por supuesto que serás capaz! Te llevaré en el carro a la estación y te ocultarás entre las mercancías que traen para el mercado. Así, nadie de la aldea se extrañará de verme con un desconocido. Después simplemente saltas al tren. Yo iré a visitarte siempre que pueda para ponerte al corriente de las últimas noticias.

Hans asintió con la cabeza.

– ¿Te las arreglarás aquí?

Aliide le dio la espalda, mirando hacia la cocina de leña. No le había hablado de los planes que había empezado a trazar desde que solucionó la cuestión del pasaporte. Se iba a divorciar de Martin y pediría la baja del koljós. Diría que se marchaba a estudiar para tener una buena profesión, con la promesa de volver. Entonces todo el mundo votaría a favor de su marcha; sin duda, el koljós necesitaba trabajadores cualificados. Sería una razón de suficiente peso para liberarla de aquella esclavitud campesina llamada koljós. Después se haría pintora o lo que fuese, o trabajaría en el ferrocarril, donde tenían incluso albergue, y de paso podría estudiar por las tardes, quizá hacer el bachillerato, pues en todos los empleos lo animaban a uno a estudiar. Entonces estaría cerca de Hans e irían a pasear, al cine, y todo sería maravilloso, no se cruzarían por la calle con gente conocida, los perros no ladrarían a su paso, todo sería nuevo y el olor de Ingel ya no flotaría en el ambiente. Por fin, Hans se daría cuenta de lo maravillosa que era Liide en realidad. Además, si sólo con prometerle un pasaporte ya había conseguido que se comportase como una persona razonable, ¡qué efectos positivos no tendría una nueva vida! Por supuesto, Aliide no sabía cómo reaccionaría Hans cuando viese que las calles de Tallin estaban plagadas de rusos y que probablemente la mitad de los trabajadores hablaban ruso, pero como él ya podría disfrutar del viento y el cielo, no le resultaría tan negativo, incluso soportaría a los rusos y se resignaría, haría pequeñas concesiones.

Los zapatos nuevos de Aliide estaban esperándola en el fondo del armario de la habitación. Dejaría los viejos en el tren de Tallin. Los nuevos tenían un poco de tacón y ya no le haría falta suplirlo metiendo un trozo de madera dentro de los chanclos de goma.

Acababan de llegar del veterinario. Martin le había llevado al hombre una botella de vodka, y él les entregó unos papeles con los cuales la fábrica de salchichas les compraría una vaca que llevaba tiempo enferma y se les había muerto esa misma mañana. Aliide se quitó el pañuelo y encendió la lámpara de la cocina.

Había sangre en el suelo.

– ¿Le apetecería un poco de vodka a mi maridito para dormir mejor?

A Martin le apetecía. Cogió el Rahva Hääl («La Voz del Pueblo»), el diario del Partido.

Aliide le preparó una copa más abundante de lo normal. No vertió en el vaso los remedios de Maria Kreeli, sino que cogió unos polvos que le había birlado a su marido del bolsillo de la chaqueta, en el que también llevaba el reloj. Alguna vez, Martin se los había enseñado; eran de los hombres de la NKVD y no sabían a nada. Por la noche, Aliide había cambiado el contenido del envoltorio de papel por harina, y ahora los mezcló en la bebida.

– Mi dulce palomita siempre sabe lo que quiere un hombre -la alabó Martin después de apurar el vaso de un trago.

Luego le dio un mordisco al pan de centeno.

Aliide empezó a fregar los platos. El periódico de Martin cayó al suelo.

– ¿Ya estás cansado?

– Pues sí, de repente me siento muy cansado.

– Es que has tenido un día agotador.

Martin se levantó, se tambaleó hasta la habitación y se dejó caer en la cama. La paja del colchón crujió. El somier soltó un chirrido. Aliide fue a ver. Le dio un empujón, pero él no reaccionó. Lo dejó tumbado con las botas puestas, volvió a la cocina, corrió las cortinas y empezó a frotarse las manos con grasa de ganso.

– ¿Hay alguien ahí?

– Liide…

La voz venía del fondo de la cocina, del lado del armario, detrás de las cestas de patatas.

