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EPÍLOGO

1

¿Tendría que elegir entre el dolor, la rabia y el espanto? Como el de vientos que chocan, me cogió un remolino y me zarandeó el corazón, mientras mi cuerpo, arrodillado, sostenía la cabeza de Irina. Pasaban cerca de mí los automóviles. Alguien me preguntó: «¿Sucede algo?» Y otro: «¿Le ayudo, amigo?» Un tercero se refirió a la mona que había cogido la muchacha, y que sería mejor llevársela. Me hicieron comprender, aquellas voces, que no podía seguir allí como atontado, contemplando la cabeza de una muerta que no lo era, sino sólo un mecanismo averiado y posiblemente reparable. ¿A quién odié con odio del infierno en aquellos momentos? ¿Por qué hombre de genio desconocido se preguntó mi alma y lo maldijo? Tuve que sobreponerme al tumulto interior y erguirme. La tomé en brazos, la metí en el automóvil, la envolví en la manta, y yo me senté también, pero no puse el coche en marcha, ¿adonde iba a ir?, sino que me debrucé sobre el volante, escondí la cabeza y dejé abierta la puerta a todos los vendavales: secuencias desordenadas de imágenes, de ideas, sentimientos contrarios en pugna, devastadoras ocurrencias como ráfagas furiosas… Estuve así. El rumor de los coches en la niebla, la luz difuminada de los faros, las hondas oscuridades siguientes, acabaron reducidos a una sola oscuridad, a un único silencio. Había oído los altavoces anunciando el inmediato cierre de la barrera. Todavía salió, del Este, un autobús de turistas, algún peatón rezagado se apresuró. Después, únicamente Irina inerte y yo perplejo, en un espacio indeterminado por la niebla: inmediato y cerrado como una cárcel, o ilimitado y profundo como la libertad. ¿Y cuál sería el sentido de Irina en mitad de aquel silencio? ¿Qué era lo que yacía espatarrado en un rincón del coche? A James Bond, aquella misma mañana, le había llamado cacharro, pero la idea de relegar a Irina a un cementerio de coches me hizo gritar un ¡No! que nadie oiría, un no contra mí mismo y contra las ideas que me sugería la niebla, madre de monstruos siempre. ¿Por qué? Aquello ya no era Irina, ni siquiera su cadáver, pero, ¿había sido algo, antes, capaz de llevar un nombre y de tener una vida, un ser que reclamaba amor desde su esencia misma? ¿O sólo lo que Eva Gradner, de quien me había burlado, a quien había entregado a la curiosidad o al estudio de los sabios del Este? Pero ellos habían fabricado a Irina. ¿Andarían por Europa, sueltas y en ejercicio, algunas más, semejantes a ella, o sería un arquetipo experimental, lo que los fabricantes llaman un prototipo, el automóvil al que se hace saltar taludes o el aeroplano que fuerza el motor a diez mil metros de altura, y riza el rizo? A lo mejor alguien la había seguido hasta aquel día mismo, hasta su misma muerte, y había tomado nota de sus palabras y de sus actos, y ahora redactaba un informe, con la historia de amor intercalada y la muerte a manos de una imitación (o una anticipación) americana, también en período de pruebas: se concluiría recomendando la conveniencia de que los nuevos prototipos fuesen provistos de detectores (aún no inventados, pero posibles) que les permitieran reconocer a sus congéneres para atacarles o para huir, según. Esto, y cosas como esto, lo pensé cuando el viento del rencor ante lo incomprendido dejaba mi corazón desierto del dolor y del espanto; pero giraba la veleta, y entonces me estremecía de horror el recuerdo de aquel amor sentido por un monstruo; el montón de chatarra averiada que, con forma todavía humana, yacía detrás de mí. Yo había despreciado en mi corazón a aquellos que, después de fabricar a Eva Gradner, habían dormido con ella, y ahora me encontraba ante la evidencia de que también mis labios habían besado labios de plástico suave, húmedos de una pasión en cierto modo programada, y que lo más exquisito de mi cuerpo había fecundado a una bolsa aséptica de riego interior automático. Se me levantaron en la memoria palabras de la propia Irina, cuando asistía a las convulsiones de una Eva Gradner escasa de fluido: claramente había manifestado su aversión, su repugnancia, su angustia, no ya delante de Eva convulsa en busca de electricidad, sino ante la idea misma de su ser, la vida simulada por un mecanismo oculto. Pero, ¿podía concebirse que un robot se repudiase a sí mismo en la persona (¿en la persona?) de otro? «El robot no sabe que lo es», había proclamado yo, ante los cuatro coroneles, triunfalmente, porque Eva no sabía de sí. Las palabras de Irina, casi oídas, casi vistas, como si las hubieran escrito en mi conciencia, me servían, no sé a qué hora de la noche, no sé en qué lugar del mundo que no era más que niebla y susurros remotos, para expresar también mi aversión, mi repugnancia, mi angustia, más aguda aún, porque las acompañaba la certeza candente de un amor realizado y aparentemente correspondido, de una esperanza compartida que ahora se frustraba en aquel muñeco grotesco…

Yo había amado a Irina. En la medida en que soy hombre (ahora tengo mis dudas), ni es extraño, ni merece reflexión, puesto que ignoraba que el ser amado fuese más bien un objeto. Irina me había amado. ¿Me había amado? Por lo pronto, lo había hecho a partir de su conocimiento de mi rareza después de haberme odiado y quizás a causa de ello, lo que implicaba el poder de selección y de elección; sí, a causa de mi rareza, sin la restricción de una duda, pero eso no constituía tampoco una singularidad sospechosa. La irregularidad de su conducta sólo se manifestaba ahora, después de haber visto y palpado su sistema nervioso enmarañado; consistía precisamente en el hecho mismo del amor, de nuestro amor: lo comparé con lo que a cualquier amante hubiera podido acontecer con Eva, y la mera confrontación de las imágenes, de las situaciones, implicaba su inmediato repudio: no había nada de común entre el comportamiento de Eva y el de Irina, espontáneo y libre, mientras que el de la otra revelaba, a quien no la mirase encandilado, la obediencia a una programación y a la música de fondo. Yo no podía imaginar a Irina cumpliendo el trámite de acariciarse los pechos hacia arriba, de excitar los pezones, como Eva, o cualquier otro de aquellos movimientos en que el tránsito de una incitación a otra se repetía idéntico a sí mismo en el tiempo y en la postura. Unas pocas horas me habían bastado, un solo día, para asistir, para sentir modos distintos de amar, la complacencia cariñosa de Etvuchenko, la pasión honda después. ¡Y un intento de homicidio entre medias, provocado, desencadenado, por algo tan espiritual, y con frecuencia arduo, como es una metáfora! Rápida, casi vertiginosamente, repasé la sucesión de mis recuerdos, hasta el momento mismo del disparo. ¿No era este último, precisamente, el más humano de todos? ¿No había interpuesto Irina su cuerpo para salvar el mío? ¿Es que le habían programado también el sacrificio por el prójimo? Todos los actos vividos con Irina, ahora recordados, componían la imagen coherente de la amada muerta, a la que se da un nombre, y cuya ausencia duele en el corazón como una totalidad perdida. Pero un robot es un conjunto de piezas.

Todas estas evocaciones, que componían la imagen de una mujer que yo había juzgado extraordinaria, perdían sentido, se trasmudaban en meras caricaturas, al intentar insertarlas en la realidad de una muñeca, por perfecto que fuese su mecanismo motor. ¡A no ser -y la ocurrencia me hizo reír- que hubieran logrado insuflarle un espíritu! Con un espíritu, sí; con un alma. Irina era explicable, pero, ¿quién manipula las almas y sabe injertarlas en un mecanismo de materiales preferentes? Zeus lo hizo una vez, a ruegos de Pygmalión, pero esto no es más que el antecedente mítico de todos los que se enamoran de sus propias creaciones. Irina no era creación mía, y al enamorarme de ella, ignoraba su relación remota con cualquier mito. (De repente recordé también que, al ponerle el anillo, había doblado el dedo, pero aquel dedo no era de mármol.)

Sólo quedaba una respuesta racional, pero también incomprensible, una luz que nada iluminaba: alguien había sido capaz de construir una muñeca que no se diferenciaba, en su comportamiento, de un ser vivo, pero esto me obligaba a aceptar también la existencia de semidioses capaces de crear simulacros de vida, el paso acaso para la creación inminente de la vida misma. ¿Una vida regida por ordenadores? No ignoro que los mismos que los construyen imitando el cerebro humano, intentan ahora explicar el cerebro humano por mera comparación con las computadoras, pero esto no es más que una prueba de estupidez, que no quiero comentar aquí y que puede conducirnos a imaginar un Universo en el que Irina y Eva fueran seres normales. Sin embargo, necesito recordar, ante el espanto de un cosmos de mecanismos, que ninguna de las explicaciones conocidas ha razonado convincentemente sobre la experiencia mística. ¡Y era un hecho que a Irina, por dos veces, la había arrebatado Lo Indecible, en ocasiones que nadie juzgaría especialmente favorables a un contacto con Dios! Por muy desbaratada que quedase su figura tras mi análisis implacable, los hechos descritos en los dos poemas, que yo todavía guardaba, permanecían como un misterio sin respuesta, como se yerguen, intactas, las últimas preguntas en las mentes sinceras. Otra vez me eché a reír, pero mi risa se cortó como la del coronel Garnier, aquella misma mañana. Hay realidades que mueven a chacota, aunque inmediatamente hielen el corazón, o al menos la paralicen en los labios. Y la razón de mi seriedad súbita fue la conciencia ilógica de que, si Irina era inexplicable, yo también lo era, lo que me llevó a temer desesperadamente, también disparatadamente, saltando los razonamientos, brincando por encima de los trámites racionales (como cuando una piedra del cielo cae en las aguas de un estanque): ¿Y si yo fuera también…? Me lo había insinuado una vez la misma Irina, después de escuchar mi historia. ¿No parecía en cierto modo consecuente, fatal acaso? Si ella era un mecanismo perfecto, y yo un mecanismo extraordinario, ¿no estaba en nuestro destino el encontrarnos y amarnos como se pueden amar los mecanismos? Pero ¿afecta el Destino a un aparato, por similar que sea a un hombre? ¿Qué quiere decir Destino? ¿Qué quiere decir amarse dos?

Nada de lo que acabo de escribir, en su conjunto, es riguroso, pero ni siquiera los mecanismos, en una situación sentimental como la mía, son capaces de pensar con mediano rigor. Yo era, en aquel momento, un no sé qué razonante y doliente, metido en un automóvil, no sé si en medio de la niebla o de un mundo desierto, silencioso y oscuro, ni siquiera de un mundo; un no sé qué que se interroga acerca de sí mismo y de si alguien próximo, que ya no existe como alguien, sino sólo como algo, puede haber sido un semejante.

Una de las respuestas era fácil: buscar en el bolsillo de la chaqueta el puñalito con que Irina había intentado matarme, y clavármelo, no en el corazón (¿lo tengo por ventura?), sino sencillamente rasgar la piel de la mano hasta causarme sangre… o hasta descubrir, debajo de la epidermis vulnerada, una segunda capa de gutapercha, algo más tosca acaso. Bueno. Y, entonces, ¿qué? ¿Buscar por todo el mundo al mecánico capaz de restaurar a Irina y celebrar con ella las bodas del cielo y del infierno? ¿Traer a la ceremonia a Eva Gradner como gran diaconisa oficiante, casullas y tiaras, y a su centenar de secuaces como testigos que nos arrojan después puñaditos de arroz? Tuve el puñal en las manos, dejé que reflejara el resplandor escaso de la luz piloto, pero no fui capaz de herirme, y lo guardé. No lo arrojé fuera del coche, no. Conservaba, queriéndolo o sin quererlo, todo su valor sentimental.

