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No quise salir en toda la mañana, pendiente de la llamada de James Wastley. Llamó poco antes del mediodía. Su voz sonaba muy lejana.
– ¿Te acuerdas de mí? -preguntó-. Sé que después de tanto tiempo mi llamada te sorprenderá, pero necesito hablar contigo. Llamé a tu casa de Madrid y tu madre me dijo que estabas de vacaciones y me dio tu número de teléfono.
– ¿Dónde estás? -le pregunté.
– Aquí, en Jávea, muy cerca de tu casa, en un bar que se llama Miami.
– ¿Cuándo has llegado?
– Esta mañana, hace más o menos una hora.
– Espérame. En diez minutos estoy allí.
Fui al cuarto que servía de estudio a Alejandro.
– Era James Wastley -le dije-. Está en el Miami. Voy a ir a hablar con él.¿Quieres venir conmigo?
Alejandro tenía un gesto huraño.
– Ve tú -dijo-. Os esperaré aquí.
Me vestí rápidamente y fui al Miami, intentando calmarme, diciéndome que dentro de pocos minutos conocería, seguramente, las claves de aquella historia.
Vi a James bajo el toldo azul de la terraza del Miami, enfrascado en la lectura de un periódico, y con una pila de periódicos sobre la mesa. Sobre ella, había, también, una copa de coñac. Debía de estar atravesando una de sus épocas de licencia. Su pelo de color ceniza parecía más largo y llevaba gafas de sol muy oscuras. Pero era él. Se levantó al verme. Iba vestido como en Delhi: con vaqueros muy gastados y una camisa azul de manga corta. Me tendió la mano y sonrió. Nada en él hacía pensar en espionaje o urgencia. Era un atractivo turista que, seguro de sí mismo, muy tranquilo, se sabe manejar perfectamente en un país extranjero. No era, por lo demás, el único turista que había en el Miami, ni mucho menos en Jávea.
– Gracias por venir -murmuró, mientras estrechaba mi mano-. ¿Quieres tomar algo?
– Tal vez más tarde.
– Entonces podemos dar un paseo por la playa. Hablaremos con más tranquilidad.
James Wastley se levantó de nuevo, buscó una papelera y tiró los periódicos, luego se dirigió hacia el interior del Miami para pagar su consumición.
Nos encaminamos hacia la playa. Fuimos dejando las huellas de nuestros pies en la arena mojada.
– Te estarás preguntando qué hago aquí y por qué tenía tanta urgencia por verte -dijo.
Pensé que era mejor dejarle hablar, no adelantarme. Prefería escuchar su versión.
– Antes de nada -dijo-, quiero darte recuerdos de Ishwar. No exactamente recuerdos. Se quedó muy impresionado contigo. Él no sabe que yo te iba a ver. Si lo llega a saber hubiera sido muy difícil detenerle. Está de nuevo en la universidad, se ha propuesto terminar la carrera. Creo que es una buena decisión.
Asentí. James se detuvo y clavó en mí su mirada.
– Te enteraste de la muerte de Ángela, ¿verdad? Supongo que la policía te interrogó.
– Fue una muerte muy extraña -dije-. ¿Tiene algo que ver con lo que me vas a decir?
– Sí -dijo gravemente-, pero quiero empezar por el principio. De eso te hablaré más tarde. Me interesa que entiendas por qué me dirijo a ti. -Hizo una pausa-. Lo que te voy a decir te puede resultar sorprendente empezó-, hasta un poco absurdo, pero hay aspectos en la vida que son un poco absurdos; a mí también me lo parecen. Normalmente, no les hacemos mucho caso, hasta lo ignoramos, pero, repentinamente, ocupan un primer plano, se apoderan de ti. Eso fue lo que me sucedió a mí. Voy a hablarte un poco de mí porque tal vez así lo entenderás mejor.
