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7

Las malas noticias y las complicaciones llegaron juntas. El timbre del teléfono sonó en el mismo instante en que me disponía a salir de casa a las ocho y media de la mañana. Nadie llama a esas horas, y me sobresalté. Era Gisela. Con voz entrecortada, me dijo que el hijo de sus amigos, el chico que ella se había comprometido a cuidar, había muerto aquella madrugada. Le acababan de llamar para decírselo.

– Lo encontraron en el cuarto de baño de un bar -dijo más de una vez.

Tenía que ir a reconocer el cadáver, pero no tenía fuerzas. Tampoco se podía negar. Ella era la única que podía hacerlo. Debía pronunciar la última palabra, ese asentimiento final, ese adiós que es, también, afirmación y aceptación. Me pidió que la acompañara. Creo que ha sido el único favor que me ha pedido Gisela. Llamé a la oficina y pedí un día libre.

Después de aquel trámite sórdido y deprimente, llevé a Gisela a comer a casa para que estuviera más acompañada. Ni hablaba ni lloraba. Sólo de vez en cuando repetía aquella frase, en un murmullo casi inaudible: "En un cuarto de baño". Ese detalle, sin duda, la horrorizaba, porque era el símbolo de la desolación y la miseria de aquella muerte y también de su culpa.

– No te atormentes -decía mi madre-. Hiciste todo lo que estaba en tu mano.

¿Y qué era eso? Los ojos de Gisela ni siquiera expresaban impotencia; sólo vacío. Nunca había sabido lo que verdaderamente estaba en su mano.

La acompañé a su casa y le hice tomar una copa de coñac. No quiso meterse en la cama. Dijo que se quedaría mirando la televisión, que no tenía sueño, que no quería dormir. Sus palabras eran como susurros. No tenían tono. Parecía tan afectada que llegué a pensar que tal vez había querido a aquel chico más de lo que sus propias fuerzas o su moral o sus hábitos se lo permitían. La conmoción había vaciado su mirada y había algo más que muerte en el fondo de sus ojos. O, por lo contrario, cuando se llora la muerte de alguien, se llora algo más que su muerte, y en los ojos de Gisela no había nada más. Por eso impresionaban tanto. Ése era el fin.

No había pasado ni una semana desde aquel día, cuando, una tarde, de regreso a casa me encontré a mi madre sola y pensativa. Era el día de la tertulia del Casino y Gisela, todavía muy conmocionada, no había venido a acompañar a mi madre.

– ¿Por qué será que la vida se complica de repente, de golpe? -me preguntó cuando me senté a su lado y quise saber qué preocupación rondaba su cabeza y le daba aquella expresión de desaliento.

Yo no me sentía mal aquella tarde, seguramente porque la vida ofrece, además de complicaciones, compensaciones. Había comido con Alejandro, había vuelto a visitar su estudio. Estaba pisando un terreno nuevo, en el que yo no sabía cómo moverme y donde todo resultaba emocionante y arriesgado. Desde esa sensación, que dure lo que dure, es la mejor que conozco, contemplé el rostro grave y pensativo de mi madre y me dispuse a escucharla.

– He hablado con Jorge -dijo-. Al pobre todo se le ha caído encima, a la vez. No ha tenido nunca el menor problema. Ha sido siempre incapaz de pensar con seriedad, nunca se ha responsabilizado de nada. Su vida ha sido demasiado fácil. Las mujeres le han perseguido siempre. Para él todo ha sido como un juego.

Después de esa introducción, suspiró, cogió fuerzas y bajó a la realidad.

– La mujer que cuidaba del hijo de Sofía ha muerto. El chico ya es mayor, tiene diecinueve años. ¿Quieres creer que no se han preocupado de darle unos estudios? Trabaja en un taller de mecánica y parece que tiene una salud delicada, que está siempre enfermo. -Movió la cabeza hacia los lados-. No tienen perdón de Dios. Acaba de pasar una neumonía y está muy desmejorado, muy débil. Pero Sofía se ha metido en la cama y no sale de su cuarto. Parece que lleva así una semana, desde que se enteró de la muerte de esa mujer. Me temo que está mal de la cabeza. Pero algo tiene que hacer Jorge. Le he dicho que tiene que traerse al chico a vivir con ellos. Es su deber. No pueden desentenderse. Al fin, Jorge ha hablado con el chico y le ha mandado dinero para el viaje. Creo que ya está mejor y que puede moverse. Pero he tenido que convencerle, he tenido que insistir.