No sé qué hora sería, no se me acuerda ya la vorágine que engullía imágenes y pensamientos, cada uno más irreal y menos satisfactorio. Un resplandor clarividente, un esfuerzo de voluntad, me permitieron comprender que sólo sobreponiéndome a aquella tumultuosa fluencia, podía pensar con sosiego y buscar una solución, ante todo, al más inmediato de los problemas: ¿qué hacer con el cuerpo de Irina? Por un momento, pensé llevarlo conmigo a casa de Von Bülov y esconderlo por tiempo indefinido (era una muerta incorruptible, aunque probablemente oxidable): podía construirle en el sótano un altar y consagrarme, Von Bülov para siempre, al culto de su nostalgia. ¿Y quién duda que acabaría por volverme loco e implicar en mi locura el nombre y la biografía de un profesor intachable que, además, era conde? ¿Iba a granjearme el odio, no sólo de los Estamentos Militares y de los Servicios de Información, que ésos ya los tenía seguros a un lado y a otro del Elba, sino también de los nombres ilustres del último Almanaque de Gotha fiable? Pero no fue esto lo que estorbó mi propósito, lo que me hizo arrumbarlo en el trastero de las renuncias olvidables, sino el inconveniente de las fronteras, dos nada menos, que tenía que atravesar para salir en coche de Berlín Oeste y llegar a la casa de Von Bülov, y aunque nunca me habían puesto dificultades personales, fuese la hora que fuese, siempre me habían registrado el coche, unos y otros. Si un muerto es difícil de ocultar, también lo es una muñeca que atrae sobre sí el ritual y el respeto de los muertos. ¿Y el embarazo de explicarlo? «Al profesor Von Bülov le ponía los cuernos su muñeca, y la mató.»

Me había enfriado: mis pies, mis piernas, no parecían sensibles. Puse el coche en marcha, encendí el circuito del calor, y me eché a recorrer avenidas desiertas bajo tilos desnudos. Pero, conforme caminaba, mientras inquiría en la niebla posibles bultos vulnerables, se me hizo, más que clara, acuciante, la certeza de que andar con una muñeca de forma humana e inmóvil en un rincón del coche podía traerme inconvenientes, aun dentro del propio Berlín, no porque fueran a hacerme responsables de un crimen, sino porque, ante la evidencia de un robot descompuesto, la Policía no se abstendría de intervenir, aunque no fuera más que por rutina, y, en ese caso, por muy bien parado que saliese yo, perdería lo que quedaba de Irina. ¿Y qué sería de aquello, entonces? Cuerpo, artilugio, muñeca… Acabaría, sí, en el laboratorio de un lugar bien conocido de Massachusetts, pero, hasta llegar allí, ¿cuántas violaciones tendría que sufrir? Se juntaban en él la tentación de la muñeca erótica y de la moza cuya hermosura no ha vencido aún la muerte: podían llegar a robarla… Y lo que me movía no eran celos, sino una especie de repugnancia, un resto de cariño hacia un objeto que había amado, aunque inexplicablemente (la inexplicabilidad, su conciencia dolorosa, se reiteraba a cada cambio de situación). Después de muchas vueltas por las calles (tuve que repostar gasolina) y de las infinitas de mi cabeza, llegué a la decisión de que el cuerpo de Irina había que destruirlo, y que el modo más noble de hacerlo era la incineración: preferible a inhumarlo, porque la tierra oxidaría (ya lo dije) unos metales, pero no los destruiría fácilmente. Y un cuerpo inhumado en secreto y no comido por la tierra puede descubrirse un día: el cuerpo de un robot. ¡Y qué historias después!

Me acerque al hotel. El vigilante dormía, apoyado en el mostrador de recepción. Le pedí la guía de teléfonos, busqué un número y una dirección. Iban a ser las siete de la mañana, sentía hambre y sueño. Le pregunté dónde podría encontrar una taza de café, y él mismo me la procuró con algo sólido: un piscolabis para ir tirando, y una copa de aguardiente.

– ¿No le da miedo al señor Conde andar por ahí a estas horas, con la niebla que hace?

Llamé a un teléfono, hablé largo, y obtuve una respuesta. Me dirigí torpemente a un edificio municipal cuya situación ignoraba: la orientación recibida era vaga. Di bastantes vueltas, y ya empezaba a clarear cuando un policía de tráfico ocupó su puesto a mi vista: le interrogué, me guió, tardé un buen cuarto de hora. Dejé el coche parqueado, y a Irina disimulada en su envoltorio, postura de durmiente. Pregunté por el forense de guardia. Me respondieron que me esperaba, y me llevaron, por unos corredores fríos, a un despacho amueblado funcionalmente, con barras de neón en el techo y fuerte calefacción. Había una percha con batas blancas y ropa oscura, y un anaquel repleto de archivadores. El forense era un hombre joven, semejante a casi todos. Se levantó.

– Soy el profesor Von Bülov. Quizás haya oído hablar de mí. Puede usted comprobarlo.

Arrojé unos documentos encima de la mesa. Los examinó en silencio. Me miró largamente. Después rió. Y, al reír, se vio que no era tan igual a los otros como me había parecido. Por lo pronto, su risa era aguda y suspicaz. Y se le cerraban los ojillos al reír.

– ¿Qué le sucede? ¿Hay que identificar el cadáver?

Yo reí también, pero con cautela.

– No, pero sí examinarlo.

– ¿Dónde lo tiene?

– Ahí fuera, en mi coche.

Se puso en guardia el forense.

– No tiene usted aspecto de gastarme una broma.

– En modo alguno, doctor, pero el trance en que me hallo sólo puede resolverse tras un examen que sólo usted está autorizado a practicar, si lo desea, de algo que se asemeja a un cuerpo. No sé si decir muerto será aproximación o exageración patente.

Le tendí las llaves de mi coche.

– Es un «Volkswagen» como todos, de ese beige grisáceo de los «Volkswagen», el situado en el tercer puesto, al salir, a la derecha. Verá usted una persona dormida, envuelta en una manta. No tema despertarla. Le ruego que examine la herida, situada encima del pecho izquierdo. No le costará trabajo desabrocharla, porque antes lo hice yo. Le recomiendo llevar una linterna.

– ¿Y usted?

– Yo esperaré aquí, o donde ordene, para darle confianza. Puede encargar, si quiere, que me vigilen, pero puedo también acompañarle.

– Quédese.

Cogió las llaves y jugueteó con ellas unos instantes. Me miró.

– ¿Se da cuenta, profesor, de que todo esto es, más que extraño, sospechoso?

– Sí, doctor; pero yo estaré aquí vigilado, y ahí tiene el teléfono para avisar a la Policía, si lo considera necesario.

– ¿Ahora mismo?

– Después del examen. S'il vous plait.

Cogió un abrigo y se lo echó por los hombros.

– Hace mucho frío, doctor. Y no olvide la linterna. -Volvió a mirarme, se encogió de hombros, y salió. Yo me senté y encendí un cigarrillo. La puerta de aquel despacho tenía una mirilla de cristal, y vi, a su través, que alguien me examinaba. Seguí fumando y estuve a punto de transirme. Quizá lo haya hecho. No sé qué tiempo transcurrió: el médico me despertó al entrar. Se despojó del abrigo, arrojó las llaves encima de la mesa, se sentó y tardó unos instantes en hablar.

– ¿Qué diablos es eso, y qué pretende de mí?

– En lenguaje vulgar se le llama un robot. Alguien más informado le diría que pertenece al modelo B3, de fabricación soviética, que va quedando anticuado. Como habrá podido adivinar, alguien lo tomó por una persona y le disparó. Está inservible y no es posible repararlo, aunque sí reciclarlo, pero el resultado no es lo mismo, porque habrá perdido la memoria a causa de la avería y, con ella, la personalidad: más o menos como cualquiera de nosotros si le ataca la amnesia total y se recobra después. Podría ser reeducado, pero su personalidad no sería la misma, al no ser la misma su biografía, porque, querido doctor, esa clase de bichos, al igual que nosotros, se van haciendo conforme se ven metidos en la realidad, conforme chocan con ella. Las razones por las que se halla en mi coche son largas y complicadas, toda una historia de espionaje, pero, al ser una historia secreta en la que involuntariamente estoy mezclado, me conviene deshacerme del cuerpo y de la historia. Le di muchas vueltas a la situación, y pensé que lo mejor sería incinerarla. Se le habrá ocurrido, lo mismo que a mí, que alguna gente, a la vista de su belleza y de su inercia, se sentirá atraída, inclinada a una experiencia erótica irrepetible. Me repugna, es una idea que rechazo. ¿Cree que, con un certificado expedido por usted, los empleados del horno crematorio la quemarían?

– ¿Un certificado de que es un cadáver?

– Un certificado verdadero, doctor: de que no es un cadáver. Antes de proceder a la cremación, los técnicos deberán comprobar…

Estaba jugando con un bolígrafo. Jugó un poco más.

– ¿Quiere contarme la historia entera? -Y, antes de que yo hablase, añadió-: ¿Se da cuenta, profesor, de la excepcionalidad del caso? No hay una sola ley, un solo reglamento, un solo precedente que se le pueda aplicar. ¿Por qué no va a la Policía? Y, si no quiere meterse en líos de explicaciones o de declaraciones, ¿por qué no la arroja a un canal? Un día como el de hoy puede hacerlo impunemente. Un chapoteo. ¿Y qué? Todos los días caen al agua cosas y personas: caen o los tiran. Es mucho más cómodo que enterrarla en el jardín de su casa… También le queda el recurso de facturarla en una maleta con un destino incierto. ¿Es que no ha leído novelas policíacas?

Me levanté con cierta solemnidad.

– Yo soy una novela policíaca, doctor, pero no se me había ocurrido lo de la maleta. Se lo agradezco.

No es que hubiera decidido, de repente, deshacerme de ella por el procedimiento de enviarla a un lugar y a un destino cualquiera, Saigón o Santiago de Chile, pero siempre inseguro, ya que tarde o temprano sería descubierto, y el retrato de la muñeca misteriosa saldría en los periódicos y en las revistas de sucesos y crímenes, en unos, vestida v, en algunos, desnuda; pero meterla en una maleta y facturarla a París me dejaba las manos libres para salir de mi atolladero presente. Me despedí del doctor, y, al hallarme en la calle, temí que, en aquellos momentos, alertase a la Policía acerca de mí y de la carga de mi coche. Antes de alejarme, instalé el cuerpo de Irina en el maletero, así como estaba, envuelto en la manta. Sólo después de probar la seguridad del cierre, busqué donde pudiera tomar un café y comer un bocadillo. No fue difícil encontrarlo, ni, a aquella hora, lugar donde dejar el coche. Se me ocurrió comprar un diario, y, en la primera página, se veía al matrimonio Fletcher y a su hijo enlazados en un triple abrazo y coronados de micrófonos curiosos: la noticia, al parecer, había conmovido al mundo e irritado especialmente a no sé quién de habla inglesa, aunque no de buen acento. No se hablaba de Irina ni del doctor Wagner; tampoco de Eva Gradner, por supuesto. Pero nada de esto me interesaba ya. Los grandes almacenes estaban abiertos: fui directamente a uno, más o menos conocido y frecuentado, y compré una maleta capaz. Con ella en el automóvil, me dirigí al aeropuerto, y, en un recodo solitario donde la niebla me ayudaba, metí a Irina en la maleta, la cerré y le puse el nombre de Maxwell, en París, en mi casa. La facturé, sin dificultades, a la consigna de Orly: cuando la retiró de mis manos el empleado, cuando la vi alejarse en la cinta sin fin, pude pensar en mi situación, y lo primero que me saltó a la conciencia fue la necesidad, la obligación, de devolver a Von Bülov su personalidad y su vida. Desde el aeropuerto, me dirigí al paso de frontera más cercano, entré sin dificultades en Alemania Democrática, y no mucho después, por otra barrera semejante, reingresaba en la Alemania Federal. Era ya mediodía. Tomé un almuerzo rápido en un restaurante, donde alguna vez había estado, donde fui reconocido y saludado, y, poco después, llegaba a casa de Von Bülov. No había más novedades que unas cuantas cartas y algunos paquetes de libros. Mi plan consistía en esperar hasta las once de la noche, más o menos la hora en que, al despedirnos, unos días antes, le había robado el ser. Y como tenía sueño, me senté en un sillón y me abandoné a mí mismo. Mi cabeza continuaba en tumulto, pero una profunda necesidad de paz, quizá la misma fatiga, me subía por las piernas y me iba adormeciendo, aunque cuidando de no dormir demasiado. Me despertó el teléfono alrededor de las diez: acudí y no era nadie. ¿Lo había soñado, había sonado en mi sueño mi propio despertador? Tenía tiempo holgado para preparar las cosas. Bajé al sótano, me vestí las ropas de Maxwell, y metí en las suyas aquello que quedaba del cuerpo de Von Bülov, y como aún no eran las once, quedamos un momento frente a frente, él con las ropas holgadas, yo con las ropas escasas, dos monigotes. Durante la operación, pensé que me hallaba ante el deber de dar a Von Bülov una explicación de lo que había sucedido, porque, en cualquier momento, pero seguramente pronto, se iba a encontrar en su memoria con unos acontecimientos que recordaría al detalle, pero que difícilmente podría encajar en su experiencia: como si en la mente de alguien metieran artificialmente unos capítulos espeluznantes de novela. A las once en punto le di la mano, su traje se fue llenando mientras el mío se acomodaba, se le reanimó el rostro, y apareció en él aquella sonrisa simpática de que yo me había servido durante muchas horas.