"Todo empezó en Delhi, la primera vez que fui a la India, con la idea de seguir las huellas de un pariente mío que había muerto en Bombay, medio desahuciado, hacía casi medio siglo -yo conocía esa historia, que había escuchado en la habitación de Ishwar, también suya, unas horas antes de su llegada a Delhi-. Conocí a Ishwar en Londres, y se ofreció a acompañarme. Nos alojamos en el hotel Imperial. Estuvimos una semana allí. Era mi primer contacto con la India y yo estaba deslumbrado, deforma que no presté mucha atención a los otros ocupantes del hotel. Pero un día que Ishwar había salido y yo me encontraba solo cenando en el restaurante del hotel, un hombre, un inglés de unos cincuenta años, se acercó a mi mesa, y me dijo que tenía algo que decirme. Yo no tenía ningún motivo para negarme. Habló muy claramente, sin rodeos. Prácticamente nada más sentarse, me dijo que era agente del servicio secreto británico, que había investigado mi vida y que yo era la persona ideal para sus fines. En suma: me pidió que colaborara con ellos.
"Ni siquiera sé por qué acepté, pero lo hice. También había razones económicas. Lo habían previsto todo. Sabían en qué situación me encontraba y que de un momento a otro me iba a quedar sin dinero. Me habló de la cobertura que habían ideado: una empresa de producción de películas. Solucionaba mi vida y facilitaba mi trabajo como agente del servicio secreto. Ellos se encargaron de todo. Sólo pedí que dejaran a Ishwar al margen, lo que también estaba de acuerdo con sus planes. A partir de aquella noche, me convertí en profesional del cine y en agente, en espía. El cine me dio trabajo inmediatamente y eso me distrajo. Mi trabajo como agente secreto empezó algo después. Por el momento, no había mucho que hacer; sólo estar disponible. La primera misión llegó al cabo de ocho meses. Recibí un telegrama en Calcuta. Me dieron la orden de trasladarme inmediatamente a Delhi y a alojarme en el hotel Imperial. Tenía que hacerme amigo de una mujer, una agente del servicio secreto soviético, la famosa KGB. Confieso que todo eso me parecía como una broma, algo irreal, como sin duda te lo está pareciendo ahora a ti.
James se detuvo, miró el mar.
– ¿Nos sentamos? -preguntó.
No hacía demasiado calor y la brisa acariciaba suavemente la piel.
– Me gustan estos días nublados -dijo-. Bueno -prosiguió-, ya te imaginas quién era esa señora, la alemana que estaba en Delhi. Gudrun Holdein, así se hace llamar. Mi única misión, en principio, era conquistarla: tenía que hacerme digno de su confianza hasta el punto de que ella quisiera reclutarme. Contraespionaje, eso era lo que yo tenía que hacer. No te consultan, te lo mandan. Sin matices, sin paliativos. Lo haces o te atienes a las consecuencias, y prefiero no saber en qué consisten esas consecuencias. Una vez que aceptas ser agente del servicio secreto, no existe la vuelta atrás.
Volvió a quedarse callado y su mirada se perdió en el horizonte.
– Nací en Northon -dijo-, un pequeño pueblo costero del norte. Me gusta el mar gris de los días nublados. -Me había dicho antes algo parecido. Su tono volvió a endurecerse cuando volvió a su relato-. Me convertí en agente doble. No fue difícil conquistar a Gudrun Holdein. Compartíamos una afición. Mejor será decir una pasión: la ópera. Tuvimos largas conversaciones en el bar, en el restaurante, alrededor de la piscina. Hablábamos de ópera y de filosofía de la vida. Me encargué de dejar muy claro que estaba desorientado, que el mundo no me gustaba, que me gustaría hacer algo útil por cambiarlo y que andaba bastante mal de dinero. Todo estaba perfectamente preparado para que ella cayera en la trampa. Contábamos con que harían nuevas investigaciones sobre mi vida, pero todo estaba en orden. Y todo funcionó muy bien hasta vuestra llegada a Delhi, el verano pasado. Vi a Gudrun Holdein nada más llegar al hotel. Estaba muy excitada, me dijo que estaba estableciendo un contacto interesante entre un grupo de españoles. Sin embargo, no me dio ningún nombre. No le dio tiempo, porque Ishwar nos interrumpió. Parecía tan impresionado por algo, tan conmocionado, que dejé la conversación con la señora Holdein para después. Eso fue lo que me perdió. Al día siguiente,ella parecía muy cautelosa, dijo que todo había sido una falsa pista y que era mejor que nos olvidásemos de los españoles. Entonces comprendí que había empezado a desconfiar de mí. Pero yo estaba seguro de que ella había hecho un contacto entre vosotros y me propuse descubrirlo.