Aliide apartó las cosas y ayudó a Hans a salir. Le sangraba un hombro. Ella le abrió la chaqueta.

– Fuiste al bosque, ¿verdad?

– Liide…

– No a Tallin.

– Tenía que hacerlo.

– Me lo prometiste.

Aliide fue a buscar vodka y vendas y empezó a limpiarle la herida.

– Te encontraron, ¿eh?

– No.

– ¿Estás seguro?

– Liide, no te enfades conmigo.

Hans hizo una mueca de dolor. Los habían rodeado. La emboscada había sido perfecta. Le habían dado, pero había conseguido huir.

– ¿Cogieron a los demás?

– No lo sé.

– ¿Le hablaste de mí a alguien en el bosque?

– No.

– En el bosque hay muchos agentes de la NKVD. Lo sé, Martin me lo contó. Por aquí también pasó uno antes de ir en busca de alguien cuyo grupo ya está infiltrado. Tienen vodka envenenado. Pudiste hablar sin saberlo.

– No bebí vodka con nadie.

Aliide le examinó el hombro. Sus manos se mancharon de rojo. Ni hablar de llevarlo al médico.

– Hans, voy a buscar a María Kreeli.

– Ingel está aquí. Me va a cuidar -dijo él, sonriendo y con la mirada perdida.

A Aliide se le cayó la botella. Los trozos de cristal se esparcieron y el vodka se extendió por el suelo. Se pasó la mano por la frente, olía a sangre y alcohol. Montó en cólera, sus rodillas cedieron bajo su peso. Abrió la boca, incapaz de articular frases, sólo le salían siseos y resuellos intermitentes. Le zumbaban los oídos. Buscó apoyo en el respaldo de la silla hasta que fue capaz de respirar otra vez. Hans se había desmayado. Ahora no podía perder los estribos, tenía que controlar la situación, podía hacerlo, fuese ésta cual fuese. Primero tenía que llevarlo al cuartucho, después iría a casa de Maria Kreeli. Lo agarró por las axilas. De su bolsillo asomaba algo. Una libreta. Soltó a Hans y la cogió con un movimiento brusco.

20 de mayo de 1950

¡Por una Estonia libre!

No sé qué pensar. Estoy leyendo la carta más reciente de Ingel. La he recibido hoy, y la anterior hace dos días. Ingel escribe que ha estado recordando los sauces de su patria, en particular uno. Al principio me ha hecho sonreír. No estaría mal pensar en eso hasta su próxima carta, pensar en ese sauce. Tal vez al mismo tiempo que ella. Después me he dado cuenta de que algo fallaba. Su carta tiene todo el aspecto de haber sido manoseada y leída varias veces. Entonces, ¿por qué el sobre está más limpio? La última vez que deportaron gente, cuando empezaron a llegar sus cartas ni siquiera tenían sobre. Espero que haya sido alguno de los mensajeros el que metió la carta en el sobre, pero mi corazón ya no lo cree así.

Comparo la letra de las cartas con la letra de la Biblia que tenemos en casa. Ingel anotó el nombre y la fecha de nacimiento de Linda en las hojas interiores. La letra no es la misma. Se le parece, pero no es igual.

Liide me trae una botella de vodka. No quiero ni mirarla.

No me atrevo a romper esas cartas, aunque me gustaría. Liide podría preguntar por ellas, y entonces, ¿qué le diría? ¿Qué podría pedirle si sólo tengo ganas de pegarle?

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

20 de septiembre de 1951

¡Por una Estonia libre!

Liide ha arreglado las cosas. Me ha conseguido un pasaporte. Estoy hojeándolo y pienso si realmente será auténtico. Pero lo es. Después se me ha ocurrido prometerle que no iría al bosque, sino a un albergue de Tallin. Me ha anotado la dirección y me ha dicho lo que tenía que hacer.

Pero no iré allí, eso está claro. Allí no hay campos ni bosques, y ¿qué clase de hombre sería yo en una ciudad?

A veces tengo ganas de apuntar a Liide con mi Walther.

Tengo la cabeza totalmente despejada, más de lo que la he tenido en mucho tiempo. Si pudiese volver a ver a Linda…

Ingel podría echar más sal en la salsa.