– ¿Insiste usted en que no le lleve al aeropuerto? -me preguntó.

– Está muy densa la niebla, profesor. Podría correr peligro.

– Quizás en otro lugar, pero no aquí. Conozco muy bien las carreteras.

– Entonces…

Cogí el maletín, le seguí hasta el automóvil. Cuando ya habíamos entrado, cuando los faros del «Volkswagen» encendían la niebla oscura, le pregunté:

– ¿Y en los robots no ha pensado nunca, profesor? En los robots como materia estratégica.

Sin mirarme me respondió:

– No se me ocurre cómo.

– Instrumentos de los Servicios de Información. Me consta que, en los Estados Unidos, se hacen experimentos, aunque ignoro los resultados.

Al profesor Von Bülov no le cabía en la cabeza que aquella clase de artefactos sirviera más que para operaciones mecánicas subordinadas, salvo lo que a los novelistas se les ocurriera inventar acerca de ellos, ya fueran prodigios, ya aventuras. Y, sobre el tema, charlamos e incluso discutimos durante el trayecto. En un momento, ya no recuerdo cual, me dijo:

– ¿Sabe que el tema ese de los robots no me es del todo ajeno? Pero de una manera curiosa: tengo la impresión de haber soñado con ellos hace algún tiempo.

«No fue sueño, profesor», le decía en la carta que le escribí aquella misma noche, en la cafetería del aeropuerto, aprovechando la circunstancia de que la niebla había espesado tanto que la salida del avión nocturno para Berlín se había retrasado. Y le explicaba largamente lo sucedido, empezando por el robo de su figura y de su personalidad; le relataba el uso que había hecho de ellos, y todo lo acontecido hasta mi regreso. «No he cometido ningún acto del que pueda usted avergonzarse, pero considero necesario que tenga en sus manos una información que le permita entender unos recuerdos perturbadores por inidentificables, cuya evidencia podría conducirle al temor de vivir una doble vida, pero también conviene que sepa a qué atenerse cuando sus amigos del Servicio de Información, Garnier, "Long John" y Preston, se refieran a ciertos acontecimientos pasados, aunque no sea más que al strip-tease de una muñeca que provoqué, pero del que usted resulta inductor involuntario. Podrá usted, con el testimonio de esta carta, confirmarles en la idea de que yo, ese que estaba dentro de la apariencia de usted, soy el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla. También podrá informarles del destino de Eva Gradner, o, al menos, de que pasó la barrera de la Puerta de Brandeburgo y de que al otro lado del muro tiene que estar, aunque yo ignore aún su suerte. Respecto a la penosa historia de la agente Tchernova, dejo a su discreción el relatarla o el olvidarla.» Le rogaba, finalmente, que no perdiera el tiempo buscando una explicación convincente a lo sucedido. «Ni yo mismo puedo hacerlo. ¿Cómo va a conseguirlo usted? Aténgase a los hechos y cuéntele a sus nietos el cuento, encajado entre el de Pulgarcito y el de las Botas de Siete Leguas, para que lo crean mejor. Usted, y yo, y todos los demás a quienes he revelado mi identidad, nos encontramos ante una realidad inaceptable. ¿No será lo discreto encogerse de hombros y decir "sí", como tan razonablemente hizo en su día Eva Gradner? A veces, un mero mecanismo puede mostrarnos las soluciones que nuestro corazón no acierta: ¡ojalá no sean muchas esas veces! No lo rechace, profesor, se lo ruego.» Y ya había firmado, cuando, en una posdata, me referí a una señorita que atendía a los viajeros en cierto hotel anticuado para gente distinguida, una señorita a quien la guerra había arrojado de una casa noble de la Prusia Oriental: «Su timidez, querido profesor, la hace infeliz. ¿Por qué no se atreve en el próximo viaje?» Dejé la carta en el buzón. El avión no saldría antes de una hora, al menos, en el caso de mejora de la visibilidad. Dormité en un sillón de la sala de espera, y, cuando me espabilaron los altavoces, no me preocupé de averiguar la hora: me limité a subir al avión y a seguir dormitando. Una vez más, y sin saber por cuánto tiempo, había regresado a la persona de Max Maxwell, se me habían cerrado las puertas abiertas por Von Bülov, se me abrían otra vez las de Maxwell. Al llegar a Berlín, telefoneé a Mathilde. Cogió ella el teléfono. Le respondí: «Richard.»

– ¿Otra vez? ¿Te encuentras bien? ¡Ven a mi casa!

Se le notaba, en la voz, el salto del sueño a la sorpresa. Le expliqué que estaba en el aeropuerto, que tardaría en llegar tanto tiempo, y que, al menos de momento, no parecía haber peligro. Me recomendó cautela, y me envió el anticipo de un beso. Cuando llegué, cuando me abrió la puerta, se había recuperado de los estragos de la noche, y aunque sólo llevaba la bata, aparecía rozagante y alegre, sin demasiado rimel, sin demasiado colorete. Advirtió en seguida mi palidez, mi fatiga, y me empujó hacia un baño caliente mientras me preparaba el desayuno. Todo transcurrió con normalidad. Cuando ya me había acostado, me dijo:

– Después me contarás lo que ha pasado y cómo te van las cosas. Ahora, duerme. -Como una madre cuyo hijo regresa de inciertas andaduras. Cerró las maderas, apagó la luz, me pasó la mano por la frente y me dejó encerrado. No sé qué hizo mientras yo dormía. Al despertarme, hallé preparada una bandeja con viandas y una nota: «No pretendo retenerte, pero será prudente que no salgas. Yo llegaré a medianoche. Me gustaría encontrarte en mi casa.» No pensaba escapar, pero necesitaba informarme de algunas cosas. Después de comer, me afeité y le dejé unas letras asegurándole que volvería. Caminé por la niebla de Berlín, sin miedo a que las narices de Eva, o de sus cien agentes infalibles, sorbieran el olor de mi rastro. Tomé el Metro; después, un taxi. Hallé en su casa a Siegmund Vogel, que solía estar bien enterado de lo que acontecía al otro lado del muro. Como no quería perder el tiempo, le hablé sin rodeos:

– Me gustaría que me contaras algo de lo que le sucedió a una tal Eva Gradner, americana, que entró ayer en el Este.

Se hizo el ignorante.

– ¿Una americana? ¡Pasan tantas cada día! Los americanos experimentan una especial curiosidad hacia Berlín Oriental.

– Ésta es algo más que una agente, aunque sea además una agente.

– Eso es hablarme enrevesado, ¿no?

– Puedo añadirte que, al entrar, preguntó por Wieck.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque se lo aconsejé yo mismo.

Vogel extendió la mano por encima del tapete de la mesa, donde había un cenicero y un búcaro con flores de papel.

– Cien marcos.

– ¿Los vale la noticia?

– Yo creo que vale mil.

No sé por qué (el por qué de estas cosas nunca se sabe), ciertas palabras oídas y ciertos hechos pasados, palabras y hechos pertenecientes a tiempos y personas distintas, se me organizaron de súbito en una sola secuencia.

– ¿Vas a decirme que el coronel Wieck ha muerto? ¿Vas a decirme que apareció estrangulado en la habitación de un hotel del camino, o en cualquier lugar semejante donde se esconda una aventura? ¿Es eso lo que vale mil marcos?

Retiró la mano.

– Vete al infierno.

– Te ofrezco el modo de que ganes con otro lo que acabas de perder conmigo. Diles a los de allá, tú sabes bien a quién, que si no le echan el guante cuanto antes a esa Eva Gradner, que anda en un cochecillo rojo con matrícula francesa, el Servicio de Información se quedará sin jefes.

Regresé a casa de Mathilde. Ella no había llegado. Me senté en el sofá y tardé diez o doce pitillos en pergeñar una historia que satisficiese su corazón melodramático. Me ayudó a componerla la cajita de música: tocaba un minué, le seguía la polka, y, con esto y un vals de campanitas, se acababa el repertorio. Escogí unos cuantos detalles verosímiles de lo que había sucedido, y con alguno de los inverosímiles, pero adaptados a las entendederas de Mathilde y a su apetencia de emociones fuertes, el cuento quedó satisfactorio. En lo que conté, ni Eva ni Irina aparecían como robots. Se había sentado a mi lado, permaneció acurrucada mientras duró el relato, si bien de vez en cuando alzaba la cabeza y me interrumpía preguntando: «Pero, ¿es posible?», o algo así. Al terminar, no dijo nada durante un minuto largo. Después, me preguntó si Irina era la mujer de quien había estado enamorado.

– Eso creía. Ahora no lo sé.

– ¿Por qué has venido?

– Porque, en Berlín, tú eres mi refugio.

– ¿Todavía tienes miedo?

– Ya no.

– ¿Qué vas a hacer?

– De momento, ir a París. Después, debo pasar al Este, como sea. Lo que más adelante suceda no es previsible. Quizá me maten.

– Antes de pasar al Este, ¿volverás por aquí?

– Te dije que éste es mi refugio, pero no sé qué sucederá entonces, ni cómo vendré.

Me cogió una mano.

– Me gusta oírte hablar así. No eres como antes, aunque seas el mismo. Y, ahora, escúchame: no te vayas aún. Quédate conmigo, al menos hasta mañana. Te ayudará, créeme. Yo entiendo mucho de hombres.

Era cierto, sí. Mathilde entendía de hombres. Al día siguiente, regresé a París aliviado. Mathilde me acompañó al aeropuerto, y parecía una señorita de provincias algo influida ya por la capital.

