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4

Pasé la mañana durmiendo y a primera hora de la tarde fui a la piscina, donde me encontré con el grupo de españoles. Nadé, como de costumbre, hasta sentirme agotada, ya no para cansarme más y poder dormir mejor, sino por una necesidad casi histérica de batallar, golpear el agua, y vencer mi propia resistencia. He estado a un paso de convertirme en una fanática del deporte, pero me ha faltado voluntad. No obstante, algunas veces resulto una nadadora bastante convincente.

Después de recorrer la piscina varias veces, vi, a través de las gafas, a la señora alemana en el mismo lugar en el que estaba hacía ya dos tardes y, como entonces, me estaba observando con sus indagadores ojos azules.

Cuando salí del agua, había trasladado su hamaca junto a las nuestras y hablaba animadamente con mis compatriotas. Tenía una máquina de fotos en el regazo, pero esta vez no se trataba de la Polaroid sino de una Nikon. Estaba interesada en el retrato y nos pidió que posáramos para ella. Nuestras caras eran muy interesantes.

No me entusiasma que me hagan fotografías, que suelen devolverme una decepcionante imagen de mí misma que tiendo a considerar, en un súbito ataque de vanidad maltratada, un poco injusta. Pero todos aceptaron y parecía absurdo negarse.

Fuimos desfilando uno por uno ante el bordillo de la piscina.

– Por favor -decía ella-, mira al objetivo y piensa en algo bueno.

El ancho río marrón que parecía detenido a las espaldas del Taj Mahal llenó en aquel momento mi cabeza. ¿Era algo bueno?

Me duché, me arreglé y fui a hacer unas compras alrededor del hotel. Cuando volví, me encontré con un mensaje de Ishwar. James Wastley había llegado. Me esperaban, los dos, en el bar, a las ocho. No faltaba mucho para la hora de la cita y decidí encaminarme hacia el bar, mientras miraba los escaparates de las tiendas del pasillo. Entonces me crucé con la alemana, otra vez la alemana, y creo que empecé a sospechar que nos seguía, dada su persistente voluntad de unirse a nosotros. No era sólo que se pareciera a Gisela Von Rotten, y que ese parecido, como todos los parecidos, resultara inquietante, era que había algo raro en su forma de mirar directamente a los ojos, como si quisiera encontrar en las personas algo de cuya existencia sólo ella estuviera enterada. Me preguntó si me dirigía al bar e insistió en invitarme a una copa. Tenía que probar el famoso cóctel Imperial. Yo ya lo había probado, aunque no le di ninguna explicación. Y, de todos modos, me dirigía al bar y necesitaba tomar algo que me animase, porque empezaba a sentirme sin fuerzas, y la perspectiva del encuentro que me aguardaba aún me debilitaba más.

Nos sentamos como viejas amigas en un rincón del bar, sobre sillones de cuero negro que, como el resto de la decoración, trataban de sugerir la idea de un pub inglés.

– Qué facilidad tienen los españoles para hacer amigos -dijo la alemana-.Llevo años viniendo a este hotel y apenas conozco a nadie. A uno de los chicos hindúes que cenaron la otra noche con ustedes lo he visto en compañía de un inglés. A ése sí lo conozco. Cené una vez con él. Es un hombre muy interesante, muy educado. Estuvimos hablando de ópera. Me gustan mucho las óperas. Siendo alemana no resulta raro, ¿verdad? -rió-.Las óperas son solemnes y grandiosas. Puro espíritu alemán. Alemán e italiano, desde luego. No hay que olvidar a los italianos, desde luego que no. Me gustan ustedes, los españoles, porque son grandiosos, pero no solemnes.

Era la típica conversación que se establece entre dos extranjeros en un lugar de tránsito. No se me ocurrió contradecirla, no sólo porque a lo mejor tenía razón, ya que todas las generalizaciones se fundamentan sobre algo cierto, sino por zanjar cuanto antes ese aburrido asunto.

– Fui muy feliz en España -siguió, ahora con cierta nostalgia-. Me encariñé con mi pupila, una niña muy difícil. Todavía nos escribimos. Siempre me dice que vaya a verla, y algún día iré. Tal vez pronto.

Parecía muy animada, aunque apenas había probado su cóctel.