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

1951, oeste de Estonia

Aliide besa a Hans y limpia la sangre del suelo de la cocina

Aliide se dio cuenta de que estaba gritando, pero ya no le importaba. Arrojó el cubo de agua al suelo, lanzó tras él un bote de Moscú Rojo, tiró una pila de pliegos con patrones de la revista Nöukogude Naine. Nunca se haría con ellos un vestido a la moda de Tallin, nunca iría a pasear con Hans cogida de su brazo por la Puerta de Tallin, sin preocupaciones, ya que no se cruzaría con conocidos, guapa y arreglada, porque los transeúntes no la reconocerían. Nunca iba a hacer con Hans nada de lo que había soñado durante los últimos meses mientras Martin roncaba a su lado. Pero ¡Hans se lo había prometido! Siguió gritando hasta quedarse afónica. ¿Qué más le daba si despertaba a Martin? ¿Qué más le daba qué, quién, cuándo? Todo se había hecho añicos. ¡Todo aquel trabajo! ¡Toda aquella energía malgastada! ¡Cobrar multas a los que no tenían hijos! Todo aquel trabajo ingente y las noches sin dormir y la vida cotidiana siempre con el miedo acechando, el cuerpo hediondo de Martin, su asentir interminable, sus mentiras interminables, el interminable revolcarse en la cama, el temblor interminable, las axilas del vestido de rayón empapadas de miedo, las manos peludas del dentista, los ojos vidriosos de Linda después de aquella noche, las bombillas y las botas militares… Todo aquello lo habría perdonado, todo aquello lo habría olvidado a cambio de un solo día con Hans en el parque de Tallin. Por eso se había cuidado la piel, por eso se había limpiado la cara con Amapola Roja, por eso se había acordado de untarse las manos varias veces al día con grasa de ganso. Para no parecer una aldeana. Nunca los habrían interrogado, podrían haber vivido en paz, pero ¡Hans no le daba ninguna importancia! Ella sólo había pedido una tarde con él en el parque. Le había dado de comer y lo había vestido, le había calentado agua para el baño, conseguido un nuevo perro guardián y llevado los periódicos, pan y mantequilla y leche, le había tricotado calcetines, procurado medicinas y vodka, y había escrito cartas. Había hecho todo lo posible para que estuviese cómodo. ¿Acaso él le había preguntado alguna vez cómo se las arreglaba para hacer todo aquello? ¿Acaso Hans se había preocupado por ella alguna vez? Ella había estado dispuesta a hacer borrón y cuenta nueva, a abandonarlo todo, a perdonar toda la vergüenza que había pasado por su culpa. ¿Y qué hacía él? ¡Le mentía!

Hans nunca había tenido intención de pasear con ella por el parque de Tallin.

Y encima aquellas cartas…

Hans había perdido el conocimiento. Aliide le dio un pisotón en el hombro, pero él no se movió.

Fue a comprobar cómo estaba su esposo. Seguía exactamente en la misma postura. No, era imposible que se hubiese despertado y vuelto a dormirse. Aliide había dejado un cubo vacío al lado de la bota de Martin por si se despertaba. El ruido la habría alertado. El cubo estaba donde ella lo había puesto, a un palmo de la cómoda.

Regresó a la cocina y comprobó el estado de Hans. Le sacó la pitillera del bolsillo, sus tres leones habían ido borrándose con el tiempo, y encendió un cigarrillo de liar. Dio una profunda calada que la hizo toser, pero también ver la situación con mayor claridad.

Se lavó las manos.

Vertió el agua rojiza en el cubo del agua sucia.

Tomó unas gotas de valeriana y se sentó a fumar otro cigarrillo.

Se acercó a Hans.

Luego sacó de la alacena la medicina que había preparado para el insomnio y le abrió la boca.

Hans despertó tosiendo e intentó vomitar. Parte del contenido de la botella se vertió en el suelo.

– Esto te curará -le susurró Aliide.

Hans abrió los ojos, la miró como si ella fuese transparente y echó otro trago.

Aliide le levantó la cabeza, se la colocó en el regazo y esperó.

