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3

Me despertó el teléfono. En el cuarto había claridad, porque las contraventanas no habían sido cerradas, yo estaba vestida y cuando intenté levantar mi cabeza de la almohada no pude: me pesaba y me dolía. Ese estado lamentable en el que me encontraba coincidía con el vago recuerdo de haber llegado a mi cuarto desorientada y mareada y, a pesar de no encontrarme en las mejores condiciones físicas, me alegré de encontrarme allí, en mi cama y entre mis cosas. Siempre reconforta despertarse en la propia cama; es un signo de estabilidad que tranquiliza.

Mientras mi mano trataba de alcanzar el teléfono, se abrió paso, entre aquellas sensaciones confusas, la esperanza de que surgiera de aquel aparato cuyo timbre me había sobresaltado, la voz algo ronca y la especial entonación del inglés de Ishwar. Sin embargo, hube de enfrentarme a una voz femenina:

– Soy Ángela -dijo la voz-. Ayer por la noche nos perdimos y tuvimos que volver al hotel. No nos dijisteis a dónde ibais y el chófer conocía varias discotecas modernas en Nueva Delhi. Estábamos muy cansados y nos dio pereza investigar. Hoy vamos a ir al Taj Mahal. Hay un sitio en el coche, ¿os apetece venir?

Miré mi reloj. Eran las siete de la mañana. Debía de haber dormido cuatro horas. No recordaba bien quién era Ángela, si la funcionaria que venía de Sri Lanka o la mujer del especialista en algas marinas.

– Si os decidís, estaremos en el vestíbulo dentro de media hora -insistió ella-. Va a merecer la pena.

Cuando colgué, traté de poner orden en mi cabeza dolorida, únicamente atenta a su malestar, e incapaz de contener una sola idea. Tuve que forzarla y conseguí pensar en Mario, a quien la voz femenina había hecho extensiva la invitación de ir al Taj Mahal y a quien yo no tenía ningún deseo de ver, todavía molesta por haberme sacado de forma tan tajante de la discoteca, haciéndome abandonar a Ishwar. Su comportamiento, que la noche anterior, pese a todo, me había parecido sensato y razonable, a la luz de la mañana perdió algo de justificación. De ninguna manera quería pasar el día con Mario; bastante había hecho con servirle de interlocutora atenta y cordial durante las etapas anteriores del viaje, bien aderezadas con trascendentes divagaciones semifilosóficas. A Mario, pues, lo descarté y no lo llamé. Desde luego, yo quería localizar a Ishwar y aunque podía esperar y tratar de buscarlo a una hora más prudente, me invadió el temor de tener que pasar el día esperándole inútilmente, lo que me remitía al estado en que había pasado aquel año, siempre a la espera de la llamada de Fernando. Demasiado bien sabía yo lo que es pasar las horas a la espera de una llamada. Aun cuando no estaba segura de poder pronunciar correcta mente el nombre de Ishwar, llamé a recepción y pedí que me pusieran con él. Me entendieran bien o mal, no dudaron, y en seguida escuché el timbre del teléfono sonar y sonar, sin que nadie contestara. Si es que el recepcionista había entendido bien el nombre de Ishwar tan malamente pronunciado por mí, y ésa era su habitación, estaba vacía. Ishwar no había pasado la noche en el hotel. Volví a llamar a recepción y pregunté si la llave de Ishwar estaba en el casillero. Estaba.

Decidí ir al Taj Mahal, por razones nada turísticas, sólo por no quedarme sola en el hotel en una espera inútil, por la misma razón, a fin de cuentas, por la que me había embarcado en aquel viaje con Mario. El miedo, o el temor, muchas veces, nos hace avanzar y por eso, a pesar de padecerlo y odiarlo, no la tengo por la peor de las emociones, si no es muy intenso.

