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Mi madre había vaticinado que tarde o temprano su hermano tendría que reaccionar. Y así sucedió de forma que la historia se repitió, no exactamente igual, pero muy parecida. Hubo despliegue de llamadas telefónicas y al fin el tío Jorge apareció en casa con la intención de ira recoger a Félix a El Saúco. No iba a quedarse a dormir en casa, pero vendría a cenar.
– Al fin ha reaccionado -dijo mi madre-. Sabía que tenía que cambiar. No podía pasarse toda la vida comportándose como un niño mimado. Tiene que afrontar sus responsabilidades. Al parecer, Sofía está decidida a dejar de beber. Se va a someter a una cura de desintoxicación. Es la primera vez que me dice que Sofía bebe, la primera vez que llama a las cosas por su nombre. No estaba preparado para esto, pero está reaccionando, al fin está reaccionando.
Le debía de parecer una cosa tan saludable que decidió celebrarlo. Encargó la cena y llamó a Gisela para que la ayudara a poner la mesa y a prepararlo todo.
– A Jorge le gustan estas cosas -decía, mientras colocaba las copas sobre el mantel, haciéndolas tintinear ligeramente.
Me perdí el inicio de esa recepción, porque empezaba a estar cansada de tanta reunión familiar. Mi casa se había convertido en una especie de reserva de los principios de solidaridad familiar. Huí de aquel conciliábulo, ya que al día siguiente debía enfrentarme a otra escena casi peor en El Saúco, y no podía dilapidar mis fuerzas.
Cuando llegué a casa, los platos estaban medio vacíos y de las dos botellas de vino compradas por mi padre no quedaban más que los envases.Pero la reunión estaba en su mejor momento. Todos, mis padres, Gisela y el tío Jorge, estaban un poco arrebolados y me recibieron con entusiasmo, sin reprocharme que me hubiera excusado por no asistir a aquella cena de reencuentro. El tío Jorge volvió a expresarme su gratitud. No sólo le había ayudado a resolver un problema difícil, sino que gracias a mí, estaba de nuevo allí, con su hermana, como en los viejos tiempos. Pero hubieran recibido con entusiasmo a cualquiera que hubiera aparecido por la puerta. Se sentían llenos, desbordados de simpatía y comprensión, lo que era resultado de las botellas de vino, los licores, y sus ganas de encontrar algo bueno en la vida, algo de lo que no quejarse. Un jarrón con rosas rojas descansaba sobre la repisa, junto a la mesa camilla. Sin duda, el tío Jorge se había presentado con él.
– Tengo miedo de que nos guarde rencor -me dijo el tío Jorge, refiriéndose a Félix-, de que sea demasiado tarde. Quiero explicárselo bien, quiero hablar despacio con él, todo el tiempo que haga falta. Estamos decididos a reparar nuestro descuido. Ya sé que es imperdonable, pero quiero partir de cero. Ya te habrá contado tu madre que Sofía está mucho mejor. Tenemos que rehacer nuestra vida.
Estaba borracho, desde luego. Era la sinceridad arrolladora del borracho lo que lo hacía hablar.
Al fin, el tío Jorge se despidió y se ofreció a acompañar a su casa a Gisela, que, también con las mejillas rojas y el tono de voz excitado, no rechazó su ofrecimiento. Era varios años mayor que el tío Jorge y no era en principio sospechosa de querer conquistar a un hombre -aunque tampoco estaba, es cierto, completamente libre de toda sospecha-, pero, cuando desapareció dentro del ascensor en compañía de mi tío, me dejó con la impresión de que ciertamente la vida nunca se terminaba y que las ganas de vivir resurgían en los momentos más inesperados.
Mientras ayudaba a mi madre a recoger la mesa, tuve que escuchar sus comentarios sobre su hermano, unos comentarios que parecían eternos, que sonaban exactamente igual a todos los que había hecho con anterioridad, elogios o reproches.