Luego fue a buscar un trozo de cuerda, le ató las manos y los pies y lo arrastró hasta el cuartucho. Le arrojó encima el cuaderno, quitó del estante la tacita de Ingel y se la metió en el bolsillo del delantal.

Tapó a Hans.

Lo besó en la boca.

Cerró la puerta.

Selló las ranuras con cola.

Cegó las tomas de aire.

Arrastró el armario hasta delante de la puerta y fue a la cocina a limpiar la sangre del suelo.

17 de agosto de 1950

¡Por una Estonia libre!

Pero después, cuando Ingel y yo ya no estemos aquí, ¿cómo se las arreglará Liide con Martin, si lo que sospecho es verdad? A Liide podría pasarle algo, pero a pesar de todo no se lo deseo. ¿Comprenderá que, si el hermano de Martin dice la verdad, el destino de su marido puede ser igual de terrible? Intenté preguntarle si Martin le había hablado de su hermano y creo que pensó que estaba loco por preguntarle algo así. Cree todo lo que le dice Martin. Según Liide, su marido está tan enamorado de ella que nunca le mentiría.

Le pedí consejo a Ingel cuando me visitó, pero se limitó a negar con la cabeza, no supo decirme nada, o quizá no quiso. Le dije que había otras razones para que Liide no me dejase entrar en la habitación, aparte de que desde allí el altillo quedaba más lejos por si venía alguna visita. Eché un vistazo una vez que Pelmi empezó a ladrar y Liide me mandó esconderme rápidamente. Ella misma salió fuera. Era el ropavejero, que venía en su caballo. Pero yo entré en la habitación un instante y vi que allí tenían una bandeja para pasteles encima de la cómoda. Era igual que la de Theodor Kruus, lo recuerdo bien, estaba muy orgulloso de ella. Di un paso más para verla mejor y dentro había unos pendientes de oro con piedras preciosas incrustadas. Y hasta tenían un espejo, un espejo del tamaño de una ventana.

Sigue doliéndome la cabeza y a veces parece que me va a estallar. Ingel me trajo unos polvos para el dolor de cabeza. Tengo aún bastante carne salada y en el tarro de la leche queda un poco de agua. Ingel me trae más cuando Aliide no lo hace.

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

1992, oeste de Estonia

El bonito bosque estonio de Aliide

Zara acababa de coger la cafetera cuando oyó detenerse un coche delante de la casa. Se acercó a la ventana y apartó la cortina. Las puertas del vehículo negro se abrieron. Apareció la calva de Paša. Del otro lado salió la cabeza de Lavrenti, más despacio, como si no quisiera apearse. Aliide estaba en medio del jardín, apoyada en su bastón; se arregló el nudo del pañuelo bajo la barbilla y echó los hombros un poco atrás.

No había tiempo para pensar. Zara corrió a la habitación de atrás y forzó los cerrojos de hierro de la ventana. Se movieron con dificultad arriba y abajo. Tiró del asa y el marco se abrió quejumbrosamente. Una araña corrió a esconderse dentro de una burbuja del empapelado. Abrió también la ventana exterior. Las telarañas se rasgaron y varias moscas muertas cayeron entre los marcos. Ya casi había anochecido, los grillos cantaban. ¡La foto de la abuela! Se había olvidado de ella. Volvió a la cocina a toda prisa, pero la fotografía no estaba sobre la mesa. ¿Dónde la habría metido Aliide? No, no tenía tiempo de averiguarlo. Regresó corriendo a la habitación de atrás, saltó por la ventana y aterrizó en medio del parterre de peonías. Algunos tallos se rompieron, afortunadamente no muchos. Quizá Lavrenti no descubriera las huellas. Volvió a meter dentro la cortina de ganchillo que ondeaba al viento y cerró la ventana de un empujón. Después corrió hasta el jardín, dejando atrás el árbol de manzanas blancas, el de manzanas ácidas, las colmenas, los ciruelos y las claudias. Sus piernas ya sabían lo que era correr. Su pie descalzo se hundió en una topera. Tendría que salir por el mismo sitio por donde había entrado, pasando por los sauces blancos, ¿o acaso era mejor coger el camino más recto y cruzar el campo?