Me metí bajo la ducha, me vestí y pedí el desayuno. En el vestíbulo me esperaba Ángela, que resultó ser la funcionaria, y en seguida apareció el matrimonio. Me preguntaron por Mario, y les dije que no sabía nada de él. Debía de estar dormido porque nos habíamos acostado muy tarde. Pregunté si su llave estaba en el casillero y me dijeron que no. Entonces se me ocurrió dejarles unos recados a los dos, a Mario y a Ishwar, lo que me pareció casi una genialidad dado el estado lamentable de mi cabeza.

La carretera del Taj Mahal estaba tan llena de obstáculos como las calles de Delhi. Coches, autobuses, motos, carros, carromatos, camellos, vacas y muchas personas la cruzaban sin mirar nunca hacia los extremos de la carretera. Pero el campo estaba vacío. Tenía un color amarillo, ocre. En grandes charcos de agua sucia, las vacas parecían hundirse y dormitar para siempre. El calor caía sobre el campo, mientras nosotros, a salvo, lo atravesábamos envueltos en el aire acondicionado del coche. En unas obras de la carretera, una mujer con un sari naranja y azul turquesa nos miró, remotamente curiosa, con sus ojos ribeteados de un color negro intenso. Llevaba en las manos un enorme ladrillo, y su cuerpo se inclinaba hacia adelante, vencido por el peso. Su muñeca estaba cubierta de pulseras de plata y marfil. Debía de ser incómodo trabajar con ellas, pero seguramente eran sus únicas posesiones y no se quería separar de ellas ni un segundo. Pensé eso que se piensa algunas veces: cómo hubiera sido mi vida de haber sido yo esa mujer. Es un pensamiento que te llena de melancolía y te da, momentáneamente, una ambigua impresión de profundidad e insignificancia. A mí me consoló, no sé de qué, seguramente de estar entre personas que apenas conocía y que no me podían interesar en aquella mañana de resaca y dolor de cabeza.

Fue un viaje largo, más largo de lo que yo había imaginado, en mi ignorancia de las distancias y mi poca o nula tendencia a consultar las guías, tarea que hasta el momento siempre había asumido Mario; y mi arrepentimiento por haberme decidido a hacerlo fue en aumento, conforme más nos alejábamos de Delhi, que era donde yo quería estar, y adonde era de prever íbamos a regresar muy tarde. Después de alguna parada para poner gasolina, que siempre aprovechábamos para comprar botellas de agua mineral fría, el taxista nos dejó en nuestra meta: a la entrada de los jardines del Taj Mahal, en medio de una multitud de turistas, en su mayoría hindúes. Nos mezclamos con ellos y fuimos acercándonos al Taj Mahal mientras íbamos cubriéndonos de sudor.

Antes de atravesar la puerta principal, había que descalzarse o ponerse unas terribles fundas de lona. Pero el suelo ardía y no tuvimos más remedio que cubrir nuestros pies con aquellas pesadas y enormes fundas. Recorrimos magníficas estancias y patios, arrastrando los pies por el suelo sagrado. Yo estaba demasiado cansada y hacía demasiado calor. Había demasiada gente a mi alrededor y el Taj Mahal era demasiado grande. Brillaba, blanco y majestuoso, bajo el sol, y cegó mis ojos.

Dimos la vuelta al imponente edificio y nos asomamos al río. Un río marrón, ancho, detenido, levemente agitado por una corriente de aire. Ese río fangoso parecía no avanzar hacia ninguna parte y sentí una gran simpatía por él, casi identificación. Me apoyé en la balaustrada y dejé que mi imaginación atravesara el río, porque lo mejor siempre está en la otra orilla, donde el campo amarillo seguía extendiéndose hacia el infinito, salpicado sin duda de aldeas polvorientas donde vivirían mujeres vestidas con saris de colores vivos, ojos muy pintados y brazos cubiertos de pulseras.

– Me siento muy mal -dijo, a mi lado, Ángela-. Creo que me voy a desmayar.