Se lamentó de nuevo de la mala educación que había recibido su hermano y a la que ella había contribuido. Tuve la impresión de haber escuchado esas palabras muchas veces. Se las sabía de memoria. Las estaba repitiendo como quien recita una vieja lección que ya no tiene ninguna aplicación práctica.

– Ahora está desesperado. Sabe que tiene que hacer algo por el chico, pero no tiene fuerzas. Nunca las ha tenido -seguía mi madre.

En cierto modo, se adelantó a los acontecimientos, porque el tío Jorge, cuando volvió a llamar, confesó que no tenía fuerzas, que no podía más.

Félix, el hijo de Sofía, había llegado. Efectivamente, estaba muy débil. Pero lo peor era lo de Sofía. Seguía recluida en su cuarto y, lo que es más, a oscuras. Ni comía ni hablaba ni quería recibir al médico. El tío Jorge estaba desesperado y mi madre nos preguntó, a mi padre, a Raquel ya mí, si no creíamos que debía ir ella a ayudarle. La idea le horrorizaba, porque le horrorizaba Sofía, pero era su único hermano y no tenía a quien recurrir. Sólo ella podía ayudarle.

– Llamad a Gisela -dijo mi padre-. Tal vez conozca a alguien que pueda ayudarnos. Al chico se le podría enviar a una casa de reposo donde cuiden de él hasta que se recupere, y habría que encontrar a un médico que logre convencer a Sofía de que tome una determinación con su propia salud.

– ¿Una casa de reposo? -preguntó, escandalizada, mi madre-. ¿Tú crees que ahora existen esas cosas? Eso es del tiempo de la pipiringaya. Además -añadió, muy firme-, no pienso acudir a Gisela. Todo el mundo le plantea problemas. Se ha quedado muy trastornada con la muerte de ese chico y todo esto se lo va a hacer remover.

Hablamos, de nuevo, con el tío Jorge.

– No puedo ocuparme de los dos -se quejó, casi sin voz-. Félix sólo toma caldos y Sofía quiere tenerme constantemente a su lado. Creo que tiene celos del chico. Voy a volverme loco.

Después de aquella conversación, tuve una idea un poco peregrina, pero las cosas estaban ya para ideas peregrinas. Pensé en El Saúco y en la tía de Alejandro. Eso podía ser una casa de reposo. Me fui a mi cuarto y llamé a Alejandro. Le conté cómo estaban las cosas. Apenas necesité sugerirlo, él se me adelantó.

– Llevaremos a ese chico a El Saúco, allí estará estupendamente. Mi madre y la tía Carolina lo cuidarán. Le diré a mi tía que es un amigo mío que necesita tranquilidad. Me inventaré una historia. No hay ningún problema. A mi tía le gustan esas cosas. Le divierte la gente. Está muy aburrida, aunque no quiera admitirlo. Y así -añadió- conocerás la casa.

Dado el entusiasmo con que Alejandro había acogido la idea, volví al cuarto de estar.

– Dile al tío Jorge que nos envíe al chico -dije a mi madre-. He encontrado una casa de reposo para él. En el campo. Estará perfectamente cuidado. Al menos, le resolvemos un problema, el que le resulta más molesto.

Mi madre, sólo por puro trámite, me pidió un poco de información. Estaba familiarizada con el nombre de Alejandro a causa de sus frecuentes llamadas telefónicas. Al tío Jorge de momento le bastó saber que nosotros nos haríamos cargo de Félix. Respiró aliviado al otro lado del teléfono -mi madre quiso que yo le explicara adónde íbamos a llevar a Félix- y medio las gracias por nuestra ayuda.

