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A mi vuelta a Madrid, me esperaban malas noticias. De nuevo, más o menos unidas a las complicaciones. Mario me había llamado y me había dejado el recado urgente de que lo llamara. Cuando al fin pude hablar con él me comunicó una noticia dramática. Un coche había atropellado a Ángela en medio de la calle. Ángela, la funcionaria que, de vuelta de un congreso en Sri Lanka, había decidido pasar unos días en Delhi, donde la habíamos conocido aquel verano. Había muerto. Pero debía haber algo extraño en aquella muerte, algo más extraño que la muerte misma, porque la policía había abierto una investigación. A Mario ya le habían interrogado. Seguramente, de un momento a otro, me llamarían a mí. Debían de haber encontrado nuestras direcciones anotadas en alguna parte. Recordé que Ángela había sacado una agenda en el restaurante del hotel y que nos había pedido nuestros teléfonos.
Como si hubiera estado esperando a que Mario me diera el aviso, pocos minutos después de colgar el teléfono, la policía me llamó. Me citaron en el apartamento de Ángela, porque tenían mucho interés en saber si yo podía reconocer alguna de sus pertenencias. Le pedí a Mario que me acompañara. La policía nos abrió la puerta y nos mostró el pequeño apartamento en el que había vivido Ángela, a quien sólo conocíamos de conversaciones perdidas en un hotel, en una excursión, alrededor de la mesa de un restaurante. Nada era particularmente valioso en aquel apartamento. Había profusión de plantas, pero todo estaba ordenado y hubiera estado limpio de no haber sido cubierto por una capa de polvo. Era un apartamento que se limpiaba a conciencia y el polvo que en los últimos días se había depositado sobre todas las cosas no podía desacreditarlo. Una mano organizada y eficaz se había encargado siempre de mantenerlo ordenado e impecable. La policía nos hizo preguntas acerca de todo lo que vio. Reconocí algunos de los vestidos de verano y algunos objetos que recordaba habían sido comprados en los mercados de Delhi. Y la foto. Sobre la consola del dormitorio, una consola barata y algo desportillada, estaba la foto, enmarcada, de Ángela en la piscina del hotel de Delhi. Dije que algunos vestidos me resultaban familiares, que algunas pulseras y unas cajas de madera y metal podían haber sido compradas a la puerta del hotel, pero no dije nada de la foto. Fue una ocultación instintiva, que sobre todo me protegía a mí, o a mi sentimiento de pudor. Si les decía que aquella foto había sido sacada en mi presencia y que yo también había posado para su autora, querrían ver mi foto. Gracias a ella había encontrado a Alejandro, pero nada más. No quería que la foto me siguiera llevando de aquí para allá. Y no tenía ningún deseo de hablar de la señora Holdein. Mario tampoco dijo nada.
La policía agradeció nuestra ayuda y Mario y yo salimos a la calle. Entramos en un bar lo suficientemente alejado de la casa de Ángela.
– Es extraño, ¿no? -dijo Mario-. Parece que la policía busca una pista. ¿Crees que alguien ha podido asesinarla o que se trata de un suicidio? No creo que si pensara que se tratase de un accidente hiciera toda esta investigación. Apenas me acuerdo de cómo era. No hablé mucho con ella. Quién sabe cómo sería su vida. Debía de ser una persona muy ordenada, muy organizada y en toda la casa no hay nada sospechoso. No parece que tuviera nada que esconder. Pero tú la conociste algo más que yo.