Me volví y la vi, pálida y con los ojos casi cerrados. Entre los tres la llevamos de vuelta al coche, aunque no fue fácil dar con él en aquel aparcamiento lleno de coches y sin una sola sombra. Una vez localizado, el conductor nos recomendó que fuéramos a un hotel a pasar las peores horas del calor. Nos lo dijo por señas, pero lo entendimos perfectamente. En los aseos del hotel nos empapamos en agua fría, literalmente, de la cabeza a los pies, y tal vez esa escena se hubiera guardado en mi memoria como el mejor momento de aquella excursión -todavía puedo rememorar la sensación del agua fría sobre mi cuerpo-, si no hubiera sucedido, mucho después, lo que por desgracia sucedió y que lo transforma en recuerdo doloroso. Y lo mismo ocurre con la conversación que, mientras, ya repuestos, devorábamos un grueso solomillo y bebíamos ávidamente grandes jarras de cerveza helada, se desarrolló en el comedor del hotel. Ángela habló de sí misma, de la función esencial que en su vida tenía el trabajo, de la necesidad que sentía de estar siempre ocupada, para lo cual adquiría más compromisos profesionales de los que seguramente era capaz de cumplir. No le presté demasiada atención porque mi cabeza estaba en otra parte, cada vez más centrada en el recuerdo de la noche anterior, y aunque sé que mis comentarios no hubieran solucionado ninguno de sus problemas, perdí para siempre la oportunidad de ofrecerle mi amistad o mi capacidad de comprensión, si es que la tengo, y eso siempre es dramático. El tiempo se nos escapa de las manos, no se puede volver atrás y cambiar nuestras reacciones, con tanta frecuencia injustas o indebidas. Pero ya nada puede hacerse y sólo me queda lamentarlo.

Durante el viaje de vuelta, me quedé dormida, y eso hizo que al llegar a Delhi me sintiera mejor, aunque más inquieta, sin saber si encontraría a Ishwar o no lo volvería a ver en mi vida.

Sin embargo, lo vi en seguida, nada más traspasar el umbral de la puerta del hotel. Estaba sentado en una de las butacas de terciopelo oscuro y gastado del vestíbulo, con un cigarrillo entre sus delgados dedos. Se levantó y me abrazó como si no nos hubiéramos visto en mucho tiempo, o como si las circunstancias de nuestra separación hubieran sido trágicas.

– Creí que no llegabas nunca -susurró a mi oído-, que a lo mejor habíais decidido quedaros a dormir en alguna parte. Llevo todo el día esperándote. Encontré tu recado cuando volví al hotel, esta mañana.

– ¿Qué pasó anoche? -le pregunté-. Mario me obligó a marcharme de la discoteca.

– Lo sé -rió-. Le he visto hoy. No pasó nada, en realidad. Acabé haciéndome amigo del vigilante. Es un buen tipo. Siempre se ha podido fumar allí. No sé por qué diablos actuó así. Pero luego se le pasó. Hemos estado por ahí toda la noche, una noche endiablada. Yo lo que quería era estar contigo.

Los españoles se despidieron de mí mientras Ishwar me iba llevando por el pasillo hacia el bar.

– Vamos a brindar por nuestro reencuentro con un cóctel Imperial -propuso-. Son la especialidad del hotel.

– Almorcé con tu amigo Mario -me dijo, mientras esperábamos los cócteles-.Es muy simpático. Ha salido a cenar con Aziz y otros amigos.

– ¿Sabes que Aziz desconfía de ti? -le dije, tal vez molesta con aquella tolerancia-. Ayer nos dijo que no estás aquí esperando a un productor de cine.

– Aziz es el tipo más embustero que he conocido en mi vida -dijo Ishwar rápidamente, siempre con una sonrisa en los labios- además del más idiota. Según dice, viene a Delhi a visitar clientes, pero jamás le he visto concertar una cita con uno sólo de ellos. ¿Qué tiene? Sólo una carpeta con fotografías. Y bien sucia, por cierto. ¿Quién puede querer comprar nada a Aziz? Pero es verdad que su padre tiene un negocio de antigüedades en Calcuta. Lo sé porque lo he visto con mis propios ojos. James y yo fuimos a visitarlo cuando estuvimos en Calcuta el año pasado.Y entonces entendimos por qué Aziz viaja tanto. Es su padre quien le hace viajar. Es un tipo avaro y muy inteligente. Es viudo, pero todavía es joven. Aziz tiene una mujer muy hermosa. Cuando tienes una mujer así, hay que tener cuidado. Pero Aziz es un pobre hombre y no se da cuenta de nada.