Me miró y sonrió. Apoyó el codo sobre la arena y se inclinó un poco sobre mí.
– Debo confesarte -dijo- que tú fuiste la primera sospechosa, tal vez por lo de Ishwar. Los espías tienen una larga tradición de amores. Ser agente secreto es en realidad una profesión muy aburrida, así que uno se enreda en multitud de historias -volvió a dedicarme una mirada intensa-. Pero en cuanto te vi en el bar del hotel supe que podía haber algo entre nosotros.
– Todo esto me está resultando irreal -dije, verdaderamente confusa-. Todo parece lo contrario de lo que era. No sé si estoy capacitada para entenderlo.
De nuevo James apoyó su codo en la arena y se inclinó sobre mí.
– Lo comprendo -dijo.
Cerré los ojos y dejé caer mi cuerpo hacia atrás. Me dije que si Alejandro estaba en el porche podría vernos. Tenía calor y sed.
– Podríamos beber algo -dije.
– Yo también tengo sed.
Me ayudó a levantarme y fuimos hacia el extremo de la playa. Nos sentamos en un bar, bajo una sombrilla, y pedimos algo de beber. James prosiguió su relato:
– Entre Gudrun Holdein y yo la palabra clave era Fitzcarraldo. Yo tenía que saber si tú habías sido captada, por lo que pronuncié despacio la palabra durante la cena. Te miré fijamente para no perderme la mínima reacción. Pero me devolviste una mirada que me desconcertó. Hubo algo entre nosotros en aquel momento, y eso es en el fondo lo que me ha decidido a venir a verte. Desde aquel preciso momento, dejé de desconfiar de ti y me centré en tus acompañantes. Gudrun Holdein rompió todo contacto conmigo. Se fue de Delhi sin decirme nada, dejándome una serie de pistas falsas. Fue localizada en Johannesburgo y la siguieron hasta Madrid. Sabemos que se vio contigo y con Ángela. El servicio central insistió en que tú podías ser el agente. Habías tenido una relación sentimental con un político importante, y eso te hacía un blanco muy deseable. Se investigó y no pudo encontrarse nada. Después, la investigación se centró en Ángela, y fue entonces cuando ocurrió su muerte, que nos llenó de perplejidad.
– ¿Cómo sucedió?
– Eso es lo que estamos tratando de saber, pero sin duda, está relacionada con la señora Holdein. El problema es que hemos perdido de nuevo su pista.
Consideré llegado el momento de hablarle de la noticia que había leído el domingo en el periódico.
– No se trata de la señora Holdein -dijo rápidamente, y añadió-: es curioso que la hayas leído.
– Fue el nombre de Fitzcarraldo lo que hizo que me fijara.
– No se trata de Gudrun. La señora Holdein es, precisamente, la persona que falta, la cabeza del grupo. La noticia es bastante correcta, pero no es completa. Estoy aquí para tratar de completarla, para llevar a cabo una investigación profunda.
Se llevó a los labios la copa de vino blanco.
– Y si he venido hasta aquí y te he contado todo esto es porque necesito tu ayuda -dijo.
– ¿Qué clase de ayuda?
– Quiero que me cuentes cómo fue el encuentro con la señora Holdein -dijo James-, que me digas todo lo que recuerdes. Sabemos que te dio las fotos que te sacó en Delhi, y que también se las dio a Ángela. Cualquier otra información sería esencial para nosotros.
Por mucho que hubiera querido, yo no había olvidado la visita de la señora Holdein y, sobre todo, el momento en que se acercó a mí, tocó mi muñeca con sus dedos cálidos y me susurró al oído aquella invitación para ir a Toledo con ella. Bebí un poco de vino.