– Me acuerdo de la conversación que tuvimos después de visitar el Taj Mahal -dije-. Hacía tanto calor que Ángela -temblé al pronunciar su nombre- casi se desmayó. El conductor del taxi nos llevó a un hotel para comer y recuperarnos. Nos empapamos de agua en el servicio de señoras. No puedes imaginar el calor que habíamos pasado y el poder refrescarnos fue estupendo. Estábamos tan cansados y sedientos que bebimos mucha cerveza y nos pusimos eufóricos. El matrimonio que venía de un congreso sobre algas marinas nos contó cómo se habían conocido. Ángela -de nuevo temblé- dijo que le gustaba tener muchas cosas que hacer y que realizaba trabajos suplementarios por las tardes: traducciones, informes, esas cosas. No soportaba el vacío. Vivía sola, dijo, y cuando uno vive solo tiene que estar siempre muy ocupado. Dijo eso o algo parecido. La comprendí muy bien pero me inquietó que insistiera tanto. Resultaba algo angustioso, algo patético. No se puede ir por la vida confesando tus temores.
– Tú no lo haces, ¿verdad? -me preguntó Mario, y su tono de voz me hizo dudar.
– ¿Crees que lo hago o que no lo hago?
– ¿Te importa mucho lo que piense yo?
Era la primera vez desde el verano que tomábamos una copa juntos. Tenía que hablarle de la foto de la señora Holdein y de Alejandro, pero en aquel momento, después de ver la foto de Ángela en el apartamento vacío y cubierto de polvo, y en su compañía y en la de la policía, no quise que ambas cosas quedaran ligadas. Primero le hablé de Alejandro.
– Un pintor -dijo Mario-. Vas progresando.
Entonces cambié de conversación.
– ¿Te has fijado en la foto de Ángela, el marco que había sobre la cómoda?
– No mucho. Creo que era un primer plano, ¿no?
– No podía verse lo que había detrás, pero esa foto fue tomada en la piscina del hotel de Delhi.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque yo estaba allí cuando la hicieron. Y yo tengo una muy parecida. Tengo varias. Las sacó la señora Holdein. Nos pidió permiso para sacarnos retratos, dijo que nuestras caras eran muy interesantes. Me fastidió pero no me pude negar. Hace unos meses la señora Holdein vino a España a visitar a una amiga, me llamó y vino a verme a casa, y me trajo las fotos. Por lo que he visto hoy, también se vio con Ángela y le dio las suyas. -Me callé, no quería rememorar la visita de la señora Holdein.
– ¿Por qué no se lo has dicho a la policía? -me preguntó Mario y vi que había desconfianza en sus ojos.
– Nunca me gustó la señora Holdein, pero no se me ocurre qué relación pueda tener con la muerte de Ángela. ¿Crees que debería decírselo?
– Nunca he estado envuelto en una investigación criminal, pero no parece que eso sea muy agradable y no creo que ese asunto de las fotos tenga mucha importancia. Haz lo que quieras.
Miró su vaso y dio un largo trago. Sus palabras me aliviaron. No había por qué dar tanta importancia al asunto de las fotos. Detrás de ellas, estaba la señora Holdein, y Alejandro, la tía Carolina, El Saúco, y hasta Félix. Mi propia cadena de casualidades, desde Norma a Fitzcarraldo. Me prometí que si se producía otra casualidad, una casualidad de características más objetivas, algo que pudiera tomarse como prueba, como pista, llamaría a la policía.
Enseñé a Mario mi pulsera, el brazalete de plata ancho y liso que rodeaba mi muñeca.
– Me lo trajo la señora Holdein -dije-. Ishwar le pidió que me lo diera.
– ¿Has tenido noticias suyas? -preguntó Mario.
Negué con la cabeza y en aquel momento me pareció raro que Ishwar me hubiera enviado ese regalo a través de la señora Holdein y que no se hubiera molestado en escribirme una carta explicándome, al menos, el significado de la inscripción y del dragón, aunque sé que hay personas para quienes escribir una carta supone un esfuerzo insoportable y no me parecía descabellado suponer que Ishwar era una de esas personas.