2

Tardé en recobrar mi coche en un París lluvioso y frío, donde hasta la luz del crepúsculo parecía morir para dar vida a las farolas. Convenientemente vestido, un poco señorito, volví a Orly, donde, después de tomar algunas precauciones, me acerqué a reclamar la maleta. Estaba de suerte, porque me la dieron sin dificultad: bien es cierto que no rezumaba sangre ni despedía olor sospechoso. ¡No hay como estos muertos asépticos, sin rigor mortis, a los que no hay que trocear para enviar por vía aérea! La llevé a mi casa, no quise verla otra vez: quedó cerrada, en un rincón, y me valí de las malas artes de Maxwell para entrar en el piso de Irina. Encajé las maderas un poco a tientas, antes de encender la luz. No había estado nadie, al menos así lo parecía, pero las velas de los iconos se habían apagado, no consumido. ¿Por qué las encendí, qué frustrada oración de Irina encomendé a sus llamas? Después, busqué sus papeles: cartas, esbozos de poemas, poemas concluidos, y un cuaderno con notas autobiográficas. Cogí también del estante aquellos de sus libros que me parecieron más frecuentados, lo metí todo en una maleta, agregué la ropa interior que hallé en una cómoda, no sus trajes ni abrigos, pero sí una boina y un sombrerito muy gracioso, colorado: conscientemente, preparaba mis fetiches. Y cuando me disponía a abrir la puerta, decidí de repente quedarme: lo decidí, como todo lo importante de las últimas horas, obediente a un impulso repentino, o, más bien, aunque sin querer reconocerlo, al temor de quedarme solo en mi casa con lo que llamaba definitivamente el cadáver. Caro data vermis. ¿De qué especie aún no creada serían los capaces de comerse alambres? Dejé la maleta en el suelo, entré en el dormitorio: buscaba aquella luz dorada venida del salón, que mágicamente ensanchaba aquel lugar recoleto, lo ensanchaba a la medida de los recuerdos de una mujer que amaba con alegría, en silencio, pudorosa: ¡Qué ancha había sido aquella noche, qué profunda! Habíamos llenado solos el espacio inmenso de París, que ahora yo iba recobrando, ruido a ruido: el niño que llora próximo, la mujer que asesinan en el límite incierto, y una desolación incalculable que excede la noche misma, que alcanza casi a los cielos. Me tendí en la cama, me dejé envolver por la luz, mi imaginación se disparó y fue matando cuanto quedaba vivo; supongo que, en algún momento, me dormí: quizá nunca antes tan dulcemente, jamás después. Me desperté temprano: corría el riesgo de que a Madame la concièrge se le ocurriese visitar los pisos abandonados, pero no me pareció probable. Las velas de los iconos seguían luciendo, aunque moribundas ya. Me di una ducha, no pude afeitarme. Una vez vestido, agregué a las cosas de Irina sus iconos, y salí. Madame la concièrge faenaba en el portal. Me preguntó, malencarada, quién era y de dónde venía. La miré con los ojos malvados de Maxwell, con su gesto implacable: hasta arrinconarla de pavor.

– ¿Por qué dejó apagar las velas de la señorita Tchernova? -le pregunté. Mi voz sonaba como la voz de Maxwell, igual la mirada, no la de Paul, que había escuchado la portera-. ¿Sabe que la señorita Tchernova ha muerto? -Dio un chillido de angustia, no un gran chillido, algo así como un ratón al que pisan.

– ¿Y el alquiler? ¿Quién me paga ahora el alquiler? ¡Venció hace dos días!

Busqué unos billetes y se los arrojé a la cara.

– Venda los muebles, véndalo todo, pero no olvide jamás que no cumplió su compromiso de encender las velas.

– ¿Es usted el diablo? -preguntó con algo de terror en la voz trémula.

La dejé. A pesar del miedo, se había inclinado para recoger del suelo los billetes. Entonces, fui a mi casa, dejé, junto a la otra, la maleta con los recuerdos de Irina, y me encaminé a un París desconocido, en el que Maxwell me podía guiar. Iba a valerme de sus malas compañías, de su familiaridad con los bajos fondos: mi esperanza se asentaba, con bastante firmeza, en la convicción de que un funcionario latino es siempre peor que su colega alemán, pero bastante más humano, aunque sólo sea con la humanidad de lo pecaminoso y lo venal. Pasé tres días fuera de mi casa, me emborraché, dormí en lechos no ignorados por el cuerpo de Maxwell, besé bocas de exagerado carmín y jugué partidas de cartas donde todos engañaban a todos, y así era la ley. Al cabo de los tres días, un empleado de la Municipalidad, amigo clandestino de la amiga oficial de un concejal, me presentó a un empleado del Pére Lachaise, al que expuse mi intención. No me creyó, aceptó la situación y me pidió mucho dinero. Le dije:

– Usted me pide tanto porque cree que quiero deshacerme de un cadáver. Si le demuestro que no lo es, sino exactamente el robot de que acabo de hablarle, ¿me hará alguna rebaja?

Después de mirarme en silencio y de paladear con saña una copa de calvados, me respondió:

– La mitad. En ese caso, la mitad.

Seguía siendo más de lo que yo tenía, pero cerré el trato. Convinimos unos trámites y el aviso de una fecha. Los días que siguieron, no recuerdo ahora cuántos, los gasté en agenciarme el dinero, cosa que conseguí también merced a las malas artes de Maxwell: otra vez. (Sin embargo, algunas de las personas tratadas aquellos días me habían dicho: «Te encuentro muy cambiado, Max.»)

Me presenté con la maleta en el Pére Lachaise. ¡Cuántos amigos iban quedando a mi paso, conforme adelantaba por las veredas húmedas! Al cementerio del Pére Lachaise siempre se va en una tarde gris, de ráfagas locas, de goterones espaciados: o en una tarde de niebla que difumina París, que no deja ver las torres ni los tejados. No tuve suerte, porque la tarde estaba gris, pero apacible y razonablemente clara. Sin embargo, cuando ascendí hacia la entrada, se escuchó un acordeón, que me ayudó a sentirme portador de un cuerpo amado y de unos recuerdos tristes. Monsieur Junot fumaba la pipa cínica de la espera y me metió en un tugurio apenas iluminado. Había una mesa y la señaló:

– A ver.

Abrí la maleta. El cuerpo de Irina estaba doblado, como uno de esos cadáveres prehistóricos a los que metieron en una especie de olla funeraria, y cuyo hallazgo y profanación hace felices a los asaltatumbas. Monsieur Junot lo tocó.

– Puede usted verle la herida.

Despechugó el cuerpo, palpó los cables que aún salían, ahora más, porque el forense de Berlín se había entretenido en estirarlos, quizá mientras trataba de entender el misterio o de decidir que no lo era. Después, Junot rasgó la blusa y hurgó con los dedos en los pechos.

– Vaya muñeca, ¿eh?

– Tápela.

– Si me la deja, se la quemo gratis.

– Y yo le daré a usted un tiro en un lugar donde no le haga sufrir mucho.

– ¿Es capaz?

– Eso, a usted, no le importa.

Cubrió las desnudeces de Irina.

– El dinero.

– Si la operación vamos a hacerla ahora mismo, le entrego la mitad, y la otra cuando hayamos terminado.

Se resignó.

– Bueno.

Y, sin transición, ni siquiera en el tono, añadió:

– El reglamento ordena envolverla en una sábana.

– Yo lo haré.

– Después, entre en la fila. Usted puede acompañarla hasta el final, y ver cómo se quema. ¿Ha traído urna para las cenizas? Si olvidó ese detalle, aquí también las vendemos. Varios modelos, para todos los gustos, aunque su comercio en este sitio no lo autoriza la ley. ¿Prefiere verlas?

– Tráigamelas.

– Desconfiado.

Eran horribles, de falso alabastro y gusto italiano de lo más funerario. Pero en mi casa guardaba deliciosas cajitas antiguas: alguna de ellas sería digna de recoger a Irina.

– Esta misma.

– Vale tanto.

Todo quedó arreglado, incluido el precio de la sábana. Exigí quedar solo con Irina: la desnudé y la envolví en el sudario. Nunca la había visto desnuda y a la luz, sino sólo entrevisto. Y acariciado, eso sí. El recuerdo del cuerpo de Irina había quedado en mis manos, y, para sentirlo, tenía que cerrar los ojos: entonces, la luz dorada y tenue llenaba mi interior, y, con las sensaciones de mis manos, iba reconstruyendo el cuerpo vivo que a veces se estremecía. Después de quitarle el anillo y de ponérmelo, me consideré desposado con una imagen, con un nombre, con un dolor… Monsieur Junot vino a avisarme, e Irina entró en la fila de aspirantes a la cremación, yo en la de los acompañantes compungidos. Cuando me tocó la vez, asistí a su introducción ceremoniosa en el horno («¿No tiene usted un pastor que la bendiga?») y presencié, en toda su duración, aquel proceso físico, miles de grados de calor, de procedencia eléctrica, que transformaban los cuerpos en una forma incandescente, así debían de ser los ángeles, con aquel fuego blanco sin humareda ni olor, el puro fuego de la ilusión celeste: después se fue oscureciendo, se apagó el resplandor y, finalmente, se desmoronó en cenizas: las recogieron en la urna, y un funcionario severamente vestido me la entregó con su sincera condolencia. ¿Qué cara de estúpido no habrá puesto Maxwell ante la evidencia de lo incomprensible? Quizá la misma que ponen todos los hombres cuando su inteligencia tropieza en una pared lisa y sin límites, impenetrable y sin color.

Al descender hacia Pigalle, no sé si el mismo acordeón u otro como él, tocaba una canción conocida, de esas canciones de París, melancólicas, pero consoladoras, escritas por poetas anónimos y desengañados; y, sin que nadie hubiera dado motivos, al menos que yo sepa (las influencias humanas en el régimen cósmico están todavía por dilucidar), sopló una ráfaga fuerte y cayeron gotas.

3

«My home is my castle.» Y uno puede encerrar sus murrias en su castillo todo el tiempo que duren las vituallas guardadas en la nevera, más las que tuvo la precaución de comprar al paso. Claro que si, en el ínterin, se han tomado decisiones radicales, lo mismo puede uno dejarse morir de hambre por falta de alimentos al alcance de la mano, que por decisión inquebrantable de no tocarlos. Quiero decir con esto que ambas cosas se me ocurrieron, pero que ambas fueron repelidas, no por la determinación posterior de llevarme a mí mismo la contraria, sino por considerar innecesario aquel acopio de recuerdos de Irina si no había quien la recordase: inútiles después de muerto y expuestos a caer en manos sin piedad, avaras de compra y venta, incapaces de sospechar su verdadero valor, aunque sangrasen. Todo hubiera ido bien durante aquel encierro, si no fuera por el número crecido de ocasiones en que diariamente me encontraba con la faz antipática de Maxwell; pues, por mucho que escondiese los espejos, quedaban suficientes superficies reflectantes como para atormentarme con la indecencia de aquella nariz, y con el insulto intolerable de sus orejas, hinchadas o estiradas según la naturaleza y la forma del espejo. Hasta que renuncié a los juicios estéticos, los sustituí por los morales, y llegué a la conclusión de que Maxwell (¿viviría aún el pobre?) me había prestado excelentes servicios y me los seguía prestando, pues no sólo servía de soporte a mi humanidad incierta, sino que esperaba valerme de él para algunas operaciones complementarias. Después, ¿quién sabe nunca lo que puede pasar?