– Me dio un regalo de parte de Ishwar -dije, y elevé mi mano a la altura de los ojos de James, mostrándole el brazalete-. Esta pulsera.
– ¿Puedes dármela un momento? -preguntó, sorprendido.
Me la quité y se la di. La examinó y vio la inscripción y el dragón grabados en su cara interior.
– Qué raro -murmuró-. Ishwar no me dijo nada.
– ¿Qué es lo que significa? -pregunté.
– La inscripción es una frase de esperanza, una invitación a la paciencia, la perseverancia, la constancia, la fidelidad. Es muy difícil traducirla exactamente porque tiene un sentido amoroso.
– ¿Podría, también, ser mi nombre?
– Sí, podría ser. Aurora -dijo, pensativo.
– ¿Y el dragón?
– El dragón es la vida, el peligro, el fuego, la inestabilidad, el riesgo, lo siempre cambiante. En cierto modo, la negación. Pero me parece muy extraño que a Ishwar se le haya ocurrido grabar un mensaje así.
– ¿Crees que es demasiado complejo para él?
– No es eso. No me considero superior, si es eso lo que insinúas -sonrió-. Simplemente, no va con su carácter.
Sus ojos, fijos en el mensaje de la pulsera, me miraron de nuevo. Me devolvió la pulsera y volví a ponérmela.
– Creemos que la señora Holdein está de nuevo en España -dijo-. Es muy posible que te llame. Quiero que cuando lo haga me lo digas. Te voy a dar un teléfono de Londres donde puedes dejar el recado a cualquier hora. Dime todo lo que te diga, y la hora a la que te llame y el tono de su voz. Cualquier detalle puede ser valioso para nosotros.
Me quedé mirando su copa de vino blanco, pensativa. No parecía un favor muy importante.
– ¿Qué te hace pensar que estoy de tu parte? -pregunté.
Apoyó sus brazos sobre la mesa. Su mirada azul me abarcó:
– Te podría decir que hemos investigado tu vida y que creemos conocer tus ideas, tus afinidades, pero eso resultaría demasiado científico. Tal vez fue por esa mirada durante la cena, en el restaurante. Si no quieres que las personas te pidan nada no deberías mirar así.
– ¿Crees que las personas son dueñas de su destino? -pregunté.
– Sé lo que sientes -dijo-. Cuando uno sigue las indicaciones de los otros, las órdenes de alguien de quien no conoces ni su cara ni sus pensamientos ni sus últimos planes, bueno, todo eso resulta a veces muy absurdo, te anula. Pero, en cierto modo, también es un consuelo. Ser el único responsable de tus actos es muy duro.
– No siento una admiración especial por los agentes secretos -dije-. Aunque hayas investigado mi vida, no puedes estar seguro de mis ideas. Yo misma no lo estoy.
– Lo sé -me dijo-, y eso es lo que me gusta de ti, porque eso es lo que me acerca a ti. Yo tampoco estoy seguro de mis ideas. No me he metido en este juego por exceso de fe y de ideales. Pero, a veces, hay que decidir de qué lado está uno, aunque no nos guste ninguno de los dos. Creo que sabes de qué lado estás.
Sacó su cartera, buscó un papel, anotó algo y me lo tendió.
– Es el número de teléfono de Londres donde puedes dejar el recado. Seguramente te contestaré yo. Es preferible que llames desde una cabina telefónica. ¿Quieres beber algo más?, ¿prefieres comer algo?
No tenía hambre. Seguía teniendo sed. James pidió más vino blanco.
– Desde que te conocí sabía que tendríamos ocasión de hablar a solas -dijo, perdiendo sus ojos en el cielo nublado.
Yo también lo sabía. Hablar a solas y estar a solas. Lo había sabido mientras Ishwar me hablaba de él, en su habitación; y hasta había llegado a pensar, contra toda lógica, que me estaba contando su encuentro con James con el propósito consciente de preparar el mío. En todo caso, la noche en que James, envuelto en un albornoz, se había quedado a dormir en el apartamento de Ishwar, había sido evocada para mí entre los acordes de música sentimental india.