Más tarde, le comenté a Alejandro nuestra visita al apartamento de Ángela y mi reacción instintiva de no mencionar a la autora de la foto de Ángela que descansaba, enmarcada, sobre su cómoda. Alejandro conocía las fotos de Ángela, olvidadas, junto a las mías, en el cajón de la cómoda de su cuarto de El Saúco. Pero él tampoco dio mucha importancia a ese detalle. Y yo no volví a tener noticias de la policía ni leí en los periódicos nada relativo a la muerte de Ángela. Algunas veces me pregunté si Ángela no habría vivido, al darle la señora Holdein las fotos, una escena semejante a la que yo viví o padecí y que detestaba recordar: cuando la señora Holdein, aprovechando la desaparición de mi madre, se había inclinado hacia mí y con voz temblorosa y mirada de entusiasmo me había pedido que la acompañara a Toledo.
Los días se hacían cada vez más largos. Cuando salía por las tardes de mi oficina, las calles estaban todavía bañadas en luz natural. Una de aquellas tardes, mientras andaba lentamente, disfrutando de ese alargamiento de los días, deteniéndome ante los escaparates y observando a la gente que se cruzaba conmigo, vi a mi hermana Raquel. Venía sola y parecía ensimismada. Hacía tiempo que no nos veíamos. Solía venir a comer a casa un día a la semana, pero últimamente no habíamos coincidido. Cuando la llamé por su nombre, me miró un poco asombrada, como si nunca hubiera esperado encontrarme por la calle. Le expliqué que mi oficina estaba muy cerca. Ella me dijo que había salido de compras. Me llevaba doce años y su vida había quedado siempre fuera del alcance de la mía, no sabíamos mucho la una de la otra y, repentinamente, allí estábamos, hablando en medio de la calle, en medio de una corriente de personas que pasaban a nuestro lado, en las dos direcciones, empujándonos.
– Iba a tomarme un café -dijo-. ¿Me acompañas?
Señaló una cafetería mientras yo asentía. Empujó la puerta giratoria y se dirigió a una mesa.
– Qué casualidad, ¿verdad? -dijo, mientras colocaba sobre el asiento las bolsas de cartón brillante de sus compras-. Nunca salgo de compras y cuando salgo nunca vengo por este barrio, pero hay muchas tiendas, es muy animado.
Pasamos revista a los problemas familiares. Hablamos del tío Jorge, de su mujer, Sofía, y de ese muchacho a quien yo había dejado en El Saúco hacía un mes escaso. Y, también, de la reacción de nuestra madre, que había transformado radicalmente su veneración por su hermano en un continuo reproche.
Pidió un café con leche y una tostada, y cuando llegaron, extendió despacio la mantequilla y la mermelada sobre la tostada y, antes de llevarse un pedazo a la boca, lo empapó bien en el café con leche.
– Ya sé que es de mala educación -dijo-, pero no puedo tomarme el pan sin mojarlo en el café con leche. ¿Qué tal con tu novio? -me preguntó repentinamente.
– Le llevo seis años -dije.
– Y yo te llevo doce -rió-. Eso son cosas que un buen día dejan de tener importancia. Además, no significan tanto. Aunque supongo que tú has tenido más experiencias que yo. Al fin y al cabo, yo me casé muy joven. He vivido siempre con Alfonso. En cambio, tú, cada vez que te veo, tienes un novio distinto. Ni siquiera se llaman novios ya.
– No tengo ninguna intención de casarme -dije.
Se encogió de hombros.
– Haces bien -murmuró, llevándose otro pedazo de tostada a la boca. Luego, me miró con curiosidad-. ¿Sabes una cosa? No pensaba decírtelo, pero tampoco tiene sentido callármelo. Me enteré de lo de Fernando Urruti. Ya sabes que fue compañero de colegio de Alfonso, pero no me enteré por Alfonso, él no lo sabe. En fin, me alegro de que eso se haya acabado. No me gustaba mucho.
– A mí tampoco -dije.
– ¿Y qué fue de ese otro chico, Mario, ese con el que te fuiste de viaje el verano pasado? A mamá le gustaba mucho.
– A mamá le gustan siempre mis novios, los que llega a conocer. A Mario le veo de vez en cuando. Somos buenos amigos.