Los cócteles llegaron. Dejamos de hablar de Mario y de Aziz. Brindamos. El cóctel Imperial sabía a gimlet, bebida que no es en absoluto indicada para cualquier ocasión y que en aquel reencuentro resultó perfectamente apropiada. De forma que cuando terminamos los cócteles, Ishwar me invitó a tomar otro, pero esa vez en su habitación.

Su cuarto daba, aún más que el mío, la impresión de apartamento, de vivienda. Tenía dos camas, dos cómodas y un gran tocador, además de una chimenea de mármol como la de mi cuarto y tres ventanas de guillotina.Abrió una cómoda y apareció un aparato de música.

– Música sentimental india -anunció, apretando un botón.

Me asomé a una de las ventanas.

– Estás muy bien instalado -dije.

– Las ventanas dan a la piscina -dijo-. Es una habitación muy buena, es cierto. Se la dan siempre a James. La reservan para los clientes fijos. Lo de la música es cosa suya. No puede vivir sin música, sobre todo, sin óperas.

De James me habló más y algo más tarde. Entretanto, bebimos otro cóctel Imperial y no hablamos mucho, pero lo que entonces sucedió es algo que sólo nos concierne a Ishwar y a mí y todo lo que podría decir sería inadecuado o insuficiente y, además, aunque yo no haya olvidado aquel rato en la habitación de Ishwar que precedió a la conversación sobre James, fue esa conversación la que, mucho más tarde, tuvo que ser reproducida en mi memoria más de una vez para hacerla coincidir con otra versión que repentina e inesperadamente se me ofreció. Lejos de saber que yo habría de evocarla más adelante, en aquel momento de intimidad la escuché atentamente porque me interesó y desconcertó un poco, y me pregunté si no existiría alguna razón para que Ishwar me la contara.

Teníamos hambre y encargamos unos sándwiches y algo de vino al servicio de habitaciones. La voz algo ronca de Ishwar sonó más suave. Hablaba en su idioma y era una voz cómplice. Es extraño escuchar un idioma que no entiendes en absoluto. Es de suponer que dicen aquello que te han dicho que van a decir, pero pudiera ser que no. El camarero apareció al poco rato en el cuarto con nuestro pedido, que dejó sobre la mesa, y cruzó unas palabras con Ishwar. Me sonrió e inclinó la cabeza. Yo estaba en la cama de Ishwar, y llevaba puesta una camisa suya. Una clase de escena con la cual los camareros del servicio de habitaciones, sobre todo si son llamados en la madrugada, debían de estar muy familiarizados.

– Nos conocimos en Londres -dijo, mientras terminábamos la botella devino-. Él todavía no se dedicaba a producir películas. Vivía con un chico alemán. Creo que se llamaba Klaus. Los dos eran muy aficionados a la ópera, según supe después. Eso era lo que los unía. La ópera, como ya te he dicho, es la gran pasión de James. No sé muy bien a qué se dedicaba James por entonces. Creo que sólo bebía. Los había visto alguna vez por la calle, a los dos. No miraban a la gente. Andaban sin mirar a su alrededor. Me había cruzado con ellos varias veces, pero jamás me habían mirado. Una tarde vi a James a la puerta de mi casa. Iba solo y se tambaleaba. Al fin, cayó al suelo, desvanecido. En ese mismo momento, no sé de dónde, surgió el alemán. Se acercó corriendo a James y empezó a dar gritos. Imaginé que lo había estado siguiendo.