Félix apareció en casa dos días después. Lo esperábamos por la mañana, porque había cogido un tren nocturno, pero no llegó hasta media tarde, cuando empezábamos a preocuparnos en serio por él y nos preguntábamos sino debíamos comunicar al tío Jorge nuestra preocupación y transmitírsela. Nos impresionó su delgadez y el color pálido de su cara, pero también, y aún más que eso, su amabilidad, la sonrisa encantadora que iluminaba sus ojos oscuros, un poco febriles. Se parecía a Sofía, desde luego, aunque ella era magnífica -al menos, lo era la última vez que la habíamos visto, hacía cinco años- y él insignificante. Con todo, él resultaba más atractivo que ella, porque ella no sonreía así. No nos dio ninguna explicación sobre su retraso, y al momento olvidamos que habíamos estado preocupados. Se sentó entre nosotros como si nos conociera de toda la vida y no le asombrara que después de haber pasado diecisiete años sin que su familia mostrara ningún interés por él, se le obligara repentinamente a ir de un lado para otro, de estación en estación y de casa en casa.

No quiso cenar, sólo bebió agua. Quiso ayudar a recoger los platos de la cena, pero mi madre no se lo consintió. Él venía a descansar, a reponerse. Por eso lo mandábamos al campo, eso le iba a sentar estupendamente. En el campo había estado toda su vida Félix y nunca había tenido salud, pero sin duda debía de tratarse de otra clase de campo.

A mi madre se le había transformado la mirada. Al fin, ayudaba a su hermano y no estaba resultando tan difícil. Se le habían olvidado sus reproches y dedicaba a Félix una sonrisa complacida, como si, en lugar de ser hijo de Sofía, por quien nunca había sentido la menor simpatía, lo fuera de su hermano. Envuelta en su bata de lana rosa, nos deseó buenas noches desde la puerta del cuarto de estar. Félix se quedó a mi lado, sentado en el sofá, hasta que la programación finalizó.

Lo primero que yo hacía cada mañana cuando llegaba a la oficina era consultar la programación de televisión, porque el rato frente al televisor después de la cena, las veces en que cenaba en casa, era lo único que compartía con mis padres. No siempre podía hacerlo porque nuestros gustos no solían coincidir; mis padres defendían con cierta vehemencia sus programas favoritos, poco dispuestos a prescindir de ellos. Yo procuraba reservar para ellos, sin salir de casa, aquellas noches en que nuestros gustos señalaban al mismo programa. No eran muchas.

Así, miré, como siempre, el programa de televisión en la última página del periódico y mi mirada tropezó con una palabra: Fitzcarraldo. Ver la película Fitzcarraldo era la "otra" forma de aficionarse a la ópera, según las palabras que había pronunciado James Wastley y que yo no había olvidado porque habían sido dichas para que yo no las olvidara. Había asistido ya a la representación de Norma y aparecía la segunda oportunidad, la segunda opción. Y justamente aquel día, que era un día cualquiera, a simple vista, pero que no lo era. Primero, porque ya se había cumplido la primera parte de su profecía, si es que me ponía a exagerar; segundo, porque ya se habían producido una cadena de casualidades y todo cuanto me estaba sucediendo estaba sospechosamente ligado a mi viaje a Oriente. Me ponía a pensar, y todo encajaba, como en un rompecabezas, o todo podía encajar, porque empezaba a tener la sensación de que así era, de que todo encajaría, tarde o temprano.

Vi Fitzcarraldo en compañía de Félix. Mis padres se fueron pronto a dormir, en vista de que no había ningún programa de su gusto. Mientras yo aplicaba mi hipotética inteligencia y sensibilidad, mi percepción y mi gusto en entender qué era lo que James admiraba en aquella película -el heroísmo inútil, el carácter visionario, la fantasía voluntariosa-, Félix, a mi lado dormitaba. Dormido, todas las facciones relajadas, parecía más joven y más guapo y apenas enfermo.

