39453.fb2
Gisela volvió de su viaje (de Roma, creo recordar), y se fue casi directamente a El Arenal, para preparar la casa de mis padres. Un atardecer de primeros de agosto, acompañé a mis padres a la estación y los dejé acomodados en su compartimiento. De vuelta a casa, siguiendo mecánicamente las costumbres de mi padre, abrí todas las ventanas y me asomé al balcón, envuelta en los ruidos de la calle. Sonó el teléfono. Era Raquel.
– Ya se han ido los padres -le dije-. Los acabo de dejar en la estación. Parecían muy contentos.
– Lo sé. Me llamaron para despedirse.
Su voz sonaba triste, desolada.
– ¿Qué te pasa?
– He hecho una cosa espantosa -susurró.
– ¿De qué se trata?
– He estado de compras. No puedes imaginarte el dinero que me he gastado. No me di cuenta. Utilicé la tarjeta de crédito. No me atrevo a decírselo a Alfonso… Ahora andamos mal de dinero, no hace más que decir que tenemos que prescindir de muchos lujos. Estoy horrorizada. Alfonso está de viaje. Viene mañana.
Se echó a llorar.
– Pero, ¿cuánto dinero te has gastado?
– No lo sé exactamente. Jamás me había comprado tantas cosas de golpe. Estaban de rebajas. Nunca me había pasado. Me he debido de volver loca. -Su voz entrecortada tomó fuerza-. ¿Qué estás haciendo ahora? -preguntó-,¿por qué no vienes a verme? Tal vez te guste algo de lo que he comprado. Me siento fatal.
Le dije que iría, no para comprar nada, sino para ver sus compras. A lo mejor había hecho estupendas adquisiciones. Lo cierto era que no me disgustaba imaginar la cara de estupor de Alfonso al ver la cuenta de la tarjeta de crédito.
La cama de Raquel rebosaba de ropa. Sentada en una butaca, observaba sus compras con expresión de angustia.
– Si pudiera hacerlas desaparecer -murmuraba.
– ¿Ya no quieres nada de lo que has comprado?
– Daría dinero para que alguien se lo llevara todo de aquí. No quiero ni verlo. Odio haber gastado tanto.
Sin embargo, tenía los ojos clavados en la ropa, como si no pudiera desprenderse de esa visión.
– Mira a ver si algo te gusta -pidió.
Me senté sobre la cama y examiné las compras de Raquel.
– Pruébate los trajes de chaqueta -dijo, más animada, al ver mi interés-.A mí me quedan un poco ajustados, pero la dependienta me animó. Me dijo que eran buenísimos, una oportunidad. Y el color, ¿no crees que los colores son preciosos? En realidad, son de tu estilo. No sabes lo bien que te queda.
Me había probado uno de ellos. Me miré en el espejo.
– Pruébate ahora el otro, estoy segura de que te va a quedar fenomenal.
Había cambiado de expresión. Se había puesto de pie y me observaba, sonriendo, regocijada. Me probé el otro, me probé las blusas. Me lo probé todo.
– No te puedes imaginar lo bien que te sientan. Esta ropa te favorece. Es la ropa que te hubieras comprado, no me digas que no. Y es una oportunidad. ¿Has visto las etiquetas? Están a mitad de precio.
Decidí quedarme con un traje de chaqueta, dos blusas y un camisón de seda. Mi hermana, mucho más animada ya, trajo cerveza y unos cacahuetes. Estábamos recostadas sobre las camas, rodeadas de ropa nueva, sin estrenar. Se diría que acabáramos de llegar de un largo viaje cargadas de regalos, y, muy cansadas, pero satisfechas de las compras, nos habíamos dejado caer sobre la cama, mientras fumábamos un cigarrillo y bebíamos cerveza.
– Un psiquiatra -dijo Raquel, con una sonrisa complacida en los labios, seguramente pensando en el psiquiatra al que había visitado- interpretaría estas compras como una carencia de tipo afectivo. O insatisfacción sexual.
– No creo en la satisfacción sexual -dije-. Son los hombres los únicos que tienen la fórmula de la satisfacción. Para la mujer, obtenga o no esa satisfacción, la vida sigue siendo lo mismo: insatisfactoria.