Fueron los ojos de Maxwell los que leyeron el Diario de Irina (le llamo así aunque no fuera propiamente un Diario, sino una serie bastante larga de notas fechadas: las unas, apuntes para poemas generalmente no escritos; las otras, reflexiones más o menos íntimas; por último, bastantes notas biográficas, o comentarios, o acontecimientos personales). Si el conjunto no permitía reconstruir una biografía, sí, al menos, una personalidad interior, y por lo que allí leí, me fue posible, aunque póstumamente, encajar en una historia coherente lo que más trabajo me había costado aceptar de Irina, sus experiencias místicas. A la vista de aquellas notas, resultaban, no ya inevitables, sino casi fatales; y, sin ellas, su figura hubiera quedado como esos retratos que el artista deja, por la prisa o por la muerte, inconclusos. El leit-motiv del pensamiento de Irina, la nota clave de su sentimiento, fuera la experiencia de la nada, ya como anhelo, ya como temor, que llegaba como un susto, y en la que, según sus descripciones, se hundía contra su voluntad y con un miedo próximo al espanto: durante el trance, se sentía como desintegrada, como disuelta, hasta tal punto, que, más tarde, le costaba trabajo rehacerse. «Estoy recomponiéndome como una muñeca rota, y, a veces, tengo miedo de que me falten pedazos.» Y, en otra página, escribe: «Cuando regreso a la conciencia de mí misma, me contemplo como escupida por un volcán, me veo caer desparramada por un desierto de lava, en el que dolorosamente mis fragmentos se buscan para reconocerse.» Esta imagen de la rotura y de la recomposición se reiteraba, complementaria de otra que le permitía decir: «La nada me absorbe y traga, como el desaguadero del lavabo la espuma del jabón que flota en el agua sucia.» Y una tercera: «En algún lugar incierto, en algo como un escollo o un bajío, afilado como la proa de un barco, choco y me escindo, y me arrastran al hondo las olas de la nada.» Algunas de estas imágenes aparecen también en sus poemas, pero con menos frecuencia, y siempre subrayadas por una ironía, o, al menos, por algo que intenta serlo. A partir de la fecha aproximada del arrebato en Nôtre Dame la mención de la nada y sus imágenes habituales desaparecen, y son sustituidas por la obsesión de alguien a quien necesita perseguir, no sabe aún si fuera o dentro de sí, que en los poemas queda sin nombre, pero que, en las notas del Diario, está claro que era yo; es el proceso casi cómico, por melodramático, que contrapuntea al otro: no por capricho ni como resultado irracional de una tendencia inesperada: la primera vez que oye hablar del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, lo relaciona inmediatamente con ella misma, comprende que es lo que tiene que perseguir; pero, inconsecuentemente, quizás en virtud de un proceso poético no racional, lo identifica con el vacío de la Nada que se opone a la plenitud del Todo: y eso viene en los versos. Lo odia sin saber por qué y, en el odio, halla la paz y (no dejó de chocarme) la inspiración. (Cómo eran bellos los poemas de Irina, y yo los había leído con gusto antes de conocerla, está claro que de una metafísica disparatada puede salir una lírica excelente.) Averiguar, casi ver y palpar, y no digamos oír, aquellas relaciones entre pensamiento y poesía, entre la experiencia y la palabra, me iba completando la imagen de Irina, me permitía verla, como algunos misterios, por dentro y por fuera a un tiempo. La última nota del Diario decía: «¿Por qué me equivoqué, Señor, si en sus brazos hallé lo que buscaba? Ni aquel vacío, ni esta plenitud, sino algo más simple y más humano, eso que consiste en sentirse uno con otro más allá de la unión de los cuerpos, y, por supuesto, de lo que llaman el contacto de las almas. No sé dónde ni sé qué, ni creo que nadie lo sepa ni pueda decirlo. Sin embargo, jamás fui más yo misma que esta noche, jamás me sentí más hondamente reconciliada. Pero Tú, el Incomprensible por esencia, me arrastraste otra vez y me hiciste sentirme más feliz todavía, una felicidad tan intensa que no me cabe en el cuerpo. Tú lo sabes, que me arrebata y que no dura más que el instante del arrebato. Prefiero la otra, que me cabe entre los brazos y la puedo retener. Ahora, ¿quién sabe lo que sucederá?» Y, unas líneas más abajo: «¡Qué lejos va quedando el bueno, el pobre, el adorable Yuri! Es ya como una sombra en el horizonte, apenas un recuerdo.»

El Diario terminaba con estas palabras, desligadas de todo lo anterior, sin fecha, escritas rápidamente: «¿Por qué presiento que algún día vendrás en busca de mí y que hallarás este largo testimonio? Aquí, pues, te lo dejo, con mi amor»…………………………………………………………………………………………

Como unos días antes unos hombres posibles, tenía ahora alineadas encima de una mesa posibles urnas para guardar las cenizas: una, bellísima, de plata y toscas esmeraldas, trabajo de los indios colombianos, y otra, con el azul real, los lirios de oro, y ornato de madreselvas, de los artesanos sajones. La plata andaluza quedaba en tercer lugar, y venían después unas cuantas maravillas italianas, marroquíes, escandinavas y persas. Mi colección no iba más lejos, pero sumaban diecinueve, y si rechacé por fin la colombiana fue por su excesivo lujo, que Irina hubiera lo mismo repudiado, pero la de Sajonia, menos rica, tan fina y aristocrática, contenía figuras y colores con el valor de los símbolos. Allí apreté aquellos restos metálicos mezclados a briznas microscópicas de plásticos extraños cuyas fórmulas permanecen ignotas, y qué sé yo qué otros restos de materiales preciosos, cuyo secreto combinatorio seguramente ha olvidado alguien que vive a la espalda del Cáucaso. Cerré la caja y la sellé. Escogí otra mayor, de maderas ricas, y metí en ella, con la urna, las sedas íntimas de Irina, sus libros y sus papeles. También la cerré. Y entonces, sólo entonces, preparé mi marcha de París. Presentí, al abandonar mi piso, que no volvería a él. Si abandonaba ciertos recuerdos sentimentales, se reducían a las horas de la presencia de Irina. Lo demás era olvido.

4

Llegué a la Catedral Rusa con un paquete grande, y, en principio, no supe a quién buscar ni adónde dirigirme: me sentí desorientado entre los oros del inconostasio, las estrellas y soles de la bóveda y el olor meloso de las velas encendidas: también, que me envolvía un espacio en el que me consideraba inexperto, y por el que, sólo visto y asumido, podría transitar tranquilamente. Me arrinconé y dejé que la mirada se empapase de alturas, se demorase en cúpulas, regresara a sí misma ebria de formas y colores: era un lugar para la esperanza sin espera, un ámbito de ésos en que uno se entrega al tiempo y, con el tiempo, fluye; pero eso mismo me había sucedido alguna vez en otras catedrales, más pétreas y más oscuras, sin llegar a aquella emoción. Un sacerdote barbudo se me acercó (quizá desconfiadamente, al ver el bulto) y me preguntó si buscaba a alguien. Le respondí que trataba de solucionar una cuestión de confianza mediante una conversación con alguien de jerarquía y responsabilidad. Me dijo que lo siguiera. En el lugar adonde me llevó, había otro pope, también intonso, pero más refinado: alto y pálido, la barba y los cabellos blancos, con esa distinción que imprime la ascesis, tan parecida a la que da la aristocracia: llevaba dos medallones en el pecho, y un anillo. Me preguntó qué quería. Yo le pedí permiso para abrir mi paquete. Me lo dio, y dejé a su vista los objetos de Irina.

– Todo esto pertenece a una mujer que murió. En la caja están sus cenizas. No quiero abandonarlo, pero sí desprenderme de ello durante cierto tiempo, porque voy a hacer un viaje largo y no puedo llevar conmigo lo que considero sagrado. Cierto escrúpulo me impide encerrarlo en la caja de un Banco. Ella era ortodoxa, y su última palabra fue «Gospodi». ¿Querría usted hacerse cargo de la caja y de su contenido?

El pope no me dijo que sí ni que no. Me hizo algunas preguntas acerca de Irina, acerca de mí: siento haber tenido que mentirle, aunque no gravemente. Le pareció necesario saber la fecha aproximada de mi regreso.

– Ni puedo decirle cuándo, ni si vendré yo en persona. Pero le ruego que contemple este anillo, nada fácil de olvidar. Si le parece, podemos grabarlo en cera y meter en la caja la impronta: servirá de identificación a quien venga. Y si pasasen años, entonces, que la entierren…

El pope me dejó solo, tardó en volver, lo hizo acompañado de otro, ni tan barbudo ni tan alto, pero que cultivaba el parecido con un Jesús convencional católico. Venían hablando en ruso. Me hicieron nuevas preguntas, escribieron algo en un papel, acabaron por tomar la caja a su cargo, con la seguridad de que esperaría mi regreso o de que sería enterrada conforme a la liturgia. Quise entregarles una limosna; la rechazaron, pero, ante mi insistencia, el más bajo me indicó un lugar donde podía depositarse el dinero destinado a caridades. Después de despedirnos, el más alto me bendijo.

Cuando estuve en la calle, comprendí que se abría un paréntesis cuyo final no podía predecir, ni si llegaría a alcanzarlo. Me había propuesto ir a la Unión Soviética y averiguar quién había construido y educado a Irina, quién o quiénes, y obtener sus confidencias, no las técnicas, que no me importaban, sino aquellas que me permitieran llegar a comprender por qué una muñeca electrónica había dejado de funcionar después de invocar a Dios: ya que en esto podían resumirse las restantes incongruencias. Yo creo que ya entonces había llegado a dividir en dos partes, no enteramente desligadas, lo que antes había constituido un conjunto confuso: dos partes de las que una, al menos, formaba una figura, aunque no definida ni del todo inteligible: el recuerdo de Irina considerada como mujer, lo acontecido entre nosotros hasta el balazo de Eva, hasta el grito de «Gospodi», y esta palabra era el hilo tenue, aunque al parecer indestructible, por el que aquella sombra, aproximadamente humana, se unía a la suma de interrogaciones, de perplejidades, de angustias y desesperaciones provocadas por el descubrimiento de su naturaleza mecánica. Podríamos llamarles el recuerdo y el magma. El recuerdo, como todos los de los muertos, también podía modificarse, e incluso destruirse. ¿Era esto, su destrucción, lo que de veras me proponía con mi viaje a Rusia? ¿Encontrar un secreto que para siempre desintegrara la sombra? En cuanto al magma, hervía lo mismo que mi sangre.

Hubiera debido prender fuego a mi casa, para que nadie, ni siquiera nada, borrasen o mancillasen las huellas demoradas en sus rincones, el eco de las palabras pronunciadas, que siempre permanece, los movimientos del aire que no se desvanecen del todo, tantas cosas invisibles que se llamaban Irina. Merecía aquel vulgar «apartament» de París la redención del incendio, pero esas gloriosas resoluciones no son aconsejables en una ciudad moderna, si no quiere uno andar ya por la vida con la responsabilidad a cuestas de la muerte de unos niños, de unas mujeres, que no pudieron ser salvados porque el servicio de bomberos siempre funciona mal. Lo que hice fue escribir al coronel Peers una carta muy larga, explicativa y humorística, en la que incluía las llaves de mi departamento: le regalaba, no sólo sus enseres, sino la totalidad de mi archivo, para que hiciese de él lo que quisiera: publicarlo o quemarlo, «aunque lo mejor será que lo legue a la biblioteca de la Universidad de:…X, que ya posee un secreto ejemplar, rigurosamente clandestino, de mis "Memorias apócrifas"». Le recordaba algunos detalles de nuestras conversaciones mientras yo actuaba como De Blacas, y le aseguraba que, como tal Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, había dejado de existir. «Intervine en el asunto de la señora Fletcher, pero no pase cuidado, porque eso de que llevaba en la memoria los cálculos de su marido no es más que una leyenda. En cuanto a Eva Gradner, lo que hasta ahora sé es que estranguló al coronel Wieck, del Servicio Secreto de Alemania Democrática, después, seguramente, de haber dormido con él. No deje de contárselo a Preston.»