– Como le dije la otra noche -siguió, tan imparable como la otra noche- tuve que abandonar España porque mi padre se puso muy enfermo. Pero lo peor fue que mi madre se negó a cuidarlo. Mi madre tenía un amigo y en aquel momento me lo dijo: que se iba con él, que no podía quedarse junto al lecho de un moribundo del que no había recibido más que reproches y exigencias. Así que yo tuve que cuidarlo. Fue muy duro. Una enfermedad lenta y fatigosa. Pero todo eso pasó -suspiró-. Cuando mi padre murió, volví a marcharme, esta vez a Oriente, a Filipinas. De allí pasé a Bombay y al fin me instalé en el Nepal. Es un lugar fantástico. Mi casa está en plena naturaleza. El día antes de venir a Delhi unos monos invadieron la cocina. Monos salvajes, muy agresivos. Tuvimos que echarlos a palos. Afortunadamente, mis sirvientes son muy valerosos. -Interrumpió su discurso y miró mi copa vacía-. ¿Quiere otro cóctel?

Mientras negaba con la cabeza vi a Mario, que me hacía un gesto de saludo desde la puerta y se dirigía hacia nosotros. Saludó a la alemana y se sentó a mi lado. La señora Holdein quiso invitarle a un cóctel. Llamó al camarero y pidió dos cócteles más.

– James Wastley ha llegado esta tarde -me dijo Mario en un susurro-.Ishwar y él te han estado buscando. Supongo que aparecerán aquí de un momento a otro.

– Lo sé -le dije-. Los estoy esperando.

– Yo también llevo todo el día buscándote -dijo Mario-. Hace un par de días que no te veo -sonrió, al cabo de la calle de mis actos.

Al fin, Ishwar y James entraron en el bar. Por lo que me habían contado de él, hubiera reconocido a James aunque hubiera entrado solo. Rondaría los cuarenta años, llevaba pantalones vaqueros muy gastados y una camisa azul de manga corta y era alto, rubio y atractivo. Se acercó hasta nosotros y me tendió la mano con cierta desgana, al tiempo que dejaba resbalar sobre mí una mirada de absoluta indiferencia. Luego golpeó ligeramente la espalda de Mario y miró a Gudrun con remota curiosidad.

– ¿No nos hemos visto en alguna parte? -le preguntó, ignorándome.

– Nos encontramos el año pasado en el restaurante -repuso ella, en un tono excitado que parecía excesivo-. Éramos los únicos comensales y usted me invitó a su mesa. Pasamos un rato muy agradable. Estuvimos hablando de ópera, ¿lo recuerda usted?

Los ojos azules de la señora Holdein habían adquirido un velo de emoción y no se apartaban del rostro del inglés quien, repentinamente, perdió todo interés por ella, como si hubiera hecho ese gesto de acercamiento con el solo propósito de retirarlo enseguida. No fui yo la única en percibir el cambio. La propia señora Holdein congeló su sonrisa, bajó los ojos y dijo, entre dientes, visiblemente humillada:

– Me tengo que ir. Ha sido un placer volver a verle.

En medio de su ofuscación, me lanzó una mirada de despedida.

– Buenas noches -murmuró.

Se levantó y se dirigió al mostrador. Habló con el camarero, firmó un papel y salió del bar sin mirar atrás. Yo no quería sentir ningún tipo de solidaridad con ella porque no era el momento de aliarse, aunque fuera silenciosamente, con los débiles. Estaba claro que James era el tipo de persona que domina siempre la situación y su comportamiento con la señora alemana bien pudiera interpretarse como un aviso. Manejaba muy bien las sutilezas de los cambios de humor, los gestos fugaces, las mínimas inflexiones de la voz. Me había hecho una demostración de fuerza, de poder.

– ¿Qué has hecho durante todo el día? -me preguntó Ishwar.

– Sabía que estabas en la piscina -dijo después-. Escuché el ruido del agua desde mi cuarto y pensé que eras tú quien estaba nadando. James llegó por la tarde. ¿Cómo te encuentras?

– Bien. He tomado dos cócteles Imperial. Eso ayuda.

Lamenté mis palabras, que podían interpretarse como una recriminación, y opté por permanecer discretamente callada hasta no ver más claro mi margen de maniobra. El brazo de Ishwar rozaba el mío.

– James quiere que vayamos a cenar todos juntos. Pero todavía no le he dicho nada. ¿Qué es lo que quieres hacer tú?

El espectáculo de una mujer ofendida es casi siempre lamentable. Traté de pensar, con el sabor del gimlet entre mis labios, que tan apropiado me había parecido la noche anterior, que no había razones sustanciales para cultivar sentimientos de ofensa.

– De acuerdo -dije.

Ante mi asentimiento, Ishwar sonrió. Hubiera sonreído ante cualquier circunstancia. Era un hábito que no podía evitar. Sus dedos resbalaron sobre mi brazo.

James no nos miraba. Tenía un gesto de cansancio, pero escuchaba a Mario con concentración y con algo de esfuerzo, como si quisiera demostrar que era capaz de poner buena voluntad en las nuevas amistades de su amigo. Mario parecía encontrarse perfectamente tranquilo y desde luego ajeno ala más insignificante suspicacia. Fue él quien, al fin, decidió que teníamos que ir a cenar. Disfrutaba ejerciendo de jefe del grupo, sin comprender que su presencia no era imprescindible para nadie. Pero, a decir verdad, tal vez por eso resultaba tan necesaria, al ser el único que no tenía ningún motivo para poner en cuestión su papel.