Mis propias palabras me hicieron recordar a Alberto Villaró y a su irresistible tendencia a teorizar sobre las mujeres. Tal vez él también hubiera sostenido eso: que las mujeres no pueden estar o sentirse satisfechas jamás o que para ellas la satisfacción sexual, cuando la obtienen, no es símbolo de nada, no demuestra ni significa nada. Para Alberto Villaró, ésa sería la clave del inmenso poder de las mujeres (me hubiera dicho, sin inmutarse: de vuestro poder).
– ¿Tú crees que es así? -preguntó Raquel-. No es una teoría muy alentadora.
– Tal vez no debería generalizar. Tal vez eso sólo me pase a mí -dije.
Yo no me sentía muy animada, desde luego. Pensaba en Alejandro y en mi repentina desconfianza hacia él, de la que James era en definitiva culpable. A pesar de todas mis teorías, tenía ganas de verle.
Después de guardar parte de la ropa de Raquel en una bolsa, cogí un taxi y regresé a casa. Lo primero que hice en cuanto llegué fue llamar a Alejandro, pero una mujer me informó que Alejandro estaba en El Saúco. Cuando supo quién era yo, añadió:
– Me dijo que si usted le llamaba le dijera que intentó hablar con usted antes de irse. La señora se ha puesto enferma, por eso se fue.
– ¿Qué señora?
– Doña Carolina.
Hubiera podido llamar a El Saúco, pero yo lo que quería era ver a Alejandro, no hablar con él. Y había demasiadas personas en aquella casa y sabía dónde estaba el teléfono, siempre próximo a la tía Carolina.
Hablé con Alejandro al día siguiente, y muchos días más durante el mes de agosto. Me describía la situación en "Nuestro Retiro". La tía Carolina estaba agonizando, pero su fuerte corazón se resistía a morir. La madre de Alejandro no se apartaba de la cabecera de la cama. Araceli se quedaba a dormir. El administrador estaba más pálido y silencioso que nunca. En el salón de abajo, había todos los días una congregación de amigos, seguidores fieles de los últimos instantes de la señora de la casa.
Todo aquello le había hecho olvidar mi enredo con los espías y mi tentación de colaborar con ellos. Las horas que había pasado con James parecían haberse perdido. Yo, a cambio, debía olvidar que el papel donde James había anotado su teléfono se había perdido también.
A final de agosto, Alejandro seguía en El Saúco. La tía Carolina había experimentado una extraña y súbita mejoría. Yo tenía que ir a Bruselas a una reunión de trabajo. Hubiera querido que Alejandro me acompañara, pero no me decidí a pedírselo. Salí de casa a las ocho de la mañana. Presenté mi billete en el mostrador de facturación. Por un absurdo error, la vuelta no estaba cerrada ni pagada, por lo que decidí arreglarlo, dado que disponía de tiempo antes de que saliera el avión. Al buscar mi tarjeta de crédito para pagar el billete, se cayó un papel al suelo. Lo reconocí en seguida: era el papel de James. Sin duda, yo lo había puesto allí, en mi cartera, junto a las tarjetas de crédito, en un gesto inconsciente. Allí había estado siempre.
El hallazgo de la nota de James en mi propia cartera me venía a demostrar que yo había sido demasiado suspicaz y que mi imaginación había ido demasiado lejos, convirtiendo El Saúco en una base de operaciones de una oscura trama de espionaje internacional -oscura, porque Gudrun Holdein la dirigía; era el motor, el cerebro- de la cual Alejandro era una pieza, acaso sin saberlo él. Pues bien, el papel estaba en mi cartera, Alejandro quedaba libre de toda sospecha y mi intuición por los suelos, totalmente desacreditada. Todo lo cual era un indiscutible bien porque no me gustaba en absoluto que Alejandro fuera un traidor, y me sentía aliviada, como me había sentido aún más aliviada al poder hablar con mis padres por teléfono después de haberlos imaginado yacentes y fríos sobre las baldosas de la cocina. Pero a nadie se le oculta ya el significado de esa visión -la de la muerte-, que tan frecuentemente se produce en la imaginación de los hijos referida a los padres y, por lo que me han contado y todavía con mayor intensidad y horror, también en la de los padres respecto a los hijos. Ese escondido deseo de independencia y liberación que, llevado al límite de la muerte, nos sumerge en el dolor, las lágrimas -me consta que algunas personas lloran imaginando, sólo imaginando, un suceso así- y la culpabilidad, de donde regresamos bien dispuestos a asumir nuestra carga y nuestra dependencia o sumisión. De manera que la hipótesis de la traición de Alejandro podía revelar mi deseo de traicionarle yo -cosa que había hecho, aunque sólo por espacio de unas horas-, y, para confirmar esa nueva hipótesis, me sorprendí pensando que ya no tenía ganas de llamarle.