Rodeó el jardín y llegó hasta el rincón más lejano desde el que podía verse la entrada. El BMW de Paša estaba aparcado justo delante del portal de la verja. No se veía ni se oía a nadie. ¿Dónde se habían metido? Seguro que Lavrenti saldría pronto a examinar el jardín. Consiguió saltar la valla de alambre, que soltó un chirrido. Zara se quedó inmóvil, pero no oyó nada. Las huellas del coche de Paša se distinguían nítidamente en el camino medio cubierto de hierba, al otro lado de la valla. Fue a hurtadillas hacia la casa, preparada para salir corriendo, y tras haber llegado lo bastante cerca, pudo distinguir entre los abedules y a través de la valla cómo Aliide cortaba pan a la luz amarillenta de la cocina. Después sacó unos platos de la tina en que se estaba escurriendo la vajilla y llevó a la mesa los más pequeños. Se dirigió a la alacena e hizo allí algo. Volvió a la mesa con una jarra de leche en la mano, una jarra de la época anterior a la guerra, de la «época de Estonia», como ella la llamaba. Paša estaba sentado, charlando y picando algo, por el color del tarro podía deducirse que era compota de manzana. Lavrenti miraba hacia el techo y jugueteaba con el humo de su cigarro, dirigiéndolo hacia arriba o hacia abajo. Zara no descifraba la expresión de Aliide, se la veía tan normal y desenvuelta como si sus nietos hubiesen ido a visitarla y ella se limitase a interpretar su papel de abuela, ofreciéndoles bocadillos. Se reía, y Paša le correspondía. Después, Paša volvió a decir algo y Aliide fue a la despensa en busca de una cesta. Dentro había unas herramientas… No, no podía ser cierto: ¡Paša iba a arreglarle la nevera!

Zara se agarró a un abedul para no perder el equilibrio. La cabeza le daba vueltas. ¿Tenía Aliide intención de delatarla? ¿Era eso lo que significaba aquella extraña escena? ¿Se disponía a venderla? ¿Paša le había dado dinero? ¿De qué estaban hablando? ¿O acaso Aliide sólo quería ganar tiempo? ¿Podía Zara pararse a pensar? Debía marcharse, pero no podía hacerlo por mucho que lo desease. Los grillos cantaban y la noche se iba cerrando más y más, por la hierba correteaban animalillos y las luces empezaban a encenderse en las casas lejanas. Algo crujía en la esquina del establo, un ruido que se trasladó a su piel, que también crujía, y dentro de su cabeza chirrió un viejo portal corroído. ¿Qué haría Aliide?

Después de una pausada comida y una larga reparación de la nevera, Paša se levantó y Lavrenti siguió su ejemplo. Parecían estar despidiéndose de Aliide. La luz de fuera se encendió, la puerta de entrada se abrió. Salieron los tres. La anciana se quedó de pie en los escalones. Los hombres encendieron cigarrillos y Paša contempló el bosque mientras Lavrenti se dirigía al banco del jardín. Zara retrocedió unos pasos.

– Sí que tiene un bosque bonito.

– ¿Verdad que sí? Un bosque estonio. Mi bosque.

Un disparo.

Paša se desplomó al pie del porche.

Otro disparo.

Lavrenti yacía en el suelo.

Aliide acababa de dispararles a los dos en la cabeza.

Zara cerró y abrió los ojos. Aliide estaba examinando los bolsillos de los hombres. Les quitó las armas, las carteras y un fajo de algo.

Zara sabía que eran dólares.

Las botas de Lavrenti todavía brillaban. Botas de soldado.

Hasta que oyó el cristal y la madera rompiéndose, Zara no se acordó del objeto que había sacado del cuartucho y se había llevado consigo. Había apretado el tronco del abedul demasiado fuerte. De su bolsillo cayeron fragmentos de cristal y trozos de madera oscura. No era un espejo, aunque eso había creído ella cuando estaba en el escondite. Era un marco. A la luz de la luna no se veía muy bien, pero en medio de los fragmentos distinguió la fotografía de un joven vestido con uniforme militar. En el dorso, apenas se leía el texto: «Hans Pekk – 6.8.1929.»