– ¿Sólo amigos? ¿Crees que se puede tener sólo amistad con un hombre?
– No es exactamente como con una mujer, es otra clase de amistad, tiene otros matices.
Lo cierto era que entre Mario y yo, hacía años, había habido un episodio que no debía de haber sido ni perfecto ni estimulante, sino que había señalado un camino cerrado, infructuoso, y que se había ido envolviendo en brumas, hasta ser olvidado, estoy segura, por los dos. Y tal vez por eso, por ese común acuerdo tácito que implicaba una falta de tensión entre nosotros, la clase de tensión que se supone existe entre un hombre y una mujer, podíamos ser amigos. Nos habíamos dedicado a fomentar nuestras afinidades, dejándonos llevar por el instinto, sin seguir ningún plan, y los dos sabíamos que al pertenecer a diferentes sexos nuestra amistad significaba cierto dominio de lo desconocido; recibíamos apoyo de fuerzas no del todo controladas, y eso hacía que nuestra amistad tuviera todavía un matiz de riesgo.
Raquel miraba, pensativa, la servilleta de papel que tenía entre sus dedos.
– De todos modos -dijo-, aunque Fernando no me gustaba, la historia resultaba atractiva. Casi me daba envidia. Un amor clandestino -suspiró-.Mi vida es tan vulgar. El mes pasado hizo veinte años del día de mi boda. Es absurdo dar un significado a los aniversarios, pero no pude evitar pensar un poco. Me sorprendí haciendo un recuento y un recuento algo negativo -sonrió, disculpándose-. Me siento atrapada. Tengo cuarenta y cuatro años y mi vida está completamente encauzada. Dejé de trabajar cuando el primer embarazo y ya no encontraría ningún trabajo. Si quisiera cambiar mi vida no tendría fuerzas, ni la suficiente convicción. Realmente, no quiero cambiar mi vida porque no creo que haya nada mucho mejor, pero esto cada vez me gusta menos.
Me miraba interrogante y puede que un poco temerosa de no ser comprendida, pero ella tenía que saber que yo nunca había sentido demasiada simpatía por Alfonso.
– Supongo que te casaste demasiado joven -dije.
– Por aquella época, casarse era la única forma de marcharse de casa. Fui yo la que se empeñó en casarse. Estaba harta de tener que dar explicaciones en casa, de tener que decir adónde iba y con quién, a qué hora iba a llegar. Para ti las cosas han sido más fáciles. Te ha tocado otra época y en cierto modo yo te allané el camino. Lo curioso -siguió-es que no he dejado de dar cuentas de mi vida. Cambié a los padres por Alfonso. Él opina sobre mi vida constantemente. Está siempre allí, exigiendo y controlando. La realidad resulta ser muy distinta a lo que habíamos imaginado, por tópico que sea decirlo. Estaba enamorada de Alfonso cuando me casé y pensaba que nuestra vida sería muy distinta a la de muchas parejas aburridas que conocía. Supongo que eso es lo que piensa todo el mundo. ¿Sabes ahora cuándo soy más feliz? -me miró, expectante, aunque no esperaba ninguna respuesta-. Cuando Alfonso se va de viaje. Cenamos a la hora que nos apetece. Cada cual se prepara lo que quiere. Nos llevamos la comida al cuarto de estar y cenamos mientras vemos la televisión.
Sonrió, contemplando en su interior esa escena de desorden en la que no era probable que hubiera soñado en su juventud y que había ido cobrando un carácter simbólico hasta constituir la mayor de sus satisfacciones.