En Madrid, al bajar del avión, volví a respirar aire caliente. El aeropuerto estaba lleno de personas que habían concluido sus vacaciones. Los compadecí, por las vacaciones, por el regreso o por sus vidas. Estaba invadida por un absurdo deseo de venganza, tal vez porque nadie me esperaba en Madrid y aquel viaje había sido cansado y aburrido. Pero todas aquellas personas parecían felices, rodeadas de sus bolsas y maletas, vociferantes, morenas, dificultando el paso de los demás, pletóricas porque sus planes se habían cumplido, ostentosas en su colmado descanso, renovada su exasperante disponibilidad para el trabajo. Me puse a la cola de los taxis, sin dirigirles una sonrisa, sin desearles, por lo menos, ni un grado de felicidad más. Y entonces recordé que hacía un año también me había puesto en la cola de los taxis, de vuelta de mi viaje a Oriente, y allí me había despedido de Mario, a quien tan pocas veces había visto a lo largo del año. Y lo lamenté, porque fuera lo que fuese lo que nos hacía acudir uno al otro cada cierto tiempo y lo que más tarde nos llevaba a la despedida, tenía su parte inocente y de emoción. En aquel momento, me atravesó fugazmente, me nubló repentinamente la vista.
Al fin, un taxi me llevó a casa. Mi casa vacía, con las persianas echadas y las ventanas cerradas, las fundas sobre los sillones y un ambiente de desolación. Mi casa de siempre. Tal vez la tía Carolina había muerto ya y Alejandro estaba presidiendo los funerales del brazo de su madre y todos los vecinos de El Saúco estaban desfilando ante ellos para darles el pésame, envidiándoles, en realidad, porque eran los nuevos propietarios de la casa y de la fortuna de su dueña.
Sobre la mesa camilla, frontera que protegía a mi madre de toda interferencia en su intimidad, estaba el correo: lo había subido el portero, encargado, también, de regar las plantas. Había cumplido: las plantas ocupaban más espacio y parecían más verdes que nunca, más llenas de vida. Y una torre de cartas de todos los tamaños descansaba sobre la mesa, como si, atribuyéndose una cualidad humana, se hubieran propuesto conscientemente agradarme, a sabiendas de que los regresos son difíciles y se necesita, al menos, la simbólica presencia, el testimonio, de otras personas que por una u otra razón se dirigían a mí.
Dos cartas llamaron mi atención. Sellos y matasellos extranjeros. Se destacaban entre la propaganda y un par de tarjetas de hermosas ciudades y playas: un sello de Londres, otro de Honolulú. Los nombres escritos en remites no me dijeron nada, pero podían ser falsos. Volvía el mundo de los espías, de la KGB y los servicios secretos de nuestra civilización occidental. Cogí el sobre que venía de Honolulú. Mejor empezar por lo más desconocido y más lejano.
Mientras rasgaba el papel, imaginé un calor aún mayor que el que reinaba en mi casa sofocante, un sol ardiente que quemaba la arena y las hojas de las palmeras, que recalentaba el aire bajo las sombrillas, y gente desocupada con camisas de dibujos de flores, gorras blancas de visera, gafas oscuras de sol, mujeres de brillantes cuerpos bronceados en bikini que pasan, sonriendo, junto a un hombre que toma lentamente un batido de frutas.