Entonces, empezó una curiosa peregrinación cuya primera etapa fue Berlín y cuya duración he olvidado. ¿Seis meses? ¿Acaso un año? En Berlín, cuando nos despedimos, Mathilde comprendió que, definitivamente, no volvería a verme más, y estuvo digna y en cierto modo heroica. Poco después, me despedí también de la figura de Max Maxwell, a quien sustituí por Seigmund Vogel, que me facilitaría el paso a Berlín Este. Pude saber que, antes de ser hallada en una carretera, el coche sin gasolina y ella sin electricidad, Eva Gradner había despachado a tres funcionarios más de los servicios de información. Abandoné a Vogel por Wenkel, a Wenkel por Schreier, a Schreier por… Fui de Berlín a Dresde, y de aquí a Varsovia, donde paré algún tiempo, hasta que encontré ocasión de trasmudarme en el teniente Skoroplichin, lo que me permitió entrar en Rusia en las mejores condiciones y con todos los respetos de la Aduana. Aquí, el peregrinaje tuvo que ser más cauteloso, pero no menos frenético el paso de un hombre a otro, y aunque lo que me sucedió mereciera ser contado, si ésta fuera una narración de las destinadas a describir a los hombres por dentro, no quiero dejar en silencio el hecho inverosímil y propiamente inextricable de haber formado parte de un tribunal militar que me condenó a muerte, aunque después no hayan logrado ejecutarme por incomparecencia. Fui de una persona en otra inexorable y cauteloso, bien estudiados el cambio y la permanencia en el nuevo escalón, y, si le llamo así, es porque, aunque con cierta parsimonia, iba ascendiendo, y a los dos meses de encontrarme en Moscú, ya me servía de la figura y de la personalidad de un alto funcionario con oficina en el Kremlin. No pude menos que atender a mis esposas sucesivas, a mis queridas oficiales, y lo que puedo contar de estas intimidades sería interesante si no repitiese con asombrosa monotonía lo que los hombres y mujeres vienen haciendo desde que en la noche de los tiempos empezó a clarear el alba. Lo que fui averiguando de la historia del mundo, ya lo investigarán, si quieren, para ocultarlo o para deformarlo, los que vengan detrás: sería la verdad, la verdad es inverosímil, y la misión de los historiadores consiste ni más ni menos que en presentar como ordenado y verídico lo que es amorfo e increíble; pero, para llegar a esta conclusión, no habría necesitado husmear en los secretos del Kremlin, pues me hubiera bastado con los del castillo de Leu. Lo que vi y conocí de los hombres en sí mismos, no me aportó grandes sorpresas ni conocimientos que valga la pena reseñar. En ruso o en francés, con diferencias meramente folklóricas y música de distintas claves, los hombres son de una insoportable monotonía, y la vida que hacen bajo éste o bajo ese otro régimen, aburrida y sólo variable entre límites restringidos. Los misterios impenetrables del Kremlin no son más impenetrables que los misterios del Pentágono, ni, por supuesto, más intricados, y las luchas por el Poder en el seno del Partido Comunista tampoco se diferencian, más que en los modos, de las rivalidades internas y contiendas fratricidas del Partido Conservador Británico. Difieren, eso sí, los escenarios, pero ésa es una cuestión que procede, en partes probablemente desiguales, del clima y de la estética: los rusos, por su afición al melodrama; los ingleses, porque, gracias a Shakespeare, están purgados ya de la tragedia. Los rusos tienen miedo, eso no puedo negarlo, pero no sé si es de origen reciente o les viene heredado desde Iván el Terrible, o quizá desde un poco más atrás. Moscú y Leningrado se detestan como Nueva York y San Francisco, como Venecia y Roma. La calidad de la música tiene poco que ver con la tiranía o con la democracia, y la de Rusia es buena, a pesar de los que rigen el cotarro musical, que, como en todas partes donde el Estado se mete en estas cosas, son los mediocres. No obstante las expuestas coincidencias, cuando se terminó mi misión, salí de Rusia, donde no hubiera podido hacer lo que hice hasta ahora, sin que la Policía metiera las narices en mis papeles y, casi seguramente, los hubiera quemado.

Yo creo que ya habían pasado los seis meses desde mi entrada en la Unión Soviética, cuando empecé a averiguar algo de lo concerniente a Irina. Después de un fracaso del espionaje, se había planteado en algún lugar idóneo, más o menos como en los Estados Unidos cuando lo de James Bond, la relativa inutilidad, la comprobada fragilidad de los sistemas de información en uso. Pero, con todo lo grande que es el Kremlin y todo lo inmensa que es Rusia, ni de las covachuelas, ni de las estepas llegaba una solución viable. Tcherniakov era un funcionario medio, con dos secretarias a sus órdenes, pero que aspiraba a mejorar de despacho y a tener bajo su mando directo, de persona a persona, todos los hombres y todas las mujeres de un departamento: esto, al menos, para empezar y alcanzar determinado entrenamiento. Quizá sus aspiraciones fuesen de lo más alto, pero ni a sí mismo se atrevía a confesárselas, no fueran a descubrirse en un modo especial de estornudar o, lo que sería más temible, en la aparición de un aura alrededor de la cabeza, la que distingue a los verdaderamente poderosos, y esa manera de llevar en alto la nariz que los confunde con algunos ilusos: ¡nada hay menos seguro que los signos externos! A Tcherniakov, en una reunión del comité que fuera, se le ocurrió lo de la muñeca electrónica (él, en realidad, había propuesto un muñeco asexuado), y todo el mundo se rió, menos Murin, cuyas aspiraciones se distinguían de las de Tcherniakov en que él mismo, a fuerza de disimulo y de dialéctica interna, las ignoraba, de modo que fue con el cuento del muñeco a cierto superior que confiaba en él porque lo creía tonto. Tcherniakov fue trasladado, sin previo aviso, a una ciudad del Sur, con lo que ganó en temperatura invernal y en las vistas al mar de que disfrutaba su casa. Su idea, perfeccionada (al menos verbalmente), recorrió varios despachos, cuyos jefes coincidieron en apropiársela, uno detrás de otro y con olvido del anterior, pero ésta es una virtud común a todas las burocracias. Escrito siempre en papel, el texto permaneció invariable (Murin escribía un buen ruso), pero cambiaban las firmas responsables. A los papeles, cuando se les sopla, suben, y aquél voló todo lo alto que fue necesario para que mandasen traer, de un Lugar Desconocido Detrás del Cáucaso, al profesor Burmerhelm, de origen prusiano, pero remoto, a quien se le expuso el proyecto y se le preguntó por su viabilidad. El profesor pidió un plazo, y cuando regresó a Moscú, unos meses después, traía consigo el plano detallado de un personaje electrónico absolutamente irreprochable y, por supuesto, capaz de llevar a cabo acciones inteligentes sin descender directamente del mono: sus detalles complementarios, como sexo y biografía, no eran de la incumbencia del profesor. Fue muy felicitado, aunque en secreto, y el laboratorio a cuyo frente se le instaló, fue secreto también. El cuerpo de Irina tardó casi un año en fabricarse. Las pruebas matrices duraron un mes más. La originalidad de aquel robot, la idea genial del profesor de origen prusiano, aunque remoto, consistía en que la fuerza motriz la recibía el cuerpo de la luz, de cualquier luz. Para paralizarlo, sería menester su permanencia, durante un plazo variable de diez o quince días, en la más negra y continuada oscuridad. El robot fue presentado (en secreto) a un restringido número de personajes, no precisamente lo que en el lenguaje periodístico llaman «la cumbre», y también «la pirámide». Paseó garbosamente en puro cuero y dio pruebas de capacidad para cualquier movimiento, gimnástico, rítmico o erótico.

– El proceso de humanizar este muñeco -dijo el profesor Burmerhelm-, ya no me corresponde a mí. Pero, si les interesa mi opinión, se lo confiaría a un poeta…

– ¿Y por qué?

La respuesta del doctor Burmerhelm figura en unas cintas magnetofónicas verdaderamente inaccesibles, que, a lo mejor, no han existido nunca, pero de las que se habla en secreto, y que, también en secreto, se consideran como una peligrosa defensa de la poesía como instrumento político: peligrosa porque, de publicarse, haría crecer el número de poetas hasta cifras insostenibles por una sociedad normal. Alguien me dijo una vez que sabía dónde estaban, pero otro alguien presente me guiñó el ojo.

Wladimir Siffel no era precisamente un poeta, aunque quizá lo fuese de una manera indirecta y más cabal que si escribiera versos. Cierta acumulación de cualidades intelectuales y de simpatía personal, habían hecho olvidar a mucha gente su condición de judío, salvo los que lo envidiaban, que ésos decían de su talento que no era cosa personal, sino de raza, con lo que Wladimir Siffel quedaba un poco disuelto en el Pueblo de Dios, más como representante de una genialidad colectiva (y poco fiable) que como genio autónomo. Tenía un puesto en la enseñanza, donde gozaba de la mejor reputación como educador, aunque un poco extravagante y sólo moderadamente ortodoxo. Algunos de sus compañeros más cercanos estaban persuadidos de que no creía en nada de lo que sabía, sino sólo en lo que hacía, y eran tan elocuentes y rimbombantes sus elogios del marxismo-leninismo, que se sospechaba su íntimo desprecio por la doctrina oficial, aunque sus palabras no hubiera por donde cogerlas de puro convencionales. Su vida bohemia, su afición a los cigarros habanos, su charlatanería brillante y otras de sus cualidades sociables, le hubieran incapacitado para formar una ciudadana soviética presentable, o al menos exhibible en todo el mundo como arquetipo; pero el que lo eligió definitivamente como educador de Irina, razonó su elección argumentando que el producto de aquel esfuerzo iba a transitar por el mundo burgués, al que tenía que seducir y engañar, no por su eslavismo ni por su ideología, sino por su personalidad al modo occidental interpretada. La educación de Irina duró otro año, y lo mismo puso en danza a lingüistas y matemáticos que a bailarines e historiadores. Una vez, dos o tres participantes en el secreto la vieron en una cena diplomática y les costó trabajo distinguirla de las demás mujeres. La oyeron hablar en inglés y en francés, cantar en alemán, y citar en español a un poeta hispanoamericano. Después, ya no supieron de ella.

Esta breve reseña no me llegó de una vez y ordenada, como acabo de contarla, sino que resumo fragmentos de aquí y de allá averiguados conforme iba cambiando de despacho y de aspecto. Si recordase todas las caras que tuve, todos los temperamentos que rigieron mi conducta, todas las voces con que hablé y todos los ojos que contuvieron mi mirada, sería como meterme en un tiovivo loco cuyos muñecos circundan a velocidad de vértigo. El final de mi camino fue un personaje que no debo nombrar sino en clave: pongamos que se llamaba Alexis. Alexis, por su posición, estaba al cabo de la calle del asunto de Irina y de muchos otros. «De eso, quien lo sabe todo es Alexis», oí decir desde un principio, y, por saberlo todo, Alexis sobrevivió a los cambios y a las purgas, aunque no estoy tan seguro de que sobreviva también a las computadoras, si bien conviene considerar que una máquina, por perfecta que sea, es incapaz de olvidar, en un momento dado, lo que conviene que se olvide. Llegar a Alexis me costó quince días. Darle la mano, una conversación de media hora, llena de mentiras. Su cuerpo es uno de los muchos que abandoné sin intención de rescatarlo, y no por especial inquina que le tuviera, sino porque pensaba en él para salir de Rusia. Instalado en aquella personalidad de jerarca prepotente, supe que Wladimir Siffel había sido internado, poco después del envío de Irina a París, en una clínica psiquiátrica: Irina, finalmente, no había gustado a casi nadie, a causa de su independencia de carácter, de su afición a la poesía y de su escrupulosidad sexual. Destinada, en su concepción, a las mayores hazañas, fue relegada a funciones secundarias sin peligro, y, cuando se descubrió su capacidad para vivir por su cuenta, pues enseñaba idiomas en París, se la dejó un poco al margen. Los responsables se consolaron porque no ignoraban el fracaso final de James Bond; pero la aparición de «Andrómaca», de la que sólo conocían las líneas generales, no dejó de inquietarles. Dejé pasar unos días. Una vez, entre dos o tres amigos muy adictos, se me ocurrió preguntar:

– ¿Sabéis algo de Wladimir Siffel? ¿Qué habrá sido de él?

Nadie lo recordaba.

– Sí, hombre, sí, aquel que se encargó de maleducar a la muñeca espía.

– ¿La que murió en Berlín?

– ¿La que murió? ¿Dices que murió?

– Al menos, desapareció. No volvió a saberse de ella después del affaire de la señora Fletcher.

– ¿Y estáis seguros de que murió? Pues me gustaría llevar la noticia a Siffel.

Y, después de unos instantes, añadí:

– No creo que le parezca mal a nadie…

Siffel estaba a treinta kilómetros de Moscú. Tuve que ir en automóvil, y, en el bolsillo, llevaba unos cigarros puros de procedencia cubana. Me acompañó una pareja de recién casados a quienes gustaba el paisaje. Los dejé a solas con su alegría y con el campo: los recién casados son iguales en todas partes. Mientras, yo visitaba al verdadero autor de Irina.

5

A la vista, el Sanatorio no mostraba ser un lugar de terror, sino más bien de descanso controlado, que quizá sea lo mismo a los efectos últimos; pero, en tal caso, no se distingue notablemente de sus similares occidentales. El aspecto general del edificio y de los jardines mostraba claramente la condición distinguida de los internos: gente selecta por su talento, por su actitud política, o por su misma locura. Los que me tropecé por las veredas hubieran hecho buen papel en una Academia de Ciencias, en un Parlamento, o como personajes de una novela. Por ejemplo, Wladimir Siffel. Tomaba el sol tumbado en una hamaca, en actitud de negligente desdén. Había a su lado, en el suelo, un montón de libros. Dormitaba. El subalterno que me acompañaba lo sacudió suavemente. Al abrir los ojos, me vio y torció el gesto:

– No quiero nada con usted.