Ése era uno de los mitos de James, si es que había sido sincero y admiraba a Fitzcarraldo, como decía admirar a aquel tío suyo que había muerto desahuciado y pobre en Bombay. Muchos mitos para un hombre de mirada desengañada y cínica, que sólo me había mirado una vez a los ojos, una sola vez, para lanzarme aquella frase sobre la ópera.

Terminó la película y desperté a Félix, que aseguró que no se había perdido nada de ella y que le había gustado mucho. Le recordé dónde estaba su cuarto, porque andaba desconcertado por el pasillo. Se volvió para decirme que de acuerdo, gracias, buenas noches, hasta mañana; todas las fórmulas de la despedida, y aún murmuró algo más, tal vez insatisfecho de no haber encontrado otra mejor.

Algunas veces me digo, al despertarme de un sueño largo y complicado, que debería anotarlo, pero lo he hecho en muy pocas ocasiones. Aquella noche soñé con el Mississippi, con aquel legendario barco de ruedas que avanzaba majestuoso por sus aguas. Alguien me cogió de la mano y yo me volví. No sé con quién esperaba encontrarme, pero no con aquella persona que seguía apretando mi mano, cada vez con más fuerza, pero sin hacerme ningún daño. "¿Quién eres? -le pregunté-; ¿por qué me has cogido la mano?". "No soy Tom", me dijo él, y entonces vi que era un chico, uno de esos chicos como los hay a cientos, con los que te puedes cruzar por la calle sin mirarlos nunca, un chico normal, ni alto ni bajo ni feo ni guapo, un chico que, sin embargo, se acerca de repente a ti desde el fondo de un bar y todo se transforma, todo encaja. "No soy Tom -repitió-; soy Huck".

Anoté ese sueño, que en aquel momento me pareció extraordinario; creo recordar que lo que me impresionó fue el paisaje que se veía desde el barco, y el aire que acariciaba el cuerpo, y el sol dorado, la sensación de placidez y calma y no querer nada más sino seguir a lo largo del río. Y lo que me dijo el chico también me gustó. Yo siempre he preferido a Huck.

Después de anotar el sueño, me desvelé y pensé en aquellos dos chicos, uno ya muerto y otro enfermo, que, faltos de familia, aunque en diferentes grados, habían ido a encontrar el cuidado o al menos la acogida de personas mayores cercanas a mí. La protección de Gisela no había resultado suficiente. Había sido errónea o tardía, en todo caso inútil. Su fracaso arrojaba una densa sombra de duda sobre nuestro papel en la vida de Félix, ese hijo medio rechazado, medio abandonado, a quien nadie había dado estudios ni al parecer mucha comodidad. No era responsabilidad mía, ni de mi madre, pero allí estaba, durmiendo bajo nuestro techo, remitido a nuestra casa, eventualmente entre nosotros. Tendría sus propios y enigmáticos sueños. En medio de la noche, me preocupó su destino. En medio de la noche, todos los destinos preocupan. Tal vez no era una buena idea llevarlo a El Saúco. Podía quedarse en casa. Mi madre no era una persona paciente, jamás la había visto cuidando a nadie, ni siquiera a mi padre. Era ella quien reclamaba todos los cuidados, se encontraba siempre peor que nadie. Ya daba bastante la lata a Juana, que tenía el tiempo justo para hacer la compra, la casa y la comida, además de planchar. Yo me pasaba el día fuera. ¿Quién podía ocuparse de Félix? Mi padre no, desde luego. Además, no era pariente suyo. Para esas cosas mi padre era muy riguroso.

Al fin, volví a quedarme dormida, tratando inútilmente de volver al sueño del que había salido, a aquella dorada luz de la tarde que se reflejaba en la superficie de un río de color verde, no marrón, y sentir la presión de aquella mano en la mía y saber que un chico cualquiera, uno de tantos, se había convertido, para mí, en la persona más importante del mundo.¿Por qué eso me parecía tan excepcional? La noche deforma los sueños, los produce, los ensalza y a veces los borra. Y, sobre todo, el alba, donde yo me quedé, dejando atrás mis escrúpulos, mis miedos, mi culpabilidad y toda la carga de vagos preceptos morales que la vida, cuando se pone seria, se empeña en que asumamos.