Me senté en el sofá. Desdoblé la carta y busqué la firma: Gudrun Holdein. Aunque James no me lo hubiera anunciado, yo siempre había sabido que volvería a escuchar o leer ese nombre. Allí estaba. Desde Honolulú. Traté de tragar saliva y no pude. La sequedad atenazó mi garganta. Fui a buscar un vaso de agua. Subí las persianas y abrí la ventana del cuarto de estar. Eran las cinco de la tarde y entraba calor, pero al menos se renovaba el aire atrapado durante más de una semana, si es que el portero no había realizado la higiénica operación de airear la casa cada noche, cuando había subido a regar las plantas.
Leí:
Querida amiga: le extrañará recibir esta carta mía desde Honolulú, pero he aprovechado el viaje de un amigo para que le envíe él la carta. Desde donde yo estoy, no le llegaría nunca. Tenía algo que decirle antes de que las cosas empeoren y ya no tenga oportunidad de escribirle. Mi vida se va a hacer muy difícil a partir de ahora. Echaré de menos mis viajes y todas las experiencias que me han proporcionado. Una de ellas fue conocerles a ustedes. La gente que he conocido en mis viajes me ha reportado más satisfacciones que los más bellos monumentos, allí donde las culturas fueron dejando su huella, y los más impresionantes paisajes, en los que ningún hombre se ha internado todavía. He disfrutado mucho sacando fotografías de las ciudades que he visitado y de los paisajes que se deslizaban delante de mí, porque los paisajes siempre se deslizan y nunca te pertenecen. Las ciudades son más acogedoras, mientras encuentres un viejo hotel agradable, un restaurante discreto y un café donde pasar las horas muertas de la tarde. Ésa ha sido mi vida durante mucho tiempo, pero ya no tengo conmigo ni el álbum donde he ido pegando mis fotografías. He llevado una vida ambulante y eso me ha permitido estar atenta a los detalles más superficiales y más indicativos de las vidas humanas. La gente, incluso la gente más desgraciada, quiere consolarse de cualquier forma y muchas veces a cualquier precio. Es el instinto de la supervivencia lo que empuja a este mundo tan insatisfactorio que a veces soñamos con hacer mejor. Como cualquier otra persona, he tenido ideales y ambiciones y también fe. No sabría decirle si la sigo teniendo. Perseguimos la bondad inútilmente, sólo porque alguna vez nos deslumbró su destello. El único camino por el que avanza el tiempo es el del envilecimiento, la crueldad, el egoísmo. Darle a todo esto el nombre de arrepentimiento sería falso, porque estoy convencida de que, de vuelta al mundo, del que ya estoy apartada y del que cada día me alejaré más, volvería a enredarme en esa hermosa cadena de idas y venidas que seguramente acabaré por olvidar. Le escribo antes de olvidarme por completo, antes de que la memoria se paralice o me traiga recuerdos que nunca he vivido, que borre todo impulso de amor.
Querida amiga, interprete estas líneas como un desahogo de una mujer mayor a la que ya no le queda esperanza ni ilusión, una leve protesta a desaparecer sin dejar tras de mí la más mínima huella. Si algo me queda por decirle, si es que he conseguido expresar este conjunto de emociones que todavía desean formularse y perdurar, si algo, en fin, me queda por explicarle, es por qué me dirijo a usted en estos momentos de desolación. Usted despertó en mí un viejo, eterno sentimiento, la única emoción por la que merece la pena vivir y sin la cual morimos lentamente. Le estoy hablando de amor, sí. Ya no me avergüenza decirlo. No tendría sentido avergonzarse de un sentimiento tan hermoso. Me permití darle el brazalete, expresión de mi amor, y no del de aquel muchacho, y mentirle al respecto, pero no quiero dejar esta mentira detrás de mí, sobre todo, cuando mi regalo se ha vuelto contra mí y tengo la necesidad de declarar que de eso sólo yo tengo la culpa, por haberle mentido. Soy yo quien la ama, quien la tiene siempre en mis pensamientos y en mi corazón. Mi gratitud es inmensa si todavía está usted allí, sosteniendo este papel donde escribiré mi nombre por última vez sabiendo, de todos modos, que usted lo está leyendo, dedicándome un recuerdo. Su hermosa mirada en la piscina del hotel Imperial, esa mirada que traté de cristalizar en una simple y humilde fotografía, es lo que me sostiene todavía. Y lo terrible es saber que también eso desaparecerá de mi memoria.