– Su vida ha sido un infierno -decía-. Durante todos estos años Sofía llegaba a casa de madrugada, completamente borracha, se metía en la cama y no se levantaba hasta las cuatro de la tarde. Bajaba a la cafetería a tomarse un sándwich, luego se arreglaba y hacia las ocho se iba al bingo.-Impresionada por aquel programa de vida, enfatizó mucho el horario-. Así un día tras otro. Apenas se hablaban, apenas se veían. En esa casa no se ha comido, la nevera ha estado siempre vacía. Jorge come fuera, por supuesto, en uno de esos restaurantes económicos. Todo esto lo está arruinando, él nunca ha sido ahorrador, pero ahora tiene que hacer cuentas. Tendremos que ayudarle.
Pero no quería que la velada concluyera tristemente, con aquellas preocupaciones. Lo había pasado bien y quería guardar esa impresión. Despegó la espalda del aparador, desde donde contemplaba la cocina, ya recogida.
– En fin -dijo-, sigue siendo un hombre guapo. No puedes imaginar lo guapo que ha sido.
Y me miró como si me fuera a contar una historia increíble y tuviera que emplear todas sus dotes de persuasión para convencerme. Eran palabras que se quedaban en el aire, tendiendo un puente nostálgico hacia todos los bienes del pasado.
A las nueve en punto de la mañana del sábado bajé al portal. Alejandro me esperaba, sentado al volante de su coche y hojeando el periódico. Hacía una mañana soleada y limpia y no había apenas gente por la calle. Dejó mi bolsa en el maletero del coche, me senté a su lado y encendió el motor. Fuimos a recoger al tío Jorge, que había pasado la noche en un hotel que estaba acorde con el proceso irreparable de ruina que preocupaba a mi madre. En el pequeño y oscuro vestíbulo del hotel, en una bocacalle de la Gran Vía, nos esperaba mi tío, sentado en una butaca tapizada de plástico color verde. La chica de la recepción estaba hablando con él. Los dos se reían. Me saludó como si nos encontrásemos en la antesala del mejor hotel del mundo, cogió su bolsa y se despidió de la recepcionista con una inclinación caballerosa de cabeza, deseándole que pasara un fin de semana agradable.
– Adiós, Felicitas -dijo, jovial, desde la puerta-. La próxima vez que venga a Madrid me dirás que tienes novio, ya verás.
La chica se volvió a reír.
El tío Jorge iba vestido con ropa de sport, vieja ropa de sport, algo invernal: pantalón de mezclilla, camisa de franela, chaleco de lana gruesa y zapatos de ante. Su fidelidad a los cánones de la moda de su tiempo era irreductible y me conmovió. Me pregunté si con ese atuendo y sus modales de caballero no resultaba una figura un poco ridícula, incluso patética, pero la chica de la recepción lo había mirado sin ninguna ironía. Tal vez mi madre tenía razón, tal vez era todavía un hombre atractivo.
Alejandro bajó del coche para saludarlo y nuevamente mi tío hizo gala de sus modales casi decimonónicos.
– Mi mujer y yo te agradecemos muy sinceramente lo que has hecho por Félix-dijo-. Estamos en deuda contigo.
– No tiene importancia -dijo Alejandro.
Insistimos en que el tío Jorge ocupara el asiento de delante, pero se negó rotundamente.
– No quiero causaros más molestias. No tenéis que estar pendientes de mí. Además, me encanta viajar en el asiento de atrás.
Salimos hacia la carretera, e iniciamos el recorrido hacia El Saúco, como un mes antes lo habíamos hecho, con el asiento de atrás del coche ocupado por Félix. El tío Jorge era más hablador que Félix.
– Lo pasé muy bien ayer -dijo-. Tus padres están estupendos y Gisela sigue como siempre. Inamovible. Envidio su salud y su humor.
Miraba a un lado y a otro de la carretera.
– Qué cambiado está todo, cómo ha crecido esta parte de Madrid. Antes, nadie venía a vivir por aquí, no había nada. Sólo se salía a la carretera de El Arenal. Estaba de moda ir a tomar el aperitivo a los restaurantes y bares de la carretera. Todavía existen, ¿no? Tengo que traer a Sofía y enseñarle cómo era la vida entonces. Cuando salga de la clínica pasaremos unos días aquí.