A la salida del hotel, me cogió del brazo y se dirigió a uno de los "mosquitos", esos vehículos de tres ruedas que se precipitaban por las calles de Delhi.

– Os seguiremos -dijo.

– No es tan fácil seguir a un cacharro de éstos -dijo James-. Le explicaré al chófer adónde tiene que ir.

Habló con el conductor y subió con Ishwar a otro "mosquito". Aquella distribución, de la que Mario era responsable, me molestó. Nuevamente empeñado en separarme de Ishwar, ahora tenía un nuevo y más fuerte aliado. Fue, de todos modos, un trayecto corto, pero tan ruidoso y tan movido como el que había recorrido siendo Ishwar mi acompañante y mi guía hacía un par de noches. Y hacía el mismo calor, y el mismo calor que la noche de nuestra llegada, cuando Mario y yo atravesamos Delhi en un taxi, silenciosos y cansados, mientras yo pensaba que algo me esperaba en esa ciudad oscura y sofocante.

Ishwar y James habían llegado antes que nosotros. Los vi en seguida, hablando y riéndose. Me senté junto a Ishwar e inmediatamente su rodilla buscó la mía debajo de la mesa. De vez en cuando, su mano se deslizaba por mi pierna. Sólo nos iluminaba la luz de las velas. James no había superado su gesto de desgana, de remoto fastidio. A la luz de las velas, su rostro aún parecía más anguloso, y hasta un poco teatral. Era el rostro de alguien empeñado en mostrar que ha perdido las ilusiones y que se siente casi orgulloso de la pérdida, como si la hubiera alcanzado en una empresa personal y heroica. Su boca se curvaba en una sonrisa levemente despectiva y con ella nos contemplaba, desde arriba, refugiado en un humor que tal vez se dignaría compartir con algún privilegiado mortal.

Mario le sometió a un interrogatorio, repentinamente muy interesado en la producción de películas y los gustos de la audiencia.

– ¿Cuál es el esquema que sigues en tus películas? -preguntó.

– ¿El esquema? -preguntó, a su vez, James, y por primera vez volvió la cabeza hacia Mario, examinándolo de arriba abajo-. ¿Qué quieres decir? El guionista sabe con qué elementos hay que jugar. Lo único que le digo siempre es que la película debe resultar grandiosa como una ópera. Solamente eso.

No lo decía en serio. Las películas baratas que producía no podían ser grandiosas. Según me había contado Ishwar, había ido a la India en busca de las huellas de un tío suyo, pero la juventud se le estaba acabando y con ella el deseo o las energías de seguir persiguiendo sombras. Ahora se dedicaba a hacer dinero fácil. Intuí que no soportaba la condescendencia y aún menos el interés que suscitaba en quienes no le interesaban en absoluto.

– No me gusta la ópera -declaró Mario-. Nunca he entendido cómo puede nadie soportar a esos personajes que se pasean por el escenario pregonando a gritos sus sentimientos. Es totalmente ridículo.

James no se dignó esta vez dirigir la mirada hacia Mario. Clavó sus ojos en mí y dijo:

– Hay dos formas de aficionarse a la ópera. Ver Norma en la Scala de Miláno ver la película Fitzcarraldo. Alguna vez haré una película como Fitzcarraldo.

La frase sonó como una sentencia, rodeada de silencio y humo. Cuando una persona como James decide hablar y mirar sin ironía, lo hace. Por unos instantes, sus ojos me atravesaron y, a mi pesar, me estremecieron. La mano de Ishwar acariciaba mi rodilla y supe que James lo sabía y que su mirada anulaba, también, esa caricia, porque se imponía sobre ella y la vencía.

– ¿Dónde está ese pobre diablo de Aziz? -preguntó inmediatamente James, sin transición-. Me hubiera gustado verle.

Ishwar se echó a reír, por el brusco giro de la conversación o por complicidad con los apelativos que James había dedicado a Aziz.

Estaba lo suficientemente cansada aquella noche como para poder dormirme con facilidad. De vuelta al hotel, apenas pensé en Ishwar ni en James ni en el juego, cualquiera que fuese, que los unía, y me alegré de estar sola en mi cuarto.

Ishwar apareció por la mañana. Se iba a Calcuta a la hora de comer. Desayunamos juntos en la cama.

– ¿Vendrás a verme a Londres? -me preguntó.

Le dije que sí.