– No me importaría descansar unas horas en un hotel antes de volver a Madrid -dijo, y me dedicó una mirada de aquéllas, profunda y ambigua.
Mi casa no estaba muy lejos y teníamos una cama en la que James podía descansar, pero lo acompañé al hotel y subí con él a su cuarto. La tarde se fue deslizando hacia la noche, difuminando todos los contornos, mientras James y yo cumplíamos la promesa que, silenciosamente, nos habíamos hecho sobre la mesa del restaurante de Delhi, a la luz de las velas.
Había dejado el brazalete sobre la mesilla y mientras me vestía James lo volvió a coger y a mirarlo con curiosidad.
– ¿Puedo llevármelo? -me preguntó-. Te lo devolveré, desde luego.
No me dio más explicaciones, pero le dije que sí. Al fin y al cabo, seguramente no era un regalo de Ishwar.
Regresé a casa a media tarde. Alejandro estaba en el porche, con un libro entre las manos y una botella vacía de cerveza en el suelo. Parecía más enfadado que concentrado en la lectura. Levantó un segundo los ojos del libro y me dirigió una mirada rápida, en la que pude leer que, aunque no iba a interrogarme, estaba esperando una explicación. Cogí dos cervezas de la nevera y las llevé al porche. Le ofrecí una. La cogió sin darme las gracias.
Nos quedamos callados durante un rato. Volvió a levantar los ojos del libro.
– ¿Me lo vas a contar o no? -dijo.
– Es una historia tan larga que no sé si la sabré contar -dije-. Todo ha dado la vuelta.
Alejandro tenía el ceño fruncido.
– Ha podido dar muchas vueltas -dijo-. Habéis tenido tiempo de darle todas las vueltas del mundo.
No contesté. Las excusas que se me ocurrían no parecían muy convincentes.
– Me ha pedido ayuda -dije-. Quiere localizar a la señora Holdein. Ha venido a España para eso. Están investigando la muerte de Ángela.
Su ceño aún se frunció más. Le conté lo que James me había contado, y su interés por la inscripción del brazalete y su sospecha de que no fuera un regalo de Ishwar y de que la señora Holdein, que imaginaban estaba en España, me volviera a llamar.
– Es la historia más absurda que me han contado nunca -dijo Alejandro, llevándose la botella de cerveza a la boca.
– Me voy a dar una ducha -dijo después, y se levantó bruscamente.
Desde la puerta de la terraza, me dijo, en tono irascible:
– Deja que los espías se las arreglen solos. Tira ese papel a la basura y olvídate de todo. Ángela está muerta, no puedes hacer nada por ella. Tú no tienes nada que ver con su muerte. Los espías no son personas de fiar, ni siquiera son personas interesantes. ¿Es que no has leído novelas de espionaje? Son bastante rastreros. Se pasan la mayor parte del tiempo encerrados en una habitación esperando una llamada telefónica. Y engañando, sacando de las personas lo que quieren. No te mezcles con ellos.
Sus ojos reflejaban una irritación profunda cercana al odio. Desapareció, camino de la ducha. Escuché la puerta del cuarto de baño al cerrarse y el ruido del agua de la ducha sobre la bañera. Yo sabía que la irritación de Alejandro no era tanto porque yo me hubiera visto envuelta en una historia de espionaje, lo que a toda persona un poco incauta o un poco aventurera le puede pasar, como por su sospecha, casi certidumbre, de que yo no me había pasado la tarde con James únicamente hablando. No me lo había preguntado porque no era el tipo de persona que te hace esa pregunta, y seguramente porque prefería no saberlo, pero si nos había visto a James y a mí tumbados en la playa, y luego bajo la sombrilla del chiringuito, y más tarde pasar por delante de casa camino del pueblo, del que yo había regresado varias horas más tarde, había que admitir que tenía razones para estar celoso y yo, que no había podido evitar escuchar, mirar y seguir a James hasta la habitación de un hotel, lo comprendía, lo justificaba y sentía cierta compasión hacia él. La historia había dado muchas vueltas, pero no eran del todo inconvenientes para mí. En ese momento, mientras la noche nos iba envolviendo y el mar brillaba a la luz de la luna, me encontraba dispuesta a la generosidad, gracias al cansancio que recorría mi cuerpo, a las horas en las que la historia de espías se había detenido en el umbral de una habitación donde James y yo habíamos jugado el eterno papel de los amantes.