Encendió pausadamente su pipa y cambió de tema.
– Os confieso que estoy nervioso. No sé cómo va a reaccionar el chico. Supongo que no me tiene mucha simpatía, pero estoy dispuesto a ser paciente. Eso es lo que le quiero decir. Sofía y yo no hemos tenido hijos y quiero que él sea un hijo para mí. Quiero hacer todo lo que no hice, quiero recuperar el tiempo perdido. Ya sé que es tarde, pero quiero hacerlo.
A ratos se lamentaba, más o menos nostálgico, y a ratos se mostraba animoso y emprendedor. A través de su ropa deportiva, de su voz cascada, de su pelo casi completamente blanco, se podía palpar su fragilidad, consecuencia seguramente de aquellos privilegios con que le habían obsequiado desde niño.
Llegamos a El Saúco al mediodía. Nos detuvimos frente a la puerta de la verja y volví a contemplar la escena de la súbita aparición de Demetrio y su lenta reacción antes de decidirse a abrir la pesada puerta de hierro forjado. Alejandro, en aquel gesto que debía de haberse repetido muchas veces, lo ayudó y al fin el coche rodó por el sendero de tierra, entre los magníficos árboles que habían sido traídos de todas las partes del mundo para satisfacción del indiano y admiración de todo el pueblo.
El tío Jorge los elogió inmediatamente. En aquella ocasión, Alejandro no había estado tan comunicativo y no le había puesto al tanto a mi tío de la historia de la finca ni del carácter de sus pobladores, y como mi tío, que vivía centrado en sí mismo y no era evidentemente una persona curiosa, no había preguntado nada, ahora la finca le cogía por sorpresa.
– Pero éste es un lugar impresionante -decía-. No me habías dicho nada, Aurora.
Surgió la casa, con sus balaustradas, terrazas y torreones. En sus escalinatas de piedra habíamos visto a Félix por última vez.
– Así que aquí vive tu tía -medio preguntó a Alejandro.
– Mi madre y mi tía. La casa es de mi tía, pero mi madre vive con ella desde que murió mi padre. En realidad, mi tía la secuestró. Vino a pasar un verano a "Nuestro Retiro" y se quedó a vivir. Lleva ya tres años. Ése es el poder del dinero -sonrió.
No explicó nada más y yo misma me sorprendí, porque Alejandro nunca había mencionado ese aspecto de su vida. Creí percibir cierto tono irónico, despectivo y amargo.
Mi tío Jorge lo observaba todo con atención. Paseó la mirada por el zaguán, calibrando el valor de los muebles que lo poblaban.
– Es mejor que vayamos directamente a la galería -dijo Alejandro-. Es la hora del aperitivo.
En la galería estaban las tres señoras: la tía Carolina, la madre de Alejandro y Araceli, con sus atuendos de siempre, perfectamente acostumbradas a representar el papel que les había tocado a cada una en aquella actuación. Se sorprendieron al vernos, pero se recuperaron enseguida de su asombro, estrecharon la mano de mi tío y le felicitaron por ser pariente tan próximo de Félix.
– Un muchacho encantador -dijo la tía Carolina-. Tiene una voz estupenda. Ya estábamos terminando la novela. Aunque el final no me gusta tanto. Dura demasiado.
– ¿Dónde está? -pregunté.
– Se fue ayer -dijo-. Dijo que ya estaba mucho mejor. ¿Es que no lo sabéis? Creí que había hablado con vosotros.
– ¿Sabe usted adónde se fue? -preguntó mi tío con voz trémula.
– No, ¿cómo lo voy a saber? Creí que volvía a su casa.
Mi tío había empalidecido. Araceli se puso en pie.
– Tiene usted que tomar algo, una copa de jerez. Debe de estar cansado del viaje.
Nos sirvió a todos y, ya sentada, preguntó con interés:
– Así que usted es el segundo marido de la madre de Félix.