– El otro día fui al médico -siguió-. Recuerdo que tú, de pequeña, ibas mucho al médico. En realidad, siempre has sido pequeña para mí, siempre te he conocido pequeña. Quiero decir que cuando yo vivía en casa, eras pequeña. Recuerdo que ibas, o te llevaban, al médico con mucha frecuencia. Siempre estabas yendo al médico, por una cosa o por otra. Recuerdo perfectamente a mamá preparada para salir y llevarte a las consultas. Siempre te pasaba algo. Pero a mí nunca me pasaba nada. He estado siempre perfectamente sana. Y la verdad es que te envidiaba por esas enfermedades que hacían que todos vivieran pendientes de ti. En tu mesilla siempre había muchas medicinas y en la mesa te ponían una comida especial y había que tener cuidado de no despertarte cuando al fin te quedabas dormida a la hora de la siesta -hizo una pausa, miró al fondo de la taza-. El caso es que me decidí a ir al médico, porque me sentía muy mal, deprimida, baja de moral, esas cosas. Un psiquiatra – precisó-. Tuve una entrevista con él. Me sorprendió que fuera tan joven, más joven que yo o de mi misma edad. Me hizo una serie de preguntas y empecé a hablar, a contarle mi vida, como nunca lo había hecho. Era media tarde y desde su piso, muy alto, se veían los tejados de las casas, la cúpula de una iglesia, algún que otro templete de esos que rematan algunos edificios.Una luz dorada caía sobre las casas y sobre el lejano pinar de la Casa de Campo. No sé cómo sucedió, pero me emocioné. Pensé que la vida era estupenda y que yo no sabía apreciarla ni disfrutarla, que no tenía la capacidad para eso, aunque recordaba que alguna vez la había tenido. Tuve que contener las lágrimas tragando mucha saliva. Te va a parecer absurdo, pero la idea de marcharme de allí me parecía insoportable. Naturalmente, él se dio cuenta de mi decaimiento y trató de darme ánimos. Me dijo que yo estaba en una edad perfecta, la mejor de la vida, porque ya tenía perspectiva suficiente para desechar lo malo y quedarme con lo bueno y que no había nada raro en lo que le había contado, y que mi personalidad, la estructura de mi carácter y mis razonamientos eran fundamentalmente equilibrados. Podía verle a él siempre que quisiera, podíamos hablar si eso me ayudaba, pero no le parecía necesario someterme a un tratamiento o una medicación especial. Lo que me sucedía era natural.
Raquel suspiró. Terminó el café con leche.
– Cuando nos despedimos, me miró de una manera muy rara, muy profunda. Hacía tiempo que nadie me miraba así. Y dijo de nuevo que esperaría mi llamada. No le he llamado, pero tal vez lo haga -dijo, con cierta decisión-. Nunca he salido con un hombre que no fuera Alfonso. Pienso mucho en ese rato que pasé en su consulta y en la luz dorada que caía sobre los tejados. Me lo imagino mirando el atardecer y pienso que en algún momento él también pensará en mí.
– Hablas como si estuvieras enamorada.
– Es un amor platónico -dijo-. Me gustaría llamarle para hablar, para tener un amigo, para sentirme comprendida. ¿No decías que es posible la amistad entre un hombre y una mujer?
Miró su reloj. Había anochecido tras los cristales de la cafetería. Mi hermana sacó su billetero antes que yo, esperamos a que el camarero nos trajera la vuelta y nos pusimos en pie. Echamos a andar a lo largo de la calle.
– Cogeré un taxi -musitó-. Se me ha hecho muy tarde. Pero ha sido estupendo encontrarte.
Me dijo adiós desde dentro del taxi. Rodeada de paquetes y bolsas, protegida por la carrocería del coche, parecía una ilustre visitante que saluda al pueblo anfitrión. Anduve bajo la luz de las farolas hacia mi casa.
Habían pasado veinte años desde el día en que Raquel había salido de casa para vivir con Alfonso. Se metió en el ascensor con su traje blanco de raso y se miraba al espejo cuando mi madre cerró las puertas. Mi madre me miró, abatida, nada convencida de que su vestido le sentara bien. A mí tampoco me gustaba mi vestido. El único que parecía un poco satisfecho era mi padre, con su elegante traje oscuro y su corbata gris perla. Y, como él se veía mejor de lo que nosotras nos veíamos, pudo decir que estábamos muy bien. Tuvo que decirlo varias veces.