Adiós, amiga Aurora. Su hermoso nombre es, también, un motivo de alegría. Que el destino le reserve felicidad y amor.
Gudrun Holdein
Gudrun Holdein, espía rusa, como una vieja película en blanco y negro. Sentí de nuevo una intensa sequedad en la garganta. Fui a la cocina a llenar mi vaso de agua. Cambié de parecer y me serví whisky. Tal y como había vaticinado James, las noticias de la señora Holdein habían llegado hasta mí. Ignoraba, de momento, si él había previsto la forma que esas noticias tendrían: un mensaje sentimental y desesperado, una declaración de amor. El adjetivo que mi madre aplicaba a Raquel acudió a mi cabeza: pobre señora Holdein, me dije. Y en cierto modo me alegré de haberle ocultado a James la temblorosa proposición que ella me hizo en casa de mis padres.
Honolulú, leí de nuevo en el remite. Ese nombre, de por sí un poco cómico -las ciudades relacionadas con la señora Holdein eran así: Katmandú, Honolulú, como si las escogiera conscientemente, tal vez con el propósito de hacerse perdonar la difícil, casi desagradable sonoridad de su nombre- era lo único que restaba algo de dramatismo a su carta.
Entre todas las declaraciones que acababa de leer, había una que me intrigaba especialmente: la que se refería a mi brazalete. Quedaba ya establecido que el regalo había sido suyo, pero ¿de qué manera se había vuelto contra ella?, ¿con qué objeto James me lo había pedido y qué uso había hecho de él? Cogí la carta proveniente de Londres con la sospecha de encontrar las respuestas a esas preguntas, como de hecho, al menos, en parte, fue.
La carta, como había supuesto, era de James Wastley. En su correcto inglés, había escrito:
Querida Aurora: antes de nada, quiero agradecerte tu colaboración y disculparme porque no puedo cumplir mi promesa de devolverte el brazalete que te regaló la señora Holdein, ya que es completamente seguro que fue ella quien te lo regaló y no, como te dijo, Ishwar. A decir verdad, cuando te lo pedí, no estaba seguro de que pudiera recuperarlo, pero tampoco preveía que tal cosa sería imposible. Ahora que todo ha terminado, no puedo por menos que darte una explicación y excusarme por el margen de engaño que hubo en nuestro encuentro. Sospechábamos que la señora Holdein te había dado algo y lo queríamos porque podía suponer una prueba de sus veleidades -vamos a llamarlas así-, una prueba en sí misma insuficiente, pero que unida a otras serviría para desacreditar a Gudrun Holdein a los ojos de la propia KGB, que era el objetivo que teníamos que alcanzar. Queríamos que cayera en desgracia dentro de su mismo aparato. Ése es el método más eficaz. Parece, aunque no lo hayamos podido confirmar, que además el brazalete había sido robado de una colección de joyas antiguas a la que la señora Holdein tenía acceso. El caso es que la jugada -"nuestra" jugada, la del servicio secreto- ha funcionado. La señora Holdein se enamoró de ti en Delhi, lo comprendí enseguida. Tu aventura con Ishwar no me pudo ocultar lo que estaba sucediendo. Y desde Delhi supe que tú podrías aportar una prueba para su descrédito y caída.
Por si te sientes culpable de haber contribuido a la caída de la señora Holdein, cosa que comprendería perfectamente, porque desde el punto de vista personal ella no te ha hecho ningún daño y es inútil que te pida que adoptes nuestro punto de vista, te diré que el plan hubiera funcionado de todos modos, con o sin ayuda de tu pulsera. Gudrun Holdein estaba ya acorralada. Sólo era cuestión de tiempo.