El tío Jorge, todavía pálido, asintió.
– Así es.
– Félix nos ha hablado de usted, desde luego. Tienen suerte con él. Es un chico muy educado. Hemos sentido mucho que nos dejara, pero ha prometido que nos volverá a visitar. Ya ve, somos tres mujeres solas y viejas. Él nos ha hecho sentirnos jóvenes.
Miré a la madre de Alejandro, que era la más joven de las tres. Vi esta vez en sus ojos un destello de inquietud, o cansancio o deseos de abandonar el juego que su rica prima le imponía. O fue una impresión mía.
Las tres se esforzaron para que el tío Jorge no nos abandonara inmediatamente. Quería llamar a un taxi, pero accedió, al fin, a quedarse a comer. Había un tren que salía a las cinco de la tarde y que llegaba en un par de horas a Madrid. Demetrio lo llevaría a la estación, porque nosotros, Alejandro y yo, nos quedábamos a pasar la noche. Yo no tenía muchas ganas de quedarme, de asistir a una de esas cenas donde la oscura figura de la dueña de la mansión alcanzaba su punto culminante de dominio y solemnidad, pero Alejandro aceptó y supuse que tendría sus razones.Allí estaba su madre y ésa era su familia.
Durante la comida, las tres mujeres no dejaron de hablar. Su mundo era autosuficiente. Me pregunté cómo había conseguido Félix convivir con ellas durante tantos días, e incluso conquistarlas.
– No tiene por qué preocuparse por Félix -le dijo la tía Carolina a mi tío-. Los jóvenes deben vivir su vida, y él ya se encontraba mejor. Ha recuperado las fuerzas y la salud, eso es lo importante. Es un muchacho formidable.
El tío Jorge no dijo nada, pero su mirada revelaba desconcierto. Después de comer y de tomar café, se despidió de las señoras, dio cortésmente las gracias a la dueña de la casa por su hospitalidad, y con andar cansado y gesto de fatiga atravesó el zaguán camino de la puerta. Al pie de las escalinatas de piedra, antes de subirse al espectacular Rolls que había pertenecido al dueño de la casa, responsable de aquella demostración de riqueza, me dijo:
– Abraza a tus padres de mi parte. Supongo que Félix llamará. Debe de estar enfadado con nosotros, pero llamará. No puede desaparecer así, sin más ni más.
– Os llamará -dije-. Seguro.
Por la tarde, mientras Alejandro estaba con el administrador, di un paseo por el jardín, admirando la obra y las ambiciones del indiano. Sentada en un banco de piedra, frente al estanque, vi a la madre de Alejandro, que me hizo un gesto con la mano, invitándome a acercarme hacia ella.
– Siéntate -me dijo, cuando llegué-. Se está muy bien aquí. No hace ni frío ni calor.
La temperatura era, efectivamente, perfecta. En el estanque se reflejaban los árboles, de diferentes tonos de verde, y no se oía ningún ruido, sólo el rumor de los pájaros y el viento entre las hojas.
– En otoño también está muy bonito -dijo-. Tienes que venir en otoño.
Estuvimos un rato calladas. Yo no sabía de qué hablarle y ella, después de haberme hecho ir hasta el banco, tampoco parecía muy deseosa de entablar una conversación; por lo contrario, parecía sumida en graves pensamientos, que nunca me hubiera atrevido a interrumpir.
La luz fue cayendo y no pude reprimir un escalofrío, porque el banco en el que estábamos sentadas era de piedra y el sol había dejado de calentar.
– El anochecer es siempre triste -dijo levantándose.
Parecía en otro mundo y hubiera deseado encontrar la fórmula de romper aquel silencio, aun sabiendo que a ella no la molestaba y en cierto modo a mí tampoco, pero que me impedía conocerla un poco más. O tal vez no.
En el zaguán de la casa, me despidió. Subió las escaleras, supuse que en dirección a su cuarto, para prepararse para la cena, y desde lo alto me volvió a mirar y me sonrió y nuevamente me dijo adiós.