Le indiqué al subalterno que se alejara. Yo arrastré un escabel de madera decorada en colores vivos por centenarios caucasianos. Busqué en el bolsillo el anillo de Irina y se lo mostré: pasó de la indiferencia al arrebato súbito. Se disparó su mano y quiso cogerlo. Lo retiré a tiempo. Entonces se dignó mirarme con algún interés.

– ¿Murió?

– En Berlín, en la Puerta de Brandeburgo, de un tiro que le disparó una congénere americana.

Se irguió en el asiento y alzó los brazos al cielo.

– Hay Providencia, y Jahvé Dios se ríe, desde su altura, de la fatuidad de los hombres y de las cosas. Amén.

Apuntó con un dedo enérgico el anillo que aún permanecía en mi mano, visible.

– Me pertenece. Si usted sabe hebreo, podrá leer en su interior los nombres de Ana y Rubén. Fueron mis padres.

Tendió la mano con la palma abierta.

– Todavía no -le dije.

– ¿Quiere algo más?

– Es muy posible que yo no sea el que usted cree. Y, si vengo a verle, no es sólo para decirle que las cenizas de Irina las guarda el obispo ortodoxo de París. Eso, a usted, seguramente no le importa.

– Pero soy el responsable, ¿no?

– Por eso vengo. Hay una historia que quiero conocer: cómo, por qué hizo usted a Irina, y no a otra, del muñeco que le entregaron, sin nombre y con la memoria virgen.

Dejó que la mirada se le perdiese más arriba de los árboles.

– La justicia de Jahvé es implacable, y a los hombres nos sacude el frenesí de los orates. No crea, sin embargo, que estoy aquí por eso, sino porque mi obra les dio miedo: yo podía inventar un muñeco al que todos tuvieran que obedecer. A un tirano vivo se le asesina, se le derroca; pero un muñeco puede ser inmortal. ¿Imagina usted un Stalin electrónico?

– Usted mostró claros síntomas de rebeldía.

– Contra Jahvé, que es más terrible, y así vivo, rebelde, pese a esta miseria en que me ve. Lo de Irina tiene que ver con eso, no como causa, sí como resultado. La historia que me pide es, sin embargo, la historia de un fracaso. Si usted entendiera de arte…

Le interrumpí:

– Imagínese que entiendo.

– ¿Usted? ¿Un capitoste de los más encaramados? ¡Déjeme que ría!

– Ya le advertí que no se fíe de las apariencias. Puedo entender, y entiendo, el fracaso de un poeta y el de cualquier creador. En este caso, mi interés va más lejos que mi curiosidad.

Se levantó súbito.

– ¿Es que también la amaba?

No le respondí. Me quedé mirándolo. Le caía encima el sol, y estaba aquel judío entre hermoso y terrible, con algo de ese brillo de los genios en la mirada.

– ¿Por qué no se sienta? ¿Por qué vamos a hacer una tragedia? Irina ya no existe.

– ¿Cómo supo lo que era?

– Cuando fui a socorrerla. Por la herida salían cables en vez de sangre.

– Ése fue un detalle que se le olvidó al doctor Burmerhelm. Bueno, no se le olvidó: lo tuvo en cuenta, pero no halló la manera de que el muñeco tuviese sangre. A esos tipos les sorprende que se pueda dotar a un autómata de todas las perfecciones espirituales, cuando lo que les falla, al fin y al cabo, es el mecanismo. Son materialistas de la peor especie: lo son porque se creen en la necesidad de serlo. En el fondo, todos creen en Dios, pero le tienen miedo, no a Dios, sino a su propia creencia. Viven como si tuvieran en casa un huésped al que no quieren ver, y le cierran las puertas. Les da vergüenza y lo esconden. Burmerhelm es un alemán ateo, más orgulloso de su mecanismo de lo que estuvo Dios cuando hizo al hombre, todo porque la muñeca que fabricó no puede coger el tifus. No se da cuenta de lo que llegué a hacer sembrándole ideas locas.

Volvió a erguirse, a levantarse, a mirarme con furia.

– ¿Usted cree en Dios? Dígame, ¿sospecha lo que está detrás de esas nubes?

Le señalé la chaisse-longue, y él se sentó mansamente. Luego le dije:

– En esta cuestión, yo no cuento. Pero querría saber por qué Irina creía en Dios, por qué tuvo experiencias místicas, por qué murió clamando a Gospodin.

– ¿Eso es cierto? Pues no lo entiendo.

Se quedó pensativo.

– Sí. Eso va más allá de mis propias previsiones y de mis propias esperanzas.

Otra vez se metió en sí mismo, pero como si yo no estuviera delante, como si no existiese alguien que esperaba su palabra. Finalmente, regresó de aquella especie de inmersión y dijo:

– En cierto modo, es lógico, pero, al mismo tiempo, no lo es.

– ¿Es todo lo que se le ocurre? Usted lo encuentra lógico porque no conoce el proceso; es ilógico porque excede sus previsiones. Pero yo, como lo ignoro todo, lo encuentro sencillamente grotesco. Señor Siffer, ¿es lo corriente, en el mundo de los autómatas, que uno de ellos tenga contactos involuntarios con el Misterio y que muera invocando a la Divinidad? ¿A eso llama usted lógica, o más bien lo conceptúa ilógico?

– Y usted, ¿no tiene imaginación? ¿Es también materialista?

Me miraba de una manera iracunda, casi acusadora.

– Ustedes dicen que los personajes literarios están vivos, consideran como a sus semejantes a Iván Karamazov o al Príncipe Hamlet, discuten sus destinos y evalúan sus actos moralmente. ¡Ana hizo mal en engañar a su marido, Don Juan es un bellaco envidiable, el vuelo de Francesca nos conmueve! De acuerdo. Ustedes los eligen como representantes de lo más delicado, de lo más alto, también de lo más bajo, que alcanzaron los hombres. Pues bien, ¿qué más da, una imagen viva en las palabras, llámele usted don Quijote, o una muñeca en acción? Puede creer como Alíoscha o dudar como Hamlet. ¿Qué más da? Yo inventé a Irina como a un personaje literario, eso es todo. La inventé después de haber leído profundamente a Shakespeare. Me trajeron una muñeca receptiva, dotada de un aparato capaz de almacenar todo lo almacenable de lo humano y de lo divino.

– ¿Nada más?

– ¿Por qué me lo pregunta?

– Puedo hacerlo con palabras más explícitas. Cuando Irina salió de sus manos, ¿sabía usted que acabaría escribiendo poemas, dejándose arrebatar por lo Inefable, y llamando a Dios al morir? Todo eso ¿se lo había programado?

Me respondió sordamente:

– Yo le programé la libertad. Nada más. Ella combinó lo que llevaba dentro, quizás haya imitado. Los muñecos, como los hombres, se hacen a sí mismos imitando.

– Eso no explica todo, aunque lo explique en parte. Ella me dijo, cierta vez, que era una muchacha rusa educada en el marxismo-leninismo. ¿Cómo puede saltar de ahí a poner velas a la Virgen de Kazan? Sea lógico en la respuesta, se lo ruego. Sea lógico, si puede.

No me contestó, tampoco se ensimismó, ni siquiera se removió en el asiento. Quedó sencillamente quieto y mudo, y, durante unos instantes, su mirada inteligentísima pareció nublarse o velarse con el velo de la estupidez. Sin moverse, me preguntó si tenía tabaco, pero en seguida rectificó:

– Oiga, no de esos cigarrillos nacionales que nos dan aquí racionados, ni tampoco de los americanos o de los ingleses que fuman los esnobs de las altas esferas. Yo, cuando era libre, compraba en el mercado negro, en un mercado negro muy restringido y poco conocido, de esos cigarros que Fidel Castro envía a algunos capitostes y que ellos mandan vender a sus servidores. O a lo mejor es que sus servidores se los roban, no lo sé. No he catado uno de ellos desde que estoy aquí.

– ¿Cuánto tiempo?

– ¿No lo sabe? Cinco años, tantos como que Irina…

Le dio, de pronto, como un miedo.

– Pero, ¿quién es usted? «Alexis» sabe perfectamente todo esto.

– Sí, pero «Alexis» no le daría a usted un cigarro puro.

Le di los dos que le traía preparados. Su mano los agarró como su presa el buitre y los escondió en el pecho. Miró a su alrededor y, como si cambiara de opinión, sacó uno, lo olisqueó…

– ¿Tiene cerillas? Aquí no nos las permiten usar, por miedo a los incendiarios. Yo lo hubiera sido, ¿sabe?, hubiera muerto abrasado en holocausto a la libertad.

Le di fuego y le dejé que absorbiera el humo del veguero hasta que empezaron a llorarle los ojos. Se los limpió con el dorso de la mano, y dio al cigarro la primera chupada.

– Excelente. Gracias. ¿Usted leyó la historia de Pinocho?

– Sí.

– ¿Y no recuerda que fue desobediente, que se escapó de su casa, en fin, todo lo que le sigue, incluidas las orejas de burro? El carpintero que le talló la nariz hubiera querido hacer de él un buen muchacho…

Estuvo a punto de arrojar el cigarro a causa de una rabia súbita.

– …y yo quise hacer de Irina una mujer importante, ¿se da cuenta?, una de las que pasan a la Historia como Semíramis, como Cleopatra, como Isabel de Inglaterra. Pero no una ramera como la Kolontai. ¿Usted sabe que Isabel de Inglaterra les enseñaba el sexo a los embajadores, y les estropeaba así el discurso en latín que le estaban endilgando? Hay mujeres que se ríen de la Sociedad, del Estado, de los hombres y de los dioses. ¿Ha pensado alguna vez por qué, para ese menester, el Destino elige siempre mujeres, jamás hombres? Calígula era un imbécil. Cleopatra una divinidad. A Irina, yo la había destinado a destruir todo esto de aquí, el Comité Central, el Estado Soviético, los comisariados, el ejército rojo… Yo proyecté para ella una personalidad como la de Catalina: puta, fría, capaz de matar a sus amantes, pero también de mandar, de gobernar… Catalina II instalada en el Kremlin e instaurando otra vez las orgías del sexo y de la muerte. Para eso, como punto de partida, la informé de que había sido violada… ¿Usted lo entiende? La biografía de Irina se la fui dictando al oído, palabra a palabra, hecho a hecho: unitaria, coherente, excepcional, lo que se dice una gran personalidad. Lo que yo le dictaba, le quedaba en la memoria como si hubiese sucedido de verdad, y desde allí actuaba, como actúan en nosotros los celos o la envidia. Le causaba los mismos dolores o las mismas alegrías… Yo la informé de que la habían violado, sólo para crearle un resentimiento que la hiciera capaz de la venganza y de la destrucción. La historia, su protagonista y sus peripecias, no importan ahora, una historia que podía servir de base a su conducta posterior, a su odio inmenso. ¿La imagina aniquilando jerarcas porque uno de ellos la había desvirgado? Pues ¿sabe qué hizo? Perdonar al violador. Yo le había programado la libertad, pero también le había dado a leer al maldito Dostoievski. Antes de tiempo, ¿me comprende? Fue un error mío. Aprendió a perdonar.

– ¿Sólo por eso la detesta?

– A usted, ¿qué le importa?

Me eché a reír.

– Pygmalion acaba siempre enamorado de la estatua.

Giró hacia mí lentamente.

– Me dijo que no me amaba lo suficiente como para acostarse conmigo, ¿se da cuenta? ¡Pinocho desobedece a maese Goro! Y la que yo destinaba a dominadora del Kremlin y de todas las Rusias, se quedó en poetisa de vanguardia… según me han dicho. Una poetisa que les hace a los de la KGB pequeños servicios profesionales, quizás haciendo con otros lo que no quiso hacer conmigo. ¡Bah!

No dijo nada más. Pero justificaba su silencio dando chupadas al puro e impregnando el aire de aroma de la Vega. Cuando salió del mutismo, no pareció tenerme en cuenta.