– Está sola en el portal -dijo de repente, y se fue corriendo, perdiendo un poco de elegancia, hacia el otro ascensor.
Ésa fue la escena que se reprodujo en mi mente después del encuentro con Raquel. Aquella absurda sensación que habíamos sentido mi madre y yo de ir mal vestidas y las frases consoladoras de mi padre. Los tres, en suma, paralizados ante la puerta abierta de nuestra casa mientras el ascensor bajaba con Raquel dentro. Una escena un poco simbólica.
Me quedé pensando en aquel elemento nuevo: la envidia de Raquel. Cuando abandonó nuestra casa con la mirada fija en el espejo del ascensor y mi madre y yo, inseguras y desilusionadas, nos sentimos poco favorecidas en nuestros trajes recién estrenados, yo había pensado que se marchaba hacia el paraíso, hacia una tierra prometida e ignorada que escapaba a mi imaginación. A lo largo de los años, no había vuelto a pensar en esa tierra prometida, y aunque en cierto modo sabía por qué -la vida de Raquel no parecía ni mucho menos magnífica- no me había detenido a analizar la razón de su posible desencanto que tampoco creía tan profundo. Mi madre, que desde que Raquel se fue de casa siempre que hablaba de ella anteponía el calificativo de "pobre", y así Raquel entre nosotros se convirtió en "la pobre Raquel", parecía haber intuido, más que yo, esa desilusión.
Así que la situación parecía haberse invertido y ahora era Raquel quien me envidiaba a mí y recordaba mis lejanas enfermedades, mis visitas al médico y los cuidados de mi madre, rememorándolas como privilegios. Y pensaba que mi vida era más interesante que la suya, porque yo no estaba atrapada, yo siempre tenía un novio, según su terminología, distinto.
Bien sabía yo cómo acababan esas experiencias y qué cúmulo de desencanto iban dejando en mí, qué significaba volver a casa después de un rato de amor sin encontrar nada nuevo en mí, sólo una sensación de vacío, y la remota conciencia de que alguien había sido engañado, porque nunca se alcanzaba la igualdad, porque ni siquiera yo era capaz de ofrecer lo que hubiera pedido siempre del otro, sea lo que fuere. Un juego de malentendidos y de desconcierto que trataba de apartar de mi mente al cabo de unas horas o unos días, para tratar de vivir sin analizar mis sentimientos, sin dejarme hundir por ellos, porque sabía que era mejor seguir buscando, sin esperanza alguna, pero seguir buscando, o vivir como si siguiera buscando, de forma que todavía no estaba a salvo de nada, porque la única conclusión a la que había llegado es que la desesperación no puede combatirse, al menos, esa clase de desesperación y esa clase de combate, que nacen de saber que, por debajo del vacío que se siente en cada regreso a casa después de un rato de amor, está el vacío del que nunca se puede marchar, del que nunca consigue avanzar hacia el otro, del que avanza más por huir que por convicción. Pero, seguramente, en la imaginación de Raquel, mis aventuras o mi sucesión de novios debían de obedecer a un sentido feliz de la vida, una capacidad para enredarme en la vida de los demás y compartir con ellos el placer, obtener y ofrecer comprensión, apoyo y estímulos.
Y, sin embargo, en un nuevo zig-zag de la envidia, después de dejarla aquel atardecer, rodeada de las bolsas de sus compras, la volví a envidiar, porque su vida, que a ella le parecía triste, sin sentido y sin esperanzas, según hubiera definido un novelista ruso, había dado paso, repentinamente, a ese momento que había evocado en la cafetería: cuando había contemplado los tejados de Madrid con la Casa de Campo al fondo, bañados en la luz dorada de la tarde, y había sentido nostalgia por todas las cosas perdidas.