Cuando Alejandro salió de la ducha, volvió al porche, con la toalla alrededor de la cintura. Parecía más calmado.
– ¿Y si nos olvidamos de todo esto y nos vamos a cenar por ahí? -preguntó.
– Eso era exactamente lo que estaba pensando -le dije.
Cenamos y volvimos despacio a casa, dejando de lado las sospechas y las horas injustificadas de mi ausencia. La huella de James estaba en mi cuerpo, pero era mi cuerpo y volvía a servir para expresar amor, deseo, pasión, confianza o inquietud, un poco de temor y abandono y fugacidad.
Durante el resto del mes, no hablamos de James, ni de la señora Holdein, ni de Ángela, ni de nada de lo que tuviera remotamente algo que ver con el espionaje. Nos reinstalamos en nuestra rutina y disfrutamos con los paseos, la música, la lectura, la pintura, los baños, la pereza de los días sin tener nada que hacer. Aunque había algo nuevo entre nosotros: los dos sabíamos que nos estábamos esforzando por ocultar algo, y eso hacía que los mejores ratos, los más sinceros y los más intensos, se produjeran en el silencio de la noche o en la quietud de la siesta, entre las sábanas.
Una tarde, nada más despertarme de la siesta, surgió dentro de mí una pregunta que no se me había ocurrido hacerme: ¿por qué pensaba James que la señora Holdein me iba a llamar? Si el servicio secreto británico había investigado mi vida e incluso conocía mi pasada relación con Fernando, como había mencionado James, debía de estar enterado de mi actual relación con Alejandro. Debía saber, en suma, que la señora Holdein era amiga de la familia de Alejandro. Pero James no había hecho ninguna referencia a Alejandro. Y, repentinamente, eso me pareció muy raro. Allí había un hueco sospechoso. Las cosas no encajaban. El pasado parecía perfectamente coherente y explicable, pero el presente se me iba de las manos.
Tal vez James pensaba que la señora Holdein, si estaba en peligro, se pondría en contacto con Alejandro. ¿Qué buscaban? ¿Por qué tenía que estar yo en medio de aquel juego que no controlaba, que no sabía a qué respondía ni las consecuencias que podía tener? Aparentemente, era muy fácil salir: bastaba con dar por perdido mi brazalete, con olvidar que James me había pedido un favor. Podía quedarme con el recuerdo de las horas pasadas en el hotel Playa.
El mes finalizó, y regresamos a Madrid. Antes de deshacer el equipaje, volqué el contenido de mi bolso sobre la colcha de mi cama y busqué el pedazo de papel que me había dado James con el teléfono de Londres anotado. No estaba. Examiné de nuevo el montón de papeles. Abrí las dos cremalleras interiores de mi bolso. Tampoco se encontraba allí. Estaba segura de que lo había metido en el bolso, tal vez en uno de esos departamentos. No lo necesitaba, no pensaba utilizarlo, pero quería tenerlo. Era difícil que lo hubiera perdido. Nunca tiro un papel del bolso antes de hacer una inspección como la que estaba haciendo.
La desaparición de aquel papel tenía dos consecuencias: en primer lugar, me desligaba de James, a quien ya no podía llamar. Pero en segundo lugar, me distanciaba de Alejandro e introducía motivos para la desconfianza. Él podía haber cogido ese papel, porque existían, por lo menos, dos razones; una razón sentimental, de celos: cortar mi relación con James y otra, mucho más oscura y que empezó a parecerme decisiva: conocer ese número de teléfono y evitar que yo ayudara al servicio secreto británico a localizar a la señora Holdein, amiga de su tía y de su madre y tal vez suya, aunque siempre había negado conocerla. Podía querer proteger a la señora Holdein, por razones asimismo sentimentales, o por otras.