– A un poeta, el personaje no le sale por falta de imaginación. Se le queda corto, aunque lo haga perfecto. Hay personajes como bibelots de Sajonia, o como rosas de invernadero, lindos e irreprochables; pero otros, no tan perfectos, asombran por su grandeza. Son personajes como catedrales destruidas, como montañas rotas. Es mejor que les falte lo que les falta. ¡Es tan hermosa la bóveda quebrada con el cielo claro encima! Da la idea de la grandeza humana. Irina, seguramente, fue un personaje bien hecho, pero de escaso alcance. Una cosa entre Ofelia y Porcia, pero mucho más cerca de Ofelia.

– ¿Quiere usted leer estos poemas?

Le ofrecí los que Irina me había dado aquella vez, ya milenariamente remota, en que esperábamos juntos y en que nos separábamos. Dudó antes de cogerlos. Después, los leyó seguidos, sin levantar la cabeza del papel, pero fumando. Me los devolvió.

– ¿Usted es ese que dormía con ella cuando Dios la agarró del cabello y tiró hacia arriba? ¿Es usted?

– Sí.

– ¿Quién es usted?

Me encogí de hombros.

– ¿Qué más da? Me sería imposible explicárselo. Lo mismo que a usted le es imposible entender esos hechos que Irina relata en sus poemas. Para usted, los límites de Irina los marca Porcia. Bueno, también podría marcarlos Hedda Gabbler, ¿verdad? Pero ella siguió otro camino, y llegó mucho más alto, a un lugar donde los hombres generalmente no llegan, y que a los poetas les es difícil imaginar. Usted no puede entenderlo.

Entonces, se levantó del asiento calmosamente, con el aplomo de un rey. Yo permanecí en mi escabel bajito. Me miraba desde lo alto, y, en un momento, creí que me despreciaba desde el monte Sinaí. Me dijo (y su voz no parecía la misma):

– Se lo puedo explicar. Cuando la tuve hecha, le soplé en la frente. ¿No lo había imaginado? ¿O es que no puede hacerlo? Soplé en su frente y un alma le creció dentro. No como una mariposa, sino un soplo, pero usted puede creer lo que quiera. Me tienen aquí encerrado para que no haga otras como ella. Pero, un día, éstos se irán, o los arrojará el fuego del cielo, y, entonces, llenaré el mundo de mujeres más grandes y más profundas que las de Shakespeare, y les encomendaré la misión de engendrar una Humanidad distinta. ¿Qué más da que tenga sangre o alambres? Lo importante es el soplo, amigo mío. Los franceses dicen souffle, ¿verdad? Allá ellos. Los franceses no me importan.

Había una desproporción harto evidente entre la magnificencia de la voz y la trivialidad de las palabras. Y la voz creció tanto como la voz de un órgano entregado al capricho de un loco sublime. Al final ya no fue más que un estrépito inmenso de trompetas: las palabras se habían reducido a cuá, cuá, cuá.

6

No creo que Wladimir Siffel fuese un loco; había en sus maneras, en sus gestos, en los distintos tonos de su voz, una unidad de estilo que no suelen alcanzar los más cumplidos esquizofrénicos, menos aún los paranoicos, que es a lo que él jugaba. Ha acontecido, alguna vez, que un hombre se haga el loco para que lo lleven al manicomio, pero no es tan frecuente simular la alienación por solidaridad con el ambiente, y bastante menos fácil. Habrá seguramente causas que no puedo conjeturar, o secretos personales de imposible dilucidación. El caso era que Siffel se hacía el loco, quizá fuese feliz, o meramente se divirtiese, o quizá formase parte de un plan más amplio de libertad o de venganza, que no se me alcanzaba. Mi llegada y la razón de mi llegada le permitieron, con toda seguridad, introducir variantes inesperadas en su papel diario, variantes estéticas, acaso sólo por su gusto personal, o tal vez por asombrarme: debo decir que le sorprendí un par de miradas astutas y, sobre todo, que, en alguna ocasión de las sublimes, espió los efectos en el espectador. Pueden imaginarse otras causas, pero el resultado es el mismo. Conviene recordar que las causas son incontables y los efectos verdaderamente pobres. ¿Por cuántos motivos suelen matar los hombres? Pues todos acaban en lo mismo.

No creí nada de lo que me contó; o, mejor dicho, creí algunas cosas aisladas, probablemente ciertas, pero que, al formar parte de un coherente conjunto de falsedades, pierden veracidad. A mi regreso a Moscú, la pareja de recién casados ocupaba los asientos delanteros del automóvil, él conducía con la mano izquierda, y la enlazaba a ella por el talle con la derecha; y yo, a veces, me preocupaba, pero la mayor parte del camino lo pasé considerando el fracaso de mi esfuerzo. ¡Cuánto tiempo gastado! Me encontraba como la tarde de niebla en la Puerta de Brandeburgo, ante lo ininteligible y lo inexplicable, y, desde entonces, ni mi cabeza ni mi corazón han avanzado en el conocimiento, como el que llega al límite del Cosmos y siente que, más allá, ni la palabra nada tiene sentido.

Salí de Rusia sin dificultades (es curioso: empezaba a hablarse, en los medios próximos a la KGB, de que el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla se hallaba en Rusia. Los dejé entretenidos, angustiados tal vez, en mi búsqueda, en la previsión de mis actos, en la inserción de mi conducta en los esquemas conocidos. ¡Lo que me divirtió verme representado por una curva de frecuencias en un eje de abcisas y ordenadas! La resistencia de los mejores cerebros soviéticos a aceptar la evidencia de lo irracional, coincidía, más o menos, con la de los mejores cerebros de Occidente. Fui fiel a mi remoquete y dejé que mis huellas se perdieran, esta vez en la nieve que caía cuando mi avión despegó). Mi estancia en Occidente fue rápida: recobré las cenizas de Irina y sus objetos, me quedé unos días en París, sólo para recorrer lugares, contemplar árboles, sorber aromas de los que me despedí para siempre. Una noche me tropecé en una tasca con un inglés medio borracho, joven de buen aspecto, que me confesó su propósito de suicidarse aquella misma noche, y me preguntó, tartajeante, si arrojarse al Sena no sería una vulgaridad imperdonable en un «gentleman», porque «tengo que pensar, caballero, en la opinión de los que llevan una corbata como la mía. Aunque no les importe el hecho, en sí, de suicidarse, le conceden la mayor importancia al cómo». Me dijo que se llamaba Shaw, y después me enteré de que su nombre de pila era Michael. En una larga conversación de tasca en tasca, al modo más británico, le convencí de que no es conveniente fiarse de la opinión ajena, incluso cuando andan por medio los colores de una corbata, al decidir si tal cosa o tal otra son o no vulgares, y que las cosas son lo que es el que las hace, vulgares, ordinarias o sublimes. Suicidarse levantando los meñiques no tiene perdón posible, pero el que mete las manos en los bolsillos y se deja caer en el Sena silbando el «Typperary», puede comparecer tranquilo ante el tribunal de corbatas más exigentes.

– ¿De manera que usted no se opone a que me arroje al Sena?

– De ningún modo, caballero. Incluso estoy dispuesto a echarle una mano.

– ¿Teme que al final flaquee?

– En absoluto, Mr. Shaw: tiene usted todo el aire de ser una persona seria y rigurosa consigo misma.

– ¡Ah, señor! -me dijo-. Si hubiera encontrado en el mundo mucha gente como usted, probablemente no habría llegado a esta terrible determinación, o, por lo menos, no hubiera llegado tan pronto, ya que suicidarse es una tentación de familia a la que los Shaw somos inexorablemente fieles.

– Está usted a tiempo de rectificar.

– Ya no, ya no. Sería traicionarme a mí mismo.

– ¿Me acompaña?

Dimos un largo paseo por los muelles. Dos o tres veces, sin que viniera a cuento, se quiso arrojar al agua, pero yo lo impedí con diversos pretextos irrefutables y recurrentes menciones a las corbatas.

Cuando llegamos a un lugar solitario y desierto, le dije:

– Éste es el sitio y el momento. Fíjese en la luna, fíjese en las aguas. ¿No cree que se han juntado oportunamente, ahí abajo o allá arriba? Usted puede elegir entre tirarse al agua o saltar al cielo.

– ¿Cree que, si doy el salto, llegaré hasta la luna? Y, en caso de que la alcance, ¿está seguro de que me romperé la crisma?

– No lo sé, Mr. Shaw. Yo no soy inglés, pero a un inglés siempre hay que ofrecerle la solución práctica de las situaciones al mismo tiempo que la poética. Considere que el río Sena goza de un prestigio realmente internacional y lírico, y que, si se arroja a él, llegará verdaderamente a la luna, sobre todo si se da prisa, porque se aproxima una nube.

– Muchas gracias, señor. Hace bastante tiempo que no lo paso tan agradablemente, hasta tal punto que si no fuera por esa lealtad a mí mismo que me ha recordado, esperaría algún tiempo para suicidarme, en el caso de que usted me permitiera emborracharse conmigo dos o tres noches.

– No deseo interferir en sus decisiones radicales, Mr. Shaw, pero mañana mismo tengo que salir de viaje.

– I'm sorry! ¿Le importa darme la mano?

– Con mucho gusto, señor. Que lo pase usted bien.

Después sucedió lo de siempre. Cambié de ropas, me apoderé de sus documentos, y como obedeciendo a una orden presentida, arrojé al río las piltrafas informes a que se había reducido Mr. Shaw.

Escogí este lugar de Mallorca en que ahora estoy, como retiro. A Mr. Shaw le gustaba nadar, y lo hago todos los días un buen rato, aunque el tiempo no sea bueno. También doy algún paseo y contemplo la puesta de sol hacia la parte de Palma: no sé por qué, me hace recordar la selva de mi niñez. La mayor parte del tiempo, hasta ahora, lo dediqué a escribir estos papeles. Mi apariencia es tranquila, e incluso simpática: la gente de aquí me estima y permite que viva a mi aire. Sin embargo, desde que marché de Rusia, desde que recobré a Irina y admití que no puedo desprenderme de su recuerdo, me oprime con insistencia la vieja idea de que también soy un robot, no sé cuál de ellos, no sé por quién inventado, ni para qué. Mis facultades, carentes de explicación cuando se es hombre, no dejan de ser imaginables en un mecanismo inconcebible aún, pero posible. Me cuesta trabajo, incluso me entristece, pero tengo que aceptar que el que me hizo me lanzó al mundo como experiencia, como burla o como juego. ¿Qué más da? No se le ocurrió pensar que me apeteciera ser feliz, como un hombre cualquiera. Me dio, en cambio, esta conciencia incansable en sus juicios, día y noche, que me coge, me envuelve, me analiza y me pregunta: «¿Quién eres?» Si Irina me acompañase y le dijese: «¿Quién soy?», ella me respondería: «¡Qué pregunta tan boba! Pues, tú, ¿quién vas a ser?» Aquí no tengo a nadie que, como Irina, me diga «tú», de modo que estoy a punto de dejar de ser yo. Mientras escribo, encima de mi mesa está con su brillo mate el puñalito. Es casi un acto ritual el que, al dejar de escribir, lo coja con la mano derecha, juegue a arrojarlo al aire, y, en un momento dado, me encuentre decidido a clavármelo y a salir de la duda. Sé que lo haré una tarde. Pero, ¿y después?

A la vista de mi terraza, muy cerca, rompe la mar en unas rocas cuya cima más alta no he visto nunca barrida por las aguas, aunque sí por el viento, o levemente tocada por la brisa. Suelo sentarme allí para contemplar el horizonte, donde hay grises de plata y púrpuras intensos. Lo que pienso es que, ese día, en esa cima de la roca, derramaré las cenizas de Irina y me trasmudaré en vilano, porque nada hay más sutil en que pueda cambiarme. Lo haré un atardecer, cuando el aire se mueva. Si escojo bien el instante, quizá nos lleve el viento al infinito.

Salamanca, veintinueve de diciembre, 1983