Ya no es probable que vuelvas a tener noticias suyas. La KGB es bastante estricta con las veleidades -de nuevo acudo a esta palabra vaga y amplia- de sus agentes y en realidad, y eso es lo grave, no se ha podido demostrar para qué vino la señora Holdein a España. Si algo no tolera el aparato es que se hagan costosos desplazamientos que, bajo la excusa de una misión especial, se revelan luego totalmente ajenos a sus intereses. Corrupción, tal vez robo, y desviación sexual, ¿qué más quieres?
Sin embargo, no hay que cargar las tintas y en algunos asuntos hay que decir la verdad. Hemos investigado la muerte de Ángela y creo que estoy en condiciones de asegurar que la señora Holdein no tuvo nada que ver con ella. Vio a Ángela, desde luego, y tal vez hasta le propuso, más o menos veladamente, que colaborara con la KGB. Estoy casi seguro de que lo intentó, aunque no conocemos la respuesta de Ángela. Lo que sí sabemos es que Ángela sufría desvanecimientos y ataques de pánico. Estaba trabajando una tarde por semana en casa de una señora que le había pedido asesoramiento fiscal. Se desmayó en la casa, a media tarde, y cuando la señora la acompañaba a su casa en un taxi, sin que pueda explicarse porqué, Ángela abrió la puerta del taxi y se tiró a la calle. Murió inmediatamente, arrollada por un coche, eso ya lo sabes. No se supo nada de esa señora hasta que ella misma se presentó a la policía y parece que se ha verificado su versión. Una rara historia, en todo caso, pero cierta.
Pero esto no es todo, desde luego. Sigue quedando lo principal. Cuando tus ojos se cruzaron con los míos en el viejo restaurante de Delhi, decidí utilizarte y seducirte, las dos cosas a la vez. Sabía que habíamos concertado un encuentro, y sabía que tú también lo sabías. En eso, ninguno de los dos fuimos inocentes. Admítelo. De eso no me arrepiento. Dejemos a Ishwar e incluso a la señora Holdein fuera de este juego. Son en eso más inocentes que nosotros.
Pero el juego se ha terminado. Tuvo un par de buenos momentos. Si te escribo esta carta es porque no se han perdido. Yo siempre los guardaré.Y prefiero que sepas cómo han sido las cosas. Hasta siempre.
James
El juego se había terminado, desde luego. Para James, para la señora Holdein y para mí. Tuve la tentación de sentirme ofendida, por haber sido utilizada contra la señora Holdein sin contar con mi completa aquiescencia. Habían sido crueles con ella. Tuve la tentación de sentirme culpable. Pero tampoco la señora Holdein había jugado limpiamente conmigo. ¿Quién juega limpiamente? Y era lo suficientemente orgullosa como para no creer que James me había llevado a la cama -al lecho, hubiera dicho Alberto Villaró- sólo para poder pedirme después, con más confianza, el brazalete. ¿Qué habría dicho -y pensado- la señora Holdein a la vista del brazalete? En su carta, no me hacía ningún reproche. Era tarde para hacer reproches y todos debíamos de saber bien que por lo demás los reproches son completamente inútiles. Yo había sabido desde el mismo momento en que vi a James aparecer por la puerta del bar del hotel de Delhi que James era una persona acostumbrada a jugar con ventaja, pero había querido jugar. Pobre señora Holdein: ésa era la única y real conclusión.
Todo lo que me había sucedido era resultado, a fin de cuentas, de mi predisposición innata para el enredo, en el que caía, una y otra vez, por curiosidad, por deseo de gustar y conquistar, por huir del aburrimiento o del vacío, o simplemente por huir. De todas las personas que habíamos pasado unos días en Delhi, comiendo, bebiendo o acostándonos con posibles espías, únicamente yo les había hecho pensar que podían utilizarme o conquistarme, debido, seguramente, a un fallo ostensible de mi carácter: demasiada disponibilidad.
Me serví más whisky. Eran las seis de la tarde y no tenía nada que hacer excepto seguir bebiendo y decirme que tal vez debería andarme con más cuidado y apartarme de todas las personas sospechosas que me miraban fijamente, con insistencia, Dios sabe con qué intenciones.