"Yo también me acerqué. Primero, porque estaban a la puerta de mi casa y segundo, porque no me importaba ayudarlos. Podía hacerlo. Estaba estudiando medicina. Cogí la mano de James, le tomé el pulso y le dije al alemán que todo lo que había que hacer era sacarle la borrachera del cuerpo, había que bañarle, darle friegas y hacerle beber tazas de café muy caliente. El chico, que seguía hablando en alemán, se puso a llorar. Supongo que estaba verdaderamente asustado. Bueno, le dije que ésa era mi casa y que si me ayudaba a levantar a su amigo lo podíamos subir hasta mi apartamento y tratar de reanimarlo. Si no lo conseguíamos, podíamos llamar a una ambulancia y llevarlo al hospital, pero probablemente no haría falta. El chico dudó un poco, pero al fin dijo que de acuerdo. Subimos a James hasta mi piso, lo desnudamos, lo metimos en la bañera, le di friegas y lo envolvimos después en un albornoz. Al fin, James abrió los ojos y nos miró, pero aún tardó un rato en hablar. Fue después de tomar dos tazas de café bien cargado cuando, mientras paseaba los ojos por mi habitación, preguntó: "¿Se puede saber dónde estoy? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí, Klaus?". Había algo en el tono de su voz que hacía pensar que bromeaba, que no era capaz de tomarse en serio nada. Luego se dirigió a mí. "¿Eres tú quien vive aquí?", me preguntó. Klaus, ya en inglés, le explicó lo que había pasado. "Así que pensabas enviarme al hospital", dijo James. "Si ya te encuentras bien, llamo a un taxi y volvemos a casa", dijo Klaus. Pero James volvió a pasear su mirada por el cuarto. "Me gusta este cuarto", dijo, "se está bien aquí". Me preguntó de dónde era yo y me pidió algo de comer. Freí huevos con bacon para todos. Klaus no quiso comer nada. Nos miraba silencioso. Cuando terminamos de comer, James empezó a hablar. Me contó que un tío suyo había muerto en la India, en Bombay, y que siempre había querido visitar la India para tratar de comprender por qué aquel hombre culto, rico y cínico había abandonado su país, su familia y todas las comodidades para ir a vivir en un agujero infecto, una casa de vecindad en el corazón de Bombay. Y había muerto en ese agujero infecto, enfermo y depauperado. Debía de estar bastante desesperado para hacer una cosa así, o había hecho un descubrimiento importante. Lo curioso era que nunca había demostrado el menor interés por la humanidad; no era un hombre con preocupaciones religiosas o sociales. Al menos, por lo que sabía él.

"El caso fue que James se quedó aquella noche en mi apartamento. Cerca del amanecer, Klaus se marchó. James se había tomado media docena de tazas de café y no podía dormir. Dijo que iba a intentar dejar de beber. Y lo intentó. Es algo que intenta de vez en cuando -sonrió-. Algo más tarde, alquilamos un piso más amplio y nos mudamos a vivir juntos. Vinimos a la India y empezamos con lo de las películas. Se le ocurrió a James. Dice que en ninguna parte del mundo ha visto tanta necesidad de contemplar la pantalla iluminada en la oscuridad. Debe de ser cierto. Nos va muy bien ahora. Hacemos siempre la misma película, con pequeñas variaciones. Amor y un poco de suspense. Final feliz. Bien, ésa es nuestra vida, entre Londres y la India. No es mala.

Nuestros platos estaban vacíos, quedaba muy poco vino, el cenicero estaba lleno de colillas, y dejé de preguntarme por las razones de aquella historia. A algunas personas les gusta contar episodios de su vida en la cama, algunas personas se vuelven locuaces en momentos así. Apagamos la luz, apartamos los platos y los vasos y nos deslizamos bajo las sábanas, al encuentro del sueño. Pero hace muchos años, desde que se casó mi hermana Raquel, que duermo sola, y después de escuchar durante un rato la profunda y rítmica respiración de Ishwar, concluí que la respiración de los hombres es siempre demasiado ruidosa y su facilidad para abandonarse al sueño algo irritante y poco alentadora, por lo que, sin hacer ruido, salí de la cama y de la habitación y me encaminé a las mías, andando de nuevo un poco perdida y desorientada por los pasillos del hotel, habitualmente en penumbra y ahora blanqueados por la pálida luz del alba.