Cuando se fue de mi habitación, todavía esperé un rato. No quería encontrármelo, ni a él ni a James, por los pasillos del hotel. Finalmente, me puse el traje de baño y fui a la piscina.

Ángela, sobre una tumbona, me saludó. La alemana apareció poco después, para corroborar mis impresiones de que me estaba siguiendo, pero en aquel momento no le di mucha importancia. Y por lo que yo sabía, a esa hora ella estaba siempre en la piscina. Encargamos algo de almuerzo y nos quedamos allí hasta media tarde. La pareja de españoles se había marchado por la mañana. El hotel se había quedado repentinamente vacío y yo me sentía triste. Sabía que todo lo que pudiera suceder en Londres, si es que yo mantenía mi palabra y visitaba a Ishwar, sería radicalmente distinto de lo que había sucedido en Delhi y sabía que no debía intentar repetir la historia, que en realidad parecía bastante cerrada. La aparición de James la había convertido en una historia casi clandestina y aunque Ishwar y James no se hubieran marchado a Calcuta y yo hubiera tenido la oportunidad de continuar la aventura, era más que posible que ésta hubiera finalizado, no sólo por no establecer una batalla con James o por el miedo a perderla, sino porque la parte más interesante de la historia se había cumplido ya: el acercamiento, la aproximación hacia lo que recurriendo a un eufemismo puede llamarse punto culminante, los preámbulos, la preparación, a distancia, todavía, de esa hipotética culminación o satisfacción, bastante relativa y muchas veces decepcionante cuando al fin es alcanzada, pero a la que debe tenderse porque, si no se obtiene, todo lo que la ha precedido se disuelve súbitamente en rencor, inseguridad y fastidio, estupenda materia para el olvido. Lo que hace que la aproximación quede en nuestro recuerdo como la mejor y más rica etapa de las relaciones es, precisamente, la llegada a la meta. Lo que había hecho que mi relación o aventura o lío con Fernando durara tanto había sido la sensación de partir siempre de cero. Con él, yo estaba siempre a la espera de la aproximación y del preámbulo, simbolizada, reducida, a esa constante espera de su llamada. En cambio, para él no había preámbulo, sólo metas. Sabía muy bien lo que quería de mí y que lo obtendría con cierta facilidad. Esa desigualdad me obsesionaba, convertía en un reto cada encuentro con él e iba añadiendo dosis de decepción en cada despedida. Con Ishwar todo había ido discurriendo al mismo tiempo, nos habíamos instalado en el mismo ritmo, habíamos disfrutado confiadamente en preámbulos y metas y podíamos despedirnos con satisfacción, aunque con dolor, con pena, con nostalgia.

Nadé sin fuerzas, con desgana, sabiendo que desde la habitación vacía de Ishwar nadie escucharía el ruido del agua, nadie me echaría de menos.

– Qué bien nadas -dijo la señora Holdein cuando volví junto a las hamacas-. Me hubiera gustado sacarte una foto. Pero para eso hace falta una cámara de cine o de vídeo.

Evidentemente, no tenía esas cámaras, y me alegré. Nunca me he visto en movimiento en una pantalla y presiento que eso aún me desilusionaría más que las fotos.

El día de nuestra partida bajamos muy temprano a cenar al restaurante. Había más gente que de costumbre alrededor de las mesas, seguramente porque era una hora más adecuada. La orquesta tocaba canciones mexicanas, tal vez porque alguien se las había pedido, tal vez porque eran parte de su repertorio, pero que, en todo caso, servían para ponernos más melancólicos. El viaje concluía, y concluían, también, o al menos eso creía yo en aquel momento, las historias breves, insignificantes o fugaces que se desarrollan en los viajes. A veces, la certeza de que lo que acabas de vivir será tragado por el tiempo se convierte en una sensación insoportable. Los mejores recuerdos no son los que dejan los instantes más felices. Por lo contrario, los instantes felices acaban siendo los peores recuerdos que puedes tener porque no se soporta la intensidad perdida. Esas paradojas hubieran sido del gusto de Mario, pero renuncié a una conversación profunda sobre los equilibrios aparentes y las simetrías esenciales. No me sentía muy comunicativa aquella noche.

Nuestro vuelo tenía retraso y pasamos mucho rato en el aeropuerto, rodeados de gente de aspecto cansado y algunas personas dormidas, y muchos bultos y maletas por el suelo, y muchas colillas y papeles sucios y arrugados alrededor de nuestros pies. Mario se tumbó sobre tres butacas vacías y se quedó dormido.

Al fin, pudimos subir al avión. Mientras despegaba, sentí un nudo en la garganta. Lo que me esperaba a mi regreso a casa no me llenaba de dicha. No podía pensar en ello; sólo en lo que dejaba atrás, lamentando, desde ese momento, que fuera quedando cada vez más lejos.