Zara había metido el marco dentro de la libreta que había encontrado en el cuartucho. Sacudió las esquirlas de las páginas con cuidado. En la esquina de la libreta estaba escrito el mismo nombre: Hans Pekk.

15 de agosto de 1950

¡Por una Estonia libre!

Me pregunto qué diablos hace Martin aún aquí, en el campo, si tan bien le va en el Partido… A estas alturas ya debería ser uno de los peces gordos de Tallin. Al menos eso entendí cuando Liide me explicó que todos sus compañeros ocupan ya puestos importantes. ¿Por qué a ella no le resulta extraño? ¿O es que no quiere contarme que están preparándose para marcharse allá? A veces todavía intento preguntarle sobre el hermano de su marido, pero ella se pone rara cuando empiezo a hablar sobre Martin. Es como si yo lo estuviese acusando de algo malo, se queda como abatida y es difícil hablar con ella.

Los arenques salados me dan sed. Ojalá tuviese cerveza hecha por Ingel.

Aquí no se distingue el día de la noche. Echo de menos el amanecer sobre los campos. Oigo a los pájaros andar por el tejado y echo de menos a mis chicas.

¿Seguirá vivo alguno de mis amigos?

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

1992, oeste de Estonia

Aliide guarda su libreta de recetas y empieza a hacer la cama

Las luces traseras del coche se alejaban. La muchacha estaba tan excitada que había sido fácil meterla en el taxi, aunque había intentado murmurar algo. Aliide le había recordado que seguramente alguien vendría pronto en busca de Paša y Lavrenti, que los problemas no se habían acabado. Sería mejor que se fuese al puerto antes de que la desaparición de aquellos hombres disparara las alarmas.

Si conseguía llegar a casa, Zara le contaría a Ingel que aquellas tierras perdidas tanto tiempo atrás estaban esperándola. Entonces a Ingel y Linda les darían la nacionalidad estonia, también una pensión y el pasaporte. Ingel vendría y Aliide ya no pondría ningún reparo. ¿Y por qué no habría de conseguirlo la muchacha? En el bolsillo de Paša había aparecido su pasaporte y con aquel fajo de dólares se podía pagar mucho más que un taxi hasta Tallin. Incluso podría pagar un visado de urgencia, no le haría falta buscar contenedores en el puerto. La muchacha había puesto los ojos como platos, igual que un caballo asustado, pero se las arreglaría. El taxista había recibido suficientes billetes como para no hacer preguntas durante el viaje.

A Zara también le darían un pasaporte estonio en calidad de descendiente de Ingel y Linda. No tendría que volver a Rusia jamás. Quizá debería habérselo explicado. Tal vez. O puede que fuese capaz de enterarse por sí sola.

Aliide fue a la habitación y cogió bolígrafo y papel. Le escribiría una carta a Ingel. Le diría que toda la documentación necesaria para que le devolviesen las tierras la tenía el notario, que sólo hacía falta que ella y Linda regresaran; el sótano estaba lleno de confituras y conservas preparadas según sus viejas recetas. Después de todo, había llegado a cogerles el punto, aunque su hermana nunca había creído en sus habilidades como cocinera. Incluso la habían alabado por ellas.

Las botas de Paša y Lavrenti asomaban por la puerta de la habitación de atrás.

¿Venían ya los chavales, aquellos que cantaban canciones? ¿Sabían que ahora estaba sola?

Los hijos de Aino podían conseguir gasolina. Les daría todas las botellas de vodka que había en el armario y cualquier otra cosa que quisieran de la casa. Que se lo llevasen todo.

Metió la libreta de recetas dentro del sobre junto con la carta.

La enviaría al día siguiente. Luego conseguiría la gasolina y rociaría la casa. Después, tendría que arrancar las tablas del suelo del cuartucho. Sí, seguro que lo lograría. Finalmente, se acostaría al lado de Hans, en su casa al lado de su Hans. A lo mejor le daba tiempo de hacerlo antes de que apareciesen los chavales, ¿o acaso acometerían ya esa noche lo que tenían planeado?